¿Qué queda del señor Beuys después del 21 de enero de 1986?
Beuys era el tipo que
compraba lienzos y bastidores para equivocarse.
(De modo que un artista parte del error, un error inicial, como el de la
creación divina, que fue todo un desastre… Qué te parece.) Nadie refute lo
escrito: lo dijo él mismo, Joseph Beuys. Al igual que afirmaba que también el
principio era el Verbo que era, a su vez, una forma. Qué manía la de pensar.
Peor aún, qué manía de escribir lo que piensan por parte de los artistas. Luego,
comparas sus obras con sus textos manuscritos (generalmente, escriben a mano, y
algunos hasta con letras de imprenta) y te llevas una decepción que no te la
mereces cuando no uno de los sustos típicos que se suceden en las películas de
terror de serie B.
Después de Durero,
Joseph Beuys. (Ambos pintaron liebres.)
El mundo del arte y
sus creadores amparan las baladronadas de gacetilleros y escribidores a sueldo.
Una creación divina…
malograda: no existe nadie perfecto, y algunos van adelante a base de remiendos
y componendas sangrientas y al final todos mueren a causa del conocido
como cansancio
de material.
Ese cuadro de Tápies
se está viniendo abajo por todos los lados… Utiliza pegamento Imedio y en las
partes más deterioradas echa mano del Supergén. Y si empieza a oler mal lo
pones de cara a la pared.
Joseph Beuys era el
tipo que a los mandos de un Stuka
voló a la gloria. Sin solución de continuidad. ¿Por qué no? Todo hombre o mujer
es un artista. Todos los niños son genios hasta los diez años. Para dibujar no
se necesita un lápiz. Para pintar no se necesita un pincel. Para modelar no se
necesita ni el barro ni el palillo. Para lograr todo eso basta con la
intuición. Hasta Dios, El Creador, era artista. Que ya es decir.
Hablamos de arte
moderno. Pero el arte ha sido siempre moderno. Qué te voy a contar a ti,
criatura.
¿Tú has visto alguna
vez un bisonte trotando en lo más hondo y oscuro de una cueva y donde se le da
caza a flechazos?
Pues hubo un tiempo en
que existían tipos que dedicaban su tiempo libre pintando bisontes en las
inmaculadas paredes de las cuevas, lejos de las praderas y los valles, lo más
lejos posible de la luz del sol. Esos tipos eran unos modernos recalcitrantes
que en lugar de imaginar lo que veían, veían lo que imaginaban sin importarles
la realidad.
A principios del siglo
XVI, hubo un monje capuchino que acabó en benedictino y más tarde en cura
seglar (hay que ver lo que estos pies han andado y estos ojos han visto) que,
moderno él, ocultó su nombre bajo el abstruso manto de un anagrama y se hizo
llamar Alcofribas Nasier. Bajo tal cobertura se dedicó a escribir textos un
tanto licenciosos y diatribas contra los curas cuya venta superaba en mucho los
4o francos anuales que constituían todas sus ganancias como matasanos en el
hospital de Lyon, donde se había empleado años atrás. Era un tipo moderno que
perpetraba las cosas más insólitas: introdujo el plátano en Francia luego de un
viaje por Italia, y además entretenía las noches romanas contando las amantes y
los hijos naturales del Papa de por entonces, que también debió de ser un tipo
con una mentalidad abierta de lo más moderna.
¿Sabes, Charlie? Este
buen Acofribas Nasier, modernísimo en la intención y gran rieur, se apropió del nombre de un duende que correteaba mucho por
las callejas y albañales de aquel tiempo, Pantagruel,
que personificaba la sed insaciable de los borrachines de tus parroquianos y
les solía arrojar sal en la boca, y terminó escribiendo durante veinte años, en
cinco trozos, una obra sólo comparable en modernidad a la que medio siglo más
tarde escribiría otro hombre tan moderno como él, aunque de carcajada menos
brutal y asimismo tan adelantado a sus coetáneos. Ambos (por modernos) murieron
pobres como ratas y con sus huesos esparcidos en no se sabe qué agujeros de la tierra
munda (inmunda).
¡Pobres modernos!
(¡Todos abajen la cabeza, que dispara el contrario otra novela!)
¿Qué debe el arte
moderno al antiguo?
La soberbia. Sólo se
admira lo muerto, y, así, no hay discusión.
No ocurra guerra
ninguna entre lo antiguo (que nadie, en el fondo, sabe lo que es, sólo que
tiene mucho tiempo) y lo moderno, aunque la tinta, ese veneno, corra entre
ambos. La tinta del crítico, la del arrogante, la del retrógrado: Ese líquido maligno fue compuesto por el
ingenio que lo inventó de dos ingredientes, que son el aceche o caparrosa y la
bilis, ambos venenosos y de sabor amargo…
¿Qué clase de
educación ha recibido usted?
La suficiente para
tener la libertad y el dinero de coger un avión y dirigirme a cualquier ciudad
del mundo y meterme en un museo si necesito visionar directamente la obra del algún artista que me interesa en ese momento.
(A Picasso las manías
no le sobrepasaban: bastaba con que le pusieran algo de pan y una frasca de
vino español al lado del plato de la cena.)
Aparte de eso, estudié
en la Escuela Superior de Bellas Artes de Valencia, lo cual constituye uno, y
no especialmente excepcional, de los enigmas de la modernidad: nunca nadie
podrá saber si eso es un mérito o un demérito; estuve casada y me descasé a las
bravas, tomando las de Villadiego cuando se me antojó. A mi nadie me es
imprescindible, de modo que yo no tengo por qué ser imprescindible para nadie.
Supongo que son cosas de la edad y el hecho de que te encuentres un día en una
estación del ferrocarril con una maleta vacía y el alma llena de demasiados
pecados… veniales.
Adiós, adiós.
Como mejor se hace
arte es a la chita callando. Lo demás es bravuconería y chulería barriobajera:
pluma o pincel como espadas y a hacer carne. En esa guerra todos mueren, pues
es una contienda de mediocres con pocas cosas que hacer por pereza o falta de
imaginación mientras están vivos: reconocibles en los osarios precisamente a
causa de su inanidad como individuos. Son cadáveres dispuestos en cajones
perfectamente registrados y clasificados, nominados y apellidados, con fecha de
nacimiento y caducidad. Qué otra cosa iban a ser…
¿Qué ibas a esperar de
estos mostrencos de la apariencia?
Yo no sé lo que es un
campo de batalla.
Tampoco sé lo que es
tierra de nadie.
La única bandera del
arte es el aire que hace ondear los trapos coloreados de todas las otras que
fijan irrisoriamente fronteras en los mapas, las que delimitan mi diferencia de
hormiga con la que tú eres (y qué feble diferencia, pues sobra una goma de
borrar escolar para eliminar esa sutil discrepancia… y luego la muerte, en
procesión hormiguera, en la que toda bandera rosoña ya por el abuso patriotero
acaba en sudario).
Donde más a gusto vivo
es en los hoteles caros. Pero caros de verdad. Me sonroja toda clase de
medianía. Una vez, en Colonia, después de una hora de estar delante de los
cubistas en el Museum Ludwing, con la memoria lejos de allí, teñida
repentinamente por el batiburrillo cromático y goteante de Number 30 de Pollock, en plena ansiedad por el deseo acuciante de
hallarme lo más pronto posible frente a la atolondrada pintura, me subí a un
avión directo a Nueva York. Al llegar a Manhattan, a punto estuve de alojarme
en el Chelsea por puro morbo, pero me contuve a tiempo: unos segundos antes de
cruzar el umbral de la puerta me vinieron a la mente todo tipo de lecturas
mugrientas, comencé a respirar un aire como rancio, hasta empezaba a sentir
polvorienta la ropa que llevaba, el aliento sucio. Di media vuelta, paré un
taxi y me largué de allí en dirección al Gramercy Park, que nunca decepciona.
(Desde la misma
recepción.)
Buenas noches, madame.
Buenas noches, portero
de noche.
¿Qué le trae por aquí?
Autumn Rhythm. Soy artista. Pero
tendré que esperar hasta mañana a que abran el museo. He de ver ese maldito
cuadro.
No deje que la
impaciencia le domine.
¿Conoce usted a
Pollock?
No. No tengo el gusto.
¿Un cliente del hotel, quizá? Lo que de verdad conozco son los trucos del
tiempo.
Es usted un filósofo…
Cancerbero en todo
caso… de su llave. A propósito ¿qué clase de artista es usted?
Prefiero ser a tener,
si es eso lo que desea saber.
Ese es el principio de
toda sabiduría. Tener es fácil… cuando uno
llega a ser quien era (incluso antes de nacer, aún en el útero de mamá,
uno ya es), es una consecuencia.
¿Cómo dominar el
tiempo?
Formando parte de él,
no fuera de él.
Sentado en esa silla
noche tras noche no hay otro remedio, tiene usted todo el tiempo del mundo para
pensar que clase de hilatura conforma el tiempo. Crono devorando a sus hijos…
Se asombraría usted de
la fragilidad de esa materia a pesar de su dimensión inconmensurable y
profundamente abstracta: en este mismo instante que hablamos usted y yo están
todos los tiempos, el del tipo que cazaba mamuts, el de Alejandro el Grande, el
de Jesús de Nazaret, el de Leonardo, el de Cervantes, el de Einstein, el suyo,
que contra lo que pueda pensarse a pesar de nuestra simultaneidad como
vivientes, no tiene nada que ver con el mío…
Entonces ¿no estamos
hablando en este mismo momento usted y yo?
Sí. Pero eso es una
ilusión. Podríamos haber estado conversando hace mil años o podríamos estar
haciéndolo dentro de un millón de años. Somos imágenes grabadas en el tiempo,
y, por tanto, observables, aunque alguno de nosotros salga borroso: el futuro
sería simplemente la llave que abre la puerta de esa observación. Cualquier
cosa del mundo se halla imprimida en el tiempo desde su propio origen, desde su
desencadenamiento inicial, cuando, como informa la Biblia, la tierra estaba
confusa y vacía y la cubrían las tinieblas.
Es usted un portero de
noche muy especial.
Estando quieto,
sentado en esta silla a la que poco antes ha hecho usted referencia, uno puede
darle muchas vueltas a las cosas.
Como el último
Heidegger.
¿Heidegger? ¿Otro
cliente del hotel?
Heidegger es un
excelente tema para ejercitarse en el arte: este hombre pensaba en abstracto lo
concreto que era él, y lo era bastante a pesar de los vericuetos mentales por
donde discurría sin moverse un ápice de su mesa de trabajo: encerrado en una
cabaña en el bosque, entregado a sus reflexiones, no perdonaba un solo día la
comida que su mujer le dejaba en una cesta junto a la puerta. Sus escritos dan
mucho de sí en cuanto a ejecutar las abstracciones, líricas o matéricas, que
tanto abundan en el arte contemporáneo.
(Pero su
mujer-caperucita no faltó un solo día
con la cestita.)
En todo caso, el
problema del tiempo, como cualquier otro que esté más allá de la estricta
naturaleza humana, me interesa solamente como pasatiempo intelectual.
Heidegger dijo que somos en el tiempo. Estar en él es una
frase hueca.
¡Artista moderna!
¿Nos veremos mañana?
¿?
Herman
Melville, Moby Dick, capítulo LXXXIV,
La cola:
Mi
querido señor, en este mundo no es tan sencillo explicar estas cosas que
parecen tan claras. Siempre he encontrado que las cosas más simples resultaban
las más enredosas.
A
Melville le pagaron cinco dólares por cada página escrita de Bartleby. No era
suficiente. Poco tiempo después, dejó de escribir. Y no volvió a hacerlo
durante tres décadas. Se hizo agente de aduanas. Sólo al final de su vida,
cinco meses antes de morir en 1891, escribió Billy Bud, marinero, que tardaría otros treinta años en ser
publicado.
Billy Bud es el relato más cruel y sádico que se ha escrito jamás
sin necesidad de que la pluma dejara caer en cada línea las gotas de sangre que
colgaban de los colmillos de tinta: se trata de la destrucción lenta y
parsimoniosa de un inocente apresado en una tela de araña donde la ferocidad
criminal es una mixtura en la que se entrelazan la exquisita y severa
formalidad de lo jerárquico con la elegante pirueta de un minué, la ola azul y
suave que acaricia la quilla de un navío.
De
acuerdo, todos somos humanos, pero algunos somos más animales que otros. En el
caso de Melville no cuesta imaginar quienes eran los animales.
Carmen Gay está
plantada como un árbol que debe ser regado de cuando en cuando por la sorpresa
y la emoción para seguir viva frente a Number
30. Esta mujer no parece moverse, ni
ahora ni nunca. Pero respirar, respira. Se diría que es un árbol de piedra:
entonces sería una estupidez echar mano de la regadera, de nutrir sus raíces
con el agua (bendita que mana del cuadro que contempla).
¿Podría explicarme qué
significa este cuadro?
La adolescente
preguntona la mira con expresión implorante.
¿Por qué se matan?,
musita Carmen Gay sin volver la cabeza hacia la chica, aunque la siente muy
próxima, la percibe anhelante de escuchar sus palabras, de seguro que ha oído
la pregunta que se ha formulado a sí misma y ahora siente una extrañeza mayor
que la que le inspira el cuadro: podría ser ella, una ella antigua o futura o
ella misma disfrazada de jovencita neoyorquina, hija de padre joyero y pescador
y madre suicida, que debe necesitar ayuda en todos los aspectos de su vida de
ahora, qué pesadilla.
Tenemos un carácter
difícil…
Luego, en completo silencio,
se aparta a un lado delicadamente y se aleja del lugar.
(De acuerdo, todos somos humanos, pero algunos
somos más animales que otros.)
Has
visionado miles de cuadros; has leído cientos de biografías y monografías de
artistas, y todos esos millares de obras y centenares de textos biográficos se
contradicen entre sí del modo más natural: para Picasso, Miró es el niño que
juega con aritos; para Bacon, Tápies construye bastidores casi inutilizables;
Lucien Freud haría de los cuadros de pop-art ilustraciones para calendarios de
esos que se cuelgan en talleres mecánicos donde trabajan hombres musculosos,
ilustraciones bien hermanadas con el faldón de los números; Goya odiaba el
retoque; El Bosco se reía hasta de su sombra; a Vermeer le gustaba el sosiego del
sol de la tarde, la mañana en calma, lejos de las vistas tumultuosas de Turner;
Van Gogh, pintor chapucero y genial, beato, borracho y putero, nos perdonaba a
todos.
El mejor artista -para
no empeorar las cosas con demasiados ejemplos- es aquel que pinta, talla o
imagina en sánscrito: no hay fiesta que no tenga su paz.
Trabajo con la
memoria, no necesito ningún otro soporte, dijo uno, liberado ya de los engorros
materiales, de la pesadez de los instrumentos procesuales: pintaba sin salir
del cráneo.
Alguna vez tienes que
traspasar una línea roja. De lo contrario te quedas en lo gris a perpetuidad.
Uno de los modernos,
contemporáneo él (2008), afirma rotundamente que Van Gogh no se suicidó: ¿Cómo
iba a hacerlo si el día anterior fue a comprar tubos de pintura? Con lo cual
este artista demuestra no tener ni idea de lo que es un suicida (los más
perfectos son aquellos que te sorprenden del todo perpetrando su suicidio como
el que va a comprar el periódico) y mucho menos de lo que es un artista al que
la realidad o la no-realidad le ha desmenuzado el entendimiento.
Saatchi compra
(retiene, como una acción de bolsa) mis obras.
Es el dinero el que
las compra: el dinero es anónimo. ¿Cómo te llamas? Cien dólares, cinco dólares,
un dólar… y así. Los museos están llenos de dinero más que de artistas.
Hay una artista
moderna, contemporánea ella (2004), cuya obra surge del más aberrante trauma
jamás sufrido por una adolescente: Mis padres me regañaban, siempre me sentí
presionada por ellos. Viví un verdadero infierno: si te portas mal, Tracey,
esta tarde no verás Barrio Sésamo. En ocasiones, la tortura era más refinada:
me dejaban sin merendar mis Kinder y los sustituían con un fétido sandwich de
crema de cacahuete. Toda mi infancia fue traumática, como la del cachorrito de
una leona coja en el Serengueti. Eso era un inmejorable billete y una excusa
perfecta para las borracheras públicas de después, especialmente en las
apariciones televisivas. Una chica traviesa, la Tracey. Estaba condenada a
serlo. Son los adultos los que te dan empujones para que atravieses de mayor
las líneas rojas. Cuando la niña contaba trece años uno que pasaba por allí la
tumbó en el suelo y la dejó para el arrastre: Anda, mete la puta polla por ahí
adentro de una maldita vez, mascullaba ella, rogando sin despegar los labios a
la oscuridad que el tipo terminara cuanto antes. La culpa: Barrio Sésamo: que
te escatimen uno de sus episodios te lanza a la degradación más absoluta, a la
desesperación, al riesgo inesperado. Luego, pasa lo que pasa. ¿Cómo vas a
superar esa frustración sufrida a los cinco años?: te persigue hasta la
adolescencia. Lo demás, vino rodado (o a trompicones, qué más da). ¿Como
conquista el mundo una dama? Con el coño. A qué andar con rodeos: I’ve got it all.
Donde mejor se folla es
en el interior de una tienda de campaña en forma de iglú. Y la mejor manera de
decorarla es escribir en su interior el nombre de todos los que la han
compartido contigo.
Al final te quedan las
lágrimas y una ristra de abortos de los cuales es mejor olvidarse.
Pero una (o un)
artista también puede encarar su biografía de una manera menos repelente:
El mejor maquillaje
cuando despierto por la mañana es una taza de café muy caliente, muy cargado y
sin azúcar. Eso vuelve a poner todas las cosas en su sitio, inclusive la
perplejidad.
Así que da sus pasitos
por las salas del museo de la 53 con la 54. Una mañana de otoño del 99 ella ya
es una artista famosa… pero desconocida entre la multitud, ha hecho lo
indecible para que sea de ese modo: pasea bajo la lluvia o bañada por el sol de
junio con absoluta tranquilidad.
El 99 tuvo que ser,
cuando el Turner Prize empieza a esquilmar de veras las billeteras de los
coleccionistas.
¿Qué es lo que le
atrae a un artista de los otros artistas de medio pelo?
La diferencia. Si
observas en sus obras alguna similitud con la tuya echas a correr escaleras
abajo. Una nunca quiere reconocerse en el espejo de los otros, la otredad
omnipotente: quiere compartir solamente la sorpresa.
A Monet le sobran
nenúfares.
A Cézanne le sobra la
figura humana en sus prodigiosos paisajes.
No despiertes jamás a
una de las voluptuosas soñadoras de Modigliani.
El arte la ausenta del
mundo. Enmudece, memoria.
Todos los artistas
encuentran finalmente el tema y la hechura de sus cuadros (a diferencia de Picasso,
que era un buscón), pocos hay que no los materialicen.
No sé lo que busco, se
dijo Boceto, que no era un artista.
Llámalo mamá.
(Mamá ¿qué eres?
Un significado
variable, hijo.
¿Entonces?
Entonces no hay
principio ni final: esencialmente transeúntes. Confórmate con saber eso.)
A Carmen Gay le parece
oler los cuadros, no su materia sino sus contenidos plásticos: huele El
Aduanero, huelen los planos de Juan Gris, huelen los sexos de las señoritas de
Aviñón, huelen los cielos encantados de azul y oro de Chagall.
Mondrian le atenaza.
Se figura estar encerrada en un calabozo recién pintado (huele la pintura
fresca de Mondrian).
Tobey pinta en
sánscrito: debería vivir a orillas del Ganges.
El aire del museo
huele.
Recuerda sin venir a
cuento (o quizá sí) esta mujer (también) virgiliana:
Fecunda el viento a las yeguas, sin ningún otro
ayuntamiento.
Tus hijos:
Oh, pobre JD., que a
estas alturas será un pobre nabo sin sustancia; oh, pobre Fiodorov, colgado del
cuello sobre el vacío como una marioneta siniestra; oh, pobre Boceto, olisqueando las bragas de mamá.
Qué pasado de úlceras.
Qué de heridas. Qué pudridero.
¿Rothko? Ése sólo
mancha.
¿Manchas dice usted?
Son las llagas de Cristo, máculas del propio pintor.
No, se refuta a sí
mismo. Un artista que se mata dejándose tirado en el frío suelo de invierno, en
su estudio, cerca de la taza del retrete, ése sólo era uno de los apóstoles, el
que había perdido la razón. De aquellos doce únicamente se salvan dos o tres, y
no estoy dispuesto a averiguar quiénes de la docenita.
Buscaría su alma el
suicida, los mártires la tienen bien agarrada por el pescuezo: según algunas
sectas influidas y dirigidas por el diablo (pero sus miembros no lo saben) el
alma está en la sangre, junto el colesterol y el ácido úrico. En otras palabras,
es la escritura invisible que no aparece en la hoja del análisis clínico.
Pues ponga usted el
papel cerca del fuego para revelarla, o frótela con un poco de jugo de limón:
la cuestión es hacerse con esa bicha escurridiza y darle una forma: directa al
MOMA o a El Prado.
Otra ocurrencia: el
pintor de los aritos (que decía Picasso), Miró, le parece a Carmen Gay mucho
más perverso que Balthus y el conjunto de muñecas con las que se rodeaba: las
buenas personas tiramos piedras a los pájaros.
Inventa un título, le
puede servir para más adelante, quién sabe: Cristina,
la chica que vivía en la casa cercana a la estación.
El horror de la
pintura de Bacon (te ha retratado abierto en canal, una maravillosa conjunción
de rojos, ocres y negros) arrumba al desván las excentricidades de la pintora
moderna, contemporánea ella (1999): el tema soy yo: se traduce: soy yo, pero
más yo, y me exhibí como una obra arte, un paisaje del todo inédito.
Tracey, de nuevo: Comí
cien (reivindico de una vez por todas la efectividad manifiesta y elegante de
los números redondos) caramelos de fresa y una docena de huevos Kinder de una
sentada, por puro resentimiento (mi padre era un criminal que me obligaba a
hacer los deberes escolares y mi madre una puta engendrada por Belcebú que me
daba para merendar crema de cacahuete), y, quien me lo iba a decir, caí
enferma, pero enferma de verdad, de permanecer tumbada en la cochina cama más
de una semana. Ahí queda eso:
My bed, una semana y media da para mucho:
colillas, semen, sangre, diferentes salivas (odio la soledad), cajetillas de
tabaco, botellas vacías de vodka, condones ya inservibles que asoman como
gusanos entre las sábanas malolientes, montones de kleenex sucios de babas y
mocos, medias usadas, revistas de sociedad y chismes, restos de excrementos y
orina, calcetines hediondos, unas bragas harapientas diez (otra vez el número
redondo) veces puestas durante los diez (número redondo repetido al canto) días
que duró la, digamos, enfermedad, libros de bolsillo, trocitos de uñas recortadas,
pielecillas…
Ecléctica, la moderna
contemporánea filma, directora de cine ella, el suicidio simulado de una
adolescente, lo que recuerda a aquel escritor que escribía libros muy
discutibles y algunos hasta falsos, incluso los de ficción.
¿Sabes quién era Eva
Hesse?
Tan lejos de la
semántica y el concepto pictóricos de Van Gogh como de Eva Hesse o Tracey,
Carmen Gay siempre alabó a los artistas que llegaron al límite de su
perseverancia y pundonor.
