domingo, 26 de octubre de 2025

32

Era como una costumbre que le descosía de su mundo natural. Por otra parte (otra parte… ese sitio donde anidaban todos los enredos de la madeja que era él), la mujer le hacía sentir una turbación digamos catártica, un  sosegado desorden.

Tampoco les unía ni les importaban los antiguos lances políticos de Fiodorov, y mucho menos evocaban su desgraciado final a modo de un ceremonial indecente y traumático.

El suicidio clausura definitivamente todo tipo de suposiciones, aunque pueda parecer lo contrario: abrevia todas las historias por el ultraje inesperado y abrupto de un silencio ya definitivo.

Si se hubiera inventado un personaje de sí mismo… Vicario lejos del tiznón: un tipo medio feliz de memoria sana y selectiva, de tapa y caña al mediodía y copa al atardecer y el portafolio lleno de expedientes de mínima complejidad y fáciles de resolver, y a la noche, con los niños ya en los felices sueños, terminar la jornada contemplando en compañía de la joven y bella esposa algún serial televisivo de trama no demasiado exigente, y alrededor de la medianoche, atontado por los bostezos mal disimulados, meterse en una mullida cama de sábanas limpias con el alma en paz y los dientes lavados.

Quedó para el arrastre. Una personalidad tan frágil y, al mismo tiempo, de alma corajuda y fatalista, atareada entre mil y una chinchorrerías como abogado laboralista de un sindicato, y el mundo de afuera un tosco decorado a base de despojos y ruinas bajo una luz opresiva de 40 vatios, y estaba la pública aventura de un pasado tortuoso y al cabo inútil y prescindible del todo en los nuevos y pequeños afanes: los que te rodean saben de dónde vienes, eres un sobreviviente. ¿Adónde puede ir ahora con todas esas cicatrices? Sólo había que esperar la caída.

Eso lo habían sabido los dos, el hermano y la amante burlada.

El atardecer de un viernes, poco antes de marchar a casa, la mujer, muy borracha pareció insinuársele: sobre ella se cernía un fin de semana terrorífico: libros releídos cada vez más desilusionantes, la botella de vodka, la cruel migraña siempre emparejada al insomnio de la noche.

Adivinó el capítulo de años atrás, los párrafos por donde saltaba entre líneas el hermano ahorcado, como si jugara a la comba o le sostuvieran en el aire los duendecillos de sus propias pesadillas.

Sólo descubrió en ella un juguete roto. ¿Iba a recomponerlo él, un manazas al que le temblaba el pulso sin la copa en la mano, lejos del Charlie de turno, sin el público de la bobalicona tropa de sus alumnos que tan superior le hacían creer y le alejaban del temblor, del temor nórdico? ¿Compartirla con el espectro?

¿Sería también él un suicida en potencia, sibilinamente larvado entre sus diarios egoísmos? ¿Se escondería en alguna parte (ese sitio donde anidan todos enredos de la madej…, etcétera) la ideación de autoaniquilación?

No le gustaba nada el sudor frío, y empezaba a notar que le descendía desde el pescuezo hasta la rabadilla. Huyó.

Recapitulemos: él es un estoico en las creencias, un epicúreo de los placeres, un cínico ante los pesares. Aléjate de aquellas malas influencias que te invitan a un reflexión lúcida: sé turbio, el mundo lo es, al igual que la mayoría de los habitantes que lo pueblan sin demasiado entusiasmo y sin ningún provecho, automáticamente: hasta que me llegue la hora. Esa que a todos llega, te dicen ni siquiera con malevolencia, aburridos, condenados la otredad.

Sin embargo, en uno u otro, adelante o atrás, precavidos o inocentes, pero todos hemos subido en alguno de los vagones del tren de la bruja: del escobazo no te escapabas. De modo que depende de la capacidad de cinismo y aguante que equilibre la verticalidad de tu esqueleto el que te libres de redenciones mortificantes

Fiodorov se partió el cuello: un ahorcamiento perfecto. No hubo estrangulamiento, pero evitó con pericia de suicida sabio la asfixia lenta y letal que oscurece lentamente el cerebro hasta dejarlo sin oxígeno por completo. Cuando lo descubrieron estaba frío e inerte como un pez fuera del agua después de unas horas, a punto de ponerlo en venta sobre el mármol de la pescadería. (Así lo pusieron en venta al día siguiente de su muerte, estirado y azul verdoso en la mesa forense, abierto en canal: Ha aparecido ahorcado en el apartamento de su pareja sentimental… etcétera.)

La mujer matemática entendió su muerte.

Dos y dos sumaban cinco… o tres. Eran posible tales sumas en tales existencias.

Mal la consolaba él con evidencia chuscas y comentarios de pésima condición:

Cuesta creer que en un niño se agazape en las idas y venidas sin ton ni son de la infancia inagotable ora un nonagenario ora un suicida… Aunque, claro, también puede malograrse cualquier destino posterior a uno u otro ultimátum vital: una leucemia, una meningitis, un tumor cerebral malogra posibilidades postreras más lógicas o, no obstante, más racionales y desde luego más previsibles y normales que la condena y capitulación del propio cuerpo que lo traicione todo, hasta a sí mismo. Una maquinaria letal que se autofagocita.

En fin, una retahíla de insensateces y lugares comunes, pero que captaban chocantemente la atención de la mujer.

Él no cesaba en interrogaciones superfluas.

¿Cómo os conocisteis?

A solas.

Pero estabais juntos.

A solas.

Podríamos subastarnos como dóciles muñecones de feria, pensó uno de los dos, Fiodorov o la mujer matemática, en algún momento de sus sórdidos encuentros. El dinero recaudado serviría para adquirir los sudarios: lienzos de lino de impoluta blancura.

Boceto imaginaba a esos dos exilados como personajes estáticos bajo la lluvia suave pero tenaz que se vierte en lóbregos callejones sin árboles: lobos esteparios dispuestos a propinarse una brutal dentellada en sus propios cuellos: lances de un amor desesperado.

En realidad, ella nunca estuvo en el apartamento del por entonces abogado laboralista (prácticamente un espacio desnudo de muebles, libros y pinturas por deseo de un Fiodorov que por entonces deambulaba por las calles como un alma vaciada incluso de penas) ubicado en el barrio de El Carmen, en un viejo edificio de cinco plantas de principios del siglo XX que, salvo la fachada modernista de diez balcones, había sido destripado y vuelto a recomponer en forma de diminutos habitáculos de cincuenta metros cuadrados de ambientación lastimosamente minimalista alquilados a precio de oro a profesionales liberales y funcionarios con mucho tiempo para la copa y el ingenio de barra de bar, a profesores bien asentados en la universidad sin peligros en el horizonte y a gentes del espectáculo y del arte patrocinados por oscuros mecenas.

Estos no podrán ser nunca mis compañeros de viaje, descubriría sin tardanza.

Su trabajo le abochornaba. Le repelía la cueva doméstica que le aguardaba después de un día de perros.

¿No era lo superficial y lo banal lo que había pensado que le defendería de aquella gravedad de su carácter que le envenenaba poco a poco?

Boceto siempre estuvo seguro al cabo de unos meses que aquella compañía vecinal, por mínima y convencional que fuera, condenaba a su hermano sin remisión. La frivolidad era un tóxico para él, lo disolvía en una lucidez más terrible que la que depara la desdicha. La había buscado como lenitivo final, un aliciente que lo transportara a aquella adolescencia donde el libro, cualquiera de ellos, era un viaje a los confines del entendimiento y un película subitulada en blanco y negro la mejor interpretación del mundo y sus infinitas pulsiones. Pero sólo encontró hastío y aborrecimiento, un mero saludo en el rellano, una mirada, la de un vecino cualquiera, ni siquiera cómplice, en el portal. Estaba fuera de época. Los años no es que no tuvieran forma, o ya no importaba que la tuviera, es que eran informes, irreconocibles. (¿Poliedros irregulares?) De algún modo habría que llamarlos.

Huyó entonces de esa convivencia social: y allí estaba ella, la piel y la carne de esa mujer que su hermano acarició hasta el paroxismo, como queriendo morderse a sí mismo en la desnudez de la otra. Toda esa peripecia ajena le producía una extraña mezcla de pena, repulsión… y cierto grado de fascinación.

Fiodorov huyó cuando comprobó que de nuevo quería huir de sí mismo.

El día que Boceto volvió de nuevo a aquella casa, la mujer otra vez estaba borracha, pero ya había olvidado completamente lo ocurrido durante la última visita, que había sido sólo palabras, el comentario de un libro que él le prestaba sin esperanzas de que se lo devolviera, demasiada copas y el sucio destello de lascivia con que sus ojos buscaban los de él.

Charlie, ¿a ti te gustan las matemáticas? Te lo pregunto porque tú eres, como todos nosotros, pura matemática, un proceso diabólico de fórmulas y reacciones absolutamente precisas…, aunque de cuando en cuando se deslice un pequeño error en una suma o una resta y el tinglado se venga abajo con gran alborozo de la tía de la guadaña.

matemática.(Del lat. mathematĭca, y este del gr. τά μαθηματικ, der. de μάθημα, conocimiento).1. f. Ciencia deductiva que estudia las propiedades de los entes abstractos, como números, figuras geométricas o símbolos, y sus relaciones. U. m. en pl. con el mismo significado que en sing.~s aplicadas.1. f. pl. Estudio de la cantidad considerada en relación con ciertos fenómenos físicos.~s puras.1. f. pl. Estudio de la cantidad considerada en abstracto.matemático, ca.(Del lat. mathematĭcus, y este del gr. μαθηματικάς).1. adj. Exacto, preciso.2. adj. Perteneciente o relativo a las matemáticas. Regla matemática. Instrumento matemático.3. m. y f. Persona que profesa las matemáticas o tiene en ellas especiales conocimientos.4. m. ant. astrólogo Π  hombre que profesa la astrología).

V. lógica ~

Todos estos que dejan a la ingeniería que haga su trabajo impecable y definitivo les termina sobreviniendo la catástrofe, les cae una bomba H justo en la cabeza.

¿Sabes, Charlie? Tengo una idea bastante cabal de la forma de una bomba H. Era un cromo muy difícil de conseguir, aunque su representación era bochornosa, parecía un enorme guisante apepinado. Sé de lo que hablo. Nunca consigo olvidarme de aquel cromo de los demonios que, finalmente, acabó en mis manos. En todo caso, desde muy chico siempre he sido un tenaz coleccionista de naderías ilustradas.

La mujer matemática encerraba múltiples peligros. Entre ellos el poner de relieve su ingenuidad soterrada de tipo ilustrado a marchas forzadas. (Lo que resultaba incomprensible, porque en realidad la mujer matemática no le atraía físicamente, ni siquiera le inspiraba interés o el menor deseo de perpetrar en ella algún tipo de perversión o degradación. No tenía ninguna buena razón para impresionarla. Pero lo hacía.)

Esta mañana he leído que K.F. Gauss logró demostrar que el heptadecágono regular, de nada menos 17 lados, podía construirse con una regla y un compás, un método con muchas restricciones como todos sabemos.

¿Y tú sabías que eres uno de los 10¹º de los prescindibles que en el mundo pueden llegar a ser?

Ignoraba el hecho. Pero lo tendré en cuenta. En cuanto regrese a casa lo meteré una caja de zapatos medio vacía que tengo yo para que no se me olviden las cosas importantes.

De seguro que la tienes debajo de la cama.

Has dicho prescindibles. No todos los seres humanos lo han sido. Gracias a ellos el mundo ha evolucionado hasta hoy. Es muy posible que tecnológicamente seamos los dueños del universo.

Sí, hasta alcanzar la perfección de tipos como tú y como yo, que andan golpeándose las rodillas contra los muebles y dejando que las noches les acuchillen una y otra vez. Y no quiero ni pensar en la inmensa imbecilidad de todos los otros que morirán sin saber nada de nada salvo lo que les cuenta la televisión.

En realidad ¿qué piensas acerca de mi hermano?

¿Qué puede pensarse de un ahorcado pasado el tiempo?

Por su parte, él había pensado hacía tres o cuatro años que aquella mujer estaría muerta de soledad. Uno, y especialmente una, propagadora nutricia de la especie, que piensa demasiado en ella misma, puede morirse de absoluta soledad. El asco y el hastío sólo son sucedáneos, simples compañeros de viaje de una fatalidad superior. Mujeres que desafían su condición y paren desdén, rencor o neutralidad hacia sus semejantes. Desgajan sin pudor el cometido al que les destinaba la tribu, una perpetuación siempre decepcionante por su carácter perecedero.

Hacía años había encontrado una fotografía de ella en uno de los cajones del escritorio de la habitación de su hermano Fiodorov. Era una fotografía vulgar: una joven de perfil frente a una estantería con las baldas rebosantes de libros. Un aspecto de mujer, de una persona desconocida, aún sin nombre y, desde luego, sin existencia. Le acució al instante el anhelo de saber lo que omitía la fotografía (que suele ser todo menos el pobre continente de una figura, de una pose, de una ropa, de un paisaje, de unas ruinas, y la mayor parte de las veces de aquella cáscara una mueca sonriente, lo que ya es el colmo), el ser de carne y hueso de aquella apariencia sosa que resultaban la estancia, los libros, el perfil femenino todavía indescriptible, sin facciones o muy difíciles de precisar.

La fotografía indicaba un camino que conducía a virajes tal vez insospechados. Siguió escarbando en los cajones sin pudor poseído de una extraña mezcla de tristeza y curiosidad.

Había un número de teléfono. Había una dirección.

Boceto, pues, en 1993, un sábado de mayo, fue a descubrir a la mujer matemática.

Sabía que no buscaba nada, así que no tenía nada que temer en un sentido u otro.

Le abrió la puerta una joven de melena suelta, alta, de mirada serena, en vaqueros y un suéter de punto de color turquesa.

Te creía más mayor, dijo pugnando por recordar el perfil de la mujer de la fotografía.

Tú buscas a Virginia. Yo soy su hermana pequeña.

La había llamado, a la hermana mayor, por teléfono el día anterior, anunciándole su visita. La otra no se opuso, o al menos de ese modo lo entendió él a pesar de que notaba muy farfallosas sus respuestas. Ahora, frente a él, la hermana pequeña.

¿Puedo verla? Se preguntó si las dos hermanas guardarían un parecido entre ellas. La hermana pequeña resultaba muy atractiva.

No se encuentra muy bien. Quizá otro día. No esperaba ninguna visita.

A ella le avisé.

Hace un rato que he llegado. No me informó de nada.

(Tú no debes ser nada importante para ella. ¿Qué es lo que quieres ahí plantado con esa bolsa de papel en la mano?)

Qué aquelarre se adivina: tres seres aún no demasiado viejos y a punto de romperse, acorralados siempre por un sucio amanecer.

No tardaría mucho tiempo en descubrir que los días que la mujer matemática no se encontraba muy bien eran sus días turbios,  alcohólicos, invariablemente los fines de semana.

No le contrarió el viaje inútil. Era un comienzo. Y nadie sabe nunca de qué manera comienza el azar inefable  a intervenir con premeditación en los acontecimientos para bien o para mal.

Una matemática y un profesor de historia del arte: si algo tenían en común era el número de oro. Aunque, ¿para qué servía eso?

Podían empezar por ahí.

Una semana más tarde, la mujer matemática le recibió impasible, no exteriorizaba ninguna sorpresa y tampoco disimulaba la copa en la mano, que sostenía con absoluta naturalidad.

Vine el sábado pasado, pero al parecer estabas indispuesta, según me dijo…

La hermana pequeña se llamaba Albertina, se había casado con un cura comunista que colgó los hábitos a mediados de los setenta y, como supo luego, tenía un hijo de trece años aficionado a los mangas.

Su hermano Fiodorov se había quitado la vida en julio de 1990, y no dejó de ver a Virginia Mir hasta el mismo día que se mató en el apartamento de ella.

¿Esperaba encontrar alguna respuesta a la postrera decisión de su hermano? En modo alguno, sabía de sus desarreglos interiores desde muchos años atrás. Los hermanos pequeños suelen ser unos examinadores inflexibles de sus hermanos mayores y sus desbarajustes. Han sido testigos de los hechos, no hay demasiado lugar para conjeturas equívocas.

Podemos comprender el dolor de los otros, pero realmente nada podemos hacer para aliviarlo. ¿Qué buscaba allí?

Se nos murió Fiodorov. ¡Qué gran desgracia! Pero, en fin, como decía el epitafio de aquel difunto que se cuenta en el film El rey del juego: Nunca estuvo más a punto.

Dicen que el lenguaje del cuerpo es la enfermedad, algo que yo lo considero bastante taxativo, de una retórica en exceso inteligente pero bastante hueca. Yo creo que es más sencillo que todo eso, es su tremenda capacidad de oponerse mediante la acción, incluso suicida, a un estatismo que lo petrificaría, el cuerpo está hecho para moverse y hablar por sí mismo a través de la libertad extrema que supone estar vivo y todo lo que se lo impide, lo malogra o lo mata de inmovilidad es ininteligible y de una mudez rara, insolente.

¿Juegas al ajedrez?

Una pregunta típica en el transcurso de los aquelarres de la alta madrugada.

Yo era un pésimo jugador de ajedrez, reconocía Boceto, pero a aquella mujer borracha podría ganarle cualquier pazguato incluso sin hacer trampas.

Siempre antes: Yo antes era una buena jugadora de ajedrez.

