Era como una costumbre que le descosía de su mundo natural. Por otra parte (otra parte… ese sitio donde anidaban todos los enredos de la madeja que era él), la mujer le hacía sentir una turbación digamos catártica, un sosegado desorden.
Tampoco les unía ni
les importaban los antiguos lances políticos de Fiodorov, y mucho menos evocaban su desgraciado final a modo de un
ceremonial indecente y traumático.
El suicidio clausura
definitivamente todo tipo de suposiciones, aunque pueda parecer lo contrario:
abrevia todas las historias por el ultraje inesperado y abrupto de un silencio
ya definitivo.
Si se hubiera
inventado un personaje de sí mismo… Vicario lejos del tiznón: un tipo medio
feliz de memoria sana y selectiva, de tapa y caña al mediodía y copa al atardecer
y el portafolio lleno de expedientes de mínima complejidad y fáciles de
resolver, y a la noche, con los niños ya en los felices sueños, terminar la
jornada contemplando en compañía de la joven y bella esposa algún serial
televisivo de trama no demasiado exigente, y alrededor de la medianoche,
atontado por los bostezos mal disimulados, meterse en una mullida cama de
sábanas limpias con el alma en paz y los dientes lavados.
Quedó para el
arrastre. Una personalidad tan frágil y, al mismo tiempo, de alma corajuda y
fatalista, atareada entre mil y una chinchorrerías como abogado laboralista de
un sindicato, y el mundo de afuera un tosco decorado a base de despojos y
ruinas bajo una luz opresiva de 40 vatios, y estaba la pública aventura de un
pasado tortuoso y al cabo inútil y prescindible del todo en los nuevos y
pequeños afanes: los que te rodean saben de dónde vienes, eres un
sobreviviente. ¿Adónde puede ir ahora con todas esas cicatrices? Sólo había que
esperar la caída.
Eso lo habían sabido
los dos, el hermano y la amante burlada.
El atardecer de un
viernes, poco antes de marchar a casa, la mujer, muy borracha pareció
insinuársele: sobre ella se cernía un fin de semana terrorífico: libros
releídos cada vez más desilusionantes, la botella de vodka, la cruel migraña
siempre emparejada al insomnio de la noche.
Adivinó el capítulo de
años atrás, los párrafos por donde saltaba entre líneas el hermano ahorcado,
como si jugara a la comba o le sostuvieran en el aire los duendecillos de sus
propias pesadillas.
Sólo descubrió en ella
un juguete roto. ¿Iba a recomponerlo él, un manazas al que le temblaba el pulso
sin la copa en la mano, lejos del Charlie de turno, sin el público de la
bobalicona tropa de sus alumnos que tan superior le hacían creer y le alejaban
del temblor, del temor nórdico? ¿Compartirla con el espectro?
¿Sería también él un
suicida en potencia, sibilinamente larvado entre sus diarios egoísmos? ¿Se
escondería en alguna parte (ese sitio donde anidan todos enredos de la madej…,
etcétera) la ideación de
autoaniquilación?
No le gustaba nada el
sudor frío, y empezaba a notar que le descendía desde el pescuezo hasta la
rabadilla. Huyó.
Recapitulemos: él es
un estoico en las creencias, un epicúreo de los placeres, un cínico ante los
pesares. Aléjate de aquellas malas influencias que te invitan a un reflexión
lúcida: sé turbio, el mundo lo es, al igual que la mayoría de los habitantes
que lo pueblan sin demasiado entusiasmo y sin ningún provecho, automáticamente:
hasta que me llegue la hora. Esa que a todos llega, te dicen ni siquiera con
malevolencia, aburridos, condenados la otredad.
Sin embargo, en uno u
otro, adelante o atrás, precavidos o inocentes, pero todos hemos subido en
alguno de los vagones del tren de la bruja: del escobazo no te escapabas. De
modo que depende de la capacidad de cinismo y aguante que equilibre la
verticalidad de tu esqueleto el que te libres de redenciones mortificantes
Fiodorov se partió el cuello: un ahorcamiento
perfecto. No hubo estrangulamiento, pero evitó con pericia de suicida sabio la
asfixia lenta y letal que oscurece lentamente el cerebro hasta dejarlo sin
oxígeno por completo. Cuando lo descubrieron estaba frío e inerte como un pez
fuera del agua después de unas horas, a punto de ponerlo en venta sobre el
mármol de la pescadería. (Así lo pusieron en venta al día siguiente de su
muerte, estirado y azul verdoso en la mesa forense, abierto en canal: Ha aparecido ahorcado en el apartamento de
su pareja sentimental… etcétera.)
La mujer matemática
entendió su muerte.
Dos y dos sumaban
cinco… o tres. Eran posible tales sumas en tales existencias.
Mal la consolaba él
con evidencia chuscas y comentarios de pésima condición:
Cuesta creer que en un
niño se agazape en las idas y venidas sin ton ni son de la infancia inagotable
ora un nonagenario ora un suicida… Aunque, claro, también puede malograrse
cualquier destino posterior a uno u otro ultimátum vital: una leucemia, una
meningitis, un tumor cerebral malogra posibilidades postreras más lógicas o, no
obstante, más racionales y desde luego más previsibles y normales que la
condena y capitulación del propio cuerpo que lo traicione todo, hasta a sí
mismo. Una maquinaria letal que se autofagocita.
En fin, una retahíla
de insensateces y lugares comunes, pero que captaban chocantemente la atención
de la mujer.
Él no cesaba en
interrogaciones superfluas.
¿Cómo os conocisteis?
A solas.
Pero estabais juntos.
A solas.
Podríamos subastarnos
como dóciles muñecones de feria, pensó uno de los dos, Fiodorov o la mujer matemática, en algún momento de sus sórdidos
encuentros. El dinero recaudado serviría para adquirir los sudarios: lienzos de
lino de impoluta blancura.
Boceto imaginaba a esos dos exilados como
personajes estáticos bajo la lluvia suave pero tenaz que se vierte en lóbregos
callejones sin árboles: lobos esteparios dispuestos a propinarse una brutal
dentellada en sus propios cuellos: lances de un amor desesperado.
En realidad, ella
nunca estuvo en el apartamento del por entonces abogado laboralista
(prácticamente un espacio desnudo de muebles, libros y pinturas por deseo de un
Fiodorov que por entonces deambulaba
por las calles como un alma vaciada incluso de penas) ubicado en el barrio de
El Carmen, en un viejo edificio de cinco plantas de principios del siglo XX
que, salvo la fachada modernista de diez balcones, había sido destripado y
vuelto a recomponer en forma de diminutos habitáculos de cincuenta metros
cuadrados de ambientación lastimosamente minimalista alquilados a precio de oro
a profesionales liberales y funcionarios con mucho tiempo para la copa y el
ingenio de barra de bar, a profesores bien asentados en la universidad sin
peligros en el horizonte y a gentes del espectáculo y del arte patrocinados por
oscuros mecenas.
Estos no podrán ser
nunca mis compañeros de viaje, descubriría sin tardanza.
Su trabajo le
abochornaba. Le repelía la cueva doméstica que le aguardaba después de un día
de perros.
¿No era lo superficial
y lo banal lo que había pensado que le defendería de aquella gravedad de su
carácter que le envenenaba poco a poco?
Boceto siempre estuvo seguro al cabo de unos
meses que aquella compañía vecinal, por mínima y convencional que fuera,
condenaba a su hermano sin remisión. La frivolidad era un tóxico para él, lo
disolvía en una lucidez más terrible que la que depara la desdicha. La había
buscado como lenitivo final, un aliciente que lo transportara a aquella
adolescencia donde el libro, cualquiera de ellos, era un viaje a los confines
del entendimiento y un película subitulada en blanco y negro la mejor
interpretación del mundo y sus infinitas pulsiones. Pero sólo encontró hastío y
aborrecimiento, un mero saludo en el rellano, una mirada, la de un vecino
cualquiera, ni siquiera cómplice, en el portal. Estaba fuera de época. Los años
no es que no tuvieran forma, o ya no importaba que la tuviera, es que eran
informes, irreconocibles. (¿Poliedros irregulares?) De algún modo habría que
llamarlos.
Huyó entonces de esa
convivencia social: y allí estaba ella, la piel y la carne de esa mujer que su
hermano acarició hasta el paroxismo, como queriendo morderse a sí mismo en la
desnudez de la otra. Toda esa peripecia ajena le producía una extraña mezcla de
pena, repulsión… y cierto grado de fascinación.
Fiodorov huyó cuando comprobó que de nuevo quería
huir de sí mismo.
El día que Boceto volvió de nuevo a aquella casa,
la mujer otra vez estaba borracha, pero ya había olvidado completamente lo
ocurrido durante la última visita, que había sido sólo palabras, el comentario
de un libro que él le prestaba sin esperanzas de que se lo devolviera,
demasiada copas y el sucio destello de lascivia con que sus ojos buscaban los
de él.
Charlie, ¿a ti te
gustan las matemáticas? Te lo pregunto porque tú eres, como todos nosotros,
pura matemática, un proceso diabólico de fórmulas y reacciones absolutamente
precisas…, aunque de cuando en cuando se deslice un pequeño error en una suma o
una resta y el tinglado se venga abajo con gran alborozo de la tía de la
guadaña.
matemática.(Del lat.
mathematĭca, y este del gr. τά
μαθηματικ, der. de μάθημα,
conocimiento).1. f. Ciencia deductiva que estudia las propiedades de los entes
abstractos, como números, figuras geométricas o símbolos, y sus relaciones. U.
m. en pl. con el mismo significado que en sing.~s aplicadas.1. f. pl. Estudio
de la cantidad considerada en relación con ciertos fenómenos físicos.~s
puras.1. f. pl. Estudio de la cantidad considerada en abstracto.matemático,
ca.(Del lat. mathematĭcus, y este del gr. μαθηματικάς).1. adj. Exacto, preciso.2. adj. Perteneciente o relativo a las
matemáticas. Regla matemática. Instrumento matemático.3. m. y f. Persona que
profesa las matemáticas o tiene en ellas especiales conocimientos.4. m. ant.
astrólogo Π hombre que profesa la astrología).
□
V. lógica ~
Todos estos que dejan
a la ingeniería que haga su trabajo impecable y definitivo les termina
sobreviniendo la catástrofe, les cae una bomba H justo en la cabeza.
¿Sabes, Charlie? Tengo
una idea bastante cabal de la forma de una bomba H. Era un cromo muy difícil de
conseguir, aunque su representación era bochornosa, parecía un enorme guisante
apepinado. Sé de lo que hablo. Nunca consigo olvidarme de aquel cromo de los
demonios que, finalmente, acabó en mis manos. En todo caso, desde muy chico
siempre he sido un tenaz coleccionista de naderías ilustradas.
La mujer matemática
encerraba múltiples peligros. Entre ellos el poner de relieve su ingenuidad
soterrada de tipo ilustrado a marchas forzadas. (Lo que resultaba
incomprensible, porque en realidad la mujer matemática no le atraía
físicamente, ni siquiera le inspiraba interés o el menor deseo de perpetrar en
ella algún tipo de perversión o degradación. No tenía ninguna buena razón para
impresionarla. Pero lo hacía.)
Esta mañana he leído
que K.F. Gauss logró demostrar que el heptadecágono regular, de nada menos 17
lados, podía construirse con una regla y un compás, un método con muchas
restricciones como todos sabemos.
¿Y tú sabías que eres
uno de los 10¹º de los prescindibles que en el mundo pueden llegar a
ser?
Ignoraba
el hecho. Pero lo tendré en cuenta. En cuanto regrese a casa lo meteré una caja
de zapatos medio vacía que tengo yo para que no se me olviden las cosas
importantes.
De
seguro que la tienes debajo de la cama.
Has
dicho prescindibles. No todos los
seres humanos lo han sido. Gracias a ellos el mundo ha evolucionado hasta hoy.
Es muy posible que tecnológicamente seamos los dueños del universo.
Sí,
hasta alcanzar la perfección de tipos como tú y como yo, que andan golpeándose
las rodillas contra los muebles y dejando que las noches les acuchillen una y
otra vez. Y no quiero ni pensar en la inmensa imbecilidad de todos los otros
que morirán sin saber nada de nada salvo lo que les cuenta la televisión.
En
realidad ¿qué piensas acerca de mi hermano?
¿Qué
puede pensarse de un ahorcado pasado el tiempo?
Por
su parte, él había pensado hacía tres o cuatro años que aquella mujer estaría
muerta de soledad. Uno, y especialmente una, propagadora nutricia de la
especie, que piensa demasiado en ella misma, puede morirse de absoluta soledad.
El asco y el hastío sólo son sucedáneos, simples compañeros de viaje de una
fatalidad superior. Mujeres que desafían su condición y paren desdén, rencor o
neutralidad hacia sus semejantes. Desgajan sin pudor el cometido al que les
destinaba la tribu, una perpetuación siempre decepcionante por su carácter
perecedero.
Hacía
años había encontrado una fotografía de ella en uno de los cajones del
escritorio de la habitación de su hermano Fiodorov.
Era una fotografía vulgar: una joven de perfil frente a una estantería con las
baldas rebosantes de libros. Un aspecto de mujer, de una persona desconocida,
aún sin nombre y, desde luego, sin existencia. Le acució al instante el anhelo
de saber lo que omitía la fotografía (que suele ser todo menos el pobre
continente de una figura, de una pose, de una ropa, de un paisaje, de unas
ruinas, y la mayor parte de las veces de aquella cáscara una mueca sonriente,
lo que ya es el colmo), el ser de carne y hueso de aquella apariencia sosa que
resultaban la estancia, los libros, el perfil femenino todavía indescriptible,
sin facciones o muy difíciles de precisar.
La
fotografía indicaba un camino que conducía a virajes tal vez insospechados.
Siguió escarbando en los cajones sin pudor poseído de una extraña mezcla de
tristeza y curiosidad.
Había un número de
teléfono. Había una dirección.
Boceto, pues, en 1993, un sábado de mayo, fue a
descubrir a la mujer matemática.
Sabía que no buscaba
nada, así que no tenía nada que temer en un sentido u otro.
Le abrió la puerta una
joven de melena suelta, alta, de mirada serena, en vaqueros y un suéter de
punto de color turquesa.
Te creía más mayor,
dijo pugnando por recordar el perfil de la mujer de la fotografía.
Tú buscas a Virginia.
Yo soy su hermana pequeña.
La había llamado, a la
hermana mayor, por teléfono el día anterior, anunciándole su visita. La otra no
se opuso, o al menos de ese modo lo entendió él a pesar de que notaba muy
farfallosas sus respuestas. Ahora, frente a él, la hermana pequeña.
¿Puedo
verla? Se preguntó si las dos hermanas guardarían un parecido entre ellas. La
hermana pequeña resultaba muy atractiva.
No
se encuentra muy bien. Quizá otro día. No esperaba ninguna visita.
A
ella le avisé.
Hace
un rato que he llegado. No me informó de nada.
(Tú
no debes ser nada importante para ella. ¿Qué es lo que quieres ahí plantado con
esa bolsa de papel en la mano?)
Qué
aquelarre se adivina: tres seres aún no demasiado viejos y a punto de romperse,
acorralados siempre por un sucio amanecer.
No
tardaría mucho tiempo en descubrir que los días que la mujer matemática no se
encontraba muy bien eran sus días turbios,
alcohólicos, invariablemente los fines de semana.
No
le contrarió el viaje inútil. Era un comienzo. Y nadie sabe nunca de qué manera
comienza el azar inefable a intervenir con premeditación en los acontecimientos
para bien o para mal.
Una
matemática y un profesor de historia del arte: si algo tenían en común era el
número de oro. Aunque, ¿para qué servía eso?
Podían
empezar por ahí.
Una
semana más tarde, la mujer matemática le recibió impasible, no exteriorizaba
ninguna sorpresa y tampoco disimulaba la copa en la mano, que sostenía con
absoluta naturalidad.
Vine
el sábado pasado, pero al parecer estabas indispuesta, según me dijo…
La
hermana pequeña se llamaba Albertina, se había casado con un cura comunista que
colgó los hábitos a mediados de los setenta y, como supo luego, tenía un hijo
de trece años aficionado a los mangas.
Su
hermano Fiodorov se había quitado la
vida en julio de 1990, y no dejó de ver a Virginia Mir hasta el mismo día que
se mató en el apartamento de ella.
¿Esperaba
encontrar alguna respuesta a la postrera decisión de su hermano? En modo
alguno, sabía de sus desarreglos interiores desde muchos años atrás. Los
hermanos pequeños suelen ser unos examinadores inflexibles de sus hermanos
mayores y sus desbarajustes. Han sido testigos de los hechos, no hay demasiado
lugar para conjeturas equívocas.
Podemos
comprender el dolor de los otros, pero realmente nada podemos hacer para
aliviarlo. ¿Qué buscaba allí?
Se
nos murió Fiodorov. ¡Qué gran
desgracia! Pero, en fin, como decía el epitafio de aquel difunto que se cuenta
en el film El rey del juego: Nunca
estuvo más a punto.
Dicen
que el lenguaje del cuerpo es la enfermedad, algo que yo lo considero bastante
taxativo, de una retórica en exceso inteligente pero bastante hueca. Yo creo
que es más sencillo que todo eso, es su tremenda capacidad de oponerse mediante
la acción, incluso suicida, a un estatismo que lo petrificaría, el cuerpo está
hecho para moverse y hablar por sí mismo a través de la libertad extrema que
supone estar vivo y todo lo que se lo impide, lo malogra o lo mata de
inmovilidad es ininteligible y de una mudez rara, insolente.
¿Juegas
al ajedrez?
Una
pregunta típica en el transcurso de los aquelarres de la alta madrugada.
Yo
era un pésimo jugador de ajedrez, reconocía Boceto,
pero a aquella mujer borracha podría ganarle cualquier pazguato incluso sin
hacer trampas.
Siempre
antes: Yo antes era una buena jugadora de ajedrez.
¿Qué
pasó?
Pasó
Fiodorov.
Siempre
antes.
