Estás en un tebeo de tu infancia, sólo que ahora eres un niño mayor y más perverso, pero sigues siendo aquel y aquel es este de ahora, el que ya era.
Prefiero
seguir al lobo y sus avatares, si es que no es una comparsa, que todas mis
correrías del pasado hasta llegar a esta cortina que me salva del sol delator.
¿Tú sabía que el sol nos explica?
¡Qué
cosas!
Lo
sentenció el señor Cioran una mañana que abandonó su leonera llena de libracos
y salió a la calle. Un día parisino primaveral, fresco y limpio. Un día
epifánico para él.
¿Quién
es ese señor Cioran ¿Un compañero de
trabajo?
Eres
demasiado mayor para mí, chico, así que no te lo digo.
El
lobo avanza hacia la luz.
¿Qué
tal los colores de la historia? ¿No se investirá del color del sueño, de tan
sutil cromatismo?
Una
mezcla entre la nitidez extrema de Los
Simpsons, el plató de un telediario nocturno y los decorados interiores y
surreales de Twin Peaks.
Me
hago una idea. Lo de Los Simpsons se
me antoja bastante creíble, pero que el cura te dejara frente al televisor
viendo un telediario o un episodio de Twin
Peaks suena desconcertante. Sin embargo, ahora que lo pienso, es
perfectamente posible. Ese tipo debe ser un ser imprevisible. Un veleta movido
por impulsos
que
ni él entiende muy bien.
No
era cura cuando se casó con mi madre y me hicieron a mí.
¿Te
hicieron? ¡Crudo lenguaje! Lo cierto es que el excura va camino de su segunda
metamorfosis. Se halla en pleno cambio de piel.
Tampoco
me dedicaba demasiado atención. Me miraba como si yo fuese transparente, un
simple cristal que podía ignorar.
Los
renegados tienen obsesiones recalcitrantes que siempre giran en torno a ellos
mismos y sus íntimas preocupaciones. Para ellos lo de alrededor termina
desvaneciéndose un día u otro, sucesos y personas. Una mañana se despiertan y
le dan esquinazo a la fe; otra, a su mujer, a un hijo. ¿Tu padre hizo algún
milagro o algo semejante?
¿Por
qué?
No
sé. Curas hubo en su tiempo que lo hicieron. Un tal padre Aurelio me libró a mí
para siempre de todos los dioses del universo. Fue un milagro al revés. Era un
cura de aspecto repugnante, cruel: un invertido siniestro.
Qué
casualidad… Me temo que el único milagro que hizo mi padre, visto como han
sucedido finalmente las cosas, fue hacerle un hijo a mi madre. Yo soy la
prueba.
¿Te
gustas así, producto de un milagro?
Todos
somos un milagro.
En
cierto modo, llevas razón.
Y
no me gusto. Evito siempre que puedo mirarme en los espejos. Prefiero
imaginarme.
Adelantemos
el manga.
El
lobo, que avanza hacia la luz…
¿En
relación a qué?
La
historia se crea sola. Y el lobo está ahí con sus pezuñas de nieve, con la
velocidad de la primavera, con el sosiego del estío.
El
destino sólo es el escenario de tus desdichas y felicidades, que en una vida
normal de todo hay, y es también donde suceden tus torpezas y aciertos. Un
decorado muy parecido al que embellece o afea tus días de hoy.
Me
parece que el destino es algo más complicado.
Un
gato tiene cuatro pies. No le des más vueltas. ¿Quién ha visto andar un gato a
tres pies?
Yo.
Mutilados de uno de ellos andan a saltitos.
¿Brincamos
todos a los cuatro vientos? ¿Nos hemos vuelto todos locos? Ni con lupa de…
¡tres aumentos!
¿Otra
refutación al refranero?
Es
cierto, me guío a veces, quizás demasiado, de los proverbios… pero no del
refranero sino… ¡de la Biblia cantonera de cortes dorados de tu papá aún
inconfeso!
Qué
recurso conversacional tan facilón.
Aceptémoslo,
hay muchas cosas ahí, en la sagrada Biblia, incluso el fracaso, para desdeñar
esas páginas.
Qué
conexiones extravagantes…
Eres
un adolescente español y católico en exceso escrutador... ¡y extravagante!
Deberías estar leyendo La vida nueva de
Pedrito de Andía de rodillas y cara a la pared y dejarte de lobos feroces
que vaticinan una sensualidad opiácea e inagotable, me atrevería a decir que, a
tu edad, devastadora. Te vas a quedar en los huesos, pajillero insensato.
Volvamos
al lobo, dijo el esqueleto con la boca descarnada y la hilera sucia y
amarillenta de la dentadura.
El
lobo, que ya tiene las rojas fauces bien abiertas, presto a las dentelladas. Un
lobo, como buen perro, nunca deja de tener hambre, el hambre de hoy, porque
nunca sabe si mañana podrá comer de nuevo: él no sabe qué es mañana… nace el
día, viene la noche, preside el sol, la luna reina en la oscuridad que ama...
Presto
a las dentelladas, dices… como todos los símbolos.
Vamos
allá, mangaka.
Tenemos
cinco comportamientos lobeznos de una grisura adiestrada y oculta por los
brillantes destellos de la fantasía: el lobo que se zampa a los niños pequeños
como si fueran caramelos; el lobo que cohabita con chicos adolescentes
aletargados o enervados por el onanismo; el lobo que seduce y copula sin
descanso con chicas adolescentes hormonadas a reventar; el lobo que se burla
ladinamente de las apetencias y deseos secretos de hombres jóvenes y adultos;
el lobo que lleva hasta la locura y el frenesí a una especie humana engreída.
¿Qué
puerta nos abre nuestro lobo gris todavía desperezándose el rabo y las patas,
saliendo del sueño?
Las de
toda irreverencia aureolada por el húmedo resplandor de lo prohibido.
Alejémonos,
pues, de todo tipo de interpretaciones, nada de rastrear contenidos vanos. Una
adolescente minifaldera con toda la estética sensual del manga a cuestas refuta
cualquier alegoría: sólo su rotunda presencia y la erótica de su figuración
bastan. Nos acogemos a una representación insinuante que despierta los sentidos
sin necesidad de auxilios hermenéuticos que expliquen lo no visible.
He aquí
una muñeca estilizada ataviada de colores pastel que permite descubrir su ropa
interior con loable generosidad merced a la cortísima minifalda que viste,
maquillada como una meretriz y con unos ojos como gemas, grandes, oscuros,
resplandecientes, bellos y profundos.
Aúlle el
lobo y despierte…
A la niña, vestida de
uniforme colegial, después del verano le han crecido demasiado (y demasiado
pronto, como de improviso) los senos. Qué te parece, y hasta ahora, él, el
adolescente que le acompaña rumbo al colegio, no había reparado en ello.
Durante unos segundos se entrega a pensamientos lúbricos, pero enseguida
intercambia sus impresiones con la jovencita: Tus tetas ha crecido mucho este
verano, tendrás que cambiar de copa. ¿Qué tal una “F”? Ella asiente y… No estoy
muy seguro de lo que ocurre a continuación. Igual es otro episodio que se
mezcla con el que estoy narrando. Pasan cosas muy extrañas en el manga, y la
primera regla es aceptarlo como si nada. El manga siempre manda en el lector o
espectador, pase lo que pase. Otra adolescente de larga cabellera roja, en una
escena algo confusa (como debe ser) parece haber caído del cielo y se halla en
medio de la calzada desierta, pero hay un fundido en negro y la acción se
interrumpe para reanudarse de nuevo en el edificio colegial. La siguiente
secuencia se desarrolla frente a las taquillas en el interior del colegio. El
adolescente de antes, aunque no lo juraría yo, aparece en compañía de la
adolescente de antes, tampoco lo juraría yo. Va cargado con un rimero de
archivos de carpeta que sujeta con las dos manos. Ambos se detienen delante de
tres chicas con las camisetas mojadas, lo que deja entrever los sostenes bien
marcados por la apretura de los senos. Al parecer, acaban de ejercitarse en el
campo de deportes. Ahora estoy convencido de que se trata del salaz adolescente
del inicio: se halla entusiasmado por la vista agradable que deparan las
camisetas ceñidas contra el pecho de las tres jóvenes, sudadas y acaloradas.
Éstas huyen (?) con los brazos en alto del mirón de las tetas y se lanzan a una
carrera que simula no tener fin activada en un solo plano, porque nunca
terminan de alejarse de él. Yo también tengo mi lado bueno, afirma a su
compañera, cuando aquellas ya se han difuminado en el aire. Ella baja la vista
y acuerda con voz muy tenue lo que dice: Sabes ser amable con las chicas. El
día escolar acaba: Nada realmente erótico ha sucedido hoy, se lamenta el chico
en un primer plano. Afuera en la calle, un día lluvioso, grisáceo, anuncia lo
inesperado, quizá lo voluptuoso. Vemos a nuestro héroe frustrado andando bajo
la lluvia camino de casa. Se cubre con un paraguas, y en la otra mano lleva la
cartera. Al doblar una esquina descubre atónito en medio de la calzada, sin
importarle la lluvia, a una espléndida joven. Está empapada por el agua. La
melena roja y larga, luminosa, cae sobre su espalda. Es la chica caída del
cielo, que es de donde provienen las cosas hermosas. Una vez repuesto de su
sorpresa, el jovencito libidinoso se acerca a ella y le ofrece el paraguas para
que se cubra. Ella acepta con expresión triste, de suma orfandad, lo que
provoca que el otro se vuelva más audaz: ¿Quieres cambiarte de ropa en mi
casa?. De modo que se la lleva al huerto, a su casa: ¡Una chica es un tesoro!
¡Todo cuanto un hombre pueda desear para cumplir sus fantasías y antojos! (más
abyectos, diríamos nosotros). El plano enfoca el busto de la pelirroja, las piernas enfundadas
en unas medias negras que casi alcanzan
el pubis, la boca sensual y prometedora, la mirada equívoca. En el interior de
la casa, dormita el lobo con un ojo abierto, acechante, debajo de una pequeña
pantalla que emite lo que asemeja un vídeo pornográfico. El chico, algo
turbado, se presenta (nombre, edad, ocupación, colegio, número de pupitre,
calificaciones), pero la desconocida lo sume en el más profundo estupor al
revelarle que sabe muchas más cosas de él de las que pueda imaginar: Tu padre
falleció hace tres años. Tu madre trabaja en Abisinia… (¿Abisinia?) Pero, ¿cómo
sabes todo eso? He estado buscándote durante toda la eternidad. Vengo de muy
lejos sólo para estar a tu lado. Y mucho me complace que también tú me hayas
elegido. La desconocida hecha un vistazo a
una extraña pulsera
que lleva en la muñeca, con una gema de color azul desvaído inserta en el
centro. Demasiado débil, musita para sí con los ojos puestos en las ondas de
tenue resplandor que emite la piedra preciosa engastada en ella. ¿Puedo
estrecharme contra tu pecho? El autollamado Kaga (qué nombre tan inapropiado)
Kitao consiente en ello sin dudar. Me siento muy débil, dice ella rodeando su
torso con los brazos y apretándose a él como una gatita desfalleciente. Al cabo
de unos segundos, la joven se separa de Kaga y comienza a desabrocharle los
botones de la camisa. Cuando éste ya se las promete muy felices, los ojazos le
hacen chiribitas, la sobrevenida del cielo extrae de debajo de su capa una suntuosa
espada de mango dorado y guarnecido de piedras preciosas y sin vacilar un
instante se la hunde en el pecho. Lo siento, dice mientras el otro se dobla
sobre sí mismo. Luego, se arrodilla junto al cuerpo inerte y desentierra la
hoja de la espada. El chico, completamente inmóvil, yace en el suelo, pero no
se vislumbra ni una gota de sangre que ensucie su alba camisa ni que salpique
el suelo a su alrededor. Ella posa una de sus manos en la herida blanca, como
si el hecho de hacerlo le suministrara energía y savias nuevas, y el brillo
pulsante, inusitado, de la gema azul que cuelga de la cadena asida a su cuello
así nos lo confirma al revitalizarla rápidamente. La viñeta siguiente siguiente
nos muestra a la heroína en la bañera, recostada indolentemente sobre uno de
sus bordes, con los ojos entrecerrados, ensoñadora; el agua, limpia,
cristalina, deja ver su magnífico cuerpo desnudo en su totalidad, aunque ni una
mínima parte del vello púbico, como manda el canon japonés. Desde algún lugar
remoto, y tanto, alguien embozado en la penumbra le recrimina que está siendo
muy aburrida, que actúe (?). La chica abandona la bañera. Ahora la vemos en el
pasillo. Viste una sencilla camisa que le llega a medio muslo. Allí se
encuentra con el lobo, cuya mansedumbre empieza a desconcertar(nos), y le
acaricia la cabeza. A un lado, el chico tumbado sobre el suelo. Entonces ocurre
algo inesperado: se acerca al cuerpo y presiona con un pie una de sus piernas.
¿Estará muerto? El chico, sorpresivamente se incorpora a medias debido a la
presión y continúa en sus trece, aun con los ojos cerrados: Oh, caramba, un pie
desnud0 sobre mi pierna, y más allá del tobillo las dulces pantorrillas y los
sabrosos muslos, y luego la suavidad de las ingles y las bragas de excitante
blancura… ¡Quiero ver todo eso antes de morir!, exclama con furia, y agarra con
una mano un tobillo de la chica, se incorpora hasta sentarse y hunde su cara en
el pubis debajo del faldón de la camisa. Pero lo que ansiaba ver está muy lejos
de la realidad que contempla: un campo infinito de hilos rojos, una visión en
verdad extraordinaria que le hace enmudecer, y de la que nosotros vemos una
amplia panorámica que se pierde en el horizonte. Aprovechando su estupor la
chica le propina un rodillazo en el rostro que lo tumba de nuevo. ¿Qué te crees
que estás haciendo? Sólo que quería saber cómo es… La chica le mira con
desprecio y él se siente humillado. ¡No te vayas! ¡Lo siento! ¡Perdóname!,
suplica de rodillas. En su desesperación la sujeta de la muñeca que porta la
pulsera y de repente todo la escena se desarrolla bajo una catarata cromática
de un azul intensísimo. Ambos parecen sumidos en el torbellino azul que tarda
en disiparse. Mientras las espirales se suceden, en el pecho desnudo del chico
fulge un sol azul y, de pronto, desaparece el vértigo y volvemos al lugar
doméstico donde los dos se encontraban. Kaga (evitemos la sonrisa) sangra por
la nariz y cae desmayado en medio del pasillo. La chica huye, pero al cabo de
unos instantes se halla de nuevo junto a él en compañía del lobo escrutador y
sigiloso. Zarandea al desmayado, que recobra de inmediato el conocimiento. Con
fuerza inusitada lo alza del suelo, lo sostiene en el aire y le exige una
respuesta: ¿Qué has hecho? ¡Dime que has hecho! El otro, todavía en el aire, le
contesta asustado que lo ignora. ¿Qué está pasando? Sin solución de
continuidad: el lobo dormita sobre una estera. La escena siguiente empieza a
calentar los ánimos del espectador/espectadora. Sentada en el sofá, con los
brazos cruzados debajo de los senos y con las piernas abiertas, sólo vestida
con la camisa, sus muslos quedan totalmente al descubierto. Una mínima parte
del faldón cubre la juntura de las ingles. Así que quieres saber, ¿eh?… El
otro, arrodillado en el suelo frente a ella, se pregunta por qué él, que es el
dueño de la casa, se encuentra a sus pies y ella sentada tan ricamente en el
sofá, despreocupada de su apariencia semidesnuda que, dicho sea no de paso, le está volviendo loco, y
gastándose unos aires de superioridad
insultante. Soy yo el que vive aquí… Al oírle, la otra entra en cólera y le
informa que es Luzbela, la heredera de una noble familia, que viene de un reino
del que él nada puede saber y que en ese lugar se hallan las almas de todos los
humanos, y que allí se recauda toda la energía de los seres vivientes que
mueren. Al oír sus palabras Kaga (ejem) no puede reprimir la risa (aunque en
realidad debería preguntarse de dónde sacó ella las fuerzas para mantenerlo en
vilo) y le participa su incredulidad del motivo de su viaje hasta él. La
advenida del reino de la energía se pone en pie hecha un basilisco. Lo único
que tienes que entender es que te necesitaba para recuperar mis fuerzas. No
eres ningún ser superior, Kaga (Kitao). Tu alma es de lo más vulgar. ¿Y como es
que no resulté muerto cuando me clavaste la espada en el pecho? La espada sólo
afecta al alma, no al cuerpo. Y, ahora, ¿qué? Vamos a estipular un trato
temporal, puesto que al colocar mi mano en tu falsa herida nuestras almas se
han hermanado. ¿Hiciste todo eso por mí? En tal caso podrías hacer algo más…
Dame un beso de los de verdad. Te trataré bien. Ya verás… Cuando el recién
conectado con la realeza se inclina y con los ojos cerrados avanza los morritos
hacia ella, ésta, desde el sofá, le asesta una patada en la cara. Que te baste
estar con estar conectado a un ser tan especial como yo. No puedes aspirar a
nada más. No te espera ningún otro honor. Pero tú me mostraste… los hilos
rojos, ¿recuerdas? ¿Hilos rojos? ¿De qué estas hablando? ¡Yo no mostré nada, y
tú no viste nada! Pero sí que vi tu
sexo maravilloso, ardiente, del color del fuego, hundí mi rostro en él… Vas a
olvidarlo todo, amigo. Luzbela acciona la pulsera que lleva en la muñeca y un
torbellino rojo, todos los matices del rojo, les envuelve instantáneamente: Al
despertar no recordarás nada, te lo aseguro. En ese momento el lobo, que
sesteaba en el pasillo, se levanta y asoma la cabeza en la habitación, donde
empiezan a suceder hechos extraordinarios. Un monstruo verduzco penetra por la
ventana. ¡Me han seguido!, grita Luzbela. Enseguida, la chica y el monstruo
verde se enzarzan en una terrible pelea a la que el otro, sin poder hacer nada,
en plena parálisis, asiste aterrorizado. Finalmente, el monstruo es abatido por
Luzbela, que agotada cae sobre el suelo. Kaga (con el rostro contraído por el
pánico), se arrodilla junto a ella. El lobo ha salido al exterior, donde sigue
lloviendo. La niña de uniforme colegial a la que le han crecido demasiado los
senos se halla en el jardín delante de la casa. A voces anuncia su llegada bajo
la lluvia. En el interior el monstruo verde y reptante ha revivido y la lucha
comienza de nuevo. Una pelea sin tregua que a punto está de destrozar la casa:
¡La casa de mi madre!, se duele Kaga (su expresión es de total postración), ¡Y
todavía debemos la hipoteca! Luzbela ha perdido energía y el monstruo verde
está a punto de acabar con ella. Kaga (que no hace ahora honor a su nombre) le
arrea un sillazo a la cabeza y lo fulmina de una vez. La luchadora está
desfallecida, desmadejada en el suelo. Kaga (excitado) le observa a sus anchas:
los senos desnudos, los rosados muslos, la fina cintura… No puedo pensar estas
cosas estando ella así, golpeada y malherida… La escena cambia. La colegiala a
la que le han crecido demasiado los senos el último verano está leyendo en su
habitación, reclinada en la cama. Cree oír un ruido afuera, se levanta, se
dirige a la ventana, la abre y escudriña la oscuridad de la noche. Vuelve a
cerrarla al no descubrir nada inusual. En el exterior, Luzbela y Kaga (que
parece exultante, como si hubiera soltado amarras) sostienen una charla de viva
dialéctica. ¡Es maravilloso! ¡Cuánto más excitado estoy más energía obtengo!
¡Es la perversión! ¿Estás loco? ¿Qué hay de malo en eso? ¡La perversión es un
combustible! ¡Lujuria, obscenidad, erotismo! ¿Cómo es posible? La energía es
atraída por los seres que son capaces de cumplir su más fuertes deseos…, se
dice para sí la luchadora de otro mundo. ¡Seré un gran pervertido para ti,
Luzbela! ¡No significas nada en absoluto para mí! Toma una de mis manos… No,
¡tus manos están frías y húmedas! Yo busco un alma fuerte… ¿Un alma fuerte? Un
ser entre un millón que sea capaz de alterar el curso de la historia, que su
poder sea espiritual… Un héroe, un ser único. Entonces, ¿todo esto no tiene nada
que ver conmigo? Así es. Sólo has sido una fuente de energía para mí. Algo
accesorio. ¿Y por qué no puedo ser un pervertido? Pues me niego a no serlo. ¡Va
contra mis principios! ¡Sería un muerto en
vida! ¡Es cruel, muy cruel! Puedo ver tu final. Te encuentras muy cerca
de él. Tres meses a lo sumo, tal vez menos, seguramente. ¡Qué ridiculez! ¡Me
siento como nunca! ¡Nada podrá conmigo! Hay muchas formas de perder la vida. No
la perderé yo tan pronto. Vengo del futuro, sé lo que te aguarda. Vas a morir.
Pero no ahora. Ese cuerpo al que tanto te debes y al que crees un venero de
dicha, perversión le llamas tú, ya se ha transformado en tu fosa. ¡Maldición!