¿Qué pasó?

Pasó Fiodorov.

Siempre antes.

Es curioso que en un espacio tan pequeño, 64 escaques, y 32 piezas a las que gobiernan sólo 6 reglas de movimiento, una por pieza, se dé cita tamaña complejidad de alternativas, de combinaciones ganadoras o perdedoras.

La complejidad está en tu mente, que tiene el espacio de un universo: lo otro sigue siendo un pedazo de madera u otro material con 64 escaques, 32 piezas de distinto color, blancas o negras, y 6 reglas inquebrantables.

Me pregunto que ocurriría si las piezas fuese rojas y azules, o verdes y amarillas.

¡Parchís estrambótico!

(¡Qué maldita manera de aguar la fiesta de las tardes a miles de vejestorios sin nada más que hacer durante horas! ¡Crueldad infinita!)

¿Y si cada una de las 32 fuesen de diferente color, inclusive las de un mismo bando?

¿Tantos colores existen?

70.000 tonalidades varias de cada color (dicen los que de estas cosas entienden).

¡Qué ojo avispado!

Un peón de azul celeste abate a otro peón de azul marino del bando contrario. Un alfil blanco hueso se deshace de otro alfil blanco de plomo que amenazaba a la dama roja (un rojo de cabina telefónica inglesa).

¿El color sería una especie de catalizador?

¡Y yo que sé! ¡El ajedrez es un juego diabólico! Tú mueves las piezas, pero en realidad es una especie de azar determinado, ¿una matemática insospechada pero pura e inesperada?, el que te conduce al triunfo o al fracaso: el movimiento perdedor del contrario, una iniciativa falsa tuya que favorece la victoria final… ¡tuya! Hay inteligencia ahí en esa contienda, pero también matemática oculta.

¿Y qué hay de las tablas aceptadas por las dos partes?

Una cobardía inaudita. ¡Hay que morir matando!

¿Y cómo andamos de nivel de actuación?

Algo por debajo de Deep Thought, una puntuación en torno a los 200.

Va usted por buen camino. Dentro de 300 años quizás alcance los 2.000.

En efecto. Por entonces habré dejado de pensar y seré sólo una fantástica máquina de jugar al ajedrez.

Se trata, dijo el físico, de cálculo o juicio. Eso es todo.

Por cierto, dijo el humanista, una máquina de jugar al ajedrez, incluso aquellas que logran una puntuación de 2.500, sólo sabe… jugar al ajedrez. No sirve para nada más, una inútil.

¿Tu hermano sabía jugar al ajedrez?, se pregunta en silencio Boceto. No recordaba haberlo visto nunca jugar. Ni al ajedrez ni a ningún otro juego.

No le interesaban los juegos de… ¡azar!

(Era el buen revolucionario: atento sólo a la táctica y estrategia del activista vital, cualquier decorado es una barricada.)

Al final le gustaba mucho mirar la calle a través de la ventana, pero ésta es una calle estrecha y sin gusto, sórdida, sin árboles, de edificios bajos de pésima arquitectura y mínimas aceras, siempre con coches aparcados a ambos lados, de escaso tránsito humano. Una atmósfera desoladora. Debían ser abstracciones lo único que se plasmarían ante sus ojos. ¿Pueden verse los pensamientos, no las acciones, los pensamientos solos, su intrincada maraña de hilaturas?

Ellos dos son en el tiempo, el hermano y la última amante. Cada uno con un vaso colmado de bebida fuerte en la mano.

La mujer matemática es una fantástica bebedora de fin de semana. Continúa con sus clases en un instituto inclasificable y destartalado de los suburbios. Guarda las formalidades. Oculta los pecados en la trastienda, esconde los monstruos de su interior y los encierra a que leviten en el desván. Los viernes, al atardecer, hecha la compra de las provisiones, se arranca la piel del doctor Jekyll y empieza a escupir y a vomitar sobre la bola azul del mundo. Se cuela en la burbuja del sábado que la mantiene en un estado de turbiedad y tal somnolencia que hasta el ruido es una caricia: ahora, así, nada llega a ella que la agreda. El domingo es como un balazo en la cabeza desde primeras horas de la mañana, el resto del día es una actividad quirúrgica hasta extraer del cerebro el plomo y el dolor. Los lunes, al vislumbrarse el amanecer, se recompone y se limpia las impurezas de la cara, vierte el colirio en los ojos, disimula el tremolar, elige la indumentaria adecuada, se purifica la boca, se desayuna, y más tarde, en el campo de batalla, ahora en pleno armisticio, se atiene a las explicaciones sucintas tanto en las aulas como en las conversaciones con sus colegas, no delata ni por asomo la devastación que la llaga por dentro.

Boceto asistía al espectáculo desde los dos ángulos opuestos: desde el escenario y desde el patio de butacas. Huiría, finalmente; antes, durante demasiado tiempo, se regodeaba en lo tenebroso: la comedia bárbara del ahorcado y la mujer como un juguete roto. Nada de gnosticismos aquí. Todo real y cercano,  hediondo, como la sucia vida, una existencia que abjurara de todo cuidado y miramiento higiénicos. Sin máscaras: egos desnudos, absolutos. Sólo que ella jugaba al ajedrez, mal que bien, y con blancas o negras nada más, y él era el enano escondido en la máquina de jugar al ajedrez que movía las piezas con los ojos cerrados y ponía en las arbitrarias manos del azar matemático las peripecias del juego. Un autómata del peor jaez.

Las huellas que Boceto deja tras de sí son aquellas que identificarían a cualquiera, es decir, anónimas, su contienda es meramente existencial: hoy me siento bien, o regular, en todo caso me mantengo en pie. A rodar.

¿Formo parte de algo? Constatar eso, que eres capaz de percibir algo unido a ti por hilos siquiera invisibles, sea una mota de polvo o una galaxia, ya es suficiente para no sentirte en una absoluta soledad.

¿Sabes, Virginia? Yo era como un pedazo de carne sajado de algún cuerpo, quién sabe de qué y de quién, que ahora andaba por ahí, luchando por crecer, haciéndose un alma hasta convertirse él mismo en un cuerpo… con sentido, parecido a todos los otros humanos pero con coraza propia: llámala alma.

¿Y qué voy a hacer yo con una galaxia en la cabeza?

Crear dioses.

Bonita gastronomía. Momentos delicatessen.

Dioses gordos como cerdos, delgados y volátiles como libélulas, dioses jóvenes de carne tierna, dioses viejos ya transmutados en demonios bien sazonados de vísceras podridas… Vaya uno a saber la de posibilidades que depara la creación.

¿Le gustan a usted los sesos rebozados?

¿De cerdo o de cordero? ¿Al plato o en entremés?

De gusto más sutil los de cordero. Tienen un tránsito por la garganta verdaderamente sabroso y, sobre todo, fino, aromático, tan suave y peculiar… Una delicia.

Vamos a ello. Al final, todo gases. Vengan los de cordero, y si lechales, tanto mejor.

Galaxias como pedos de dioses inconmensurables.

¿Qué entendería Virginia por hacer el amor de una manera peligrosa? ¿Jugaban con cuerdas y poleas? Con cadenas lacerantes y látigos de espinas de afilado acero? ¿O simplemente follaba Fiodorov con el alma de ella? ¿La estrujaba hasta escurrirla del todo y convertirla en un charquito maloliente sobre las sábanas sucias y arrugadas? ¿Escondían un revólver debajo de la almohada, el cuchillo de punta más penetrante?

¿Cómo se folla con un alma desentendiéndose del cuerpo corrupto que la encierra?

Follándola mirando solo hasta el fondo del ojo del otro donde, aunque débilmente, destella irisada el alma.

¿Quién era ese Fiodorov que se aposentaba en este oscuro apartamento, se intoxicaba con coñac ibérico (puro veneno), miraba la tristeza gris del mundo de afuera y cruzaba la raya roja de una lujuria en carne viva en la noche más depravada, repleta de crímenes y complicidades en lo ruin?

Qué sabe uno. Mete la cuchara en la sopa de tus sesos aún calientes y comprobarás la enorme vaciedad de los nombres a solas, sin ninguna boca propia o ajena que los defienda en una vida de ruidos. Palabras e imágenes se disipan como el aire más tenue e indefenso…  pero invicto finalmente, se evapora, se pierde en otras turbulencias, inaprensible, irrecuperable. No sabemos nada, o al menos no sabemos nada de todo aquello que creías que era importante y que ahora sabes que no puedes meter en una maleta y llevártela contigo un poco más allá del fin del mundo, cuando ya no hay nada, cuando ya estás completamente hueco, perfecto para el olvido y tus manos no aguantan ni sus propios dedos.

Le dices a la mujer matemática y jugadora en el sexo a la ruleta rusa y amante de tu hermano que fue: Te he traído un libro, y lo dices sin sonreír, con toda la seriedad de que eres capaz y se lo tiendes sin envolver, aunque del revés. Es un libro grueso y en apariencia sumamente racional, como un juego inteligente: sirve para pasar el rato. Ella lo toma, le da la vuelta, musita sin mostrar ni sorpresa ni lástima (¿por dónde me sale éste?): Gödel, Escher, Bach.

Excelente ágape al que invitar a una mujer que disimula entre semana disfrazada de números y ecuaciones que en cuanto oscurece la tarde del viernes se baña en alcohol puro como otras se bañaban en sangre o en leche de burra.

Quien regala un libro es que primero se lo ha leído. También los hay que no lo han leído antes ni lo leerán después: simplemente es un regalo, como se regala un perfume, un bolso, un fular.

¿Cumple Boceto las expectativas?

Todavía no lo he leído. Prefiero que lo hagas tú antes. ¿Una preferencia gregaria?

La mujer deja el libro sobre la mesa. Ella lo acepta porque sí. El alcohol aún no ha enmohecido su entendimiento.

¿Por qué se ahorcó?

Pero ¿tú sabes jugar al ajedrez?

Juega a poeta con el ajedrez, el aprendiz de matemático.

Ajedrez:

Pasmosa ineficacia de la lógica

ante el canto del pájaro,

el color de la sangre,

el viento entre las ramas.

Este infinito desierto de los números no explican el agua ni la intocable sombra. Ni siquiera vence al tiempo (invisible y poderoso).

Yo una vez conocí a un tipo que… (inútil como el lirio)

Casa de libros del señor M.:

Hablamos de los faros y la muerte,

de los libros de música.

J.D. se quedó muy pensativo

al ganar la partida,

y M. volcó las piezas de ajedrez

en un gesto sin furia,

sin proferir palabra.

Ya avanzada la noche

irrumpía la lluvia

de siempre, tenaz, lenta, suavemente

audible, sosegada:

era una invención de M.

(Escribir los recuerdos es falsearlos de una manera u otra, inconsciente o con avilantez, puesto que nunca fuiste cuando entonces el mismo que ahora eres al redactarlos sobre el papel, son demasiadas las adiciones, lesivas o no, que se han ido engrudando a tu piel.)

Estos dos, hombre Fiodorov y mujer matemática desahuciados, pero uno ya muerto y presto al olvido (nadie ha de conservar sus cenizas) igual jugaban al ajedrez en la modalidad vuelta a la casa: silenciosos, premiosos, recelosos, cautelosos…

¿Y si uno de los dos volteando la casa corría en lugar de andar para hacerse de nuevo con ventaja?

¿Quién es capaz de urdir y hacer trampas jugando al ajedrez? ¿Existe esa clase de villanos?

Hay rarezas en el mundo. Esa, tal una de ellas. Y hay tipos que… Yo no sé. Es todo tan triste.

Matemáticas, ajedrez… Nos falta la música.

La de Johann Sebastian Bach.

Disciplinas todas para jóvenes prodigios. Ahí es donde vencen a los adultos con todas las de la ley, operan de una manera mucho más poderosa que de igual a igual. No hace falta que corran dando vuelta a la casa para sorprender al otro con la pieza en la mano. pero todavía sin decidirse, por colocarla en una posición que le depare ventaja.

Ese viernes declinante a Boceto le apabulla, lo sume en un estado muy parecido a la desesperación. El mismo espectáculo de esa mujer de aspecto desaliñado, de mirada indiferente, ajena a estas horas al vicio o a la virtud, le afea el mundo del mismo modo que le espantaba al otro tan solo mirando por la ventana.

Mundo inmundo: tanto más prefiero tener garras y colmillos que alma.

¿Profesor de historia del arte? Qué te parece. ¡Qué ínfulas!

A mis alumnos les hablo de Goya: creen que hablo de un pintor.

Yo a los míos, a veces, de Gödel y Cantor: sin números, a secas, en pelotas.

El vodka empezaba a enroquecer paulatinamente el tono de su voz, lo asilvestraba, pero eso también liberaba su mente de una racionalidad castradora.

Uno puede hablar de los temas más arduos y convertirlos en chismes para viejecitas dobladas sobre la rueca y viejecitos que dejan pasar el tiempo liando cigarrillos de picadura. Se trata de filosofar. Uno puede hablar de los tipos de mente más intrincada, los matemáticos más preclaros, por ejemplo, y hacerlos pasar por tus vecinos del tercero o convertirlos en  pacientes compañeros de la lavandería diciendo tonterías meteorológicas mientras esperan recoger la colada: basta con  describir cómo visten y a qué  huelen, si es que huelen a algo, porque estos tipos geniales suelen ser neutros en todo, un poco amorfos, hasta insípidos. Es en los quehaceres vulgares y domésticos cuando adquieren cierto interés humano, aunque no huelan. A casi todos ellos la ropa les sienta como el culo. Raramente miran a los ojos. Deben andar entre nubes. Si son genios que se conviertan en dioses, y si no, que se callen y dejen de enredar.

¿Por qué se ahorcó Fiodorov?

¿Por qué Goya pinta a Saturno devorando a pedazos a sus hijos? ¡Bonita digestión! Después de la comilona, ¿en que pensaría el troglodita caníbal?

Descabezaría un sueñecito (lejos de la razón). ¿Te imaginas el hedor de su aliento?

¿Por qué se…?

Se le acabó la tierra bajo los pies…

Desapareció el cielo…

Qué familia extraña… Pero todas lo son a su manera, supongo, con sus propios olores, sus hábitos, los secretos, los duelos, las desdichas.

Mató el viernes. Pero siempre había otro que le sucedía. De manera que era una conversación ininterrumpida, bien que espaciada de viernes a viernes.

Nunca hablaba de su familia. Ella ni siquiera sabía que hubiese una familia. Era un hombre de pocas palabras Fiodorov, y una familia da demasiado de sí, puedes estar horas hablando de ella. Todo es enjuiciable en una familia, el origen de muchas perdiciones.

A mi padre le gustaba más Bach el hijo (Carl Philipp) que el padre. Sin embargo eran las sinfonía de Haydn lo que de verdad escuchaba constantemente. Un fondo muy sugerente. Y tenía realmente mucho donde elegir. Más de un centenar.

La mujer matemática le dirige una mirada encenegada a Boceto, que presiente, porque está cansado de ellas, que las visitas venusinas están a punto de llegar a su fin. ¿Qué buscaba? No buscaba nada. Pasar el tiempo. ¿Por qué hay que buscar algo? Basta de matemáticas.

Acaso adentrarse en lo desconocido, que normalmente acaba siendo un lugar común al cabo de tres vueltas que le des al asunto.

Bach el padre tuvo los hijos necesarios para que la especie, al menos en lo que a él le concernía, no se malograra. Toda especie debería procurarse una descendencia que asegurase su lugar en el mundo que, como es sabido desde hace tiempo, es ancho y vasto, continente de todo contenido imaginable.

En el siglo XVIII todavía existían gentes que creían en el hombre sobre todas las cosas, como si, efectivamente, este fuese una encarnación humana (una semejanza, y por tanto perfectible) de Dios, porque era indudable que para todos aquellos habitantes ilustrados de aquel siglo, la Razón sólo podía dimanar de Dios (fuese lo que fuese ese dios) que estaba por encima de todas las cosas... y sin embargo qué fácil resultaba culminar la ecuación sin su existencia.

Salvo los muy lerdos y de escasas luces nadie creía en épocas tan prometedoras de nuevos amaneceres humanos en los callejones sin salida, que era algo que no conducía ninguna parte y ofuscaba las entendederas.

Hay especies… Yo no sé.

Todo Brell ha sido un fiasco.  Qué saga los Brell a lo sombrío. Acabará en la papelera (?).

Un curso nada euclidiano: lo malo antecedía a lo peor.

Pero entonces la conclusión era del todo euclidiana.

¿Cómo he llegado hasta este lugar?, se pregunta. ¡Si es imposible!, exclama este figurante desconocido reptante de una xilografía de Escher.

Habrás llegado aquí a través del viaje desconcertante del sueño, que es itinerario muy caprichoso e impredecible.

No iba a reencarnarse en Fiodorov… ¡y menos aún en vida!

Necesitamos una cura geográfica, le dijo sin creerlo ni él mismo a la mujer matemática.

Yo no necesito cambiar de lugar para nada. Me las arreglo muy bien sin tener que hacer las maletas. Me sobran dos días y medio de la semana. Eso es todo. Y el lunes por la mañana una ducha bien fría es el único viaje que me aleja del abismo.

A mí me basta con ser impasible. Ése, el auténtico karma. Creo que he conseguido ser el único tipo en el mundo capaz de estar 8 horas seguidas contemplando el Empire State Building. Y para eso tampoco hace falta que mueva el culo del sofá. Puedo hacerme con una copia del filme y comprobarlo de una vez por todas. Acabaría apareciendo en el Guinnes.