Es
curioso que en un espacio tan pequeño, 64 escaques, y 32 piezas a las que
gobiernan sólo 6 reglas de movimiento, una por pieza, se dé cita tamaña
complejidad de alternativas, de combinaciones ganadoras o perdedoras.
La
complejidad está en tu mente, que tiene el espacio de un universo: lo otro
sigue siendo un pedazo de madera u otro material con 64 escaques, 32 piezas de
distinto color, blancas o negras, y 6 reglas inquebrantables.
Me
pregunto que ocurriría si las piezas fuese rojas y azules, o verdes y
amarillas.
¡Parchís
estrambótico!
(¡Qué
maldita manera de aguar la fiesta de las tardes a miles de vejestorios sin nada
más que hacer durante horas! ¡Crueldad infinita!)
¿Y
si cada una de las 32 fuesen de diferente color, inclusive las de un mismo
bando?
¿Tantos
colores existen?
70.000
tonalidades varias de cada color (dicen los que de estas cosas entienden).
¡Qué
ojo avispado!
Un
peón de azul celeste abate a otro peón de azul marino del bando contrario. Un
alfil blanco hueso se deshace de otro alfil blanco de plomo que amenazaba a la
dama roja (un rojo de cabina telefónica inglesa).
¿El
color sería una especie de catalizador?
¡Y
yo que sé! ¡El ajedrez es un juego diabólico! Tú mueves las piezas, pero en
realidad es una especie de azar determinado,
¿una matemática insospechada pero pura e inesperada?, el que te conduce al
triunfo o al fracaso: el movimiento perdedor del contrario, una iniciativa
falsa tuya que favorece la victoria final… ¡tuya! Hay inteligencia ahí en esa
contienda, pero también matemática oculta.
¿Y
qué hay de las tablas aceptadas por las dos partes?
Una
cobardía inaudita. ¡Hay que morir matando!
¿Y
cómo andamos de nivel de actuación?
Algo
por debajo de Deep Thought, una
puntuación en torno a los 200.
Va
usted por buen camino. Dentro de 300 años quizás alcance los 2.000.
En
efecto. Por entonces habré dejado de pensar y seré sólo una fantástica máquina
de jugar al ajedrez.
Se
trata, dijo el físico, de cálculo o juicio. Eso es todo.
Por
cierto, dijo el humanista, una máquina de jugar al ajedrez, incluso aquellas
que logran una puntuación de 2.500, sólo sabe… jugar al ajedrez. No sirve para nada más, una inútil.
¿Tu
hermano sabía jugar al ajedrez?, se pregunta en silencio Boceto. No recordaba haberlo visto nunca jugar. Ni al ajedrez ni a
ningún otro juego.
No
le interesaban los juegos de… ¡azar!
(Era
el buen revolucionario: atento sólo a la táctica y estrategia del activista
vital, cualquier decorado es una barricada.)
Al
final le gustaba mucho mirar la calle a través de la ventana, pero ésta es una
calle estrecha y sin gusto, sórdida, sin árboles, de edificios bajos de pésima
arquitectura y mínimas aceras, siempre con coches aparcados a ambos lados, de
escaso tránsito humano. Una atmósfera desoladora. Debían ser abstracciones lo
único que se plasmarían ante sus ojos. ¿Pueden verse los pensamientos, no las
acciones, los pensamientos solos, su intrincada maraña de hilaturas?
Ellos
dos son en el tiempo, el hermano y la última amante. Cada uno con un vaso
colmado de bebida fuerte en la mano.
La
mujer matemática es una fantástica bebedora de fin de semana. Continúa con sus
clases en un instituto inclasificable y destartalado de los suburbios. Guarda
las formalidades. Oculta los pecados en la trastienda, esconde los monstruos de
su interior y los encierra a que leviten en el desván. Los viernes, al
atardecer, hecha la compra de las provisiones, se arranca la piel del doctor
Jekyll y empieza a escupir y a vomitar sobre la bola azul del mundo. Se cuela
en la burbuja del sábado que la mantiene en un estado de turbiedad y tal
somnolencia que hasta el ruido es una caricia: ahora, así, nada llega a ella
que la agreda. El domingo es como un balazo en la cabeza desde primeras horas
de la mañana, el resto del día es una actividad quirúrgica hasta extraer del
cerebro el plomo y el dolor. Los lunes, al vislumbrarse el amanecer, se
recompone y se limpia las impurezas de la cara, vierte el colirio en los ojos,
disimula el tremolar, elige la indumentaria adecuada, se purifica la boca, se
desayuna, y más tarde, en el campo de batalla, ahora en pleno armisticio, se
atiene a las explicaciones sucintas tanto en las aulas como en las
conversaciones con sus colegas, no delata ni por asomo la devastación que la
llaga por dentro.
Boceto asistía al espectáculo desde los dos ángulos opuestos:
desde el escenario y desde el patio de butacas. Huiría, finalmente; antes,
durante demasiado tiempo, se regodeaba en lo tenebroso: la comedia bárbara del
ahorcado y la mujer como un juguete roto. Nada de gnosticismos aquí. Todo real
y cercano, hediondo, como la sucia vida,
una existencia que abjurara de todo cuidado y miramiento higiénicos. Sin
máscaras: egos desnudos, absolutos. Sólo que ella jugaba al ajedrez, mal que
bien, y con blancas o negras nada más, y él era el enano escondido en la
máquina de jugar al ajedrez que movía las piezas con los ojos cerrados y ponía
en las arbitrarias manos del azar matemático las peripecias del juego. Un
autómata del peor jaez.
Las
huellas que Boceto deja tras de sí
son aquellas que identificarían a cualquiera, es decir, anónimas, su contienda
es meramente existencial: hoy me siento bien, o regular, en todo caso me
mantengo en pie. A rodar.
¿Formo
parte de algo? Constatar eso, que eres capaz de percibir algo unido a ti por
hilos siquiera invisibles, sea una mota de polvo o una galaxia, ya es
suficiente para no sentirte en una absoluta soledad.
¿Sabes,
Virginia? Yo era como un pedazo de carne sajado de algún cuerpo, quién sabe de
qué y de quién, que ahora andaba por ahí, luchando por crecer, haciéndose un
alma hasta convertirse él mismo en un cuerpo… con sentido, parecido a todos los
otros humanos pero con coraza propia: llámala alma.
¿Y
qué voy a hacer yo con una galaxia en la cabeza?
Crear
dioses.
Bonita
gastronomía. Momentos delicatessen.
Dioses
gordos como cerdos, delgados y volátiles como libélulas, dioses jóvenes de
carne tierna, dioses viejos ya transmutados en demonios bien sazonados de
vísceras podridas… Vaya uno a saber la de posibilidades que depara la creación.
¿Le
gustan a usted los sesos rebozados?
¿De
cerdo o de cordero? ¿Al plato o en entremés?
De
gusto más sutil los de cordero. Tienen un tránsito por la garganta
verdaderamente sabroso y, sobre todo, fino, aromático, tan suave y peculiar…
Una delicia.
Vamos
a ello. Al final, todo gases. Vengan los de cordero, y si lechales, tanto
mejor.
Galaxias
como pedos de dioses inconmensurables.
¿Qué
entendería Virginia por hacer el amor de una manera peligrosa? ¿Jugaban con
cuerdas y poleas? Con cadenas lacerantes y látigos de espinas de afilado acero?
¿O simplemente follaba Fiodorov con
el alma de ella? ¿La estrujaba hasta escurrirla del todo y convertirla en un
charquito maloliente sobre las sábanas sucias y arrugadas? ¿Escondían un
revólver debajo de la almohada, el cuchillo de punta más penetrante?
¿Cómo
se folla con un alma desentendiéndose del cuerpo corrupto que la encierra?
Follándola
mirando solo hasta el fondo del ojo del otro donde, aunque débilmente, destella
irisada el alma.
¿Quién
era ese Fiodorov que se aposentaba en
este oscuro apartamento, se intoxicaba con coñac ibérico (puro veneno), miraba
la tristeza gris del mundo de afuera y cruzaba la raya roja de una lujuria en
carne viva en la noche más depravada, repleta de crímenes y complicidades en lo
ruin?
Qué
sabe uno. Mete la cuchara en la sopa de tus sesos aún calientes y comprobarás
la enorme vaciedad de los nombres a solas, sin ninguna boca propia o ajena que
los defienda en una vida de ruidos. Palabras e imágenes se disipan como el aire
más tenue e indefenso… pero invicto
finalmente, se evapora, se pierde en otras turbulencias, inaprensible,
irrecuperable. No sabemos nada, o al menos no sabemos nada de todo aquello que
creías que era importante y que ahora sabes que no puedes meter en una maleta y
llevártela contigo un poco más allá del fin del mundo, cuando ya no hay nada,
cuando ya estás completamente hueco, perfecto para el olvido y tus manos no
aguantan ni sus propios dedos.
Le
dices a la mujer matemática y jugadora en el sexo a la ruleta rusa y amante de
tu hermano que fue: Te he traído un libro, y lo dices sin sonreír, con toda la
seriedad de que eres capaz y se lo tiendes sin envolver, aunque del revés. Es
un libro grueso y en apariencia sumamente racional, como un juego inteligente:
sirve para pasar el rato. Ella lo toma, le da la vuelta, musita sin mostrar ni
sorpresa ni lástima (¿por dónde me sale éste?): Gödel, Escher, Bach.
Excelente
ágape al que invitar a una mujer que disimula entre semana disfrazada de
números y ecuaciones que en cuanto oscurece la tarde del viernes se baña en
alcohol puro como otras se bañaban en sangre o en leche de burra.
Quien
regala un libro es que primero se lo ha leído. También los hay que no lo han
leído antes ni lo leerán después: simplemente es un regalo, como se regala un
perfume, un bolso, un fular.
¿Cumple
Boceto las expectativas?
Todavía
no lo he leído. Prefiero que lo hagas tú antes. ¿Una preferencia gregaria?
La
mujer deja el libro sobre la mesa. Ella lo acepta porque sí. El alcohol aún no
ha enmohecido su entendimiento.
¿Por
qué se ahorcó?
Pero
¿tú sabes jugar al ajedrez?
Juega
a poeta con el ajedrez, el aprendiz de matemático.
Ajedrez:
Pasmosa ineficacia de la lógica
ante el canto del pájaro,
el color de la sangre,
el viento entre las ramas.
Este infinito desierto de los números no explican el
agua ni la intocable sombra. Ni siquiera vence al tiempo (invisible y
poderoso).
Yo
una vez conocí a un tipo que… (inútil
como el lirio)
Casa
de libros del señor M.:
Hablamos de los faros y la muerte,
de los libros
de música.
J.D. se quedó muy pensativo
al ganar la partida,
y M. volcó las
piezas de ajedrez
en un gesto sin
furia,
sin proferir
palabra.
Ya avanzada la
noche
irrumpía la
lluvia
de siempre,
tenaz, lenta, suavemente
audible,
sosegada:
era una
invención de M.
(Escribir los recuerdos es falsearlos de una manera
u otra, inconsciente o con avilantez, puesto que nunca fuiste cuando entonces el mismo que ahora eres al redactarlos sobre el papel, son
demasiadas las adiciones, lesivas o no, que se han ido engrudando a tu piel.)
Estos
dos, hombre Fiodorov y mujer
matemática desahuciados, pero uno ya muerto y presto al olvido (nadie ha de
conservar sus cenizas) igual jugaban al ajedrez en la modalidad vuelta a la casa: silenciosos, premiosos, recelosos, cautelosos…
¿Y
si uno de los dos volteando la casa corría en lugar de andar para hacerse de
nuevo con ventaja?
¿Quién
es capaz de urdir y hacer trampas jugando al ajedrez? ¿Existe esa clase de
villanos?
Hay
rarezas en el mundo. Esa, tal una de ellas. Y hay tipos que… Yo no sé. Es todo
tan triste.
Matemáticas,
ajedrez… Nos falta la música.
La
de Johann Sebastian Bach.
Disciplinas
todas para jóvenes prodigios. Ahí es donde vencen a los adultos con todas las
de la ley, operan de una manera mucho más poderosa que de igual a igual. No
hace falta que corran dando vuelta a la casa para sorprender al otro con la
pieza en la mano. pero todavía sin decidirse, por colocarla en una posición que
le depare ventaja.
Ese
viernes declinante a Boceto le
apabulla, lo sume en un estado muy parecido a la desesperación. El mismo
espectáculo de esa mujer de aspecto desaliñado, de mirada indiferente, ajena a
estas horas al vicio o a la virtud, le afea el mundo del mismo modo que le
espantaba al otro tan solo mirando por la ventana.
Mundo
inmundo: tanto más prefiero tener garras y colmillos que alma.
¿Profesor
de historia del arte? Qué te parece. ¡Qué ínfulas!
A
mis alumnos les hablo de Goya: creen que hablo de un pintor.
Yo
a los míos, a veces, de Gödel y Cantor: sin números, a secas, en pelotas.
El
vodka empezaba a enroquecer paulatinamente el tono de su voz, lo asilvestraba,
pero eso también liberaba su mente de una racionalidad castradora.
Uno
puede hablar de los temas más arduos y convertirlos en chismes para viejecitas
dobladas sobre la rueca y viejecitos que dejan pasar el tiempo liando
cigarrillos de picadura. Se trata de filosofar. Uno puede hablar de los tipos
de mente más intrincada, los matemáticos más preclaros, por ejemplo, y hacerlos
pasar por tus vecinos del tercero o convertirlos en pacientes compañeros de la lavandería
diciendo tonterías meteorológicas mientras esperan recoger la colada: basta
con describir cómo visten y a qué huelen, si es que huelen a algo, porque estos
tipos geniales suelen ser neutros en todo, un poco amorfos, hasta insípidos. Es
en los quehaceres vulgares y domésticos cuando adquieren cierto interés humano,
aunque no huelan. A casi todos ellos la ropa les sienta como el culo. Raramente
miran a los ojos. Deben andar entre nubes. Si son genios que se conviertan en
dioses, y si no, que se callen y dejen de enredar.
¿Por
qué se ahorcó Fiodorov?
¿Por
qué Goya pinta a Saturno devorando a pedazos a sus hijos? ¡Bonita digestión!
Después de la comilona, ¿en que pensaría el troglodita caníbal?
Descabezaría
un sueñecito (lejos de la razón). ¿Te imaginas el hedor de su aliento?
¿Por
qué se…?
Se
le acabó la tierra bajo los pies…
Desapareció
el cielo…
Qué
familia extraña… Pero todas lo son a su manera, supongo, con sus propios
olores, sus hábitos, los secretos, los duelos, las desdichas.
Mató
el viernes. Pero siempre había otro que le sucedía. De manera que era una
conversación ininterrumpida, bien que espaciada de viernes a viernes.
Nunca
hablaba de su familia. Ella ni siquiera sabía que hubiese una familia. Era un
hombre de pocas palabras Fiodorov, y
una familia da demasiado de sí, puedes estar horas hablando de ella. Todo es
enjuiciable en una familia, el origen de muchas perdiciones.
A
mi padre le gustaba más Bach el hijo (Carl Philipp) que el padre. Sin embargo
eran las sinfonía de Haydn lo que de verdad escuchaba constantemente. Un fondo
muy sugerente. Y tenía realmente mucho donde elegir. Más de un centenar.
La
mujer matemática le dirige una mirada encenegada a Boceto, que presiente, porque está cansado de ellas, que las
visitas venusinas están a punto de llegar a su fin. ¿Qué buscaba? No buscaba
nada. Pasar el tiempo. ¿Por qué hay que buscar algo? Basta de matemáticas.
Acaso
adentrarse en lo desconocido, que normalmente acaba siendo un lugar común al
cabo de tres vueltas que le des al asunto.
Bach
el padre tuvo los hijos necesarios para que la especie, al menos en lo que a él
le concernía, no se malograra. Toda especie debería procurarse una descendencia
que asegurase su lugar en el mundo que, como es sabido desde hace tiempo, es
ancho y vasto, continente de todo contenido imaginable.
En
el siglo XVIII todavía existían gentes que creían en el hombre sobre todas las
cosas, como si, efectivamente, este fuese una encarnación humana (una
semejanza, y por tanto perfectible) de Dios, porque era indudable que para
todos aquellos habitantes ilustrados de aquel siglo, la Razón sólo podía
dimanar de Dios (fuese lo que fuese ese dios) que estaba por encima de todas
las cosas... y sin embargo qué fácil resultaba culminar la ecuación sin su
existencia.
Salvo
los muy lerdos y de escasas luces nadie creía en épocas tan prometedoras de
nuevos amaneceres humanos en los callejones sin salida, que era algo que no
conducía ninguna parte y ofuscaba las entendederas.
Hay
especies… Yo no sé.
Todo
Brell ha sido un fiasco. Qué saga los
Brell a lo sombrío. Acabará en la papelera (?).
Un
curso nada euclidiano: lo malo antecedía a lo peor.
Pero
entonces la conclusión era del todo euclidiana.
¿Cómo
he llegado hasta este lugar?, se pregunta. ¡Si es imposible!, exclama este
figurante desconocido reptante de una xilografía de Escher.
Habrás
llegado aquí a través del viaje desconcertante del sueño, que es itinerario muy
caprichoso e impredecible.
No
iba a reencarnarse en Fiodorov… ¡y
menos aún en vida!
Necesitamos
una cura geográfica, le dijo sin creerlo ni él mismo a la mujer matemática.
Yo
no necesito cambiar de lugar para nada. Me las arreglo muy bien sin tener que
hacer las maletas. Me sobran dos días y medio de la semana. Eso es todo. Y el
lunes por la mañana una ducha bien fría es el único viaje que me aleja del
abismo.
A
mí me basta con ser impasible. Ése, el auténtico karma. Creo que he conseguido
ser el único tipo en el mundo capaz de estar 8 horas seguidas contemplando el
Empire State Building. Y para eso tampoco hace falta que mueva el culo del
sofá. Puedo hacerme con una copia del filme y comprobarlo de una vez por todas.