¿Y no se puede cambiar el destino…? Luzbela sonríe misteriosa…
Continuará la próxima semana.
¿Y estos son los
cuentos que te gustan a ti?
¡Cuentos! Describirlos
es un error. Los mangas se dibujan, pero no se dicen
Es muy sobada esa
frase. Se puede aplicar a cualquier invención creativa. No se cuenta un manga, una película, una
novela, un poema, un drama teatral, un cuadro…
Narrado como un cuento
lleno de simplezas, un manga parece una cosa muy elemental, como las de ese
pobre folletinista llamado Shakespeare, pero no es así. Un manga es, ante todo,
un impacto visual claro y perfectamente alusivo pero también esencialmente
ambiguo. Todas las palabras que se escriben o se hablan están al servicio de
esa visualidad.
(Al contrario de lo
que ocurre con S., que el cuento, lo
trágico, está al servicio de la palabra feroz, estremecedora o ingeniosa,
inagotable.)
No me convences. Me
quedo detrás de la cortina. Un escondite perfecto para comprender mejor las
corrupciones del mundo. Por otra parte, prodigio de trece años de la
naturaleza, del que debo esconderme a ultranza durante el tiempo que me quede
de vida, además del manga, ¿qué te gusta?
Jugar al ajedrez.
¡Por Belcebú! ¡Otro
que tal! ¡No hay descanso con ellos! ¡Siempre con el tablero a cuestas!
(En un aparte.) Desviemos la conversación.
¿Tú crees en Dios?
¿Cómo voy a creer en
Dios si no creo en mi padre?
Él sólo cree en los
mangas. A su edad es lo correcto.
Tampoco yo he leído
jamás un libro forrado con tela de sotana, ni cuando entonces, que las arañas
suspiraban a mi alrededor.
De modo que…
Las dos mujeres
aparecen por la puerta, macilentas, frágiles, empequeñecidas, pero no son
sombras, son una presencia muy rotunda, angustiosa.
Fin del interludio.
Aquí, a partir de ahora, toda incomodidad va a tener asiento cervantino. La
luz, aunque siempre tenue en ese apartamento tan inhóspito, se filtra por los
resquicios que se abren al exterior. Desnudará almas maltrechas.
¿Qué haces ahí tapado?
Vete antes de que te
echen a patadas este monstruo pensante de trece años aficionado a los mangas y
al placer solitario, cualquiera que sea, su madre en plena conmoción y tan
cerca de los cuchillos de la cocina, y la hermana mayor a punto (si no ya en
pleno) del delirium tremens por la
interrupción de la larga velada alcohólica a pesar de que bien lo disimule en
este momento (advierto el temblor mal escondido de las manos).
También el amanecer
dorado es un buen refugio. Sin histerias.
Hay pastel de carne en
el frigorífico, y la botella de vodka aún luce a medias… Etcétera.
Encadenado. Exterior: Ahora vemos a Boceto ya en la calle.
Remedaba el largo
trayecto a casa que antaño haría el ahorcado mediados los ochenta y aun en los
noventa después de dejar a la mujer matemática con una resaca de espanto (del
alcohol y de él mismo y las aves negras que revoletearían en torno su cabeza).
Sin histerias, con las
manos en los bolsillos del pantalón, anda bajo la pegajosa claridad del sábado
incipiente. Sólo le falta silbar. No es del todo feliz, ni tampoco del todo
desdichado. En el sitio justo: treinta y tres años, sin crucifixiones a la
vista.
A trote gandulero,
profesor.
Quince años han pasado
desde aquel 1993. En 2008 sigue el trote gandulero: pane lucrando.
Raya el alba, la del
alba sería… Así, así, todo figuraciones a merced del bebercio y su anestesia.
Igual ayer que hoy. Qué más dará. En efecto, muy raro era el discurrir andante
y mental en aquel tiempo discipular, cuando todo eran indagaciones no para
saberlo todo de sí mismo, pues él, bestia bien lúcida, se sabía de sobra, sino
para saber lo que eran los demás, de qué estaban hechos, cuales sus maquinarias
que los accionaban a través de los sucesos producto siempre de los temores, de
la ambición, del enajenamiento, de la ilusión, de la debilidad o de la
extrañeza.
(Y estamos ultimados
de rutina, y el que no, de sorpresa, acción inútil, escombros y muerte.)
Que cotidianidad
horrible la que dejas atrás. Quince años han pasado y aún la recuerdas.
Reflexiones de andante
peripatético mientras regresabas al castillo de Jesús y Gran Vía, desierto pero
bien provisto de cuadros, libros, manuscritos y mecanoescritos y los fantasmas
habituales. ¿Estaría Paula en esos alegres
albores sumida en el sueño, única yacente en el lecho matrimonial,
castellana impar, ya de modales parisienses cuando despierta? De seguro que no.
En aquel año de 1993 ya hacía de las suyas, tan parecidas a las tuyas, en
camastros de lujo pero ajenos y de bajeza. Y un par de años más tarde se puso
el castillo en almoneda, y allá quedaron rastros pero no recuerdos, que son
pegajosos en uno, fundidos a los sesos le acompañan hasta la muerte. (Pegados a
los dedos se me quedaron en la nueva residencia de los Brell&Coloma.)
Reflexiones mientras
andan las piernas, y la cabeza vuela sin ton ni son:
Más mística a mi
parecer de flaneur se adivina en lo
cotidiano (cura que se descura, se casa, se descasa de mujer y busca yacer con
hombres; despechada amante y amante de cuchillos; adolescente sabihondo
alborotado por los mangas; una mujer matemática que suma y resta alcoholes) que
en toda la poesía del mundo: la vida al sol del trajinar bello o feo humano
embelesa hasta el encantamiento.
¿Parar un taxi? Es
cosa de villanos; peor, de estrafalario medroso.
A mitad de camino, y
el trajinar es muy poco, le sobreviene el primer desánimo. Apesadumbra el
decorado tristón y frío. Muy pobre lo que hay que ver, la nueva mañana parece
varada como un animal recién echado al mundo, y él quieto y desorientado,
sumido en una niebla de luz, de vacío o de abismo a los costados.
De cuando en cuando,
es menester dar un vuelco en la pocilga de todos los días.
¿Dónde desayunarme a
estas horas tempraneras y sabatinas, incluso azules o incluso doradas se diría?
Color celeste, al fin.
Que todo venga del cielo, que nos caiga el destino de él, como cae de lo alto
una piedra. Lo bueno y lo malo, el crimen y el ultraje. Culpable yo, nunca.
Pero esa joroba
invisible acrecienta su tamaño: la inocencia absoluta sólo se consigue con el
olvido total de lo vivido hasta el presente, y ésa es la verdadera absolución.
¿Qué lo humano no será
el desperdicio, lo sobrante del cosmos?
¿Por dónde andamos?
En lugar hispánico,
cirujano. Pisoteando criadillas, gallinejas, mollejas y entresijos.
Nos falta el vino. Un
vinazo.
Negro, espeso y
mareador.
Todo untado en
candeal. O en gruesas rebanadas de panazo.
Hecho.
Fue un café con leche
y dos buñuelos: villano, medroso… nada estrafalario. Un tipo sin historia, Boceto, cuando concluya la que vive, que
es nada. Muy desenvuelto con los duros sonando en la faltriquera (1993), pero a
toda hora, cuando ha acabado la fiesta, en busca del chamizo... de brocados y
oro. De vuelta al ataúd a apaciguar y limpiar la sangre, y al día siguiente a
la calle a pecho descubierto con nuevos duros en los bolsillos que son sólida
rodela ante los avatares y los embates de la existencia.
Mucha Posada del Peine
te hace falta a ti para entender las trazas del mundo, sus tripas y su mondongo
y no su vistosa y engañosa corteza. Los duros te allanan las más sucias etapas
del viaje, pero te rebajan más cada día, te harán ínfimo, invisible aunque los
congéneres te vean.
¿Soñará solanas? En la
cama está solo. De manta la modorra, de embozo la España negra, la piel de toro
de sábana aún pegajosa y húmeda raspa la carne, y la ronquera desmedida. Sueña
con mujeres carnosas, peponas de labios gruesos y muy rojos como la sangre que
huelen a muchas cosas pero sobre todo a mujer.
El huele en los
sueños.
Borracho perdido, se
dice antes de desmayarse sobre la almohada de plumón: soy todo razón, por eso
lo odio todo.
Despertará enterito,
con todos los tornillos en su sitio.
Mucho pensamiento, que
no llega ni siquiera a frase parlada (así que ni oída): Un gentilhombre le abre
el costado izquierdo a Descartes, muerto de pulmonía en las nieves suecas, para
arrancarle el corazón. Más tarde, también robarán su calavera, huesos de sus
manos que servirían para hacer anillos a un puñado de inútiles que quieren
honrar de ese modo su memoria y lucirla en ellos mismos.
No es un Descartes.
Puede que ni sea.
¿Qué le roban a éste?
Él es quien roba
mientras trapichea con su alma, que ha de ser tan cenizas como su cuerpo. Ya
anda ennegrecido, y no cuenta demasiados años, ni en 1993 ni en 2008.
¿De qué sustancia es
la nada, Charlie? Porque, ¿no es la nada también materia?
Jefe, es difícil
pensar algo así.
No para mí, Charlie,
que pensando llego hasta el corazón del contrasentido.
Menos lo entiendo
ahora.
Tiene la divagación
sus licencias, barman.
Soy un hombre
razonable, lee en la taza humeante de café, y antes caballerizo que caballero
derrengado en tierra. Yo me aferro al método Brell: quieto sobre todas las
cosas. Evito lo golpes y esquivo la fatalidad que, no obstante, ha de llegar.
¿Para qué precipitarla? No proclamo el pobre valor de mi oficio de charlatán
repetidor de gestas artísticas ajenas, no vaya a llamar atención indebida y me
rebajen la soldada. Me basta con lo bueno que cae del cielo a mis manos, ¿de
dónde si no?, y me protejo con la capa de lo malo. Hablo de Goya… y hasta de
Lucientes, que incluso ahí llego. Negligente nunca, en guardia siempre, las
espaldas libres de carga. Mulos o burros, y leones y cuervos y hienas si es su
deseo, los otros. Y, lo demás, el barojiano ¡pche!
Sólo vales para que te
encuadernen en piel de becerro, le dijeron (¿su padre?) al razonador francés,
día sí y día no cargado de papeles a medio escribir.
A éste, con la taza de
café en la mano a las últimas horas del día o en la amanecida, le basta con el
encolado y el diente de perro en edición de bolsillo.
A diferencia del
metódico, el género de vida de Boceto
es enteramente correspondiente a sus pensamientos.
¿Es pensamiento antojo
o ocurrencia, tan contrarios al sosiego de la reflexión?
¿O será decisión? O
quizá ni una cosa ni otra.
Qué andares… y sin
moverse del sitio.
Por enésima vez: el pensamiento es la loca de la casa,
pero nos libra de la monotonía y ese discurrir de la bestia mansa y honrada. Qué no será acción… (al costado de la
estufa).
Se queja el lobo de
que la oveja se esconda y se libre así de la dentellada.
(¿Y si éste fuese
nuestro pequeño Descartes?)
Ah, nunca olvides que
tu filiación de hombre nada comprometido lejos queda de los pálidos y
temblorosos pensantes, de sus atisbos geniales junto a la estufa roja, tan
encendida que los afiebra y a más de uno, y no son tantos, les hace delirar
insensateces y palabrería sobrante.
Queda fuera del
alcance de poetas y pensadores… inútiles.
Tú eres una sombra que
corporeiza sus deseos y peligrosas inclinaciones.
Larvatus prodeo.
Y, de tal manera,
embozado con la capa, Margarita tuvo en sus brazos de humo, humo (y piensa él
en el fondo de la cloaca de su alma que ella ha de ser su salvación): me falta
un perro negro.
Sin calentura por
medio, que es la reflexión, no hay pensamiento que valga.
Ningún compromiso…
Seamos sinceros, ni siquiera con el Klee, ese centón de hojas de infausto
legado que ha de acabar inconcluso, pudriéndose su escritura en el sinsentido y
la mera glosa, devorándose a sí misma: certifican el fracaso de ambos, el del
padre Gran Catedrático y el del hijo llamado Mierdecilla.
Peor hubiera sido: un
dios invisible del todo, carente hasta de sombra y brazos de humo, y un hijo
suyo suicida en potencia al que mata la
humanidad más pordiosera y lo clava en un madero.
¿Qué queda?
Podrías llamar la
atención un poquito, como penitencia: y sale de la peluquería con un peinado blowout, camisa de flores y pantalón de
terciopelo rojo que todavía lo oculta más.
El diablo protege a
los suyos, les proporciona un mapa a escala y conveniencia, al contrario que
esos dioses con mandamientos fútiles por harto comprensibles que suelen dejar a
sus feligreses a la intemperie, en la más inhóspita de las fronteras y sin
saber por donde tirar.
¿Restos de las
arañas?: De cuando en cuando entraba en una iglesia y sin mayores miramientos
ni importarle la presencia de testigos se lavaba a manos llenas con el agua
bendita y oscura el alma de pecador inconfeso. Si sotana hubiera colgada próxima
a la pila con ella se hubiera secado hasta las nalgas.
No ha elegido el
ínclito Boceto la mentira como una
forma de vida. Demasiado fácil y arriesgado para no ser un personaje de novela,
un ámbito muy apropiado para la arbitrariedad y donde puede ocurrir cualquier
propósito o despropósito sin que altere la sangre a nadie más que a algún
crítico avinagrado en un momento de malhumor. Simplemente, en este tipo una
animalidad muy sofisticada prevalece sobre toda moral. Jamás alcanza el crimen
o la tortura, ni tampoco la ofensa o la humillación al otro: es un acto
innecesario. Su circunstancia, sin que tenga que reinventarse a cada momento,
es suficiente para despejar su camino hacia lo que, felicidad o no, constituye
lo que él experimenta como plenitud existencial.
Miscelánea caprichosa
y definitoria que eluda disquisiciones enojosas: Boceto, caña pensante. No soy más que una cosa que piensa.
(Mens cogitatio.)
¿Quién pone orden ahí?
Existen, dicen los
entendidos, alrededor de 100.000 billones de conexiones entre las neuronas…
¿Quién gobierna ese rebaño?
¿Habrá Dios… o dioses?
Sin teología también
se gana el cielo: ah, aquella comprensiva servidora:
al cabo, carne igual de podrida la del sabio y el gañán.
También ella, la amada
por encima de todo, la mujer entre las mujeres, propende a los fáciles dilemas:
Paula: El problema es que no se puede querer
en modo amor a dos o incluso a tres o cuatro personas a la vez.
Boceto: La solución es que sí se puede.
Vía libre, pues, para nuestros dos protagonistas a partir de
aquel amanecer confesional.
De acuerdo, se
dijeron, el cuerpo es un soporte y un medio intelectual y físico para
obtenciones de gran diversidad: éxtasis, sexo y gastronomía.
El libre albedrío,
etcétera. Sólo los débiles temen la felicidad.
El hombre y la mujer,
tan intercambiables, conocieron los dos hasta el fondo de ellos mismos que
asimismo eran hombre y mujer. Eso les hizo catedráticos de su efímera
condición, les permitía ligeras cavilaciones madrugadoras, muy improvisadas: la
naturaleza nos ha creado a nosotros, pero algo tuvo que crear a la naturaleza:
he ahí, pues, toda la licitud que ampara nuestros actos. Somos como el río, la
lluvia, el león, el cáncer, el placer.
Somos naturaleza, que
nunca diseñó jardines ni previó matemáticas ni compuso poemas ni escribió
novelones.
Un solo mandamiento te
doy que engloba todos los demás:
no hagas daño a nadie y no permitas que nadie te lo haga a
ti.
Ese código, ese
epítome de ateo impenitente, prefigura el nacimiento de la luna, abriéndose de
luz la oscuridad en la tierra aún sin sol: no se hubiera necesitado nada más
para andar durante milenios sobre la superficie del planeta.
¿Y ya con luna antes
de planeta?
Novelerías, pero con
eso todo bastaba: la luz más tenue y acariciante, de plata. Lo demás, trampas
de humanos para engatusar a humanos bajo la estrella radiante.
Todo se funda en mí,
dice el escéptico, el cartesiano.
¿No fue Pascal el que
dijo que toda novedad encierra peligros?
Por lo demás,
sentencia Boceto, hereje soy, digno de hoguera.
No vuelvas oscuras las
cosas que están claras.
Empeoro esa acción
todavía más: hablo oscuro de las cosas oscuras.
¿Te sirves de
embelecos?
Bastan las palabras
para ese entretenimiento inocente sin necesidad de otras artes más vistosas
pero igual de huecas. En mi morral y correrías en busca de copero nocturno no
caben las supersticiones corrientes ni los enredos teológicos. Me alejo como de
la peste más mortífera, del piojo verde o de la asquerosa jeta del político
pegado a poltrona, de la geomancia, la hidromancia, la piromancia, la
belomancia, la catoptromancia, la oinomancia, la esplagenomancia, la
koskinomancia, la necromancia, la fisiomancia, la prosopomancia, la onomancia,
la quiromancia, la oniromancia, la cábala, la astrolomancia… Hasta de mí (yo,
ego) me aparto y me convierto en sapo y luego en príncipe para confundirlo todo
y a todos.
Ciencias inútiles.
Como la de aquél, preceptor de un delfín francés, que estudiaba con esmero el
sexo de las estrellas.
Dulce época aquella
cuando el mentado Pascal absorto en maravillas pensantes o preso de migrañas
torturadoras denunciaba por escrito a su arzobispo nombres de ateos para su
encarcelamiento o para que los sometiesen a suplicio.
Tiempos sin dudas, sin
crítica, sin observancias detenidas y cabales sobre el mundo.
Eran inocentes, apenas
cínicos.
Algunos lo bastante
alevosos: a oscuras mataron a Dios (aunque mucho lo resucitaran cuando así
conviniese), hasta entonces imbatible, y poblaron el firmamento de matemáticas
y hechos físicos de tal justeza y realidad incuestionable que todo alrededor de
lo humano, más allá de lo divino,
empezaba a explicarse muy peligrosamente.
Hay libros tan
sagrados que no deberían ni tocarse, y mucho menos abrirse: cuenta el Génesis
que Dios creó la luz del sol antes que el sol, lo cual inspira serias dudas de
cordura en aquel hacedor o en su escribiente.
¿Qué artilugio de
creación sería aquél?
Hay herramientas, yo
no sé, que alcanzan el prodigio más allá de las manos y las mentes que las
usan.
De embozado andaba
Descartes. Un tipo de colmillo retorcido de tanto poner una vela a Dios, tan
invisible en el cielo y otra al Diablo, tan visible en la tierra.
Nuestro pequeño
Descartes que espera hacerse entender hasta… por las mujeres.
Y hasta por los
agonizantes, a los que les gritaba al oído sus tesis y argumentaciones sin
importarle que éstas oliesen demasiado a hoguera, puesto que las cambiaría en
un santiamén.
Ante todo, diferencia,
no originalidad, basta con la distinción.
Nuestro pequeño
Descartes… que ha nacido no niño, hombre como Adán, hecho y derecho ya en la
cuna, parlante y con el sexo a punto en cuanto aparezca Eva con la manzana en
la boca.
Asediado por la
amenaza olvida el rezo y blande la mejor espada: la huida lo más lejos posible,
allá donde Cristo dio las tres voces, y mantiene a salvo el pescuezo.
Ante todo tengamos la
fiesta en paz: no soy hombre de lucha si no me buscan las costuras, tengo mi
oficio relajado y mi buena paga y tres docenas de discípulos halagadores que
colman mi vanidad. A mí me bastan el pan (de tres estrellas), el vaso de vino
(que dejo sin cuidados de dineros al antojo del mejor sumiller) y la hembra
(con encantos al alcance de la mano pecadora).
Lo demás sino engaño
es anestesia, pura televisión.
Ni nobleza ni
populacho. El símbolo más exacto de toda iglesia es el oropel y es el cepillo
donde caen las sucias monedas que sus sacerdotes tienen la desvergüenza de
apilar. El mejor político es el
convertido en un pedazo de bronce (mudo e inerte y ya sin nombre) al que le
llueven encima las cagadas de las palomas que no saben de nomenclaturas ni de
leyes inútiles.
Soy amigo de
novedades, dice, y sus sueños están llenos de antiguallas, su despertar de
tristeza, sus vigilias de temores a lo desconocido. Sus pasos una y otra vez le
retornan a lo que ya era. De Aristóteles cree lo justo, pero cree. Se halla en el punto de
equilibrio, en el gris absoluto.
Nuestro pequeño
Descartes siempre ha pensado que defender sus tesis u objeciones frente a otras
tesis lo mismo de ociosas es tarea poco halagüeña y propensa a las discusiones
biliosas y a las miradas de desdén cuando no al insulto, de modo que se
licencia en silencios y en la neutralidad de la sonrisa: bien está si así os
parece.
¿Es usted partidario
de Kepler o del geocentrismo que enseñan las Sagradas Escrituras?