Oh, la inmortalidad… ¡póstuma!

Los contrarios, ¿por qué no puede uno ser un fino estilista de las letras patrias y al mismo tiempo quedar registrado en un libro de récords mil universalmente aclamado y leído, eminentemente popular? ¿Acaso son sensibilidades recíprocamente exclusivas?

Uno puede ser el mundo en su extravagante imaginación.

(Quizá lo sea.)

La mujer matemática mira a cualquier lado opuesto a ese tipo monologuista incoherente y sospechoso de veleidades oscuras: vino en busca de algún pecio de la personalidad de su hermano y ha terminado siendo un visitante más proclive al sofá que a la cama, al solipsismo que a la interlocución. Tiene miedo, pero no sabe por qué tiene miedo. Vive en la zozobra, pero le sostiene como una muleta poderosa el cinismo que subyace tras su pasividad. Sus sueños deben ser terribles. No son pesadillas, no se trata de eso. Sería demasiado fácil desembarazarse de esa angustia tan pueril en el fondo. Lo pavoroso de sus sueños es el desasosiego que le producen los actos más normales que ocurren en ellos, la vida cotidiana que se presenta ante él investida de máscaras y burlas, de cómicos atropellos, de desbarajuste chaplinesco. Se observa a sí mismo durmiendo, andando por calles conocidas pero de aspecto extraño, con inquietantes diferencias y detalles equívocos (un edificio irreal, tres carriles en la calzada cuando debería mostrarse uno solo, el portal de su casa sin la puerta de hierro negro, que la tiene, sin cristales, y los tiene, una puerta que daba paso a un comedor y que es una pared de piedra gris…), comiendo en céntricos restaurantes o en casas de comida suburbiales, conversando con algún familiar o amigo que, instantáneamente, cambian de rostro de la misma forma que los lugares por donde transita se suceden uno a otro ilógicamente sin solución de continuidad: descubrirse en un sitio anodino pero reconocible de la ciudad y en una décima de segundo verse en la cima de una montaña árida y despoblada. En el fondo es una cáscara de sí mismo lo que le lleva de aquí para allá en volandas. Se sabe, al igual que se adivina en los sueños, como un juguete al que accionan una fuerza y unos elementos que le cuesta imaginar: el motor es el alma, se dice incrédulo.

La mujer matemática lo mira sin disimulo, con aprensión oculta.

Este habla del alma, cuando su máxima aspiración es no tenerla. Aferrarse al yo más energúmeno y egoísta y librarse de todo remordimiento. Todo sentimiento lo aplasta.

Ahora ya me ha clasificado: bebedora solitaria de fin de semana. Otra cuarentona que definitivamente ha sepultado el sexo debajo de la bata de guata y las zapatillas de orillo.

En su próxima visita agregaré rulos en la cabeza, será un buen toque final, y herviré una olla de coliflor en la cocina para que apeste de mayor sordidez todo el apartamento.

El tipo es evidente que vive como en un sueño, zarandeado por algo que él cree que son culpas y no son sino esa multitud de pequeños malentendidos al que nos aboca una existencia siempre precaria y repleta de debilidades y equivocaciones lamentables. Culpable, ¿de qué culpable? Inocente desde luego que no. Pero tampoco culpable. Imperfecto, sin duda. Una maquinita a medio hacer en medio de otras mejor o peor fabricadas. El mal nunca es una elección, es un destino, una consecuencia, un defecto de forma, me ajustaron erróneamente… Un vicio de origen, señor juez.

La mujer matemática suma a estas alturas de la medianoche ocho copas de un vodka de importación de los que no dejan el menor signo de resaca a la mañana siguiente. Libros y vodka agotan el presupuesto mensual desde hace años. Se levanta al mediodía fresca como una lechuga, sin que le acucie la mínima contrición, sin penitencias de ninguna clase. Y vuelta a empezar. Después del desayuno, tres tazas de café espeso e hirviente y dos lonchas de jamón sobre rebanadas de pan de centeno y las tres copas iniciales de aguardiente, le permiten dedicar a la lectura un par de horas. Luego, la vista se detiene en un punto fijo, el mundo se torna una película borrosa y muda, el cuerpo se transforma en un lugar cálido y acogedor: el acartonamiento. Momento de cerrar el libro, encender el televisor y no prestarle ninguna atención, un mero resplandor del mundo falso de afuera, hojear alguna revista intranscendente, alguna llamada telefónica. Un día le sobrevendrá un repentino y penetrante pinchazo en el hígado, se encogerá de dolor: la cuenta atrás.

¿Qué tiene éste de común con el otro? Sólo eran hermanos…

Una noche del 83 empezó todo. Pero un todo muy poca cosa, como suele pasar. Siete años bíblicos. Los justos. Y un día del 90 se ató en torno el cuello una sábana enrollada y se ahorcó en este mismo apartamento. Antes había intentado cortarse el cuello, como castigándose a sí mismo con asco. No lo consiguió. La mujer matemática lo descubrió colgado sobre el suelo salpicado de pequeño charcos de sangre, el cuchillo manchado de rojo bajo los pies, los brazos firmes a los costados, la cabeza a un lado.

Aquél hizo de la conciencia de sí mismo su sentencia de muerte. Quizá ni siquiera era desdichado, sólo un muñecón que se movía con una cartera en la mano llena de papeles y ya sin ninguna revolución pendiente, ni política ni personal.

Este otro es un pobre imbécil que vive en el drama de saberse un fantoche aseado y trata de huir de él mismo, pero se halla lejos de lo trágico y desde luego lejos de la fatalidad y todos sus peligros. Una copa basta para anestesiarle, dos para reírse del mundo y del sentido de la vida, que al parecer estriba solamente en prolongarse indefinidamente a través de las especies sin importarle nombres ni determinaciones y mucho menos designios: hormiga, águila, arce o ser humano son los necesarios disfraces. El abotargamiento de este fulano es el placer y la distracción continuada, pero un placer sin transgresión, público y hasta ejemplar. Placeres llevaderos. Basta el dinero para conferirle un grado superior de eficacia existencial en la escala de los congéneres finitos de su especie. Su mérito consiste en haberse librado de una conciencia alborotadora, anularla hasta convertirla en cosa y mirar hacia delante sin importarle lo que cae o se alza a su alrededor. Su interacción con el entorno es meramente episódica, la que precisa su montón de materia para significarse físicamente. Si fuera metáfora, que ni eso resulta ser, sería la de la desidia, el falso estoicismo y un epicureísmo desatado bien oculto.

Ya veo cómo le crecen las alas, presto a huir de esta ratonera que él mismo se ha buscado. Debería cerrarle puerta en las narices la próxima vez que aparezca por aquí.

El escudo que mejor le protege, al parecer, es el libro, uno cualquiera. Una excusa trivial que le permite comunicarse sin hablar demasiado acerca de sí mismo.

El libro como pretexto, uno más que añadir a ese puñado que evitan la confidencia íntima.

Toma, dice. Y me entrega esa obra tan divertida de Hofstadter. Me paso muy buenos ratos con ella. Es una suerte de libro de arena, como el que concibiera Borges, puedes entrar y salir un millón de veces entre sus páginas, que no son sino el pasaje a un sinfín de distracciones mentales que uno mismo se procura estimulado por la lectura. El empecinamiento de Escher en sus itinerarios muertos de nada sirve aquí: siempre encuentras escapatorias a través de la imaginación. Recomendársela a mis alumnos sería como perpetrar un homicidio… ¡el mío propio! Un haraquiri en toda regla. Muchos de ellos, ninguno en realidad, no es que no sepan quien es Gödel, ¡a qué santo!, es que les cuesta lo indecible resolver una ecuación de segundo grado.

Naturalmente, el tipo debe haberse leído el libro de cabo a rabo, de lo contrario nunca se arriesgaría a batirse en una posterior batallita conversacional. Es un ventajista al que se le ve venir de lejos, un tahúr con todos los trucos pintados en la cara. Lo curioso es que él sabe que no engaña a nadie, y lo extraordinario es que eso le trae completamente sin cuidado.

Tendrá que ser él quien descubra sus cartas. Ni un sol0 comentario ha de salir de mi boca.

¿Qué tal el libro?

Bien, Bien.

¿Y qué hay respecto a Bach?

(Cara de pasmada.)

¿Qué ocurre con Bach?

Ah, la música, pura matemática.

(Expresión de malvado regocijo, pero ni una palabra más allá de los labios.)

O pura improvisación. Bach o la invención constante… ¡y en ocasiones, si bien intempestivas, el viejo Bach ni vestía de negro! Una bandada de aves chiquitas revolotean por encima del teclado del clavecín o del órgano. Y esas alas desplegadas a veces guardan un orden de vuelo simétrico perfecto y otras un despliegue inesperado que derivan en una fuga indescriptible sobre el decorado celeste… aunque no a seis voces.

Parece sorprendido al escucharme. Sabe que en este momento soy tan falsa como pueda serlo él respecto a mí: homenajeando él a su hermano muerto a través de un puente sobre arenas movedizas que soy yo, una testigo complaciente de sus ratitos de ocio morboso: recrea su abulia epicúrea rememorando al ahorcado, debe creerse superior por haber llegado indemne hasta hoy. Naturalmente, ambos sabemos que él es muy inferior a Carlos en todos los aspectos, pero es un superviviente nato, algo que el otro jamás supo cómo llegar a serlo… ¡con lo fácil que es!

¿Quién era?, pregunta el hermano pequeño cuando conoce todas las respuestas. Se siente reconfortado en ese vano interrogante en el que halla tan fácil acomodo su patético estupor.

Hablamos de lo que tú quieras, pues. Puedo fingir que entiendo incluso la más nimia ocurrencia técnica bachiana. Puedo hablar durante horas de lo que no sé. Basta con abrir la bocaza.

(En ese instante, que él mira para otro lado, ella abre la boca de manera desmesurada, casi deja ver el glotis. Luego, antes de que Boceto la descubra, la cierra de nuevo: se burla.)

¿Quién era?

Era un tipo con un cuchillo en la mano y un día aciago, que parecía ser como todos los otros días, sin esperanza ninguna, lluvioso, anodino o de luz pujante, lo volvió contra él: llámalo desesperación o rabia o ambas cosas a la vez. 

(Fiodorov, aún púber, confesaba con desfachatez infantil que quería ver a los muertos con los ojos abiertos para descubrir en la hondura quietísima de sus pupilas negras lo que ellos veían a su vez. Quizá, decía, hasta fuese posible escudriñar en esos ojos sin fulgor pero que eran asimismo ventanas abiertas el lugar formidable donde se encontraban ahora sus dueños, captar un mensaje, una confirmación, un paisaje, unos personajes, dioses y diablos… Semejante descaro provocaría la admiración de su hermano J.D., muy imaginativo también él, pero a quien nunca se le hubiera ocurrido tan macabra excursión ocular.)

Es posible que la respuesta más adecuada a ese ¿quién era? es que sí sabíamos sin duda quién era pero no sabíamos por qué era así ni teníamos el antídoto adecuado para evitar que lo fuera.

Al final, era un tipo con un cuchillo… etcétera.

¿Qué habríamos visto en el fondo de sus ojos muertos? Un pozo sin fin que se elevaba desde núcleo de la tierra pero nada, ni el relámpago más liviano de la luz solar de su fuego líquido, alumbraría nuestro desconcierto.

¿Y el fulano éste? Es exactamente lo que parece. Un próximo cuarentón sin misterios con demasiado tiempo entre las manos. Su conducta, algo vil por su ligereza, acelera con sus excesos de alcohol su indiferencia social y su escepticismo vulgar, su alejamiento de toda norma moral. ¿Pero acaso no soy yo misma una bebedora lamentable? Con la cama a menos de tres metros y andamos de confesiones en lugar de emporcarnos como bestias maltratando los cuerpos, dejando el alma a un lado, como se lanza un escupitajo fuera de sí.

Tiene discurso, el tipo. Incluso sus silencios forman parte de él. Les habla de Goya a sus alumnos. Claro, un hontanar inagotable: hombre atormentado las más de las veces, artista y al cabo exilado de todo, de los seres, del arte, del mundo, que sustituye por el espanto. Una excusa ciertamente rica de contenidos, todo muy romántico, muy lejos de las matemáticas y sus leyes irrebatibles. Mucho da de sí ese pintor si el objeto del parloteo es iluminar las molleras de los aspirantes a artistas o a lo que sea, que será la docencia futura, naturalmente… ¡Qué si no!.

A ratos, cuando menos te lo esperas, se nos vuelve trascendental y larga una confesión que irrita por su inoportunidad (cada uno con una copa en la mano, la mirada perdida, atentos a los fantasmas interiores), pontifica sin venir a cuento: lo que impide disfrutar del presente a muchas personas, te suelta como si nada, es la omnipresencia ineluctable de un pasado humillante, lleno de frustraciones, errores y actos vergonzosos.

Ahí queda eso.

¿A quién se refiere este remedo de Carlos Brell? ¿A él mismo? ¿A su hermano? ¿Acaso a mí con disimulo pedestre? Salvo el recuerdo inevitable y acosador, inesperado, invencible a veces, el pasado comienza y se disipa inmediatamente cuando despierto cada mañana y la emprendo a hostias con el presente que en seguida se convierte después de la ducha en la primera taza de café de la docena que seguirán y los olores domésticos, en el aire fresco y mañanero que me conduce al instituto.

¿Te gusta Bach?

Debería definir mejor. ¿Cuál de los Bach?

Ah, pero ¿hace falta precisar?, se pregunta muy satisfecho de su pequeña ironía.

Pobre diablo.

Entre la espada y la pared ante el desafío imprevisto, escaparía al baño apretando el esfínter:

¿Podrías establecer de manera clara y concisa las diferencias, si las hubiere, que las hay, entre canon y fuga?

Mucho repite éste lo que lee. Se me queda con la música… pero sin la matemática.

Y andamos en las primeras páginas. Ya llegaremos al potencial del isomorfismo de Gödel.

Soy hombre de significantes (la tercera copa), afirma como aquel que se abraza muy meloso al dibujo, a lo formal y evidente. ¿A qué la interpretación, el significado?

Un tipo disfrutador.

¿Por qué enredarse en la gnosis?

¡Qué elemento!

Carpe Diem.

A flor de piel: te mira, y habla, y habla, como si leyera en tus propios ojos a modo de un prompter.

Boutades:

Ah, el cuerpo, la costra del alma… (Todavía andamos por la tercera copa.)

Soy un gran lector… No se nota porque me he hecho una blefaroplasia. No luzco ni ojeras, las huellas inequívocas de una nobleza intelectual.

¿Tú sabes quien era J.D.?

El tercero (el primero) en discordia, supongo.

Ese. Pues durante uno de sus viajes a París se hizo él o su compañera de entonces, Teresa Brauner, con algunas primeras ediciones de Olympia Press en inglés apiladas en el sotabanco de una calleja en torno al Panteón. En uno de los ejemplares, Candy, encontró una nota manuscrita del mismo Girodias.

(¿Debería responder impresionante, tío? ¿Debería chillar como una loca llena de felicidad?)

Qué interesante. (El pasado de éste son sus hermanos, la losa real que lo aplasta, la joroba que lo afea. Y lo ignora…  el pobre.)

Antes de marcharse (que es una eternidad, días y días, aunque en realidad era una noche por semana), vaya una a saber dónde, suelta el lamento postrero: ¿Qué quedaría de mí si se me desnudara de todas mis mentiras y deserciones?: el hombre escuálido a zancadas hacia la nada de Giacometti.

Fuera de la cama ¿a qué viene el juego de la seducción? Se seduce él mismo, pues.

¿Cómo andamos con el libro?

Acólito de la frivolidad extrema, aquella que es absolutamente consciente de ella.

Y siempre la irritante neutralidad por su condición de testigo accidental de la vida… que pasa. No ha descubierto su papel en el mundo: hace cosas, dicho así de vulgar. Enseñar, leer, todos esos pasatiempos de una inteligencia menor a los que se entrega en un alarde algo infantil de pedantería. ¿Y qué percepción tiene de sí mismo? Ninguna. Le importa mucho más la que tienen los otros de él. No se da cuenta de que quien compró aquellos libros de Olympia Press fue su hermano, y no él, pero al contarlo cree enriquecerse frente a los ojos de su interlocutor, ser también él protagonista de la historia, participar de alguna manera.

En París perseguido por langostas… Dijo al acabar de referir la anécdota. Me quedé en blanco.

Parece un endecasílabo, me dije. Pero, no sé… ¿El principio de un soneto?, pregunté en voz alta.

No me hizo caso.

¿Tú leerías un libro intitulado (sic) Nunca te fíes de un piel roja estadounidense?

(Estos sucesos nocturnos sólo son tolerables si anda una botella de vodka por el medio.)

Ignoré la pregunta.

J.D. (?) señaló de cierto novelista que era un escritor de ficción que se basaba en hechos reales para sus imaginaciones, lo que hacía de sus novelas algo muy fascinante. En cierto modo, la mixtura final resultaba sorprendente por sus contradicciones implícitas: Jean Paul Sartre.

(J.D. era el otro hermano. Carlos me hablaba de él algunas veces, pocas. Es un negro de poca monta, pero va tirando, me aclaró. Algo les ocurría a estos dos con J.D. Me juré que no haría nada por averiguarlo. Los asuntos de las familias ajenas sólo son un montón de pañales sucios que a medida que pasan los años se vuelven más apestosos.)