Se hacen viejos (no
todos, que al sucumbir su cuerpo antes de hora, los eliminan de un plumazo los
fabricantes de seres imperfectos: Tyrell Corporation), se trastornan, pero al
cabo, oculto el cadáver, no dejan tras de sí ruinas sino reliquias, y de una u
otra forma acaban ante los ojos de los supervivientes y los sucesores
venideros.
La procesión de
estampas requiere el máximo respeto.
Desfilo ante ellos con
una maleta de cartón, la más pobre, en el interior, entre los sesos y las
vísceras (sólo así descubrirás al artista en las obras ahorcadas en la pared),
bien abiertas las entendederas; luego, repleta de copias guardadas en la valija
de los milagros, abandono el museo, la lección bien aprendida, satisfechas las
ansias.
Puedo coger otro avión
como el que sube a un taxi. Basta con extender un brazo hacia la riada de
coches que circulan a dos metros de ti.
¿Adónde?
Un momento: soy rica,
Guillou Janinne, no moriré de consunción como tú al lado de un hombre débil que
fue artista poderoso, no terminaré encerrada en un manicomio como la infeliz
expoliada Camille Claudel, no… Yo, me las basto y sobro. Soy una abstracta que
escribe (en sánscrito) y pinta (también en sánscrito) mediante signos
identificables: no sé donde está el gusto de la manzana, dilema que tanto
desesperaba a Berkeley, si en la manzana o en el paladar, pero tanto la manzana
como el paladar mío son del mundo y pertenecen a la realidad identificable que
es la que es por más que una (o uno) se burle de ella, algo que les es
sumamente agradable a todos los artistas (a menos que tengan alma de notario).
¿Adónde?
Quién sabe adónde
puede una llegar, sólo hay que ponerse a andar. Una puede ser un Berkeley sin
la pesadez de un Dios cargado a la espalda.
A la colección
invisible y secreta de Clyfforf Still: 2.393 obras que nunca nadie logró ver
hasta el año 2007, cuando el artista hacía veintisiete años que murió: toda la
obra que fue capaz de hacer a lo largo de su vida: sólo vendió o regaló 150
cuadros, los demás los conservó todos.
¿Adónde?
Doble a la izquierda y
continue recto. Me vuelvo al MOMA, del que nunca debí salir.
Franz Kline: son todo
líneas negras, y siempre se parecen a algo curiosamente: un árbol, una casa,
dos tipos andando al anochecer…
La pintura está viva.
Habla. Yo la oigo en cuanto destapo el tubo.
De nuevo Tobey: parece
el aristócrata dueño y señor del castillo en cuyas mazmorras Pollock chapotea a
gusto con una lata agujereada en una mano y un cigarrillo explosivo en la otra:
este hombre es capaz de pegarle fuego al castillo por los cuatro costados en
cualquier momento.
Algo semejante ocurre
en cuanto me saco del bolsillo mi vara de medir y enfrentar estudios
comparativos: Barnett Newman vs Mark
Rothko.
Hartung explora a
brochazos las luces y los espacio de la noche, como Viola.
Adonde se esconden los
monstruos temerosos de los hombres y mujeres normales.
¿Sabes quién era Eva
Hesse?
En cuanto a…
En vela, una yacente en la oscuridad: la
conciencia es la carne.
Hace mil años:
había que…
cine francés (Godard, por ejemplo)
Burroghs (por ejemplo)
teatro (de Grotowski, y Artaud y Beckett, Weiss,
Arrabal y…) de todos aquellos que hacen del decorado universal una provocación,
un acto de desorden, de violencia, de crueldad, de absurdo, de repulsión, un
escenario donde la palabra sea el sobresalto y lo inesperado, un circo, un happening… lo más parecido a un actor es
un artista.
Y el arte será espectáculo.
Seamos artistas.
¿Somos hermosos, luna?, citó mal.
Que sea.
He nacido para que me hagan añicos, volvió a
recordar (esta vez con acierto).
¿Qué suerte depara el destino a un artista que
siendo honesto (y sabiendo que lo es) perpetra un arte que es un fraude (y no
lo sabe) y mucho antes del final queda al descubierto ante sus ojos?
En el arte (pero ya no tenía ni fuerzas para
hacérselo entender) todo lo que es normal es innecesario: ya ha sido. Aunque, naturalmente, uno puede entretenerse cuantas
veces quiera repitiéndolo. (En efecto, hay ideas
que se fabrican en serie, y a pesar de que a la larga resulten inútiles, son
realmente baratas.)
No arrastro ninguna imago hasta aquí (que es el final): mis imágenes son las del
futuro.
Además, en arte, siempre es el pasado. Es la
conciencia de tu presente como ser vivo lo que hace que reintegres lo que haces
(la forma de tu tiempo) a aquél sin perpetuarlo con la repetición evidente o
solapada pero siempre indeseable.
¿Se adelantó a su época? No, siempre son los de
después los que te comprenden mejor: los tuyos sólo te ignoran o te desprecian.
El retrato de la Stein (en Montmartre posó ante
Picasso a lo largo de noventa sesiones, a la vez que escuchaba de labios de Fernande
las fábulas de La Fontaine para que no se aburriera demasiado mientras
permanecía inmóvil durante horas):
No se parece…
No se preocupe, ya se parecerá.
En el Met no hay nadie que no la reconozca, Miss
Stein.
Te diré yo…
Al tiempo.
(Nos obra el tiempo.)
En arte, no manda tradición. A fin de cuentas,
¿qué son las tradiciones? Son como los inocentes juegos de los niños, aunque
perpetrados por los adultos.
Hablas demasiado.
Hasta ahora, mudo permanecía.
Era el testigo, calladito, levantando acta con
la pluma envenenada.
(Estaba en un rincón, agazapado y palpitante,
invisible y con la boca cerrada, hasta que la mirada de uno de ellos lo cubrió
de luz, lo reveló, lo materializó.)
Había que… ¿Adónde estaba Eva Hesse?
Ah, noviembre, de nuevo. Con temor. Con el
cosquilleo de la expectativa, pues todo comienza ahora que todo parece
adormilarse y cubrirse de amarillo, color terrible.
En la ciudad o en el campo, en el bosque o en
las calles, algo semejante a la angustia (y secreto anhelo) penetra en tu
corazón cuando noviembre aparece en el calendario y al sol se estremecen
levemente las hojas de los árboles en estas primeras mañanas frescas y claras
del otoño.
Luego, pronto, la grisura y la noche veloz.
Empiezo a…
Teme que en su mente marmórea no haya lugar para
las modificaciones que son necesarias.
Y, sin embargo, rumia con obstinación, día tras
día en esta antesala del invierno atroz que ha de irrumpir rugiente y helado,
los cambios que han de florecer en primavera:
Si haces siempre lo mismo, te equivocarás siempre
igual (dicen); entonces, ¿qué enseñanza podrás sacar de ello?
Indaga en lo desconocido, que son las chocantes
e impensadas disposiciones y el desorden de lo ya conocido.
Pero ¿cuál es la verdadera historia?, se
pregunta alarmado aunque inmutable Bernard en The Waves. No lo sé. Por ello guardo mis frases colgadas como ropas
en el armario, en espera de que alguien se las ponga.
En cuanto a…
¿La historia que se cuenta…?
Una mariposa teje con su revuelo en el aire la
imprevisible y fortuita nomenclatura del cuento, un cuento cualquiera. Esa
historia incluso es invisible: se ha desvanecido en el aire en el mismo momento
de su creación.
Habitas en el interior de una encarnadura
viviente que no es precisamente tú,
son demasiadas cosas tu yo para que
esa pobre imagen que no ha de resistir el paso del tiempo succione desde afuera
lo más recóndito de la cueva, lo mastique (lo hable), termine representando ante los demás hasta el último de
tus pensamientos allí cobijados y, al fin, lo regurgite hacia adentro de nuevo …
Déjalo ya…
El fin… es el proceso.
¿Adónde?: Negro
sobre gris, y de ahí al infierno, desangrado junto a un sucio retrete.
No prorrogues lo inacabable. No persigas su fin.
Trabajamos entelequias que pueden revestirse de una forma u otra. La pretensión
aristotélica era un engaño. Algo es así porque
yo quiero que sea así. Ni
siquiera la suma de dos números es perfecta, es una aproximación. No existe una
lógica interna que avale un proceso formal (intuitivo o de oficio). Y si lo
hubiere, es una gratuidad, puesto que podría sustituirse por cualquier otra. Es
el exterior lo que lo testifica del todo, lo sentencia definitivamente, y ello
debería bastar para expulsar de los ojos del espectador toda retórica interior (supuesta o pretendida). Revela
la intención original, y la voluntad de llevarlo a cabo. Incluso su
acabamiento, fracaso o éxito:
En arte acabar algo
es, simplemente, dejar de retocarlo (dejar
de estar modificándolo…)
(Zenón: hasta la eternidad ese recorrido: no
llegarás jamás a tu destino… ¡antes morirás! Y el objetivo final… Puedes estar
mirando un objeto y sacar un millón de conclusiones, millones de pensamientos,
un millón de secretos.)
¿Adónde?
Ni siquiera lo miró. No se lo merecía el Hijo
Pequeño con sus preguntas tontas de colegial confuso aunque aplicado.
Y la madre artista volvió a desaparecer del
mundo de los vivos (de la realidad).
Boceto
(en las manos del Charlie de turno): Qué cansado es el mundo, todo conspira
contra uno desde que nace, toda la potencia de su mal.
Charlie vuelve a llenar el vaso corto del
bíblico parroquiano.
¿Has leído la Biblia, Charlie?
¿Quién? ¿Yo?
Eran ocho manos contra dos… las que cortaron la
cabeza de Holofernes, y el buen guerrero con una sola espada, con un solo pene.
(Mamá, Paula, Laura,
Hanna…)
Se la cortaron a
mordiscos hasta desgajarla del tronco, rasgando venas y músculos, sorbiendo
sangre, rompiendo huesos. Y luego se escarbaron los dientes con la punta del
alfanje.
Charlie, sacaron mi
cabeza amputada del templo a patadas, haciéndola rodar escaleras abajo mientras
sonreían y mostraban sus dentaduras rojas. Es lo último que recuerdo y, en luego, me recompuse, mal que bien
coloqué la testa en su sitio (algo, aunque tenue, crujió, sigue crujiendo allá
donde vaya), envainé mi espada, me calé el sombrero, miré de soslayo, fuime y
no hubo nada.
¿Adónde?
De Queens a Madrid:
seis horas.
(Amanece un Madrid
entre verde, dorado y azul (un azul que se decanta al gris).
¿Adónde?, pregunta el
taxista de noche a Carmen Gay.
Se deja llevar al
hotel caro más próximo por este virgiliano que, a pesar de su atuendo de ropas
de saldo de grandes almacenes y barba de dos días, no despide demasiado mal
olor y se ha limitado a preguntar el destino.
Esta virgiliana me
lleva, a su vez, de la mano: Todo esto te daré. De hall en hall.
Desapareció en El
Prado durante una semana.
(Picasso sólo estuvo
una vez en El Prado. ¿Para qué más?
Eso ya lo habías dicho
antes.)
Habla la artista,
medio ebria por el jet lag, a un
taxista que, vamos a dejarlo claro, es un virgiliano de pacotilla con las manos
de cartón pegadas al volante:
El Prado es como uno
de esos viejos que un día resucitan de
una larga y cruenta enfermedad, se levantan de la cama como si nada y empiezan
a joder una y otra vez a su familia y a todo aquel que se le ponga a tiro.
Se convirtió en El
Fantasma de El Prado.
Esos viejos sabios
como El Bosco, Velázquez, El Greco, el mórbido, a pesar de la robustez de sus
damiselas en pelota viva, Rubens, Ticiano el inmenso…
El miércoles se lo
dedicó exclusivamente a Goya. No salió a la calle (de un Madrid de sol,
confortable, azul hasta en las piedras) ni para ir a comer. Comió en el mismo
museo: un bodrio incomestible al que sólo le hubieran metido el diente los viejos comiendo sopa.
Así, que Goya.
(Y Lucientes.)
Boceto, sólo por inocularles un poco de
gramática parda, les hablaba a sus alumnos de un Goya aterrado por los males de
un cuerpo que naufragaba y por las llagas de un alma ahíta de extrañezas y
temores, de sueños malos y muertes feas y largas, de monstruos nacidos de la
(sin) razón bailando zarabandas, no de
aquel paleto que vino de Fuendetodos aún con el pelo de la dehesa a Madrid, con
su sucia paleta de pintor y su astucia campesina para sacarles los cuartos a
quien se dejara retratar ahora bajo
los rayos de luz de la posteridad (acabaréis en un museo o en suntuosas
colecciones privadas), aquel que se dejaba deslumbrar por la corte disfrazada
de la engañifa de sus salones dorados y los frívolos sones de una musique canaille. Por entonces, las
esplendentes arañas que colgaban de los techos con escocia decorados
iluminaban, todavía no a sus ojos de hombre tosco, incapaz de apercibirse de la
farsa continua, una procesión interminable de tarados a rebosar de recamados en
sus atuendos y damas libertinas sepultadas de afeites y colonias y de cama
fácil: de la vileza del champagne más francés y vacuo al mortificante
imaginario de las pinturas negras pintadas en los muros de adobe de una quinta
habitada por un sordo con los ojos bien abiertos al disparate de su tiempo.
El arte hace visible.
Y a veces de tal forma
que hasta el artista se apresura a ocultar.
Ah, también tú, inmenso Paul Klee, tan burlón en el fondo de
tu gravedad suizo-alemana.
Que tanto se divertía
el pintor en su cálido atelier
dándole la vuelta –sea todo objetual, y la luz, la chocante geometría, las
casitas y los fondos submarinos- a la obra de El Bosco.
Lento rodar del día miserable…
Afuera, afuera bajo la luz tajante del sol poderoso y ecuánime.
Pero dentro del atelier, tan placentero, donde no llega
el fárrago de lo mundanal, sus estridencias, sus excesos, sus dineros, sus
políticas y sus guerras.
Y qué decir de ese
hombre, ese anciano Jeroen van Aken, retratado cincuenta años después de su
muerte por un tal Le Boucq, que el diablo sabe de dónde obtendría fisonomía tan
inefable: ¿socarrón sin remedio?, ¿complacientes y secretos divertimentos que
crecían como renacuajos en el interior de una panza muy revuelta por las
constantes comilonas y movían la colita como posesos hasta alcanzar las
pupilas? ¿demencia decididamente senil?, ¿despiadada inteligencia?,
¿simplemente aplicado artesano ducho en las ciencias del símbolo a ras de la
tierra y de la medida del hombre lejos de todos los cielos y sus embelecos?.
A mí (dijo sin venir a
cuento el escritor escondido entre los refajos intelectuales de los otros
escritores, éstos, sí, excelsos, todos ellos profesores de universidad o de
instituto, funcionarios del estado), ese tocado que cubre la cabeza del
retratado van Aken me recuerda extraordinariamente (¿sería el mismo?) al que
luce un poco cómicamente Pasolini en su papel de atolondrado pintor (¿Giotto?)
en la película El Decamerón.
(Qué interesante,
parecía indicar burlonamente la mirada del único de los congregados que tuvo la
amabilidad de volverse hacia él.)
¿Lo pillas? No sé… el
estilo de vida medieval, la simbología de los colores puros, la estética y todo
eso, parece revelarnos Pasolini de pasada, como el que no quiere la cosa, algo
con lo que él comulgaba también, la alegría de los cuerpos, la ausencia de
cualquier infierno, el destino final de un paraíso, de tan fantásticos azules,
de suaves dorados, después de la vida terrenal…
(La mirada volvió
rápidamente a su sitio, bien resguardada tras los párpados.)
De modo que Jeroen van
Aken…
Escóndete en tu
agujero de mullidos asientos y brocados:
A partir de cierta
edad todo el mundo esperando su final en lo más hondo de la cueva, donde no
brille el acero de la guadaña y te descubra:
Eso es la vejez.
¿Pues qué edad es la tal?
Cuando tienes miedo.
Klee en su estudio,
sintiendo ya la cárcel del cuerpo.
A la mayoría de los
pintores (con nómina encubierta del estado o no) les gusta trabajar en grandes
estudios, muy espaciosos, con mucha luz y, sobre todo, que les permita tener
una perspectiva casi real (vistas por
otros ojos: la apropiación ajena finalmente, la que los ha de justificar
más allá de su condición de dioses creadores con la panza llena o vacía) de las
pinturas y esculturas ahora apoyadas contra la pared o sobre el suelo y, así,
imaginarlas, instaladas ya en las salas de exposiciones o de los museos, fuera
de ese lugar de privado encantamiento pero aún con la impronta de su magia
personal, única, intransferible, hasta se diría de propiedades alquímicas,
mientras en tan absorto proceso creacional (atemperado por la digestión del
sueldo fijo mensual o no sueldo mensual) las hacen emerger del desván de su
invención a la luz (matinal o vespertina): aunque hasta los hay nocturnos que
desprecian las sobrevaloradas series de las plataformas televisivas sin
escrúpulos que enredan al personal con sus folletines enmascarados y le dan al
pincel o al palillo hasta la madrugada haciendo oídos sordos de todo aquello humano más allá de las ventanas de su
templo.
Y de este modo, lejos
de lo solar físico, Paul Klee se encierra en la penumbra estimulante,
pacificadora de todo mal y a salvo del conjunto de asechanzas y fraudes del día
embaucador que giraba en el exterior, de modo que, sin paliativos que atenúen
sus desesperación de saberse próximo mortal, todo íntimo a su alrededor pequeño
y reconocible madrugada tras madrugada, todo secreto, tan suyo y tan imprevisto
en los pinceles: no es un pintor de domingos ni un funcionario de mesa camilla
de sobremesa interminable: es un alquimista tras la piedra filosofal con las
venas abiertas: va surgiendo el oro del crisol como brota la sangre del cauce
de la vena, como se le escapa la vida con el aliento.
Pintar encerrado
sabiendo que te la juegas a muerte, puesto que la vida se desliza suave o
frenética más allá de la ventana y tu cuerpo respira a través de la piel
criminal cada vez más (o menos) degradado por la enfermedad, arruinado por el
azar brutal de una naturaleza ciega e impenetrable. Adiós, adiós.
El estudio de Picasso,
el español feliz, era un castillo: Todo lo demás son cuentos chinos, decía
sentado sobre un cofre de madera repleto de billetes de cien dólares (juro que
esa imagen es verídica, y el que no lo crea, que se muera, como decía…). Y, con
maliciosa sonrisa, espesada por el humo del tabaco de picadura, reveló a
renglón seguido una de sus técnicas procesuales: Hoy pinto en la Torre del
Homenaje, mañana en las letrinas de la bodega mientras defeco. Otros, en este
sitio discreto e inspirador, los más, defecan leyendo novelas malas, las cartas
de sus amantes, el diario secreto de su esposa adúltera o rellenando
crucigramas y resolviendo jeroglíficos. Envuelto en el propio olor de tus
detritus y tus mierdas, evacuando desechos corporales (ay, los morales, ay, ¡ay señor Francisco de Quevedo, si usted viera!) la
imaginación se torna muy reflexiva, lejos de la frivolidad y lo innecesario: yo
pinto, pinto, pues no hay tiempo que perder.
(Lo residual: adiós,
adiós.)
¿Qué ocurre con el
último Klee aherrojado en Muralto-Locarno?
Que se parece mucho a
El Bosco.
¿?
Murió no ya rodeado de
ángeles, sino de seres fabulosos, danzantes, enigmáticos en su simplicidad.
Trazos de seres,
ninguna otra hechura que el movimiento contra el fondo coloreado.
Bastaba así. Nos vamos
a quedar en puro hueso una vez acaba el banquete hamletiano donde no se come
sino en el que se es comido.
La mente de Hamlet es
un puro El Bosco todavía no hirviendo por la diaria jarra de vino echada al
coleto. Ese Hamlet es un surrealista de mucho cuidado, se trama las tragedias
sin pensárselo dos veces.
Don Francisco de
Quevedo y Villegas también guarda grandes semejanzas con El Bosco.
¿Qué cambian sino los
lenguajes con los que cristalizan en arte o en poesía los monstruos o las hadas?
El concepto es el
mismo: un arte poliformo. El Bosco, Klee, Quevedo… son semánticas distintas
para la misma (cómica y hasta chocarrera, y si no me creéis, os morís)
cavilación sobre el ser humano, su nacimiento, su crecimiento su desposeimiento. Lenguajes tan distintos…
que basta con traducirlos a una lengua interior tuya sin sonidos ni grafías:
inteligibles por entero… y con grandes concomitancias entre ellos.
¿Qué decir sobre
tantos artistas y escritores camaleónicos, tan opuestos a los mencionados?
Nada en relación a
ellos: con mirar su tiempo, sus obras señaladas, se les ve el plumero, un
infantil atosigamiento y tan innecesarios por tan repetitivos, tanto quieren
enmascarar sus plagios que incurren en chafarrinadas: pincelada o palabra
oculta en la mano vertiginosa y fullera del trilero.
El taller, decía de
Paul Klee… Toda una introspección.
Tanto espacio (que era
la luz) en Túnez… le achicó después.
Luchaba por escapar
del recuerdo: ese pliegue espacio-temporal.
El mundo y su paisaje,
incluido el ser, a través del pequeño formato se reduce a una arquitectura
interior: también es luz.
El atelier… Cocina mágica donde se cuecen
los sesos.
El trazo grueso y
recto sin titubeos puede ser el tronco, un brazo, la pierna, un cuello, lo que
quiera el artista-mago que contemple el espectador: seres de línea gruesa que
se destacan de un fondo abisal muy iluminado por colores brillantes, opacos,
simples veladuras, texturas pronunciadas, pequeñas ventanas muy cromáticas que
su alma abre sutilmente: he ahí el interior de un artista.
Klee se rodeaba en su
pequeño estudio de caballetes, y cada uno de ellos sostenía un pequeño cuadro:
firmaba todos los cuadros, y también los titulaba, menos el último, que no
tenía firma ni tampoco título, no se llamaba. Era por sí solo.
¿Habría algo más? ¿Ese
fantasma que se movía por sus entrañas y que no le abandonaba ni en sueños soñaba? ¿Por qué no confiar en que ese
ser incorpóreo, dialogador y omnipresente, libre ya de la carne corrupta y la
sangre envenenada, permaneciera eternamente correteando por su estudio,
navegando invisible entre los cuadros, entre los libros, hecho de la misma
sustancia que la de los sueños que son
pero no pueden asirse?
El Bosco hace del
cuerpo humano un juguete cruel y grotesco, trágico y manipulable hasta lo
infinito, al menos plásticamente. ¿Qué sucede si te desprendes de ese cuerpo
con sus marranadas y debilidades, sujeto a imaginativas torturas y hasta
habitante del planeta donde acampan la locura y la sinrazón? Un cuerpo no vale
nada, sólo sirve para sufrir y gozar, todo es muy temporal y efímero, incluso
despreciable (el diablo, harto de carne…)
El astuto Jerome van Aken comprende en seguida que el cuerpo es pronto
desechable: déjame el alma, pues, la carne goza pero el espíritu se solaza. Una
perpetuación: el diablo cojuelo y avispado eterno, inmortal, insuperable.
Él ha amado a muchas
mujeres con la sola mirada, las ha poseído más allá de lo razonable en un ser
humano, las ha engendrado de pensamientos suyos, las ha mancillado con la
imaginación de obscenidades y ultrajes: viejales perdido, cojitranco y chepudo,
húmedo siempre de incontinencias humillantes, me quedo con el alma sin ojos
pero con mirada, sin sexo pero con regodeo, sin narices pero sensible a los
olores mujeriles, sin manos con que palpar pero con una mente bien despierta
con que dar rienda a una imaginación que, creedme (y sino os morís), sigue
portentosa dándole al manubrio.