Como vos decidáis. Al
gusto.
Mucho cuidado con las
cofradías del signo que fueren, mejor uno solo a todas horas: observad que
cuando a un cerdo le tiran de la cola gruñen todos los de su piara.
También disiente del
otro, francés siempre inclinado a castigos de disciplinante: mejor la alegría
que el conocimiento, declara con la copa en la mano, a salvo de universidades y
los saberes doctos. Que los fríos del
septentrión sean meramente atractivo heptasílabo, y que a las reinas que
duermen cinco horas (?), visten a la húngara y muestran una sexualidad ambigua
les entretengan el tiempo y les animen las pajarillas los bufones y políticos a
sueldo, que para eso lo cobran y algunos de ellos son gente de mucho ingenio
además de desvergüenza.
Está listo para la
obra maestra. Lleva tres meses completos sin catar una gota de vino. Ha soñado
con un melón y a renglón seguido con un diccionario que ilustra prodigios nunca
antes vistos. No hay duda, está listo para emprender el Gran Trabajo: aparta de
sí la óptica que descubre y clasifica los astros y lleva la vista hacia el
interior de sí mismo, donde toda filosofía por menuda que sea encuentra su
rincón y su razón de ser.
Poco ve allí dentro.
Mejor gozar de la encarnadura, lo palpable
e irrebatible, se dice nuestro pequeño Descartes. Mejor un gato, un
caballo, autómatas al fin, lo sólido y palpitante aun carente de sentido, que
acarrear un alma acribillada de pensamientos sin freno. Mejor la alegría.
En seguida dará vuelta
al forro y volverá a las andadas. Ningún libro ha cambiado jamás a un hombre
cabal. Sólo los Quijanos del mundo mutan de hombres pacíficos a delirantes
estrafalarios y conversos enajenados por mor de ocurrencias de autor.
¿Y habéis descubierto
grandes cosas de la evidencia innegable, de la universalis sapientia?
Bueno, si a un
perro se le azota cinco o seis veces al
dulce son de un violín, apenas vuelva a oír semejante instrumento huirá de
vosotros a toda velocidad. Tal el humano, que algo o quizás mucho de autómata
también debe tener. (Algo debe
manejar los hilos del concierto cósmico.)
Festeja la vida y sus
dones, que sólo requiere ser gozada o sufrida dependiendo de las circunstancias
(buena o mala suerte), pero que rehuye, por su fatal transitoriedad, el
fastidio de su elucidación y se resiste a la resolución de sus misterios más
inveterados.
Nuestro pequeño
Descartes ya no quiere ser nuestro pequeño Descartes. Boceto se purifica de filosofías en un baño de cinismo y suma
cautela.
Mi método se cifra en
el asentimiento. Así es si así os
parece.
No hagas del método la soga con que te ahorcas.
Mi método es un modo. Vivimos en la incertidumbre: deslizaos, mortales, no os apoyéis,
decía la sabia antepasada del sabio.
Sé espectador siempre
(detrás de la cortina). Actúa sólo cuando así lo demanda el placer para su consecución.
Doblo la cerviz ante vos y todo
aquello que pueda malograrme de no hacerlo y porque… es una expresión
trasnochada de muchos talentos y nada servil y además es simpática, propia de
literaturas de folletín que acaban en el fuego de la chimenea una vez
degustadas.
No es un camino para
mí: el verdadero método es una
defensa a ultranza contra los ardides que se agazapan entre los pliegues más
oscuros y sinuosos de la vida. El metódico que se preserva de las insidias de
la existencia se lleva muy mal con el tiznón: siempre impoluta la vestimenta y
la faz bien afeitada, la palabra y su volumen muy medidos, brillante el cuero
de los zapatos, jamás la corbata en el
bolsillo como sucede en tiempos menestrales. Que chapotee otro en las charcas
de los esfuerzos baldíos: en la hora de su muerte rezaremos un responso por la
paz de su alma errante entre los pensamientos vanos y las angustias
irreprimibles por el temor del abismo de la nada (o del todo, que es su dios)
que va a engullirle.
¿Qué pensar de un metódico que recurre a la anatomía y la
disección para contemplar a sus anchas ver matar los cerdos sin que le
salpicase la sangre del morbo? Ni observa convulsiones ni oye los gruñidos de
terror animal: qué Proust… animal.
El método que no asimila entre sus coordenadas
tu desorden, siempre llevadero, tan placentero a la postre, no demuestra nada,
sólo te disciplina (te encorseta hacia lo inefable) y reprime lo gustoso: al
final te arroja a la penuria de un clima infernal y acaba matándote ante los
ojos caprichosos de una reina saciada de pasatiempos: no estabas en tu elemento
y otros manejaban los resortes del decorado de la acción. Sé tú la acción.
La carencia de método es señal manifiesta de claridad
mental: una vez atravieses la puerta de tu casa y salgas al exterior puede
ocurrir cualquier cosa, incluso aquello que imaginabas pero que nunca pensaste
que fuese posible.
El único método eficaz para perder el mundo es
aquel que ya adivinara otro torturado farsante inmerso en la vana ocupación
teológica: ser capaz de permanecer encerrado en una habitación sin límite de
tiempo aunque tengas la llave al alcance de la mano.
Todo método es el cerrojo de tu prisión. Y
alguno de ellos te conduce a la turbiedad, a una espesura casi infranqueable:
en verdad os digo que la sede principal del alma se halla en la glándula conarion, creedme que he rebuscado en
todos los rincones del cuerpo y no he visto prueba de ella salvo en el lugar
que os señalo.
¿Y eso?
Es la única glándula
en toda la cabeza que no es doble.
Y el alma es única e
indivisible…
Acabáramos.
Adenda: el alma puede
tener, asimismo, sus propios placeres más allá de los del cuerpo. (Pensar con
los bolsillos llenos de dineros da mucho juego y procura grandes
distracciones.)
¿Tengo ojos? ¿Tengo
oídos? ¿Tengo boca?
He aquí adónde conduce
el método. El colmo: ¿soy o no soy?
A la duda cartesiana
le sigue la hamletiana.
Yo no sé… decía el peruano con acierto de él y de
la vida.
Oscuras filosofías en
las que a duras penas se captan moscas y humos.
Dormir, tal vez soñar…
El juego de Hamlet se finiquita en esta ocasión en una patética conjetura: ¿no
podría ser la vida sin ser nosotros conscientes un sueño sin interrupción?
Anidamos anestesiados
de otras realidades entre las vísceras monstruosas e interminables de un animal
cósmico e infinito, entre las piedrecitas del sol y la luna, sus engañosas y
pobres claridades.
Si piensa el alma,
¿por qué no el cuerpo? Más visible es éste que aquella, más visibles sus trazas
que son sus movimientos, más real la sangre y los músculos, las tripas y los
huesos, sus fluidos y detritus.
Sin método, mi modo es goliárdico. Haz
poesía con el mondongo nauseabundo de la vida (también con el aroma sutil o
penetrante de sus flores), pero sobre todo con el albur de tus idas y venidas
sin orden ni concierto.
Como buen goliardo,
sabes que el mundo es una magnífica pocilga donde revolcarse a discreción. Y tú
eres más maestro que estudiante, hasta vagabundo eres sin método que valga
salvo el que impone la gula y la lujuria: vino, taberna, amor (o lo que sea),
jugar siempre sin temor a la pérdida porque tú
eres el juego:
In taberna quando sumus,
non curamos quid sit humus,
sed ad ludum propreramus,
cui semper insudamus.
¿Tú de niño matabas
lobos a tiros de escopeta?
Eso los literatos como
el ínclito Valle-Inclán, que fue de infancia meritoria.
Pero ese poco tenía de
goliardo. Más padecía los sentidos que los gozaba. Un pobretón. Y a menudo
sufría ayunas muy severas.
De niño fue casi
príncipe. El tiempo lo desbarató y lo descendió a miserable por figurar de literato.
Aun así fue de valías. ¡Un hombre que mataba leones con un solo brazo! ¡Si él
lo hubiese querido de firme… se ponía el mundo, por montera! En fin, a nuestra
época ha llegado su fama por ser hombre de letras…
Poca cosa.
Cuando toda la plata
de México podía haber amontonado a sus pies.
Alardeaba de ser
hidalgo de piedras insignes.
Tonterías. Al cabo,
hijo de una villa, aunque hermosa, de ningún recurso, moribunda y en ruinas. El
orgullo es lo único que no sale del fondo de la faltriquera cuando se ha quedado
huérfana de todo lo demás que le es propio. A algunos en lugar de paralizarlos
la indigencia los espolea y embisten como los toros, sólo que con la pluma y la
lengua, a todo lo que se les pone por delante. Son coléricos estos tipos de
casino, café y ateneo. Y a veces hasta dulzones, de una babosería reprobable: …
hecha de nácar, de marfil, de azahar y rosas (…) con los ojos abiertos de par
en par sobre el alma, escribe acerca de una dama.
Dichas todas las
tonterías al principio de una carrera literaria, te libra de decirlas más
adelante.
Goliardo sin escudo
por delante o por detrás. Desnudo, sin medrosidades. Dale al kif.
A punto Boceto de llegar a la casa vestusta y
antaño familiar. A un tris de nuevo de meterse en la cama. Aún anda en 1993. Se
cree con derecho a saberlo todo, y sigue en la caverna.
El veneno persiste:
escucha a Haydn al abrir la puerta. ¿Es posible? No lo era, que eran
figuraciones. Y, sin embargo, toda la casa parece bañada por cálida luz del
minué del tercer movimiento de la 103.
La sombra del padre no
aparece. Pronto hará un año que se adentró en las tinieblas. ¿Se llevaría a las
espaldas el espíritu? ¿Qué es el espíritu?
Abre la puerta del
frigorífico. Demasiadas cosas ahí adentro. Mordisquea el pastel de carne. Se
toma la última copa (la última copa de la botella, ya no queda ni una gota) de
vodka muy frío. Bien.
Un sábado menos. Con
alguna novelería de más en la cabeza, próxima a la glándula conarion. En la cama… ¡vacía! Despertará
a media tarde. Ella sigue sin hacer acto de aparición, lo que resulta en
extremo teatral.
Qué pronto resolvimos
nuestro mutuo respeto por la infidelidad, qué fácil la excusa, imaginarnos en
brazos de otro y de otra en total libertad sin que el mundo se haga añicos,
quiá, que ni siquiera chirríe, que nada desencaje.
¿Por dónde andará?, se
pregunta al anochecer del domingo con la Sonata
de Otoño en las manos. ¿De veras importa?
No hay ningún espejo
cercano donde mirarse, pero es igual. Se ve con resignación. Mírate, se obliga
a sí mismo con los ojos cerrados y, ahora sí, se contempla perfectamente: eres
como esos tipos que van pisando su propia mierda y nunca acaban de descubrir la
causa de lo sucio que se sienten.
Si pudiera esconderse
en las páginas del libro…
Yo no era un niño que
subiera a los árboles: yo los bajaba.
Esas eran las
oscuridades, y todas antes de hora.
Animal eres: ¿será el yo una mezcla de azúcar y carbono?
Demasiado temprano
entretuvo los días leyendo historias que no le convenían verdaderamente.
De Julien Sorel le
indignaba que perdiera toda su sangre fría al final de la comedia. Lo echa todo
a perder en un santiamén: dos pistoletazos, uno fallado, en una iglesia de
pueblo, qué poco sutil y qué impropio del tipo cerebral y calculador que
suponíamos desde los primeros capítulos de la novela. De todos modos, el tipo
lo arregla bastante bien días después de su frustrado crimen, ya encerrado en
el torreón: Al menos estar aquí me libra de gente molesta. Es un sitio
tranquilo. Me haré traer los libros que quiero leer, se dice entre risas.
Boceto, incansable tahúr, lo sustituyó por Henry Brulard:
De joven, bastante
joven, aunque no recuerdo exactamente cuando, yo creía ser el alma gemela de
Brulard, que en todo momento a lo largo de los años se tuvo secretamente por un
hombre de 1794.
¿Y no lo eras?
No.
¿Por qué?
Bueno, él terminó
siendo Henri Beyle y, más tarde, Stendhal, y yo todavía no sé en qué acabaré,
bruto como soy enmascarado por refinamientos corteses y la sonrisa siempre de
acatamiento no exento de complacencia. Quizá esté acabado ya, para el arrastre,
a los treinta y tres... (te burlas de ti mismo, hypocrite).
Deberías haber subido
a lo más alto de los árboles, a la cruz, divisar el panorama que se extendía
ante ti… En fin, tampoco es cuestión de crucificarse uno a sí mismo.
Otros, que acabaron
con la pluma en la mano (derecha) desembocaron en ella no por predilección,
sino por esas cosas que pasan:
Yo, señores, por mi
gusto e inclinación guerrillera, habría formado una partida, la llamada la de Ramón María, El Manco, y me habría
echado al monte a deshacer entuertos entre el arrojo, el disparo y la sangre.
Eso dices porque ni
tienes dinero ni tienes salud y los amigos raros.
(Quien más, quien
menos, ha escrito letras sueltas y quintillas publicitarias. Unos para La Harina Plástica; otros, acerca de las
propiedades de la leche cuajada La
Martona. Y alguno hubo que ganaba unos dólares asegurando que le mantenían limpio en una lavandería de
Muscatine, Iowa.)
Y no haber sido nada,
ni ahora, ni antes, ni después.
Perecen las glorias,
se apagan los días.
Quedan por memorias
las cenizas frías.
Prefiere el dinero al
laurel. No anda en edad para perderse en zarandajas. Boceto, mucho más cuerdo que los que juegan con la pluma en la
mano, dispone de los dos brazos maniobradores enteritos, listos para apresar lo
que sea de su agrado.
¿Qué no acabará en
paje del marqués de Bradomín? Seductor lo ha sido, aunque sin noblezas que
engalanaran la corrupción total de algunas hembras ni aliviaran la suya propia
tan inmunda a veces (todas).
Caballero sin espada
ni caballo no alcanzará la vileza de rasgar con las espuelas de plata la
sobrecama y las sábanas del lecho pecador ni tampoco la fácil carne de la puta
Pichona, que a ese fin se la ofrece:
¡Alégrate! ¡Pégame!
¡No me alegran esas
villanías!
(Todavía hay
mandamientos.)
Ya se cierra la noche.
La velada se alarga junto al fuego con el libro, cerrado ahora, entre las
manos, un volumen liviano, de apenas cien páginas, encuadernado en piel gofrada
verde y letras doradas en el tejuelo negro. Horas tristes y solas. Se adormece Boceto. Llaman desde la calle y el
timbre de adentro de la casa suena. Le traen la carta de una muerta. Pero a él
le caen vencidos los párpados.
No se aviva el seso,
no despierta.
La cerveza amuerma. El
vodka te remata. Piensa en la mujer matemática, pálida, escueta de líneas, de
ojos grises, vacíos, su expresión de estatua.
Su desnudez será la
del mármol, fría e inhóspita, aunque ella será sumisa. ¿Cómo enredarse en esos
muslos que el hermano ya anudó, sorber en la boca que aquél mordió?
Cabecea, inclina la
testa al pecho. La baba hasta le va caer, mancillará las hermosas tapas del
libro sobre el regazo. Un estremecimiento lo endereza. Abre los ojos: qué malo
el atrezo, el decorado del que se ha provisto para sus andanzas físicas y
mentales. El tejido, basto; los colores, chafarrinadas innobles, la lengua de
serpiente.
¿Cuántas mujeres hubo?
Todas son una. Mujer,
al cabo: a tenor de sus disimulos varios y sabios es más que un hombre, que es
transparente como el animal y de sutilezas mostrencas, de trazas adivinadas.
Más que Boceto, garabatos.
Habrá que abandonar
esta casa, se dice entre sueños febriles. Sólo son escombros… del antiguo
castillo. Ni brasas, sólo cenizas muertas. El pasillo a ninguna parte, las
habitaciones solas, hay como una tristeza reptante por las paredes, desciende
del techo, desprecia las ventanas abiertas, no se escapa, se asienta en estos
reales, a gusto se encuentra en esta caverna, en cada rincón de esta casa halla
lugar desdicha y fracaso… que fue lo de otros pero que alcanza a pringarte
aunque eres animoso, de ojos verdes y alegres. Salvaremos las murallas de la
sucia ciudad y el foso de aguas infestadas de fieras de abajo, instalaremos la
tienda en las llanuras limpias y fértiles de las afueras. De la mano de la altiva
castellana, que es maga, mujer y hada, trazaremos planos y levantaremos un
hogar al sol y al aire sin vicio ni humos. Hora es ya de olvidar al padre,
renegar de la madre, alejar de sí la memoria de los hermanos, vivir al raso del
gozo y que venga lo que haya de venir si no es la muerte, que tiempo ya habrá
para eso, que no siegue antes de hora lo sembrado. Nosotros, los Brell, que
fuimos de almenas…
La casa. Se mira en el
espejo oblongo del armario. Qué visión. Se agrietan las comisuras de los ojos,
la frente se raya, qué cansina la mueca de la boca, se ensanchan las carnes…
¡Qué fastidio! Se repite el mundo: ya
empiezo a ser mi padre.
Que vengan mudanzas.
Hasta piscina azul y holgada ha de haber en esos suburbios de nobleza con
luengos sueldos de funcionario leal y consentidor.
Profesor, háblenos de
Goya.
(Y Lucientes.
Y hasta pagan por
ello.)
Arquitecto, trace
planos, levante mansión… a nuestro gusto y sin rechistar, que mandan dineros y
no caprichos inhabitables de constructor de casas para portadas de revistas que
han de sufragar bolsillos ajenos. Aquí esta piedra, allá la madera, de cristal
esto otro, ventana a Oriente, la puerta al mar. Y chitón.
Mañana mismo, si es
que aparece a cambiarse de bragas y retocar el maquillaje, informo de la
decisión a la castellana, dama de su señor don Cornelio. Manos a la obra, pues.
Bradomín el actual era
mandón y enérgico… pero ni era feo ni católico ni sentimental. Es un caballero
español. En el 93 se halla lejos de oler a viejo, que eso es cosa de ocurrir a
los 50 años, al decir del trovador catalán que escribía en provenzal, de modo
que tiempo hay por delante para las acometidas de toda clase.
Alega abolengo,
blasones antiguos, piedras insignes,
palabra señorial: abalorios que encandilan a mujeronas y muchachitas.
No existe virgo que no
se rinda al anzuelo adecuado. Este mundo de aguas turbias facilita la pesca a
ciegas, nadie hay que no ande a manotazos y sin saber donde pone el pie.
Y entre pecado y
pecado, vino del Rivero y empanada de lamprea que recomendaba aquél de la
chimenea que fornicaba monjas de siete en siete.
Hasta las mujeres se
hacen viejas, y antes de los pestilentes cincuenta que anunciaba el poeta
catalán y dipsómano. No saben que el hombre es el diablo, y las va empujando a
ese abismo sin que se perciban de la caída al hoyo con las faldas al aire.
Aquí, señor, todos,
hembras y varones, olemos a azufre (y, sin embargo, no hay ladrones… después de
muertos).
Muy de literaturas
rancias anda este en ese crepúsculo dominical y tristón. La mujer matemática,
narcotizada y fría, le ha untado con su absoluta dejación. Ha de desprenderse
esa costra como sea.
¿Cuál es el libro que
debía amenizar esa terrible hora?
No sabemos. Del revés
lo tiene en el regazo. (Por una vez en toda la cantinela, mil veces alargada,
no sabemos. ¡Qué burla!)
Ponte en pie. Arrebata
el mundo.
¿Y qué? Al fin, nada.
Todo es pro y contra:
¡Buena vida pierdes!
¡Andar errante!
¡Contar pesetas!
¡Soles y lluvias!
¡Comer de mesones!
¡Sobresaltos!
(Vivir… son las dos
cosas.)
También se vive quieto,
agazapado, viéndolas venir hasta que se ponen a tiro. No queda otra, y el buen
comer, y la copa, que te vuelve taciturno por dentro y demasiado locuaz por
fuera, pero no te lleva a la gresca ni a lo humillante, si acaso a la mofa
oculta que le inspiras al Charlie de turno y al que se le da un ardite si esa
noche terminas en la cama o bajo las ruedas del tren. Usted elige, jefe, yo
sólo cobro el dinero del peaje.
Bradomín sin pecado y
sin años y además sin un dios que pueda estorbar su conciencia y con una regla
a solas que aplaste bajo su autoridad todas las otras que puedan considerarse:
salvar a toda costa el propio pellejo.
Mejor ser un muñeco de
cartón hueco… que pueda rellenarse por la parte de arriba de trabas a la
dopamina: yo era, pero era lo que soy ahora, no lo anterior, ¿para qué andar a
tropezones con las otras mentes que me fueron configurando? Perfecto, Bradomín.
Puramente terrenal, lo
primero, y luego, muy precavidamente, el ensueño. Transfigurar el amor en algo
sublime es pervertir la parte animal de lo humano, tan acuciante y esencial
para su manifestación física, rebajarlo hasta su misma refutación puesto que
mitiga e incluso pone en duda su adición imprescindible para la cristalización
de aquel sentimiento que guarda en su resolución modos de bestia. El perfecto
Bradomín es de tierra y carne. En un santiamén las pone cara al sol con las
piernas abiertas.