¿Qué sucede cuando las cosas no van bien?

Que las dejamos estar.

¿Cómo que las dejamos estar?

Claro, ¿para qué perder el tiempo?

J.D.: mentor. Méntor: un personaje de la Odisea, un sabihondo infortunado: nada eficaz fue su misión en el concurso que se le encomendó: se enterró vivo… entre la tierra y el cielo.

Nos movemos en bucles extraños, y asomamos la cabeza como los pollos arrojados en uno u otro nido, alzando el pescuezo ante uno u otro paisaje siendo siempre todo lo mismo.

Por donde sale éste:

He leído hace poco algo que cuenta Sontag: uno de sus jóvenes compañeros en la universidad de Chicago estaba llamado a ser desvirgador profesional de adolescentes salidas, pero terminó siendo un simple agente de seguros. Uno nunca sabe por dónde va a asomar la cabeza. Es de viejos cuando comprendemos que en la vida de uno pasan diez tranvías de la oportunidad…

¿No pueden ser 11 ó 7 ó 3?

Digamos entonces que 4 ó 5, pero te aseguro que uno solo de ellos que dejes pasar atrasará o adelantará el horario de los  demás: los habrás perdido todos.

Qué extrañas conexiones.

Yo me hallo cómodamente sentado en mi tranvía de las oportunidades. No lo dejé pasar. Ahora bien, ¿qué sucede cuando llegas al término del viaje y descubres que estás en el mismo punto de partida?

Otra (boutade) perdigonada en el culo:

A Sontag le fascinaba Poe. Merodeaba a menudo por el parque Wyman… aunque temerosa, huyendo de la fija mirada de los metálicos y escrutadores ojos del cuervo de bronce.

Podríamos coger el tranvía entonces, el número cinco por ejemplo, y acercarnos un ratito por allí…

Desde Valencia…

Desde cualquier parte.

Atravesando océanos, mares turbulentos, cielos de tormenta…

¿Por qué no?

(Qué diálogos de bebedores taciturnos.)

¿Tú sabes lo que es una escritura bustrofedónica?

¿Quién? ¿Yo?

Haremos una escala técnica, podemos llamarla de ese modo, en la isla de Pascua para reciclarnos.

¿Significaba eso que debíamos llegar al parque Wyman sobrevolando el Pacífico?

Dar la vuelta al mundo para contemplar un cuervo de bronce y recitar uno de los poemas más efectistas que se han escrito.

En Fiodorov era la seriedad su representación más fidedigna, aunque estuviera en plan festivo o roncando. En este tipo, el hermano pequeño (todos tenemos un hermano o una hermana pequeña), la gratuidad empaña por entero sus pensamientos. Es riente, se muestra empático a todas horas y es… bastante taimado. Un cínico de mucho cuidado, una escueta reducción matemática, binaria y concluyente: entre la comida y los excrementos, que diría Malone, avanza el día. Y a esa edad pánica, o tan cerca de ella, determinante en cualquier caso: todas las jóvenes con las que se cruza a diario deben parecerle Matilde Le Mole: esas que se han propuesto no mirar nunca a los viejos: doncellas de ojos altivos y fríos de cuervo que semejan puñales prestos a agujerear su cuello arrugado o su corazón maloliente de años, arrugas y oscuras andanzas. 

Este no se ha bebido media botella de coñac nacional en su vida. Es de garganta fina: su hermano iba directo a la sangre, a la horca: él era el juez inflexible de sí mismo, un hombre nada oscuro, transparente en su desvalimiento y su sentencia.

El hermano pequeño, muy vivo aunque de aspecto apagado, tiene una docena de abogados escondidos en algún rincón del alma que le defienden de cualquier arrepentimiento y amenaza, inclusive la que él pueda representar contra sí mismo: lleno de sombras (sin luces, un destello lunar…), menudo itinerario hasta llegar hasta aquí.

Ni se imagina que sé todo acerca de su hermano y… casi todo acerca de él.

Mi mujer, dice. Nunca le llama por su nombre.

Hay un consentimiento mutuo, confiesa sin el menor pudor. Nos contamos las trapisondas de camastro. Resulta muy excitante, como un intercambio de parejas sin andar por el medio estorbando.

¿Cómo se llega a ser una mujer matemática?

Boceto, hoy, en 2008, y entonces, en 1993, y probablemente mucho antes también, no sabría cómo resolver una división con decimales. Pero sabía quienes eran Jorge Manrique, Jorge Luis Borges y Thomas Stearns Eliot. ¿Dividir? ¿Para qué? Sonreía con beatitud al auditorio. Tenía un gran poder de convicción, le encantaba actuar ante las cámaras al Señor de los Proscenios, no le cegaban las candilejas ni le intimidaba el mar oscuro del público más allá de la luz:  Papá decía que hay que sumar y, si puedes, multiplicar, jamás restar. Todos ustedes estarán de acuerdo conmigo. Amigos, se trata de prosperar: una mujer, una casa, unos hijos. Eso es una suma. Es fácil engrandecer una patria si uno se engrandece al mismo tiempo. Mi padre era un hombre sabio. Y el padre de mi padre lo era asimismo. Estoy convencido que mis numerosos hijos, tantos como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa, también serán hombres y mujeres sabios y honrarán a sus predecesores perpetuando la sabiduría a través de su vasta descendencia.

Bucles de linaje.

¿Te importaría si alguna noche…

(Ah, pero ¿habrá una próxima vez?)

… vengo acompañado?

¿Será capaz de meter aquí a su mujer?

¿En compañía de quién?

No sé, de cualquiera… siempre que sea una mujer.

¿Cualquiera de sus jóvenes amantes que no han leído jamás a Stendhal y lo único que pretenden es ahorrarse la matricula del máster al precio que sea: reírle las gracias a su profesor de historia del arte, compartir la cama del atractivo profesor, alardear frente a sus condiscípulos del trato de favor que le dispensa el versado profesor…?

El hermano pequeño, El Profesor Inmutable.

¿Quién sería el habitante de la barraca de feria? ¿La anfitriona?, ¿los visitantes?

La parada de los monstruos.

¿No se trataba de matar la noche del viernes, conquistar la somnolencia del sábado, degollar lentamente el domingo infame evitando que no salpique demasiado la sangre vespertina?

Que venga si quiere cogido de la mano del diablo o del dios.

Hace semanas que cambió Saturno por Venus, día del amor.

En realidad, se trata de un puzzle. Acomodemos las piezas.

Qué importa la mano de obra: es una herramienta del cerebro. Si nos acosa la depravación podríamos valernos de alguna de esas estudiantes despistadas del finde. Cuando se diera cuenta ya la tendríamos en cueros vivos encima de mí vuelta del revés con las piernas abiertas y debajo del otro empitonándola por el culo.  Se iba a enterar la del máster. Que vaya a jugar con los de su edad.

Ah, pero éste no sería jamás un Dolmance. Las hace a oscuras y a la chita callando. Da la sensación de hablar siempre por boca de otros: de los tipos que ha escuchado, de los libros que ha leído, de las películas que ha visto… Un plagio de hombre, una copia al carbón en papel cebolla (más le cuadra esto que un pen-drive).

Lleva mucho tiempo con los ojos cerrados. Estará a punto de marcharse. Mete los trastos que quedan de él debajo de la piel y se larga en plena noche. Nunca se le ha ocurrido quedarse a dormir aquí. Charlie me espera, dice. No sé quien es Charlie ni me importa. El caso es que se las apaña conduciendo en ese estado sonámbulo y acaba a salvo en algún agujero sin haberse roto el cuello. Al viernes siguiente, abro la puerta y lo descubro ahí delante, con la botella de vodka en la mano y un pedazo de pastel de carne envuelto en papel satinado de color marrón. ¿Qué tal?, dicen sus pies al atravesar el umbral con toda confianza, la que jamás mostró su hermano, que era violento y pudibundo. Una noche haré caso omiso del timbrazo, y dejaré que se pudran en el rellano él y su pedazo de pastel de carne aún tibia. Aunque antes debería hacerme con la botella de vodka. En fin. A estas horas, ya de sábado, una no sabe qué pensar. Espiar por la mirilla conteniendo la respiración a ese huérfano de la noche sentado el suelo contra la pared, al lado del ascensor. No sabe dónde ir, al menos en ese momento de desconcierto, así que empieza a beber a morro de la botella. El pastel de carne, ni probarlo. Al cabo de media hora y un par de tragos más, se levanta, se sacude el pantalón, pues nuestro hombre es de origen noble y nunca pierde la compostura, vuelve a meter en la bolsa de papel la botella y el pastel de carne y sin esperar el ascensor baja las escaleras. Es que todo es inapropiado, pienso. El hermano del ahorcado que viene a pasar un tiempo muerto, sin reproches hacia nadie y mucho menos hacia sí mismo, con su última pareja, de la que nadie tenía constancia hasta que éste hurgó en las escasas pertenencias del hermano y dio con un número de teléfono y una fotografía tomada al desgaire, desenfocada, interpreta uno de los papeles más bochornosos de su vida. Esas piedrecitas auxiliadoras que aparecen en los más crueles cuentos infantiles le han traído aquí no se sabe bien para qué. ¿Lamentación o morbo? Ningún amparo ha de hallar entre mis faldas. Deberíamos hablar, dijo a las primeras de cambio. ¿De qué? No será de su hermano, supongo. No hay nada que decir, su muerte fue definitiva, a conciencia, sin enfermedad ninguna salvo aquella que no puede diagnosticarse jamás y que de tan larvada no tiene nombre, y mi relación con él repele cualquier interpretación freudiana, de modo que su conducta en las semanas previas no aclara nada de nada respecto a la decisión final. Su hermano estaba solo y a veces le gustaba tomar demasiadas copas; yo estaba sola, me gusta tomar las copas que sean menester y tenía un hueco donde alojarlo… sin la menor intención de recomponerlo. Allá cada cual. Ese era el único momento entre los dos. Ni siquiera sabía que tuviera dos hermanos, una madre viva libre de jorobas rodando por el mundo con una brocha en la mano y un padre omnipotente a juzgar como tú te tomas la ligereza de describirlo. Su destino no me concernía, aunque fuese previsible la catástrofe final a causa del derrotero que iniciara años atrás, una muerte sucia y precipitada que el suicida obstinado tuvo que culminar en una segunda tentativa. Lo peor de todo es que eligió como decorado mortuorio este apartamento mío que siempre olió a flores muertas, a días de cenizas, un espacio de clausura de toda diversión y que a duras penas refugia al cabo de la jornada la mascarada que empieza con ella al amanecer. No era afortunado paisaje para una despedida sin vuelta atrás. Luego de eso, estuve a punto de vender el apartamento y esconderme en el otro extremo de la ciudad, pero después del revuelo y de una limpieza general, más de mi interior que del equipamiento de aquél, comprendí que aquello ya formaba parte del pasado y a mí el pasado me importa una mierda. En lo que a me atañe, es de lo más deleble que existe. Un año más tarde, todo era como… era antes de que Carlos Brell franqueara algo vacilante la puerta de mi casa. Paréntesis abierto y cerrado. Sigo sumando las mismas copas. Y ahora, viene éste en plan hombre de la escoba ni él mismo sabe con qué objeto, un fulano que, está claro, no sabría dividir un dividendo de siete cifras por un divisor de tres. Dialogar, decía el sábado que le di paso sin ninguna buena razón, y el pobre diablo miraba a todas partes, paredes, estanterías de libros, cocina, lavabo, debajo de la cama… como si fuera a descubrir la soga que rompió el cuello del ahorcado. Empecemos, pues, por el principio: tu hermano fue un tropiezo mío, podía haberme tropezado aquella saturnal noche de copas con cualquier cosa, hombre o mujer. Ya sé que las cosas y sucesos acaecidos en un ser humano son porque ocurren precisamente en un instante de la vida de ese ser humano y ya no pueden dejar de ser, pero nada está escrito y todo es casualidad. Además, está el olvido que recrece cada amanecer... por muy selectivo que sea el bastardo en su perenne remanente. ¿Qué quieres saber de tu hermano? Lo tenías demasiado cerca durante su convivencia, ¿no es eso?, como un mueble mil veces visto, como ese itinerario por las calles de la ciudad mil veces repetido, como ese reflejo evanescente que de la vida real alumbra aún desmayadamente en la memoria entre miles de imágenes del pasado y del presente: sólo ves lo que piensas mientras andas de paseo tan tranquilo a ninguna parte en parábola entre edificios, gentes, escaparates y automóviles, todos parecidos entre ellos y, al final, insulsos. Una bonita perspectiva de la ciudad: podría ser cualquiera en cualquier culo del mundo; es decir, tú, un anónimo como aquél que ya lo es para los vivos desconocidos tan extraños. ¿Quieres saber en que extremo del sofá se sentaba? ¿Quieres saber si conmigo era parlanchín o taciturno? ¿Quieres saber que opinión le merecía todos esos libros apiñados en las baldas? ¿Quieres saber si limpiaba su copa antes de irse? ¿Quieres saber si me daba un beso de bienvenida o despedida? ¿Quieres saber si al salir se llevaba con él la bolsa de la basura?

Por lo que yo sé a poco de empezar el verano de 1990 Carlos Brell sólo era la resignación en estado sólido, materia poco pensante de muy pocas cosas. Siendo él tan gaseoso, su mirada muerta infundía pavor: la ilustraba a algo tan etéreo ya, de imposible emancipación del lastre de sí mismo, de los metales pesados de la angustia, la desesperación, el…

En carne viva, tenía todos sus flancos desguarnecidos. Carne apaleada. Carne de horca.

Tal vez estuviera gritando, suplicando ayuda: ¡Soy un mensaje… ¡decodifíquenme!

La noche anterior a su muerte vimos en una cinta de vídeo una película de Rohmer que yo no pude acabar porque el sopor de la borrachera me durmió a la media hora. No recuerdo el título de aquel filme, uno de los proverbios, creo. Lo que sí sé es que era en blanco y negro.

Te diré que para mi sorpresa lo que más leía por ese tiempo eran novelas breves y biografías y diarios como los de Virginia Woolf y Khaterine Mansfield en inglés: el idioma de Milton, El Oscuro, como él solía definirlo. El colmo fueron unos viejos volúmenes de Macaulay, cinco nada menos, encuadernados en tela roja que compró un sábado en la librería de viejo en Torno del Hospital. A mí esa lectura me parecía de lo más estrafalario, sobre todo al comprobar que la combinaba intermitentemente con la biografía de Lytton Strachey por Michael Holroyd y una selección muy generosa de la correspondencia de Aldous Huxley. ¿Qué placer o entretenimiento encontraba este náufrago de sí mismo en semejantes confesiones y sucesos de unas vidas tan alejadas de su propia naturaleza, mustio él, poco hablador?

También releía algunas páginas (demasiado aprisa las pasaba para atrás) de un montón de libros de bolsillo de contenido político que yo había reunido años atrás y que acumulaban polvo en las segundas y terceras filas de los anaqueles. Tenía veinte años cuando los compré y, se diga lo que se diga, somos otro cada año que pasa, lo que hace que aquel o aquella que eras, quien compraba esos coñazos que ahora no había por donde cogerlos, se había convertido en alguien bastante lejano y extraño. Quiero creer que al final a todos nos ocurre lo mismo: antes de morir te das cuenta que eres la suma de un montón de perfectos desconocidos para ti mismo. De aquella pluralidad inicial en la que creías serlo todo, te reduces a un ser absolutamente inédito que no sabe nada de lo que le espera al año siguiente.

Tiraba a un lado del sofá los libros ya leídos. Yo los recogía y los apilaba en el suelo, junto a la pared, a la espera de arrojarlos al contenedor de la calle. En conjunto, aquellos rimeros se revelaban  poco estéticos, un desorden decorativo y hasta algo de grima daban. A su muerte no quedó ni uno solo de ellos. En cualquier caso, sé que mi lectura juvenil y precipitada los había malentendido chapuceramente.

Mucho antes: Lenin, en aquel tiempo una momia, decía…

Lenin no decía nada, eran palabras imprimidas sobre un papel de pésima calidad en libros de bolsillo de tres al cuarto con las páginas sin coser publicados en avalancha por editoriales de vida efímera durante la década de los setenta. Sin embargo, tornaban algo más excitante la grisura de los días de por entonces, como si acentuasen su color y lo hicieran más llamativos, menos cenicientos, y uno o una pensaban que podrían ser mejores de lo que eran a través de aquellas compras urgentes, hoy indigestas: lo joven es vitriólico y una revolución, sea del signo que fuere, el mejor remedio para las frustraciones, la dependencia familiar y la precariedad doméstica.

¿Qué quieres saber?

Ni una palabra de política. Ni un reproche. Ni una queja. Y la cartera siempre llena de papeles inútiles que resolvían una indemnización o enviaban a alguien al paro mediante un subsidio vergonzoso por claudicante. Ese tedioso engranaje administrativo y burocrático debía minarle día a día: de la acción y la protesta a un articulado jurídico que ahogaba cualquier reivindicación colectiva de amplio alcance, si bien nunca rebajó su vestimenta a la camisa banca y la corbata oficiosa anudada al cuello: se hubiera ahorcado con ella.

¿Quieres saber si dejó adivinar su suicidio posterior? ¿Si hubo algún indicio que lo anticipase?