Acabaría apareciendo en el Guinnes.
Oh,
la inmortalidad… ¡póstuma!
Los
contrarios, ¿por qué no puede uno ser un fino estilista de las letras patrias y
al mismo tiempo quedar registrado en un libro de récords mil universalmente
aclamado y leído, eminentemente
popular? ¿Acaso son sensibilidades recíprocamente exclusivas?
Uno
puede ser el mundo en su extravagante imaginación.
(Quizá
lo sea.)
La
mujer matemática mira a cualquier lado opuesto a ese tipo monologuista
incoherente y sospechoso de veleidades oscuras: vino en busca de algún pecio de
la personalidad de su hermano y ha terminado siendo un visitante más proclive
al sofá que a la cama, al solipsismo que a la interlocución. Tiene miedo, pero
no sabe por qué tiene miedo. Vive en la zozobra, pero le sostiene como una
muleta poderosa el cinismo que subyace tras su pasividad. Sus sueños deben ser
terribles. No son pesadillas, no se trata de eso. Sería demasiado fácil
desembarazarse de esa angustia tan pueril en el fondo. Lo pavoroso de sus
sueños es el desasosiego que le producen los actos más normales que ocurren en
ellos, la vida cotidiana que se presenta ante él investida de máscaras y
burlas, de cómicos atropellos, de desbarajuste chaplinesco. Se observa a sí
mismo durmiendo, andando por calles conocidas pero de aspecto extraño, con
inquietantes diferencias y detalles equívocos (un edificio irreal, tres
carriles en la calzada cuando debería mostrarse uno solo, el portal de su casa
sin la puerta de hierro negro, que la tiene, sin cristales, y los tiene, una
puerta que daba paso a un comedor y que es una pared de piedra gris…), comiendo
en céntricos restaurantes o en casas de comida suburbiales, conversando con
algún familiar o amigo que, instantáneamente, cambian de rostro de la misma
forma que los lugares por donde transita se suceden uno a otro ilógicamente sin
solución de continuidad: descubrirse en un sitio anodino pero reconocible de la
ciudad y en una décima de segundo verse en la cima de una montaña árida y
despoblada. En el fondo es una cáscara de sí mismo lo que le lleva de aquí para
allá en volandas. Se sabe, al igual que se adivina en los sueños, como un
juguete al que accionan una fuerza y unos elementos que le cuesta imaginar: el
motor es el alma, se dice incrédulo.
La
mujer matemática lo mira sin disimulo, con aprensión oculta.
Este
habla del alma, cuando su máxima aspiración es no tenerla. Aferrarse al yo más energúmeno y egoísta y librarse
de todo remordimiento. Todo sentimiento lo aplasta.
Ahora
ya me ha clasificado: bebedora solitaria de fin de semana. Otra cuarentona que
definitivamente ha sepultado el sexo debajo de la bata de guata y las
zapatillas de orillo.
En
su próxima visita agregaré rulos en la cabeza, será un buen toque final, y
herviré una olla de coliflor en la cocina para que apeste de mayor sordidez
todo el apartamento.
El
tipo es evidente que vive como en un sueño, zarandeado por algo que él cree que
son culpas y no son sino esa multitud de pequeños malentendidos al que nos
aboca una existencia siempre precaria y repleta de debilidades y equivocaciones
lamentables. Culpable, ¿de qué culpable? Inocente desde luego que no. Pero
tampoco culpable. Imperfecto, sin duda. Una maquinita a medio hacer en medio de
otras mejor o peor fabricadas. El mal nunca es una elección, es un destino, una
consecuencia, un defecto de forma, me ajustaron erróneamente… Un vicio de
origen, señor juez.
La
mujer matemática suma a estas alturas de la medianoche ocho copas de un vodka
de importación de los que no dejan el menor signo de resaca a la mañana
siguiente. Libros y vodka agotan el presupuesto mensual desde hace años. Se
levanta al mediodía fresca como una lechuga, sin que le acucie la mínima
contrición, sin penitencias de ninguna clase. Y vuelta a empezar. Después del
desayuno, tres tazas de café espeso e hirviente y dos lonchas de jamón sobre
rebanadas de pan de centeno y las tres copas iniciales de aguardiente, le
permiten dedicar a la lectura un par de horas. Luego, la vista se detiene en un
punto fijo, el mundo se torna una película borrosa y muda, el cuerpo se
transforma en un lugar cálido y acogedor: el acartonamiento. Momento de cerrar
el libro, encender el televisor y no prestarle ninguna atención, un mero
resplandor del mundo falso de afuera, hojear alguna revista intranscendente,
alguna llamada telefónica. Un día le sobrevendrá un repentino y penetrante
pinchazo en el hígado, se encogerá de dolor: la cuenta atrás.
¿Qué
tiene éste de común con el otro? Sólo eran hermanos…
Una
noche del 83 empezó todo. Pero un todo muy poca cosa, como suele pasar. Siete
años bíblicos. Los justos. Y un día del 90 se ató en torno el cuello una sábana
enrollada y se ahorcó en este mismo apartamento. Antes había intentado cortarse
el cuello, como castigándose a sí mismo con asco. No lo consiguió. La mujer
matemática lo descubrió colgado sobre el suelo salpicado de pequeño charcos de
sangre, el cuchillo manchado de rojo bajo los pies, los brazos firmes a los
costados, la cabeza a un lado.
Aquél
hizo de la conciencia de sí mismo su sentencia de muerte. Quizá ni siquiera era
desdichado, sólo un muñecón que se movía con una cartera en la mano llena de
papeles y ya sin ninguna revolución pendiente, ni política ni personal.
Este
otro es un pobre imbécil que vive en el drama de saberse un fantoche aseado y
trata de huir de él mismo, pero se halla lejos de lo trágico y desde luego
lejos de la fatalidad y todos sus peligros. Una copa basta para anestesiarle,
dos para reírse del mundo y del sentido de la vida, que al parecer estriba
solamente en prolongarse indefinidamente a través de las especies sin
importarle nombres ni determinaciones y mucho menos designios: hormiga, águila,
arce o ser humano son los necesarios disfraces. El abotargamiento de este
fulano es el placer y la distracción continuada, pero un placer sin
transgresión, público y hasta ejemplar. Placeres llevaderos. Basta el dinero
para conferirle un grado superior de eficacia existencial en la escala de los
congéneres finitos de su especie. Su mérito consiste en haberse librado de una
conciencia alborotadora, anularla hasta convertirla en cosa y mirar hacia
delante sin importarle lo que cae o se alza a su alrededor. Su interacción con
el entorno es meramente episódica, la que precisa su montón de materia para significarse
físicamente. Si fuera metáfora, que ni eso resulta ser, sería la de la desidia,
el falso estoicismo y un epicureísmo desatado bien oculto.
Ya
veo cómo le crecen las alas, presto a huir de esta ratonera que él mismo se ha
buscado. Debería cerrarle puerta en las narices la próxima vez que aparezca por
aquí.
El
escudo que mejor le protege, al parecer, es el libro, uno cualquiera. Una
excusa trivial que le permite comunicarse sin hablar demasiado acerca de sí
mismo.
El
libro como pretexto, uno más que añadir a ese puñado que evitan la confidencia
íntima.
Toma,
dice. Y me entrega esa obra tan divertida de Hofstadter. Me paso muy buenos
ratos con ella. Es una suerte de libro de arena, como el que concibiera Borges,
puedes entrar y salir un millón de veces entre sus páginas, que no son sino el
pasaje a un sinfín de distracciones mentales que uno mismo se procura
estimulado por la lectura. El empecinamiento de Escher en sus itinerarios
muertos de nada sirve aquí: siempre encuentras escapatorias a través de la
imaginación. Recomendársela a mis alumnos sería como perpetrar un homicidio…
¡el mío propio! Un haraquiri en toda regla. Muchos de ellos, ninguno en
realidad, no es que no sepan quien es Gödel, ¡a qué santo!, es que les cuesta
lo indecible resolver una ecuación de segundo grado.
Naturalmente,
el tipo debe haberse leído el libro de cabo a rabo, de lo contrario nunca se
arriesgaría a batirse en una posterior batallita conversacional. Es un
ventajista al que se le ve venir de lejos, un tahúr con todos los trucos
pintados en la cara. Lo curioso es que él sabe que no engaña a nadie, y lo
extraordinario es que eso le trae completamente sin cuidado.
Tendrá
que ser él quien descubra sus cartas. Ni un sol0 comentario ha de salir de mi
boca.
¿Qué
tal el libro?
Bien,
Bien.
¿Y
qué hay respecto a Bach?
(Cara de pasmada.)
¿Qué
ocurre con Bach?
Ah,
la música, pura matemática.
(Expresión de malvado regocijo, pero ni una
palabra más allá de los labios.)
O
pura improvisación. Bach o la invención constante… ¡y en ocasiones, si bien
intempestivas, el viejo Bach ni vestía de negro! Una bandada de aves chiquitas
revolotean por encima del teclado del clavecín o del órgano. Y esas alas
desplegadas a veces guardan un orden de vuelo simétrico perfecto y otras un
despliegue inesperado que derivan en una fuga indescriptible sobre el decorado
celeste… aunque no a seis voces.
Parece
sorprendido al escucharme. Sabe que en este momento soy tan falsa como pueda
serlo él respecto a mí: homenajeando él a su hermano muerto a través de un
puente sobre arenas movedizas que soy yo, una testigo complaciente de sus
ratitos de ocio morboso: recrea su abulia epicúrea rememorando al ahorcado,
debe creerse superior por haber llegado indemne hasta hoy. Naturalmente, ambos
sabemos que él es muy inferior a Carlos en todos los aspectos, pero es un
superviviente nato, algo que el otro jamás supo cómo llegar a serlo… ¡con lo
fácil que es!
¿Quién
era?, pregunta el hermano pequeño cuando conoce todas las respuestas. Se siente
reconfortado en ese vano interrogante en el que halla tan fácil acomodo su
patético estupor.
Hablamos
de lo que tú quieras, pues. Puedo fingir que entiendo incluso la más nimia
ocurrencia técnica bachiana. Puedo hablar durante horas de lo que no sé. Basta
con abrir la bocaza.
(En ese instante, que él mira para otro lado,
ella abre la boca de manera desmesurada, casi deja ver el glotis. Luego, antes
de que Boceto la descubra, la cierra de nuevo: se burla.)
¿Quién
era?
Era
un tipo con un cuchillo en la mano y un día aciago, que parecía ser como todos
los otros días, sin esperanza ninguna, lluvioso, anodino o de luz pujante, lo
volvió contra él: llámalo desesperación o rabia o ambas cosas a la vez.
(Fiodorov, aún púber, confesaba con
desfachatez infantil que quería ver a los muertos con los ojos abiertos para
descubrir en la hondura quietísima de sus pupilas negras lo que ellos veían a
su vez. Quizá, decía, hasta fuese posible escudriñar en esos ojos sin fulgor
pero que eran asimismo ventanas abiertas el lugar formidable donde se
encontraban ahora sus dueños, captar un mensaje, una confirmación, un paisaje,
unos personajes, dioses y diablos… Semejante descaro provocaría la admiración
de su hermano J.D., muy imaginativo también él, pero a quien nunca se le
hubiera ocurrido tan macabra excursión ocular.)
Es
posible que la respuesta más adecuada a ese ¿quién
era? es que sí sabíamos sin duda quién era pero no sabíamos por qué era así
ni teníamos el antídoto adecuado para evitar que lo fuera.
Al
final, era un tipo con un cuchillo… etcétera.
¿Qué
habríamos visto en el fondo de sus ojos muertos? Un pozo sin fin que se elevaba
desde núcleo de la tierra pero nada, ni el relámpago más liviano de la luz
solar de su fuego líquido, alumbraría nuestro desconcierto.
¿Y
el fulano éste? Es exactamente lo que parece. Un próximo cuarentón sin
misterios con demasiado tiempo entre las manos. Su conducta, algo vil por su
ligereza, acelera con sus excesos de alcohol su indiferencia social y su
escepticismo vulgar, su alejamiento de toda norma moral. ¿Pero acaso no soy yo
misma una bebedora lamentable? Con la cama a menos de tres metros y andamos de
confesiones en lugar de emporcarnos como bestias maltratando los cuerpos,
dejando el alma a un lado, como se lanza un escupitajo fuera de sí.
Tiene
discurso, el tipo. Incluso sus silencios forman parte de él. Les habla de Goya
a sus alumnos. Claro, un hontanar inagotable: hombre atormentado las más de las
veces, artista y al cabo exilado de todo, de los seres, del arte, del mundo,
que sustituye por el espanto. Una excusa ciertamente rica de contenidos, todo
muy romántico, muy lejos de las matemáticas y sus leyes irrebatibles. Mucho da
de sí ese pintor si el objeto del parloteo es iluminar las molleras de los
aspirantes a artistas o a lo que sea, que será la docencia futura, naturalmente…
¡Qué si no!.
A
ratos, cuando menos te lo esperas, se nos vuelve trascendental y larga una
confesión que irrita por su inoportunidad (cada uno con una copa en la mano, la
mirada perdida, atentos a los fantasmas interiores), pontifica sin venir a cuento:
lo que impide disfrutar del presente a muchas personas, te suelta como si nada,
es la omnipresencia ineluctable de un pasado humillante, lleno de
frustraciones, errores y actos vergonzosos.
Ahí
queda eso.
¿A
quién se refiere este remedo de Carlos Brell? ¿A él mismo? ¿A su hermano?
¿Acaso a mí con disimulo pedestre? Salvo el recuerdo inevitable y acosador,
inesperado, invencible a veces, el pasado comienza y se disipa inmediatamente
cuando despierto cada mañana y la emprendo a hostias con el presente que en
seguida se convierte después de la ducha en la primera taza de café de la
docena que seguirán y los olores domésticos, en el aire fresco y mañanero que
me conduce al instituto.
¿Te
gusta Bach?
Debería
definir mejor. ¿Cuál de los Bach?
Ah,
pero ¿hace falta precisar?, se pregunta muy satisfecho de su pequeña ironía.
Pobre
diablo.
Entre
la espada y la pared ante el desafío imprevisto, escaparía al baño apretando el
esfínter:
¿Podrías
establecer de manera clara y concisa las diferencias, si las hubiere, que las
hay, entre canon y fuga?
Mucho
repite éste lo que lee. Se me queda con la música… pero sin la matemática.
Y
andamos en las primeras páginas. Ya llegaremos al potencial del isomorfismo de
Gödel.
Soy
hombre de significantes (la tercera copa), afirma como aquel que se abraza muy
meloso al dibujo, a lo formal y evidente. ¿A qué la interpretación, el
significado?
Un
tipo disfrutador.
¿Por
qué enredarse en la gnosis?
¡Qué
elemento!
Carpe Diem.
A
flor de piel: te mira, y habla, y habla, como si leyera en tus propios ojos a
modo de un prompter.
Boutades:
Ah,
el cuerpo, la costra del alma… (Todavía andamos por la tercera copa.)
Soy
un gran lector… No se nota porque me he hecho una blefaroplasia. No luzco ni
ojeras, las huellas inequívocas de una nobleza intelectual.
¿Tú
sabes quien era J.D.?
El
tercero (el primero) en discordia, supongo.
Ese.
Pues durante uno de sus viajes a París se hizo él o su compañera de entonces,
Teresa Brauner, con algunas primeras ediciones de Olympia Press en inglés
apiladas en el sotabanco de una calleja en torno al Panteón. En uno de los
ejemplares, Candy, encontró una nota
manuscrita del mismo Girodias.
(¿Debería
responder impresionante, tío?
¿Debería chillar como una loca llena de felicidad?)
Qué
interesante. (El pasado de éste son sus hermanos, la losa real que lo aplasta,
la joroba que lo afea. Y lo ignora… el
pobre.)
Antes
de marcharse (que es una eternidad, días y días, aunque en realidad era una
noche por semana), vaya una a saber dónde, suelta el lamento postrero: ¿Qué
quedaría de mí si se me desnudara de todas mis mentiras y deserciones?: el
hombre escuálido a zancadas hacia la nada de Giacometti.
Fuera
de la cama ¿a qué viene el juego de la seducción? Se seduce él mismo, pues.
¿Cómo
andamos con el libro?
Acólito
de la frivolidad extrema, aquella que es absolutamente consciente de ella.
Y
siempre la irritante neutralidad por su condición de testigo accidental de la
vida… que pasa. No ha descubierto su papel en el mundo: hace cosas, dicho así
de vulgar. Enseñar, leer, todos esos pasatiempos de una inteligencia menor a
los que se entrega en un alarde algo infantil de pedantería. ¿Y qué percepción
tiene de sí mismo? Ninguna. Le importa mucho más la que tienen los otros de él.
No se da cuenta de que quien compró aquellos libros de Olympia Press fue su
hermano, y no él, pero al contarlo cree enriquecerse frente a los ojos de su
interlocutor, ser también él protagonista de la historia, participar de alguna
manera.
En París perseguido por langostas… Dijo al acabar de referir la anécdota. Me quedé en
blanco.
Parece
un endecasílabo, me dije. Pero, no sé… ¿El principio de un soneto?, pregunté en
voz alta.
No
me hizo caso.
¿Tú
leerías un libro intitulado (sic) Nunca te fíes de un piel roja estadounidense?
(Estos
sucesos nocturnos sólo son tolerables si anda una botella de vodka por el
medio.)
Ignoré
la pregunta.
J.D.
(?) señaló de cierto novelista que era un escritor
de ficción que se basaba en hechos reales para sus imaginaciones, lo que
hacía de sus novelas algo muy fascinante. En cierto modo, la mixtura final
resultaba sorprendente por sus contradicciones implícitas: Jean Paul Sartre.
(J.D.
era el otro hermano. Carlos me hablaba de él algunas veces, pocas. Es un negro
de poca monta, pero va tirando, me aclaró. Algo les ocurría a estos dos con
J.D. Me juré que no haría nada por averiguarlo. Los asuntos de las familias
ajenas sólo son un montón de pañales sucios que a medida que pasan los años se
vuelven más apestosos.)