Carmen Gay ha acabado,
el último día de La semana de El Prado,
encarándose a El Bosco. Son muy distintos en el plano estético. Tienen muy poco
que decirse entre sí. Hablar del tiempo y cosas de ese estilo, hablar de los
estilos en el arte, del arte del estilo, una breve cháchara de ese estilo,
supongo.
Hay un loco en Suiza:
se pegó un tiro en la cabeza pero ha sobrevivido. Mediante técnicas de
supervivencia clínica agoniza en la cama de un hospital, enredado a cables y
sondas:
¿Podría, doctor van
Aken, extraerle la piedra de la locura?
Abramos ese cráneo,
veamos esos interiores tremebundos.
El Quevedo jocoso da paso
al hombre más trágico de la España de su tiempo: era tan vulnerable don
Francisco de Quevedo y Villegas… y sin reconocerlo, el escribano de la corte,
el pobre plumilla: el poder, el Gran Poder, lo arruinó y desahució y lo mantuvo
maltrecho y enfermo en prisiones hasta que se le antojó. Unas palabrillas
escritas, un paso en falso, y a la trena. Lo soltaron para que prolongara su
existencia moribunda en una libertad penosa: una celda monacal, un ventanuco
que deja entrar la luz de un cielo hostil, la mesa de gruesa madera donde
emborronar las últimas cuartillas y escribir cartas quejumbrosas en las que se
humillaba aterrorizado por la desnudez y el frío extremos. Sentado a esa mesa,
o tumbado en el camastro junto a ella, murió abatido por una disentería que
nadie ni nada logró atajar: se vaciaba del mundo.
Todavía hubo lugar
para una justicia espectral, profundamente quevediana. Semanas más tarde de su
entierro, profanó el sepulcro un tipo afanoso de robar las famosas espuelas
doradas con las que se había amortajado el cuerpo yacente del poeta. El
profanador rejoneó con ellas sin el menor escrúpulo el día después del expolio,
que era fiesta de toros, y, al cabo, fue herido de una cornada mortal que le
llevó a su propia tumba antes de que anocheciera.
La ironía de Klee en
sus cuadros era el temor que sentía ante la parca, los colores y el embeleso de
las formas encubrían finalmente con la burla fina ese miedo a una desaparición
absurda por eterna… y que presentía sólo para sí mismo y no para los demás.
El doctor van Aken ha
sustituido el pincel por el bisturí fantástico, los pigmentos por el trépano:
la de agujeros que ha de abrir por donde mirar la inagotable necedad humana:
tanto ha de recrearla…
La cabeza es cosa de
pensárselo, qué de técnicas ahí adentro.
Qué caverna, la
cabeza. En realidad… está hueca. Los sesos son la trampa. Tú mira una calavera.
Intenta hablar con ella. Ja. Sólo se ríe, la condenada. No dice ni mu.
(Plácida, con los ojos
brillantes de excitación: Vámonos a la mu,
niño.)
Así que un agujero en
el cráneo para atisbar con un poco de asquito, aún están los sesos calientes,
pon las yemas de los dedos sobre ellos, palpitan, un tremolar por las cosas de
un universo temible lleno de silencio y nada, pero también de ruido y horror y
de prevención por las cosas y figuraciones del mundo (inmundo) y la majadería
universal de sus habitantes, una especie pensante y fisgona que no logra dejar
en claro por más que lo intente desde su creación espontánea en una naturaleza
ciega a propósitos discernibles, ni su condición ni tampoco la razón de su
existencia ni mucho menos lo que se halla más allá de la muerte.
Atención a lo
interior.
¿Qué haces con ese
libro cerrado sobre la cabeza como si fuese un tapete?
Me he puesto el saber
por montera. ¿Qué me importa lo que crean o dejen de creer los demás? Unas
gentes (canalla malvada y peor aconsejada,
las moteja Cervantes) que en estos tiempos ni creen en Dios ni en don Francisco
de Quevedo y Villegas ni en Oscar Wilde. Por mí, que se mueran.
Sólo en los sueños y
sus caprichosos paisajes caben todas las ocurrencias, todos los desvaríos que
derivan de la costumbre pacífica o grotesca de los residentes de un mundo a los
que les es imposible librarse de sus vicios, pues con ellos tapan sus temores
más ocultos. Por lo demás, es la iconografía de lo fantástico y lo simbólico
nutrida por la invención y la metáfora burlesca que proporcionan éstos dos
conceptos que adquiere autoridad la imagen que devuelven los espejos
deformados: deme su mano, compadre, que anda perdido, pues yo he de guiarle sin
titubeos ni engañifas por el callejón
del gato.
Qué tiempos, cuando el
aire medieval ya se cuajaba de mármoles
y pinturas de ordenado y canónico realismo y razonado verismo, pero
cuando aún el Diablo no ha muerto, aquel diablo que desde antes del año mil
campaba a sus anchas y burla burlando, oliendo a azufre y a fuego de caldera,
asomaba el rabo por entre las columnas
de las grandes catedrales.
La pasmosa claridad
italiana todavía no ilumina los recovecos sórdidos de la bruma, la oscuridad
persistente de la rusticidad neerlandesa.
El Diablo y la Vida
andan de la mano estos días. Dios dormita amansado por el quejumbre del órgano,
se sostiene en los rayos de luz de las vidrieras, como un alma más en pena,
invisible.
Soy nieto, hijo y
hermano de pintores, se defiende, cuando los artistas laboraban junto a los
carniceros, alfareros y tundidores, todos gentes honradas con las manos
callosas. Yo era casi un santo: al igual que de Jesús de Nazaret, poco sabréis
de mi infancia, adolescencia y primera juventud. Casé con hembra rica, como
debiera ser preceptivo a todo varón que se precie de inteligente, de modo que
en seguida tuve acceso a casa y taller propios. ¿A qué perder el tiempo
ganseando con bellas sin dote?
Poco más hay que decir
del hombre, fagocitado de repente por el artista. Lo fantástico suplanta lo
doméstico: pincel y puchero hermanan bien, pero que casen uno y otro por su
lado: la fama y la gloria, los pinceles; el tocino, la sopa y los faisanes en
privado, escondidos como la faltriquera de cuero tras el ropaje.
Joven como es, al
esqueleto que lleva adentro no se le oye ruido alguno. Nada de lo que asustarse
de momento.
(De genios es acabar
revueltos en un osario colectivo donde se funden el villano con el sabio, el
artista con el burgués más inepto: Quevedo, Cervantes, Velázquez, Lope, El
Greco… todos sus huesos molidos y entremezclados por el anonimato de otros
mil.)
Tiene la eternidad por
delante y la certeza de llenar la panza todos los días.
A soñar. Mejor aún, a
la burla consentida del prójimo, que el arte es de respeto y la imaginación de
envidiar.
Yo meto a este hombre,
que anda a cuatro patas por más que se estire y alce los brazos, como uno más
de los estrafalarios en el bestiario mas descacharrante. ¿Qué se había creído
este mono recién bajado de los árboles? Este sólo teme a Dios, cuando hay que
temer (en vida) a la nada: sé de la muerte, de ella todo lo sé, una nada pero
sin soñar, sin despertar jamás: nada, y entonces en esa nada, nada había sido,
ni era, ni iba a ser: nada antes, nada ahora y nada después.
¿A qué huelen estas
pinturas?
A pigmentos, a tabla
de roble, a polvo dorado y magnífico de siglos.
Pues, ¿no huele todo
este imaginario descabellado a mierda?
Sí, huele a mierda,
pero es la nuestra quinientos años más tarde, la de nosotros los espectadores,
los que las contemplamos aderezados y limpios bajo vestidos, higienes y
colonias.
El doctor van Aken
levanta un poco nada más el embozo que cubre hasta el cuello al yacente en
plena pero demorada moribundia, lo suficiente para observar el rostro del suizo
comatoso con la bala (que no es de plata, sino plomo vulgar) en la cabeza: ¿qué
clase de bicho era este hombre antes de ser el bicho agonizante que es ahora?
Su desnudez animal espanta.
La boca y los ojos
cerrados, es un cuerpo inerte… ¿pensante? Algo debe bullir por debajo de la
máscara inalterable, hablarán entre sí los sesos.
Como está quieto,
parece inocente. Y era un ser monstruoso, de apetencia desatada, un tipo de
gran libertinaje. O solamente era un pasatiempo en manos de uno de los diablos
que junto a los dioses son en los cielos y lo hizo juguete de sus instintos
para solaz propio: lo dibujó malo.
¿Qué haremos contigo?,
se debió preguntar el diablo aburrido, como si él fuese uno de esos muñecos a
los que se les puede dar cuerda y comenzaran a danzar sin ton ni son encima de
una tabla. Lo hizo brutal, y lo disfrazó de exquisita educación: nadie nunca
sospechó nada, ¡ah, sus medidas maneras de pulcro suizo! Y era león, oso y lobo
bajo una luz verde semejante a la que colorea los más pestilentes fluidos. Un
ser híbrido, una mixtura de hombre y animal, una bestia compuesta y recosida
por los siete pecados capitales y algún otro de su propia invención.
Pronto se cansaría el
artista abocado al símbolo: harto de pintar carotas de santas, santos y
mártires terminó pintando sus culos en medio de vistosas alegorías y llamativas evoluciones y
yuxtaposiciones entre seres, animales y plantas.
¿De dónde sale todo
este animalario que ha de irrumpir como un diluvio?
Del Physiologus, magnífico venero de
mamarrachadas que alientan la más estrambótica inspiración… y del fantástico
repertorio que resulta de un simbolismo sui
generis y todas las supersticiones medievales habidas hasta ese momento
capaces de nutrir incluso a la más aletargada imaginación.
Dio el paso: sustituyó
la Carta de Lentelus y La leyenda dorada por la fiebre de la
alegoría y los bestiarios. Abandonó grisallas y reveló a la luz del sol o del
fuego con vivos colores aquello que se le antojó, en especial la perversión.
Se convirtió en
forense de la realidad, se volvió docto y escudriñaba interiores, fue el
perfecto cirujano de las necedades humanas, de la irresistible atracción del
pecado (¿pero existe el pecado?).
Emboscado tras su
mágica paleta de pintor hizo suyo el aserto respecto a su prójimo: El campo tiene ojos; el bosque tiene oídos.
Sería el testigo mayúsculo e invisible de las locuras y la atrocidad universal
desde lo alto del escenario u oculto entre bastidores.
Mediante la pluma y el
bistre condimentó a gusto el espectáculo como si se tratase de un rico condumio
especiado con jengibre, pimienta, canela y el rico azafrán.
Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así rodeada de muerte.
Y es sin gracia, sin aureola, sin tregua.
¿Qué haces con ese
embudo en la cabeza? ¿Pretendes hacerme creer que es un gorro?
Tal vez consiga el
engaño: de hecho, a pesar de la prosopopeya que me inviste, soy tan necio como
tú que te dejas hurgar en las entretelas de tu juicio, hombre botarate y
demasiado crédulo, mucho me parezco a ti a pesar del disfraz.
Curiosos personajes
estos cuatro de drôlerie tan
significativa por pintoresca, qué grupo enjaezado con las antiparras de la
burla y todos los perejiles del orate.
Un prestidigitador que
convierte una piedra en una flor; un fraile que bendice con la mano derecha y
engaña con la izquierda (¿qué diablos sería la vida sin el auxilio y la
liviandad que procura la tentación?); una esposa adúltera que igual lleva el
saber en la cabeza que se lo mete en el culo y un bobalicón, Lubber Das, al que había que castrarle
la cabeza por ser tres veces idiota y objeto de mofa durante los siglos pasados
y los venideros que han de sucederles.
¿Qué pasa con la
piedra?
Se hizo polvo.
¿Cuál era su forma?
Triangular.
Desapareció por arte de birlibirloque.
Era buena aquella
época para los encantamientos, que los hubo de todas clases. Hasta un solo
color podía sanarte o condenarte a muerte: la horca o el fuego, a elegir.
Ahí
va latinajo (al canto): docere et
delectare, que exigiera el bueno de Horacio. El Bosco no deja de hacerlo ni
aun pintando milagros y crucifixiones: también entabla con los libros de la
Biblia un diálogo plástico que fascina por su inversión: la traduce en
ocasiones con un tipo de imágenes libérrimas que la ponen de vuelta y media.
La excusa de lo
moralizante abona e invita la repetida visita al pecado, tan tentador a pesar
de lo abultado del castigo.
No lo hagas, y muestra
la prohibición de tal modo que no pierdes ni un minuto en hacerlo: ¿tan cerca
del pecado y negarte a perpetrarlo?
¿Me engendraría a mí
El Bosco?
Su imaginación: sería,
pues, un espantajo, endriago a dos patas. Aunque no he de beber yo meados del
demonio por más que me frían en una sartén o clavado en un pincho.
El
tercer hijo, padre, ése soy yo: Set, sin otro sobrenombre. Pero los otros primogénitos, Caín y Abel, me
relegan a la tercera fila de la historia: un desconocido que arrastra su
eternidad, cientos y cientos de años, por toda la Tierra conocida.
Su
procreador, hombre primero y original, lo engendró cuando contaba 130 años, y
vivió hasta los 930 años. ¿Engendraré yo un hijo, padre? ¡Será por tiempo!: Set
a los 105 años embarazó a su hermana (¿o sería una sobrina?), que parió a Enós,
y luego, hasta los 912 años, cuando murió, engendró año tras año a toda la incontable
parentela siguiente.
Yo
he visto cosas que ni podéis imaginar, y sin moverme del mundo (inmundo) que es
mi lugar, ni infierno ni cielo.
Tú
has andado con la visio tundaci en
las manos y se te ha metido el rabo entre las piernas… ¡Pecador arrepentido!
Va
vestido de azul: ilusión y engaño es tu nombre.
Recapitula
(todo es lecciones del maestro).
Lección de eternidad:
¿No
se ha dicho que el temor a la muerte es el más necio? ¿Cómo voy a temer a la
muerte? Si vivo, no está ella; si muerto, no estoy yo.
Lucifer
es vegetariano, amigo van Aken. No me tendrá en sazón hasta la hora de la
sartén, ni colgado y puesto a secar detrás de la puerta de la cocina. A lo
sumo, yo sería como su libro de horas
(a veces convertido en un gato festivo iluminado en un margen), un simple
entretenimiento sin alardes, una bufonada con piernas que le distrae entre las
comilonas de legumbres y verduras y los litros de zumo de arándano que se echa
al coleto.
Ponme
a andar a cuatro patas, diablo.
(¡Pero
si tú eres el mismo diablo!:
Hannita,
niña mía, tu insolencia juvenil, el garbo de tus idas y venidas aún revestido
de adolescencia devenga mis derechos a la ius
primae noctis.
Poco
tardaría el mequetrefe Boceto en
recibir la pedrada en toda la frente: el mundo se vino abajo, y él de su mano
al infierno: compartiría berzas con el señor Belcebú por toda la eternidad.
Buen provecho, alma pecadora.)
Doctor
Aken, ¿qué se ve por ahí adentro?
La
Gran Estulticia Universal.
¿Todo
han de ser desastres?
Poco
duran las felicidades del cuerpo.
Sin
embargo, el progreso…
El
progreso sólo cambia los instrumentos de la tortura, del placer o del
entretenimiento pero siempre nos conduce al mismo destino.
Hum,
¿qué vemos aquí… además de necedad? Qué puchero de malas ideas, qué revolico.
¿Volveremos
a la cordura, doctor Aken?
Peor
un cuerdo perverso que un tonto crédulo que sólo se deja hacer mal sin
practicarlo él, pero es nuestro oficio enmendar los remiendos del mundo a
través de lo grotesco y el disparate.
Doctor,
ya me siento mejor… con la flor en el culo.
Cerremos,
pues, el telón de los sesos. Hecho está.
Tampoco
veo mucho beneficio luego del acondicionamiento.
Tiempo
al tiempo.
¡A
ver si todo es una estafa!
Volavérunt Quiteria.
Y
quedó con un palmo de narices, con la necedad a cuestas y sin dineros en la
bolsa apuñalada.
Sí,
la piedra de tu locura...
Vamos
a extraérsela.
Mejor
hubiera sido dejarla entre los sesos de huésped secular.
El
doctor Aken a lomos de un cerdo gigantesco pintado de verde, tocado del
preceptivo embudo y una pica española en la mano atraviesa la puerta. Trotan
los dos cochinos en tu dirección. Estás listo. Para el arrastre.
Es
la hora del suizo.
La pistola era una
Smith&Wesson del 38 corto: cineastas y artistas la esconden debajo de la
cama, por si las moscas, cualquiera de ellas.
Este suizo era artista
alicorto… ¡pobre marido de la española!
No era Paul Klee.
Fue uno más como
inventado por el diablo.
Apoyó el cañón en un
lado de la cabeza y disparó.