¿Qué vas a pensar de un tipo, ya de por sí inescrutable, que la noche anterior de intentar desangrarse y al final colgarse del cuello sugiere ver una vieja película de Rohmer?

No se desconfía de una estatua.

Su última cena, un detalle póstumo que corona una biografía de modo harto repugnante: media botella de coñac y unos insulsos aperitivos de supermercado. (Pero aseguró al despertar a la mañana siguiente que aguantó la película hasta el fin.)

¿Quieres saber lo que es una vida rota, Charlie?

Hay tantas sin necesidad de acabar en el extremo de una cuerda con los pies bailando en el aire…

Yo no sé lo que es una vida rota. Y no creo que nadie lo sepa: uno o una no se rompe; simplemente, deja de dar cuerda al yo y todo se detiene, se desenfoca y así aguanta unos años hasta que se muere. Otros, sin parar el reloj, plenamente activos aun estando quietos, con la corbata-soga en el cuello, se cortan de cuajo por la mitad sin pensarlo dos veces: será de asco, de ira, de impotencia.

Siempre se muere hoy. ¿Qué importa el número, la suma, el nombre del día, del año, tu nombre, el nombre de todo?

La mujer matemática no descartaría en su derrotero existencial una tercera vía: cavar un agujero y enterrarse en vida en él. En cierta manera, es lo que ha hecho. El alcohol abre,  de cuando en cuando, una vez anestesiada del todo, una ventanita al exterior del que ningún peligro acecha: al menos uno, o una, no lo descubre por ninguna parte: nadie te ve hasta que te mueres.

Lo demás, es la farsa. El día a día. El trajinar de las hormigas al descubierto bajo el sol.

¿Qué tal los alumnos?

Bien, bien. Cavando afanosos ellos asimismo su propia tumba, sólo que todavía no lo saben. No hay prisa. La venda en los ojos no se sostiene por sí misma toda la vida. Cada uno nos estropeamos según el propio estilo y a su debido momento: un manotazo y el ensueño se va al garete: el futuro es una mosca revoloteando frente a tus narices en una noche oscura como la boca de un lobo, que escribiría el guionista, y a la que no logras ver aunque percibas su tenue zumbido.

Ahora ya no me ves a mí, el cuerpo que soy. Ahora ves mi alma, pero sigues sin percatarte porque continúas viendo el disfraz de la carne y los huesos, puras láminas de colores.

El ser humano como distracción sabatina, libro de caja grande sobre el regazo, sentado en el sofá ante el televisor encendido y el volumen bajo aunque audible: mucha reproducción a color, texto mínimo, encuadernación aparatosa, idas y venidas, diálogos sin cuento: de un tipo sólo me interesa lo superficial, y eso por mucho que me digas que tu alma, en ocasiones, anda a dos patas entre las demás cosas visibles del mundo.

Di mejor a cuatro patas, como el animal inocente que nada sabe de la muerte.

Pero sí sabe del dolor, del miedo, del peligro fatal de acabar con el cuello roto y las tripas devoradas a dentelladas.

No es terror a la nada, a la muerte, es un miedo físico. En todo caso, es instinto.

El cuerpo siente el dolor, pero el terror y el horror anidan en el alma, que es como decir que asientan sus reales en el páncreas, en el fondo del ojo o en el dedo gordo de un pie.

Donde mejor me revelo en los paseos solitarios es en los espejos negros de las tiendas antiguas. (Ya de niño le gustaba bucear en esas aguas quietas, profundas, impenetrables.)

Podría decirme sin alterar lo más mínimo el tono de la voz, apurando la copa de oro hasta las heces y sin apartar la mirada del oscuro azogue, que este perro no sirve ni para vivir. Sólo me faltaría señalarme con el dedo admonitorio, regañarme a viva voz ante el estupor de los demás transeúntes.

¿Cómo se llega a ser lo que se es?

Pobre Fiodorov: no haber sido por pura mala suerte o infortunada casualidad un millonario con velero atracado en el Club Náutico con todo el día soleado por delante o un tipo de esos insignificantes que pasea a media mañana por el centro de la ciudad sin saber por donde tirar y sin ninguna gana de llegar a su habitación alquilada en la que no tiene absolutamente nada que hacer hasta la hora de comer en el bar de la esquina: ambos extremos bien alejados de la ruina moral, ese cáncer larvado por la cotidianidad.

Podría escribir poesía.

¿Quién?

El tipo del portafolios lleno de papeles.

¿Te burlas de tu hermano? ¿Tú, que eres un esbirro, un beneficiado de los presupuestos del estado? Perorar sobre Goya u otro desgraciado no te da derecho a vivir de balde, parásito de mierda.

No hay burla en ello. Nada más lejos de mi intención. La poesía puede ser un remedio de botica. Hacerlo ayuda bastante, sobre todo si es rimada y sujeta a métrica. Llega uno a casa agotado, con los pies sucios de tanta correría en el sindicato y en la Magistratura, se mete bajo la ducha, come algo, enciende el televisor sólo para ver (y escuchar algunas veces) el telediario, lo apaga en cuanto se da fin a las noticias, reflexiona un momento con la vista fija en la pared inspiradora y, acto seguido, empieza a encadenar ripios hasta la medianoche. La poesía es una solución ideal y sedativa para momentos de grande desconcierto.

¿Después de Auschwitz? (¡Ya basta con Adorno, amigo!)

Una poesía más allá de los límites de la realidad, amparada por la técnica y un poco de melancolía es posible en todas las épocas.

¿Y a eso dedicaría su tiempo libre?

Un tiempo libre que… es todo su tiempo. La noche, el día… El poeta lo es a todas horas, como el tedio o la amargura, que no dejan en paz.

Fiodorov llevaba a rastras toda la iconografía y mitología de su tiempo. Esa chepa lo maltrataba, aunque él no podía sospecharlo siquiera.

Emprendían él y la mujer matemática una dialéctica de estilete de cera.

¿Tú has leído El lobo estepario?, me preguntaba a media voz, aguardentosa, como de ultratumba.

No lo sé. (Contestaba yo: esa forma de perder el tiempo en el tenebroso fin de semana.)

Entonces, él reía.

Yo me disfrazaba de la señora Corín Tellado y aparecía por la puerta con un mazo de folios en blanco.

¿Tú sabías que José Mallorquí se mató disparándose en la cabeza con un revólver de plata que guardaba junto a la máquina de escribir? Contratacaba él harto de las centenares de novelitas del Oeste sin ánimo de hacer sangre… salvo a sí mismo.

A mí la Tellado me parece mucho mejor escritora que la Baum o la Buck e infinitamente superior a la Cartland. Y tuvo el coraje de escribir miles de novelas para demostrarlo. A su lado los ciento diecisiete libros de amor de la eximia Grace Livingstone Hill son despreciable minucia. El que no alcance un millar de novelas escritas que cierre la boca (que arroje la pluma o la máquina de escribir a un barranco) y se haga opositor a cualquier covacha ministerial. Mil novelas ya demuestran algo (por el momento), le aúpan a uno (o a una) a una categoría profesional.

Una teoría literaria interesante: demuéstralo con hechos. Ante el desafío, cuántos jueces hechos de la noche a la mañana con cuatro renglones pergeñados al tuntún huirían con el rabo entre las piernas… Ellos y sus versitos que nada acreditan.

Y usted, señorita, puestos a elegir y ya en nupcias ¿a quién prefiere, a un arquitecto o a un ingeniero?

Soy una romántica irremediable: a un hombre guapo. No me interesa el dinero. Me importa el amor.

En ese caso, querida, concluye sabiamente la Tellado, la haremos tropezar un día soleado, tibio y balsámico de primavera con un arquitecto guapo o con un ingeniero guapo. Naturalmente, sólo podrá elegir a uno de ellos. En lances de amor, un triángulo daña por sus tres espinas.

¿Tales diálogos mantenías con el hermano mediano? Menudo par de amantes. Qué parla desatinada.

¿Sabes? Sigues sin saber nada de tu hermano. Cualquier extraño lo hubiera conocido mucho mejor que sus padres y hermanos. Sois una familia que nació hecha añicos, fragmentada en decenas de espejos rotos. Me temo que nunca os habéis reconocido unos a otros como es debido.

(Pero ¿acaso se reconocían ellos a sí mismos?)

En el hogar de los Brell no creo que haya habido jamás una novela de la señora Tellado. Ni en la época de las servidoras desatadas que pasaban sus noches de claro en claro y sus días de turbio en turbio entre libros y asedios del Boceto adolescente y pánico con el falo en la mano. Miles de libros, pero ninguno de autora tan popular y prolífica. ¿Eso podría caracterizarnos?

Imagino que también habrá en esos estantes polvorientos lugar para mucho libro intonso… sin necesidad de plegadera para abrir los cuadernillos, más selladas sus páginas, que nunca nadie abrió, que si estuviesen pegadas por un adhesivo casi inviolable. Más libros que días para leerlos, mal asunto.

Andas en tercerías, mujer matemática. Todas las familias… (etcétera: vid. Leon Tolstoi.)

¿De dónde nace la mujer matemática?, se pregunta a su vez el hermano pequeño.

¿De una novela rosa?

¿De Corín Tellado?, ¿de Teresa Sesé?, ¿de Nieves Grajales?

¿De una novela de a duro?

De una costilla de su hermano mediano, de su tedio violento y desesperado: a ello debe su existencia, descarnada en el fondo de un cajón, aún por erguirse y tomar forma y rasgos distintivos, silenciada entre otras pertenencias del ahorcado. El hermano pequeño dio con ella, la reconstruyó, le insufló sangre y voz, activó sus miembros… Ahora pasa el ratito prisionero en algo parecido a el fin del mundo, como distrayéndose con una muñeca parlante y retadora, asexuada para él no obstante: ¿iba a mancillar la memoria de un muerto?

Donde se posaron aquellas manos ya no es posible la caricia, lo que besaron aquellos labios se secó, lo que aquel hombre perdido abrazó se convirtió en estatua.

Tú naces de un escritorio. Una feliz coincidencia.

La mujer matemática le dirige una mirada acerada. Su hermano era un desdichado. Este es un loco de pretensiones muy raras. Imaginaciones urdidas de un viernes, un sábado, y el domingo ahuyenta los fantasmas y vuelta a empezar.

Nace del dulce costado del dormir.

¿Tú has leído La metamorfosis?

Creo que sí: la familia es tu verdadero enemigo, aquí, en Praga y en cualquier otro sitio del mundo.

¿Tú has leído La náusea?

No. Sin embargo recuerdo la cita de Céline que encabeza esa novela poblada  de langostas: Es un muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo.

Curioso dictamen si se recuerda la frase final de Las palabras: Todo un hombre, hecho de todos los hombres y que vale lo que todos y cualquiera de ellos.

Por cierto ¿tú has leído Las palabras?

Creo que no. Hubiese recordado esa última frase del libro.

¿Y cómo es que sabes la cita  de La náusea si no has leído la novela?

Me bastó con ese preámbulo magnífico. ¿Para qué estropearlo con el fárrago de todas las páginas siguientes?

¿Y las langostas?

Una suposición que… estimo acertada. Sartre durante algunas épocas se sentía perseguido por ellas. De un hombre inteligente puedes esperar las mayores debilidades, consumo desmesurado de drogas legales e ilegales (alcohol, tabaco, anfetaminas, opiáceos…), fantasías y desvíos inesperados y al mismo tiempo el pensamiento más fértil y definitivo: estamos hechos de la nada, un ser efímero.

¿Tú has leído el diario de tu hermano?

El juego de hacer versos.

Ni uno solo hizo. Tenía un alma noble. Hasta el final la tuvo a pesar de la ira.

Versitos como  besitos a desconocidos vaya usted a saber con qué cutis de bestia.

¿Qué es eso de un diario? Cuesta creerlo.

En realidad eran anotaciones personales… pero en exceso subjetivas. Un yo a la deriva, camuflado a veces; otras, demasiado evidente. ¡Qué sé yo!

¿Por qué escribe uno un diario? ¿Para reconocerse mejor en una experiencia intransferible? ¿Por amor propio? ¿Por miedo a la nada absoluta? ¿Qué clase de confesión pueden contener esas páginas que alcancen a desmentir o confundir unos hechos ya inalterables si es que no pretenden inducir a engaño?

Se trata de un artificio.

¿Artificio? ¿Con qué propósito?

Con el que ayuda ( y necesita) a creerse mejor de lo que uno era: dejar constancia de lo que le imposibilitaba para serlo, aunque al final sólo registras mentiras aseadas.

Las excusas son el pretexto del cobarde, del fracasado.

Un diario es una constatación… de algo o alguien que fue muy efímero. Miedo, en todo caso, ante la cruel temporalidad.

No hace falta ser sincero para escribir un diario.

En absoluto. Basta con ser consciente de que uno escribe por simple reflejo: escribes leyéndote a ti mismo.

También porque no existen reglas para alumbrar una confesión íntima o un hecho anodino.

Una especie de banco de pruebas.

Un material intelectual expuesto con la ambigüedad que le otorga una forma libérrima o una pluralidad de ellas, sin atenerse a normativa alguna.

De acuerdo, pero convengamos que un diario siempre es más interesante para quien lo escribe que para quien lo compre o lo hurte y termine leyéndolo. El lector, emocionalmente, de modo inconsciente, marca distancias respecto a un texto escrito por mano extraña. Parece que ante algunos párrafos no vas a poder contenerte: Vale, lo siento, pero no es mi problema. Así que las confesiones de la intimidad ajena te suenan ridículas.

El diario de tu hermano más se asemeja a uno descriptivo que introspectivo, a pesar de las confidencias, alguna debilidad inscrita sin duda por descuido.

Es imposible desviarse de la introspección en un diario; si acaso, disfrazarla con una escritura sinuosa, elusiva, poco escrupulosa o o incluso torpe frente a la verdad.

¿Quién soy yo?

Nadie escribe un diario para saberlo. Cada palabra escrita está (acaba) perfectamente muerta antes de la siguiente. Y escribir acerca de los demás concluye en hastío, son como autómatas moviéndose dentro de tu cerebro. Una vez a solas, no los necesitas para nada, son garabatos danzando en la mente.

Eres lo que haces, lo que imaginas, lo que piensas. ¿Para qué escribir un montón de páginas que lo único que revelan es el vuelo corto de una gallinácea en el aire del vivir? Y en cuanto a los demás…

(Ave con mayúscula.)

¿Te lo entregó él? ¿Así, de buenas a primeras?

Él no supo nunca que ese diario terminaría en mis manos. Antes, porque no se le ocurrió pensarlo y, después, porque está muerto del todo. Hubo una mochila vieja abandonada en un rincón de este apartamento tan chico. Probablemente yo debía haber visto ese bulto incontables veces, pero pensaba que era de él, y que a mí tal cosa no me concernía. Ni se me ocurrió fisgar ahí adentro. Y ahí adentro era él. Luego del espectáculo morboso de la policía, del forense y de la jueza, cerrada la puerta de nuevo llevé la vista a la mochila. No tenía ninguna curiosidad de abrirla y atisbar en unos restos que dejaba atrás un muerto. Restos más físicos que él, que a saber dónde han volado y se han podrido sus cenizas, en el cielo o bajo la tierra, que da lo mismo. Todos los muertos tendrían que llevarse consigo todos los trastos y objetos físicos que han acaparado durante su vida.  Lo más razonable sería que desaparecieran con ellos para siempre puesto que ya son y serán inexistentes. Dejemos el planeta limpio de muertos y basuras. La herencia de un muerto, hasta su dinero, parece estar contaminado de una enfermedad terminal y pestilente, son cachivaches de olor rancio que sólo sirven a los desgraciados.

¿Quién era?

Abrí la mochila. Y el diario no te aclara nada de nada de lo que era porque, en definitiva, tampoco su escribiente se aclaraba a sí mismo. Uno puede llegar a saber qué quiere, pero no lo que es realmente. Mucho antes de la demencia senil ya andas en mil sinrazones, preso de ideas y pensamientos absurdos que se estrellan en lo instantáneo de su inmediatez y no dan para más. Tus movimientos son adecuados, tu lenguaje correcto, pero por dentro estás lleno de líos y vas de la mano de la confusión.

Un diario puede ser la obsesión de un desesperado, el lugar de la locura o la antesala del suicidio.

JD., dice Boceto, sólo escribía un diario cuando estaba enfadado, muy enfadado. Pasado el enojo o la enemistad con todo el mundo, rompía las hojas sin releerlas jamás. Yo siempre le sorprendía rompiendo folios. Escribía multitud de diarios. Se conoce que se enfadaba muy a menudo.

(¿Qué haces, hermano mayor?

Y el otro me miraba displicente:

Hermano perqueño, entierro lo que ya está muerto. ¿A qué resucitarlo al cabo de los años?

No vale la pena andar por ahí todos los días con una espada en la mano. A veces, hay que relajarse si no quieres acabar en el extremo de una cuerda.

Una semana más tarde ya estaba escribiendo otro diario: se habían abierto las hostilidades.

¿Qué haces?

Largo de aquí, hermano pequeño, o te acuchillo el cuello con la Parker.

Sus ojos echaban chispas.

Giró sobre sus pies y en silencio abandonó el gabinete donde se urdían con la pluma en la mano terribles venganzas y atroces castigos venideros.

No era el hermano mayor hombre que adobara su futuro en la salsa de la esperanza. Mal asunto es estarse quieto, pero, si se mueve a estas alturas, peor: termina uno cuidando perros enfermos o plantando coliflores en aldeas nada merecedoras de alabanza.