¿Qué
sucede cuando las cosas no van bien?
Que
las dejamos estar.
¿Cómo
que las dejamos estar?
Claro,
¿para qué perder el tiempo?
J.D.:
mentor. Méntor: un personaje de la Odisea, un sabihondo infortunado: nada
eficaz fue su misión en el concurso que se le encomendó: se enterró vivo… entre
la tierra y el cielo.
Nos
movemos en bucles extraños, y asomamos la cabeza como los pollos arrojados en
uno u otro nido, alzando el pescuezo ante uno u otro paisaje siendo siempre
todo lo mismo.
Por
donde sale éste:
He
leído hace poco algo que cuenta Sontag: uno de sus jóvenes compañeros en la
universidad de Chicago estaba llamado a ser desvirgador profesional de
adolescentes salidas, pero terminó siendo un simple agente de seguros. Uno
nunca sabe por dónde va a asomar la cabeza. Es de viejos cuando comprendemos
que en la vida de uno pasan diez tranvías de la oportunidad…
¿No
pueden ser 11 ó 7 ó 3?
Digamos
entonces que 4 ó 5, pero te aseguro que uno solo de ellos que dejes pasar
atrasará o adelantará el horario de los
demás: los habrás perdido todos.
Qué
extrañas conexiones.
Yo
me hallo cómodamente sentado en mi tranvía de las oportunidades. No lo dejé
pasar. Ahora bien, ¿qué sucede cuando llegas al término del viaje y descubres
que estás en el mismo punto de partida?
Otra
(boutade) perdigonada en el culo:
A
Sontag le fascinaba Poe. Merodeaba a menudo por el parque Wyman… aunque
temerosa, huyendo de la fija mirada de los metálicos y escrutadores ojos del
cuervo de bronce.
Podríamos
coger el tranvía entonces, el número cinco por ejemplo, y acercarnos un ratito
por allí…
Desde
Valencia…
Desde
cualquier parte.
Atravesando
océanos, mares turbulentos, cielos de tormenta…
¿Por
qué no?
(Qué
diálogos de bebedores taciturnos.)
¿Tú
sabes lo que es una escritura bustrofedónica?
¿Quién?
¿Yo?
Haremos
una escala técnica, podemos llamarla de ese modo, en la isla de Pascua para
reciclarnos.
¿Significaba
eso que debíamos llegar al parque Wyman sobrevolando el Pacífico?
Dar
la vuelta al mundo para contemplar un cuervo de bronce y recitar uno de los
poemas más efectistas que se han escrito.
En
Fiodorov era la seriedad su
representación más fidedigna, aunque estuviera en plan festivo o roncando. En
este tipo, el hermano pequeño (todos tenemos un hermano o una hermana pequeña),
la gratuidad empaña por entero sus pensamientos. Es riente, se muestra empático
a todas horas y es… bastante taimado. Un cínico de mucho cuidado, una escueta
reducción matemática, binaria y concluyente: entre la comida y los excrementos,
que diría Malone, avanza el día. Y a esa edad pánica, o tan cerca de ella,
determinante en cualquier caso: todas las jóvenes con las que se cruza a diario
deben parecerle Matilde Le Mole: esas que se han propuesto no mirar nunca a los
viejos: doncellas de ojos altivos y fríos de cuervo que semejan puñales prestos
a agujerear su cuello arrugado o su corazón maloliente de años, arrugas y
oscuras andanzas.
Este
no se ha bebido media botella de coñac nacional en su vida. Es de garganta
fina: su hermano iba directo a la sangre, a la horca: él era el juez inflexible
de sí mismo, un hombre nada oscuro, transparente en su desvalimiento y su
sentencia.
El
hermano pequeño, muy vivo aunque de aspecto apagado, tiene una docena de
abogados escondidos en algún rincón del alma que le defienden de cualquier
arrepentimiento y amenaza, inclusive la que él pueda representar contra sí
mismo: lleno de sombras (sin luces, un destello lunar…), menudo itinerario
hasta llegar hasta aquí.
Ni
se imagina que sé todo acerca de su hermano y… casi todo acerca de él.
Mi
mujer, dice. Nunca le llama por su nombre.
Hay
un consentimiento mutuo, confiesa sin el menor pudor. Nos contamos las
trapisondas de camastro. Resulta muy excitante, como un intercambio de parejas
sin andar por el medio estorbando.
¿Cómo
se llega a ser una mujer matemática?
Boceto, hoy, en 2008, y entonces, en 1993, y probablemente
mucho antes también, no sabría cómo resolver una división con decimales. Pero
sabía quienes eran Jorge Manrique, Jorge Luis Borges y Thomas Stearns Eliot.
¿Dividir? ¿Para qué? Sonreía con beatitud al auditorio. Tenía un gran poder de
convicción, le encantaba actuar ante las cámaras al Señor de los Proscenios, no
le cegaban las candilejas ni le intimidaba el mar oscuro del público más allá
de la luz: Papá decía que hay que sumar
y, si puedes, multiplicar, jamás restar. Todos ustedes estarán de acuerdo conmigo.
Amigos, se trata de prosperar: una mujer, una casa, unos hijos. Eso es una
suma. Es fácil engrandecer una patria si uno se engrandece al mismo tiempo. Mi
padre era un hombre sabio. Y el padre de mi padre lo era asimismo. Estoy
convencido que mis numerosos hijos, tantos como las estrellas del cielo y como
las arenas de la playa, también serán hombres y mujeres sabios y honrarán a sus
predecesores perpetuando la sabiduría a través de su vasta descendencia.
Bucles
de linaje.
¿Te
importaría si alguna noche…
(Ah,
pero ¿habrá una próxima vez?)
…
vengo acompañado?
¿Será
capaz de meter aquí a su mujer?
¿En
compañía de quién?
No
sé, de cualquiera… siempre que sea una mujer.
¿Cualquiera
de sus jóvenes amantes que no han leído jamás a Stendhal y lo único que pretenden
es ahorrarse la matricula del máster al precio que sea: reírle las gracias a su
profesor de historia del arte, compartir la cama del atractivo profesor,
alardear frente a sus condiscípulos del trato de favor que le dispensa el
versado profesor…?
El
hermano pequeño, El Profesor Inmutable.
¿Quién
sería el habitante de la barraca de feria? ¿La anfitriona?, ¿los visitantes?
La
parada de los monstruos.
¿No
se trataba de matar la noche del viernes, conquistar la somnolencia del sábado,
degollar lentamente el domingo infame evitando que no salpique demasiado la
sangre vespertina?
Que
venga si quiere cogido de la mano del diablo o del dios.
Hace
semanas que cambió Saturno por Venus, día del amor.
En
realidad, se trata de un puzzle. Acomodemos las piezas.
Qué
importa la mano de obra: es una herramienta del cerebro. Si nos acosa la
depravación podríamos valernos de alguna de esas estudiantes despistadas del
finde. Cuando se diera cuenta ya la tendríamos en cueros vivos encima de mí
vuelta del revés con las piernas abiertas y debajo del otro empitonándola por
el culo. Se iba a enterar la del máster.
Que vaya a jugar con los de su edad.
Ah,
pero éste no sería jamás un Dolmance.
Las hace a oscuras y a la chita callando. Da la sensación de hablar siempre por
boca de otros: de los tipos que ha escuchado, de los libros que ha leído, de
las películas que ha visto… Un plagio de hombre, una copia al carbón en papel
cebolla (más le cuadra esto que un pen-drive).
Lleva
mucho tiempo con los ojos cerrados. Estará a punto de marcharse. Mete los
trastos que quedan de él debajo de la piel y se larga en plena noche. Nunca se
le ha ocurrido quedarse a dormir aquí. Charlie me espera, dice. No sé quien es
Charlie ni me importa. El caso es que se las apaña conduciendo en ese estado
sonámbulo y acaba a salvo en algún agujero sin haberse roto el cuello. Al
viernes siguiente, abro la puerta y lo descubro ahí delante, con la botella de
vodka en la mano y un pedazo de pastel de carne envuelto en papel satinado de
color marrón. ¿Qué tal?, dicen sus pies al atravesar el umbral con toda
confianza, la que jamás mostró su hermano, que era violento y pudibundo. Una
noche haré caso omiso del timbrazo, y dejaré que se pudran en el rellano él y
su pedazo de pastel de carne aún tibia. Aunque antes debería hacerme con la
botella de vodka. En fin. A estas horas, ya de sábado, una no sabe qué pensar.
Espiar por la mirilla conteniendo la respiración a ese huérfano de la noche
sentado el suelo contra la pared, al lado del ascensor. No sabe dónde ir, al
menos en ese momento de desconcierto, así que empieza a beber a morro de la
botella. El pastel de carne, ni probarlo. Al cabo de media hora y un par de
tragos más, se levanta, se sacude el pantalón, pues nuestro hombre es de origen
noble y nunca pierde la compostura, vuelve a meter en la bolsa de papel la
botella y el pastel de carne y sin esperar el ascensor baja las escaleras. Es
que todo es inapropiado, pienso. El hermano del ahorcado que viene a pasar un
tiempo muerto, sin reproches hacia nadie y mucho menos hacia sí mismo, con su
última pareja, de la que nadie tenía constancia hasta que éste hurgó en las
escasas pertenencias del hermano y dio con un número de teléfono y una
fotografía tomada al desgaire, desenfocada, interpreta uno de los papeles más bochornosos
de su vida. Esas piedrecitas auxiliadoras que aparecen en los más crueles
cuentos infantiles le han traído aquí no se sabe bien para qué. ¿Lamentación o
morbo? Ningún amparo ha de hallar entre mis faldas. Deberíamos hablar, dijo a
las primeras de cambio. ¿De qué? No será de su hermano, supongo. No hay nada
que decir, su muerte fue definitiva, a conciencia, sin enfermedad ninguna salvo
aquella que no puede diagnosticarse jamás y que de tan larvada no tiene nombre,
y mi relación con él repele cualquier interpretación freudiana, de modo que su
conducta en las semanas previas no aclara nada de nada respecto a la decisión
final. Su hermano estaba solo y a veces le gustaba tomar demasiadas copas; yo
estaba sola, me gusta tomar las copas que sean menester y tenía un hueco donde
alojarlo… sin la menor intención de recomponerlo. Allá cada cual. Ese era el
único momento entre los dos. Ni siquiera sabía que tuviera dos hermanos, una
madre viva libre de jorobas rodando por el mundo con una brocha en la mano y un
padre omnipotente a juzgar como tú te tomas la ligereza de describirlo. Su
destino no me concernía, aunque fuese previsible la catástrofe final a causa
del derrotero que iniciara años atrás, una muerte sucia y precipitada que el
suicida obstinado tuvo que culminar en una segunda tentativa. Lo peor de todo
es que eligió como decorado mortuorio este apartamento mío que siempre olió a
flores muertas, a días de cenizas, un espacio de clausura de toda diversión y
que a duras penas refugia al cabo de la jornada la mascarada que empieza con
ella al amanecer. No era afortunado paisaje para una despedida sin vuelta
atrás. Luego de eso, estuve a punto de vender el apartamento y esconderme en el
otro extremo de la ciudad, pero después del revuelo y de una limpieza general,
más de mi interior que del equipamiento de aquél, comprendí que aquello ya
formaba parte del pasado y a mí el pasado me importa una mierda. En lo que a me
atañe, es de lo más deleble que existe. Un año más tarde, todo era como… era
antes de que Carlos Brell franqueara algo vacilante la puerta de mi casa.
Paréntesis abierto y cerrado. Sigo sumando las mismas copas. Y ahora, viene
éste en plan hombre de la escoba ni él mismo sabe con qué objeto, un fulano
que, está claro, no sabría dividir un dividendo de siete cifras por un divisor
de tres. Dialogar, decía el sábado que le di paso sin ninguna buena razón, y el
pobre diablo miraba a todas partes, paredes, estanterías de libros, cocina,
lavabo, debajo de la cama… como si fuera a descubrir la soga que rompió el
cuello del ahorcado. Empecemos, pues, por el principio: tu hermano fue un
tropiezo mío, podía haberme tropezado aquella saturnal noche de copas con
cualquier cosa, hombre o mujer. Ya sé que las cosas y sucesos acaecidos en un
ser humano son porque ocurren precisamente en un instante de la vida de ese ser
humano y ya no pueden dejar de ser, pero nada está escrito y todo es
casualidad. Además, está el olvido que recrece cada amanecer... por muy
selectivo que sea el bastardo en su perenne remanente. ¿Qué quieres saber de tu
hermano? Lo tenías demasiado cerca durante su convivencia, ¿no es eso?, como un
mueble mil veces visto, como ese itinerario por las calles de la ciudad mil
veces repetido, como ese reflejo evanescente que de la vida real alumbra aún desmayadamente
en la memoria entre miles de imágenes del pasado y del presente: sólo ves lo
que piensas mientras andas de paseo tan tranquilo a ninguna parte en parábola
entre edificios, gentes, escaparates y automóviles, todos parecidos entre ellos
y, al final, insulsos. Una bonita perspectiva de la ciudad: podría ser
cualquiera en cualquier culo del mundo; es decir, tú, un anónimo como aquél que
ya lo es para los vivos desconocidos tan extraños. ¿Quieres saber en que
extremo del sofá se sentaba? ¿Quieres saber si conmigo era parlanchín o
taciturno? ¿Quieres saber que opinión le merecía todos esos libros apiñados en
las baldas? ¿Quieres saber si limpiaba su copa antes de irse? ¿Quieres saber si
me daba un beso de bienvenida o despedida? ¿Quieres saber si al salir se
llevaba con él la bolsa de la basura?
Por
lo que yo sé a poco de empezar el verano de 1990 Carlos Brell sólo era la
resignación en estado sólido, materia poco pensante de muy pocas cosas. Siendo
él tan gaseoso, su mirada muerta infundía pavor: la ilustraba a algo tan etéreo
ya, de imposible emancipación del lastre de sí mismo, de los metales pesados de
la angustia, la desesperación, el…
En
carne viva, tenía todos sus flancos desguarnecidos. Carne apaleada. Carne de
horca.
Tal
vez estuviera gritando, suplicando ayuda: ¡Soy un mensaje… ¡decodifíquenme!
La
noche anterior a su muerte vimos en una cinta de vídeo una película de Rohmer
que yo no pude acabar porque el sopor de la borrachera me durmió a la media
hora. No recuerdo el título de aquel filme, uno de los proverbios, creo. Lo que
sí sé es que era en blanco y negro.
Te
diré que para mi sorpresa lo que más leía por ese tiempo eran novelas breves y
biografías y diarios como los de Virginia Woolf y Khaterine Mansfield en
inglés: el idioma de Milton, El Oscuro, como él solía definirlo. El colmo
fueron unos viejos volúmenes de Macaulay, cinco nada menos, encuadernados en
tela roja que compró un sábado en la librería de viejo en Torno del Hospital. A
mí esa lectura me parecía de lo más estrafalario, sobre todo al comprobar que
la combinaba intermitentemente con la biografía de Lytton Strachey por Michael
Holroyd y una selección muy generosa de la correspondencia de Aldous Huxley.
¿Qué placer o entretenimiento encontraba este náufrago de sí mismo en semejantes
confesiones y sucesos de unas vidas tan alejadas de su propia naturaleza,
mustio él, poco hablador?
También
releía algunas páginas (demasiado aprisa las pasaba para atrás) de un montón de
libros de bolsillo de contenido político que yo había reunido años atrás y que
acumulaban polvo en las segundas y terceras filas de los anaqueles. Tenía
veinte años cuando los compré y, se diga lo que se diga, somos otro cada año
que pasa, lo que hace que aquel o aquella que eras, quien compraba esos coñazos
que ahora no había por donde cogerlos, se había convertido en alguien bastante
lejano y extraño. Quiero creer que al final a todos nos ocurre lo mismo: antes
de morir te das cuenta que eres la suma de un montón de perfectos desconocidos
para ti mismo. De aquella pluralidad inicial en la que creías serlo todo, te
reduces a un ser absolutamente inédito que no sabe nada de lo que le espera al
año siguiente.
Tiraba
a un lado del sofá los libros ya leídos. Yo los recogía y los apilaba en el
suelo, junto a la pared, a la espera de arrojarlos al contenedor de la calle.
En conjunto, aquellos rimeros se revelaban
poco estéticos, un desorden decorativo y hasta algo de grima daban. A su
muerte no quedó ni uno solo de ellos. En cualquier caso, sé que mi lectura
juvenil y precipitada los había malentendido chapuceramente.
Mucho
antes: Lenin, en aquel tiempo una momia, decía…
Lenin
no decía nada, eran palabras imprimidas sobre un papel de pésima calidad en
libros de bolsillo de tres al cuarto con las páginas sin coser publicados en
avalancha por editoriales de vida efímera durante la década de los setenta. Sin
embargo, tornaban algo más excitante la grisura de los días de por entonces,
como si acentuasen su color y lo hicieran más llamativos, menos cenicientos, y
uno o una pensaban que podrían ser mejores de lo que eran a través de aquellas
compras urgentes, hoy indigestas: lo joven es vitriólico y una revolución, sea
del signo que fuere, el mejor remedio para las frustraciones, la dependencia
familiar y la precariedad doméstica.
¿Qué
quieres saber?
Ni
una palabra de política. Ni un reproche. Ni una queja. Y la cartera siempre
llena de papeles inútiles que resolvían una indemnización o enviaban a alguien
al paro mediante un subsidio vergonzoso por claudicante. Ese tedioso engranaje
administrativo y burocrático debía minarle día a día: de la acción y la
protesta a un articulado jurídico que ahogaba cualquier reivindicación
colectiva de amplio alcance, si bien nunca rebajó su vestimenta a la camisa
banca y la corbata oficiosa anudada al cuello: se hubiera ahorcado con ella.
¿Quieres
saber si dejó adivinar su suicidio posterior? ¿Si hubo algún indicio que lo
anticipase?