Fue como una explosión. Era una explosión. Te has reventado la cabeza. Ha estallado en mil pedazos. Estás inmóvil con los ojos cerrados. Pero no estás muerto. Una explosión… Los escombros soy yo, y el polvo, y el humo y el olor, sobre todo el olor a piedra machacada, a tierra calcinada, a carne quemada, a agua podrida. Todo fue negro y de repente se volvió amarillo y luego rojo y luego gris y luego blanco. El terror es blanco (dijo la otredad). No se oye nada. Pero no es la muerte. Siento que algo o alguien se mueve a mi alrededor ¿Dónde estoy? Tengo la cabeza abierta. Se me enfriarán los sesos. Ahora hay demasiada luz. Lo percibo con los ojos cerrados. Han abierto un agujero en la cabeza. Un aire gélido me apuñala de parte a parte el cerebro. Han metido la mano ahí, y después el brazo con fuerza. ¿Hasta dónde quieren llegar? ¿Qué buscan? Pruebas de mi locura. Pero ¿no estoy muerto? Están separando la mugre, limpiando las paredes del cráneo, desenredando los hilos. Los desconectan. Me apagan. Adiós, adiós. Mira esta flor, senecio, algo venenosa. Y le puso de nombre Senecio. No se oye nada. Pero digo cosas, y las oigo. Senecio también podría ser una referencia a Séneca, el estoico latino. Ése cuadro es de 1922, un conjunto de figuras geométricas que componen un rostro. En realidad, es una máscara. Una cualquiera, como la que todos llevamos puesta mientras caminamos entre la gente cuando no tenemos ningún agujero en la cabeza y no llamamos la atención de nadie. Pues tendré que ponerme una flor en el culo, una senecio, y andar a cuatro patas. Este que veis… ¿Qué forma tenía el año 22? Sí, ya sé, dos patos que surcan la superficie azul del lago. Bonita lámina de calendario para colgar debajo el faldón de los números: rojos y negros. Los días. ¿Rojo y negro? Sorprendente este francés nacido tan cerca de Italia y Suiza y tan francés aunque no desdeñara el sentirse italiano y aspirar a español. Que todo pase rápido. Y pasa, con elegancia y concisión suizas: 600 páginas para que, al final, casi ni te enteres de la muerte de Sorel. Sabemos que hacía un sol hermoso y que, camino de la guillotina, el aire fresco le revitalizaba. Se sentía valeroso. Todo sucedió sencillamente, como debía ocurrir, sin afectación ninguna. Eso es cuanto había que decir. Ni una palabra de más. Luego, los matarifes se pasan de mano en mano como una pelota la cabeza cortada chorreante aún de sangre negra, o roja, o rojo oscuro. ¿De veras es así? Me resulta un juego bastante siniestro. Debería comprobarlo. Levantarme… ¿De dónde levantarme? Coger el libro, leer sus últimas páginas. Siempre me ha gustado Stendhal, se creía más artista que escritor. Lo era. Vida Henry Brulard es mi favorito de sus libros. Y el Diario y Recuerdos de egotismo. O sea, sus minucias y apuntes biográficos que no se detienen en mientes cronológicas. Nunca parece suceder nada superior a él, que es inmenso. Le dije a Laura que yo, al igual que Max Frisch, escritor que ella desconocía, de adolescente nunca había leído a Karl May, pero sí Don Quijote, que me gustaba especialmente sin entender otras razones que el magnífico divertimento que producía, y también leí antes de hora Rojo y Negro, lo que me obligó a releerla años después. Y, ¿ahora qué? Tocado, pero no muerto a juzgar por la nueva condición de que disfruto. Un inmóvil pensante. Algo dentro de los sesos no para de dar vueltas. Lo que no se ve por ningún sitio es un resplandor blanco que dé entrada al paraíso y a una paz infinita, una blancura esplendente que deja adivinar la silueta del tío de las barbas. Yo lo veo todo negro, que es una clase de blanco puesto del revés. O su otro lado. La otra cara de la luna. Ya desvelada, creo. Los misterios, uno a uno, empiezan a desaparecer. Finalmente, lo sabremos todo. Entonces tiraremos el juguete a la basura: ya no entretienes. Adiós, adiós. A mí, que me entierren metido en un ataúd de acero. Como Bertold Brecht. ¿Te gusta Bertold Brecht?, me preguntó Laura. Me encogí de hombros. Yo sólo pido a los escritores que no me disgusten, no me importa que no me entretengan. Ella sonrió algo despectiva. La respuesta no le complació. Laura era (es) una dialéctica silenciosa: el silencio también es una arma y, en su caso, letal. Le hablé de Frisch. Era la segunda vez que nos veíamos. ¿O era la tercera? Qué más da. De lo que estoy seguro es de que fue en Berna, en el Zentrum Paul Klee. Delante de un Sin título que tuvo título en posteriores catalogaciones, una pintura de 1939 de pequeñas medidas: Luna llena en la montaña. Ambos nos limitamos a observar el cuadro durante varios minutos, una témpera sobre papel. A pesar de sus reducidas dimensiones, la obra adquiere por momentos el tamaño colosal del mito o de lo fantástico: se comprende fácilmente que el artista padece en ese período de su existencia turbaciones en verdad inhumanas: la absoluta conciencia de que millones de hombres están a punto de destruirse a sí mismos, su estupor ante la propia aniquilación, las infinitas variaciones del arte extraídas del pensamiento, incluso el más loco. Pero aquella fue la primera vez. De eso estoy seguro. Ninguno de los dos dejó traspasar una emoción o extrañeza o sobrecogimiento por una composición que inspira inquietud, así es como nos veo desde aquí, ¿desde aquí? Cuando ella se dio la vuelta, la seguí sin decir nada. Anduvo unos pasos contemplando indiferente, lo que me desconcertó algo, los cuadros colgados en las paredes de color crema, ¿o era azul pálido, o un rosa tenue…? Todos los escritores suizos que me gustan escriben en alemán. Es curioso lo que ocurre con esta lengua: checos, austríacos, suizos, incluso algunos rumanos, todos ellos con el alemán en danza, Kafka, Walser, Canetti, Bernhard, Musil, Dürrenmatt… ¿Hablaría con ella de estas cosas? Una mujer orgullosa. Una española. Como casi todas las españolas en Suiza, que hasta hace poco limpiaban casas y servían platos en restaurantes baratos. Al menos nuestras mujeres cuando salían a trabajar fuera del país lo hacían de institutrices o gobernantas. Se lo gritaba a la cara, para herirla de veras, haciendo carne. Pero eso fue al final, cuando ya había acabado todo y nada importaba, cuando todos los días nos enzarzábamos en peleas e insultos. No me gustó España. Un país polvoriento y ramplón. El Prado me pareció un cementerio donde podía enterrarse cualquier cosa, aunque siempre bajo el rito católico y la cómica seriedad castellana. Me llevó a Valencia, de donde era su familia. Entonces ya sólo seguían con vida su madre y una tía, hermana de aquella, tan menuda y frágil que no recuerdo de ella nada en absoluto salvo el pequeño montoncito hecho de retales de su figura acurrucada junto a una ventana siniestra que daba a un solar lleno escombros y vegetación rala y deslucida. Aquel fardito de ropas era una mujer invisible, como muchas otras que acaban disipándose en el mutismo antes de morir. La madre de Laura me miró con recelo en seguida. Nos tomamos ojeriza nada más vernos. La mujer entendía el francés a la perfección, pero lo disimuló cuanto pudo. Me di cuenta muy pronto: a juzgar por su expresión, comprendía muy bien lo que decíamos Laura y yo cada vez que hablábamos en mi francés de Ginebra. Valencia era una ciudad de edificios bajos, luminosa, de cielos claros, pero gris, como si allí tuvieran miedo al color. Una ciudad ruidosa y algo caótica que parecía tenerle asco al mar, y lo tenía al lado, bordeado de barrios marítimos maltrechos y en plena decadencia, una zona siniestra de calles estrechas, morunas, oscuras, en ruinas casi. Era un mar aburrido en una ciudad que muy poco tenía de costera. Escapé de allí en cuanto pude. Pero un año después volví otra vez, aunque creo que sólo fueron un par de días. Una visita familiar. Te espero en El Louvre, le dije. Pero tiempo atrás, en Berna… Se deslizaba de modo indolente frente a los cuadros repasándolos con la mirada, hasta que… Doppel le salió al paso. Ahí se plantó, delante de la gran calidez de los rojos, los ocres, los violetas. Está jugando conmigo, intenta llamar mi atención, me dije. ¿Qué pasa con Doppel? Levántate esa falda primaveral que llevas, enséñame tus muslos, las apreturas de la braga blanca cubriendo el pubis, y entonces todo está hecho. ¿A qué la comedia de la hembra moviendo el culo ante las narices del macho? Me detuve junto a ella. Miré el cuadro: el colega Paul Klee, ya acabando su vida, seguía en dimensiones de medio metro, jugando a no sé qué. Algo más acerca del corazón de la creación que lo usual, aunque todavía no lo suficiente, dejó escrito el pintor. Y se murió tan cerca de Italia que incluso podía tocarla con la mano. ¿Le gustaría Haydn a Klee? Era un virtuoso del violín. Pero esto lo sabe todo el mundo. Se repite una y otra vez en las biografías que intentan desentrañarlo. Nadie lo dice, así que lo diré yo de una vez por todas: tenía que haber optado por ser músico antes que pintor, aún estaría vivo. Ciento veintinueve años. No está mal. ¿Por qué vivir tanto? Para acabarlo todo. Sí, hubiera seguido vivo hasta hoy. No sé por qué, aunque estoy convencido de ello. Una especie de efecto mariposa: al músico le dejaremos vivir dos, tres, cuatro, cinco, diez décadas más, que muera centenario: que asista a las exequias del arte en el siglo XXI, cuando el arte exhaló su último suspiro: que empiece el espectáculo. Y el circo abrió sus puertas. Y aquello fue Troya de tanta diversión y disparate. Paul Klee, las rebeliones se pagan. El pintor reniega de la tradición, pretende robar el fuego, otro dios menor, lo mataremos a destiempo, por entrometido: prematuramente, aunque llevaba el violín consigo allá donde fuera. Pero se enfrentó a un Dios mayor. Lo pagó con el cuerpo, esa máquina de matar humanos, animales y cualquier otro tipo de naturaleza. Y antes de morir sufrió humillaciones sin cuento, pues su enfermedad era morbosa y degradante. Sin embargo, su mujer era pianista. Era ella quien llevaba el pan a casa. Él limpiaba pañales. No dejó de vivir entre músicos. Su pintura, ¿quién lo dijo?, era una escala cromática de ritmo y sonido. ¿Sabías que dibujaba con una aguja sobre cristales ennegrecidos? Un niño con zapatos nuevos. A los genios siempre les ha gustado jugar a las casitas, la técnica les fascina al comienzo de sus andaduras como artistas. Directos a la isla del tesoro, a la isla de Sullivan, a la isla de Montecristo. El rey en su tesoro. Una técnica es una metafísica, decía Sartre. Para vencer este último obstáculo, se me ocurrió lo siguiente: tracé sobre vidrio un dibujo normal, correcto. Oscurecí luego el cuarto y encendí una vela; mas tarde preferí una lámpara de petróleo por poderse regular la altura de la flama. Coloqué el vidrio inclinándolo entre la fuente de luz y la nueva hoja que se hallaba extendida horizontalmente sobre la mesa. Resultado: en la imagen “correcta” tenemos AB, BC, CD, mientras que la imagen proyectada o distorsionada hace aparecer a la inversa A1, B1,B1, C1, C1, D1. En cada caso particular hice múltiples experimentos cambiando el Angulo del vidrio, hasta que alcance la transposición que mas me convenía. Pero cada transposición tenía de algún modo su racionalidad debida a la desproporción siempre atenida a una regla. Al terminar la composición enmendaba lo que me convenía, siguiendo el principio pseudoimpresionista de que “lo que no me parece, lo elimino con las tijeras”. ¡Qué diablos! Luego, comienzan a reflexionar, el discurso o el relato asoman la patita por la punta del pincel o el palillo de modelar. Se hacen serios. Aldabonazo, música o susurro, quieren que la obra hable pero que no se explique, ah, no, eso si que no. Apartan el arito, miran con tal fijación las tablas y los lienzos que logran traspasarlos y descubrir que hay más allá de la superficie, detrás de la materia del soporte. Eso le pasó a Rothko y le produjo tanto espanto que acabo matándose. ¿Qué vería tras la engañifa del color? Pero, acaso, ¿no me he matado yo a pesar de que todavía respiro? De otra naturaleza es mi muerte, está hecha de otra materia esta guadaña. Yo siempre he pensado que la Muerte con ese instrumento en las manos de largos y pálidos y nervudos dedos segaba piernas más que decapitaba cabezas. Todos los muertos en silla de ruedas. Ese metálico rechinar de dientes, que escribirían rectificando los escribanos de la Biblia. Y la Muerte vestida de negro en las alturas, en los cielos, sentada a la siniestra de Dios Padre, con la guadaña tan negra como su atavío a los pies, complacida por el espectáculo de los miles de millones de muertos mutilados desde el mismo nacimiento de la especie hasta nuestros días. Nuestros días, suele decirse, y uno se muere (?) de risa. Klee, durante la Gran Guerra, fotografiaba aviones que se estrellaban. Caían del cielo a la Tierra con su muerto dentro. Qué testigo a la fuerza. Pájaros altivos, brillantes como la plata, que se convertían en ataúdes volantes en segundos. En toda la obra de Klee, la pintada y la escrita, lo órfico se manifiesta sin paliativos. Músico, poeta y pintor. Éste ha hecho de su vida una religión. Lo procesual es un rito. Las formas finales el esclarecimiento. También ceba muchos de sus cuadros con la ironía. El artista ilustra el Cándido. ¿Tú has leído a Voltaire? ¿Has leído el Cándido? Paul Klee, como la señorita Kerkabon, una cuarentona de baja estatura y entrada en carnes que antes de cenar se comía con los ojillos a los jóvenes apuestos de talle fino y esbelto, amaba el placer y era devoto. Sabe, yo entiendo regularmente de teología, confiesa a quien quiere escucharle, que son muchos, discípulos y curiosos. Ten cuidado o te devorarán los iroqueses. Mon Dieu! Conozco bien a Voltaire. He tomado café con él en El Procope. Le gustaba sin azúcar. Pues es raro en un tipo como él, hipocondríaco y goloso, que rechazara endulzar el amargor de esa bebida. Contradicciones habituales en un hombre inmensamente rico y que, además, escribía como refutador y polemista sin importarle demasiado el estilo, es decir, oficiaba por narcisismo y, al cabo de la calle y de vuelta de todo, nihil admirari. Entre otras perlas cultivadas el amigo Arouet afirma sin ambages que de no haber sido por la torre de Babel la humanidad toda hablaría francés. Mon Dieu! Qué mundo, que a las señoritas pánfilas se las comen los osos y al hurón ingenuo no le acaban de convencer los festines donde se come carne humana: tiene un gustillo así como… , en fin, que no, que no. De todos modos, la carne de un francés debe de ser más suculenta que la de un hurón por muy civilizado que esté. Deberíamos probarla, amigo Klee, acompañada de un buen chianti. Voltaire se queja: esos ingleses bobos que prestan más atención a una tragedia de Shakespeare que al Pentateuco. Ese Cándido, esa especie de antiguo modelo de Tarzán aprende aprisa en una sociedad que malogra la literalidad y se diluye en lo equívoco. Klee muere después de haber pintado el último año de su vida un millar de cuadros. ¿Qué pasó con Cándido? Al final, el único consuelo es uno mismo y unos libros. Ingenuo e intrépido, el hurón reconvertido se hace oficial de los ejércitos, que era el oficio más noble y vistoso de por entonces en las cantinas de París, fuera de todo combate. Adiós, mundo. Es necesario que exista un terreno común para el artista y el profano, un punto de encuentro, escribió el pintor suizo-alemán. El artista nunca muestra las cosas como son, sino como cree que deberían ser. Hola, mundo. ¿Cómo es el mundo? Una luminiscencia extraña: como los días de lluvia. ¿Madre, adónde vas? ¿Cuándo volverás? ¿Quién eres en realidad? Nunca contestaba. Las madres son una perfecta coartada para los débiles, los impotentes y los malvados, que tanto tienen en común entre ellos aunque cueste creerlo. Mi fracaso se lo debo a mi madre. Era mi madre quien me empujaba al abismo. Culpable ella de los desastres que me afligen. Yo soy inocente en mis equivocaciones, es mi madre la causante de mis culpas y mis errores. Un color de día de lluvia. Así veía yo a mi madre. (Háblame de tu padre. ¿Mi padre? Sí, tu padre. Mi padre era Brell, y yo soy Brell el joven, el saltimbanqui. Eso es todo cuanto necesito saber de él. Somos Brell. ¿Qué me gustaba de él? Lo que no me gusta de mí. ¿Una especie de alter ego a la inversa? ¿Eso eres tú de tu padre?). Tu padre, Kurt Schmidt, te ha llevado al cirujano del embudo en la cabeza: el carnicero diplomado en sangrías, caprichos y disparates va a extraerte la piedra de la locura. Sanarás. Hay mucha mierda ahí adentro. Tenemos que limpiar, ordenar y dejar los sesos en orden. Luego, con toda solemnidad te pondremos la flor en la boca o en el culo, a elegir, y te serviremos en bandeja al público en general como un cochinillo asado. Eres artista, aunque ahora tus brazos y manos sólo sean ramas y hojas secas emergiendo de un árbol podrido, símbolo de la vagina en el imaginario inagotable que poseyera El Bosco. Tú decides el lugar de la flor. Al lado de El Bosco armado con el trépano y una sonrisa maliciosa en los labios se hallaba Laura completamente desnuda y un látigo en la mano, tocada la cabeza con la cofia de enfermera. La crucecita roja en lo alto, qué llamativa, rojo sangre, como la que gotea en los quirófanos. Las mujeres me dan lástima, le dije. La mujer me miró sin ninguna emoción, se dio la vuelta y encaró la puerta de salida. ¿Qué haces? Veo la televisión. Con los ojos cerrados. Me veo viendo la televisión como en un sueño. En los sueños uno es actuante, pero es testigo a su vez de ese actuante que es él mismo: se ve como si evolucionara sobre una pantalla. Uno se ve desde fuera, aun sabiendo que es él mismo, algo que jamás sucede en la realidad. En la realidad te llevas encima allá donde vas y como no te reflejes en un espejo, en los cristales de los escaparates… te quedas a dos velas. El soñador es un testigo de lo que le ocurre en el sueño. Yo me defiendo. Yo me salvo a mí mismo. Frisch: los suizos no soportan ninguna injusticia contra los suizos. En cuanto a los demás habitantes de la Tierra… allá se las compongan. Pero, ojo, en esta época también los aviones estallan en el aire, mi buen burgués inofensivo y egoísta. Suiza es muy inteligente desde hace décadas: gentes de muchos países se matan entre sí utilizando las misma armas que se fabrican… ¡en Suiza! Papá, como buen suizo, vendía cañones Oerlikon a los nazis al tiempo que se los vendía a los ingleses. Allá cada cual. El bueno de Kurt Schmidt hacía su fortuna a la chita callando como otros se labraban su muerte a cañonazos y caían por la patria, la suya, y contribuían al bienestar de los ciudadanos pacíficos y neutrales suizos lejos de las trincheras. Es cierto, Frisch, los moribundos no lloran. ¿Qué idioma es el del llanto? Despacio o aprisa, con los ojos cerrados y abiertos, los hombres vegetales en coma mueren sin derramar una lágrima. Asombroso. Me llamo Hans Schmidt, presente y moribundo, y tampoco lloro. Mi principio siempre era la derrota. En todo aquello que iniciaba. El comienzo me incapacitaba hasta mucho más allá de lo razonable, me clausuraba todas las puertas, mis manos eran demasiado torpes para andar jugando con manillas y pomos, así que emprendí mi vida a patadas con el mundo, una puerta tras otra, todas se venían abajo. Pase, por favor, me decían al fin. Todo lo que tocaba entonces, infelices de ellos, lo destruía. Una biografía completa la mía: nació, tuvo mujer, engendró descendencia. Fue santo y criminal. Como todos. Y, al cabo, la rabia infinita de haber nacido y ser culpable de vivir. La solución hubiese sido matarse al cumplir siete años, la edad de la razón. Adiós, adiós. (Esperpento en siete líneas: El Guionista y Yo. Yo: se pegó un tiro en la cabeza. El Guionista: ¿Quieres decir que se descerrajó un tiro en la sien? Yo: No. Quiero decir que se reventó la cabeza de un tiro de pistola. El Guionista: ¿Quieres decir que se levantó la tapa de los sesos?… Yo: No, maldita sea, no, lo mató la penitencia (huye de los lugares comunes y las frases hechas, novelero de quiosco). El Guionista: ¿Quieres decir…? Ad nauseam.) El Guionista había escrito tres novelas serias que su desconsolada viuda publicó en formato digital en un portal de Internet: “¡Qué vida!”, “Muerto sin resucitar” y “Ahí te las den todas”. (Todos aquellos sobre los que detengo la mirada me producen la misma certeza: todos son un buen ejemplo de lo que tengo que evitar. ¿Cómo he llegado hasta aquí, Charlie? A través de “una larga y penosa enfermedad” que es la vida. No hay nada más fatigoso y mortal a la larga que el cinismo aderezado con los placeres más diversos.) La madre asesina de las almas de sus cándidos hijos tenía, entonces ése, ese mismo, porque nunca dejó de tener uno al que arrear, un amante español en Lugano, un albañil, sí, uno de esos latinos emigrantes que probablemente sazonaba su cuerpo a conciencia, de esos que olían a sudor, a carne y mierda. Madre, qué zorra eras, qué feliz en la pocilga. Mi padre andaba escondiéndose de la muerte como podía, cerraba los ojos al mundo al que tanto se aferraba: es el mundo el que te mata finalmente, lo creas o no. Mi melliza Hanna volvía la vista a otro lado. Pero yo me rebelaba y a solas agitaba las piernas al aire como un niño al que le hubieran arrebatado de golpe todos los juguetes. Llora, mocoso. Sufre, mocoso. Mátate, mocoso. Hanna, Hanna, Hanna. Tres personas distintas y un solo dios verdadero, que dicen los dementes de los católicos en sus embrollos teológicos. Hanna, la madre a la que tanto odiaba, esa mujer siempre en busca de su amante, no importaba cual, uno, el del momento, sólo eran una bestia de carga galopante encima de ella, la penetraban bien, la dejaban saciada, bien sucia, preparada para meterse en la lavadora y purificarse entre calcetines pestilentes y bragas hechas jirones, hecha un lío ella misma, un revoltijo enredado con las blusas sudadas y las faldas manchadas, aunque más le hubiese valido que se encerrara durante unos minutos en el lavavajillas, entre cuchillos bien afilados y tenedores muy puntiagudos; Hanna, la hermana, la melliza a la que hice objeto de todos mis crímenes adolescentes, tan igual y tan distinta, de otro género, una aprendiza de monstruo a mi lado; y la última del catálogo, Hanna, pequeña mía, mi hija, mi descendencia sagrada y profanada, que acabará, ay fatalidad, siendo más española que suiza. (Ahí te las den todas). Me gustaría verme desde el techo. Me puedo imaginar, pero no verme, y no es igual. Qué extraño, como en un sueño. Ese de ahí abajo, mi cáscara, únicamente la envoltura roñosa, la carne voló al paraíso porque sin cuerpo no hay placeres, os dejo la cáscara, lo fofo, rellenadlo de aire o de serrín, lo aseáis y lo exponéis unos minutitos en alguno de los escaparates del tanatorio. Parece como dormido, qué cosas, dice una, o uno, impecablemente vestido de negro, los ojos tras los cristales negros de las gafas, negra la corbata o negros los zapatos de tacón de aguja. (Muerto sin resucitar). Inmóvil, llagado, parlante sin abrir la boca, sellados los labios. Lo cierto es que estoy vivo, y nadie sabe de qué modo va a acabar todo esto. La cuerda aún no ha llegado a su fin. Es un reloj suizo, no falla, le dieron cuerda para rato. Erre que erre a ninguna parte. (¡Qué vida!). ¿Agonizo? ¿Y eso quien lo sabe? Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos, dicen que dijo o escribió aquel escritor paranoico que acabó chiflado perdido, soñando con ovejas eléctricas y paseando al anochecer por las inhóspitas callejuelas de una megaciudad bajo la persistente lluvia radioactiva. Un reloj suizo: diez, veinte, cien, doscientas complicaciones… y nada parece advertirse por fuera, una maquinaria perfecta, sin sentimientos, sin posibilidad de fallos, sin que faltara o sobrara nada… Qué risa, bonito ejército bajo la armadura del pacifismo, cada suizo es una bomba de relojería a punto de estallar, cada niño, mujer, hombre o viejo suizos un soldado feroz al que le importaría un pimiento los Alpes para detener a los elefantes y mandar al mar, tan lejos, tan ajeno, al invasor que osara robarnos una porción de queso o el reloj de cuco colgado en la pared. Ella no me miraba al principio, en absoluto. O quizá sí. Disimulaba mientras contemplaba a Klee, mi contendiente, y tal vez me observaba por el rabillo del ojo, atenta a mis movimientos. ¿Quién es ese tipo? ¿Y quién era yo? ¿El que cogiera su mano y la adentrase en las promesas del futuro? Ni yo mismo sabía lo que iba a ser, sabía el que fui en el pasado, y el que era en el presente, un puñado de contradicciones, extrañezas, temores y debilidades, un crisol donde se fundían peligrosamente deseos y frustraciones, pero en especial sabía quien no era ni sería jamás. Esa batalla estaba ganada desde muchos años atrás, en la propia adolescencia, y el futuro nunca me importó, siempre sería como el presente, acaso con algunas variaciones mínimas. Laura quería vivir en París. La vida será más fácil, dijo. Con dinero en el bolsillo, a salvo de la intemperie y los imprevistos, vivir es fácil en cualquier lugar. Pero ella se refería a otra clase de facilidad, sentirse en París, saberse cosmopolita, rodeada de millares de artistas y literatos a medio día, esa clase de gente que posee el tiempo de la mañana, la tarde y la noche y que dispone de la libertad suficiente para tomar una copa a cualquier hora del día, desdeña obligaciones y se atiene a su santa voluntad, ella quería sentirse propietaria de museos y librerías, de monumentos y bellos edificios. Odió en seguida todo lo suizo. Se notaba aletargada, sin inspiración... ¡en Ginebra nada menos, junto al lago! No tenía remedio. El dinero en Suiza no le servía para nada, ni siquiera lograba disfrazar el hastío de la española exquisita; en París, los francos suizos se convertían en la más preciada moneda de cambio. Allí podría comprar el mundo cada día, el mundo que ella anhelaba: hoy compraré a Modigliani, mañana a Marcel Proust y a Rodin, esta noche cenaré al costado de la mole del Beauborg y amaneceré en el Pont des Arts o en un café de la rue Cher-che Midi. Yo me resistía. Nos casamos en el 85. Ella tenía veinticinco años. Yo, treinta. La cosa podía funcionar. Además, el dinero lo tenía yo. Una buena ventaja frente a una esposa latina demasiado joven. Pero acabó mal. Bien nos hubiera venido en la cama y en la mesa, en el ocio y en lo serio, una speculum nuptiorum que nos guiara por el camino de la concordia y el entendimiento. Pero ¿quién sabe qué? Me traicionó al cabo de los cuatro años suizos. También yo. Cerré los ojos y la boca. Y una noche, borracho, la embaracé a propósito sin que me importaran lo más mínimo su resistencia y sus gritos. Una auténtica violación que hizo que ella misma construyera en un instante desde sus propias entrañas una cárcel de la que ya no iba a poder librarse. El aborto ni se le pasó por la imaginación. La larva nació en el 90. Bienvenida a Suiza. A partir de entonces, Laura parecía la dama del lago. Se quedaba extática, contemplando durante largo tiempo la calmada superficie del agua. Se volvió huraña. Dejó de pintar. Creía que aquello iba a ser lo peor que le había ocurrido hasta ese año del nacimiento. Qué equivocada estaba. Pero cuidaba con mimo al bebé, un amasijo maloliente blanco y rosado por el que no sentí nunca el menor interés. Esa niña era el producto de una noche de cólera, lo residual de toda la rabia que almacenaba en mi interior. Un día, Laura comenzó aunque tímidamente a dibujar de nuevo. Pronto consiguió varios encargos para ilustrar libros destinados a un lector exigente y también fetichista. Las ilustraciones partían presuntamente de las referencias plásticas abstractas más o menos inspiradas por los textos de tipos como Broch, Benn, Walser, Trakl, Hölderlin… Y, luego… la luna. Una palidez espectral ensombreció la Tierra. Ilustra la dama a Samuel Beckett. Remeda sin pudor los sueños y las marrullerías semánticas de Finnegans, del otro irlandés. La vida es una cosa extraña… Bueno, no la vida, tan corriente y de tan múltiples formas en este planeta, vivir, el hecho de estar vivo. Si no te matas, no dejas de hacerlo ni un instante, vives y vives, aunque una máquina empecinada te sostenga en el vacío más temible, y suceden cosas mientras vives y a veces esas cosas te afectan a ti, y entonces te das cuenta que más tarde o más temprano te puede ocurrir lo que nunca pensabas que iba a pasar. Incluso morir, que es lo más raro que puede sucederte, puede sobrevenir en un respiro. Vivir, es cierto, es raro. La muerte sí que no tiene nada de raro, puesto que no es. Una vez muerto ni siquiera la nada es nada. No existe. El caballero se emborracha hasta matarse. Bourbon, que es a lo que se dedican los hombres difíciles. Jack Daniel’s, Four Roses, Old Crow. Antes del tiro en la cabeza, ya agonizaba. Qué decir de ahora, mientras agonizo de veras. Diez días tardó ella en morir, la madre de aquellos tarados, tanto el viaje de después… a través del camino infernal. Nada más conocerla, se dejó seducir ella, la princesa española por el suizo, permitió el almuerzo, aceptó las copas de Merlot. E inmediatamente presentó credenciales zampando la ternera ahumada y dando buena cuenta de la raclette: abrió debajo de mis narices la mochila: un tal Lucas Cortázar, Faulkner, Umbral, Anne Sexton, Borges, Lorca, Angela Carter, Pizarnik… Bonito equipaje para rodar por el mundo. ¿De qué vale ser un completo genio, no una genialidad tan abrupta como efímera? Mozart, en Viena, mayorcito y peripuesto, come en la antecocina con los cocineros, los criados y los palafreneros, el obispo de la frívola sede sólo lo cree merecedor de que bese la punta de sus doradas zapatillas, su música no da para más, un mendrugo, el puchero grasiento de menudillos y sobras del servicio. Secretamente, el clérigo vividor, mediocre y tramposo lo desprecia a Mozart: sólo un divertimento de veladas. Klee dejó tras de sí unas 9.000 obras, todas distintas entre sí. No le sirvió de nada: murió tempranito. Johannes Vermeer culminó, que sepamos, 35 cuadros, casi miniaturas algunos. Y, sin embargo, tal para cual. Y es que, nada parece tener razón de ser. Ni siquiera un tiro en la cabeza: me lo pegué en el 93, más queriendo hacer daño que por el deseo de matarme. Así me exhiben, me muestran como ejemplo y aviso para las buenas gentes que viven, trabajan, se reproducen, no se disparan a sí mismos y mueren... ¡porque no hay otro remedio, si no, a qué santo! El índice completo después de las páginas de cortesía, adelante, adelante, usted primero, así creen tenerme, atado a una cama de hospital automática y aséptica de metal y resinas sintéticas, y esa terrible luz que cae sobre mi cuerpo todas las noches, una luz blanca, azulina, fría, ni antesala del infierno ni destino. Nada, esa luz. Ah, 2008, sigue la luz ahí, y el pensamiento que no me abandona. Todo continúa igual que cuando me reventé el cráneo. Lo percibo desde esta muerte trampantojo. ¿Hasta cuando? Mamá y papá. Tocados y hundidos. Una murió en el 91; el otro, en el 98. Adiós, adiós. Yo, entre ambos, el cabrón durmiente, entre dos nadas, yo, el Príncipe de las tinieblas. ¿Qué no lo despertará un beso negro? Y Hanna-Grete, la hermana querida, me condena: me tiene escondido, como se arrumba un antiguo cachivache familiar en un trastero de alquiler. Se cierra la puerta, y no existe; se baja la persiana, y todo en orden. El monstruo puede seguir respirando cuanto quiera, invisible, sin peligro. Todavía no puede barrerme como al bicho kafkiano. Pero no hay prisas. Uno, obediente, quieto, sostenido por la máquina, respira, y el corazón sigue latiendo, y a ver quien lo para. Cumple con tu deber de vegetal. Una coliflor, por ejemplo. Bien que te serví, criatura equivocada, hermana loca: Hanna: perversos éramos los dos para carcajada del diablo y espanto del dios, gemela y loca. Me gusta Vermeer, dijo. ¿Cuál de las dos? ¿Hanna? ¿Laura? Era Laura, en Amsterdam, en Berlín, en La Haya: los de su etapa de madurez, qué cuadros pequeñitos, tan minuciosos, parecen componendas de decorado. Velázquez se los tragaba enteros. Goya los pondría encima del tocador de las empolvadas señoras que se beneficiaba mientras otros justicieros nocturnos daban muerte al francés a cuchilladas. Meras estampas serían en comparación alevosa con las mortíferas coloraciones de las carnes de El Greco. Dijo… ella. Bromeaba. El de Delft le encandilaba. Trabaja en formatos reducidos a causa de una precariedad económica que forzaba hasta el arte de pintar. Hela ahí, ella escudriñaba las pinturas entrecerrando los ojos, ajena a lo que le rodeaba, ajena sobre todo a mí, el suizo, el acompañante con billetera. ¿Cuántas de las tablas costumbristas de Vermeer podían caber sobre el lienzo de La rendición de Breda, cuántas entre Las meninas? Preguntaba provocativa, sin creer ella misma en una argumentación tan fuera de lugar. Agigantaban chocantemente esas obras su tranquilo realismo, el sosiego de unos personajes que habitaban en profundo silencio los interiores de las casas acariciados por la luz tenue o la confortable penumbra, entregados a un quehacer cotidiano sin prisas, meticuloso y honestamente burgués. ¿Quién va a levantar la voz en semejantes ambientes domésticos y recoletos? La paz, es eso. Una paz… figurada. Falsa como toda pintura: materia tan sólo, una representación plana y engañosa para los sentidos, una ilusión. Escondida la turbulencia, el grito, la sangre y la violación en el universo de Vermeer, en sus cuadros de género de relato aletargado: hay guerras de por medio, matanzas, saqueos y destrucción, terrible siglo XVII más allá de las ventanas de bellos cristales emplomados y recogidos interiores, dramas y muertes se hallan lejos de esos seres paseantes en claroscuros y felices y calmadas estancias, beatíficamente aislados entre cortinajes y artesonados, sentados o erguidos en sus esferas privadas de libros y cuadros, actividades mesuradas, el astrónomo que sueña, el geógrafo que medita la vastedad del mundo fuera del punto crucial que es él, la lectora de cartas, la joven de la perla sumida en una pasmosa claridad. ¿Hay sangre en las venas de todos ellos? No la mía, sucia y corrosiva como el peor de los ácidos. ¿Por qué le pusiste el nombre de Hanna? Bueno, es el nombre de mamá, y el tuyo, hermana. ¿Por qué no iba a hacerlo? A Laura no le importó demasiado. En realidad, a Laura no le importaba nada. Dejaría pasar un tiempo y luego desaparecería. De eso estaba seguro. Yo no podría impedírselo. Pero antes… Qué fácil es destruir a una persona. Londres, París, Roma. Esa era la meta. Quizás España; Madrid, después. Y de ella colgada, Hanna, ese pequeño bodrio fabricado a conciencia, por simple y mala venganza. Le dejé un bollo en el horno, que hubiera dicho el Bill de Tarantino. Un año. Dos años. No tardaría mucho más en huir con aquella criatura cagona. Adiós, Johannes Vermeer. Adiós, Paul Klee. Adiós Hans Schmidt. Meros entretenimientos de española decidida en viaje interminable de artista por Europa. Una investidura fácil. ¿De dónde vienes? De España. ¿Qué eres? Artista. ¿Quién no lo es? ¿Quien jura por su madre que no lo es? Yo, siéndolo, por pudor negué serlo bajo juramento, que muera mi madre en este instante si miento, y mentía. Los demás artistas callan, sonríen, incluso asienten con la cabeza algunos desvergonzados, se exhiben como tales con su talento insignificante. Artistas hasta en la sopa. A todas horas. Millones de artistas. Europa los aborta a miles cada día. Más tarde, hoy mismo, salen del atolladero. Dejan atrás el embrollo de una vida calculadamente bohemia y retornan a lo que eran, lo que nunca habían dejado de ser a pesar de los oropeles intelectualoides con que se ataviaban hasta ese momento. Hora de volver a casa. Doctor Aken ¿su impresión acerca de todos éstos? Gente respetable que buscará un empleo decente, tal vez la docencia, tal vez la ilustración y, en el peor de los casos, les espera el diseño industrial o la ornamentación de escaparates, esnifarán la vida corriente y moliente de lunes a viernes, mantendrán a raya los triglicéridos y el nivel de azúcar, verán la televisión por satélite o por cable y tendrán una borrachera ligera y elegante los sábados por la noche a causa de los vinos de 50 francos la botella en mesa, día en que andan a la búsqueda de restaurantes exóticos o de fama efímera de los que poder alardear la semana siguiente ante los que se han ido al chalet a pasar el fin de semana o se han quedado en casa arrellanados en el sofá viendo partidos de fútbol. ¿Rectificaría Laura la línea recta del destino que se había propuesto? No era nada caótica, ponderaba muy bien las posibilidades que ofrecía cualquier situación personal o económica, incluidas las más nimias. ¿Sospechaba de mí? ¿Qué sabía de la rabia suicida que me dominaba en los momentos más inesperados, en el transcurso de una conversación tediosa, en un restaurante esperando el turno de ir a la mesa, al intentar localizar algo perdido, rastreando los programas de televisión con el mando a distancia, porfiando por abrir un frasco que se resistía…? Esa mujer no me conocía en absoluto. Sé de Vermeer, afirmaba en Ámsterdam, en el Rijksmuseum. Tendremos que ir a la National Gallery. Nunca fuimos. Como tampoco acabamos en Whasington o en el Metropolitan de Nueva York. Esos trapicheos y excursioncitas culturales me ponen enfermo. ¿Qué sabes tú de Vermeer? La docta española, con el pincel en la mano, lo tiene crudo. Ningún pintor español tiene mucho que hacer fuera de su patria, Picasso los ha matado a todos hasta el próximo milenio, y así los ha dejado con un palmo de narices y las ideas vanas. Vermeer murió desesperado y en pleno delirio, arruinado, perdió la salud de un día para otro rodeado de hijos que iba a dejar en la más absoluta pobreza. La viuda del artista tuvo que hacer entrega de algunos cuadros del marido a cambio de satisfacer las deudas contraídas con el… ¡panadero!, declararse insolvente y renegar al legado del pintor a favor de sus acreedores. Klee murió probablemente aterrorizado por un cuerpo que se convertía en piedra hasta acabar disipándose en polvo. Sus últimos cuadros se erigen como un auténtico requiem, un solo gemido de violín. Doctor Aken, usted que anda atisbando seseras con el ojo bien abierto, ¿qué tienen que ver entre sí Vermeer y Klee? Pues que ambos pintaban lo mismo. Nadie lo diría. Esa es la cosa. Descubrir aquello que nadie ha sido capaz de adivinar. Cerremos las ventanas. ¿Llueve? ¿No llueve? Afuera todo es incierto. Tan incierto todo, mi vida como un hombre, como artista, como marido. Nada ha sido sólido ni efectivo, todo aleatorio, frágil, repentino e imprevisto. ¿Quién es este hombre?, se preguntaría. Todas las madres, Medea. Madre, yo he sido tu huésped durante un tiempo, replegado contra mí mismo en el interior de un útero propiedad tuya. Eso es todo. De nada tienes la culpa. Tú y yo hemos sido producto de la fatalidad. Yo estuve en el mundo por azar, tu alimentaste ese azar durante nueve meses. A partir de ahí… la historia da un vuelco, divergen las miradas hacia horizontes distintos. Tu coño y lo que hagas con él me la trae al fresco. Ahora sólo eres una mujer que a veces da asco y a veces no. Yo me mantengo en mi silencio. Un silencio violento del que nadie se apercibe. Todavía, en esta horrible habitación, persiste la violencia. Si estuviera a mi alcance, no dudaría ni un segundo en hacer estallar el mundo en pedazos con todos vosotros dentro. Desaparecer sólo es un trance, chasqueas los dedos, ahora, te dices, y te invisibilizas para toda la eternidad, que es algo que únicamente existe para los que están vivos… todavía. Qué broma el nombre, la estirpe, la ralea. Eres un neurótico, proclamaban cada uno por su cuenta mis progenitores. Hanna-Grete permanecía con la boca cerrada. Ella sabía. Kurt Schmidt, el pistolero que nunca empuñó un arma. La dama del castillo que abandona la Torre del homenaje y galopa sobre el brioso corcel rojo en busca de su amante. La cierva azul contonea el trasero. Era un neurótico, era un artista. ¿Y qué eran ellos? Él un suizo que todavía apestaba a alemán y a austríaco; ella una adúltera de origen italiano, y la otra, la niña del bosque, la gacela, Grete, pervirtiendo una y otra vez a Hansel. En casa se hablaban los dos idiomas, alemán y francés. El italiano lo tomaba prestado la señora de la casa destinado a sus juegos de seducción con tipos latinos bastantes años más jóvenes que ella. Los coleccionaba como se amontonan los cromos de la infancia para acabar metidos en un sobre grande de estraza olvidado después en el polvo del desván. La acostumbra el suizo a ciertas delicatessen a la castellana. No soy castellana, decía, soy mediterránea. Castellana de castillo, replicaba yo. La dama, en Ginebra, se acostumbró a comer los más exquisitos quesos. 7oo variedades, todas elaboradas con leche cruda a las que poder darle el mordisquito sin miedo al gluten o a la lactosa: caliente o frío, a la parrilla o fundido. Jodida emperifollada con ademanes y tics de artista genial, su preferido, por la figura estética que devenía en el plato, era el Tête de Moine, saboreaba la deliciosa flor formada por la girolle. Finolis, la española. Me gustaría decir que me duele un costado, que me den la vuelta, pero eso es imposible. Me ata la inmovilidad, la atadura terrorífica del coma. Manipulan con mi cuerpo cuando a ellos les viene en gana. Debería ser capaz de comunicarme con la enfermera… con los ojos, un lenguaje de guiños y movimientos de pupila. Te contaré un secreto, sanitaria, enfermera de día, cada vez que ajustas el tampón en el coño te veo, me doy perfecta cuenta de lo que haces. Es una escena muy erótica, te bajas el pantalón blanco, deslizas las braguitas, a veces el tanga, hacia abajo con femenina suavidad, te abres bien de piernas y maniobras con las manos entre los muslos, no me es posible ver nada más. Resulta una postura un tanto tosca al cabo del rato, me recuerda a las bañistas de Degas, a alguna de esas mujeres que el pintor simula sorprender en plena higiene íntima, pero en cualquier caso siempre excitante, las jóvenes tenéis una gracia natural hasta en los escorzos más forzados. Bien, no existe el riesgo de una súbita erección. Soy totalmente de piedra o de cartón respecto a eso. Me imagino tu cara de susto al descubrir el inesperado alzamiento de la sábana a la altura de mi vientre. Qué hijo de puta, es capaz de correrse el muy cerdo y está con un pie en la tumba y otro en el infierno. Pues, nada de eso. Petrificado estoy. La enfermera de noche es extranjera. No sé de dónde. Todos los extranjeros son lo mismo. Algunos días la escucho hablar por el móvil, charlas cortas, indescifrables para mí. Es menuda, eficaz y silenciosa. Joven como la otra. Ninguna de ellas alcanza los treinta años. En ocasiones, durante unos minutos, se queda mirándome el rostro bajo la luz azul, y una noche, muy seria, se diría que a punto de llorar, me acarició una mejilla con las yemas de los dedos. No estoy muerto, le decía en silencio. Aunque… tampoco vivo. Pero sigo aquí, viviente, ¿cómo es posible que no me oigas? ¿Les ocurrirá algo parecido a esto, a permanecer inmersos en esta silente y como submarina existencia mía a los muertos, decenas de miles de millones de almas en pena deslizándose impotentes entre los vivos y las cosas del mundo? ¿Hablan entre ellos los muertos? ¿Se limitan a sortearse sin prisas cuando se cruzan o doblan una esquina? Y si hablan entre ellos ¿en qué idioma lo hacen? Lo más posible es que se ignoren como sucede en la vida real, yo a usted no le conozco, adiós, adiós, usted primero, de ninguna manera, pase usted, o se desdeñen sin remedio, o se den asco, hay tantas clases de muertes, muerte por accidente de automóvil, muerte de cáncer, parada cardíaca, colapso diabético… Vaya a usted a saber que tienen en común un suicida y un neonato muerto por una impericia clínica o asfixiado por el cordón umbilical, un obeso al que se le revienta el corazón y un nonagenario que la palma a causa de una absoluta e irreversible debilidad general. A mí me mató el tiempo, a usted las porquerías que se metía en la barriga, y a aquel otro su temeridad conduciendo, y a éste un tumor en el cerebro y a aquella una hemorragia indetenible cuando abortaba. Menudo elenco de errores de la madre naturaleza que ha poblado de seres imperfectos, caducos y vulnerables uno de los pocos, o muchos, qué más da, planetas propicios para la vida… y la finiquita sin ton ni son en cualquiera de sus formas, a destajo. Aunque, ¿no haría explotar yo el mundo si pudiera? En cierto modo lo he hecho, al agujerearme la cabeza he matado al mundo, va a desaparecer conmigo. Pero todavía no. Estoy en él, en el mundo, mientras, como diría aquel, uno más de los austríacos, me hundo fugitivo de la humanidad más y más en lo oscuro. A mí no se me concede la gracia del olvido, poder olvidar las culpas, como al Dante. Me han dejado la memoria intacta: todos los crímenes pasan ante mis ojos cerrados en mortificante zarabanda. De mi mente no se borran las infamias cometidas, las humillaciones provocadas, las ofensas perpretadas con saña. Hasta a Fausto le extrae de los sesos el doctor Aken el ultraje a Margarita, aunque no su ambición. A mí me dejan malvivo a oscuras con todos mis yerros, arrojado a un purgatorio sin nombre, sin final, sin esperanza, los pecados antiguos, los castigos: muerto el cuerpo, tocado pero no hundido, persistente la papilla febril del cerebro. Desde muy joven, del camastro de la ramera al lecho de la hermana, a la profanación de la hija. El amor oscuro. A los once años lo supe, para qué más tarde, y grabado a fuego sobre la tabla de cedro estampé la leyenda que cuelga encima del cabecero de mi cama: Todas las mamás son culpables. ¿Quién lo dice? Los hermanos Grimm: Y Hansel y Grete mataron a la bruja, y llenaron sus bolsillos de perlas y piedras preciosas que la malvada comedora de niños al horno escondía en un cofre de la cabaña, y luego, cuando salieron del bosque, un pato sobre su lomo de plumas les llevó por el aire al otro lado del río y cuando por fin llegaron a su casa la mamá, la mujer, ya había muerto y encontraron al padre y él, que tanto había llorado por ellos a pesar de abandonarlos en el bosque obligado por aquella mujer, les abrazó con inmensa dicha y se acabaron las preocupaciones y todos vivieron juntos y felices para siempre y un día mataron a un ratoncito y Grete se hizo un gran, gran gorro con su piel. Grete, mi gemela sin escrúpulos: …violó a la silenciosa criatura, en cuyo rostro resplandeciente reconoció el rostro de su propia locura. Alguno de nuestros antepasados era soplador de vidrio. ¿Qué digo? Camarero, una copa de Johnnie Walker etiqueta negra. Afuera llueve. No llueve. ¿Qué hacer? Día tras día. A veces, por impacientes, ¿o será por cansancio?, hacemos de la vida una autopista al infierno: cuanto antes te vea la cara, mejor, ¡puerco! Para qué correr. Llegarás de todas formas: pobre o rico; joven o viejo, suizo o todo lo demás. Yo pasé muchas páginas del libro, leyéndolas muy por encima, o sin leer, ¿cómo acabará todo esto?, me preguntaba buscando el final, la última página, ¿quién mató al doctor Aken?, ¿a quién mató el doctor Aken? Pues, al final, no llovía. Hanna, mi melliza, en el jardín reverdecido, una tarde morosa y de apacibles tonos de color, pálidos rosa, amarillo y azul, embriagadora por los aromas del verano, puso una mano sobre la mía y buscó mis ojos. Aparté la mano como si una culebra estuviese presta a enredarse entre mis dedos. Pero ya estaba perdido. Conocí el placer y el dolor, y también la culpa. Laura, en París, me decía que yo hablaba en sueños. Luego, lo supe. Aterrado, confesaba los crímenes en ese mundo de tinieblas y grisuras, de geometrías absurdas y, por encima de todo, de confesiones que es el sueño. Ella lo adivinó en seguida. Quise librarme del castigo y acabé en la peor de las condenas. Es… es como… No es… ¿Por qué yo hablaba en los sueños? Ahora lo comprendo. Ese territorio de ficciones y mentiras, de apariencias inasibles, de ilusiones todo, era el destino y es el ahora. Es… Es como despertar en una pesadilla y ya no poder salir de ella jamás, de sus disparates y tramas estrambóticas, quedar preso en su laberinto de fantasías y grotescos cambios espacio-temporales. Estás en un sueño, y no hay puerta de salida, un tobogán de encuentros y desencuentros, de pérdidas y ganancias, de