¿Sabe usted a qué
huele el amor? En esa coyunda todos son olores de los pies a la cabeza.
Podríamos enumerarlos…
Qué empacho. Pero acabemos
pronto con el amor, pronto a sí mismo se agota con sus triquiñuelas y
requiebros. Es un vocablo empalagoso, confunde lo más real, pringa a lo más
severo.
Otros asuntos
igualmente distraen mi tiempo e ingenio: entre odas y madrigales me devoran los
días.
Preferible es la noche
para esas ocupaciones. A lo parisién. La buhardilla, la luz trémula del sebo…
Yo la tengo eterna esa
noche, de día y de tarde, que soy ciego al completo. La inspiración la tengo
hasta durmiendo, y en roman paladino, que es como debe hablarse al buen vecino
y no dejarles sordas las entendederas con metafísicas y estilismos de los que
no se empapa.
Y el hambre que
agujerea las tripas. ¡Poeta se alimenta de lo ido!
Así les cunde. A la
memoria hay que estorbarla con la imaginación, socavarla, dejar muy tapada
algunas de las cosas que llenan su joroba con la realidad del presente, por
ejemplo, que acalla aquel eco de otro tiempo que nos desordena el hoy con lo
reprobable o vergonzante del ayer, muerto pero dando la matraca y asomando la
cabeza como un cuclillo desde la tumba cuando menos te lo esperas.
El recuerdo es muy
traicionero. A veces, te lo trae el sueño y te amarga el despertar; otras, se
te clava como un puñal por la espalda: no lo ves venir y se planta delante de
los ojos por muy cerrados que los tengas y no te salvas de la murga, y aún hay
ocasiones que irrumpe como un fantasma encarnado y vestido a la moda. Odio
recordarme en el pasado. Ojalá pudiera aniquilarme. Hacer nacer otro sin
memoria, o nadie.
Usted es un Mala Estrella.
Y más que lo diga.
Estrella sola: señero.
A Boceto, sin embargo, le trae al fresco el recuerdo de aquellos
tiempos cuando estupraba criadas
(servidoras), o perpetraba otras alevosías y actos deplorables en familia o
fuera de ella, y nada de poesías, ni entonces ni ahora, que al final se acaba
malviviendo de migajas del fondo de Reptiles o se va uno al otro barrio loco,
ciego y furioso.
Letras, que dijo
aquel: colorín, pingajo y hambre. Y
aun aquel otro señaló con mejor definición, y además en galo: la antesala del
hospital, del manicomio o la morgue.
Los pies en la tierra,
que es de verdad, y la cabeza en su sitio (si escapa de la guillotina
eléctrica) y no en las nubes que hasta el aire las deshace.
Al cabo del
peregrinaje cogido de las manos de las musas traicioneras, ríase usted de
Odiseo, que el gran bohemio y gran poeta como un cerdo triste se plegó a la
peor y más canalla dádiva: el sueldecito mensual y bajo mano de un ministerio
doblemente sucio y ruin, el que empuña los garrotes, distribuye mamporros y
maneja a su antojo policías.
Ni siquiera ese alivio
mezquino le estaba destinado: murió antes de teñirse las manos con ese pobre
dinero de putos y putas y puterío general. Murió tumbado en la calle fría y
gris cuando ya alumbraba el día, pero dijo: ¡Buenas noches! Y de aquesta guisa exhaló su postrer aliento.
Qué procesión genial
por consecuente, trocas café en taberna, catre en arco de puente y acto seguido
hospital en cementerio. Adiós, adiós.
Echar la vista atrás,
a las torpezas del pasado, sólo es admisible si se reviste de comicidad, como
mirándole desde el culo de una botella de vino de no menos de 150 euros (2002:
¡ah, promoción de agustinos preclaros…!) y velado por el humo de un habano de
60.
Un Bradomín sin la
melancólica evocación de aquellas artes y galanterías que distraían el placer
más pronto y enérgico. De Bradomín la capa, la maestría sutil del pecado y nada
más de lo otro que adorne la seducción: trote directo al puro sexo animal al
que le sobran delicadezas y entreactos.
Aviva el recuerdo la
carta de la muerta: cómo fuimos, el mundo entero era un fuego, escribe con
letra de colegiala, grande, redonda, legible del todo.
Ya ahíto de ella, sólo
descubre en la bruma feble de la remembranza las medias negras de seda caídas
en el suelo, al pie de la cama, las ligas blancas con broches de oro, el
revoltijo menudo de la túnica a un lado de la almohada. No le llegan las voces
en esa interesada memoria, ni suspiros, ni las promesas de amor, escucha la
fricción de la carne, ve la embestida brutal, le asalta el grito final de ella
herida de muerte gozosa.
Siempre era lo mismo,
y nunca la misma mujer. Sin extravíos.
Una lujuria a la que
le sobraran un don Juan tanteador y poetastro a escondidas y sus morosos
entretenimientos antes de entrar en materia. Tal era lo ambicionado. Lo otro,
¡cuánta divagación para acabar empalados! ¿O sólo se trataba por medio de ese
cuerpo de monja pusilánime de burlar a Dios de la mano del diablo?
Hay algo de
stendhaliano en todo esto, un cartesiano siempre con la duda entre la pared de
su gabinete y él: quiere abrazar a la mujer, abrasarse en ella, una,
cualquiera, que sea la más fácil, y él sin vanidades necias, incluso con la
faltriquera por delante, pagando. Demasiado frecuentemente algo se lo impide.
Todo son amagos. Después de la velada intelectual o frívola en el salón de
alguna dama con pretensiones, termina a solas en su aposento y se recluye
decepcionado junto al fuego con la pluma en la mano. Escribe entonces con ánimo
de confundirse a sí mismo: inventa todo tipo de teorías que no aprobaría ni por
asomo de haber disfrutado horas antes de ocasiones más sugerentes. Especula no
sin imprudencia escalas amatorias: sanguíneo el francés; bilioso el español;
melancólico el alemán... Encasilla el mundo con tal de desmenuzar el espíritu…
cuando se trata del cuerpo, de su tacto y de su olor, de su estremecimiento.
Este gran psicólogo crea a su alrededor una gran tela de araña llena de trampas
que disimulen su forzada inactividad sexual, su escaso atractivo físico.
Quinientos años antes
estaban de más toda suerte de melindres, para atrás hemos ido: a plena luz del
sol sobre la yerba retozaban y se refocilaban con denuedo y felicidad en la
Edad Media noble, urbana o campesina, boccaciana. El cuerpo como distracción de
la mente e instrumento de placer, y cuando no hay más remedio también de dolor
y cuando hay menos remedio todavía de putrefacción, puesto que él es la carne.
De todas las muertes,
la más espeluznante y cruel es la cristiana: depara premio o castigo al término
de la existencia. Tal amenaza confunde y amedrenta muchos días de la vida, nos
roba festividades, nos llena de sosería y temor el tiempo de la vida.
Desustancia el sexo,
empalidece el sol y frustra los amaneceres más prometedores.
Apaga la luna de la
noche goliarda, acrecienta el tamaño y grosor del alma hasta lo insoportable.
¡Y hasta la anteceden
esos heraldos negros asotanados tratando de meter la cuchara en la hora final
que todavía la hacen más repugnante! Qué periplo de broma: de un valle de
lágrimas al valle oscuro de Josafat.
¿Para qué hablar
(escribir) cuando se puede actuar?
Murióse Bradomín. Nos
dejó su cadáver a dos velas. Cenemos de su fiambre, del caldo de sus huesos.
Valle lo consiente y no hay más autoridad.
Antes de esa muerte
emprendió el marqués la ruta del conquistador.
Con mucho romanticismo
de aliño llenó las alforjas del viaje, aunque no olvidara la daga bien afilada
de la pasión y cierta tendencia a escanciar la sazón de lo escabroso en el
galopar que preveía. Por una vez no pudo saber el galaico lo que le esperaba.
Magulladita nos dejó a la niña Chole, cuentan sus memorias, pero quebrado quedó
él de cintura para abajo. La caribeña lúbrica y siempre renacida para el amor
buscaba las arremetidas a todas horas, ardorosa lo perseguía en el descanso que
exigía el amante, renegaba de las treguas, despreciaba los parones, se conocía
a ella, al hombre, a la carne y al mundo... Al demonio, más aprendiz que otra
cosa frente a sus saberes de cama, lo arrojó al desván de lo vejestorio y lo
rancio, ahí te pudras, que Dios me lo ha de agradecer luego en la vida de
ánimas sola y sin chicha que viene a continuación. Amantis y nada religiosa
devoraba al macho, a un esforzado bradomín que se ahogaba cada vez más en el
mar de sudores y fluidos de ella que indiferente al veneno, para qué acudir a
él, qué desperdicio, lo dejaba inofensivo y sin armas cada poco tiempo: ve
acortando la lista, don Juan de pacotilla, yo borro a todas las que poseíste
hasta hoy. Mucho se ha dicho, repetido y escrito como garantía de mayor
reconocimiento: siete veces se nos quedó sin resuello el de bradomín en aquella
amatoria lid mexicana de una noche, y supo cumplir, pero con él aún supo
cumplir más la hembra terrible e incansable.
Como penitencia de
aquella jornada, léase al completo Llave
de oro o serie de reflexiones que, para abrir el cerrado corazón de los pobres
pecadores, ofrece a los confesores nuevos el padre Antonio María Claret.
Harto de sus correrías
mundanas, muchos otros libros de diferente naturaleza leería el marqués
apaciguado por la blanca nieve de sus cabellos, la chimenea invernal, perpetua
por el helor, el recuerdo enamorado de las amantes evocadas: Desnudo el jardín
por ti, acepta estas rosas galanas que te ofrezco, le decía desfalleciente una
de ellas, a días de morir de consunción. De aquellas imágenes imborrables, de
aquellos ofrecimientos de flores y de entregas sin reparo se sacia el presente
mortecino y con olor a sepulcro de aquel altivo seductor.
Por amor he llegado a
la blasfemia y al sacrilegio, a la abyección del centauro, pero también a la
dulzura del querubín y a la quietud más profunda y mística, confiesa sin rubor.
Este hombre tan sabio en lo concreto y
tan versátil en lo espiritual, que ha preferido con largueza ser de todas las
mujeres con las que topó el último amor más que el primero, siempre aspiró a
caminar por la vida como un niño ciego ante el encantamiento y las ilusiones,
única manera cabal de quedar preso en ellos. Quizás alguna vez de adulto lo
consiguiera.
El postrero capítulo
era previsible: espera ser eterno, como la calavera de Yorik, por sus pecados,
aunque para serlo tenga que vender sus memorias de centenario como aquel que
vende en vida su propio esqueleto antes de despellejarlo y descarnarlo por
completo.
Advertido de la
senectud que se abalanza sobre él, no duda en esclarecerse de pies a cabeza a
los ojos del lector, sin pudor deja a la vista los jirones medidos y elegantes
de un superviviente algo tenaz acabado ahora en pura sombra pero que aún logra
corporeizar la airosa capa española que desciende desde sus hombros hasta el
suelo: en ladino silencio la nieve del invierno ha caído sobre su alma, ella
será su mortaja, y descubre al fin las blancas guedejas y la barba alborotada
que casi le oculta el pecho enteramente, el brazo cercenado, la ruina del
cuerpo… y la melancolía. Un retrato indudable: no existe diálogo más certero e
invicto que aquel que entablas con tu sepulturero a la caída de la tarde
mientras libas el licor de la despedida.
En el pasado, cuando
todo se rendía a su apetencia y vigor, ¿anticipaba en ocasiones el hastío del
amor la inesperada languidez de algunos días? Únicamente la pasión, efímera a
la postre, podía revitalizarlo. Sin embargo, con el libro en la mano (aunque no tenía nada de guapo, fue amado
algunas veces), incluso declinaba luchar por asirse a ella, y la inusual
paz espiritual que hallaba en esos instantes era bastante para aprobar su
renuncia. Sólo alcanzaba a recobrar un
mínimo de voluptuosidad que excitara su sangre aquietada si al deleite lo acompañaban
imágenes de decadencia y desfallecimiento, un modernismo flagrante. Era un
presagio de la incipiente derrota.
Empieza el sepulturero
a edificar tu casa. Mejor construida no la encontrarás fuera de este lugar: ha
de guarecerte por toda la eternidad del sol abrasador y de la cólera furiosa
del invierno que tanto temiera el sajón.
Llega en momento
oportuno este centón de alegres y
confusas memorias: ¿Te acuerdas?,
pregunta a la amada, una que fue de las tres niñas pálidas. Toda la eternidad
es una evocación. Jugaban inocentes en los vastos espacios iluminados por el
sol del inmenso palacio. Luego, fueron amantes sin inocencias.
¿Qué fue de aquello?
¿Qué fue de todo?
No espera ninguna
misericordia del rencor de los años.
Un rato se levanta mi esperanza. Tan cansada de haberse
levantado, torna a caer…
Al desahucio del
cuerpo se unen otras mil ruinas.
Yo que en el mundo
desdeñé miramientos y tacañerías de tanto que poseía hoy poco tengo para comer…
¡ni dentadura para hacerlo! Epílogo de justicia poética.
(Y más en tu caso
falso bradomín, que en esta hora apartas todo disimulo y bajas las manos con
libro o sin él.)
No pierda más quien ha tanto perdido.
Ese es el epitafio
universal, mejor que ningún otro.
Anda de interlocutor
con dos fantasmas matizados por el crepúsculo: el sepulturero y el poeta. Estos
dos, sin duda, han de engendrar un filósofo a las puertas de la muerte. Es un
diálogo… de piedras.
Está cansado, y la
caricia o el aguijón del pasado, a la vez tan hablador y silencioso como un
espejo, le turba el ánimo. Todas sus amantes eludían bajo sus manos y el deseo
ferviente cualquier abstracción que distrajera su oficio de conquistador, él se
embelesaba con su carnalidad oliente y poderosa. Y, ahora, el terrible ahora
que siempre llega, siento el dolor menguarme poco a poco.
Era desposada, pero yo
fui su maestro en todo, pues no reparaba por entonces y me daba lo mismo si
libre, puta, casada o monja.
Yo era perverso: los
celos de ellas me ponían de buen humor, silbaba por lo bajo ligero y divertido
como un pájaro que revolotea de rama en rama.
Pronto ha olvidado lo
que es: Va muriendo el día, se apaga
el sol, dice mientras se aleja de la quietud de la necrópolis… Y es él, que se
va muriendo también.
Nadie cree en la
muerte y, sin embargo, la sabe.
Boceto/Bradomín, se piensa. Se recrea así, en
esas horas de antes de la medianoche.
Tiene el alma
infestada de licores... en su casa sosegada que es choza y palacio.
Ha avanzado el día,
domingo, y la noche que ha venido es de luna llena, donde se ve todo mejor.
Una sonrisa que
tiembla, la ráfaga del vuelo de un ave pequeña que se pierde instantáneamente
en el azul lunar, el agua embrujada del surtidor en el parterre.
¿De qué es capaz?
De hacer el amor con
una muerta. Nota como desfallece bajo su cuerpo a cada lanzada, a cada
acometida la hiere más y más.
¿Se sumirá en el sueño
por fin? Pronto ha de anunciarse el principio de los días y los trabajos de
otra semana. La misma bruja hilando lo mismo en la misma rueca. Una repetición
fastidiosa si no hay amores por medio: la conversación con un Charlie
sepulturero, las idas y venidas por la casa de la adúltera, dos o tres libros
de los cuatro mil que quedan por leer…
Tenía la manía de
leer, había leído hacía poco en una línea de un libro encuadernado en
pergamino. Manía, cosa diferente a costumbre o distracción, que alivia el temor
a lo desconocido y extraño.
¿Sería él aquel santo
que amaba siempre que estaba triste y la lujuria atemperaba no sin desazón su
pensar aflictivo?
Pero no tenía la
grandeza de las manías. Las suyas eran la pura rutina, de hechuras en exceso
consuetudinarias.
¿Tanta vejez habría en
él y tan entretenida con sus fatigas, es decir, a conciencia, por tozudo y
sobreviviente, con entendimiento y deliberación, que vería morir a todas las
mujeres a las que sedujo con su porte de marqués antiguo y con las que se
acostó, incluso a las que doblaba la edad?
(No obstante, no vería
morir a la que triplicaba en años cuando por vez primera la sintió tremolar
entre sus brazos en plena doncellez, aún sin refinamientos ni vicios ningunos,
cándida, ardorosa y expectante.
¿Podríamos humildemente sugerir que la hispano-suiza Hanna Schmidt Roser sobreviviera al taimado Boceto cuarenta años? ¿Nos sería lícito -¡quién iba a impedirlo!-
quemar en efigie, en papel, a Boceto
a la provecta edad de 85 años, es decir, en 2045, cuando ella, en 2085
sobrepasara ampliamente los noventa?) Séanme permitidas estas pequeñas
ligerezas respecto a fechas aniversarias que no han de influir para nada en el
entrecortado devenir sobre las páginas por donde trota y divaga con
soliloquios, solipsismos y otras arbitrariedades ególatras don Ignacio Brell
Gay y asoma, y a veces no asoma, como sopla un airecillo sin excesivo quebranto
ni inoportunidad, Hanna Schmidt Roser.)
El verdadero Bradomín
tal vez hubiese aligerado el preciosismo de su prosa de haber nacido hijo de
zapatero remendón y con menos nobleza e hidalguía a sus espaldas. Del manejo de
la lezna a la refinada amistad, aunque de muchas copas, con cardenales y papas
de vida licenciosa. Listo que fue. Veneciano hubieras acabado, bradomín, y
además con serrallo de jóvenes bellísimas y de artes exquisitas, y en lugar de
memorias de escritura harto engalanada y bastante pudibundas nos habrías
distraído con breviarios tan jocosos con los Ragionamenti y los dieciséis Sonetti
lussuriosi.
Aun en el sueño y la
modorra persiste la conciencia de tu mala vida, de sus embrollos sin ganancias,
de su pérdida en lances inocuos y satisfacciones meramente amorosas,
evanescentes a despecho de la concreción imbatible que deparaban en trances
semejantes la súbita postración física.
Maximina era su
nombre, recuerda haber leído Boceto.
En todo, era educanda. Veinte años le suponía y no sumaba más de quince, aunque
ella se tuviese como de doce. Sus ojos eran de terciopelo y miraban tristes.
Ella se tenía por poca cosa, feúcha, aunque de voz balsámica según Bradomín, y,
además, aseguró, ni siquiera soy buena. La niña no se quería. El lúbrico
marqués, de inmediato, aventuró la más tierna y gozosa de sus aventuras, el
digno colofón de todas ellas. La enamoró sin querer, al sentirla excusa más que
causa que pudiera renacer en él voluptuosidades semejantes a las que en tiempos
de mayor fortuna y pujanza le habían inflamado. No tardaría en adivinar que era
su hija, una hija de sus pecados que purgaba su origen como novicia de
convento, y comprendió que, definitivamente, era el más bello amor de su vida.
Si bien la queja inesperada que confesó para sí fuera del todo chocante y hasta
incomprensible: Ay, lamentó con un suspiro, pena que la niña de los ojos
tristes y aterciopelados no tuviese las formas gráciles… ¡de un efebo!
Y en qué momento se
nos presenta ahora el auténtico Bradomín, amputado de brazo, un guerrero manco,
abatido en una cama prestada, de cabellos blancos y con los hostiles fríos de
la vejez atenazando sus frágiles huesos, y entonces, de esa apariencia tan
decrépita, afirma con voz vibrante que el horror es bello, que él ama el correr
púrpura de la sangre que alimenta la tierra y el saqueo de los pueblos y ama a
los viejos soldados crueles y a los que violan doncellas y a los que incendian
mieses y labores y a todos aquellos que hacen desafueros al amparo del fuero
militar, que el soldado debe ser soldado y la guerra debe ser guerra.
Mejor la lubricidad del
pecado de los amores prohibidos, sin sangre al menos, que esta última
declaración de bestia desmedida que se complace en la violencia, el robo y el
crimen. Esa memoria debió ocultar por encima de todas las otras: incestuoso,
acabado y manco, viejo.
Se soñaba a sí mismo,
y a falta de acción se aferró a un puñado de palabras que brillaban a sus ojos
como el oro y eran oropel.
De la mano del
sepulturero, que le guiaba a la salida, se alejaba todavía de la tumba. Quería
ver de nuevo el amanecer, otros pocos más que, sin embargo, a la tumba habían
de conducirle. Quería prorrogar la vida mediante la remembranza de lo vivido
que ya no era sino polvo: lentamente se desvanecía en el aire.
Un viejo nada heroico
puesto que de ningún modo se batía con la realidad inevitable, que ni siquiera
le desafiaba, muy poca cosa era ese tipo para toda una realidad que abarcaba el
universo entero, simplemente deseaba guiarle por el valle de las sombras a la
sombra que era él: mira, no vayas a tropezar, no te ilusiones, la tierra te
llama, ya es la vez, hasta de tus cenizas puede su humus fertilizarse sin el
concurso de la insaciable gusanera.