¿Qué tal te llevas con tu hermana pequeña, mujer matemática?

Ella, al igual que yo, nunca ha escrito un diario. Sabemos de sobra lo que somos y lo que son los días y la profunda vaciedad de muchos de ellos.

Te desagrada que mi hermano lo hiciera.

Me produce pena, y un poco de sorpresa también. Hablaba lo justo y apenas confesaba algo que no estuviera a la vista. Escribir un  diario es estar al borde del peligro, puesto que suele ser habitual que sus líneas nada celebren y lamenten demasiado. Todo esto parece contradictorio con su carácter.

De modo que has leído ese diario prohibido del hermano mediano.

¿Prohibido? Ahora su autor está muerto. No hay nada de qué avergonzarse, ni él por escribirlo antes ni yo por leerlo después. Sólo son palabras muertas, su lectura suena a hueco, supongo que como podría oírse la voz de un resucitado clamando desde el interior de una tumba.

Se miente más al escribir que hablando. Por otra parte, la mentira es perfeccionada hasta el límite merced a la reflexión a que incita la escritura y a la lentitud mental que propicia. Y encima puedes disfrazarla de mil maneras. Cuida tus palabras, te dices, y te tanteas el cuerpo no vaya a ser que alguien te robe el corazón o cualquier otro órgano por haberlo dejado al descubierto. En el fondo, un diario es ponerse a pensar en uno mismo y en su alrededor con la debida cautela.

Te vigilas sin cesar mientras escribes.

Un diario también puede ser dolor, o una desdicha sin solución, perenne.

La escritura no es un linimento, te ausenta nada más de las preocupaciones.

¿Escribía el hermano mediano acerca de su familia?

Ni una sola palabra. No menciona a nadie en particular. Ni siquiera utiliza iniciales. Tampoco habla de sí mismo. Se diría que se trata de anotaciones en clave, de frases-símbolos, si es posible decirlo de esa manera.

Un montón de ocurrencias, pues.

Tal vez. Pero existe un sentido en esas glosas y notas. Entreveo una lógica, aunque sin leyes aparentes que la gobiernen.

En guardia es como se traman las maquinaciones y los artificios literarios.

No hay nada de literatura en esas páginas. Puedes comprobarlo tú mismo, y puedes llevarte también la mochila con lo que hay adentro.

¿Tú has leído El extranjero?, me preguntó en una ocasión.

Increíblemente, por ser obra muy conocida, no, contesté sin rubor.

Una tarde lo dejó sobre la mesa. Lo leí de un tirón. Es lectura fácil y breve. Un tipo que ya no tiene nada que perder cose a tiros a un árabe. Un tipo de esos que lee los periódicos de fecha atrasada y no tiene reparo alguno en cenar una morcilla y unos vasos de vino a los que le invita un vecino tan maltrecho como él. En el mediodía de una jornada de playa le mete cuatro balazos a un pobre diablo vestido con una chilaba grasienta. Prefiere eso a matarse él, que ya está muerto, como esa tarde de domingo tan triste que observa desde el balcón a unos adolescentes endomingados que marchan al cine entre empujones y bromas y horas después, ya agrisándose el día, los descubre de vuelta a casa con lentitud, cansinos, con algo de desapego, presos de una leve angustia.

El extranjero

Así se sentía él.

¿Respecto a qué?

La mujer matemática no está muy segura de que el hermano mediano aprobara una identificación suya con algún personaje novelesco o de cualquier otra invención. Esa reducción y despersonalización de uno suele ser a la par que infantil propio de los malos lectores.

Siempre alguien en un momento de su vida se cree invulnerable, tanto al éxito como ante la fatalidad. Un día dejas de creerlo y empiezas a morirte.

Esa es una anotación propia de un diario.

Del diario de un viejo, cuando vives poco o mal, con miedos.

Los papeles rotos de las calles.

(Una interesante lectura. La mejor de las novelas, ¡y qué variedad de sucesos! ¿Vas a ser tú más remilgado que Cervantes?)

¡La poética de la rúa! Tanto da un prospecto de farmacia como la pedestre nota de un pedido de ultramarinos, un poema roto, un fragmento de la carta a la madre o una citación judicial. Palabras sobre papel, negro sobre blanco, que mueven a abrir los ojos buscando significados que al final sólo quedan en suposiciones. Una vez leídos los papelillos, con frecuencia a medias y al desgaire, pues sólo representan por lo general retazos inconexos, satisfecha la curiosidad, que suele quedar a dos luces por los ocultamientos deliberados, los arrojas de nuevo al suelo sin molestarte en buscar una papelera.

¡Qué poca urbanidad!

Bah, en tiempos de don Miguel de Cervantes Saavedra pestilentes zurullos y espesos orines corrían por las calles, puros albañales. ¿Voy a ser yo más remilgado que Cervantes?

La noche venusina pronto verá los primeros jirones del amanecer. Estos dos quedarán descabalgados, de modo que, cada vampiro a su agujero: llenitas las panzas de la sangre del muerto.

¡Agua va!

No querías a mi hermano…, dice.

No.

¿Entonces?

Era el tipo que se sentaba en el sofá, bebía y tenía miedo. Como yo. Eso era todo. Pero yo jugaba con ventaja: lo conocí de veras, aunque sin ganas. ¿Qué más da rasgar la envoltura. Pero en este caso ya venía roto ese saco amniótico. Buceabas ahí adentro como en las aguas transparente de una piscina, sin algas ni pecios que estorbaran. Demasiado fácil. Fue él quien vino a mí. Yo con mi miedo me basto. Todos andamos con el susto encima, aunque algunos ni se enteran en sus idas y venidas de hormigas. Tal vez una realidad harto evidente que tú suponías, unas palabras, unos gestos, los silencios, te engañaran y escondiesen paradójicamente una complejidad indescifrable e imperceptible a causa precisamente de ese carácter tan palmario del que hablas.

No digo que no fuera complejo. Digo que era fácil de adivinar. Una sabía a ese hombre enseguida. Era una apuesta segura para la pérdida o la ganancia. Podías apostar a uno de los dos extremos sin temor a equivocarte: una vida beata y feliz en sentido filosófico o… a bailar sobre el vacío suspendido en una cuerda, también en sentido filosófico. En el fondo, casi a la vista, sólo existen dos opciones: te vives o te matas.

El problema es que no se puede vivir con una conciencia en carne viva.

No lo pienso yo de ese modo…

(La cuestión es que sí se puede.)

Déjate arrastrar… por el cuerpo no más. Deja en paz a la conciencia, que está muy bien allá donde se esconde. La sacas de su agujero, le permites danzar un ratito por esas calles sin dios (en ellas el diablo, en medio del remolino) y el mundo se convierte con rapidez en un lugar inmundo y todo a tu alrededor comienza a desmoronarse, te abre los ojos sin piedad ante el daño y la fealdad de lo humano y sus idiotas aspiraciones, agiganta de un tirón tu pituitaria, que no deja de padecer todas las hediondeces sin fin de lo vivo sangrante y abierto en canal, se traba entre tus piernas hasta hacerte caer... Quita, quita. Mejor allí en su escondite blindada por las vísceras, calladita, sin voz ni voto, que sus labios invisibles no exhalen ni queja ni grito. Y si al final muere no pases pena, porque tras de sí no dejará el menor rastro de su huella: como si nunca hubiera existido. Nada notarás que te falte, ni su mínimo peso  (¿30 gramos?)ni su ausencia.

Sólo un cuerpo, entonces. Preso de él, de sus propios dolores y complacencias. Qué poca cosa, al cabo. Recipiendario de nada con destino putrefacto y definitivo. 

Sin embargo te sentirás libre como el mal, que anda a sus anchas por la vastedad del planeta, estarás a salvo de esa sustancia pegajosa que no tiene forma ni materia, que nadie ha visto o palpado y que habita tan sólo en la imaginación de un ser animal construido a costurones de fragilidad y miedos antiguos.

La mujer matemática, a quien las primeras luces del alba queman sus retinas como lo haría un hierro candente, empieza a notar un infinito cansancio. Lo que tiene delante, ese bulto, ese Boceto que a estas horas es capaz de asentir cualquier majadería que se tercie, no será un sucio compañero de cama ni tampoco el abatido enfermo de un despertar del sábado amarillo y terrible cuando, pasado de largo el mediodía de arañas y chillidos de murciélago, la lava de los sesos fluya de los lacrimales y se escancien en las primeras tazas de café denso e hirviente que bebe junto a la ventana mirando a la nada, a las aceras grises sin árboles y coches aparcados en sus bordes o encima de ellas, calzadas mínimas de asfalto salpicado de rotos…

¿Qué nos queda?

El vacío.

La degradación interior, aquella tan oculta como la conciencia.

La dejadez.

La renuncia. O un grado más allá de esa pasiva inactividad: el asco.

El juego de hacer versos.

Desmenuzar los recuerdos, dejarlos hechos trizas hasta confundirlos del todo, que es una manera efectiva de falsearlos, de negarlos.

¿Qué nos queda?

El telediario del día que da repaso a las atrocidades de la muda  conciencia colectiva zascandileando a cuatro patas, bien abierto el agujero del culo (que le den), inmune a los desastres y los caprichos de la tierra, sometida a la sonrisa cínica del carota televisivo, ese beneficiario de las políticas que miente como mea y arroja la baba de su ternura a instancias de un sentimentalismo de folletín. No llora por las injusticias del mundo, lo hace a través de sus raquíticas emociones.

¿Qué nos queda?

La puerta se cierra de golpe. Es un sonido terminal: de aquí al infierno de las pesadillas.

¿Se ha ido este intruso en la memoria?

No. Es la hermana pequeña.

¿Y ésta qué pinta aquí ahora?

(Tal vez lo sepamos más tarde.)

Pero, ¿el tipo, ese Boceto indagador, se fue?

Quedó de testigo danés, escondido tras cortinas y una oscuridad que ya se disipa.

Sombras, pues, que hablan y fisgan.

La mujer matemática no se ha sorprendido lo más mínimo por la llegada de la otra: vive en lo intempestivo de viernes a domingo. ¿Qué de extraño hay en que a una la visite su hermana pequeña la lóbrega madrugada de un sábado? Anda, tómate una copa, querida, que ya ha alumbrado el nuevo día.

¿Dónde estamos?, se pregunta Boceto detrás de la cortina.

En la quinta dimensión.

¿Qué ocurre?, pregunta la hermana mayor, pero lo inquiere sin urgencia, con la pasividad moribunda de la que está de vuelta.

No está sola la hermana pequeña con su suceso, trivial o cruento. Detrás de ella, todavía sin traspasar el umbral de la puerta, asoma la cabeza pelirroja de un adolescente. Trece años a lo sumo.

El mozalbete da un paso a delante y se adentra en el reducido salón. Se percata enseguida del testigo danés observador de sombras entre las cortinas, pero no le importa para nada su presencia, ya está al cabo de la calle de las excentricidades de su tía. Tampoco le sorprendería que dormitara un león debajo del sofá o que esos dos hubiesen cenado hace unas horas un par de serpientes de cascabel a la brasa.

Ambos, madre e hijo, llevan una mochila a la espalda y en la mano una maleta de escaso tamaño, casi un  portafolios, con un cuchillo entre la ropa interior ella, y una bolsa deportiva el chico.

Bonita perspectiva, se las promete Boceto. Ha recobrado la lucidez de forma instantánea: la excitante actualidad ha disipado los vapores del alcohol trasegado durante horas. Aquí hay una historia, un entretenimiento inusual. Atento, abre bien las orejas. El día que amanece anuncia nuevas interesantes.

Esa misma mañana (de ayer viernes, más o menos a estas horas primerizas del día siguiente) el excura se ha declarado homosexual con titubeo culpable pero sin equívocos ante su mujer y su hijo. Hay desayunos realmente indigestos, comienzos que son finales inesperados que dan paso a comienzos impredecibles. El resto del día para esos dos, agarrotados por la sorpresa, ha constituido un deslizamiento a la perplejidad, un desvanecerse entre las cosas cotidianas que ahora carecían de mérito y se revelaban absolutamente vanas e intercambiables, de una sosería indescriptible. El excura les ha pedido un día y medio para desalojar del piso sus escasas pertenencias y reunirse con su amante actual, un mediocre escultor de muy escasa nombradía que imparte clases en un taller artístico para ociosos en el barrio de El Carmen. Madre e hijo reúnen lo indispensable para el día y medio de tregua y salen a la calle sin decir palabra; la una porque no acierta a elegir ninguna que tenga sentido; el otro porque asume perfectamente lo que está pasando y piensa que no hay nada que decir, cosas de adultos.

He perdido la fe, diría el cura antes de romper los votos.

¿La fe o el interés?

Y , ahora, ¿qué?  

Le guía la estrella del norte: ya sé lo que soy: cuántos fraudes innecesarios a dioses y a humanos.

La repudiada y el hijo indiferente salen de casa y dan unas cuantas vueltas por la ciudad recién despierta, aún gris y desapacible a pesar del incipiente sol. Acaban sentados en el Parterre, en un banco cerca de los ficus. Hacen tiempo hasta que se abran las puertas del centro comercial. Un rato después, merodean por la primera planta, en la sección de librería, acarreando las mochilas, la maleta y la bolsa. A media mañana suben hasta la quinta planta y almuerzan unas tostadas con jamón. Luego, el día eterno de colores desvaídos, paseos a ninguna parte… Cansados de las mochilas, desganados, ya en la noche, vuelven a casa. El excura ha desaparecido, pero volverá el sábado por la mañana: varias maletas y bultos en el diminuto recibidor así parece indicarlo. Quién sabe a qué hora. Ello les inquieta algo. No desean encontrarse de nuevo con él. Duermen vestidos, cada uno en su cama. A intervalos de unos pocos minutos la madre y hermana pequeña se despierta sobresaltada sin atinar a pensar con claridad: sabe lo que está pasando pero no entiende nada de lo que está pasando, al igual que sucede en la cortas pesadillas de la duermevela. Antes del amanecer, sumida en un letargo desconsolador que le oprime hasta el llanto, un llanto seco, irremediable, se levanta y rompe el sueño del hijo. Otra vez en la calle. Buscan un taxi nocturno que les conduzca al costado de la hermana mayor, la mujer matemática. Tardarán una semana en regresar al piso, entonces ya vacío, absuelto de todo pecado, limpio de culpas.

Las dos hermanas abandonan el salón y dejan solos al hombre y al adolescente: asistamos a ese diálogo entre el fantasma y el hijo.

¿Qué lees?

Mangas. Y tú, ¿qué haces?

Soy profesor de historia del arte.

¿Y eso qué es?

Nada. Digo lo que otros han hecho.

¿Y pagan por eso?

Bueno, así están las cosas.

Entonces, seré profesor. ¿Qué haces detrás de las cortinas?

Espío a los chicos que leen mangas y también la vida difícil de los adultos.

Las hermanas hablan entre sí. La mañana ha avanzado y ha dejado atrás la grisura. El hermano pequeño debería irse. Es un estorbo dada la situación, pero… El apartamento está lleno de esta primera luz del verano misterioso, irreal.

¿Cuántos años tienes?

Trece.

¿Pagan por leer tebeos?

No.

Pareces el hermano pequeño de tu madre. ¿Cuántos años tiene ella?

No lo sé. Treinta y tantos, supongo.

¿Qué piensas de tu tía?

No sé. No suelo pensar en ella. Es profesora de matemáticas. A veces no entiendo lo que dice. Un lío. En realidad, me fastidia bastante verla.

(Apenas le comprendes porque anda con el cerebro un tanto desmadejado y farfulla como todos los borrachos ocasionales. Con ellos resulta todo intimidante, sumamente incómodo.)

¿Tu padre es pelirrojo?

No.

Que raro. Tu madre tampoco lo es. ¿Lo es alguno de tus abuelos o abuelas?

No vive ninguno de los cuatro. No sé si uno de ellos lo era. Nunca se me ha ocurrido preguntarlo. ¿Por qué estás aquí? ¿Eres el novio de mi tía Virginia?

No. Pero un hermano mío lo fue. Era un buen tipo. Ahora está muerto. Está en el cielo.

Entonces ¿quién eres?

El fantasma que anda detrás de las cortinas.

Menuda ocupación.

No te creas, es de gran provecho. Se aprende mucho acerca de nuestros semejantes desde el sigilo y la paciencia.

No entiendo lo que dices.  Y no me gusta la luz de la madrugada. Además, siempre tengo frío a estas horas, aunque sea verano.

Se anuncia un sol esplendoroso en poco menos de una hora.

¿De qué se murió tu hermano? ¿Era más viejo que tú?

Di mejor por qué murió. Era unos años mayor que yo.

¿Por qué murió?

Se ahorcó. Pero eso tú ya lo sabías. Nada más entrar en este salón has mirado el techo, buscando el lugar del crimen. Los tipos que leéis mangas tenéis un lado oscuro, os seduce lo macabro.

Bueno, conocía la historia, sí…

No conozco un solo adolescente que no dude en vivir del crimen, de la mentira o de la sopa boba. Al final, casi todos os conformáis con los videojuegos o… el manga. Después uno crece, abandona la habitación en casa de papá y mamá y se hace agente de seguros, médico, peón de la construcción o acaba de funcionario del estado. Todo muy excitante en este año del Señor de 1993.

¿Tienes hijos?