¿Qué
vas a pensar de un tipo, ya de por sí inescrutable, que la noche anterior de
intentar desangrarse y al final colgarse del cuello sugiere ver una vieja
película de Rohmer?
No
se desconfía de una estatua.
Su
última cena, un detalle póstumo que corona una biografía de modo harto
repugnante: media botella de coñac y unos insulsos aperitivos de supermercado.
(Pero aseguró al despertar a la mañana siguiente que aguantó la película hasta
el fin.)
¿Quieres
saber lo que es una vida rota, Charlie?
Hay
tantas sin necesidad de acabar en el extremo de una cuerda con los pies
bailando en el aire…
Yo
no sé lo que es una vida rota. Y no creo que nadie lo sepa: uno o una no se
rompe; simplemente, deja de dar cuerda al yo
y todo se detiene, se desenfoca y así aguanta unos años hasta que se muere.
Otros, sin parar el reloj, plenamente activos aun estando quietos, con la
corbata-soga en el cuello, se cortan de cuajo por la mitad sin pensarlo dos
veces: será de asco, de ira, de impotencia.
Siempre
se muere hoy. ¿Qué importa el número, la suma, el nombre del día, del año, tu
nombre, el nombre de todo?
La
mujer matemática no descartaría en su derrotero existencial una tercera vía:
cavar un agujero y enterrarse en vida en él. En cierta manera, es lo que ha
hecho. El alcohol abre, de cuando en
cuando, una vez anestesiada del todo, una ventanita al exterior del que ningún
peligro acecha: al menos uno, o una, no lo descubre por ninguna parte: nadie te
ve hasta que te mueres.
Lo
demás, es la farsa. El día a día. El trajinar de las hormigas al descubierto
bajo el sol.
¿Qué
tal los alumnos?
Bien,
bien. Cavando afanosos ellos asimismo su propia tumba, sólo que todavía no lo
saben. No hay prisa. La venda en los ojos no se sostiene por sí misma toda la
vida. Cada uno nos estropeamos según el propio estilo y a su debido momento: un
manotazo y el ensueño se va al garete: el futuro es una mosca revoloteando
frente a tus narices en una noche oscura como la boca de un lobo, que escribiría el guionista, y a la que no
logras ver aunque percibas su tenue zumbido.
Ahora
ya no me ves a mí, el cuerpo que soy. Ahora ves mi alma, pero sigues sin
percatarte porque continúas viendo el disfraz de la carne y los huesos, puras
láminas de colores.
El
ser humano como distracción sabatina, libro de caja grande sobre el regazo,
sentado en el sofá ante el televisor encendido y el volumen bajo aunque
audible: mucha reproducción a color, texto mínimo, encuadernación aparatosa,
idas y venidas, diálogos sin cuento: de un tipo sólo me interesa lo
superficial, y eso por mucho que me digas que tu alma, en ocasiones, anda a dos
patas entre las demás cosas visibles del mundo.
Di
mejor a cuatro patas, como el animal inocente que nada sabe de la muerte.
Pero
sí sabe del dolor, del miedo, del peligro fatal de acabar con el cuello roto y
las tripas devoradas a dentelladas.
No
es terror a la nada, a la muerte, es un miedo físico. En todo caso, es
instinto.
El
cuerpo siente el dolor, pero el terror y el horror anidan en el alma, que es
como decir que asientan sus reales en el páncreas, en el fondo del ojo o en el
dedo gordo de un pie.
Donde
mejor me revelo en los paseos solitarios es en los espejos negros de las
tiendas antiguas. (Ya de niño le gustaba bucear en esas aguas quietas,
profundas, impenetrables.)
Podría
decirme sin alterar lo más mínimo el tono de la voz, apurando la copa de oro hasta las heces y sin apartar la mirada
del oscuro azogue, que este perro no sirve ni para vivir. Sólo me faltaría
señalarme con el dedo admonitorio, regañarme a viva voz ante el estupor de los
demás transeúntes.
¿Cómo
se llega a ser lo que se es?
Pobre
Fiodorov: no haber sido por pura mala
suerte o infortunada casualidad un millonario con velero atracado en el Club
Náutico con todo el día soleado por delante o un tipo de esos insignificantes
que pasea a media mañana por el centro de la ciudad sin saber por donde tirar y
sin ninguna gana de llegar a su habitación alquilada en la que no tiene
absolutamente nada que hacer hasta la hora de comer en el bar de la esquina:
ambos extremos bien alejados de la ruina moral, ese cáncer larvado por la
cotidianidad.
Podría
escribir poesía.
¿Quién?
El
tipo del portafolios lleno de papeles.
¿Te
burlas de tu hermano? ¿Tú, que eres un esbirro, un beneficiado de los
presupuestos del estado? Perorar sobre Goya u otro desgraciado no te da derecho
a vivir de balde, parásito de mierda.
No
hay burla en ello. Nada más lejos de mi intención. La poesía puede ser un
remedio de botica. Hacerlo ayuda bastante, sobre todo si es rimada y sujeta a
métrica. Llega uno a casa agotado, con los pies sucios de tanta correría en el
sindicato y en la Magistratura, se mete bajo la ducha, come algo, enciende el
televisor sólo para ver (y escuchar algunas veces) el telediario, lo apaga en
cuanto se da fin a las noticias, reflexiona un momento con la vista fija en la
pared inspiradora y, acto seguido, empieza a encadenar ripios hasta la
medianoche. La poesía es una solución ideal y sedativa para momentos de grande
desconcierto.
¿Después
de Auschwitz? (¡Ya basta con Adorno, amigo!)
Una
poesía más allá de los límites de la realidad, amparada por la técnica y un
poco de melancolía es posible en todas las épocas.
¿Y
a eso dedicaría su tiempo libre?
Un
tiempo libre que… es todo su tiempo. La noche, el día… El poeta lo es a todas
horas, como el tedio o la amargura, que no dejan en paz.
Fiodorov llevaba a rastras toda la iconografía y mitología de su
tiempo. Esa chepa lo maltrataba, aunque él no podía sospecharlo siquiera.
Emprendían
él y la mujer matemática una dialéctica de estilete de cera.
¿Tú
has leído El lobo estepario?, me
preguntaba a media voz, aguardentosa, como de ultratumba.
No
lo sé. (Contestaba yo: esa forma de perder el tiempo en el tenebroso fin de
semana.)
Entonces,
él reía.
Yo
me disfrazaba de la señora Corín Tellado y aparecía por la puerta con un mazo
de folios en blanco.
¿Tú
sabías que José Mallorquí se mató disparándose en la cabeza con un revólver de
plata que guardaba junto a la máquina de escribir? Contratacaba él harto de las
centenares de novelitas del Oeste sin ánimo de hacer sangre… salvo a sí mismo.
A
mí la Tellado me parece mucho mejor escritora que la Baum o la Buck e
infinitamente superior a la Cartland. Y tuvo el coraje de escribir miles de
novelas para demostrarlo. A su lado los ciento diecisiete libros de amor de la
eximia Grace Livingstone Hill son despreciable minucia. El que no alcance un
millar de novelas escritas que cierre la boca (que arroje la pluma o la máquina
de escribir a un barranco) y se haga opositor a cualquier covacha ministerial.
Mil novelas ya demuestran algo (por el momento), le aúpan a uno (o a una) a una
categoría profesional.
Una
teoría literaria interesante: demuéstralo con hechos. Ante el desafío, cuántos
jueces hechos de la noche a la mañana con cuatro renglones pergeñados al tuntún
huirían con el rabo entre las piernas… Ellos y sus versitos que nada acreditan.
Y
usted, señorita, puestos a elegir y ya en nupcias ¿a quién prefiere, a un
arquitecto o a un ingeniero?
Soy
una romántica irremediable: a un hombre guapo. No me interesa el dinero. Me
importa el amor.
En
ese caso, querida, concluye sabiamente la Tellado, la haremos tropezar un día
soleado, tibio y balsámico de primavera con un arquitecto guapo o con un
ingeniero guapo. Naturalmente, sólo podrá elegir a uno de ellos. En lances de
amor, un triángulo daña por sus tres espinas.
¿Tales
diálogos mantenías con el hermano mediano? Menudo par de amantes. Qué parla
desatinada.
¿Sabes?
Sigues sin saber nada de tu hermano. Cualquier extraño lo hubiera conocido
mucho mejor que sus padres y hermanos. Sois una familia que nació hecha añicos,
fragmentada en decenas de espejos rotos. Me temo que nunca os habéis reconocido
unos a otros como es debido.
(Pero
¿acaso se reconocían ellos a sí mismos?)
En
el hogar de los Brell no creo que haya habido jamás una novela de la señora
Tellado. Ni en la época de las servidoras desatadas que pasaban sus noches de
claro en claro y sus días de turbio en turbio entre libros y asedios del Boceto adolescente y pánico con el falo
en la mano. Miles de libros, pero ninguno de autora tan popular y prolífica.
¿Eso podría caracterizarnos?
Imagino
que también habrá en esos estantes polvorientos lugar para mucho libro intonso…
sin necesidad de plegadera para abrir los cuadernillos, más selladas sus
páginas, que nunca nadie abrió, que si estuviesen pegadas por un adhesivo casi
inviolable. Más libros que días para leerlos, mal asunto.
Andas
en tercerías, mujer matemática. Todas las familias… (etcétera: vid. Leon Tolstoi.)
¿De
dónde nace la mujer matemática?, se pregunta a su vez el hermano pequeño.
¿De
una novela rosa?
¿De
Corín Tellado?, ¿de Teresa Sesé?, ¿de Nieves Grajales?
¿De
una novela de a duro?
De
una costilla de su hermano mediano, de su tedio violento y desesperado: a ello
debe su existencia, descarnada en el fondo de un cajón, aún por erguirse y
tomar forma y rasgos distintivos, silenciada entre otras pertenencias del
ahorcado. El hermano pequeño dio con ella, la reconstruyó, le insufló sangre y
voz, activó sus miembros… Ahora pasa el ratito prisionero en algo parecido a el
fin del mundo, como distrayéndose con una muñeca parlante y retadora, asexuada
para él no obstante: ¿iba a mancillar la memoria de un muerto?
Donde
se posaron aquellas manos ya no es posible la caricia, lo que besaron aquellos
labios se secó, lo que aquel hombre perdido abrazó se convirtió en estatua.
Tú
naces de un escritorio. Una feliz coincidencia.
La
mujer matemática le dirige una mirada acerada. Su hermano era un desdichado.
Este es un loco de pretensiones muy raras. Imaginaciones urdidas de un viernes,
un sábado, y el domingo ahuyenta los fantasmas y vuelta a empezar.
Nace
del dulce costado del dormir.
¿Tú
has leído La metamorfosis?
Creo
que sí: la familia es tu verdadero enemigo, aquí, en Praga y en cualquier otro
sitio del mundo.
¿Tú
has leído La náusea?
No.
Sin embargo recuerdo la cita de Céline que encabeza esa novela poblada de langostas: Es un muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo.
Curioso
dictamen si se recuerda la frase final de Las
palabras: Todo un hombre, hecho de
todos los hombres y que vale lo que todos y cualquiera de ellos.
Por
cierto ¿tú has leído Las palabras?
Creo
que no. Hubiese recordado esa última frase del libro.
¿Y
cómo es que sabes la cita de La náusea si no has leído la novela?
Me
bastó con ese preámbulo magnífico. ¿Para qué estropearlo con el fárrago de
todas las páginas siguientes?
¿Y
las langostas?
Una
suposición que… estimo acertada. Sartre durante algunas épocas se sentía
perseguido por ellas. De un hombre inteligente puedes esperar las mayores
debilidades, consumo desmesurado de drogas legales e ilegales (alcohol, tabaco,
anfetaminas, opiáceos…), fantasías y desvíos inesperados y al mismo tiempo el
pensamiento más fértil y definitivo: estamos hechos de la nada, un ser efímero.
¿Tú
has leído el diario de tu hermano?
El juego de hacer versos.
Ni
uno solo hizo. Tenía un alma noble. Hasta el final la tuvo a pesar de la ira.
Versitos
como besitos a desconocidos vaya usted a
saber con qué cutis de bestia.
¿Qué
es eso de un diario? Cuesta creerlo.
En
realidad eran anotaciones personales… pero en exceso subjetivas. Un yo a la deriva, camuflado a veces;
otras, demasiado evidente. ¡Qué sé yo!
¿Por
qué escribe uno un diario? ¿Para reconocerse mejor en una experiencia
intransferible? ¿Por amor propio? ¿Por miedo a la nada absoluta? ¿Qué clase de
confesión pueden contener esas páginas que alcancen a desmentir o confundir
unos hechos ya inalterables si es que no pretenden inducir a engaño?
Se
trata de un artificio.
¿Artificio?
¿Con qué propósito?
Con
el que ayuda ( y necesita) a creerse mejor de lo que uno era: dejar constancia
de lo que le imposibilitaba para serlo, aunque al final sólo registras mentiras
aseadas.
Las
excusas son el pretexto del cobarde, del fracasado.
Un
diario es una constatación… de algo o alguien que fue muy efímero. Miedo, en
todo caso, ante la cruel temporalidad.
No
hace falta ser sincero para escribir un diario.
En
absoluto. Basta con ser consciente de que uno escribe por simple reflejo:
escribes leyéndote a ti mismo.
También
porque no existen reglas para alumbrar una confesión íntima o un hecho anodino.
Una
especie de banco de pruebas.
Un
material intelectual expuesto con la ambigüedad que le otorga una forma
libérrima o una pluralidad de ellas, sin atenerse a normativa alguna.
De
acuerdo, pero convengamos que un diario siempre es más interesante para quien
lo escribe que para quien lo compre o lo hurte y termine leyéndolo. El lector,
emocionalmente, de modo inconsciente, marca distancias respecto a un texto
escrito por mano extraña. Parece que ante algunos párrafos no vas a poder
contenerte: Vale, lo siento, pero no es mi problema. Así que las confesiones de
la intimidad ajena te suenan ridículas.
El
diario de tu hermano más se asemeja a uno descriptivo que introspectivo, a
pesar de las confidencias, alguna debilidad inscrita sin duda por descuido.
Es
imposible desviarse de la introspección en un diario; si acaso, disfrazarla con
una escritura sinuosa, elusiva, poco escrupulosa o o incluso torpe frente a la
verdad.
¿Quién
soy yo?
Nadie
escribe un diario para saberlo. Cada palabra escrita está (acaba) perfectamente
muerta antes de la siguiente. Y escribir acerca de los demás concluye en
hastío, son como autómatas moviéndose dentro de tu cerebro. Una vez a solas, no
los necesitas para nada, son garabatos danzando en la mente.
Eres
lo que haces, lo que imaginas, lo que piensas. ¿Para qué escribir un montón de
páginas que lo único que revelan es el vuelo corto de una gallinácea en el aire
del vivir? Y en cuanto a los demás…
(Ave
con mayúscula.)
¿Te
lo entregó él? ¿Así, de buenas a primeras?
Él
no supo nunca que ese diario terminaría en mis manos. Antes, porque no se le
ocurrió pensarlo y, después, porque está muerto del todo. Hubo una mochila
vieja abandonada en un rincón de este apartamento tan chico. Probablemente yo
debía haber visto ese bulto incontables veces, pero pensaba que era de él, y
que a mí tal cosa no me concernía. Ni se me ocurrió fisgar ahí adentro. Y ahí adentro era él. Luego del
espectáculo morboso de la policía, del forense y de la jueza, cerrada la puerta
de nuevo llevé la vista a la mochila. No tenía ninguna curiosidad de abrirla y
atisbar en unos restos que dejaba atrás un muerto. Restos más físicos que él,
que a saber dónde han volado y se han podrido sus cenizas, en el cielo o bajo
la tierra, que da lo mismo. Todos los muertos tendrían que llevarse consigo
todos los trastos y objetos físicos que han acaparado durante su vida. Lo más razonable sería que desaparecieran con
ellos para siempre puesto que ya son y serán inexistentes. Dejemos el planeta
limpio de muertos y basuras. La herencia de un muerto, hasta su dinero, parece
estar contaminado de una enfermedad terminal y pestilente, son cachivaches de
olor rancio que sólo sirven a los desgraciados.
¿Quién
era?
Abrí
la mochila. Y el diario no te aclara nada de nada de lo que era porque, en
definitiva, tampoco su escribiente se aclaraba a sí mismo. Uno puede llegar a
saber qué quiere, pero no lo que es realmente. Mucho antes de la demencia senil
ya andas en mil sinrazones, preso de ideas y pensamientos absurdos que se
estrellan en lo instantáneo de su inmediatez y no dan para más. Tus movimientos
son adecuados, tu lenguaje correcto, pero por dentro estás lleno de líos y vas
de la mano de la confusión.
Un
diario puede ser la obsesión de un desesperado, el lugar de la locura o la
antesala del suicidio.
JD.,
dice Boceto, sólo escribía un diario
cuando estaba enfadado, muy enfadado. Pasado el enojo o la enemistad con todo
el mundo, rompía las hojas sin releerlas jamás. Yo siempre le sorprendía
rompiendo folios. Escribía multitud de diarios. Se conoce que se enfadaba muy a
menudo.
(¿Qué
haces, hermano mayor?
Y
el otro me miraba displicente:
Hermano
perqueño, entierro lo que ya está muerto. ¿A qué resucitarlo al cabo de los
años?
No
vale la pena andar por ahí todos los días con una espada en la mano. A veces,
hay que relajarse si no quieres acabar en el extremo de una cuerda.
Una
semana más tarde ya estaba escribiendo otro diario: se habían abierto las
hostilidades.
¿Qué
haces?
Largo
de aquí, hermano pequeño, o te acuchillo el cuello con la Parker.
Sus ojos echaban chispas.
Giró sobre sus pies y en silencio
abandonó el gabinete donde se urdían con la pluma en la mano terribles
venganzas y atroces castigos venideros.
No
era el hermano mayor hombre que adobara su futuro en la salsa de la esperanza.
Mal asunto es estarse quieto, pero, si se mueve a estas alturas, peor: termina
uno cuidando perros enfermos o plantando coliflores en aldeas nada merecedoras
de alabanza.