irrealidad tan… tan verosímil y a la vez tan mendaz y tortuosa, tan creíble por atosigante. No eres dueño de tus idas y venidas, una fuerza suave y poderosa con antojos inesperados te conduce de un lado a otro sin que puedas hacer nada por impedirlo. No sueñas con ovejas eléctricas, el sueño siempre eres tú mismo. Muchos tipos con el nombre cambiado disfrazados de ti. Busca tu gemelo en la galería de los Uffizi. Todos tenemos un gemelo. Mi gemela. Los que salen en los sueños, esos a los que vemos fuera de nosotros mismos danzando ante las narices, somos testigos de sus andanzas, de sus incomprensibles decisiones, de sus correrías sin sentido, pero ellos se encuentran a salvo en ese planeta desquiciado de seres irreales, prestados a trozos de la realidad, somos nosotros los que sentimos temor e incluso desesperación en multitud de ocasiones, y si no son pesadillas las que conturban nuestro ánimo es la inquietud, el desasosiego, hasta los mismos colores tan poco verosímiles que nos produce incluso el más inocuo de los sueños al despertar por ser conscientes de su cotidianidad y domesticidad angustiosas. Ahí estoy, sin conseguir salir de la cárcel del sueño. Hecho de materia onírica, alzado sobre retales, yacente sin que nadie escuche mis gritos: Mátame o eres un asesino. En el año 1993 entré en el sueño. Un corazón se apaga… y despacio las nieblas flotan y se elevan. ¡Silencio, silencio! Dicen que todos los años tienen una forma especial. Este tiene forma de sangre. La sangre, el líquido, como la pintura, también tiene tres dimensiones, aunque una de ellas sea inapreciable, de grosor casi invisible, pero logra elevarse mínimamente de la superficie donde se ha volcado, finísima textura, relieve microscópico, innegable. Bienvenido, 2008. Quince años desgarrándome en gritos silenciosos que ni siquiera las sirenas blancas pueden oír. Simplemente, un vuelo. Un batir de alas del ave más minúscula, el tiempo se ha hecho polvo en un instante, como la materia más ingrávida. Presiento, pues sabed que en el último sueño, el que te ha agarrado por la sesera y no te suelta justo antes de echar el bofe, pero que vas a vomitar definitivamente, el presentimiento existe y es igual de aniquilador e imprevisto que la desesperación y la impotencia, que este año será el último, el final de todo. La memoria no da para más. Oh, hermana ¡qué calladamente acaba el día dorado! Exigieron la contraseña para entrar en el sueño más revelador: estoy muerto. Acerté. Era: muerte. Cualquiera de sus formas. La exigen para salir, pero ésta ya la ignoro, es otra, la gran desconocida, ¿quién conoce el día de su muerte? Esa es la cosa. No saberlo. Vivir es muy pegadizo. Oh, esa amazona montada en el corcel rojo como la lujuria que ha de matarla (o no). Una de sus novelas favoritas, y eran pocas, era La motocicleta, del francés Mandiargues. Esta suiza odiaba a los novelistas que escribían en alemán… ¡sin haberlos leído! La madre. La mujer de Hansel y Grete. Muerta, creo recordar, pero ya lo dije, creo, recuerdo, en 1991, a los setenta años. La edad perfecta, que dice la Biblia. ¿O eran sesenta? La española le dio una nieta, cuando el fuego se había apagado y ya, también, ella había apagado el motor del mercedes de rojo chillón, ahí va esto, para que juegues. Vaya si lo hizo. A la recién abuela le quedaba un año de vida. Le susurraba a la larva palabritas en francés, la moldeaba ante la babosa presencia de la otra madre, mi inefable Laura Roser. Mamá, liberal francófona, italianizada, dueña en todo momento de sus actos, sin ataduras de ningún tipo, muriendo a la edad perfecta y del modo perfecto: estrellada contra el mundo. Qué familia: uno, caballero suizo, culto y ponderado, que vende cañones con los que destrozarse mutuamente los soldados llevados al matadero por estrategias políticas siempre innobles e inconfesables que, al cabo, nadie recuerda; la otra, con una hermana adinerada y bella como la madre, la mujer, que se hizo comunista en los cuarenta después de haber leído a Sartre y a otros franceses juguetones, profesores universitarios ellos, cómo no, y se casó con un ossis que de adolescente se chivaba a la Stasi de las veces que su padre hacía el amor con su madre, por si el asunto fuese de su interés concluía la última línea del informe. La hermana adinerada y bella, pasado el sarampión, divorciada hacía años del severo informante, sin hijos y de economía muy boyante, afincada de nuevo en Ginebra, alguna tarde nos contaba la anécdota sin parar de reír. Se burlaba de su pasado como si no le concerniese en absoluto. La madre, de rojo fulgor, la mujer, también reía a mandíbula batiente con sus secretillos a cuestas, hermanas ambas, adineradas y bellas, buenas suizas. Tengo la conciencia limpia, debió decirse en su viaje al más allá nuestro padre Kurt Schmidt, ante de postrarse ante quién sabe qué cosa, las mismas armas que les vendía a unos se las vendía a los otros, igual de efectivas y mortíferas ambas, ninguno de los bandos contendientes disfrutaba de ventajas iniciales. Se mataban de igual a igual. Como en el ajedrez: dieciséis piezas cada uno que disparar, sesenta y cuatro escaques el campo de batalla. Que gane el que más mate, que es siempre el mejor ante la historia. Papá Schmidt… Ganó mucho dinero, pero al mismo tiempo, como penitencia, le cercenaron aquella parte de él que hasta ahora le había procurado ser feliz, y nunca más lo fue: se cobraron un buen pellizco de su pellejo, no solamente una libra de carne, que es sólo humillación. Sin embargo, los dioses fueron benignos contigo, padre. Honraron tu matrimonio con dos hijos mellizos, hembra y varón. ¿Habrás sabido alguna vez que los dos eran uno? Éramos Tiresias… de la cintura para abajo. Los borrachos abandonan las tabernas al mediodía. Se refocilan en el bosque en la medianoche: ellos se bajan los pantalones; ellas, se suben las faldas. Una extraña hermana vuelve a aparecer en un sueño maligno. La madre, la mujer, le ha sido infiel al padre durante veinte años. Esa fue la contrapartida, el reverso, la deshonra que fue, no obstante, bien disimulada. Frecuentes galopadas al sur, al sol y al aire italianos, donde los moribundos acaban sus días en balnearios inútiles rodeados de frondosos pinos. Una vez y otra vez cambiaba la adúltera de amante. Cuando llegaba a casa después de tres o cuatro días, a la confortable residencia de los Schmidt, cerca del casino, frente al lago, traía el olor de ellos, las caricias de ellos aún en el cabello, en la piel, su boca apestaba a ellos. El padre dejaba hacer, ya no jugaba con cañones y soldaditos, ahora miraba el… Me gustaría comerme un bizzokel. Justo ahora. El padre dejaba hacer, perdida la mirada sobre el agua. Ya únicamente hablaba alemán. Una especie de venganza pueril. Somos, decía el abuelo, pero ¿qué abuelo?, como la ciudad en la que vivimos, que tan aburrida se antoja a los extraños, somos como ella, ocultos, como muertos, y tan vivos en el interior de nosotros mismos, entre los Alpes y el agua tan de tierra adentro, oscuros tal vez por las angustias que como sierpes abandonan de noche la villa Diodatise y se enroscan en cada piedra de la ciudad, en cada uno de sus habitantes a esa hora en que toda perversidad se consiente y es silenciada: lejos de huir, la cierva azul se aproxima con su aliento de fuego y su gracia diabólica, loca por ser tomada. También la tarde es azul. Todas las ventanas en los cuadros de Vermeer aparecen a la izquierda del cuadro. Aunque sobre La encajera se vierte una luz muy ambigua, no sabes my bien de dónde procede. ¿Llueve? ¿No llueve? Encerrado aquí, con los ojos sellados, sé que el día es gris, que Ginebra se ha silenciado más de lo habitual, que llueve y que de los Alpes bajan las huestes del frío. Dijo: El ebrio medita sobre las aves salvajes a lo lejos: qué vieja es nuestra raza. La hermana toca una sonata de Schubert, hermana de penas tormentosas. Sosiega mucho Vermeer, los interiores pétreos. ¿Qué vive en tu silenciosa boca? ¿Qué miran tus ojos redondos? Dunkle Lieder. Nunca sabremos qué lee la lectora de cartas en azul. ¿Cuál de las sonatas? Quizás la 21, en si bemol mayor. Esa sonata huele a muerte, proclama exequias y… curiosamente, es como una celebración a la vida que, a pesar de todo, a pesar de la enfermedad y el final temprano, nunca es injusta si te hallas a salvo de lo vil y lo degradante. Deberías leer a Borges, dijo. ¿Borges? ¿Era un escritor? Murió en el verano de 1986, en Ginebra, mirando el Ródano. ¿Y qué tiene de importancia todo esto? Mucha gente se muere en Ginebra, mirando o no el Ródano. Era un excelente escritor. ¿En inglés, italiano, francés o alemán? Él hubiese preferido, sin que sepamos la razón, escribir en inglés, pero acabó escribiendo, sin que tampoco sepamos la razón, en el mero español, como solía llamar a ese idioma, el suyo por ser argentino. Ginebra está llena de cadáveres de extranjeros. Cada uno con su idioma y su bandera, pero la tierra que les cubre es la misma en todas partes, roja o negra, gris o de un blanco sucio. Escribí un cuento sobre él. ¿Sobre quién? Sobre Borges, contestó ella. Pensé: ¿Y qué?, pero le pregunté el título. ¿Cómo se llama? ¿El cuento? Se llama Con Borges en Etiopía. Buen título. No significa nada. Esos son los mejores, te limpian sabiamente el relato de anécdotas insustanciales que pretenden ser ingeniosas o divertidas o extrañas, de conversaciones entre diversos tipos que a nada conducen, de algún hecho poco feliz o feliz, qué más da. No me gustan los cuentos y las novelas con finales sorprendentes. El único final común a todo ser humano es la muerte, y eso no tiene nada de sorprendente. Sucede a cada momento. Por cierto ¿Borges era… negro? No, por supuesto que no. ¿Y qué hacía en Etiopía? ¿Fuiste a buscarlo por alguna razón?… Livingstone, supongo… En realidad, el tipo Borges no aparece en el relato, ni tampoco yo… Es una licencia poética nada más. Borges es el escritor universal que sin ser un dandy, casi vivía de prestado, cenaba en casa ajena prácticamente todas las noches, es el intelectual más snob que pueda hallarse. Siendo su lengua materna el español, se jactaba de haber leído Don Quijote en una traducción al inglés. Le parecía mejor escrito en esa lengua. ¿Guarda relación una cosa con la otra? No, ninguna. Esa es la gracia, si es que tiene alguna. Laura era versada en asociaciones extravagantes. Un barullo mental muy español, al parecer. A veces me observaba de tal modo que me turbaba. Miraba en los museos los cuadros de la misma forma. No buscaba desentrañar las pinturas, ni repasar con minuciosidad la técnica llevada a cabo por el artista, y creo que tampoco el tema le interesaba demasiado. Era otra cosa. Tal vez resolver un misterio que sólo ella había sido capaz de advertir en el lienzo o en la tabla, un mensaje que había que descifrar. En cierto modo, yo la comprendía. Indagaba lo espiritual, ella, tan física. Decodificar algunas pinturas y esculturas contemporáneas exige sin duda una gramática de reciente cuño, te obliga a leer de nuevo visualmente, notas que te faltan las palabras para componer ese vocabulario plástico, que te falta todo, que has de aprender un nuevo abecedario, incluso te sorprendes a ti mismo intentando deletrear lo ininteligible. El propio Johannes Vermeer exige bastante paciencia a un espectador sin prisas y comprometido, pues toda su pintura es silencio, el silencio pintado. En Viena, Laura se plantó durante horas frente a El arte de la pintura. Un cuadro hipnótico. ¿Sabes?, le decía yo para mortificarla, para aguar al menos esa espiritualidad de ella tan palmaria pero tan sospechosa que me ponía de los nervios, esta obra tuvo un comprador tan imprevisto como atronador, el führer Adolf Hitler lo compró en 1940 por 1.650.000 marcos, lo que resulta tan incoherente como tu Borges en Etiopía. Las obras de arte no cambian jamás a despecho de las épocas. Vuelves una y otra vez al museo, o transcurridos unos cuantos años, y allí están como si nada, intemporales y auténticas, igual que siempre. Somos nosotros los que cambiamos, somos los que estamos de paso. Ah, Laura, ilustradora mendicante, su carácter silente, su apariencia sosegada, sin disonancias de cualquier clase, desmentía la turbamulta de un interior plagado de inconsecuencias y pasiones ocultas. ¿Qué hacía ella, la mujer, frente a El astrónomo en el Louvre? ¿Qué hacía ella, la mujer, frente a El geógrafo en el Städel de Francfort? Son gemelos, dijo. No sé. Pero todo coincidía, la fisonomía del retratado, el vestido, el peinado, el mismo perfil del rostro. ¿Sabes tú como se usa el astrolabio? En algún siglo de los que vendrán, las ridículas pinturas de Hitler alcanzarán precios astronómicos, indagarán su sentido oculto, aquel que prefiguraba la catástrofe universal que acabó con la vida de millones y millones de personas. Hay que ver con el principio de significación de las obras de arte, qué instrumento de análisis conceptual tan divertidamente arbitrario, ya os dije que ese amarillo en el tejado de la casa no auguraba nada bueno, ya os dije que ese abedul que inclina su tronco al arroyo anunciaba los cuatro jinetes del Apocalipsis, ya os dije que ese goterón rojo en el trigal nos advertía de los propósitos malvados del artis… del pintor. ¿Cómo era el mundo en el siglo de Vermeer, hospedero, marchante y artista? El geógrafo se sentiría empequeñecido por la vastedad que empezaban a mostrar los mapas del mundo, el continente americano hacía tiempo que comenzó a colonizarse; el astrónomo, todavía sobrecogido por un cielo presidido por un dios justiciero y terrible que prodigaba castigos y recompensas, ignoraba la tremenda desmesura del cosmos y lo incontable de sus estrellas y de sus astros, pero algo le decía que más allá de la capa azul y la noche estrellada todo eran enigmas. Pero sobre todo, leyes desconocidas. El mundo, él sólo, sin intermediarios divinos y sus zafios representantes en la tierra, empezaba a apabullar de veras el alma del siglo de Vermeer, muchas puertas falsas comenzaron a ser derribadas, y otras, las que daban entrada a una comprensión nunca concebida antes, se abrían a una cámara oscura por donde calibrar mejor las dimensiones del planeta y su lugar en el universo, se reemplazaban antiguas teorías basadas más en lo imaginativo y especulativo que en lo racional y lo científico. El mundo, a diferencia del cuadro, no era un simple artificio repleto de trucos de ilusionista como los que pertrechan el oficio del pintor… Mis discursitos le sublevaban, pero contenía su irritación de modo admirable. Cuando asestase la puñalada ésta sería mortal, sin prolegómenos sangrientos, gritos destemplados y mala educación. Pase lo que pase nunca pierdas los modales, como dirían nuestros abuelos y padres en tratos con los nazis mientras dejaban sus pistolas y fusiles en el cajón de la cómoda, entre la ropa interior: los francos suizos son como balas, disparos directamente a los bolsillos. Latina pero de ademanes pausados. Ni una escena. Los insultos proferidos en voz baja, la mirada homicida, pero los ojos sin el menor trazo de sangre, apaciguados. Pues eso era todo, no había más que decir. Bastaría un solo golpe dado certeramente, sin apresurarse. Adiós, bestia, susurró y me maldijo. Cogería a su hija, una maleta pequeña, la mochila repleta de libros y cerraría la puerta tras ella sin un portazo, ella era libre desde que nació, no como esa espabilada de última hora Nora Helmer. A París, postillón. Ni una carta breve, ni un largo adiós. Qué obstinada ansia de libertad la de esta mujer. ¿Y cómo nos encontramos hoy, querido? Aquí, en coma, ni siquiera en agonía. Qué mal lo hiciste, qué falta de pulso, qué fantoche. De suicida a mequetrefe encamado. Tu padre: ni para eso ha servido. Hanna: no esperes de mí, pobre gemelo, que me pegue un tiro en el corazón, ni azul ni venado. Laura, ya lejos, no habrá oído ni el disparo. Dejó atrás el horror y le dio la mano al olvido. Pero yo fui a matar antes sin buscar el puñal, a través de tu hija te herí para toda la eternidad, con crueldad y cálculo sé que desbaraté hasta las raíces más profundas tu estructura emocional, descompuse todas las piezas del puzzle, enredé los hilachos de tu alma, ese hueco en el pecho que a veces se agranda hasta engullirte toda, sé que jamás podrás reconstruir tu figura anterior a la hecatombe, sé que buscarás el sol para huir de la oscuridad que he cernido sobre ti, sé que gustaras del placer y la comida, del sexo indiscriminado sin remordimientos, y lo harás sin sentir culpa ni temer castigos, pero sé que la herida filial y vicaria no se te cerrará jamás, que ese manto de oscuridad que de cuando en cuando nubla tus ojos te seguirá allá donde vayas. El padre murió. Ha muerto el presente, sólo soy pasado y recuerdos, una intermitencia que ni daña ni me procura consuelo. Has vivido, me digo, has probado qué es eso de estar vivo, puedes llevarte esa experiencia a la caldera agujereada donde nada es posible cocer y meditar sobre ello. Eres afortunado. Sabe, amigo, estuve en la vida, un lugar muy animado aunque algo incomprensible: nadie de los que allí están aún sabe adónde se dirige en realidad ni dónde acabará. Una experiencia interesante... siempre que uno seas el dueño de su destino final. Eso libra mucho de la ansiedad. ¿Y esto de ahora qué es? Tal vez sea el infierno. No poder mover un dedo, un párpado. Nada. Totalmente inmovilizado por las garras de la muerte que aún no tiene suficientes ganas de engullirme. Pero los sesos hierven de angustia o de asco por el fuego contumaz del recuerdo. Somos lo que recordamos, se ha dicho. ¿Cómo librarse de este zigzag? Para adelante, para atrás, pero siempre en el tobogán de los recuerdos, de un lado para otro, una hoja de árbol o de planta, alegre por el vuelo o agostada por el sol o el frío, llevada en volandas por el viento, un torbellino de imágenes siempre del mismo color amarillo, millones de instantáneas floreciendo en el oscuro recinto del cerebro. Pienso en la primera noche que me acosté con Laura, y acto seguido soy testigo vestido de negro, calvinista de los pies a la cabeza, de la cremación del cadáver de mi madre, e inmediatamente sin solución de continuidad me convierto en un niño feliz con el sabor de la mandarina recién comida en el paladar, dejo de ser un niño feliz para ser un niño desdichado y lloroso una mañana de verano doliéndome de la bofetada que acaba de propinarme mi padre por hurgar en su cartera, y en seguida me descubro adolescente en el liceo sentado en mi pupitre, atento a la disertación del profesor Cohen sobre el arte expresionista, pienso en la primera vez que me acosté con una mujer, cuando sostuve en las manos incrédulo mi primer juguete… ¿Cuántos he sido en el recuerdo?, al final, como también se ha dicho, acabas en uno. Pasaremos el verano en Mallorca, dijo el padre. Pero acabamos en Capri. ¿Dónde estaba papá? En el 69 papá recorría las marinas estancias de la casa de Curzio Malaparte, su escritor preferido en lengua italiana. Mamá, Hanna y yo tomábamos el sol cara al horizonte, una línea imprecisa que reverberaba entre el azul pálido del cielo y el azul más profundo del mar. Sin embargo, ¿era feliz? Todo lo de este mundo me contamina para bien o para mal, no he sabido ponerme a salvo. Soy artista, le dije a mi padre a los dieciocho años. Mi padre me miró sin el menor atisbo de complicidad. Querrás decir que quieres ser artista. Él me costeaba las primeras modelos, fuera de las clases la Academia de Arte, harto concurrida de alumnos amenazantes con el palillo en la mano delante del caballete, mirando con decisión el pedazo de barro todavía inocente de sus tropelías. Vieron que iba en serio. Los Schmidt, mirándose uno a otro a la vez que se encogían de hombros, se dirían: hay dinero para sostener a un mantenido el tiempo que haga falta, una manera de librarnos de él. Sufragaron el alquiler de un sótano algo lúgubre en Des Bains, me alejaron elegantemente de sus preocupaciones, una menos, pensarían. Me investí de artista, inoculé arrogancia a mi mirada: haré del mundo con el arte entre los dedos lo que yo creo que debe ser el mundo, y tuve a mi alcance todo aquello que me dictaba mi capricho. La modelo… No logras capturar lo grácil de su figura, su forma inalterable a través de los siglos, no penetras en la crucial diferencia de su entidad… Entonces empiezas a palpar la piel y la carne, a sentir la calidez que exhala todo su cuerpo, a introducir los dedos en sus oquedades y orificios, a olisquearla como si tú fueras el animal carnívoro menos compasivo, ella una gacela a la que acabas de cazar… Es tu presa. El arte devino cacería. Todas eran chicas demasiado fáciles, disfrazaban su condición de prostitutas con la naturalidad y desnudez del oficio de modelo. La farsa convenía a la contratada y, asimismo, al supuesto artista, que no tardaba en descubrirles la tostada: te consagro la Dama del arte. Que no revelen nunca el fraude que soy. Un puñado de monedas salvaguardaba mi conversión en diablo. Desde antiguo fue mi labor esencial saber mis hechuras, casi al iniciar la pubertad me decía encuentra tu forma, lucha por conseguirlo, y si no la encuentras es que no la tienes, como millones de seres que se creían distintos, creadores o no, y no lo eran, sólo eran una repetición, un muñeco de serie activado por una insólita maquinaria que lo mantenía dando vueltas sobre sí mismo hasta que se agotó la cuerda. O la cortaron. O la cortaste. O qué se yo, envejecieron y se iban pudriendo, o se pudrían en seguida, como esas frutas y verduras que han madurado en cámaras lejos del aire y el sol, precipitadas por algún producto químico, y a los dos días están para echarlas a la basura. Existen los alimentos baratos como la ropa barata, los pisos baratos, los coches baratos, los libros baratos, la gente barata y el vino de menos de diez francos. Libros… Quiso decir poeta hermético, pero salió de la imprenta poeta hemético, por lo menos respetaron la hache. Cosa de los duendecillos, te dice el cajista sin darle importancia, se escribe demasiado y demasiado inútilmente, te confiesa el experto en galeradas salpicadas de erratas. En realidad, la bebida era Cutty Sark. Fue una excelente velada. Soñé que mi padre navegaba por los cielos montado sobre el cañón del Berta, como el inefable doctor Strangelove cabalgando sobre la bomba gigante. Mi hermana Hanna, antes de los veinte años, leía en alemán a Gottfriend Benn y desdeñaba a Rilke, le conmovía Trakl y releía Muerte en Venecia de Mann, le subyugaban las figuras de Schiele, le gustaba Klimt, me buscaba a todas horas, al artista fornicador de modelos, su mellizo, ella en forma de varón. Un día perfumado de flor desconocida, en la absoluta languidez y silencio del crepúsculo, le permití que nos espiara desde la rendija a una tal Helga y a mí en el dormitorio, entrelazados en la cama, empujó la puerta, se desnudó con ligereza y se unió a la fiesta sin pensárselo dos veces. Al final no supe sobre cual de las dos eyaculé como toro poderoso, antiguo, cretense… lanzar también enjambres, cuervos, en el rojo invernal de amaneceres, luego dejar caer, ya sabes para quien. Ella y yo, doble vida. Un Tiresias sin angustia ni tabúes. Benn, que prefirió vivir entre bárbaros, insultaba a los exilados de mojigatos y desertores achacándoles una huida cobarde, al plácido escapismo de los balnearios franceses. El yo sólo es un fantasma. Llega un momento que uno ya tiene todas las respuestas, cuando menos todas aquellas que necesitabas saber, entonces sucede el aburrimiento, y descubres que ya es hora de desaparecer, detener ese andar anónimo y solo por la tierra. Pero yo fui más lejos, el castigo, o la recompensa, era la muerte, no existía dádiva mayor, fui más lejos que nadie con el asco y el salvaje deseo de hacer daño fluyendo por las venas como un río oscuro. Adiós, le dije a ese ser odioso frente al espejo, aún con la pistola en la mano, su rostro tenso por la proximidad del cataclismo y su mirar ensombrecido que siempre me pareció extraño devolvió el adiós, me despedí de él de la mejor manera posible en ese sitio y en esas circunstancias, cuando hayas muerto, dije mirándome, espero volver a verte en el