No, pero estoy felizmente casado con una eva. Podría decirse de mí que soy un ser afortunado que habita en el paraíso rodeado de exquisitos frutos y cogido de la mano de la más bella de las mujeres. Vivo en un éxtasis perpetuo. Ni yo mismo me lo puedo creer. Reboso felicidad por todos los poros de la piel.

¿Por qué no tienes hijos?

He tenido padres y hermanos. He sido hijo. Sé de qué va el asunto, y no suele terminar demasiado bien.

¿Te acuestas con mi tía?

No. Sólo bebo con tu tía. Y sólo los viernes. El capítulo que hemos abierto entre los dos está muy próximo a acabar. Ya no da más de sí.

No me gusta el alcohol.

A nadie le gusta el alcohol hasta que un día uno descubre que puede dejar de ser de carne y hueso y convertirse en un muñeco de cartón, que es una materia excelente: no piensa, no sabe, no contesta, no es.

Yo no pienso beber jamás. Lo juro.

Eres demasiado joven para ser un bravucón. Espérate unos años antes de soltar baladronadas. Si crees que los mangas te van a servir de algo en las tesituras de la vida estás listo.

Me dan asco los borrachos.  Mi tía lo es… Y mi padre empinaba el codo de cuando en cuando. Sobre todo este último año. Casi no podías hablar con él cuando llegaba a casa por la noche, si es que aparecía. Siempre estaba triste. Sólo quería meterse en la cama.

No me extraña. Un excura que se casa, tiene un hijo y al cabo de los años descubre que es homosexual y cambia su familia por un amante picapedrero y barbudo. Era otro acartonado sin remedio. No tençia otra solución.

No quiero volver a verle.

Por mucho que cierres los ojos, lo vas a ver; por mucho te alejes de él, incluso aunque te escondas en Dinamarca, lo vas a ver.

¿De qué le ha valido renunciar a tantas cosas?

Yo también creía que no iba a hacerme mayor. Pero un día el mundo que conocías se va a hacer puñetas y todo a tu alrededor comienza a cambiar. Ya nunca es lo mismo. Tú todavía estás buscando la isla del tesoro, porque a tu edad ésa es una de tus obligaciones. A esa isla se puede llegar de muchas maneras. Una de ellas, leyendo mangas. Supongo. Y, ¿sabes una cosa? Sí que existe la isla del tesoro, a pesar de que sean muy pocos los que ponen el pie en ella. Está un poquito más allá del horizonte, así que necesitas hacer un largo viaje para descubrirla y los años que te permiten llegar a buen puerto acaban muy pronto. Y por si esto no fuera bastante, tampoco tienes el mapa para arribar a su costa. El tiempo que tenemos la mayor parte de nosotros lo perdemos por el camino, de modo que lo único que consigues al final es acabar en tierra de nadie con una cartera llena de tonterías en la mano... y conformarte con tomar un par de copas de ron en un bar Charlie a la salud del tío de la pata de palo.

Hablas como un viejo.

Lo soy. Tengo la edad de Cristo.

¿Eso es ser viejo?

Eso es ser perfecto. Estar al punto. No te matan, pero te clavan en pelotas en una cruz hecha de gruesa madera y allí te dejan colgado para toda la eternidad pudriéndote durante milenios.

¿Te sacan el corazón del pecho los picos de los cuervos?

Depende de la imaginación.

¿A qué sabe un corazón humano?

Cualquiera sabe. A sangre, imagino. Además de los mangas, ¿qué otra cosa te gusta?

La geografía.

¿La geografía? ¿No es un tema muy árido ése?

No sé.

¿Quieres ser cartógrafo? ¿Explorador acaso?

No, qué va. Qué tontería. Quiero ser profesor de Geografía e Historia.

(Otro con un portafolios lleno de necedades y sueldo mensual… ¡y hasta calculador de quinquenios!)

¿Cuál es la capital de Yemen del Sur?  

San’a.

Muy bueno.

¿Cómo se llamaba la capital del imperio azteca?

Tenochtitlán.

Magnífico.

Este año está siendo muy raro.

Todos los años 1993 son raros.

¿Qué significa eso?

Que los años 1993 como el actual son extremadamente impredecibles, como todos los años por otra parte.

No sé.

¿Quieres una lista de sus más sobresalientes perlas? Ahí van:

Los ricos también lloran, y alguno de ellos da con sus huesos en la cárcel, muy lejos de donde amarraba su yate con el que los fines de semana navegaba y buscaba su isla del tesoro sin necesidad de mapa alguno.

Un rey sin corona se muere, pero, como suele decirse, a rey muerto rey puesto, corona incluida. No tardaría este último, que treinta años no es nada, en venderla de saldo.

Tres chicas adolescentes, acicaladas y en plan de festividad y maquillaje eternos se topan con dos ángeles de la guarda en carroza de oro que Dios con su infinita bondad les envía a la tierra para que les conduzcan por la senda del amor bajo las hipnóticas luces de los neones de una discoteca y a los acordes de la música celestial del sábado por la noche. Unos días más tarde aparecen sus cuerpos ultrajados y sometidos a tortura, violados repetidas veces, acuchillados con saña y rematados con un tiro en la cabeza, y todo esto a cinco kilómetros del sofá donde te sientas, de los programas inofensivos pero alienantes de televisión que ves y de las cortinas que a mí me embozan y me procuran gran distracción.

El nuevo himno nacional es un tema de Terra Wan, España es de puta madre. Pero tú aún no te hinchas de mescalina y los mangas te mantienen a salvo del éxtasis traidor. Eres, a pesar de tus cochinaditas privadas de adolescente, puro como el agua, que también coloca lo suyo combinada con la química adecuada: la isla del tesoro existe.

El sol dora los membrillos… y el círculo de su tiempo los pudre. Ni el pintor más realista que convoca a la naturaleza logra que ésta participe de la falsedad circense o mágica del arte.

En 1993 los poetas siguen suicidándose por miedo a sus propias tinieblas o por la demasiada luz.

Todos los años se llaman 1993.

¿Tu madre se llama Albertina?

Sí.

Albertina es un nombre que inevitablemente me recuerda a Proust. En francés: Albertine, que era una amazona que murió al caer de un caballo.

No sé quien es Proust.

Era un escritor francés enfermizo y fisgón. En realidad, la tal Albertina era más bien un tal Agostinelli, un tipo bastante ingenuo por honrado, a diferencia de la Albertine de papel y el propio escritor, que eran para comer aparte. Ya menguado la apetencia por el sexo, el gentil Marcel quiso presenciar como mataban y desollaban a una ternera. Empezó a desarrollar cierta fascinación por la maldad y lo verdaderamente sórdido.

Mi madre se llama Albertina por mi abuela materna. Así de sencillo.

También conocí a otra Albertina, una artista mexicana. Creo que te hubiera gustado conocerla: hacía cosas de la tierra, topografías ideales, imitaciones texturales, mapas imaginarios o reales, sutiles… Cosas de ese tipo. Trazaba una geografía de la tierra absolutamente estética sin representación alguna. Siempre se basaba en lo terrenal, y le gustaban por encima de todo los árboles, lo cual la definía como una mujer ejemplar.

Yo no entendería nada de ese arte, a no ser que fuesen paisajes. Aunque también me gustan los árboles, en especial los ficus, esos armatostes vegetales tan enormes, en especial el del Parterre.

¡Qué me dices!

Lo de los árboles lo entiendo, lo otro no. No se me ocurre que pueda ser una paisaje imaginario.

Claro. Tú entiendes de mangas.

Los mangas no necesitan que los entiendas. Basta con que te lo pases bien con ellos.

Bueno, de momento está bien que sea de esa forma. Se empieza a leer mangas y se termina leyendo a Proust a la hora del recreo.

Eres muy divertido para ser tan mayor.

Qué remedio.

(Boceto echa un vistazo al reloj de pulsera.)

Caramba, va siendo hora de desayunar. Sigo creyendo que es raro que tu madre no sea pelirroja.

(Hace rato que las dos mujeres permanecen encerradas en uno de los dos dormitorios.)

Me temo que vas a estar aquí bastantes días, chico. No te desanimes. Es un bonito apartamento, aunque sin vistas, lo que invita a la reflexión. Atención a lo interior.

No me importa si las cosas terminan arreglándose.

¿Y cómo se arreglan las cosas?

Cuando mi padre desaparezca de una vez por todas y mi madre y yo volvamos a nuestra casa.

En ese caso puedes darlas por arregladas. Mírame a mí, un pobre huérfano, solo en el mundo tan horrendo. Esto no hay quien lo arregle. Y ni siquiera tengo un manga al alcance de la mano para enjuagarme las lágrimas.

Pero estás casado. ¿Eso no cuenta?

Mi amada esposa nunca puede cumplir el papel de madre o el de padre y mucho menos el de hermana. A veces dudo hasta que actúe de esposa. Se limita a ser una amante ocasional… y muy fogosa.

Me hablas como si yo tuviera tu edad. Hay muchas cosas todavía que no me importan nada. Y me parece de muy mal gusto lo que has dicho de ese Agostinelli.

Amigo, creo que incluso tienes un par de años más que yo. El mundo al revés: voy a tener que empezar a leer mangas a la hora de la merienda y apartar a un lado al señor Proust, a ver si me espabilo.

¿El señor Proust está vivo?

Estuvo vivo, pero incluso durante ese tiempo que estuvo vivo pasó muchos años muerto, se alimentaba de la memoria, que tergiversaba a sus anchas, y escribía en una habitación oscura y maloliente. Vivía en otro tiempo muy pasado para él y para todos los que recordaba. Pero dejemos al señor Proust encerrado en su negro sepulcro. A propósito, ¿cuántos afluentes tiene el Ebro?

No lo sé. Una docena o dos. Qué más da. Nombrarlos uno por uno no es saber geografía… Ni de nada, creo.

Efectivamente, me doblas en edad, chico.

Qué estupidez.

Aún no sé cómo te llamas, lector de mangas.

Ignacio.

¡Por Júpiter!

¿Qué ocurre?

(Boceto queda unos momentos en suspenso)

Parecemos personajes en un escenario doble y surrealista.

¿Podrías salir de detrás de las cortinas? ¿No te cansa estar escondido?

¿Para qué? Ibas a desilusionarte. Soy una sombra nacida de mujer (de su costilla), un fantasma muy pacífico al que le gusta observar a la gente. Un tipo anónimo con los ojos abiertos. Quiero decir que soy un tipo común. ¿Tú has leído Hamlet?

No. ¿Quién era, otro fantasma?

Algo semejante. Pero el verdadero fantasma era su padre. Ése, después de hombre, sí que nació de verdad de las sombras. Hablaba con su hijo que era de carne y hueso con sus cinco o seis litros de sangre circulando por las venas y arterias para sostener el tinglado de los huesos y toda la ringla de lo otro. No obstante, se entendían perfectamente entre los dos. Diálogo apocalíptico. Supongo que en danés, un idioma bastante sombrío, nada luminoso como el latín y sus dialectos, pero parece el más adecuado para hablar con un espectro.

Qué interesante.

¿Te gusta leer?

No. Lo hago por obligación.

¿Quién te obliga a ello?

Mi profesora de Lengua… Y mi madre de cuando en cuando también se empeña en que lo haga. Me fastidia bastante con eso. Mi padre se pasaba el día leyendo, pero no le importaba que yo no lo hiciera. En realidad, creo que nunca me ha tenido mucho en cuenta.

¿Algún día te ha amenazado tu madre con quemar tu colección de mangas?

No.

Entonces no debes inquietarte. Hazme caso. Tú ve a la tuya, devora mangas, aplaude los goles de tu equipo de fútbol y mira la televisión todo lo que puedas, no vayas a acabar en brazos de Proust o gente de esa calaña.

Yo no voy a acabar en brazos de nadie. Sé perfectamente lo que quiero.

Yo a tu edad también lo sabía, y ahora no tengo la menor idea de qué era aquello que quería, ni siquiera sé cómo aprendí a andar.

(Pobre crío: ojalá no le dé por pensar en su progenitor acunado en los brazos peludos de otro hombre.)

¿Tu padre sabía que leías mangas?

Mi padre no sabía casi nada de mí. A él le daba lo mismo. Como si leyera el Quijote, la Biblia o Mazinger Zeta. El verdadero enemigo de mi padre era la sociedad y no su familia.

¿Has leído el Quijote?

No.

Una pena. A pesar de colérico, prepotente y propenso a liarse a mamporros con quien se tercie, don Quijote era un tipo de gran comicidad, más que su escudero que sólo le sirve de frontón para sus ocurrencias y dislates. Te reirías de buena gana, ni siquiera puedes imaginártelo, leyendo sus aventuras y sus parloteos a solas o reconviniendo a su pobre interlocutor Sancho Panza a lomos de su burro y a expensas de las continuas locuras de su amo. El escudero, pobretón y servil, tenía tan buen juicio, en buena medida hijuelo bien mamado del refranero, que jamás soñaba otra cosa que en conseguir la pitanza obligada del día y la noche.

Probablemente no leeré ese libro nunca. Y estoy seguro de que mi profesora de Lengua tampoco lo ha leído, aunque lo disimule contándonos la vida y milagros de Cervantes que, por cierto, aparece con pelos y señales en el libro de texto. No creo que una biografía escrita siglos más tarde explique un libro y... ¡menos todavía a su autor! La tipa con su voz engolada de marisabidilla emplea las horas explicando cosas y hechos que no necesitan de ninguna explicación. Malgasta de ese modo su tiempo porque para eso le pagan. De hecho, creo que actúa como profesora, finge que lo es. Es una novata.

¿Y qué has leído de la Biblia?

(¿De verdad piensas que el hijo de trece años de un excura que después de una década de casado descubre que es homosexual y abandona a su familia para liarse con un tipo barbudo va a perder el tiempo leyendo capítulos de ese libraco sin pies ni cabeza?

Menuda mixtura la del Libro de Libros y la tuya propia. No me extraña que hayas madurado bajo el sol más furioso, obcecado y… fértil, listillo.)

No sabes la cantidad de material aprovechable que la Biblia suministraría a los guionistas de mangas: traiciones, guerras sangrientas, masacres, venganzas, adulterios, incestos… El paquete completo.

Alguien tendría que dibujar todo eso. Y yo no sé dibujar.

Puedes imaginarte las escenas. Las verdaderamente macabras o eróticas, que de todo ello hay en la Biblia, se dibujan solas en la mente. El Antiguo Testamento es un compendio para leer con una sola mano. Sexo y sangre. Un venero incesante. Te pierdes dos buenos juguetes de entretenimiento por prejuicioso.

Prefiero aprender japonés. Me fascina todo lo de aquel país.

¿Qué sabes del Japón? ¿Lo que lees en los tebeos? Pues estás listo, amigo.

¿Tú has estado en Japón?

Naturalmente. Soy un hombre de posibles. Veinte horas de vuelo y acabas dando vueltas en Shibuya como una peonza.

Me he jurado a mí mismo que a los veinte años viajaré a Tokio.

Vas por buen camino: profesor… de Geografía: renta segura.

O de Historia.

Fatalmente ambos casos terminan siendo lo mismo al final: se acabó la aventura y la búsqueda de la Isla del tesoro. A vegetar.

(La de cosas y hechos insólitos que arma la vida. Este ya piensa en el retiro con una geisha sentada a sus pies chupándole la polla y leyendo mangas a discreción. Qué arquitectura atroz… o de trivial disposición como la que proporciona un mecano para jóvenes con facilidad para las componendas.)

(¡Dejarás de una vez esa guarida de cortinas! Descorre el telón, Hamlet. Una estrategia de crueles represalias familiares y económicas debe urdirse durante el largo coloquio entre esas dos hermanas. Aguarda tu hora. La hermana pequeña y madre de este prodigio zampamangas en algún sitio ha de buscar refugio de sus penas en cuanto pase el tiempo de redención: ¡repudiada por un hombre excura que busca el amor de otro hombre! A punto de caramelo la he de tener en breve.)

(Una sonrisa torcida de perversidad asoma fugaz en el rostro de Boceto.)

Tokio… Deberías tener cuidado. Hay muchos pasos en falso en esta vida.

Te dije que sé lo que quiero. Primero, profesor de instituto; luego, la aventura…

Y el placer…

En el dos mil tendré veinte años y un sueldo seguro. Me habré situado, como suele decirse. Estaré entonces listo para el Japón, sin problemas de dinero. Independiente. Vacaciones las habrá sobradas durante el curso escolar. Y no necesitaré a nadie que me acompañe.

De eso estoy seguro. Es lo que te hace temible: estás a gusto solo. Y encima hablas como un viejo total. Sólo te hace falta para acabar de criminal una katana en el cinto.

¿No te gustan las katanas? Son un objeto bello, una artesanía bélica milenaria que precisa de gran minuciosidad en su fabricación.

Prefiero una navaja suiza. Grado de capitán, o así. Te saca de muchos apuros.

Esa es una navaja de corto alcance. La katana te rebanaría el cuello antes que la hoja de tu navaja brillara a la luz del sol.

Pero descorcha a la perfección una botella de vino, monda una manzana de maravilla y ajusta varias clases de tornillos. Incluso las de mayor grado llevan incorporan una pequeña y gruesa lupa muy eficaz para preparar en un santiamén una fogata y calentar el té de las cuatro.

El té de las cinco, querrás decir.