¿Qué
tal te llevas con tu hermana pequeña, mujer matemática?
Ella,
al igual que yo, nunca ha escrito un diario. Sabemos de sobra lo que somos y lo
que son los días y la profunda vaciedad de muchos de ellos.
Te
desagrada que mi hermano lo hiciera.
Me
produce pena, y un poco de sorpresa también. Hablaba lo justo y apenas
confesaba algo que no estuviera a la vista. Escribir un diario es estar al borde del peligro, puesto
que suele ser habitual que sus líneas nada celebren y lamenten demasiado. Todo
esto parece contradictorio con su carácter.
De
modo que has leído ese diario prohibido del hermano mediano.
¿Prohibido?
Ahora su autor está muerto. No hay nada de qué avergonzarse, ni él por
escribirlo antes ni yo por leerlo después. Sólo son palabras muertas, su
lectura suena a hueco, supongo que como podría oírse la voz de un resucitado
clamando desde el interior de una tumba.
Se
miente más al escribir que hablando. Por otra parte, la mentira es
perfeccionada hasta el límite merced a la reflexión a que incita la escritura y
a la lentitud mental que propicia. Y encima puedes disfrazarla de mil maneras.
Cuida tus palabras, te dices, y te tanteas el cuerpo no vaya a ser que alguien
te robe el corazón o cualquier otro órgano por haberlo dejado al descubierto.
En el fondo, un diario es ponerse a pensar en uno mismo y en su alrededor con
la debida cautela.
Te
vigilas sin cesar mientras escribes.
Un
diario también puede ser dolor, o una desdicha sin solución, perenne.
La
escritura no es un linimento, te ausenta nada más de las preocupaciones.
¿Escribía
el hermano mediano acerca de su familia?
Ni
una sola palabra. No menciona a nadie en particular. Ni siquiera utiliza
iniciales. Tampoco habla de sí mismo. Se diría que se trata de anotaciones en
clave, de frases-símbolos, si es posible decirlo de esa manera.
Un
montón de ocurrencias, pues.
Tal
vez. Pero existe un sentido en esas glosas y notas. Entreveo una lógica, aunque
sin leyes aparentes que la gobiernen.
En
guardia es como se traman las maquinaciones y los artificios literarios.
No
hay nada de literatura en esas páginas. Puedes comprobarlo tú mismo, y puedes
llevarte también la mochila con lo que hay adentro.
¿Tú
has leído El extranjero?, me preguntó
en una ocasión.
Increíblemente,
por ser obra muy conocida, no, contesté sin rubor.
Una
tarde lo dejó sobre la mesa. Lo leí de un tirón. Es lectura fácil y breve. Un
tipo que ya no tiene nada que perder cose a tiros a un árabe. Un tipo de esos
que lee los periódicos de fecha atrasada y no tiene reparo alguno en cenar una
morcilla y unos vasos de vino a los que le invita un vecino tan maltrecho como
él. En el mediodía de una jornada de playa le mete cuatro balazos a un pobre
diablo vestido con una chilaba grasienta. Prefiere eso a matarse él, que ya
está muerto, como esa tarde de domingo tan triste que observa desde el balcón a
unos adolescentes endomingados que marchan al cine entre empujones y bromas y
horas después, ya agrisándose el día, los descubre de vuelta a casa con
lentitud, cansinos, con algo de desapego, presos de una leve angustia.
El extranjero…
Así
se sentía él.
¿Respecto
a qué?
La
mujer matemática no está muy segura de que el hermano mediano aprobara una identificación
suya con algún personaje novelesco o de cualquier otra invención. Esa reducción
y despersonalización de uno suele ser a la par que infantil propio de los malos
lectores.
Siempre
alguien en un momento de su vida se cree invulnerable, tanto al éxito como ante
la fatalidad. Un día dejas de creerlo y empiezas a morirte.
Esa
es una anotación propia de un diario.
Del
diario de un viejo, cuando vives poco o mal, con miedos.
Los papeles rotos de las calles.
(Una
interesante lectura. La mejor de las novelas, ¡y qué variedad de sucesos! ¿Vas
a ser tú más remilgado que Cervantes?)
¡La
poética de la rúa! Tanto da un prospecto de farmacia como la pedestre nota de
un pedido de ultramarinos, un poema roto, un fragmento de la carta a la madre o
una citación judicial. Palabras sobre papel, negro sobre blanco, que mueven a
abrir los ojos buscando significados que al final sólo quedan en suposiciones.
Una vez leídos los papelillos, con frecuencia a medias y al desgaire, pues sólo
representan por lo general retazos inconexos, satisfecha la curiosidad, que
suele quedar a dos luces por los ocultamientos deliberados, los arrojas de
nuevo al suelo sin molestarte en buscar una papelera.
¡Qué
poca urbanidad!
Bah,
en tiempos de don Miguel de Cervantes Saavedra pestilentes zurullos y espesos
orines corrían por las calles, puros albañales. ¿Voy a ser yo más remilgado que
Cervantes?
La
noche venusina pronto verá los primeros jirones del amanecer. Estos dos
quedarán descabalgados, de modo que, cada vampiro a su agujero: llenitas las
panzas de la sangre del muerto.
¡Agua
va!
No
querías a mi hermano…, dice.
No.
¿Entonces?
Era
el tipo que se sentaba en el sofá, bebía y tenía miedo. Como yo. Eso era todo.
Pero yo jugaba con ventaja: lo conocí de veras, aunque sin ganas. ¿Qué más da
rasgar la envoltura. Pero en este caso ya venía roto ese saco amniótico.
Buceabas ahí adentro como en las aguas transparente de una piscina, sin algas
ni pecios que estorbaran. Demasiado fácil. Fue él quien vino a mí. Yo con mi
miedo me basto. Todos andamos con el susto encima, aunque algunos ni se enteran
en sus idas y venidas de hormigas. Tal vez una realidad harto evidente que tú
suponías, unas palabras, unos gestos, los silencios, te engañaran y escondiesen
paradójicamente una complejidad indescifrable e imperceptible a causa
precisamente de ese carácter tan palmario del que hablas.
No
digo que no fuera complejo. Digo que era fácil de adivinar. Una sabía a ese hombre enseguida. Era una
apuesta segura para la pérdida o la ganancia. Podías apostar a uno de los dos
extremos sin temor a equivocarte: una vida beata y feliz en sentido filosófico
o… a bailar sobre el vacío suspendido en una cuerda, también en sentido
filosófico. En el fondo, casi a la vista, sólo existen dos opciones: te vives o
te matas.
El
problema es que no se puede vivir con una conciencia en carne viva.
No
lo pienso yo de ese modo…
(La
cuestión es que sí se puede.)
Déjate
arrastrar… por el cuerpo no más. Deja en paz a la conciencia, que está muy bien
allá donde se esconde. La sacas de su agujero, le permites danzar un ratito por
esas calles sin dios (en ellas el diablo,
en medio del remolino) y el mundo se convierte con rapidez en un lugar
inmundo y todo a tu alrededor comienza a desmoronarse, te abre los ojos sin
piedad ante el daño y la fealdad de lo humano y sus idiotas aspiraciones,
agiganta de un tirón tu pituitaria, que no deja de padecer todas las
hediondeces sin fin de lo vivo sangrante y abierto en canal, se traba entre tus
piernas hasta hacerte caer... Quita, quita. Mejor allí en su escondite blindada
por las vísceras, calladita, sin voz ni voto, que sus labios invisibles no
exhalen ni queja ni grito. Y si al final muere no pases pena, porque tras de sí
no dejará el menor rastro de su huella: como si nunca hubiera existido. Nada notarás
que te falte, ni su mínimo peso (¿30
gramos?)ni su ausencia.
Sólo
un cuerpo, entonces. Preso de él, de sus propios dolores y complacencias. Qué
poca cosa, al cabo. Recipiendario de nada con destino putrefacto y
definitivo.
Sin
embargo te sentirás libre como el mal, que anda a sus anchas por la vastedad
del planeta, estarás a salvo de esa sustancia pegajosa que no tiene forma ni
materia, que nadie ha visto o palpado y que habita tan sólo en la imaginación
de un ser animal construido a costurones de fragilidad y miedos antiguos.
La
mujer matemática, a quien las primeras
luces del alba queman sus retinas como lo haría un hierro candente, empieza a notar un infinito cansancio. Lo que
tiene delante, ese bulto, ese Boceto
que a estas horas es capaz de asentir cualquier majadería que se tercie, no
será un sucio compañero de cama ni tampoco el abatido enfermo de un despertar
del sábado amarillo y terrible cuando, pasado de largo el mediodía de arañas y
chillidos de murciélago, la lava de los sesos fluya de los lacrimales y se
escancien en las primeras tazas de café denso e hirviente que bebe junto a la
ventana mirando a la nada, a las aceras grises sin árboles y coches aparcados
en sus bordes o encima de ellas, calzadas mínimas de asfalto salpicado de
rotos…
¿Qué
nos queda?
El
vacío.
La
degradación interior, aquella tan oculta como la conciencia.
La
dejadez.
La
renuncia. O un grado más allá de esa pasiva inactividad: el asco.
El juego de hacer versos.
Desmenuzar
los recuerdos, dejarlos hechos trizas hasta confundirlos del todo, que es una
manera efectiva de falsearlos, de negarlos.
¿Qué
nos queda?
El
telediario del día que da repaso a las atrocidades de la muda conciencia colectiva zascandileando a cuatro
patas, bien abierto el agujero del culo (que le den), inmune a los desastres y
los caprichos de la tierra, sometida a la sonrisa cínica del carota televisivo,
ese beneficiario de las políticas que miente como mea y arroja la baba de su
ternura a instancias de un sentimentalismo de folletín. No llora por las injusticias
del mundo, lo hace a través de sus raquíticas emociones.
¿Qué
nos queda?
La
puerta se cierra de golpe. Es un sonido terminal: de aquí al infierno de las
pesadillas.
¿Se
ha ido este intruso en la memoria?
No.
Es la hermana pequeña.
¿Y
ésta qué pinta aquí ahora?
(Tal
vez lo sepamos más tarde.)
Pero,
¿el tipo, ese Boceto indagador, se
fue?
Quedó
de testigo danés, escondido tras cortinas y una oscuridad que ya se disipa.
Sombras,
pues, que hablan y fisgan.
La
mujer matemática no se ha sorprendido lo más mínimo por la llegada de la otra:
vive en lo intempestivo de viernes a domingo. ¿Qué de extraño hay en que a una
la visite su hermana pequeña la lóbrega madrugada de un sábado? Anda, tómate
una copa, querida, que ya ha alumbrado el nuevo día.
¿Dónde
estamos?, se pregunta Boceto detrás
de la cortina.
En
la quinta dimensión.
¿Qué
ocurre?, pregunta la hermana mayor, pero lo inquiere sin urgencia, con la
pasividad moribunda de la que está de vuelta.
No
está sola la hermana pequeña con su suceso, trivial o cruento. Detrás de ella,
todavía sin traspasar el umbral de la puerta, asoma la cabeza pelirroja de un
adolescente. Trece años a lo sumo.
El
mozalbete da un paso a delante y se adentra en el reducido salón. Se percata
enseguida del testigo danés observador de sombras entre las cortinas, pero no
le importa para nada su presencia, ya está al cabo de la calle de las
excentricidades de su tía. Tampoco le sorprendería que dormitara un león debajo
del sofá o que esos dos hubiesen cenado hace unas horas un par de serpientes de
cascabel a la brasa.
Ambos,
madre e hijo, llevan una mochila a la espalda y en la mano una maleta de escaso
tamaño, casi un portafolios, con un
cuchillo entre la ropa interior ella, y una bolsa deportiva el chico.
Bonita
perspectiva, se las promete Boceto.
Ha recobrado la lucidez de forma instantánea: la excitante actualidad ha
disipado los vapores del alcohol trasegado durante horas. Aquí hay una
historia, un entretenimiento inusual. Atento, abre bien las orejas. El día que
amanece anuncia nuevas interesantes.
Esa
misma mañana (de ayer viernes, más o menos a estas horas primerizas del día
siguiente) el excura se ha declarado homosexual con titubeo culpable pero sin
equívocos ante su mujer y su hijo. Hay desayunos realmente indigestos, comienzos
que son finales inesperados que dan paso a comienzos impredecibles. El resto
del día para esos dos, agarrotados por la sorpresa, ha constituido un
deslizamiento a la perplejidad, un desvanecerse entre las cosas cotidianas que
ahora carecían de mérito y se revelaban absolutamente vanas e intercambiables,
de una sosería indescriptible. El excura les ha pedido un día y medio para
desalojar del piso sus escasas pertenencias y reunirse con su amante actual, un
mediocre escultor de muy escasa nombradía que imparte clases en un taller
artístico para ociosos en el barrio de El Carmen. Madre e hijo reúnen lo
indispensable para el día y medio de tregua y salen a la calle sin decir
palabra; la una porque no acierta a elegir ninguna que tenga sentido; el otro
porque asume perfectamente lo que está pasando y piensa que no hay nada que
decir, cosas de adultos.
He
perdido la fe, diría el cura antes de romper los votos.
¿La
fe o el interés?
Y
, ahora, ¿qué?
Le
guía la estrella del norte: ya sé lo que soy: cuántos fraudes innecesarios a
dioses y a humanos.
La
repudiada y el hijo indiferente salen de casa y dan unas cuantas vueltas por la
ciudad recién despierta, aún gris y desapacible a pesar del incipiente sol.
Acaban sentados en el Parterre, en un banco cerca de los ficus. Hacen tiempo
hasta que se abran las puertas del centro comercial. Un rato después, merodean
por la primera planta, en la sección de librería, acarreando las mochilas, la
maleta y la bolsa. A media mañana suben hasta la quinta planta y almuerzan unas
tostadas con jamón. Luego, el día eterno de colores desvaídos, paseos a ninguna
parte… Cansados de las mochilas, desganados, ya en la noche, vuelven a casa. El
excura ha desaparecido, pero volverá el sábado por la mañana: varias maletas y
bultos en el diminuto recibidor así parece indicarlo. Quién sabe a qué hora.
Ello les inquieta algo. No desean encontrarse de nuevo con él. Duermen
vestidos, cada uno en su cama. A intervalos de unos pocos minutos la madre y
hermana pequeña se despierta sobresaltada sin atinar a pensar con claridad:
sabe lo que está pasando pero no entiende nada de lo que está pasando, al igual
que sucede en la cortas pesadillas de la duermevela. Antes del amanecer, sumida
en un letargo desconsolador que le oprime hasta el llanto, un llanto seco,
irremediable, se levanta y rompe el sueño del hijo. Otra vez en la calle.
Buscan un taxi nocturno que les conduzca al costado de la hermana mayor, la
mujer matemática. Tardarán una semana en regresar al piso, entonces ya vacío,
absuelto de todo pecado, limpio de culpas.
Las
dos hermanas abandonan el salón y dejan solos al hombre y al adolescente:
asistamos a ese diálogo entre el fantasma y el hijo.
¿Qué
lees?
Mangas.
Y tú, ¿qué haces?
Soy
profesor de historia del arte.
¿Y
eso qué es?
Nada.
Digo lo que otros han hecho.
¿Y
pagan por eso?
Bueno,
así están las cosas.
Entonces,
seré profesor. ¿Qué haces detrás de las cortinas?
Espío
a los chicos que leen mangas y también la vida difícil de los adultos.
Las
hermanas hablan entre sí. La mañana ha avanzado y ha dejado atrás la grisura.
El hermano pequeño debería irse. Es un estorbo dada la situación, pero… El
apartamento está lleno de esta primera luz del verano misterioso, irreal.
¿Cuántos
años tienes?
Trece.
¿Pagan
por leer tebeos?
No.
Pareces
el hermano pequeño de tu madre. ¿Cuántos años tiene ella?
No
lo sé. Treinta y tantos, supongo.
¿Qué
piensas de tu tía?
No
sé. No suelo pensar en ella. Es profesora de matemáticas. A veces no entiendo
lo que dice. Un lío. En realidad, me fastidia bastante verla.
(Apenas
le comprendes porque anda con el cerebro un tanto desmadejado y farfulla como
todos los borrachos ocasionales. Con ellos resulta todo intimidante, sumamente
incómodo.)
¿Tu
padre es pelirrojo?
No.
Que
raro. Tu madre tampoco lo es. ¿Lo es alguno de tus abuelos o abuelas?
No
vive ninguno de los cuatro. No sé si uno de ellos lo era. Nunca se me ha
ocurrido preguntarlo. ¿Por qué estás aquí? ¿Eres el novio de mi tía Virginia?
No.
Pero un hermano mío lo fue. Era un buen tipo. Ahora está muerto. Está en el
cielo.
Entonces
¿quién eres?
El
fantasma que anda detrás de las cortinas.
Menuda
ocupación.
No
te creas, es de gran provecho. Se aprende mucho acerca de nuestros semejantes
desde el sigilo y la paciencia.
No
entiendo lo que dices. Y no me gusta la
luz de la madrugada. Además, siempre tengo frío a estas horas, aunque sea
verano.
Se
anuncia un sol esplendoroso en poco menos de una hora.
¿De
qué se murió tu hermano? ¿Era más viejo que tú?
Di
mejor por qué murió. Era unos años mayor que yo.
¿Por
qué murió?
Se
ahorcó. Pero eso tú ya lo sabías. Nada más entrar en este salón has mirado el
techo, buscando el lugar del crimen. Los tipos que leéis mangas tenéis un lado
oscuro, os seduce lo macabro.
Bueno,
conocía la historia, sí…
No
conozco un solo adolescente que no dude en vivir del crimen, de la mentira o de
la sopa boba. Al final, casi todos os conformáis con los videojuegos o… el
manga. Después uno crece, abandona la habitación en casa de papá y mamá y se
hace agente de seguros, médico, peón de la construcción o acaba de funcionario
del estado. Todo muy excitante en este año del Señor de 1993.
¿Tienes
hijos?