¿Qué es la muerte?, se
preguntaba intelectualmente, y llevaba a cuestas todo el estropicio
irreversible de su cuerpo viejísimo. Muchas horas del día pasaba intentando
desentrañarla. Pensaba con palabras y declinaba inconsciente mirar la imagen de
su penuria física: el mundo, ahora, ya sólo era un espejo que replicaba su
deterioro y en el que no se reconocía. Todo a su alrededor despedía el hedor de
la muerte. Debería haberse hincado ante ella, suplicar, llévame rápido, y, sin
embargo, hacía de su vida final y miserable una atadura, un nudo inextricable
que le sostuviese aún vivo aunque descompuesto y fétido. No se veía muerto,
jamás pudo comprender así: inmortal soy; luego, no sé… ¿la oscuridad tal vez? Se creía la eternidad.
¿Qué es la muerte?
Mírate, léete en el
texto arrugado de la piel.
A la tía de la guadaña
no hay dios que la enamore, y mucho menos tú, bradomín de duermevela, le dice una noche de otoño con Haydn Brell el Viejo a Brell el Joven.
(Mi padre, que Dios
perdone…)
Con desenvoltura,
hasta con descaro, sabiéndose eterno, afirma
yo no soy viejo, soy clásico.
Y, padre mío, ningunas
ganas tengo de seducir a esa parca siniestra, fría, amarilla y sin carnes. Me
bastan las jovencitas.
Pero en el alba de
cada día las campanas, allí en la espadaña de tu alma, en silencio, doblan a
muerto, y tú las oyes también en silencio. La lujuria no te salvará, como a ese
Bradomín.
¿Y si es amor?
De la mano lleva el
amor la idiotez, que dijo el sabio moderno.
Padre, hace un año que
andas entre tinieblas, acabo de visitar a la que fue la última amante de tu
hijo el ahorcado, he conocido al hijo sabihondo y parlanchín de un cura que me
ha instruido sobre la sabiduría del manga, me deleito imaginando sin piedad
para conmigo los tempranos adulterios de mi amada esposa, bella y huidiza como
una gacela bíblica… Padre, no me des lecciones, estoy lleno de ellas al final
de la jornada, ahíto.
No sabes nada. Si supieras
que la muerte es la gran maestra de la vida… Lo malo es que uno nunca logra
licenciarse en esa macabra asignatura. El curso queda interrumpido… siempre.
Sé que el dolor
proviene del cuerpo, y sé que el miedo, el verdadero miedo, el terror a la nada
absoluta, nace de esa cosa, puesto que es innegable que cosa es, alma o como
quiera que se llame, zascandileando invisible entre los sesos y modelando un
monstruo dentro de otro monstruo con fecha de caducidad. Sé de la muerte y de
sus pasos al otro lado de la puerta. Es estremecedor, pero cuando escucho a
Haydn nunca te proyecto ante mí vivo, en carne y hueso, te siento muerto, muy
importante, padre, muy importante, mayestático. Ahora ya lo sabe todo, me digo,
está al otro lado de la puerta. Qué gigante, el progenitor.
Habla oráculo.
No hay un dios que
valga, hay alma; no hay alma, hay un dios (puede ser un pedazo de metal) que
habla por ahí adentro.
¿Y si el dios
estuviese agazapadito en una de la sinfonías de Haynd, la menos previsible por
discreta?
Siéntalo en tu regazo
a esta hora alba e inmaculada y dale el primer biberón de la mañana, quizás así
se ablande, reprima sus pataletas y termine dormido hasta la próxima succión de
droga. Haydn no se merece que un berzotas marrullero como ese salte por las renglonaduras
del pentagrama mareando la perdiz.
Heme aquí, padre,
honrando tu memoria: a zancadas entre hoyos buscando calaveras, como un hamlet
que ya hace burla de todos los dioses habidos y por haber:
demasiado deslenguados
para no ser visibles entre los humanos, harta presunción.
Otras lenguas hablan
por ellos.
Prefiero ver sus
cuerpos convertidos en barro con los que tapar barriles de cerveza.
Qué oficio… ¡Abrir
fosas! ¡Llenar fosas! ¡Cerrar fosas!
A ello nos enseñó el
primer hombre, padre de todos, Adán el Cavador.
Todos los sepultureros
cantan para matar el tiempo mientras cavan con sus azadones, que es labor
fatigosa y conviene un poco de distracción en su quehacer.
Cada uno se gana el
yantar, e incluso el vestir y el amor si da para ello, como puede.
Hasta alguno hay que
canta sin cavar y come y viste y ama y es amado.
Esa es la suerte del
ahorcado.
Podría existir algo
más horrible que la nada.
El acto lento de la
extinción, un cesable a plazos.
No exactamente: seguir
vivo después de la muerte.
¿Sin el atuendo del
cuerpo?
Qué vestidura tenaz,
pasajera, cada día pasa de moda.
Nos visibiliza, nos
hace materia.
Seguir vivos, sí, pero
sin imaginarnos a nosotros mismos, seres solamente, flotantes en un espacio que
es todos los mundos, los que soñabas, los que te precisaban a ti para
materializarse sin exponerte a la vista.
El sueño, dormir, es
la prueba inequívoca de la conciencia: el cuerpo sigue encendido, respira,
vive, pero la conciencia se ha apagado, ya no eres tú mismo, ya no estás.
Sólo reapareces en el mundo cuando los sentidos te recuperan de nuevo y
recobran a la vez a aquélla. La conciencia es lo que muere. El cuerpo se pudre,
ni para la muerte vale, es un cajón tan vacío como el féretro que ha de
albergarlo.
Huele a lío freudiano.
Todo parece enrevesado.
No tanto.
Tan enrevesado como
era yo de adolescente. Tuve que matar a mi padre para acostarme con la criada.
¿No te bastaba tu
madre, soñador?
Ella voló, dejó a los
del palomar con tres palmos de narices y la mirada escrutando un horizonte
imposible.
Bonito folletón.
Con mucho punto y
aparte.
Como debe ser, asiente
el guionista: pagan por línea.
Ahora lo entiendo
todo, ¡quelle fluidez narrativa!
Era lista la señora...
porque de joven fue muy rara. La aventura del arte fue su llamada de la selva,
y aunque muy creativa era también demasiado realista, en ningún momento
perdería los papeles como para acabar en un viaje a ninguna parte a bordo del Magic Bus, muerta de inanición o
romanticismo inútil.
Al final, todo es
silencio, y el eco de lo vivido se desvanece hasta quedar en nada, perdido en
el aire, el leve rumor de las hojas de una rama basta para acallarlo por
entero.
Hábleme de la madre
del niño de los mangas, dice el terapeuta.
¿Le he dicho que ese
chico se llama Ignacio, como yo? ¡Una casualidad kantiana!
Una mera casualidad.
Usted, como psicólogo,
debería hallar en eso algún significado oculto. No sé, algo semejante, un
sentido esclarecedor.
No lo creo. En este
caso los detalles carecen de importancia. Hábleme de la madre, la hermana
pequeña.
Se llama Albertina. Lo
cierto es que me interesaba mucho más que su hermana mayor, la mujer
matemática.
¿Cuándo volvió a
verla?
Al siguiente fin de
semana. Comprendí entonces que ella empezaba a ser un proyecto para mí.
¿Se preguntó en algún
momento si usted iba a serlo para ella?
No era una cuestión
que me preocupara en absoluto. En realidad, pocas veces me detengo a pensar qué
les importo a los demás. En este aspecto de mi carácter me reconozco culpable,
sin duda. Mea culpa, mea culpa, por siempre mea culpa, padre Atienza, padre Basilio, padre Octavio.
Su despreocupación
raya el cinismo, amigo, cuando no en la ofensa más despiadada.
Prefiero vivir con mis
errores y pecados a cuestas que con mis frustraciones carcomiéndome por dentro.
Su conducta afecta asimismo
a los otros, y sus culpas las pagará sólo usted.
Lo sé, y ellos también
lo saben. Pero habrá penitencia salvadora. Se trata de un pasatiempo… en el
mejor sentido de la palabra. Y si se
creen que son víctimas, para ellos toda la absolución. A mí me basta con la
horca, con la nada, que no exige contrición ninguna.
De modo que se sintió
atraído por Albertina.
Podemos decirlo de ese
modo.
¿Existe otra manera de
decirlo?
De hecho, a mí sólo me
acuciaba el deseo de acostarme con ella, la exmujer de un excura, puro morbo, y
era muy atractiva, tenía un cuerpo espléndido. Sé que suena horrible lo que
digo, pero usted es mi psicólogo y tengo derecho a exhibir delante suyo las
porquerías que subyacen entre mis vísceras. Le pago por ello.
Me consuela saber que
se conoce muy bien a sí mismo.
Es el primer paso para
la conquista de la felicidad… Al menos la terrenal.
¿Se hicieron amantes?
Sin condiciones de
ningún tipo.
¿El hijo era
consciente de ello.
No lo creo. Estaba
abducido totalmente por los mangas. Al parecer se había introducido katana en
mano en alguna de las viñetas y ya no había salido de allí.
¿Ella no le pidió nada
a cambio?
¿A cambio de qué?
De acceder a una
relación meramente física con usted.
Ambos salíamos ganando
con el acuerdo. Una satisfacción sexual plena es suficiente para justificar una
relación.
¿Está usted seguro de
que Albertina disfrutaba de ello?
No era una mujer
exigente. Era una mujer triste que gozaba del sexo sin cortapisas. Por otra
parte, al principio se hallaba muy desorientada, sin saber por donde tirar,
recién separada y siempre alerta a causa de una hermana alcoholizada. En otras
palabras, la situación se presentaba magnífica para mí. Esa mujer me subyugó
desde el primer instante que la vi, tan inerme y tan decidida a la vez. Una combinación
familiar y sentimental perfecta para un seductor de treinta años al que su
propia esposa le era infiel sin reproches por mi parte ni remordimientos por la
suya.
Su proceder en el
terreno sentimental resulta abyecto.
Qué quiere que le
diga. Hasta el señor Einstein tenía un puñado de amantes a las que les leía en
la intimidad de la alcoba antes de ponerse profesoral Parerga y Paralipomena (allí se lee que la mujer, por su naturaleza,
está destinada a obedecer…)
Comprobaré la cita.
Hágalo, y de paso
disfrute de la lectura siempre vigorosa del señor Schopenhauer. Le brindo esta
otra, aunque proferida en esta ocasión por el mismo Einstein: Seguramente el
matrimonio fue inventado por un cerdo carente de fantasía.
Es usted un experto en
anecdotarios.
La anécdota sazona
discretamente la seriedad del hombre culto. Le libra de fardos retóricos.
Lo que dice suena más
a una sentencia que a una opinión. Como suele decirse, está usted muy seguro de
sus errores, a pesar de que crea que es el ingenio lo que mueve su lengua.
Nuestro sabio Einstein
también jugaba lo suyo. Se desprendió de los calcetines, hay que llevar encima
sólo lo justo, amigos, decía, un hombre no necesita demasiadas cosas para
vivir, pero se echó encima una docena de poses en cuanto veía cerca un
fotógrafo. Puro narcisismo.
Usted, amigo, es un
auténtico dechado de deformaciones psíquicas.
Algo del tóxico
agustino si corre por mis venas jacobinas.
Púrguese.
Lo hago con el primer
café del día.
Sospecho que también
ha puesto lo suyo en esa ponzoña.
Es fácil decir eso,
sentado en ese butacón de orejas y cobrando por escuchar las mentiras de sus
pacientes.
¿Me miente usted?
Todo lo que puedo.
Magnífico. Es a través
de las mentiras cuando se sabe más de un individuo abrumado por el saco de
problemas, impotencias y complejos que carga a la espalda.
No se confíe. Entre la
verdad y la mentira anida el engaño más sutil, bien sirviéndose de una u otra.
Para sentirse a gusto con lo que uno es hay que enredar el mundo y tornarlo
borroso más que desenredarlo y ver las cosas claras.
Ver claro le asusta.
No exactamente. Tener
las cosas claras es sólo una frase hecha. ¿Para qué? Eso es un verdadero
martirio, desnudar el mundo, sus trapisondas y precariedad… Fuera de la
caverna, de esa mínima turbiedad que disfraza sus cosas y los asuntos humanos,
el universo apesta a carne podrida y a cuarto oscuro, a vida animal y rancia,
descompuesta y abierta en canal.
Así que sedujo usted a
Albertina.
Esa pobre desgraciada
estaba en tierra de nadie. Sólo había que alargar la mano y apropiársela.
La creía abierta en
canal, mirar por dentro y meter las manazas en esa herida abierta sería
gratificante. Tortura o linimento, qué más le daba, ¿no es eso?
Vaya, doctor, puede
ser temible si se lo propone.
Sin embargo, la
impresión que uno obtiene de lo que dijo acerca de ella es que se trataba de
una mujer capaz, hasta despectiva y hosca. Le recibió a cara de perro. Usted le
cayó mal desde que le abrió la puerta el día que le conoció.
Es posible que ande
confundido. Han pasado muchos años desde entonces, el 93. Era un año
postmortem. Ahí va la primera gran revelación, psicólogo, también yo andaba en
tierra de nadie, recomponiendo los trozos del juguete roto: sin hermanitos y
sin papá y mamá y con esposa pindonga. Aunque lo cierto es que era yo quien
dirigía el cotarro. De eso estoy seguro.
Era altiva, Albertina.
En las dos hermanas
había algo parecido a eso. Albertina era solitaria y sensual, como la hermana
mayor. Pero también estaba decepcionada o, peor aún, fue traicionada.
Un cóctel perfecto, a
juzgar por lo que dice.
Ni el mejor Charlie lo
hubiera superado. Todo empezaba a saber a rosas.
El hijo de ella sería
la aceituna ensartada flotando en el martini que, supongo, sorbía usted antes
de las prometedoras veladas.
Supone muy bien. Pero yo
lo prefería encerrado en un manga, asaeteado por un laberinto de onomatopeyas
japonesas. A cada uno, lo suyo. En cualquier caso, el bello verano del 93 fue
una sucesión de días de absoluta sensualidad, de sexo incontenible, algo ruin,
de melancolías y un toque de depresión que aún me acicateaba más.
¿Por qué le cuesta
tanto salir de ahí?
¿De dónde?
De 1993.
No creo que fuera un
año especialmente significativo. Fue un año más donde sucedieron unas cosas más
nada extraordinarias respecto a otros años... quizás fue incluso insulso por el
curso de sus acontecimientos. Mi relación con Albertina no lo resolvió en
ninguno de sus dos extremos. Ni cielo ni infierno. Ni ángel ni bestia. El 90
deparó una doble pérdida: JD. cambia de piel, como las serpientes, y Fiodorov se ahorca. Fueron dos uvas que
se me atragantaron entonces, pero todos los años al son de las fúnebres o
natalicias campanadas alguna de las condenadas uvas se atasca, en el 91 tuve un
accidente de coche del que tardé en recuperarme, en el 92 el jefe de la manada
se despidió de Haydn y del lobezno que le quedaba y trotó hasta las nieves
perpetuas. Acaso este mismo de 2008 haya empezado con mal pie y no lo veamos
terminar…
Vamos cumpliendo años.
En efecto, me temo. A
dos años de los redondos cincuenta ya llevo a cuestas cuatro cadáveres. El
próximo asesinado seré yo.
Infancia,
adolescencia, juventud y madurez. Se refiere a esas etapas, ¿no?
La vejez es la última
puñalada, y te la da de cara. Cada una por su lado en idéntico escenario de la
comedia aun con decorados diferentes. Cuatro versiones de uno mismo con
distinta máscara. Vas devorándolas una a una como si fueran caramelos más o
menos dulces. Finalmente el tiempo acaba liquidándole a uno, la única víctima
de la que no eres culpable, ese pellejo roto, amarillo y moribundo termina
desaguado como si nada al margen de tus deseos que, dicho sea de paso, no
cuentan para nada, salvo que uno se incline por la propia autodestrucción y le
robe a la cruel y caprichosa biología la última de sus satisfacciones respecto
al ser humano. En cualquier caso, exitus.
Me pareció entender
que aquel año también usted se tenía por un juguete roto.
Tal vez sea un recurso
psicológico actual para justificar determinados actos, digamos desaprensivos o,
al menos, mitigar un poco su indecencia.
¿Cómo cuáles?
Albertina se convirtió
en una extraña obsesión para mí. No tanto por la atracción sexual que sentía
por ella como por la idea odiosa de desbaratar su carácter, desampararla de su
defensas psíquicas. El personaje que era ella físicamente no me interesaba
tanto como la identidad oculta que se ocultaba tras su apariencia. El sexo sólo
sería el bisturí para penetrar en ella, el escalpelo necesario para destripar
la muñeca.
¿Era una mujer
apasionada?
Intelectualmente sí,
aunque muy inexperta en la cama. De una pasividad casi total al principio.
Naturalmente, eso constituyó para mí un revulsivo absoluto. Muy pronto se
reveló de una forma muy distinta, activa y desinhibida por completo. Sin
embargo, su aura de mujer difícil, ausente, secreta, nunca dejó de manifestarse
en nuestra relación más allá del sexo, lo cual me libraba de otros compromisos
fastidiosos y sentimentales y favorecía mi villanía.
¿Se lo reconoce?
¿Admite usted sus bajezas?
Del todo, señor.
Cuando me miro en el espejo sé perfectamente con qué clase de tipo me la juego.
¿Y no pretendería
usted revivir a costa de la hermana pequeña la relación que su hermano mediano
sostuvo con la hermana mayor?
Presumo que esto va
por buen camino: al retruécano llegaremos sin duda.
(¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que
se siente?)
Mientras sea usted el
que se estrelle.
Es usted un psicólogo
muy divertido.
Sólo cuando los
individuos y las circunstancias lo permiten.
Los locos más
peligrosos son los invisibles, los que en su conducta nada parece indicarlo.
¿No seré yo de esta especie, doctor?
¿Intercambiamos los
asientos?
¿Cómo atrapar a un
corruptor de menores en tanto no ha sido descubierto en plena faena o reconocer
bajo la luz del sol al borracho solitario y depresivo puertas adentro de su
casa que todos los atardeceres se echa al coleto una botella de ginebra o al
encorbatado ejecutivo de las mañanas que al llegar la noche se acicala con la
ropa interior de su mujer mientras ésta le introduce entre las nalgas el mango
de un plumero?
Debería refrenar la
vena cómica de su personalidad. Es probable que a su pesar saque a la luz
deseos inconscientes.
No lo crea. Es una
actitud mía muy medida.
No obstante, me es
fácil adivinar que está usted lleno de fisuras por donde colarse. Es cuestión
de tiempo. Además, lo hallo muy dispuesto a retratarse sin pudores
adolescentes.
No se fíe demasiado.
Esas fisuras de las que habla pueden ser todas ellas trampas del laberinto. No
llegaría a ningún sitio. Incluso mis sueños rastrean y comunican más de los
otros que de mí, tapado hasta el cogote por el embozo.
Es usted quien está en
el laberinto. Yo sólo le observo.
Un laberinto de
cristales, como los de las ferias. Basta mirar sus junturas en el suelo para
averiguar la salida en un santiamén.
De espejos, diría yo.
De los del Callejón
del Gato.
Sigamos dándole al
manubrio.
Mi dinero me cuesta.
Mi paciencia no le va
a la zaga.
¿Por qué no me
pregunta si soy desdichado? Ya ve que soy generoso, le proporciono temas de
desgaste, carnaza para los de su oficio.
¿Lo es? ¿Es
desdichado?
En ocasiones creo que
debería serlo. Uno puede elegir, si las cosas no se tuercen por un cáncer, una
debacle económica o una paraplejia, entre serlo o no serlo. Yo decidí no ser
desdichado desde que cumplí doce años, cuando aprendí de veras a darle a mi
propio manubrio. La suerte siempre la tuve a mi favor. Únicamente mi madre me
traicionó años después. Pero en seguida mi padre, que era para comer aparte, me
consoló diciendo que ella sólo era una mujer, que ahí empezaba y acababa todo,
que dejara que las vueltas las diera ella y no mi cabeza. El dolor, si es que
fue aflicción por su pérdida y no una sorpresa cósmica, fue liviano,
epidérmico. Era una carencia, fue una ausencia, y luego fue nada.
¿Piensa que
encontraría algún interés en la desdicha? ¿Existe algo valioso en ella?
Un nuevo estado de
ánimo, quizá. Quién sabe, una desdicha que se tradujera en inspiración creativa
como la de algunos poetas de la especie de los llorones. Un cambio de bebida,
de estímulo, aunque, por si acaso, sin perder de vista la etiqueta bienhechora
de la anterior, no perdamos la perspectiva.
Le sobra cinismo para
ser desdichado.
Estoy de acuerdo con
usted.
¿Cómo iba a negarlo?
Qué le vamos a hacer.
A todo el mundo le hubiera gustado ser Albert Einstein. Me dio por Rojo y negro y Vida de artistas ilustres en lugar de Física Recreativa.
¿Le hubiera gustado de
veras?