Los españoles siempre vamos por delante. Y los japoneses todavía más. A esa hora se desayunan bien despiertos. El mundo es una cosa curiosa. En el fondo, no existe un hombre o una mujer que sean originales del todo. Estamos hechos en serie a despecho de la variedad de patrones culturales, gustos y costumbres sociales. Nada nuevo bajo el sol… Por cierto, éste es un dicho de la Biblia. Del Eclesiastés… Creo.

Mi padre y tú habrías hecho migas.

Ahora que lo dices, y lo pienso, no he comido migas en mi vida. Es comida de gentes toscas y sin urbanidad, como la morcilla, que es cuajarón de sangre, o los repugnantes e indigestos callos flotando en salsas indescriptibles.

¿Tú has comido arañas o cucarachas? En algunos países se comen bichos de esa clase.

Probablemente he comido cosas peores de las que mencionas, pero no me he dado cuenta de resultas del mucho vino trasegado mientras comía. De seguro que las condimentaban de tal forma que me era imposible adivinarlo. Carne de perro, por ejemplo. O de gato. Puede que incluso de rata arbellonera.

En China se comen a los perros, y en México comen hormigas y saltamontes. Y en Islandia la especialidad de los lugareños es tiburón podrido ahogado en vodka.

Ni los franceses se salvan: se llevan a la tripa ancas de rana con gran deleite.

Y caracoles babosos.

Y aquí nos comemos a los toros, y a los caballos y a los pollos, sin cabeza o no, a las incautas ovejas, y a esos cochinillos y corderos lechales que apenas han abierto los ojos al mundo ya los degüellan sin compasión y te los sirven en bandeja aderezados con verduritas varias.

¿Qué es lo más raro que has comido?

La Hostia Consagrada que, dicho sea de paso y sin malicia ninguna, no sabía absolutamente a nada. De una insipidez total. Mis padres, que eran la crueldad personificada y contradictorios hasta la medula, me matricularon en un colegio de religiosos, los Agustinos. Los domingos nos obligaban a ir a Misa mayor, que se celebraba en la Iglesia aledaña al colegio ya que la capilla del propio colegio era un dedal comparada con ese templo frío y tenebroso, así que nos malograban el día festivo de la semana a conciencia, nos robaban unas horas preciosas de la mañana. Pasaban lista, amigo, de modo que el lunes, cuando volvías a clase, te la jugabas. También nos obligaban a tomar la comunión una vez confesados los sábados. La de porquerías que te forzaban a confesar bajo la amenaza de una muerte con la barriga plagada de gusanos y purificada después por el fuego eterno. En venganza, una vez tenía la oblea presuntamente sagrada en la boca la masticaba con todas las de la ley, la mía, sin el menor escrúpulo. Todos los domingos me convertía en un caníbal que devoraba el cuerpo de Cristo a dentelladas. A decir verdad, era parco yantar, por decirlo en castellano viejo, en comparación a esas comilonas de garbanzos, judías, tocino y muchas berzas que engullía Sancho Panza. Cuando se te pegaba la Hostia Consagrada al cielo del paladar no había manera de desprenderla de allí, se deshacía ella sola en grumillos inmasticables y no podías hincarle el diente. A mí eso me ponía de muy mal humor. Otra Hostia Consagrada que se ha ido al cielo, rezongaba. Y me decía inocente de toda culpa y no sin satisfacción: menos mal que a esta hora tengo la tripa llena de las magdalenas del desayuno y de inanición no voy a morirme.

Yo me hubiera escapado de todo aquello.

Eso hacía yo todos los días de mi vida de niño, escaparme… Pero a la hora de la comida ya estaba sentadito a la mesa con la boca abierta y la cuchara en la mano. Un estómago vacío pesa mucho para ir andando por ahí de justiciero con un bacín por montera contra la sinrazón del mundo.

Yo no hubiera soportado a esos carceleros con sotana. He estudiado en la pública hasta ahora. Habría huido sin dudar.

¡Qué valiente eres con un manga en una mano  y enarbolando con la 0tra una katana de papel de pulpa! ¿Huirías como tu padre? Míralo ahora, al excura abrazado a unas barbas… Uno que no sabía lo que llevaba entre manos hasta que tuvo un vástago de trece años y una mujer de treinta. Al parecer, es ahora cuando se ha escapado de verdad, hasta de él mismo. A buenas horas, mangas verdes, que diría el Panza.

No me gustan los refranes.

La verdad es que tampoco a mí. Se me antojan un auxilio facilón para rematar un comentario.

Un refrán parece cosa de antiguos.

Me temo que he de darte la razón en eso. Veo que sigues siendo más viejo que yo, chico. Apelar a ellos es propio de gente que se echa al coleto ayudado por el vino cosechero morcillas, tapas de chicharrones, guisado de rabo de toro, sesos hervidos de cordero o de cerdo rebozados y fritos en harina, gallinejas y mollejas sanguinolentas en cazuelita. Por otra parte, el último refrán, el que cierra el refranero, y hay más de sesenta mil dizque un libraco del siglo XIX que tengo yo debajo de la cama, es el que demuestra mayor veracidad y nos hace justicia a todos los humanos desdeñosos de las sentencias a rajatabla: no hay refrán antiguo que no sea mentira vieja.

(Boceto, para sí, en un aparte: éste va a terminar en un Charlie antes de lo que el pobre se imagina.)

¿Qué piensas que Ptolomeo, al que tanta importancia se le ha dado, afirme que la Tierra es el centro del universo y que el sol gira alrededor de ella cuando trescientos años antes otro griego como él, Aristarco, de menor fama, precisase que era la Tierra la que giraba en torno al sol, que era una verdad tan grande como todo el  mundo antiguo?

No sé. El mundo es un lugar confuso. Y el enredo de sus habitantes aún más. Y el tiempo mata a unos más que a otros.

(En otro aparte: Este no tiene salvación: sigue el camino recto.)

Chico, ya te veo en Tokio olisqueando el maquillaje perverso y las entrepiernas de las minifalderas niponas. Te estás haciendo a ti mismo a conciencia.

(Boceto, en otro (y van…) aparte: Y cuando vengas de Tokio ¿qué? Yo te lo diré muchacho marisabidilla: Charlie, eso es lo que te espera al cabo de los años, te aguantarán los charlies de la noche eterna. Este ni se nos casa.)

¿Qué pasa con las madres?

Con la mía, nada. Sólo que me tuvo con un cura que la sedujo…

(Con la Hostia Consagrada.)

¿Por qué no te gusta tu tía?

¿Por qué no te gusta tu madre? ¿Ha muerto?

No. ¿Y quién te ha dicho a ti que no me gusta mi madre?

Eres de esa clase de tipos. Se os nota. Pareces huérfano, o uno de esos que lleva en la cara que ha nacido en una inclusa.

Hace muchos años que no sé nada de mi madre. Bueno, a nivel personal quiero decir. Es artista. Va por ahí dando tumbos, algunos más sonados que otros. De vez en cuando oigo hablar de ella. Yo tenía poco más que tu edad cuando desapareció.

¿Qué pasó con ella?

Que era un coño sin ataduras. Tomó las de Villadiego.

Eso es un refrán.

Se me permiten algunas licencias. No olvides que yo soy mayor que tú y ambos somos personajes de papel. De papel… de pulpa, que es el bueno.

Y, ¿ahora?

Como Tántalo, ni agua ni fruta.

No sé que significa eso.

Y yo creo que tampoco. De todos modos, no tengo complejo de Hamlet. Te lo aseguro.

Ya volvemos a Hamlet. ¿Qué me importa a mí ese tipo?

Tu naciste de un cura, y éste Hamlet vivía al dictamen de las sombras. De ellas nació. Un tipo vengativo en modo vicario. El último acto de su vida es todo un sacerdocio de sacrificios.

¿Quién lo conminaba?

¿Conminar? (En aparte: Caramba, enjundiosa manera de expresarse la de este mozalbete.) Pues lo urgía el espectro de voz atronadora aunque soterrada. La sombra habladora, pero más que a la amenaza apelaba al deber filial de limpiar su honra y vengar su muerte a manos de los incestuosos adúlteros.

¿No sería tu padre de… ficción?

Mi padre era catedrático de historia del arte. Le interesaba Paul Klee, gente de esa condición, hasta Rothko, que no sé qué hacía en esas excursiones. No tenía nada que ver con Shakespeare, aunque lo había leído a conciencia, o, al menos, eso contaba él. Cualquiera sabe; un poquito de relumbrón, quizás, había ahí. Típico de mi padre ese lucimiento solapado. En fin. La madre del vástago de la sombra le era infiel al marido, el anterior rey, con el hermano de éste, el actual rey, que ha enviado sus tropas a Polonia. De hecho, al final del drama, aún se nos revela que sus ejércitos regresan victoriosos de aquel país lejano.

Parece un folletín.

Todas las historias que se cuentan son folletines. Dejan de serlo al leerlas o contemplarlas tal y como se concibieron. El lenguaje escrito, pictórico o cinematográfico con el que se han urdido con genio u honrada dedicación las salva de la vulgaridad y lo esquemático.

De modo que Hamlet descubre el pastel: la sombra ha sido traicionada.

En efecto. Y además, el rey y adúltero se deshizo cruelmente de… ella. Se disipó en el Hades… ¡como una sombra!

¿Tu padre ya no vive?

Murió el año pasado. Una tarde del junio florido. Era un tipo realmente memorable. Ya le he perdonado hasta mi existencia, que ya es decir.

¿Por qué se llamaba Carlos tu hermano, el que se ahorcó?

Por Carlos Marx. ¿Sabes quien era?

Creo que sí. ¿Un político? ¿Era pariente vuestro?

Bueno, dejémoslo estar, lector de mangas. Volvamos a Hamlet: hijo de una sombra y una adúltera. Hay madres de mucho cuidado.

La mía, no.

Espérate hasta el último acto, escena tercera. Como suele decirse,  la ópera no acaba hasta que canta la gorda.

¿Cuántos años tiene Hamlet?

No se sabe. No se nos dice. Un tipo en edad de merecer. Si se hubiese casado con la dulce Ofelia habría engordado felizmente y moriría en su cama rodeado de sus seres queridos, palaciegos o no. Aunque ahora que lo pienso el tipo andaba sobrado de kilos: es grueso y de corto aliento. Lo dice su madre. Y escrito está por Shakespeare. Y una madre no miente, ¿verdad? Y Shakespeare todavía menos.

¿Quién es Ofelia?

La hija de uno que espiaba tras las cortinas, un tal Polonio. Un cortesano servil.

Como tú haces. Sal de ahí de una vez, pareces esa sombra parlante de la que tanto hablas.

Aquel Polonio era más ingenuo, más bonachón. Así le fue.

¿Acabó mal?

Hamlet lo atraviesa con una espada y muere, ¡tras las cortinas!, sin enterarse de nada de lo que realmente ocurre en esa corte danesa de los milagros. Más tarde, ya al final de la hecatombe, su hijo Laertes sucumbe en el transcurso de un duelo a florete donde todo es perfidia y maquinación. En la misma escena, ya en los flecos, Hamlet mata al rey, el hermano de la sombra, y a su vez, herido él por la punta emponzoñada del florete que esgrimía  su contendiente, muere en poco tiempo.

¿Qué pasó con aquella Ofelia?

Hamlet la había vuelto prácticamente loca. Canturreaba y decía estupideces como que la lechuza es hija de un panadero. El tipo, fingiendo o no, le aconseja que se encierre en un convento o que se case con un tonto, pues al parecer los tontos no se dan cuenta que lo son y una mujer puede hacer con ellos lo que le venga en gana. La virtuosa e infeliz Ofelia acaba ahogada al precipitarse a un arroyo bordeado de sauces donde fluyen flores y hierbas silvestres. Una muerte cenagosa, se nos detalla.

¿Y la reina?

La madre, la mujer, quieres decir.

(Como ya se ha dicho, todo parece haberse dicho ya, hay madres que más que venderlas las regalarías.)

La adúltera paga con su vida. Había bebido inocentemente del brebaje envenenado destinado para Hamlet, y la sustancia fatal la fulmina en cuestión de un instante entre arrepentimientos y exclamaciones entrecortadas.

Así contado, resulta todo muy infantil y simplón, como aquel público de entonces, supongo.

No eran tan cándidos. Ninguna época lo es. Por otro lado, yo he narrado parte de la historia, una truculencia, ya lo sé, pero tú no has contemplado, oído, que para eso estaba escrito, o leído Hamlet, un drama teatral que no tiene nada que ver con los escabrosos folletones del siglo diecinueve ni con las comedias de capa y espada, como puede ser una de tantas, que no las principales, escritas por Lope de Vega en horas veinticuatro. A Shakespeare hay que oírlo sobre las tablas. Actúa la palabra. Igualmente puedes leerlo, pero en este caso nos alejamos cuatrocientos años de su verdadera esencia. Shakespeare escribía para la escena, para los oídos, para la inmediatez de un público sacudido por los sucesos y los lances de la acción acaecidos a unos personajes charlatanes que eran juguete no del destino, como pudiera creerse, sino de sus propias miserias y debilidades humanas, de las usurpaciones o dislates y excesos en los que incurren. Al contrario de lo que sucede con Cervantes, que hay que leerlo y huir como de la peste de cualquier ocurrencia o traducción teatral o visual de su obra, en especial las que perpetran del Quijote. Cervantes es, ante todo, estilo y sabiduría literaria, un clásico, un potentado del idioma, y eso es imposible de trasladar a cualquier otro medio de expresión fuera de su soporte natural, la escritura.

No me gusta el teatro, profesor. Prefiero el cine.

¿Te gustan las películas japonesas? Kurosawa, Ozu, Mizoguchi, Ichikawa, Oshima…

Creo que no he visto ninguna…  Y esos títulos que mencionas no los he oído en toda mi vida. Yo sólo veo los mangas filmados. He visto centenares de animes.

No son títulos. Son directores cinematográficos.

Pues lo mismo.

¿Así que te gustan los dibujos animados? ¿No eres demasiado joven para empezar a mentirte?

Qué ignorancia. No tiene nada que ver con Bob Esponja, los estudios de Pixar o los monstruos semejantes que vomita la Disney. Hay decenas y decenas de animes que son auténticas obras maestras.

Ilumíname con una de ellas.

Pues verás…

(Bien empezamos, que esto es cosa de tebeos. ¡Lo que hay que ver…!)

Despierta el día en Tokio.

En una casa de estancias sosegadas se disipa la oscuridad ante las primeras luces de la madrugada. La gran ciudad y sus gentes se ponen en movimiento, todo puede ocurrir entonces, hasta lo más extraordinario. Un lobo gris se levanta del suelo y con gran parsimonia se dirige a la puerta iluminada por la claridad eléctrica del pasillo de afuera.

¿Qué hace un lobo en una casa moderna?

¡Y yo qué sé! Acaba de abrirse el telón, aún es pronto para comenzar con dilucidaciones y fruslerías. Ya se verá.

Es un principio chocante.

Tal vez. La lógica del manga es arbitraria. Va creando sucesos con el único interés de mantener viva la atención del lector o espectador de la historia.

Cuando yo era muy pequeño de los tebeos sólo me interesaban los dibujos de las viñetas. Nunca leía los bocadillos. Me enfrascaba en la acción.

Pensarías que estabas viendo una película. O preferías creerlo de ese modo.

La historia comienza con el exterior de una casa sosegada durante el amanecer…

Al parecer, cuando el lobo se pone en pie, hay una luz proveniente del pasillo que ilumina con intensidad la escena. ¿No es un contrasentido?

La habrá encendido alguien. Lo primero que hace la gente cuando se despierta es encender luces, abrir puertas, hacer ruido, dejar correr el agua, preparar el desayuno.

Y todo esto en un casa del Tokio del siglo XX donde habita un lobo como si fuese la mascota de la familia.

Un comienzo magnífico desde mi punto de vista. Lo intrigante debe asomar enseguida.

Entiendo. Ya sé que estoy metido en un albur que no requiere explicación ni permite averiguaciones preliminares. Intentaré recordarlo. No obstante, no me gusta situarme más allá de unos límites razonables de comprensión.

Sé niño otra vez. Déjate llevar. Y, en efecto, olvídate de los bocadillos.

No me entusiasma nada oír como te expresas a la edad que tienes. No  es lo habitual. Aunque, claro, el hijo de un cura debe ser algo especial, imagino.

Y a mí no me cuadra que un tipo de tu edad se esconda detrás de una cortina. Eso no lo hace en absoluto especial pero sí muy excéntrico.

Así que un lobo gris, de aspecto imponente.

Podemos decirlo de ese modo.

No me imagino el desenlace de todo esto.

Los mangas no necesitan un desenlace, al menos como los que tú supones. Toda la historia es un pretexto para reflejar unas imágenes que cautiven sin más ni más, que te sacudan como lo haría un chispazo eléctrico.

Sexo, violencia y despropósitos.

Está bien esa definición. Pero yo hablaría de erotismo en lugar de sexo, y la violencia es doméstica y llevadera por lo regular, naturalmente salvo cuando se cargan las tintas, que suele ser casi siempre y la sangre corre, y respecto al despropósito… el que cada uno tenga a bien improvisar.

Un continente que desafía por entero el contenido.

Todavía mejor. Has pillado el concepto.

Volvamos al lobo.

Un lobo gris, demasiado tranquilo y sigiloso para no resultar amenazador.

En este momento es cuando estoy seguro de que ese lobo no va a intervenir para nada en la historia.

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