No,
pero estoy felizmente casado con una eva. Podría decirse de mí que soy un ser
afortunado que habita en el paraíso rodeado de exquisitos frutos y cogido de la
mano de la más bella de las mujeres. Vivo en un éxtasis perpetuo. Ni yo mismo
me lo puedo creer. Reboso felicidad por todos los poros de la piel.
¿Por
qué no tienes hijos?
He
tenido padres y hermanos. He sido hijo. Sé de qué va el asunto, y no suele
terminar demasiado bien.
¿Te
acuestas con mi tía?
No.
Sólo bebo con tu tía. Y sólo los viernes. El capítulo que hemos abierto entre
los dos está muy próximo a acabar. Ya no da más de sí.
No
me gusta el alcohol.
A
nadie le gusta el alcohol hasta que un día uno descubre que puede dejar de ser
de carne y hueso y convertirse en un muñeco de cartón, que es una materia
excelente: no piensa, no sabe, no contesta, no es.
Yo
no pienso beber jamás. Lo juro.
Eres
demasiado joven para ser un bravucón. Espérate unos años antes de soltar
baladronadas. Si crees que los mangas te van a servir de algo en las tesituras
de la vida estás listo.
Me
dan asco los borrachos. Mi tía lo es… Y
mi padre empinaba el codo de cuando en cuando. Sobre todo este último año. Casi
no podías hablar con él cuando llegaba a casa por la noche, si es que aparecía.
Siempre estaba triste. Sólo quería meterse en la cama.
No
me extraña. Un excura que se casa, tiene un hijo y al cabo de los años descubre
que es homosexual y cambia su familia por un amante picapedrero y barbudo. Era
otro acartonado sin remedio. No tençia otra solución.
No
quiero volver a verle.
Por
mucho que cierres los ojos, lo vas a ver; por mucho te alejes de él, incluso
aunque te escondas en Dinamarca, lo vas a ver.
¿De
qué le ha valido renunciar a tantas cosas?
Yo
también creía que no iba a hacerme mayor. Pero un día el mundo que conocías se
va a hacer puñetas y todo a tu alrededor comienza a cambiar. Ya nunca es lo
mismo. Tú todavía estás buscando la isla del tesoro, porque a tu edad ésa es una
de tus obligaciones. A esa isla se puede llegar de muchas maneras. Una de
ellas, leyendo mangas. Supongo. Y, ¿sabes una cosa? Sí que existe la isla del
tesoro, a pesar de que sean muy pocos los que ponen el pie en ella. Está un
poquito más allá del horizonte, así que necesitas hacer un largo viaje para
descubrirla y los años que te permiten llegar a buen puerto acaban muy pronto.
Y por si esto no fuera bastante, tampoco tienes el mapa para arribar a su
costa. El tiempo que tenemos la mayor parte de nosotros lo perdemos por el
camino, de modo que lo único que consigues al final es acabar en tierra de
nadie con una cartera llena de tonterías en la mano... y conformarte con tomar
un par de copas de ron en un bar Charlie
a la salud del tío de la pata de palo.
Hablas
como un viejo.
Lo
soy. Tengo la edad de Cristo.
¿Eso
es ser viejo?
Eso
es ser perfecto. Estar al punto. No te matan, pero te clavan en pelotas en una
cruz hecha de gruesa madera y allí te dejan colgado para toda la eternidad
pudriéndote durante milenios.
¿Te
sacan el corazón del pecho los picos de los cuervos?
Depende
de la imaginación.
¿A
qué sabe un corazón humano?
Cualquiera
sabe. A sangre, imagino. Además de los mangas, ¿qué otra cosa te gusta?
La
geografía.
¿La
geografía? ¿No es un tema muy árido ése?
No
sé.
¿Quieres
ser cartógrafo? ¿Explorador acaso?
No,
qué va. Qué tontería. Quiero ser profesor de Geografía e Historia.
(Otro
con un portafolios lleno de necedades y sueldo mensual… ¡y hasta calculador de
quinquenios!)
¿Cuál
es la capital de Yemen del Sur?
San’a.
Muy
bueno.
¿Cómo
se llamaba la capital del imperio azteca?
Tenochtitlán.
Magnífico.
Este
año está siendo muy raro.
Todos
los años 1993 son raros.
¿Qué
significa eso?
Que
los años 1993 como el actual son
extremadamente impredecibles, como todos los años por otra parte.
No
sé.
¿Quieres
una lista de sus más sobresalientes perlas? Ahí van:
Los
ricos también lloran, y alguno de ellos da con sus huesos en la cárcel, muy
lejos de donde amarraba su yate con el que los fines de semana navegaba y
buscaba su isla del tesoro sin necesidad de mapa alguno.
Un
rey sin corona se muere, pero, como suele decirse, a rey muerto rey puesto,
corona incluida. No tardaría este último, que treinta años no es nada, en
venderla de saldo.
Tres
chicas adolescentes, acicaladas y en plan de festividad y maquillaje eternos se
topan con dos ángeles de la guarda en carroza de oro que Dios con su infinita
bondad les envía a la tierra para que les conduzcan por la senda del amor bajo
las hipnóticas luces de los neones de una discoteca y a los acordes de la
música celestial del sábado por la noche. Unos días más tarde aparecen sus
cuerpos ultrajados y sometidos a tortura, violados repetidas veces,
acuchillados con saña y rematados con un tiro en la cabeza, y todo esto a cinco
kilómetros del sofá donde te sientas, de los programas inofensivos pero
alienantes de televisión que ves y de las cortinas que a mí me embozan y me
procuran gran distracción.
El
nuevo himno nacional es un tema de Terra Wan, España es de puta madre. Pero tú aún no te hinchas de mescalina y
los mangas te mantienen a salvo del éxtasis traidor. Eres, a pesar de tus
cochinaditas privadas de adolescente, puro como el agua, que también coloca lo
suyo combinada con la química adecuada: la isla del tesoro existe.
El
sol dora los membrillos… y el círculo de su tiempo los pudre. Ni el pintor más
realista que convoca a la naturaleza logra que ésta participe de la falsedad
circense o mágica del arte.
En
1993 los poetas siguen suicidándose por miedo a sus propias tinieblas o por la
demasiada luz.
Todos
los años se llaman 1993.
¿Tu
madre se llama Albertina?
Sí.
Albertina
es un nombre que inevitablemente me recuerda a Proust. En francés: Albertine,
que era una amazona que murió al caer de un caballo.
No
sé quien es Proust.
Era
un escritor francés enfermizo y fisgón. En realidad, la tal Albertina era más
bien un tal Agostinelli, un tipo bastante ingenuo por honrado, a diferencia de
la Albertine de papel y el propio escritor, que eran para comer aparte. Ya
menguado la apetencia por el sexo, el gentil Marcel quiso presenciar como
mataban y desollaban a una ternera. Empezó a desarrollar cierta fascinación por
la maldad y lo verdaderamente sórdido.
Mi
madre se llama Albertina por mi abuela materna. Así de sencillo.
También
conocí a otra Albertina, una artista mexicana. Creo que te hubiera gustado
conocerla: hacía cosas de la tierra, topografías ideales, imitaciones
texturales, mapas imaginarios o reales, sutiles… Cosas de ese tipo. Trazaba una
geografía de la tierra absolutamente estética sin representación alguna.
Siempre se basaba en lo terrenal, y le gustaban por encima de todo los árboles,
lo cual la definía como una mujer ejemplar.
Yo
no entendería nada de ese arte, a no ser que fuesen paisajes. Aunque también me
gustan los árboles, en especial los ficus, esos armatostes vegetales tan
enormes, en especial el del Parterre.
¡Qué
me dices!
Lo
de los árboles lo entiendo, lo otro no. No se me ocurre que pueda ser una
paisaje imaginario.
Claro.
Tú entiendes de mangas.
Los
mangas no necesitan que los entiendas. Basta con que te lo pases bien con
ellos.
Bueno,
de momento está bien que sea de esa forma. Se empieza a leer mangas y se
termina leyendo a Proust a la hora del recreo.
Eres
muy divertido para ser tan mayor.
Qué
remedio.
(Boceto echa un vistazo al reloj de pulsera.)
Caramba,
va siendo hora de desayunar. Sigo creyendo que es raro que tu madre no sea
pelirroja.
(Hace rato que las dos mujeres permanecen
encerradas en uno de los dos dormitorios.)
Me
temo que vas a estar aquí bastantes días, chico. No te desanimes. Es un bonito
apartamento, aunque sin vistas, lo que invita a la reflexión. Atención a lo
interior.
No
me importa si las cosas terminan arreglándose.
¿Y
cómo se arreglan las cosas?
Cuando
mi padre desaparezca de una vez por todas y mi madre y yo volvamos a nuestra
casa.
En
ese caso puedes darlas por arregladas. Mírame a mí, un pobre huérfano, solo en
el mundo tan horrendo. Esto no hay quien lo arregle. Y ni siquiera tengo un
manga al alcance de la mano para enjuagarme las lágrimas.
Pero
estás casado. ¿Eso no cuenta?
Mi
amada esposa nunca puede cumplir el papel de madre o el de padre y mucho menos
el de hermana. A veces dudo hasta que actúe de esposa. Se limita a ser una
amante ocasional… y muy fogosa.
Me
hablas como si yo tuviera tu edad. Hay muchas cosas todavía que no me importan
nada. Y me parece de muy mal gusto lo que has dicho de ese Agostinelli.
Amigo,
creo que incluso tienes un par de años más que yo. El mundo al revés: voy a
tener que empezar a leer mangas a la hora de la merienda y apartar a un lado al
señor Proust, a ver si me espabilo.
¿El
señor Proust está vivo?
Estuvo
vivo, pero incluso durante ese tiempo que estuvo vivo pasó muchos años muerto,
se alimentaba de la memoria, que tergiversaba a sus anchas, y escribía en una
habitación oscura y maloliente. Vivía en otro tiempo muy pasado para él y para
todos los que recordaba. Pero dejemos al señor Proust encerrado en su negro
sepulcro. A propósito, ¿cuántos afluentes tiene el Ebro?
No
lo sé. Una docena o dos. Qué más da. Nombrarlos uno por uno no es saber
geografía… Ni de nada, creo.
Efectivamente,
me doblas en edad, chico.
Qué
estupidez.
Aún
no sé cómo te llamas, lector de mangas.
Ignacio.
¡Por
Júpiter!
¿Qué
ocurre?
(Boceto queda unos momentos en
suspenso)
Parecemos
personajes en un escenario doble y surrealista.
¿Podrías
salir de detrás de las cortinas? ¿No te cansa estar escondido?
¿Para
qué? Ibas a desilusionarte. Soy una sombra nacida de mujer (de su costilla), un
fantasma muy pacífico al que le gusta observar a la gente. Un tipo anónimo con
los ojos abiertos. Quiero decir que soy un tipo común. ¿Tú has leído Hamlet?
No.
¿Quién era, otro fantasma?
Algo
semejante. Pero el verdadero fantasma era su padre. Ése, después de hombre, sí
que nació de verdad de las sombras. Hablaba con su hijo que era de carne y
hueso con sus cinco o seis litros de sangre circulando por las venas y arterias
para sostener el tinglado de los huesos y toda la ringla de lo otro. No
obstante, se entendían perfectamente entre los dos. Diálogo apocalíptico.
Supongo que en danés, un idioma bastante sombrío, nada luminoso como el latín y
sus dialectos, pero parece el más adecuado para hablar con un espectro.
Qué
interesante.
¿Te
gusta leer?
No.
Lo hago por obligación.
¿Quién
te obliga a ello?
Mi
profesora de Lengua… Y mi madre de cuando en cuando también se empeña en que lo
haga. Me fastidia bastante con eso. Mi padre se pasaba el día leyendo, pero no
le importaba que yo no lo hiciera. En realidad, creo que nunca me ha tenido
mucho en cuenta.
¿Algún
día te ha amenazado tu madre con quemar tu colección de mangas?
No.
Entonces
no debes inquietarte. Hazme caso. Tú ve a la tuya, devora mangas, aplaude los
goles de tu equipo de fútbol y mira la televisión todo lo que puedas, no vayas
a acabar en brazos de Proust o gente de esa calaña.
Yo
no voy a acabar en brazos de nadie. Sé perfectamente lo que quiero.
Yo
a tu edad también lo sabía, y ahora no tengo la menor idea de qué era aquello
que quería, ni siquiera sé cómo aprendí a andar.
(Pobre
crío: ojalá no le dé por pensar en su progenitor acunado en los brazos peludos
de otro hombre.)
¿Tu
padre sabía que leías mangas?
Mi
padre no sabía casi nada de mí. A él le daba lo mismo. Como si leyera el
Quijote, la Biblia o Mazinger Zeta. El verdadero enemigo de mi padre era la
sociedad y no su familia.
¿Has
leído el Quijote?
No.
Una
pena. A pesar de colérico, prepotente y propenso a liarse a mamporros con quien
se tercie, don Quijote era un tipo de gran comicidad, más que su escudero que
sólo le sirve de frontón para sus ocurrencias y dislates. Te reirías de buena
gana, ni siquiera puedes imaginártelo, leyendo sus aventuras y sus parloteos a
solas o reconviniendo a su pobre interlocutor Sancho Panza a lomos de su burro
y a expensas de las continuas locuras de su amo. El escudero, pobretón y
servil, tenía tan buen juicio, en buena medida hijuelo bien mamado del
refranero, que jamás soñaba otra cosa que en conseguir la pitanza obligada del
día y la noche.
Probablemente
no leeré ese libro nunca. Y estoy seguro de que mi profesora de Lengua tampoco
lo ha leído, aunque lo disimule contándonos la vida y milagros de Cervantes
que, por cierto, aparece con pelos y señales en el libro de texto. No creo que
una biografía escrita siglos más tarde explique un libro y... ¡menos todavía a
su autor! La tipa con su voz engolada de marisabidilla emplea las horas
explicando cosas y hechos que no necesitan de ninguna explicación. Malgasta de
ese modo su tiempo porque para eso le pagan. De hecho, creo que actúa como
profesora, finge que lo es. Es una novata.
¿Y
qué has leído de la Biblia?
(¿De
verdad piensas que el hijo de trece años de un excura que después de una década
de casado descubre que es homosexual y abandona a su familia para liarse con un
tipo barbudo va a perder el tiempo leyendo capítulos de ese libraco sin pies ni
cabeza?
Menuda
mixtura la del Libro de Libros y la tuya propia. No me extraña que hayas
madurado bajo el sol más furioso, obcecado y… fértil, listillo.)
No
sabes la cantidad de material aprovechable que la Biblia suministraría a los
guionistas de mangas: traiciones, guerras sangrientas, masacres, venganzas,
adulterios, incestos… El paquete completo.
Alguien
tendría que dibujar todo eso. Y yo no sé dibujar.
Puedes
imaginarte las escenas. Las verdaderamente macabras o eróticas, que de todo
ello hay en la Biblia, se dibujan solas en la mente. El Antiguo Testamento es
un compendio para leer con una sola mano. Sexo y sangre. Un venero incesante.
Te pierdes dos buenos juguetes de entretenimiento por prejuicioso.
Prefiero
aprender japonés. Me fascina todo lo de aquel país.
¿Qué
sabes del Japón? ¿Lo que lees en los tebeos? Pues estás listo, amigo.
¿Tú
has estado en Japón?
Naturalmente.
Soy un hombre de posibles. Veinte horas de vuelo y acabas dando vueltas en
Shibuya como una peonza.
Me
he jurado a mí mismo que a los veinte años viajaré a Tokio.
Vas
por buen camino: profesor… de Geografía: renta segura.
O
de Historia.
Fatalmente
ambos casos terminan siendo lo mismo al final: se acabó la aventura y la
búsqueda de la Isla del tesoro. A vegetar.
(La
de cosas y hechos insólitos que arma la vida. Este ya piensa en el retiro con
una geisha sentada a sus pies
chupándole la polla y leyendo mangas a discreción. Qué arquitectura atroz… o de
trivial disposición como la que proporciona un mecano para jóvenes con
facilidad para las componendas.)
(¡Dejarás
de una vez esa guarida de cortinas! Descorre el telón, Hamlet. Una estrategia
de crueles represalias familiares y económicas debe urdirse durante el largo
coloquio entre esas dos hermanas. Aguarda tu hora. La hermana pequeña y madre
de este prodigio zampamangas en algún sitio ha de buscar refugio de sus penas
en cuanto pase el tiempo de redención: ¡repudiada por un hombre excura que
busca el amor de otro hombre! A punto de caramelo la he de tener en breve.)
(Una sonrisa torcida de perversidad asoma
fugaz en el rostro de Boceto.)
Tokio…
Deberías tener cuidado. Hay muchos pasos en falso en esta vida.
Te
dije que sé lo que quiero. Primero, profesor de instituto; luego, la aventura…
Y
el placer…
En
el dos mil tendré veinte años y un sueldo seguro. Me habré situado, como suele
decirse. Estaré entonces listo para el Japón, sin problemas de dinero.
Independiente. Vacaciones las habrá sobradas durante el curso escolar. Y no
necesitaré a nadie que me acompañe.
De
eso estoy seguro. Es lo que te hace temible: estás a gusto solo. Y encima
hablas como un viejo total. Sólo te hace falta para acabar de criminal una
katana en el cinto.
¿No
te gustan las katanas? Son un objeto bello, una artesanía bélica milenaria que
precisa de gran minuciosidad en su fabricación.
Prefiero
una navaja suiza. Grado de capitán, o así. Te saca de muchos apuros.
Esa
es una navaja de corto alcance. La katana te rebanaría el cuello antes que la
hoja de tu navaja brillara a la luz del sol.
Pero
descorcha a la perfección una botella de vino, monda una manzana de maravilla y
ajusta varias clases de tornillos. Incluso las de mayor grado llevan incorporan
una pequeña y gruesa lupa muy eficaz para preparar en un santiamén una fogata y
calentar el té de las cuatro.
El
té de las cinco, querrás decir.