Cuando era
adolescente, sí. No obstante, emprendí un camino equivocado. Tenía colgado en
la pared retratos de Hery Beyle y don Pío Baroja y reproducciones de Picasso…
en lugar de tener a Newton, Faraday y Maxwell bien visibles encima de la
cabecera de la cama como santos de mi devoción.
Interesante.
Y habría tenido que
alimentarme todos los días nada más que de setas, espárragos, arroz y una buena
cantidad de fresas. Lo que sí hice es leer dos veces Don Quijote: ya teníamos algo en común el gran hombre y yo.
Es usted el hermano
gemelo del cinismo.
Ninguna objeción al
diagnóstico. Por lo demás, le llevé un libro.
¿A quién?
A Albertina. Es
costumbre mía regalar un libro a una mujer en la segunda ocasión que la veo.
Conviene que sepa con quien se las entiende.
Regala libros a las
mujeres… Prolegómenos de la seducción, supongo. Una manera de ponerlas a
prueba… o saber por donde van los tiros, de sutil estrategia.
En efecto. Esa es la
cosa. Prefiero hacerlo de ese modo. Además, yo por principio imperativo nunca
presto libros de mi biblioteca. Lo malo, lo peor diría yo, de dejar libros a
otros no es que no los devuelvan, es que no los leen, y allí se quedan, en las
estanterías de sus casas cubiertos de polvo hasta que otros desaprensivos como
ellos, invitados a cenar una noche, se los llevan prestados a su vez para que
muerdan el polvo en las suyas hasta que otros… etcétera.
¿De qué libro se
trataba?
No creo que fuese el
más afortunado, pero lo pensé tarde, como siempre, a deshoras. O fue el clásico
acto fallido freudiano, qué sé yo: Bella
del Señor.
Me temo que no lo he
leído. Tampoco sé quien es su autor.
Estoy convencido que es
la clase de libros que los psicólogos no suelen leer ni por casualidad. La
técnica del pensamiento, sus haceres o deshaceres, sepulta cualquier tipo de
imaginación volatinera.
¿De qué trata?
Oiga, amigo, yo le
pago para que me diga de qué trato yo.
¿Qué pretendía al
obligarla a esa lectura?
¿Obligarla? Yo sólo
sugiero lecturas formativas.
Confesó que acaso no
fuera el libro más indicado para ella. ¿Pensó que era poco avezada en
literatura?
¿Avezada? Caramba, que
cosas dice usted. Las últimas cincuenta páginas de ese libro son las más
desoladoras que he leído en mi vida. La angustia existencial de sus dos
protagonistas previenen y le vaticinan al lector de su idéntica penuria: tu
hora final también ha de llegar. Lo escalofriante es alcanzar la antesala de ese
final ineludible y aguardar en ella con los brazos cruzados, estoicamente. Ya
no hay vuelta atrás.
Se significa con las
mujeres a través de sus regalos librescos…
Les hago ver mi
tranquila desesperación, habitante como soy del callejón de las almas perdidas.
También podía haber
tocado el violín en una velada, o el órgano a las orillas de un lago rodeado de
árboles en un atardecer festivo de verano.
Soy bastante torpe con
las manos. Elimino precavidamente usos y escenarios inadecuados.
¿Leyó ella el libro?
Creo que sí, porque al
cabo de unas semanas me miraba de un modo extraño, con cierto respeto… pero no
con la admiración que a mi me hubiera gustado.
¿Qué importancia podía
tener que le admirara? A usted sólo le preocupaba el sexo.
La admiración que pueda
inspirar uno en una mujer le impide a ésta dirigir cualquier reproche a las
cochinadas que impone su amante en la cama.
(En la cama con miss Tracey: un buen revolcón entre charcos de
whisky, trozos de pizzas, colillas, condones y manchas de semen y orina:
conviene recordar la performance.)
¿Aunque ella nunca
comentara nada en absoluto de la novela ni de su autor?
Así fue. Lo leería en
silencio y luego esa lectura la encerró en una tumba… de las muchas que había
en su interior.
¿Qué le hace pensar
eso?
Estoy convencido que
nunca dejó de estar enamorada del cura.
Esa es una suposición
muy atrevida.
En todo caso, su
recuerdo le hería profundamente. Tal vez si el tipo la hubiese abandonado por
una mujer…
Hábleme de su esposa.
Si lo que quiere que
le diga es si me ha sido infiel, le respondo afirmativamente, y lo sigue siendo
ahora y seguirá siéndolo en el futuro. Don Cornelio soy. ¿Por qué no ella doña
Cornelia?
¿Qué pensaría si su
esposa se acostara con otra mujer?
Lo hizo cuantas veces
le vino en gana antes de casarnos en el 89 y después. Doy fe de ello. En
realidad, creo que la única vez que mi amada Paula Coloma se ha enamorado
físicamente fue de una mujer, Laura Roser.
¿Laura Roser?
Me parece que todavía
no es relevante hablar de ella. Demasiado precipitado para las presentaciones.
Tendríamos que viajar hasta Suiza, recalar en París y continuar hasta Valencia
al cabo de unos cuantos años, y usted ya anda mirando su reloj. Yo tampoco le
quito el ojo, amigo.
Lo dejaremos para más
adelante.
Siempre mañana y nunca
mañanamos, que diría don Félix Lope de Vega y Carpio.
¿El hijo de ella supo
de las relaciones entre ustedes?
Es posible. A pesar de
los mangas lo imaginaría al cabo de cierto tiempo, al igual que la hermana
mayor. Pero cada uno de ellos se dedicaba a sus propios asuntos.
¿No les importaba?
En absoluto. Uno con
sus tebeos y la otra de la mano de Gödel y Russell cuando sus fases turbias se
lo permitían habían creado sus propios imaginarios para burlar la realidad. Lo
que hicieran los demás, madre o hermana, les traía al fresco. También el señor
Einstein, ya en la vejez, tuvo relaciones con una bailarina de un club nocturno
de Nueva York. La consecuencia de ello fue una niña que entregó en adopción…
como ya había hecho con el primero de sus hijos antes de casarse, asimismo una
niña de la que nunca más se supo. ¿Y a quién cree que pueden importarle tamañas
menudencias frente al hecho magnífico de la bomba atómica?
A mí ni me importa la
bomba atómica ni los pecados de libido que perpetrara el señor Einstein, y sus
hijos sólo me importarían como pacientes.
Ahí quería yo llegar.
Para ese viaje no se
necesitaban alforjas.
Empiezo a pensar que
deberíamos repartirnos el dinero que le pago.
¿No le es suficiente
con el que le pagan por entretener con anécdotas durante unas horas a la semana
a unos universitarios de mentes nada pragmáticas?
Un noble oficio el de
enseñante. No se imagina la cantidad de cosas que saben ya de don Francisco de
Goya y Lucientes y su época.
Con su pan se lo coman
y allá se lo hayan. Ya les dará duro y duro en las espaldas el 2008 y
siguientes. Son carne de diván. Mi futuro y el de mis colegas se presenta harto
halagüeño.
Existe aquí un curioso
transfer… inverso. Mi influencia
sobre usted es cada vez más innegable. Un par de sesiones más y no podrá vivir
sin mí.
¿Se cree usted un
personaje de novela que termina devorando al mismo autor? Se lo zampa como si
fuese un sándwich a la mitad del libro. ¿Sabría decirme quien iba a poner fin a
esas páginas entonces? El autor es un mal necesario, la escritura no nace por
obra y gracia del Espíritu Santo, hay manos pecadoras ahí.
Algo de mi cinismo, si
es que podemos llamarlo de ese modo, le ha contagiado.
Confunde usted esa
impudencia con lo meramente burlón.
Antes hablaba de mi
comicidad.
Es usted un caso
imposible.
Que usted no sabe
resolver. Devuélvame mi dinero.
Tiene usted espíritu
de mercader.
Qué más quisiera yo.
Me conformo con ser un nuevo Einstein.
¿Realmente existe
Albertina?
Contrarresta la
frialdad y desorden emocional de la mujer matemática a despecho de la lógica y
racionalidad que presiden su mente. Naturalmente que hay una Albertina. Es la
hermana pequeña de la hermana mayor. Insustituible.
¿Puede describirla
físicamente?
Me asombra usted.
¿Por qué?
Sólo es un personaje.
Debería bastar su sola existencia, sus idas y venidas sin la oportunidad de
detallar su encarnadura, el color de sus ojos y la calidad de su piel, el
timbre de su voz, su cabello largo o corto, su estatura, la mesura o
provocación de sus facciones. ¡Qué más dará! Son las damas de la procesión, los
caballeros del sable, cariátides de materia maleable. Terminada la comedia,
ningún lector al paso del tiempo recuerda una descripción de hembra o varón por
más minuciosa que sea.
¿Qué me dice de don
Quijote de la Mancha? Es inolvidable. Su figura y características físicas
prevalecen años y años, siglos.
Pero ese hombre fue
real, era Alonso Quijano, el Bueno. Tan de verdad su existencia como la de
Cervantes.
¿Y de Emma Bovary?
De igual estirpe, más
soñadora aún y más pecadora, más valiente en sus acciones. De seguro que
también ella existió prisionera en alguna provincia oscura de Francia.
Empiezo a tener una
idea bastante clara acerca de las mujeres con las que usted se acuesta.
(A nivel mental,
jodido psicólogo sacamantecas.)
Mujeres solas. Aun
acompañadas por maridos y amantes, solas. Pudiera decir yo como el fatuo del
Hipólito de Calderón: Yo tengo notable
estrella con mujeres… Con mujeres de aquella clase. Solas y ya perdidas, a
manotazos con los espejos del Callejón del gato.
Le atrae la languidez,
la indefensión.
Si usted supiera…
Albertina…
Quizá del físico de
Matilde La Mole, muy rubia y de formas esculturales, y del carácter, manso y
apasionado, de Madame Rênal naciera la mujer perfecta… propia de las primeras
décadas del siglo XIX.
Ese engendro no
existe.
Doscientos años atrás…
sí.
Diga mejor páginas
atrás.
Pobres de ellas de un
tiempo más pasado, esas féminas de siglos calderonianos que ni siquiera iban
nada pintadas, y encima matrimoniaban o conventuaban con nutrida bolsa de dote
tragaran o no.
La carne o el muro, la
cárcel en dos de sus formas.
O muertas
tempranamente por tercianas o cuartanas o sucumbidas en partos desgarradores,
continuos y monstruosos. Hasta a las reinas de la España Imperial sangraban y
sometían a un sinnúmero de aberraciones médicas.
Demos viraje a la
charla, esta trayectoria no nos conduce
sino a lugares sórdidos y sin salida. Fueron siglos los de atrás muy
convulsos y paradójicos.
Goethe…
Goethe, dice usted…
El único rasgo humano
que reconocemos en Goethe es que se casó con una simple burguesita. Eso lo
ennobleció algo. Y es de sobra conocido
que era escritor muy calderoniano, según confesión propia.
Según Eckermann.
Siempre prefiero lo
escrito a lo dicho.
¿Cuándo volvió usted a
ver a Albertina?
¿Ha leído Las afinidades electivas?
No, y no pienso
hacerlo… ¡doscientos años después de no haber sido el lector ideal! En el año
de gracia de 2008 mis lecturas son más actuales. Aunque puedo llegar a El buen soldado.
Las afinidades electivas es una novela
de desgaste, de forma implacable todo lo creado va deteriorándose ante nuestros
ojos como si una química malsana corroyera a los seres y sus sentimientos hasta
convertirlos en polvo. Lo natural, fracasa.
La vida nos oxida.
¿Qué se creía usted?
Pero nunca de una
forma estética como en las novelas. Tenemos el mundo y sus dimensiones tan
encima que nos es imposible verlo más allá de sus sucesos trágicos o felices.
Estamos en el mundo pero no nos imaginamos en el mundo como tampoco nos
imaginamos fuera de él.
En el fondo la
matemática del mundo es de una simplicidad abrumadora: las cosas y los seres
dejan de ser a través de un proceso eminentemente físico al que denominamos
tiempo.
¿Por qué habla de
Goethe? Preferiría que lo hiciera de Albertina.
Quizás a través de
Goethe llegue a analizarme mejor.
Qué presunción la
suya, amigo.
Que no salga de
nosotros, pues. La tarifa que abono exige proteger mi intimidad... y silenciar
mis gustos literarios.
No le quepa la menor
duda de que fuera de estas paredes a nadie le interesan lo más mínimo sus
divagaciones. ¿Qué le ocurre a usted con Goethe?
Me temo que de su obra
sólo me atrae su absoluta frialdad. No logro percibir en él debilidades. Tal
vez fuese un hipócrita redomado. ¡Qué la salvación de un hombre, Fausto, se
halle en manos de una mujer!
(Feo, católico y sentimental: del pecado original de una mujer nos viene
la calamidad.)
¿Lo ha hecho modelo
intelectual de vida?
No, al menos no de un
modo consciente. Mi cinismo, que sazona mi frialdad, se basa no en el despego de
mi carácter como en la debilidad de mis sentimientos hacia los demás.
¿Debilidad o
hipocresía?
Ambas fallas proceden
del temor.
A que nos hagan daño.
O a hacerlo nosotros
mismos.
No quiere hablar de
Albertina.
Cada cosa a su tiempo.
El nuestro se agota.
Y no es moco de pavo:
cien euros del ala la sesión.
Aprovéchelos. Mucho
más sabrá de usted mismo a través de Albertina que por medio del alemán, que
pone en manos de otro, del infatigable Erckmann, la tarea de desvelar su vida y
su sueño... calderonianos, por así decirlo.
(Boceto sonríe ahora al escuchar la réplica del otro.
“¿Sonríe usted?”
“Me ha venido a la memoria el estupor del lector de mangas
al descubrirme detrás de la cortina… ¡la cortina de humo!”)
El Goethe humano pero
absolutamente distante, arbitrario y falsamente trágico de Las afinidades electivas tiene muy poco que ver con el laborioso
racional y metafísico de Fausto.
Todo eso me trae sin
cuidado. ¿Usted ha visto la firma del señor Goethe? Un auténtico excremento…
sólo que salido del cerebro en lugar de hacerlo por su sitio natural.
Una firma, como el
color de los ojos o un libro ilustrado, a mí no me dicen nada, ornatos
prescindibles para lo serio. Vayamos al meollo del asunto: lo que se cuenta, la
mirada sin veladuras, un texto sin estampas.
Por más que nos
escondamos acabamos revelándonos por multitud de indicios con los que nos
traiciona la conciencia. La sesión ha terminado.
(Pase por caja.)
Menudo exorcismo el
suyo. Me deja a dos velas, como de costumbre. Y me voy con el trasto con el que
he venido. El de afuera no se puede librar del de adentro. Sólo muriéndome
lograré acabar con él.
¿Qué tal si mezclamos
en el cóctel a Eduardo, Carlota, Otilia y el capitán y el arquitecto sin
nombres con Dowell, Florence, Edward Ashburnham, Leonore, Burlap, Rampion,
Gudrun, Birkin…?
La banalidad de lo
narrado la enmascara lo trágico.
Seriedad, disfraz de
la bagatela.
Un brebaje de efectos
fulminantes. Átomos fisionándose en torno a un núcleo de locura provistos de
una fisicidad atenuada hasta lo abstracto por las propias reacciones químicas
de los cuerpos y mentes de sus personajes, cada vez más cerca de devenir
producto de laboratorio emocional que de los dictados de lo puramente
fisiológico. Eso es el caos, pero un caos antiguo, de inevitable ranciedad,
entre lo maquinal, lo químico y el instinto animal cada vez más apaciguado y a
punto de su clausura. Nada llega a explosionar realmente en esos cuartetos tan
alejados de lo armónico: la guerra fría, meros avances y golpes al aire. Al
final, la bomba salva el tinglado, muertes como remedio, y todos a casa, cuando
lo verdaderamente trágico sucede en la vida, estando tú y los demás bien vivos.
Me es imposible creer
en el efecto: mato a un par de personajes y y le soluciono el entramado,
novelista.
Lo trágico nos cerca
en todo momento, la muerte lo destierra. Créalo, pues: por puro aburrimiento.
Qué distintos venenos
el de la señora Bovary y el de la joven Otilia. Ésta última requería otro
escenario.
El mundo sigue. Nunca
ha dejado de hacerlo, nació con el universo en el mismo instante de nacer éste,
sin tener aún estrella que lo alentara, sin ser todavía planeta.
La mujer matemática
fue muy comprensiva ante el nuevo orden natural de los acontecimientos. Su
ebriedad le hacía despreciar cualquier normal moral: no creía, visto lo visto
en su actualidad contemporánea, amalgamada por la frivolidad, la mentira y la
corrupción irremediables, en ninguna de ellas y mucho menos en algún imperativo
que la determinara. Ella consintiría lo que fuese para complacer a los hermanos
pequeños. Y, por otra parte, no era cuestión de promover que la hermana pequeña
follara con el hermano pequeño en el piso de aquella mientras en la habitación
de al lado el lector de mangas estaría atento a cualquier ruido que despertara
su libido algo enmarañada por su condición de hijo único de una madre muy
atractiva, el recuerdo de un padre envuelto en olores a inciensos afrodisíacos
a tenor de esas inefables y prolongadas comuniones de alma y el cuerpo y una
voracidad lectora de fantasías perversa e inteligentemente eróticas. De su
apartamento hizo burdel.
Lo cierto es que aquel
apartamento a Boceto se le antojaba
una especie de altar de los sacrificios: ¿volvería a hacer trampas con la
hostia consagrada, ¿y si el cura se escondía debajo de la cama?
Ella le abrió una vez
la puerta de la casa de la otra. Muchas más ha de abrirla después: vicaria
perfecta ama de llaves.
Invariablemente,
acababan en el… sofá de los invitados.
(Y así prosiguen todos ellos, cada cual a su manera, la vida cotidiana.
Unos con reflexión y otros sin ella. Todo parece seguir su curso habitual, de
la misma forma que suele ocurrir también en esas ocasiones extraordinarias en
que todo pende de un hilo y se sigue viviendo como si nada ocurriera, ajenos a
cualquier asechanza.)
Demasiado fácil. En la
vida de los mortales sólo hay lo que podríamos llamar desaparición, y de un
modo u otro violento o por desgaste natural. La tragedia es un mito, uno más de
los sucesos de la existencia, algo cotidiano, como abrir una puerta, ser feliz
una tarde, divorciarse, quitarse el apéndice, ahorcarte, engendrar un hijo o,
ya bien embrutecido, pedir de postre en un restaurante barato de mantel y
servilletas de papel tarta al whisky y de remate, mientras esperas la cuenta
con el mondadientes entre los labios, un carajillo.
Trágico retroceder dos
mil años y no saber que la vida es un juego, y que hay que saber donde se mete
uno.
Boceto, que se sabe ladino y escurridizo, muy
lejos todavía de la muerte (¡aunque acaeciese mañana mismo!) se descubre aferrándose
a un convencimiento que favorece sus trapisondas morales: ¿Por qué habría yo de
empeñarme en salir de mi carácter? Sin duda, como se me ha demostrado desde mi más tierna infancia, que sólo
acorazado por él me son propicios y alcanzables todos aquellos placeres y
entretenimientos que me son gratos y a la vez me hallo a salvo de desaires,
decepciones y malentendidos.
Todo deseo que se
ansía colmado conlleva previamente una trama (llámalo entramado) para su feliz
consecución.
Tienes alma de
artista, le dijo.
Y eres triste, lo que
deja adivinar un auténtico talento, le mintió de nuevo.
Tiene ese varón
despreciable sus técnicas diversas pues es muy abundosa y plural la casuística
que propicia el otro género.
Ante esa expresión de
tristeza femenina y despechada por un repudio infame, una filosofía de andar
por casa revestida de seriedad es perfectamente aplicable y efectiva.
Antes del sexo (no
precipitemos las cosas) la paradoja, el ingenio trivial, la (mera) ocurrencia
verbal. Finalmente, la seducción.
Qué bien, Boceto, te analizas mucho pero jamás te
juzgas pues hace mucho tiempo que nada te importó condenarte: Mea culpa, mea culpa, por siempre mea culpa:
¿Su filósofo favorito?
Pangloss.
Son cientos los hilos
que nos sostienen en el aire de la vida, y llega un momento en el que algo
oscuro surgido de la nada empieza a cortarlos y nos arroja al abismo.
Me hubiera gustado
pintar, confiesa ella con ingenuidad.
(Nada menos que frente
a Boceto.
Profesor, háblenos de
Goya,
Y Lucientes.)
¿Te hubiera gustado
ser pintora o… artista?
¿No es lo mismo?
Me temo que no. Al
menos en estos tiempos que corren con sus piernas larguiruchas de ciempiés tan
veloces y dañinas como siempre. Por lo demás, puedes adquirir esa condición en
el instante que desees. Uno empieza a ser artista en cuanto se lo propone o se
declara como tal, a los diez años picassianos o a los ochenta del tozudo
calígrafo oriental.
Tal vez sea el momento
de empezar.