infierno… ¡dónde si no! Así que me disparé en la cabeza. Qué te parece. Quién se lo iba a decir a aquel muchacho de diez años que creía que el mundo sería su cuarto de juegos cuando fuera adulto. Se disparó, pero dio en piedra, y ahora míralo ahí, un raro animal del que surgen cables como sierpes y es incapaz ejecutar el más mínimo movimiento, hasta de parpadear. Una estatua con todas las vísceras sanguinolentas palpitantes, un tibio mondongo, los viscosos adentros en ebullición. Coge las baquetas y empieza a golpear la piel del tambor. Laura, borracha, me dijo al sentirme apestado: estás envasado al vacío. Interiores. La tesina, cum laude: aquel santón calvinista hipócrita sin fe y loco de remate que se masturbaba contemplando desencajado las imágenes doradas y lamidas de la Virgen María de los católicos. Luego subió un grado más el listón y lo hacía mirando santas y mártires en pleno suplicio: serias lapidaciones y mutilaciones, degollamientos, decapitaciones… Lo más granado del martirologio. Eyaculaba: migajas del mantel. Todo lo aprendido por ciencia infusa engendra un extra monstruoso, una ocurrencia sin fin. Ginebra. Se cansó enseguida. Viajes repetidos a París, alguna vez a España. ¿Te gusta esta ciudad? Desde ayer, sí, pero me voy mañana, las mejores ciudades son aquellas que puedas dejar al día siguiente de haber llegado. Que Dios nos coja confesados y que sus pedos de azufre maten al Diablo. Azufre es el Diablo. Azufre más potente es el Dios. Busca tu gemelo en la Galería de los Uffizi. Me pides una descripción. Ahí va, directa a la mandíbula: la muerte está jugando conmigo como un gato con el ratón que ha de devorar. Corre, corre, que te cojo. Te pillé. ¿Cómo voy a ir al infierno si yo no creo en él? No volveré a encontrarte, ¿qué seré entonces? Lo más detestable: el recuerdo de otros, ser una más de las motitas en su pegajosa memoria. Me miran como si miraran a un muerto. Aunque cada vez me miran menos. Me miran: el doctor con una expresión de fastidio, ni puede matarme ni puede rescatarme de mi sopor, las enfermeras, la coqueta y la piadosa, Hanna, que debe ver en mi un pingajo irritante y absurdo en su falsa inmovilidad: ni muerto ni vivo, ¿qué clase de yacente es éste? Debo ser un recuerdo terrible para ella, soy su pecado. Fui su placer. Todo ha sido una ilusión, la vida, como el engañoso arte, dura competencia entre la irrealidad y lo verosímil: aquella contienda de hace más de dos mil quinientos años entre los dos pintores griegos, Zeuxis y Parrasio, que relata Plinio el Viejo: ¿quién engaña mejor? Uno era capaz de engañar a los animales con sus representaciones frutales; el otro, lo fue hasta de confundir a los humanos, al mismo Zeuxis que invitaba a su contrincante a descorrer la cortina que cubría su cuadro: la cortina era el cuadro. Sólo queda Hanna como visitante forzada, ningún testigo de mi derrotero por la vida ha vuelto por aquí. A nadie le interesa un cadáver falso, un cadáver exquisito. En el 86 mi padre se hacía el muerto flotando sobre el mar quieto de Malvarrosa, en Valencia. Pasamos allí unos días del tardío verano por capricho de Laura. Mi madre estaba con los nervios en punta. Echaría de menos alguno de sus bien dotados albañiles y menestrales. Sólo fueron tres días, uno en realidad, el día que llegas a una ciudad no cuenta, y tampoco el que coges el avión para no volver. Su madre, a la que ya conocía tras una breve visita anterior, parecía incómoda. Era traductora de francés. Nos recibió con indisimulada frialdad, pero cortés. Era quisquillosa y celosa de su tiempo. Fuimos los cinco a comer a un restaurante de la playa. La mesa se hallaba pegada a un gran ventanal desde el que se veía el mar y grupos de bañistas tumbados sobre la arena o retozando en el agua a pocos metros de la orilla infestada de niños. Ya a la mesa, antes de las dos de la tarde, demasiado pronto para las endiabladas costumbres de ese país, a punto estuvieron de no darnos de comer. No obstante, tuvimos que esperar cerca de media hora picoteando fruslerías hasta la llegada de los platos que apestaban a condumio calculado para turistas incautos. Casi nadie hablaba. Y cuando lo hacíamos empleábamos el francés, naturalmente. Recuerdo el vino blanco, muy frío, aromático, y la visión muy peliculera, de postal, de dos veleros blanquísimos rozando la línea del horizonte. Del resto de la comida no recuerdo absolutamente nada. Mi padre creo que mencionó en algún momento a Rousseau, a Amiel, a Cohen, sería a la hora de los postres, aliviado de que todo acabara de una vez. Fue algo patético. La madre de Laura le miraba como se mira a un suizo fuera del refugio de Suiza, un ser indescriptible. Esa mujer me recordaba extraordinariamente a la madre de Rousseau, de la que el hijo nos dice que era bella y prudente. Tal y como nos observaba, también presumo que era tan xenófoba como aquél. La tarde me pareció larga y miserable, de un calor tan asfixiante que apenas podía respirar. Soy alérgico al aire acondicionado, de modo que no lo soporto por poco agresivo que sea. Estuve tumbado en la cama del hotel, desnudo e indefenso, sudado y aburrido, horas y horas hasta que anocheció. Nunca supe si Laura miraba mi desnudez con lástima o con un poco de asco. A la mañana siguiente partíamos todos, los Schmidt y Laura, para Bretaña, donde pasaríamos un semana antes de recalar de nuevo en Ginebra, a media hora de las vivificantes estribaciones del Jura. ¿Y ahora qué? Una pausita para las cosas de uno, yo me complacía en mis lecturas desordenadas: un personaje de Handke, no recuerdo en qué novela, se bebe dos botellas de vino tinto y luego, en el bar de su hotel en Nueva York, la emprende con varias copas de whisky de Kentucky, pero el narrador, que es el mismo personaje, nos dice que bebí lentamente, pues no quería emborracharme. ¿Cómo lo conseguiría? En el estómago sólo llevaba un filete de cordero. Estaría muy hecho. Los tipos solitarios son sorprendentes, sobre todo si tienen suficiente dinero en la cartera. De joven, de muy joven, también yo fui un flaneur con bastantes dólares en los bolsillos paseando por Manhattan. Al final, termina uno acodado en la barra de cuero negro de cualquier bar en una de esas noches en las que todo parece iluminado sórdidamente por las luces de neón: rojo desvaído, azul celeste, verde manzana, un decorado siniestro y frío. (Charlie, llena esta copa.) Una mañana, en el MOMA, con dolor de pies y los ojos irritados, harto de expresionistas astutos y audacias plásticas para pasto y entretenimiento de teóricos, sales a la calle y también te sientes hastiado del acento nasal y de los codazos disimulados, de las sirenas de las ambulancias y los aullidos de los coches de la policía, y entonces te dices que ya basta de USA, un brutal decorado muy inferior a la fascinación que inspiran las películas ambientadas en ella en cualquiera de sus cuatro puntos cardinales: el revólver del oeste, los montañeros del norte, las niñas minifalderas universitarias del este, los negros del sur. Cada cosa en su sitio. USA es un gran país, y quieren decir un país grande, pero de muy poca grandeza. De modo que te metes en un avión y te escondes de nuevo en Suiza, el cobijo perfecto donde alejarse del ruido del mundo. Ahora que lo recuerdo, el tipo ese de Handke también leía El gran Gatsby, y al parecer no le iba gustando demasiado, es lo que ocurre cuando uno va leyendo a trozos: de acuerdo tu estado de ánimo el fragmento te gustará más o menos. Ay de mí, nieve habrá negra y caliente, sierras con peces, mar que olas no hace, y el sol se acostará por donde nace. Toda literatura está hecha a saltos, una cronología diacrónica. Hoy escribiré sobre mi padre: le llamaremos Viernes; mañana será mamá quien me inspirará el capítulo acerca del concurso de los trajes de papel: conseguirá el segundo premio y a una de las concursantes se le quemará el traje por culpa de su acompañante fumador y morirá de resultas de las quemaduras (primer grado). En realidad, el tal Gatsby parece un poco pazguato si uno se para a pensarlo, y, a pesar de su oscuro pasado, un personaje de papel cuché que a la menor ráfaga de aire se vendría abajo. El arte, la literatura, el teatro y el cine exigen de nosotros credulidad y cierta candidez para que su engranaje no chirríe o, en el peor de los casos, hasta se detenga. Esa es toda mi teoría acerca de las artes y las letras. No tengo otra, y tampoco me hace falta. Ni a mí ni a nadie, salvo a los charlatanes. La estupidez es otro más de los elementos artísticos, prácticamente se ha hecho imprescindible para poder degustar el espectáculo intelectual. Especialmente en el arte. En cuanto el teatro contemporáneo, o gritan demasiado, o no se les oye ni se les entiende, no les queda otro remedio a todos los ejecutantes del drama o la comedia que actuar de ese modo: hay que llamar la atención: el motor de búsqueda de Google se basa en un grupo de algoritmos discriminatorio, más o menos como el cerebro de cada uno: no existe la democracia ni en las matemáticas, aunque nos hagan creer lo contrario. Laura suele vestir de rojo y amarillo. En el siglo diecisiete eran los colores de las putas. Laura: el vino abre la puerta de la casa de la dama, te enseña hasta sus espejos, los vestidos que la engalanan, los perfumes con los que disfraza el crudo olor de su carne tibia y vibrátil, pero es el dinero contante y sonante el que conduce a su lecho mullido de pétalos de flor embriagadora, una flor de la que es mejor que no sepas el nombre. No hay otra seducción que valga a estas alturas, ellas se las saben todas: eres guapo pero inútil, suelen decir. Se abren de piernas como tú abres la billetera. ¿Quiénes? Las mujeres que tú, degenerado, buscas, precisamente esas, mujeres como Laura. Descorchas el champaña, y el líquido dorado se escurre entre las piernas a la luz de fuego del sol. Sacias toda la sed. Eso ya lo sabían los de la guilda de Delft, todos esos pintores de género e interiores holandeses que ponían en la mano de las jóvenes una copa de vino, y éstas no fingían haciendo remilgos tontos o profiriendo risitas nerviosas. Sabían a lo que iban: a la cama con el caballero. A la tercera la tumbo, se decía el ingenuo. Pronto descubría el seductor que, primero, las monedas o, como si dijeramos, antes la sacristía, señor. Paso obligado. Y de la misma manera que habían desaparecido los billetes, con qué gracia y naturalidad se enroscaban a tu cintura una vez desvestidas, ya entre las sábanas… cuerpos de una blancura invernal, blandos, algo sosos, pero… Y, ahora, la madre. Madre, te he ahorrado sufrimientos, o, al menos, te libré de una situación que te hubiera dejado el alma hecha papilla, el espectáculo desolado de un pedazo de tu carne muerto pero no muerto del todo, una pudrición lenta y angustiosa: madre, he ahí a tu hijo, esclavo, dueño y señor de sus pecados, verdugo al fin de sí mismo. Me pegué el tiro dos años después de tu muerte, amazona desbocada: una curva demasiado pronunciada te hizo volar por los aires durante unos segundos montada en tu pegasus hasta que acabaste estrellada contra el suelo. Tu muerte fue en el acto, reventada entre chatarra. Los de la funeraria tuvieron que recomponerte de pies a cabeza. No sabían si llevarte a casa del marido o a la del amante: pase lo que pase nunca pierdas los modales, de modo que, a lo suizo, a casa del señor de la señora, cosida y repuntada desde el anatómico forense, y sean las exequias como son debidas. No llegaste a ver al suicida de tu hijo postrado en la cama de los fracasados con una bala en el interior del cerebro. ¿Me enterrarán fuera o dentro del cementerio? Creo que iré directamente al horno de asar patatas. Nadie quedará tras de mí que vaya a mi tumba a honrar mi memoria. ¿Una tumba? Qué horror, hogar de corrupción y gusanos. 1993-2008: quince años son demasiado tiempo incluso para una persona como Hanna, que deja pasar los días y los años atisbando a través de la ventana la vida que huye de ella, pensando en muchas cosas pero sin hacer ninguna, indolente y lúbrica. El bicho de Kafka… eterno. Rueda y rueda el carro de Boecio, y ahí lo tienes, sin mala ni buena suerte. Un despojo, peor incluso que aquel de… ¿Cómo se llamaba la película? Ah, la memoria, esa gusanera de cosas muertas, memoria pasiva la mía que se ve asaltada por un caprichoso desorden que mucho tiene de cajón de sastre. Usted, señor, debería recordar lo que dispusiese, lo que mandase su santa voluntad, y no verse sobresaltado por mil y un recuerdos que acuden a la mente cuando les viene en gana a encenagar aún más los sesos a lo loco, y lo hacen a destiempo, a traición, inesperadamente. Tu padre leía a Max Weber, otro que tal, una y otra vez, y no como una purga, un trago emético que le hiciera arrojar de sí el pensamiento del origen de su fortuna culpable: una sola de tus balas de cañón ha cercenado siete cuerpos humanos, tres de ellas han derribado un edificio y sepultado catorce niños, mil de ellas han destruido una ciudad y sembrado de cadáveres sus calles... El mundo está bien hecho. Ciertamente, te he oído decir innumerables veces que el mundo, en sus etapas históricas, se desenvuelve mucho mejor aceptando de buen grado la existencia de dominantes y dominados. Bienvenido a la hoguera, se decía, aunque mucho se niegue ahora, en la Ginebra de hace siglos. Quisquillosos estos ginebrinos que quemaban españoles por sutiles diferencias bíblicas de interpretación tan absurdas y dignas de desprecio unas como otras: por la sangre del hombre Dios navega. Un carácter, digamos antitético: razón y sinrazón. Mezclar bombas con sentimientos religiosos… eso está muy bien: le libra a uno de la culpa mientras le llena los bolsillos. Padre, susurra el replicante Roy Batty, devastado por la cuenta atrás, mientras hunde con los pulgares los ojos de su creador hasta reventarlos, padre, padre…, parece orar, abatido, destruido. Padres que crean monstruos por instinto de posesión o por un descuido placentero y fugaz, fabrican juguetes. Todo transitoriedad. No me describas un cuadro mientras lo contemplo: sólo me traduces en palabras lo que ya estoy viendo. ¡Qué el mundo arda por sus cuatro costados! ¿Qué se pensaba esta infatuada criatura del ser humano nacido del azar? Que muera con él y se convierta en el humus que vuelva a generar otra tierra sin su pestilente encarnadura, sin sus ojos enfermos y su destructivo cerebro, tierra sin ninguna huella, con todos los nombres aún por inventar, pero que nunca serán inventados. La Tierra libre de su habitante más feroz: el paraíso recibiendo pacíficamente durante miles de millones de años la luz de su estrella. Nos hubiera bastado la ética animal antes de todo, ¿a qué la religión, alma? Motivos primitivos había: el miedo a la noche, a la bestia que acecha, al origen desconocido, al sueño lleno de peligros, al misterio de la muerte… lo sagrado. Tales temores engendraban al monstruo de dentro de un millón de años, lo creaban de retales pordioseros. Haber hecho de una simple roca, de una rama desnuda, de la estrella más visible en el cielo nocturno el tótem y el dios, el cielo y el infierno, dioses que no sancionan porque nada tienen de ultraterrenales, dioses inermes y tan de la tierra que no valen un ochavo, cosas tan inexplicables como el propio hombre que nunca pudo darle sentido ni a la vida ni a la muerte, y por más que progresara material e intelectualmente exhalaba su último suspiro, como suele decirse en las novelas, sin haber entendido nada de nada… aunque, ganar dinero, padre, como bien has proclamado a lo largo de tu vida, sea una misión sagrada, una humana predestinación. Él, el Gran Cínico, me lo confesaba finalmente: lee entre líneas los libros del mundo y lo entenderás: nos hemos convertido en monos encerrados en una jaula de cristal por derecho. No obstante, la mayor ambición es aquella que destierra de su propósito la riqueza: soy demasiado ambicioso para que me interese el dinero; es el tiempo lo que lucho por acaudalar de provecho aunque, naturalmente, no logre retenerlo conmigo. Me miraba escandalizado, el afortunado hombre de negocios: la penitencia sería una especie de ascesis, de sobriedad luterana, de mesura y comedimiento calvinistas, intentaba justificarse. Éramos irreconciliables. No gastar el dinero ganado todavía te revelaba más culpable, esa mierda, ahora inútil, te manchaba las manos, mejor límpiatelas derrochándolo a troche y moche. Así era yo entonces, un rebelde sustentado por los billetes de un bolsillo ajeno, un inadaptado que para nada servía salvo para disfrazarse de artista y mirar para otro lado mientras recogía las treinta monedas. Ahora, nada. Pienso que pienso en imágenes, pero son palabras con las que dialogo. Pienso en un círculo, en la luz del atardecer, en el color azul, en un olor que sé que existe, el del jazmín o el de la tierra mojada por la lluvia reciente o el de la encina ardiendo en el hogar, pero que me es imposible percibir: en el mundo del sueño nada hay que huela verdaderamente, oyes y ves pero no hueles, de la misma manera que no puedes oler tus propios sesos. Tú también estás muerto, padre, pero no como yo, que sigo medio muerto hasta saber cuándo. La madre, católica, adúltera e impenetrable; el padre protestante, criminal, callado y rico: lo que atrás queda es una progenie maldita, manchada por todos vuestros pecados. La salpicadura. Dejar de respirar estaría mejor escrito, más auténtico, ahora que lo pienso, que lo pienso en palabras, para grabar la frasecita en letras doradas en la lápida. Exhaló el último suspiro… Qué te parece, sólo le falta la corona de flores. De espinas: qué quioscada. Vuelve atrás. Rectifica. Imposible. Imborrable. Incorregible. El capitalismo racionalizado es la solución del mundo, decía convencido el hombre, mercader de cañones con la corbata anudada impecable al cuello. Vuelta a atrás: opto por el hombre con la pluma en la cabeza, las nalgas al aire, la flecha, el hacha, las propias manos de ese salvaje que estrangula a uno de sus semejantes y es incapaz de colegir la maldad de su acto, se siente tan animal como todos esos cuadrúpedos que le rodean en la llanura o la selva, tan sólo deja inerte la carne que come y los huesos que roe, sin más, ¿ qué es eso de la culpa?, ¿qué es eso de la muerte? ¿qué sabe él de la vida que sustenta esa materia que lo nutre, ¿qué sabe de matar vida?, ¿qué sabe de su condición de caníbal? El otro, lo que matas y te comes, no es. Está en tu panza. El ingenuo salvaje, un criminal instintivo sin culpa freudiana que le atormente. Comes o eres comido, señor Freud, vives o estás muerto, es decir, eres invisible. No has sido, porque ahora, una vez muerto, nadie es capaz de descubrirte de nuevo entre las cosas de la tierra. Y usted ¿cómo escribe? A través de una cámara oscura, a la manera de los holandeses que así nos engatusaban con sus interiores inquietantes: silencio, un silencio opresivo, onírico, casi polvoriento. En Ginebra: Laura ante el Jet d’Eau. Su expresión era tajante. A las claras, calificaba su decepción: qué imagen hipnótica para paletos europeos. La llevaba por las calles y parques de Ginebra como si yo mismo fuese la ciudad. Yo soy el creador de todo esto, me pertenece desde que nací. Un ginebrino que a la hora de comer habla en alemán y dedica sus horas de holganza en francés. Ginebra terminó por aburrirla. ¿O era yo la causa de su indolencia, de su astenia? Llévame a Zurich. En Berna, Paul Klee, claro. Un desvío a Basilea, la dama visita sus museos: cerca de cuarenta, todo, absolutamente todo es coleccionable de resultas del deterioro a que nos somete el tiempo: el inevitable Tinguely, que mucho debió leer a Capek, precisamente en un país en el que nada parece destruible si exceptuamos a sus habitantes y alguna de las esculturas de aquel, All you need is Pablo. Zurich, ciudad del cambalache: ¿Quiere usted comprar un póster? ¿Una botella de vino español? ¿Revisar su caja fuerte del sótano? ¡Qué urbe tan lejos de lo latino! Joyce comía huevos fritos dejados caer sobre el asfalto de la Bahnhofstrasse, lujosa e impecable, una limpieza exquisita… para un tipo que no lo era tanto. Nos llega para un café en el Odéon… Algo es algo. Joyce, que se hizo viejo, y se hizo resignado, y miraba a su hija con melancólica desazón y murió en Zurich y allá se quedó, bajo la tierra fría de Fluntern, aquel joven irlandés de sentir extremadamente escatológico que abandonara la torre de Sandycove, estrella del dolor, la juventud amada no vuelve nunca, Stephen, Buck, Haines. Ella me compró un reloj de segunda mano y entonces yo gasté mi paga quincenal llevándola a comer tortilla y leche y a ver cuadros de Picasso, Miró, Cézanne y Chagall al Kronenhalle, cerca de donde Joyce comía sus huevos fritos casi cegato del todo sin dejar de beber vino tinto, pues el blanco, según decía, le dejaría definitivamente ciego, la última estocada. En un puesto del Züri compramos libros de segunda mano… en alemán. Tú no entiendes el alemán, le dije a la española. Me los llevaré como recuerdo, replicó ella al suizo trilingüe, como si fuesen adornos para disponer sobre la mesa centro del salón donde se ultiman las últimas propuestas, se dirigen los saludos protocolarios, se entresacan de la memoria los recuerdos, se intercambian las medias verdades, la engañifa en torno a las tazas de café y las copas de licor dulce o coñac francés en un ritual suizo muy de respetar. Eran libros muy usados, Homo Faber, Tonio Kröger, Jacob von Günten, Der kurze Brief zum langen Abschied … Un hombre clandestino no debe esconderse como una rata en un sótano oscuro, sino vivir al sol, en plena actividad, mucho mejor se esconde de esa forma, a la luz y a los ojos de todo el mundo: con ellos se confunde. ¿Por qué James Joyce? Porque solo él labró el destino de fracaso de millones de anónimos escritorzuelos que nunca dejaron de serlo por ser meros habitantes de las provincias más oscuras de los países más distantes y hasta se imaginaban a ellos mismos ejemplos de una vanguardia genial, protagonistas de un desafío estético casi inabordable al hermeneuta, a la ecdótica más minuciosa: se creían rompedores de una literatura mundial, de sus tapas, de sus páginas, de sus párrafos, de sus diálogos, de sus frases, de… Pronto descubrieron que no sabían de dónde sacar las palabras, a diferencia de Joyce: ¿Las palabras? Claro que las tengo, lo que me preocupa es el orden en que deben ser escritas en el papel. ¿Ese era todo el truco? Naturalmente que no. Las chisteras sólo sirven para engendrar conejos. Ningún mago transforma la materia en nada. Me gusta el cine, me había dicho Laura en París, ¿en el 84? ¿Y a quién no? Le hablé de Tanner. ¿Alguien da más? ¿Has visto el ciclo de Jonas? Había visto ella La salamandra, en un cineclub de Valencia. En el 83 rodó En la ciudad blanca, con una cámara de super-8, como el que filma el cumpleaños o la boda de un hijo. Qué te parece: un intelectual comprometido y… consecuente, un tipo del 68 que iba a la suya sin importarle para nada los vaivenes culturales burgueses: un suizo que se cansó de ser suizo, y anduvo de rebelde de aquí para allá cámara en ristre, aunque de nada le sirvió y en cada película que sumaba se le veía por alguna esquina el plumero ginebrino. Palabras… hasta el cine que es embeleco y enredo de imágenes está hecho de palabras, y hay palabras que son puro veneno en tus oídos, no te matan, y eso es lo peor, pero te dejan en una parálisis letal para el resto de tus días. Artista…, parecía decir la sonrisa desdeñosa de mi padre cuando surgía del sótano y me acercaba a su casa, donde estaban los billetes, el pan de mañana y de todos los días. Uno no busca el fracaso, se da de bruces contra él, contra su falta de talento, y ya no se levanta jamás del suelo. Ese suelo suizo donde brillaban al sol los huevos fritos de James Joyce… Ese padre cañonero que sobresalía del fango y flotaba asido a un puritanismo indecente, aprovechado y fructífero en la ciudad más limpia del mundo: querido, cerca de estos lares jugaban los caballeros a los bolos con las cabezas decapitadas de los campesinos. Esa, ese… Tal vez yo fuera artista, pero no sano. Un artista enfermo, de la clase de los artistas locos, neuróticos, criminales. Hoy