Los
españoles siempre vamos por delante. Y los japoneses todavía más. A esa hora se
desayunan bien despiertos. El mundo es una cosa curiosa. En el fondo, no existe
un hombre o una mujer que sean originales del todo. Estamos hechos en serie a
despecho de la variedad de patrones culturales, gustos y costumbres sociales.
Nada nuevo bajo el sol… Por cierto, éste es un dicho de la Biblia. Del
Eclesiastés… Creo.
Mi
padre y tú habrías hecho migas.
Ahora
que lo dices, y lo pienso, no he comido migas en mi vida. Es comida de gentes
toscas y sin urbanidad, como la morcilla, que es cuajarón de sangre, o los
repugnantes e indigestos callos flotando en salsas indescriptibles.
¿Tú
has comido arañas o cucarachas? En algunos países se comen bichos de esa clase.
Probablemente
he comido cosas peores de las que mencionas, pero no me he dado cuenta de
resultas del mucho vino trasegado mientras comía. De seguro que las
condimentaban de tal forma que me era imposible adivinarlo. Carne de perro, por
ejemplo. O de gato. Puede que incluso de rata arbellonera.
En
China se comen a los perros, y en México comen hormigas y saltamontes. Y en
Islandia la especialidad de los lugareños es tiburón podrido ahogado en vodka.
Ni
los franceses se salvan: se llevan a la tripa ancas de rana con gran deleite.
Y
caracoles babosos.
Y
aquí nos comemos a los toros, y a los caballos y a los pollos, sin cabeza o no,
a las incautas ovejas, y a esos cochinillos y corderos lechales que apenas han
abierto los ojos al mundo ya los degüellan sin compasión y te los sirven en
bandeja aderezados con verduritas varias.
¿Qué
es lo más raro que has comido?
La
Hostia Consagrada que, dicho sea de paso y sin malicia ninguna, no sabía
absolutamente a nada. De una insipidez total. Mis padres, que eran la crueldad
personificada y contradictorios hasta la medula, me matricularon en un colegio
de religiosos, los Agustinos. Los domingos nos obligaban a ir a Misa mayor, que
se celebraba en la Iglesia aledaña al colegio ya que la capilla del propio
colegio era un dedal comparada con ese templo frío y tenebroso, así que nos
malograban el día festivo de la semana a conciencia, nos robaban unas horas
preciosas de la mañana. Pasaban lista, amigo, de modo que el lunes, cuando volvías
a clase, te la jugabas. También nos obligaban a tomar la comunión una vez
confesados los sábados. La de porquerías que te forzaban a confesar bajo la
amenaza de una muerte con la barriga plagada de gusanos y purificada después
por el fuego eterno. En venganza, una vez tenía la oblea presuntamente sagrada
en la boca la masticaba con todas las de la ley, la mía, sin el menor
escrúpulo. Todos los domingos me convertía en un caníbal que devoraba el cuerpo
de Cristo a dentelladas. A decir verdad, era parco yantar, por decirlo en
castellano viejo, en comparación a esas comilonas de garbanzos, judías, tocino
y muchas berzas que engullía Sancho Panza. Cuando se te pegaba la Hostia
Consagrada al cielo del paladar no había manera de desprenderla de allí, se deshacía
ella sola en grumillos inmasticables y no podías hincarle el diente. A mí eso
me ponía de muy mal humor. Otra Hostia Consagrada que se ha ido al cielo,
rezongaba. Y me decía inocente de toda culpa y no sin satisfacción: menos mal
que a esta hora tengo la tripa llena de las magdalenas del desayuno y de
inanición no voy a morirme.
Yo
me hubiera escapado de todo aquello.
Eso
hacía yo todos los días de mi vida de niño, escaparme… Pero a la hora de la
comida ya estaba sentadito a la mesa con la boca abierta y la cuchara en la
mano. Un estómago vacío pesa mucho para ir andando por ahí de justiciero con un
bacín por montera contra la sinrazón del mundo.
Yo
no hubiera soportado a esos carceleros con sotana. He estudiado en la pública
hasta ahora. Habría huido sin dudar.
¡Qué
valiente eres con un manga en una mano y
enarbolando con la 0tra una katana de papel de pulpa! ¿Huirías como tu padre?
Míralo ahora, al excura abrazado a unas barbas… Uno que no sabía lo que llevaba
entre manos hasta que tuvo un vástago de trece años y una mujer de treinta. Al
parecer, es ahora cuando se ha escapado de verdad, hasta de él mismo. A buenas
horas, mangas verdes, que diría el Panza.
No
me gustan los refranes.
La
verdad es que tampoco a mí. Se me antojan un auxilio facilón para rematar un
comentario.
Un
refrán parece cosa de antiguos.
Me
temo que he de darte la razón en eso. Veo que sigues siendo más viejo que yo,
chico. Apelar a ellos es propio de gente que se echa al coleto ayudado por el
vino cosechero morcillas, tapas de chicharrones, guisado de rabo de toro, sesos
hervidos de cordero o de cerdo rebozados y fritos en harina, gallinejas y
mollejas sanguinolentas en cazuelita. Por otra parte, el último refrán, el que
cierra el refranero, y hay más de sesenta mil dizque un libraco del siglo XIX
que tengo yo debajo de la cama, es el que demuestra mayor veracidad y nos hace
justicia a todos los humanos desdeñosos de las sentencias a rajatabla: no hay
refrán antiguo que no sea mentira vieja.
(Boceto, para sí, en un aparte: éste va a
terminar en un Charlie antes de lo que el pobre se imagina.)
¿Qué
piensas que Ptolomeo, al que tanta importancia se le ha dado, afirme que la
Tierra es el centro del universo y que el sol gira alrededor de ella cuando
trescientos años antes otro griego como él, Aristarco, de menor fama, precisase
que era la Tierra la que giraba en torno al sol, que era una verdad tan grande
como todo el mundo antiguo?
No
sé. El mundo es un lugar confuso. Y el enredo de sus habitantes aún más. Y el
tiempo mata a unos más que a otros.
(En otro aparte: Este no tiene salvación:
sigue el camino recto.)
Chico,
ya te veo en Tokio olisqueando el maquillaje perverso y las entrepiernas de las
minifalderas niponas. Te estás haciendo a ti mismo a conciencia.
(Boceto, en otro (y van…) aparte: Y
cuando vengas de Tokio ¿qué? Yo te lo diré muchacho marisabidilla: Charlie, eso
es lo que te espera al cabo de los años, te aguantarán los charlies de la noche
eterna. Este ni se nos casa.)
¿Qué
pasa con las madres?
Con
la mía, nada. Sólo que me tuvo con un cura que la sedujo…
(Con la Hostia Consagrada.)
¿Por
qué no te gusta tu tía?
¿Por
qué no te gusta tu madre? ¿Ha muerto?
No.
¿Y quién te ha dicho a ti que no me gusta mi madre?
Eres
de esa clase de tipos. Se os nota. Pareces huérfano, o uno de esos que lleva en
la cara que ha nacido en una inclusa.
Hace
muchos años que no sé nada de mi madre. Bueno, a nivel personal quiero decir.
Es artista. Va por ahí dando tumbos, algunos más sonados que otros. De vez en
cuando oigo hablar de ella. Yo tenía poco más que tu edad cuando desapareció.
¿Qué
pasó con ella?
Que
era un coño sin ataduras. Tomó las de Villadiego.
Eso
es un refrán.
Se
me permiten algunas licencias. No olvides que yo soy mayor que tú y ambos somos
personajes de papel. De papel… de pulpa, que es el bueno.
Y,
¿ahora?
Como
Tántalo, ni agua ni fruta.
No
sé que significa eso.
Y
yo creo que tampoco. De todos modos, no tengo complejo de Hamlet. Te lo
aseguro.
Ya
volvemos a Hamlet. ¿Qué me importa a mí ese tipo?
Tu
naciste de un cura, y éste Hamlet vivía al dictamen de las sombras. De ellas
nació. Un tipo vengativo en modo vicario. El último acto de su vida es todo un
sacerdocio de sacrificios.
¿Quién
lo conminaba?
¿Conminar?
(En aparte: Caramba, enjundiosa manera de expresarse la de este mozalbete.)
Pues lo urgía el espectro de voz atronadora aunque soterrada. La sombra
habladora, pero más que a la amenaza apelaba al deber filial de limpiar su
honra y vengar su muerte a manos de los incestuosos adúlteros.
¿No
sería tu padre de… ficción?
Mi
padre era catedrático de historia del arte. Le interesaba Paul Klee, gente de
esa condición, hasta Rothko, que no sé qué hacía en esas excursiones. No tenía
nada que ver con Shakespeare, aunque lo había leído a conciencia, o, al menos,
eso contaba él. Cualquiera sabe; un poquito de relumbrón, quizás, había ahí.
Típico de mi padre ese lucimiento solapado. En fin. La madre del vástago de la
sombra le era infiel al marido, el anterior rey, con el hermano de éste, el
actual rey, que ha enviado sus tropas a Polonia. De hecho, al final del drama,
aún se nos revela que sus ejércitos regresan victoriosos de aquel país lejano.
Parece
un folletín.
Todas
las historias que se cuentan son folletines. Dejan de serlo al leerlas o
contemplarlas tal y como se concibieron. El lenguaje escrito, pictórico o
cinematográfico con el que se han urdido con genio u honrada dedicación las
salva de la vulgaridad y lo esquemático.
De
modo que Hamlet descubre el pastel: la sombra ha sido traicionada.
En
efecto. Y además, el rey y adúltero se deshizo cruelmente de… ella. Se disipó
en el Hades… ¡como una sombra!
¿Tu
padre ya no vive?
Murió
el año pasado. Una tarde del junio florido. Era un tipo realmente memorable. Ya
le he perdonado hasta mi existencia, que ya es decir.
¿Por
qué se llamaba Carlos tu hermano, el que se ahorcó?
Por
Carlos Marx. ¿Sabes quien era?
Creo
que sí. ¿Un político? ¿Era pariente vuestro?
Bueno,
dejémoslo estar, lector de mangas. Volvamos a Hamlet: hijo de una sombra y una
adúltera. Hay madres de mucho cuidado.
La
mía, no.
Espérate
hasta el último acto, escena tercera. Como suele decirse, la ópera no acaba hasta que canta la gorda.
¿Cuántos
años tiene Hamlet?
No
se sabe. No se nos dice. Un tipo en edad de merecer. Si se hubiese casado con
la dulce Ofelia habría engordado felizmente y moriría en su cama rodeado de sus
seres queridos, palaciegos o no. Aunque ahora que lo pienso el tipo andaba
sobrado de kilos: es grueso y de corto aliento. Lo dice su madre. Y escrito
está por Shakespeare. Y una madre no miente, ¿verdad? Y Shakespeare todavía
menos.
¿Quién
es Ofelia?
La
hija de uno que espiaba tras las cortinas, un tal Polonio. Un cortesano servil.
Como
tú haces. Sal de ahí de una vez, pareces esa sombra parlante de la que tanto
hablas.
Aquel
Polonio era más ingenuo, más bonachón. Así le fue.
¿Acabó
mal?
Hamlet
lo atraviesa con una espada y muere, ¡tras las cortinas!, sin enterarse de nada
de lo que realmente ocurre en esa corte danesa de los milagros. Más tarde, ya
al final de la hecatombe, su hijo Laertes sucumbe en el transcurso de un duelo
a florete donde todo es perfidia y maquinación. En la misma escena, ya en los
flecos, Hamlet mata al rey, el hermano de la sombra, y a su vez, herido él por
la punta emponzoñada del florete que esgrimía
su contendiente, muere en poco tiempo.
¿Qué
pasó con aquella Ofelia?
Hamlet
la había vuelto prácticamente loca. Canturreaba y decía estupideces como que la
lechuza es hija de un panadero. El tipo, fingiendo o no, le aconseja que se
encierre en un convento o que se case con un tonto, pues al parecer los tontos
no se dan cuenta que lo son y una mujer puede hacer con ellos lo que le venga
en gana. La virtuosa e infeliz Ofelia acaba ahogada al precipitarse a un arroyo
bordeado de sauces donde fluyen flores y hierbas silvestres. Una muerte
cenagosa, se nos detalla.
¿Y
la reina?
La
madre, la mujer, quieres decir.
(Como
ya se ha dicho, todo parece haberse dicho ya, hay madres que más que venderlas
las regalarías.)
La
adúltera paga con su vida. Había bebido inocentemente del brebaje envenenado
destinado para Hamlet, y la sustancia fatal la fulmina en cuestión de un
instante entre arrepentimientos y exclamaciones entrecortadas.
Así
contado, resulta todo muy infantil y simplón, como aquel público de entonces,
supongo.
No
eran tan cándidos. Ninguna época lo es. Por otro lado, yo he narrado parte de
la historia, una truculencia, ya lo sé, pero tú no has contemplado, oído, que
para eso estaba escrito, o leído Hamlet,
un drama teatral que no tiene nada que ver con los escabrosos folletones del
siglo diecinueve ni con las comedias de capa y espada, como puede ser una de
tantas, que no las principales, escritas por Lope de Vega en horas
veinticuatro. A Shakespeare hay que oírlo sobre las tablas. Actúa la palabra.
Igualmente puedes leerlo, pero en este caso nos alejamos cuatrocientos años de
su verdadera esencia. Shakespeare escribía para la escena, para los oídos, para
la inmediatez de un público sacudido por los sucesos y los lances de la acción
acaecidos a unos personajes charlatanes que eran juguete no del destino, como
pudiera creerse, sino de sus propias miserias y debilidades humanas, de las
usurpaciones o dislates y excesos en los que incurren. Al contrario de lo que
sucede con Cervantes, que hay que leerlo y huir como de la peste de cualquier
ocurrencia o traducción teatral o visual de su obra, en especial las que
perpetran del Quijote. Cervantes es, ante todo, estilo y sabiduría literaria,
un clásico, un potentado del idioma, y eso es imposible de trasladar a
cualquier otro medio de expresión fuera de su soporte natural, la escritura.
No
me gusta el teatro, profesor. Prefiero el cine.
¿Te
gustan las películas japonesas? Kurosawa, Ozu, Mizoguchi, Ichikawa, Oshima…
Creo
que no he visto ninguna… Y esos títulos
que mencionas no los he oído en toda mi vida. Yo sólo veo los mangas filmados.
He visto centenares de animes.
No
son títulos. Son directores cinematográficos.
Pues
lo mismo.
¿Así
que te gustan los dibujos animados? ¿No eres demasiado joven para empezar a
mentirte?
Qué
ignorancia. No tiene nada que ver con Bob Esponja, los estudios de Pixar o los
monstruos semejantes que vomita la Disney. Hay decenas y decenas de animes que
son auténticas obras maestras.
Ilumíname
con una de ellas.
Pues
verás…
(Bien
empezamos, que esto es cosa de tebeos. ¡Lo que hay que ver…!)
Despierta
el día en Tokio.
En
una casa de estancias sosegadas se disipa la oscuridad ante las primeras luces
de la madrugada. La gran ciudad y sus gentes se ponen en movimiento, todo puede
ocurrir entonces, hasta lo más extraordinario. Un lobo gris se levanta del
suelo y con gran parsimonia se dirige a la puerta iluminada por la claridad
eléctrica del pasillo de afuera.
¿Qué
hace un lobo en una casa moderna?
¡Y
yo qué sé! Acaba de abrirse el telón, aún es pronto para comenzar con
dilucidaciones y fruslerías. Ya se verá.
Es
un principio chocante.
Tal
vez. La lógica del manga es arbitraria. Va creando sucesos con el único interés
de mantener viva la atención del lector o espectador de la historia.
Cuando
yo era muy pequeño de los tebeos sólo me interesaban los dibujos de las
viñetas. Nunca leía los bocadillos. Me enfrascaba en la acción.
Pensarías
que estabas viendo una película. O preferías creerlo de ese modo.
La
historia comienza con el exterior de una casa sosegada durante el amanecer…
Al
parecer, cuando el lobo se pone en pie, hay una luz proveniente del pasillo que
ilumina con intensidad la escena. ¿No es un contrasentido?
La
habrá encendido alguien. Lo primero que hace la gente cuando se despierta es
encender luces, abrir puertas, hacer ruido, dejar correr el agua, preparar el
desayuno.
Y
todo esto en un casa del Tokio del siglo XX donde habita un lobo como si fuese
la mascota de la familia.
Un
comienzo magnífico desde mi punto de vista. Lo intrigante debe asomar
enseguida.
Entiendo.
Ya sé que estoy metido en un albur que no requiere explicación ni permite
averiguaciones preliminares. Intentaré recordarlo. No obstante, no me gusta
situarme más allá de unos límites razonables de comprensión.
Sé
niño otra vez. Déjate llevar. Y, en efecto, olvídate de los bocadillos.
No
me entusiasma nada oír como te expresas a la edad que tienes. No es lo habitual. Aunque, claro, el hijo de un
cura debe ser algo especial, imagino.
Y
a mí no me cuadra que un tipo de tu edad se esconda detrás de una cortina. Eso
no lo hace en absoluto especial pero sí muy excéntrico.
Así
que un lobo gris, de aspecto imponente.
Podemos
decirlo de ese modo.
No
me imagino el desenlace de todo esto.
Los
mangas no necesitan un desenlace, al menos como los que tú supones. Toda la
historia es un pretexto para reflejar unas imágenes que cautiven sin más ni
más, que te sacudan como lo haría un chispazo eléctrico.
Sexo,
violencia y despropósitos.
Está
bien esa definición. Pero yo hablaría de erotismo en lugar de sexo, y la
violencia es doméstica y llevadera por lo regular, naturalmente salvo cuando se
cargan las tintas, que suele ser casi siempre y la sangre corre, y respecto al
despropósito… el que cada uno tenga a bien improvisar.
Un
continente que desafía por entero el contenido.
Todavía
mejor. Has pillado el concepto.
Volvamos
al lobo.
Un
lobo gris, demasiado tranquilo y sigiloso para no resultar amenazador.
En
este momento es cuando estoy seguro de que ese lobo no va a intervenir para
nada en la historia.

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