Pero haz, no hables, actúa sin que sean las
palabras las que te iluminen como focos en un escenario. Ya dijo aquel otro que
la pintura, el arte en realidad, no habla, se muestra. En lo que a mí
concierne, ya no me interesa nada lo que digan los artistas plásticos. Yo puedo
urdir discursos mucho más divertidos e ingeniosos sin necesidad de llevarlos a
cabo. Imagino una fregona y un pozal y soy capaz de inventar idealmente cien
cosas a través de ellos. ¿Para qué molestarme en materializarlas?
La hermana pequeña
incauta no tardaría en ponerse manos a la obra mientras el otro escudriñaba
hasta el paroxismo cada centímetro de su cuerpo.
¿Sabes? Es más cómodo,
y mucho más fácil, escribir que dibujar. Y ayuda bastante a superar una quiebra
personal. El único requisito es que destruyas inmediatamente todo lo que
escribas.
No me gusta escribir.
No me ha gustado nunca. Creo que no he escrito una carta en mi vida.
¿Qué tal la lista de
comestibles cuando acudes al supermercado?
¿La nota sujeta a la
puerta del frigorífico por el imán coloreado en forma de ave?
Acuérdate de recordar.
Fuera de esos precisos
textos, ¿para qué habría de escribirse? Quizás no esté todo dicho, pero
escrito…
A uno le tienen que
querer sin necesidad de escribir.
Un arte es su cuerpo
que disfruta: ¿cuánto tardará esta vez en salir del museo?
La mujer matemática
dormita la borrachera venusina, metódica y sosegada en el dormitorio contiguo
al salón. El copula como una bestia (es la primera vez) con la hermana pequeña,
que es mucho más apasionada, aunque torpe, de lo que parecían indicar su
frialdad, tristeza y despecho.
En cuanto oyeron roncar
a la otra, ella advirtió la súbita erección de él; él, el tremolar de ella. Se
desvistieron con tanta premura que cayeron al suelo.
De nuevo trasiega en
el cuerpo desconocido, todo reciente. Inaugural el olor dorado y suave de la
piel extraña hasta entonces, las piernas, los muslos, el pubis (siempre de
araña), la cintura y los senos, el cuello tan excitante y frágil, la lengua que
anega su boca de una poción mágica y excitante.
Pero qué incómodo ese
lecho de amor, la obliga a ella a estar quieta mientras él se revuelca encima
de su cuerpo sacudido por las arremetidas.
En las pausas:
¿Estás todavía
enamorada del vicario de Dios?
Descubre un fulgor de
ira en la mirada saciada de ella.
¿No nos hallamos en
una transfiguración? El sexo y Dios son dos placeres muy semejantes: los dos
nos vacían mediante el éxtasis el alma del cuerpo, dos componendas, física una,
ideal la otra, que nos dejan exhaustos, bien pienses infructuosamente en uno o
te sientas en completo desmayo por el otro.
No entender a Dios, a
todos los dioses, sino como una abstracción de los dos sexos, un símbolo de los
ayuntamientos de las especies.
Los dos dioses, los
tres, los millones de ellos, un simple eyaculación tan natural, tan
mecánicamente perfecta aquí en lo terrenal.
Este tipo del montón
que tan bien lo disimula con sus disfraces, no hace una lectura proyectiva de
todo cuanto le rodea: se proyecta desde lo que imagina. Fastidiosos o
fascinantes, los decorados abrigan una soledad demasiado evidente, sólo son
eso, unos telones a veces vibrantes, a veces deslucidos.
Ella tendida en el
sofá, de una desnudez absoluta, lánguida y vencida. Arrodillado él en el suelo
entreabre con los dedos su sexo, examina la entrada de la vagina a conciencia
(hizo el amor con Dios, y alumbró a ese ser tan especial, ese lector de mangas
despectivo y sabelotodo), la huele como un animal servil, la lame por dentro
como un perro, la penetra con la lengua: sabe a Dios, a creación. De todas las
mujeres con la que se ha acostado, ésta es la más rara, inescrutable como la
primera eva. No logra adivinarla, no la sabrá nunca, pero ahora es toda
plenitud.
La realidad del pasado
egoísta y depredador lo desmiente: es una consecuencia, otra, incluso un
trofeo, otro, de sus batidas sexuales, del deseo de prolongar una vez más la
conquista de lo inefable en un sexo tan opuesto al suyo, un misterio siempre
recreado.
No existe nada en este
planeta que no sea vida. Hasta la roca lo es. Yo sé que palpita. Poso la mano
sobre la superficie: crepita al sol, está viva, es. Y también ella lucha por
sobrevivir para no convertirse en un montón de polvo. Ningún animal, ningún
vegetal, nada, ni la piedra, cede a la muerte, y apuesta con ahínco por la neta
y milagrosa supervivencia. El único mandato digno de obedecer es el de proteger
tu existencia. Están, sin duda, los desquiciados e imperfectos en la
naturaleza, los que nacen a medias o rotos y se agostan enseguida y se mueren a
sí mismos, a todo lo demás lo mata con crueldad o sin ella esa naturaleza, que
es un eterno almacén de provisiones, porque lo otro, lo antiguo, ya ha devenido
algo viejo, sobrante y precario, sustituible por otras novedades alimenticias.
Me oigo por dentro: es
un fluido constante, un curso circular y ciego que riega lo viviente… más lo de
afuera que lo de adentro puesto que yo no soy más que un instrumento de la
tozudez primigenia de ese río vital que todo lo cubre, lo anega, a través de
los seres que sustenta.
No soy más que un
bicho, una cosa más sobre la tierra, y el salto que doy hacia delante me
despoja de identidad y me conduce a la nada. Lo prodigioso es saber y aceptar,
a pesar de lo difícil que es de creer, que tu cuerpo viejo te cercene así como
así de la tierra, pero no se puede ser ateo de la propia vida, y mueres
creyente y conforme si alcanzas la decrepitud humillante, mano sobre mano y con
el rostro vuelto a la pared para no ver la lástima, la indiferencia o la
impaciencia de los otros que asisten al nacimiento del cadáver en el que acabas
ultimado. Ese final predestinado avala el feliz renacimiento de otro, de otros.
De esa vagina he
nacido yo amante potroso y ahora desfallecido, un parto sin dolor, todo goce
para la parturienta y el neonato. Todas
las ideas, en cuanto referidas a esa vagina, son verdaderas.
(El dios de Spinoza.)
La tierra toda es una
desmesurada vagina que no interrumpe ni un solo instante una labor ciega y al
mismo tiempo luminosa y fecunda, de una interesante voracidad inversa:
engendrar millones y millones de creaciones desde su primitivo estado de Pangea
que… no resulta sino una misma creación incesante en una sucesión de
inconmensurables disfraces. El aliento de la vida es idéntico en todo lo
vivo y hasta en lo inerte.
(Comunión.)
Me mordía la boca,
hería los labios y entonces lamía la sangre con mucha suavidad, despacio,
enroscada entre mis piernas.
Cada una de las
mujeres con las que se ha acostado le induce pensamientos distintos, sugiere
imágenes de la realidad dispares y hasta contradictorias, le hacen otro pero…
Nada en mí
ciclotímico, ni de lejos, se acusa
divertido Boceto sin importarle
demasiado su naturaleza de piedra: jamás de un extremo a otro, qué ganas de
confundirte y desordenar el mundo tan breve: el mismo tiempo, el mismo yo… la
mujer siempre tan igual a sí misma por el cuerpo, tan diferente sin embargo.
Es la imaginación la
que anda suelta. Se imagina que es otro,
más sabio.
Todo es pura
imaginación, y se toca con las manos el aire de su figura endeble y frágil,
etérea. No el ave, sino el vuelo.
No es mi tipo de
mujer, pero es un cuerpo de mujer y él tiene que saber todo de ese misterio
renovado que otra vez se le ofrece. La desvela. La sabe. Luego, hablan.
Después, un largo silencio de días. Lo peor llegará cuando ambos eviten mirarse
cara a cara sin el manto de la noche, previos el vaso de vodka de él, la copa
de vino amontillado y frío de ella, y la sosegada atmósfera de luz que crea la
lámpara de mesa a un lado del sofá. Un decorado que vista un tanto la mentira
de los dos, la de él una segunda piel, liviana y llevadera de tan fácil que se
acomoda a su esencia, la de ella, un desconcierto irremediable desde que el
cura la abandonó por un hombre.
Es un junio de 1993 de
sexo y calor. Al final del verano le rondará la idea: liquidación. ¿Nuevos
aires? El estío le asfixia. Arrojaría los sesos líquidos del cráneo al primer
albañal que le saliera al paso, como se hace con el agua sucia. ¿Iba a librarse
de ese modo de la porquería de dentro de sí?
¿Qué pensaba la mujer
matemática de aquella relación enfermiza? A la hermana mayor el sopor le impide
ver la dimensión real de las cosas en torno a ella. Sólo el amanecer del lunes
limpia de vaho el mundo. Hasta el próximo viernes, los días son de cristal. A
partir de ese día, la bruma torna a posarse sobre los seres, los objetos, los
pensamientos, y borra la soledad, lo que una es aferrada a la botella de vodka o de vino
traidor.
Él nunca osaría entrar
en ese apartamento un día entre semana. Le dolerían hasta físicamente las
sensaciones desconocidas, extrañas, al igual que nos angustia un poco vernos
bajo la claridad matinal en un espacio que siempre hemos visitado de noche,
sentirnos y vernos raros y descolocados en un lugar donde la geometría y la luz
no son los elementos habituales.
¿Qué queda más tarde?
Qué va a quedar… Una
busca consuelo; el otro, distracción en el territorio de su parte oscura.
Un declive constante.
(Una línea de sombra,
una más.)
Miente. Una vez y
otra. Pero si no se miente, ¿qué queda? Vivir de verdad, con plenitud, es
mentirse cada segundo, la muerte no existe, no existirá el muerto que has de
ser, no puedo morir, ¿cómo es eso posible?, y esa mentira que te dices a ti
mismo te ayuda a vivir como un animal un poco menos inteligente que el hombre
inteligente que eres y que por serlo suele arruinar el único empeño loable: ser
feliz sin que para ello le cueste a nadie un céntimo, un golpe, una lágrima,
una herida en el corazón.
No existe felicidad
que no suponga un precio que han de pagar otros, lo niegue Boceto o su porquero, salvo que te entregues a la encerrona
pascaliana.
¿Te gustaría ir a la
India?
Ella le mira perpleja
y guarda silencio. Por lo que ella sabe, y no sabe nada de la India, piensa que
es un país mugroso y echado a perder por unas supersticiones religiosas capaces
de malograr la existencia de millones de seres.
Estuve allí hace unos
años, cuando era de rigor para un joven occidental que declinaba la revolución,
no cuenten conmigo, sólo creo en los animales y en la naturaleza y allá que se
iban… y los barbudos con trenka le inspiran, ahora, un sentimiento entre el
tedio y el desprecio.
¿Cuántos años tenías?
Dieciocho.
También ella había
nacido en 1960, y a esa edad del tour
del Boceto estaba a punto de caer en las manos de un
cura que la preñó a destiempo: nunca viajaría a la India.
A los dieciocho él era
un gigoló encaramado sobre unos
mocasines blancos que en verano deambulaba por Malvarrosa en busca de
británicas románticas y desprevenidas; en invierno era un hijo de papá de
faltriquera bien provista; en la primavera, dulce y breve, pagaba las
consumiciones de sus compañeras de universidad mientras les metía mano en la
entrepierna y en el plácido otoño andaba de desdeñoso cultural y alardeaba ante
la concurrencia de las centenares de lecturas suyas –y eran cientos
verdaderamente- por razones que ni él mismo entendía.
Por entonces, recitaba
el rapsoda ciego, aún me hallaba lejos de las garras de la ninfa Calipso (Paula
Coloma Espina). Y, ya ves, en este año de gracia de 1993 ando muy cerca de una
década preso de la dama.
Anales que han de ser de indiferencia.
(La ironía es inversa:
la hembra huye de la isla sin importarle demasiado el regreso y de la torva
mirada del colérico y desatado Poseidón, pues vuelve una y otra vez.)
Es un viernes de junio
que sofoca de luz gris, blanca a veces, un cielo aberrante.
Había conducido hasta
la calle Sueca, en el antiguo barrio de Ruzafa, a recoger a Albertina poco
después del mediodía.
Le abrió la puerta el
lector de mangas en pantalón corto, desnudo de cintura para arriba, descalzo y
con la llamarada roja del pelo revuelto.
(Rituales
adolescentes.)
¿Es fiesta?
El viernes me la pelo
siempre.
¿Lo sabe tu madre?
Mi madre sabe todo
acerca de mí, a diferencia de lo que debe ocurrirle contigo, que eres
insondable. Eres siniestro.
Y profundo como el
capitán Garfio.
(¿Quién es ese tipo?,
preguntó: nunca leyó libros infantiles.)
De modo que te pelas
las clases del viernes.
Un asunto de
importancia. Viernes es el Día de la Gran Meditación.
El duro y frío suelo,
el lecho; el horizonte, las cuatro paredes; silencio y penumbra, la compañía.
Qué énfasis. ¿No
podías dedicarte a ese menester el sábado o el domingo?
¿Menester? ¿Realmente
has dicho menester?
Este niño acabará en
Katmandú con la debida póliza del seguro de accidentes en el bolsillo,
previamente inyectado por seis vacunas provisorias que le defiendan de lo exótico,
un océano de agua mineral embotellada y sin asomar un instante las narices
fuera del autobús refrigerado bien protegido por escolta bizarra.
Boceto tenía reservada una mesa para dos en un
restaurante del centro, próximo a El Corte Inglés.
Ahora se dirigían en
el Golf azul al aparcamiento subterráneo de Reina.
Compraron varios
libros de bolsillo, algunos de saldo, que él se apresuró a regalarle, en el
París-Valencia del Parterre.
Luego, tomaron un
martini muy frío en Ascot.
Sin prisas, fueron a
comer y demoraron la sobremesa con comentarios prolijos acerca de la compra de
los libros: Cortázar, Azúa, Brenan, Todas
las almas de Marías, Los Maia (El
incesto más cínico de toda la literatura universal, acotó el profesor sin el
menor pudor hacia la seducida, con suficiencia y malignidad.)
Antes de las cinco de
la tarde Albertina abría la puerta del apartamento de la mujer matemática, ya
en pleno proceso narcótico.
¿Cómo se imagina ella
la India?
Lo que ha leído de
manera dispersa y fragmentaria, meras impresiones turísticas: el Ganges,
Benarés, cobras amaestradas, vacas, mendigos de ojos muertos…
El perfil de ese
lejano país en los mapas figura como una cuña clavada en la espalda del mundo.
Es el momento de la
añadidura pedante de El Ojo Experto:
Luz, color, olor,
sobre todo el olor que ya lo llevas para siempre pegado a la piel, ruido y
hormigueante movimiento, miedo por la vulnerabilidad y futilidad que presientes
en todo a tu alrededor, especialmente en ti mismo…, moscas atroces y siempre la
visión de un tipo escuálido y cetrino orinando contra una pared. Las mujeres
son invisibles por su fragilidad, su mansedumbre, su cobardía…
(Afila bien el borde
la cuchara en la piedra roja, mujer: rájale el cuello a ese varón omnipotente
saciado de trascendencia, lujuria, curry y arroz hervido. Hazlo mientras
duerme, sin saña, fríamente, y que jamás pueda ya salir de su pesadilla en
ninguna de sus malditas reencarnaciones.)
La India, una tierra
calcinada por el sol y la cuchilla de su luz… Un noventa por ciento de literatura descriptiva
espolvoreada con la retórica del tópico.
En la India todo son
dioses, así que al final comprendes que esa proliferación de abstracciones
divinas y los millones de saddhus
zascandileando por los caminos rojos y polvorientos es la excusa perfecta para no creer en ninguno de ellos.
¿Cómo te sientes?
Intocable. Lo más
bajo. Me hallo a gusto ahí, en ese puesto de la escala: ricamente ataviado de
ignorancia, humillación y miseria: un dios, tu dios. Otro más fregando el suelo
con las manos.
Un país para aprender
el fetichismo de toda religión, no se salva ni una sola de ellas: todas las
mezquitas de Oriente conservan un pelo de la barba de Mahoma.
(Palabrita del niño
Jesús.)
En aquel tiempo,
declama el evangelista Boceto, los
hoteles de Nueva Delhi olían a apestosas meadas, charcos de ellas corrían desde
los pisos escaleras abajo hasta las calles invadidas de mendigos lisiados. ¿Qué
era esa ciudad?, se pregunta Boceto,
que no lo sabe. Y se responde: esa caótica urbe cruzada no obstante de avenidas
de británica simetría se halla rodeada de chacales, oscurecido su cielo por
bandadas de cuervos al acecho.
¿Y dónde comías?
¿Dónde comía? Igual
que los gatos, cuando alguien me daba algo de comer, en cualquier sitio, allá
donde fuere, he comido hasta en una letrina. Después, durante la digestión,
ronroneaba feliz y agradecido por la raspa o las migajas que me habían ofrecido
los dioses.
En una semana ya
distinguía con los ojos cerrados el diferente olor del sándalo, de la teca, del ébano. La India
es un mundo de olores, la riqueza del pobre. Puedes alimentarte con todos y
cada uno de los olores que te asaltan por doquier, ya que condumios más
sustanciosos como el arroz hervido o verdura con picante no caen del cielo
todos los días, intocable.
Menú impagable del
santón: agua caliente con miel al
levantarte de la cama antes del amanecer. Luego, todo irá rodado por las calles
ardientes de Madrás en las que decenas de vacas sucias y estúpidas defecan entre los puestos de
verdura, o mientras deambulas por la noche azul, ruidosa e interminable de
Calcuta, donde duermen un millón de personas acurrucadas en las aceras llenas
de excrementos. Es inevitable que no pises el rostro de un durmiente. Son como
fantasmas ante los que ni siquiera hay que disculparse, pues ni se inmutan. Así
son, tan escuálidos, invisibles, tan prescindibles e inútiles.
(Mi relato la tiene
embelesada. Esta tarde…)
Si te disgusta el
mundo vete a la India.
(Notable
descubrimiento del sociólogo de cátedra: en los países donde los pobres se cuentan
por millones se comen mucha frutas y verduras.
¿Y eso?
Lo certifican los
incontables mercados callejeros.
Excelente observación.
¿Con moscas o sin ellas?)
En la India el ruido
te hace creer que estás vivo: el silencio, sólo interior.
Paraíso impar: allí
los esclavos todavía son como uno puede imaginarse a un esclavo, jamás pierden
las formas y como tal se comportan por unas pocas rupias: el tipo descalzo que
te arrastra subido tú en un rickshaw
resopla y suda como un animal mientras pedalea, es una pobre bestia humana
sumamente complacida de que le hayas elegido a ella como burro de carga.
Si la sola oración
fuese el precio por la gracia de un maná o el mísero puñado de arroz…
No hay Dios bueno:
Yahvé, carnicero y matador; Alá, guerrero despiadado; Siva, borracho y
fornicador.
En Benarés se cuentan
dos mil templos, pero basta que entres a uno solo de ellos: se trata de
encantamientos.
En Benarés también
queman a los muertos, y cuando el ocaso se cierne sobre el Ganges se alzan al
cielo violeta decenas de humaredas de las piras que arden: un cielo nublado de
almas.
Al iniciar el regreso
de la India a casa te dan ganas de exclamar arrodillado y con los ojos hacia lo
alto Ite missa est.
Mi padre abrió la
puerta y descubrió a su hijo en aquel ser frágil y mugroso de mirada apagada y
aire desamparado que tenía ante sí. Y no lo pensó, lo dijo en voz alta: En
verdad, en verdad os digo, como ya sentenciara Tolstoi con acierto, que un hijo
es una cosa desdichada e inútil. Y agregó al recordar una anterior huida memorable:
Mejor te fue cuando escapaste a París.
Entonces, queridísimo
padre, durante el viaje de vuelta me topé con una paisana piadosa que
fortaleció mi espíritu y mi cuerpo con cacahuetes y altramuces. Lo único
aproximado que encontré en Bombay, mi última escala india, fue una catalana
disfrazada de hippy que se prostituía
para reunir las decenas de rupias que costaban el alcohol y las drogas que la
mantenían muerta en vida.
Cosas verás por el
mundo que han de maravillarte.
Qué no habrán visto
estos ojos… que tan mustios retornan.
¿Qué le hace falta a
un hombre para olvidarse de su trágica condición?:
Una rueca y su
pensamiento, y unos jacintos que le alegren la vista y a veces quizás el alma.
Esta tarde, piensa el
taimado Boceto…
El fornicio diario y
animal, había leído de un escritor francés años atrás, es la ópera de los
pobres.
Musa Varia requiere la hembra
enardecida en la fiesta, en la calle, en la cama: así se espolea el ánimo el
amante sarnoso de luces cada día más mortecinas y atoradas.
¿Susurraría el
profesor al oído femenino en el calor de la noche las cuarenta y ocho
posiciones que enumera el profundo y vasto Kama
Sutra?
Deberíamos ir por
partes, se dice el poco atlético Boceto:
alguna de las posturas exigen esfuerzos físicos que podrían acabar con él mordiendo el polvo de forma grotesca.