un ojo ha estado alerta. El derecho. He visto a una de mis enfermeras. Se ajustaba una media con una gracia irresistible, la tersaba sobre la pierna con los dedos de las dos manos. Son ellas, las cuidadoras, como aves blancas etéreas, parecen volar, sin esfuerzo, sin un ruido, tan sigilosas, son espíritus que levitan y desaparecen. Ya ni me miran. Pero todo gira en torno a mí. Antes, el padre; ahora, la hija, mi melliza. La Tierra se ha vuelto mi satélite. Recuerdo una vez, cuando leía Mientras agonizo. Era verano, en Locarno, y en una de sus páginas iniciales alguien asegura que el agua sabe mucho mejor si antes ha estado media docena de horas en un pozal de madera de cedro. Y hay que beberla en calabaza. Nunca bebas agua de un cazo metálico o de una vasija o de un vaso de metal, y si la bebes de noche, todavía mejor, cuando las estrellas rielan en la negra agua del pozo. Yo no agonizo, estoy muerto, pero respiro, y no se pudre aún la carne, y nadie está fabricando la cajita, que diría Faulkner, aún nadie debe de haber preparado nada, aún late el corazón del monstruo. Nadie apresura nada, dejan fluir el tiempo, nadie espera gran cosa de un despertar que conduce directamente a la muerte. Ni Hanna, que estará dándole al dedo todo el día, ni el albacea, ni ninguno de los doctores desconocidos que de vez en cuando, insensibles, sin expresión alguna, meten la nariz y huelen el interior de la habitación como si ya, por fin, las cuatro paredes olieran a muerto definitivo y pudieran certificar lo inevitable, la muerte cerebral, el exitus, sin necesidad de echar mano del estetoscopio. Quien abre la puerta cuando así lo conviene es el padre, el espectro. De nada advierte, de nada previene. Está hecho de sombras nocturnas, como el padre de Hamlet. Aparece y desaparece cuando le da por una cosas o por la otra. La madre, adúltera, murió antes, no hubo venganza ni comedia aderezada de ingenio ni emponzoñada de veneno que representar. ¿Cómo pudo Laertes tener un padre como el suyo? ¿Cómo pude tener yo un padre como el mío? ¿De dónde demonios salen éstos? Aunque, ¿sabemos acaso de dónde salimos los hijos? En fin, los dos progenitores que me eligió el azar murieron. Cada uno a su tiempo con precisión suiza. Padre, te corono de cornudo, un cornudo ejemplar y pacífico. A fin de cuentas a Suiza le dan por el culo por cuatro sitios distintos con indiferencia universal, pero ahí sigue, incólume e indescifrable, inmutable y próspera. ¿Tú sabías que el capitalismo tiene una ética? La tiene, sé rico, todo lo que más puedas, y muere desnudo, en puros cueros vivos, encerrado en el féretro, en la cajita, allá donde nadie va atisbar en los días siguientes, ni doctores ni ninguna otra cosa semejante, salvo la disciplinada y metódica procesión de gusanos que te pudren a mordisquitos hasta dejarte en huesos mondos y lirondos. ¿Otra vez tú aquí, padre? Max Weber lo lleva cogido de una oreja: me tienes que leer mejor, le reprocha, mucho mejor de lo que lo haces y no de esa manera tan torticera y conveniente para justificar tu sucia ambición, de modo que ¡de rodillas cara a la pared! Ya no distingo el sueño de la realidad… ¡Y qué! Ambas cosas terminarán desvaneciéndose en la nada. Sueños, uno mismo no es nada. Algunos pintores, escritores o poetas picotean de la realidad un poco tímidamente, modositos ellos, les adivinas prescindibles sólo con mirarlos, hasta preferirían que no les viese nadie andando por las calles en forma de cuerpo humano, arregladitos en el vestir e invisibles, y después, muy meticulosos, dispersan los trocitos de lo que son por el relato, el cuadro o el poema sobre el que trabajan, los ordenan con saña matemática, rigurosas disposiciones, cálculos muy meditados. Sin embargo, otros comen voraces todo lo que sus ojos, que tienen garras, contemplan, desgarran la realidad del mundo a dentelladas, se lo zampan a grandes pedazos y luego, sueltan un terrible eructo o un interminable pedo rabelaisano y como la cosa más natural del mundo vomitan el mondongo sobre la página en blanco, el lienzo impoluto. Ahí queda eso. Si los judíos dan asco con su religión de sangre y venganza colérica, latrocinios y guerras sangrientas, los luteranos y los católicos dan risa, aunque más estos últimos por su afición ilustradora: son capaces de pintar o esculpir una analfabeta de Nazaret, acostarla con el mismo Dios y embarazarla de un hijo al que llamarían Jesús, un tipo del que nunca se supo que diera un palo al agua y que ahora, como antaño por Galilea, anda en las nubes. Tú cree en él y en las Escrituras. Eso te salvará de las obligaciones morales en tu existencia humana a las que te debes, pero también te librará de escrúpulos timoratos respecto a la ganancia legítima: toma un omer de maná y esconde en la faltriquera otros tres, que no te importe que algún desgraciado se muera de hambre. A ti, qué. En cuanto a la culpa, a otro perro con ese hueso. El que sea tonto que espabile. Cuarenta años comiendo torta de harina y miel vuelve tonto a cualquiera. Antes, se hartaron de codornices, pero eso sólo fue un día. Luego, su dios los mantuvo a régimen mientras daban vueltas y vueltas por el desierto, zanganeando en su viaje a ninguna parte. Pater, un ómer es la décima parte de efá. ¿Qué apariencia tenía el maná? Semejante a la semilla del cilantro. ¿Qué brota de las peñas si uno las golpea con un cayado? Agua divina, cristalina y fresca, como la conservada seis horas en un cubo de cedro. ¿Qué ocurrió con Amalec y su pueblo? Fueron exterminados por los israelitas a filo de espada. No dejaron a uno en pie, ni a niños, ni a mujeres o ancianos, todos fueron degollados o atravesados por la flecha, la espada y la lanza. Y el maná siguió cayendo sobre sus cabezas, y todos eran felices porque siempre tenían algo que comer y beber y alguien a quien exterminar y, especialmente, eran dichosos por ser de entre todos los pueblos de la tierra los elegidos por Dios, así, por las buenas, sin mayores méritos, como al que le cae un meteorito encima, pues así les cayó de las alturas ese dios. Hijo, celebro tu conocimiento de las Escrituras. Eres un buen cristiano… que violó a una bebé y se pegó un tiro en la cabeza. ¿Tienes fe? La tengo. Entonces, levántate y anda. Tu alma está salvada. Lo diré una vez más, aunque de forma distinta: uno es culpable antes de nacer, por eso nace. Lo demás, ¿qué importa? Es el daño que quise infligir a una mujer lo que me ha traído hasta aquí, a esta muerte a plazos, a esta mentira perpetua de la vida y la muerte mezcladas en tan extraña pócima que por los poros de la piel penetra en mí. Busca en tu vida, me digo, debajo de la piel tan profunda, que dijo el otro, quizás encuentres las claves. ¿Cómo buscar ahí adentro tan revuelto, en ese enjambre de relaciones causales y casuales? Echa mano de PageRank (23 millones de referencias en 0,47 segundos). Ah, pero mucho cuidado, abatido en pleno coma, culpable, o no, tengo la fe, pero nunca orate. La idiotez, sus componendas y entretenimientos, son virales. En estos tiempos, 2008 traidor que me tienes apresado, abundan mucho los locos y los tontos. Y un idiota contamina mucho a su alrededor, sobre todo si a su vez ese contexto próximo a él se ha infantilizado a base de meter la nariz en las llamadas redes sociales, que nada tienen de sociales y si de tonterías digitales al por mayor absolutamente prescindibles. Toda esa gente y su cacharrería digital han empequeñecido el mundo tras unas pocas pulgadas de pantalla, mucha cándida creencia y multitud de mentiras y supercherías. ¿Qué sabréis todos vosotros, cacharro en mano, de esperar a las puertas de la muerte, del bien o el mal verdaderos, y tan próximo que estáis a la extinción en todo instante? ¿Qué vais a saber de la vida leyendo en ese fluido de plasma sin nada entre líneas, es decir, sin misterio alguno, que poco a poco os va convirtiendo en seres huecos, sin nada en vuestro interior salvo impaciencia y apresuramiento? Somos los hombres huecos somos los hombres rellenos apoyados uno en otro la mollera llena de paja. A propósito, en esta era digital, ¿qué importancia puede tener el rendimiento productivo de un campesino de Silesia, Pomerania, Mecklemburgo o la Polonia oriental? En su momento, la tuvo. Y sentó las bases actuales de los depredadores fabriles o empresarios de cualquier otra naturaleza, incluidas las virtuales o las simplemente especulativas, sin nada entre las manos. Como también propició el descubrimiento de que la mujer obrera era una auténtica rémora en las estructruras laborales de las empresas por su desapego hacia el dinero más allá de sus diarias y rutinarias exigencias: tengo para comer, cobijarme del viento y la lluvia, vestirme con provocación y pintarme los labios y tratar de seducir al primer hombre que pase junto a mi ventana; lo demás, me sobra, basta con las monedas justas. Sólo las obreras con una sólida creencia religiosa, luterana, por supuesto, persiguen ganar algo más que el pan de hoy, tienen sentido del deber y el sacrificio y el ahorro, dignas y ascéticas por libre elección, a diferencia de las otras ancladas de forma patética en el tradicionalismo económico, aunque no dudarían ni un momento en postrarse de rodillas y adorar a un becerro de oro. El padre de Hamlet asoma su rostro de cólera entre las almenas y las aspilleras: ¿Con qué derecho desmenuzas tú el entramado cuasi perfecto de una organización socioeconómica, parásito? Come y calla y mantén la boca cerrada, no seas tan elucubrador y parlanchín como el hijo volatinero que me ha tocado en suerte, quejica y eterno merodeador envuelto en sombras y dudas paralizantes, ¿me mato?, ¿no me mato?, ¿me hago?, ¿me deshago?. ¿ser o no ser? Del bolsillo hinchado de tu padre alimentas tu bravuconería y tu arrogancia, llenas la barriga y te luces del bracete de la de turno, artista tan inútil y mantenida como tú probablemente. Padre, que estás muerto y no has de resucitar de entre los muertos aunque las ranas críen pelo y vuelen los burros, nuestro buen dios nos impone una misión a cada uno de nosotros, dedícate tú con la ayuda de la Providencia a tus trabajos criminales y tus ganancias y déjame a mí en mis ocios productivos o no… virgilianos en todo caso: en el fondo, soy tan puritano como tú… aunque con los bolsillos vacíos. Padre, hasta los cuarenta años todos tenemos derecho a vivir del maná y del agua milagrosa y bendita en nuestro peregrinaje a través del desierto. Pues acabáramos, hijo, trocaremos el maná por el oro: toda riqueza sirve para glorificar a Dios, qué importa la clase de su metal, de dónde proceda ni a qué se destine. Tú y yo sólo somos polvo sobre polvo, un nombre sobre el agua, un débil recuerdo que poco a poco se disipará en la mente de quien nos recuerda como la lejana luz de una vela acaba apagándose hasta sumirse en la oscuridad más absoluta, nada habitando la nada. ¿Con quién te has relacionado tú verdaderamente sin que te causara recelo o repugnancia? Las modelos putas no contaban. Poco de luteranas tenían ésas. Y menos de católicas. Aunque cualquiera sabe, el catolicismo propende a ver la salvación en el martirio. Una vez el dinero a buen recaudo, las francesas y las españolas se tumbaban en la cama y se dejaban hacer cualquier cosa que se te ocurriera, podrías hasta degollarlas, alguna otra perrería, tú estudia el santoral, el martirologio, busca ideas, convoca en ese sucio lecho nuevas prohibiciones, derriba tabúes. Pensarían ellas, las víctimas, quizá acabe en un altar con los ojos de inmaculada alzados al cielo, invocada por las pobres gentes dadas a la plegaria, a los milagros imaginarios y a sus ridículas creencias, aturdidas por el campanilleo del carillón y drogadas por el humo del incienso. Y se entregaban a la causa, desnudas y heridas, brillantes por el sudor, retozando en la abyección, refocilándose en toda clase de obscenidades… buscando la santidad póstuma, inaugurales y sacrificadas Magdalenas de los siglos por venir. Pero estas católicas tenían un camino más directo para el éxtasis y el orgasmo: métete monja y cásate con su hijo, el hijo de Dios, menudos esponsales, y por las noches, fiesta. Una especie de borrachera mística inacabable, inagotable, inimaginable con semejante impostor… Por mi parte, te diré Laura Roser, española y artista, mantenida y viajera, nunca he logrado emborracharme del todo, ¡qué suizo inveterado!, ni siquiera el día del sacrificio pude conseguirlo, cerré los ojos para no ver a la pequeña Isaac yacente sobre la piedra plana del holocausto, su cuna, la desnudé, la conduje a las sombras del tálamo inaugural... La calidez extraña de un crepúsculo nunca imaginado antes, su terrenal concordia tan deseable después de la tarde calurosa y beligerante, el aire leve impregnado del olor del jazmín proveniente de los tupidos ramajes encaramados por encima de las tapias y las vallas de las casas en esta parte residencial y casi pueblerina de la ciudad, lejos del lago, el lugar tan silencioso y apacible, hicieron que por un instante mágico e inolvidable yo fuera cualquier cosa menos materia orgánica, sólo espíritu, intangible e intemporal. Ya no era un cuerpo. Era puro cerebro que licuaba en la mirada no lágrimas, sólo seso líquido. Cogí en brazos al cordero de Dios. Un peso liviano, etéreo. Rebullía entre mis brazos, sonreía: en el mundo no hay sitio para la maldad parecían decir sus ojos risueños. En algún lugar próximo alguien quemaba hojarasca seca, se elevaba una tenue columna de humo aromático. Luego, la noche se abatió de golpe. Y entonces, lo vi todo. Me vi desde fuera, como uno se ve en los sueños. Comprendí sólo lo que había que comprender sin dejarme subyugar por las demás entelequias o minucias de la existencia, que eran el sueño verdaderamente. Ahora víctima y victimario, en aquella realidad circundante, eran una misma sustancia. No había salvación posible. Matar a la madre de la inmolada hubiese sido demasiado fácil. El mundo, sin dioses ni Dios, es una cosa más complicada, abona lo más cruento. O aún debería serlo todavía más. Se trata de un envilecimiento absoluto, irremediable como la pudrición que sigue al cuerpo muerto. Al amanecer, tibio y silente, entreverado el cielo de un verde extraño y franjas de nubes de color escarlata me pegué el tiro en la cabeza mirando al este. Padre, todos sabían en casa de esa arma guardada en el cajón inferior de tu escritorio, todos habéis sido culpables desde el principio. Los tres habéis apretado el gatillo aun mucho antes del crimen y el castigo posterior que me infligí. Qué elenco para la escena final de un Hamlet en el que sobraran las palabras. Un padre arrepentido y digno colega del padre de Kierkegaard, ese glosador de patrañas, una hermana insensata y necia que, en el fondo, se enorgullece de secretos inconfesables, de un desafío que tiene por el más horrendo y es de una vulgar domesticidad: ¿Por qué lo hicisteis? Porque estábamos a mano uno de otra y hubo la ocasión. Incluso tú, madre, la dama del lago, la del brioso corcel sobre el que galopabas todas las semanas en busca de tu amante, desde el mismo infierno accionabas la mano que me reventaría los sesos. Ha sido una aniquilación perfecta… Ella, Laura, no forma parte de los asesinos bien a su pesar, fue instrumento adecuado para una venganza mucho más larvada desde hacía años, largo tiempo atrás antes de su aparición en Berna contemplando los pequeños cuadros de Paul Klee, fue una actuante destinada por culpable de última hora a la fatalidad de la hecatombe de su hija. La he arrojado de por vida al delirio, a un simple dejarse llevar entre los asuntos de un mundo que sólo le dará año tras año migajas, quimeras, una existencia inmersa en la facilidad prosaica de los sentidos. Qué cómico juguete ha resultado la española necia, una indolente acuciada por lo sensual, y, definitivamente, una artista malograda, una madre perpleja y aterrorizada, será para siempre una eterna contempladora del universo conceptual de un suizo alemán que vio el horror, ora cobarde ora valiente, a través de sus telarañas. A Laura Roser no le queda más que el mundo, que es fácil de recorrer y, extrañamente, siempre te retorna al mismo punto de partida. Un sitio pequeño cerca de la luna, que es mucho más misteriosa a pesar de su proximidad. Una y otra vez esta mujer volverá a sí misma; una y otra vez menos reconocible, menos ella, más apática, llena de furia por dentro, necesariamente apacible por fuera. En lo que a mí respecta, me ha disgustado sobremanera visitar países y lugares que sé que nunca volveré a ellos. Al poco tiempo, se me antojan inexistentes. Sé de Nueva York, de Roma, de Viena… y de tantas ciudades más. En cuanto despega el avión de ellas, dejan de existir, yo no vivo en esos lugares, luego no existen, no me interesa nada de lo que allí suceda, no me concierne en absoluto, detesto incluso saber lo que allí ocurre: más me subyuga Marte y la inconcebible soledad de sus valles rojos que imagino en mis ratos de ocio. Sólo allí me hubiese librado de mí, que es lo que realmente me estorbaba cuando era un vivo completo para convertirme en el perfecto animal que quería ser, un animal vigoroso y sin escrúpulos, un gigante de la mala acción. Y, ahora, todo se reduce a este bicho al que muy pronto tendrán que desinflar como a un globo para enterrarlo. En Nueva York, una mañana, almorcé una fantástica pata de pollo con patatas fritas. Si le echa salsa de tomate al plato sabe mejor, me advirtió un mocoso de guedejas rubias con cara de sabihondo. Estuve a punto de echarle encima de la cabeza toda la salsa que pudiera salir a chorros del envase de color rojo, había otro de color amarillo y otro de color verde que descarté de inmediato por ser colores menos ingratos: ahora ya puedes decir que eres un piel roja, pensé reprimiendo mis ganas de bañarlo en tomate. En Roma, un pilluelo de menos de diez años me robó la cartera y echó a correr como nunca hiciera un guepardo. Yo estaba frente a un quiosco, pagando unas revistas y periódicos y un par de paquetes de Lucky Strike sin filtro. Estúpidamente, llevaba la billetera en la mano mientras esperaba el cambio del vendedor que no cesaba de hablar y de hablar en su jerga italiana, un tipo de baja estatura, sin afeitar, con el pelo aceitoso, como si su propósito fuese el de confundirme, lo que más tarde me hizo dudar si no estaría compinchado con el pequeño bribón. Me fue imposible alcanzar al ladronzuelo. Emprendió una vertiginosa carrera hasta alcanzar el otro lado del puente sobre el sucio Tíber en dirección al palacio Corsini. En Viena, en las inmediaciones de la estación Franz Josefs, una adolescente con el cabello recogido en dos largas trenzas de color castaño que le caían por delante sobre los hombros y los pechos menudos, bien vestida con una blusa blanca, minifalda azul celeste, calcetines largos también blancos y zapatos marrones con hebilla dorada, se acercó a mí muy seria y me susurró en un francés de instituto, ¿usted quiere follarme? Sólo se me ocurrió decirle, inmóvil como una estatua, que podía hablar en alemán, que la entendería perfectamente, soy suizo, dije. Retrocedió dos pasos atrás y se alejó de mí con expresión de susto. No te muevas que es peor. Laura, en París, se empeñaba en hacer el amor todas las noches. Yo sé que cada noche lo hacía con un tipo distinto al que yo era, otro, en cualquier caso. Notaba que se retorcía diferente debajo de mí, que ahogaba como podía nombres que me eran extraños a la vez que sofocaba las blasfemias, hundida en el placer se despertaban en ella antiguos amores o imaginados amantes. En París, ja, muchos artistas empiezan a torcerse para siempre. Divagan, se ensueñan en fantasías, se engañan: soy un gran artista… con las manos caídas a los lados. Ya se ven en el Louvre, y son sombras que caminan sin tener nada que hacer hasta que un día se les acaba el dinero andando por las aceras y parques de un París invernal, sombrío y terriblemente frío. En Berlín, un atardecer de finales del verano del 89, sentados en una de las terrazas de la Kunfürstendamm, un yugoslavo, acompañado de una noruega muy atractiva, ya totalmente embriagada, con la pequeña falda negra de tejido ligero prácticamente en las ingles, artistas plásticos los dos, por supuesto, me desafió a beber grandes jarras de cerveza. Laura, a mi lado, me lanzó una mirada divertida, azuzándome. Entonces ya no me fiaba de ella lo más mínimo. Recelaba incluso de las cosas más nimias, como cuando en un café se levantaba de la silla y se dirigía al lavabo o en la calle se separaba un instante de mí para comprar cigarrillos. ¿Qué trama? Cualquier palabra que saliera de sus labios era el principio o el final de una mentira. Yo jamás había sido otra cosa que su pasaje a París, un billete renovado que bastaría para conseguirse a sí misma como parisina. Hay que hacerle a ésta un hijo cuanto antes, joderla bien. Acepté el reto del yugoslavo por puro masoquismo. Quien perdiera, pagaba las jarras y la cena posterior de las dos parejas que, naturalmente, no iba a consistir en costillas de cerdo o picadillo de buey con bolas de patata hervida: sería una cena en el Berlin Esprit del hotel Stadt, donde nos alojábamos los cuatro por casualidad y donde habíamos trabado la típica amistad turística y efímera por su propia naturaleza itinerante y temporal. Gané. Creo. No lo recuerdo muy bien. Eso podía ser verdad o no. Dos años después, una carta de la noruega, de nuevo en su país, ahora tranquila y casada con un compatriota, sin ínfulas artísticas ni de ninguna otra clase, nos informaba que el yugoslavo, que era de Croacia, murió nada más comenzar la Guerra de los Balcanes de un balazo en la frente. No sé muy bien por qué, aunque sin duda la cerveza debe ser uno de los motivos detonantes, pero desde aquella tarde berlinesa siempre me viene a la memoria de una manera obsesiva la puerca muerte de Fassbinder, que reventó una noche después de una monumental borrachera a base de cerveza mezclada con alcoholes diversos y comilonas ininterrumpidas. El cine de Fassbinder siempre me había fascinado por el elenco majestuoso de las mujeres que convocaba en el celuloide. Bellas mujeres atenazadas por su propia singularidad y misterio, sobrevivientes de un enigma siempre a medias descubierto a lo largo de una historia cuyo principal interés radicaba precisamente en dejar la mayor cantidad de flecos sueltos. ¿Por qué los homosexuales son capaces de adentrarse en un universo femenino tan albergado de claroscuros, de mortificante ambivalencia? En Moscú bebí cerveza sin alcohol, kvas, una mezcla indigesta de centeno o malta fermentada. La vomité inmediatamente. ¿Qué hacía yo en Moscú en el 90? No te muevas que es peor. Un Moscú convulso, donde todo pareciera que fuese a estallar de un instante a otro, y en donde hasta su mismo presidente podía ser fusilado y descubierto cualquier amanecer caído de bruces y agujereado junto a los muros del Kremlin. Laura estaba embarazada de cuatro meses. Se encontraba en su salsa. Fue idea suya la de viajar a Rusia en pleno desbarajuste mundial. ¿Uno de sus antojos primerizos? Se había resignado a ser madre. La contrapartida sería ese sinsentido. Nunca dejaría de ser quien era. Mantendría latente la venganza hasta huir a París dos años más tarde. Ahora, la larva, se hallaba en el útero. Que prosperara un año, o dos. Tiempo habría para castigar al suizo. Las flores del verano, los alhelíes, los lirios, las rosas… En cuanto despuntaba el verano se la veía inquieta, deseosa de moverse de un lado a otro. Un lado era Ginebra, el otro, podía ser Estocolmo, Buenos Aires o Moscú. De modo que, ¿Moscú entonces? En aquel tiempo podías cambiar por un rollo de papel higiénico el hígado de un moscovita y aún te daba las gracias por la merced que le hacías. En los almacenes GUM adjuntaban a tu compra, bien metida en la bolsa, una de sus dependientas si la factura la pagabas con francos suizos. Vigile sus riñones: algunos tipos eran capaces de extraerte uno de ellos sin que te enteraras, de igual manera a como te birlaban en un santiamén la cartera en el metro mientras extasiado mirabas a lo alto los techos de la estación Komsomolskaya.

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