Sólo la Postura de la
Luna le dejaría para el arrastre: a su edad nuestro protagonista cree más en el
empuje y el deleite mental que en la agilidad del cuerpo, mero recipiendario de
aquél.
El punto de partida es
la parte exclusiva, pedantería inevitable: En el templo de Kandariya Mahadeva,
en Khajuraho, explica, puedes visualizar las 100 maneras más sobresalientes de
la cópula que muestran gráficamente las ochocientas esculturas de sus muros.
(Ajá.)
¿Las has contado?
De la primera a la
última.
Otros lo hicieron,
¡qué labor fatigosa! Primero el conjunto de una ojeada; luego, las viñetas una
a una, como en los tebeos, incluso leyendo los bocadillos con ojos asombrados:
él, sin embargo, de pequeño se los saltaba.
Él, frívolo, se
contentó a contemplarlas al albur, deslizaba la vista de coito en coito,
piernas, las bocas jugosas y las miradas insinuantes y pícaras, vergas,
traseros, vulvas exageradas, una maquinaria humana y carnosa folladora a
despecho de su materia pétrea que en su magnífica plasticidad excluía cualquier
miramiento y contención, desinhibida de falsos pudores. Sólo la rendición
incondicional ante el sexo sin tapujos, a su entrega continua y desaforada se
alcanza la verdadera unión mística: a dios a través de la carne, silenciada el
alma, el cuerpo en llamas como una alegre escala bíblica hasta la divinidad. Se
reconcilió absolutamente con el pueblo indio, sus costumbres y sus
supersticiones, sus cilicios vitales y abandonos más odiosos: la constante presencia
de las vacas en las calles dejaron de importarle, olvidó al mendigo y su
quietud suicida y al niño harapiento de ojos oscuros y grandes. Que coman
cerdo, cordero, perro, rata, escarabajo, la mosca verde de la mierda, que
duerman en la calle, que agoten su existencia entre futilidades, que beban el
agua pútrida del Ganges, que hagan sus abluciones con orina, la religión y el
desparpajo siempre reinventado del sexo les absuelve de todo desprecio y
humillaciones... Pura vida y pensamiento animales bajo el sol. Y Boceto, El Gran Hombre Indeterminado,
proclamó: habrá que investigar al indio, ese espécimen vital no tan degradado
como pudiera parecer, escrutar entre sus huesos y carnes magras el poder
esencial de una cultura más sabia y desprovista de ostentación simbólica que
cualquiera de todas las demás que pueblan la tierra en sus cuatro puntos
cardinales.
Enroscado por la boa,
a su costado tiene a Albertina desfallecida y brillante de sudor, apoya la
cadera sobre las piernas de Boceto,
que suavemente, con suma lentitud, inserta su verga en la vagina, comprime
ella, tan codiciosa, los muslos para retener la minga, la lengua de cada uno en
la boca del otro, inmóviles los cuerpos, sólo las lenguas, los alientos y las
salivas que son fuego en el enredo frenético, inmóviles los cuerpos en el
tiempo y en el espacio recién creados: la eternidad.
Es una India soñada,
más creíble, sonreirá Boceto antes
del amanecer, recuperándose para nuevas embestidas, el recuerdo de la
invención.
Una excursión que
empieza y acaba entre los cuatro ángulos de una cama.
Qué bello engaño: voy
a describirte un país y unas gentes, un lugar inconcebible en el que jamás he
estado.
En cualquier caso,
nunca dejó de tener un billete de ida y vuelta a la India en el bolsillo.
Inventa la India. Una India real donde el intruso inventado es él. Todo, pues,
será una invención por ser él un elemento falso.
Orna así su identidad,
así se ve mejor en los ojos de los demás que terminan por creerle porque en la
más rancia cotidianidad importa tanto la mentira como la verdad.
Corteja el exotismo y
la distancia con su palabrería, halaga el oído ajeno, obtiene lo próximo, el
premio de la más bella de la aldea, tan al alcance. Se la follaba detrás de los
haces de heno, y no dejaba de recordar a los goliardos, las tablas medievales,
la tierra feraz que rodeaba el mundo, las caras glotonas por las comilonas y
los semblantes de cadáver de las épocas de terribles hambrunas donde sólo el
sexo más brutal hacía olvidar los estómagos encogidos pudriéndose de carencias.
La carnicería de tu
estirpe occidental se enfrenta con estupor al misticismo de los indio y a lo
festivo, gratificante y sabio de su sexo.
¿Recuerdas que es una
amante de los cuchillos? Ojo, pues.
Había leído: es en el
silencio donde larvamos la tempestad.
¿Habrían sorpresas con
la dama seducida? Él no lo pensaba de ese modo, había empezado desde muy abajo
en este negocio: ella volvería al seno del lector de mangas aspirante a viajero
por el Japón con la American Expres
entre los dientes y su seguro servidor retornaría a su clases y a los brazos de
su mujer infiel.
La tiene al lado con
los ojos abiertos, con esa expresión de languidez que no se le despeja del
rostro nunca, una nube de tristeza que empaña su placer, cualquiera de ellos y
en el momento que sea, pero que, sin embargo, no le impide gozar sin límites de
su propio cuerpo, el del otro, el de nosotros dos al compás de la cópula.
El indio sabio, enteco
y desnutrido del que aprende Boceto:
la materia es una ilusión como el espíritu: puedes desintegrarla.
Cuarenta y ocho
maneras de eyacular en el molde del mundo.
Águila o abeja, gato o
antílope, boa o cangrejo, rana o lobo, elefante o mariposa, pulpo o tigre,
tortuga o escorpión, simio o urraca… Bajo la estrella:
Tumbados, con
la verga a punto de estallar, la penetra de costado. La vulva y el clítoris al
rojo vivo por los roces de su muslo. Luego, ella será Andrómaca. O vaca…
sagrada.
Como un sueño,
la India se desvanece mientras él se
sume en el vértigo y todo lo bueno y noble de su interior se derrama como un
arroyo benéfico dentro de la mujer. Pero… bajo la luz del sol todo es
podredumbre y él sólo es un diablo (un pobre diablo) de una desnudez ridícula.
Se la quita de
encima. Respira hondo.
Otra muesca que
grabar en la polla.
Huyó,
naturalmente. Sobre la comedia de ese verano de su vida se cernía un aire de
tragicidad que no tardaría en ofuscarlo todo o, peor todavía, evidenciarlo con
crudeza: a los demás, al mundo, a él mismo. Había que escapar. Pero antes se
hizo con el diario del hermano mediano, pues la hermana mayor aseguró que nunca
leería esas confesiones ni ninguna otra que le pusieran debajo de las narices:
los días no se escriben, y ella, además, a los tres últimos de la semana, los
borraba sin contemplaciones.
Boceto no volvió a ver a la hermana mayor matemática ni a
la hermana pequeña a la que preñó un cura homosexual.
En determinadas
circunstancias a él le interesaba mucho más que la realidad atisbar en lo
escrito de un modo confesional, asistir a las debilidades ajenas ahora inermes
e inofensivas en un papel. Era imposible que la fatalidad que encarnaran esas
palabras, sin detallar necesariamente los mínimos pormenores de desgracia o
fatalidad, alcanzaran a agredirle emocionalmente. Él siempre se supo a salvo,
porque él era lo que en verdad tenía que proteger en su andadura por un mundo
lleno de asechanzas y desmanes que sólo se merecía que abusaran de él en
cualquier de sus formas y, después, ahí te quedas con la monda de los huesos y
su basura acumulada (por supuesto, sin reciclar).
¿Le clavaría la
hermana pequeña un cuchillo por la espalda? ¿Conciliaba la languidez de sus
facciones la traidora navaja cabritera en la liga?
Pamplinas. Él
elude las esquinas como quien evita el fuego, se mueve entre las sombras y las
cuevas de Charlie como el pez en el agua, aún no ha nacido mujer que…
Y, por otro
lado, también él debe haber sido para esa amante ocasional una anécdota
bastante menos relevante que su matrimonio con el cura, una simple distracción
que aliviara momentáneamente su abandono y despecho. Más le valiera dedicarse a
su hijo, que para eso lo ha echado al mundo con un tebeo bajo el brazo y un
futuro vano y prometedor de funcionario docente con sueldo seguro y vacaciones
de verano en Japón.
Purgación:
Tengo agujeros
por todas partes. Una gran parte de la noche se me pasa remendándolos. Amanece,
y vuelta a empezar. Del concurso El Gran Zurzidor ya tengo los veinte primeros
premios desde el año de su fundación, y sin duendecillos a mi alrededor que me
ayuden en la tarea. En la oscuridad, oculto a los ojos de los demás (y cerrados
los míos), los recompongo. Me basto yo solo con la aguja de La Supervivencia.
Imperfecto. Incorregible.
¿Seré yo el
gusano que corroe por dentro el corazón de (el mundo) la manzana?
Pero ¿alcanza
él la asquerosidad del otro pensante?
Leído fue, y
por ahí anda ese libro negro que más de uno no dudaría en hacerte personaje de
él, espejo fiel de lo innoble (tantos abandonos, tantos esquinazos amorosos…):
En fin, amigos,
confiesa la rata disfrazada de macho alfa, ya vieja, al mediodía, acodada en la
barra del bar con la copa de coñac en la mano, entre amigachos, así era yo.
Siempre creí que las mujeres eran un pedazo de carne fresca con un agujero
jugoso entre las piernas que cuando dejaba de serlo, a las tres o cuatro semanas,
apestaban a pescado podrido. Hora de salir huyendo, pues… No obstante, he
cambiado. Mi percepción, dada mi ancianidad, es muy otra, mea culpa, mea culpa… (La guadaña lo cazó de mañanita un lunes
llenándole los sesos de sangre y lo reventó sin aspavientos: hale, hale, aire.)
Escríbete,
descríbete:
Lo he
intentado, pero no soporto los venenos de lo vulgar, ni siquiera los de la realidad.
Pero no teme a
las palabras que no han de ser leídas por nadie: antes de la muerte que el
fuego purificador acabe con lo escrito y el escribidor.
(Y así fue.)
Fin: un tipo
que camina pausado con las manos cogidas a la espalda y la cabeza baja con los
ojos al suelo es que nada espera de nadie, y por supuesto mucho menos de sí
mismo, ese del que quiere librarse
cuanto antes aunque no sabe cómo.
Melancólica añoranza del sueño eterno. Al mediodía,
durante el paseo, la idea de mi muerte, lo bueno que esto sería.
(Esto lo
escribió Thomas Mann, increíblemente todavía en los principios de los cuarenta
años: una esposa entregada y leal, cinco hijos, escritos ya libros capitales,
una cuenta corriente saneada, una inteligencia de primer orden… Los mediodías,
incluso de luz sombría, son algo muy peligroso, cruelmente reveladores, lejos
aún del reconstituyente y lenitivo Charlie… ¡y sus venenos!)
Todo el mundo
puede imaginar la nada. Lo que no consiguen entender es que sea para siempre:
ya nunca despertar, nunca ser, nunca conciencia: el cuerpo, entonces, sería lo
de menos.
Ni siquiera hay
heurística que valga para certificar la nada después de la muerte, ¿cómo
comprobarlo?
Pregúntaselo a
Eurídice.
Inútil:
Caronte, Cerbero y los jueces prolongaron su burla y se la jugaron al crédulo
Orfeo a cuestas con su lira y sus versos por esos mundos hasta que perdió la
cabeza, que ya no paró de rodar y rodar sin dejar por un momento de cantar en
su viaje final a la caverna de Antisa. Fue una testa parlante y musical: Apolo
la enmudeció para siempre. Adiós, adiós.
¿Qué habría
confesado esa forma humana de la muerte, esa mujer, sustancia invisible al sol,
estela en fuga?
Vivid: luego,
es todo oscuridad y silencio como lo fue antes. Sólo la vida era realidad.
Antes, la nada; tras ella, la nada.
¿Cómo decirlo de nuevo? A través de mí crece mi
muerte, me absorbe como un gusano incansable, me sepulta.
¿Y no es
posible ser un espíritu en la nada?
El 94 canceló
todo lo de atrás, lo guillotinó como se arroja lo sobrante al cubo de la
basura: esa facultad tuya de deshacerte del ser humano como se liquida la ropa
vieja: deslizaos mortales, no os apoyéis…
Un año después
de Cristo (33) Boceto (34) descubrió
que en ese año había dinero para todos los españoles. Junto con la prensa
diaria los ciudadanos lo recibían en un sobre papel manila que repartían los
quioscos a instancias del gobierno de por entonces, ora con las dos manos en el
fuego ora en la masa.
Y todos continuaron así mucho tiempo, sin poner
fin a los besos,
asaltos, copulaciones y otras cosas parecidas,
hasta que se hizo de día. (Mil y una
noches: el festín de la vida.).
Montó la paraeta frente el Ministerio de
Sanidad, como el que prepara el puesto de la colecta de la Cruz Roja un viernes
(día de Venus) soleado de abril, mes cruento por excelencia: ¿Qué tenemos?
Inhibidores y antirretrovirales. Inserte una moneda en la kasa del chino de la
coleta o en la cabeza del negrito y llévese puesto una docena.
Mis hermanos y yo, puesto que de tan moda
estaba, montamos una ONG debajo la tienda de campaña de los fines de semana,
cerca del arroyo El Dorado, el que fertiliza la tierra de las flores, de la luz
y del amor.
Un tipo listo, un tal Kurtz Grunge, metió en la
coctelera algo de punk, unas gotas de hard rock y una corteza de indie rock, se
enfundó los pringosos vaqueros, se puso una camisa de leñador, se calzó unas
Converse y sumido en las tinieblas se sentó a la puerta de su casa a ver pasar
el cadáver de su enemigo.
Doblamos la esquina del 2008. El hermano pequeño
se reconoce malamente en el azogue justiciero: qué viejo soy, se lamenta. Y los
otros de antaño, de ministerio y prebenda de papel cuché y huecograbado,
algunos de ellos, como ejemplo aleatorio, turcos con la cabeza colgando del
cuello, a punto de venirse al suelo: la cárcel, el olvido, la muerte. Para qué
epitafio si hay hemeroteca y hasta planos televisivos. La tierra o el fuego ha
de cubriros. Estáis condenados. (Que les corten la cabeza, dijo la reina…)
¿La India?, nos preguntará Boceto. Contentáos con Glasenapp, aconseja.
Qué cosa, el hinduismo…
Fiel hijo del padre-espejo en el que se miraba:
tenía toda la astucia y los recursos de un perro callejero siempre atento a los
descuidos para obtener ventaja pero a la vez mostraba la interesada mansedumbre
de un gato egoísta y comodón.
El cuento de nunca acabar… que acabó.
¿Qué diario?
El diario… ¡otro diario!
(La de confesiones inesperadas que el taimado
puede sorber de tu pluma sin que apenas puedas tú, tan distraído y masoquista
por las delaciones que te infliges, percatarte de ello:
…
Sufro moral y corporalmente por el hecho de que toda la ropa interior de la
talla 4 me queda demasiado pequeña, y la de la talla 5 me resulta demasiado
grande.
Thomas Mann, domingo, 20 de noviembre de 1921.)
Fiodorov se lo buscó, no lloremos por él. Todo final
suicida, en el fondo, es el acto supremo
de egoísmo respecto a los otros.
Vivid, dirían
los muertos.
No es el tiempo el que
emborrona nuestras facciones y nos retuerce el cuerpo hasta deformarlo, es la
muerte que nos va modelando pacientemente y, al cabo, nos absorbe y se nos
lleva consigo.
¿De
dónde viene nuestra locura mayor o menor, latente o a ráfagas visible?
(Aquella loca de su
abuela paterna que leía libros de arte y frecuentaba demasiado el cine en lugar
de santificarse todos los días con el misal del padre Molina: se nos tiró al
tren, dijo en el mercado con aire ausente, mientras aguardaba turno en la cola
de la verdura, calculando los ingredientes del comistrajo del mediodía.)
Pero
¿y la otra, la complementaria? Mesura total. En cuanto a los abuelos…:
ferroviario, uno; veneno, el otro.
Lo que descubrió muy
pronto fue que estaba en manos de unos adultos que podían hacer de un niño lo
que les viniera en gana, como el guionista con sus sueños y fantasías
infantiles.
A veces se crea, no se
sabe muy bien por qué, una fisura en la corteza del olvido y alumbra un hecho
de nuestra vida que nos revela lo insólito: los cuatrocientos golpes (y tú, ni
uno solo).
Los demasiados libros
te han calcinado lo sesos. Ya previno con acierto don Miguel de Cervantes
Saavedra del exceso libresco y del alejamiento equivocado de la realidad.
(Anotaciones
sabrosas:
A lomos de un camello,
entre dos sacos, uno de higos y otro de trigo, me dirijo a Alejandría con la
única propiedad material que llevo conmigo, el cuenco de madera donde como… He
quemado treinta y seis mil ciudades, aldeas, fortalezas y castillos. He
construido cuatro mil mezquitas. Me llamo Omar y ahora voy a prender fuego lo
que queda del almacén de desatinos que es la biblioteca de esa ciudad infiel.
Todo libro que aún se sostenga en pie será cenizas. Arderá hasta el último
vestigio de ellos.)
Los
quince años de Fiodorov son el 68,
que a muchos les hizo, mira por donde, tener un pasado cuando menos se lo
esperaban, ya al final de una década en la que todo el mundo se empeñó en ver
prodigios asomando por cualquier esquina, como si vieran la Tierra desde la
Luna (un sketch cinematográfico en el
fondo de origen italiano).
Alguno
hubo que inscribió su desdichado nombre en las páginas del Guinnes al recorrer
a pie, sin un camello al alcance de la mano, alimentándose exclusivamente con
higos y pan, los 156 kilómetros del muro de Berlín en 5 días.
(Buen
provecho.)
Siempre
nos quedará el 68, remedaban los cuarentones bastante cumplidos en el 94,
derrotados o victoriosos, que da lo mismo. Todos ellos han de ir a parar al
basural de las pequeñas historias. A Boceto
el año 1968 le sabía a caramelos Sugus, y añoranzas no sentía ninguna,
puesto que entonces, como ahora, lo tenía todo. No ha perdido en el camino
absolutamente nada.
Desde
su uso de razón:
La estética le ha
facultado de acuerdo su flagrante autonomía económica y moral para
desvincularse de cualquier compromiso social: ubi bene, ibi patria.
Yo me he equivocado en
muchas cosas que creía hacer bien y he acertado a resolver perfectamente
bastantes otras que pensaba imposibles para mí.
Pero
no define unas u otras, por lo cual continúa siendo un perfecto desconocido
incluso para sí mismo... salvo que el comentario no sea sino palabrería
sobrante, saldo de diario íntimo o de cualquier especie imaginable, que diarios
hay de suma variedad.
Cuando uno escribe un
diario no puede evitar el lloriqueo: lo feliz, o al menos la serenidad, en su
existencia no le interesa. Se cree uno más sincero e importante en la desdicha.
Hasta la alegría del
niño se aja como una flor mustia.
¡No
sé qué vamos a hacer contigo!, exclamaba su madre salida ya de sus casillas a
un asombrado Fiodorov (el hermano
mediano es el que indefectiblemente se lleva la culpa de los crímenes
domésticos más imaginarios, triviales o no, siempre es el inocente desprevenido
al que le daban duro y duro, yo no sé…).
¿Sabes
lo que vamos a hacer contigo?, amenazaban los dos tipos de la político-social
arremangándose las camisas arrugadas hasta los codos. Tenían las manos grandes
y oscuras, pero lo realmente inquietante
eran las medias sonrisas y las miradas duras como la piedra, la lentitud
exasperante de sus movimientos: hacían su trabajo, cada hora contaba, no había
prisa, una rutina… un método bien aprendido. Ellos sabían que a las nueve de la
noche, y ahora eran las 1o,47 de la mañana, tendrían el plato caliente de la
cena en la mesa de su hogar (santo) ya acabada la jornada. El que no sabía nada
de nada era él sentado en la silla con las manos esposadas tras el respaldo y a
un millón de kilómetros de su casa.
El
tercer golpe en las costillas es el…
Etcétera.
Quince
años en el 68.
Un capitán de quince años: ese libro, entre otros de su calaña, también lo leyó
muy apropiadamente cuando aún vestía pantalón corto.
Cinco
años más tarde, en el 73, le zurraron la badana a Fiodorov. De capitán a guiñapo. Buen viaje.
Los
libros, que le han vuelto loco. Qué se le va a hacer, señor guardia.
¿Quedaría
desiderata de lecturas que listar para el futuro? ¿No debería volver al catón y
empezar de nuevo?
Ah,
el 68… Volver a Brigadoon y encerrarse allí por una buena temporada, digamos
veinticinco años, de los quince a los cuarenta; luego, cambia uno de trabajo,
de ciudad, de país, de mujer, de hijos… Hasta de sí mismo cambia uno y
curiosamente el mundo no se detiene, sigue rodando ajeno a ti y a tus insólitas
mutaciones.
El
tufo de Nanterre era el aburrimiento.
El
francés, en cuanto el tedio se apodera de él allá en la provincia profunda o en
el arrabal oscuro y frío parisino, se lía la manta a la cabeza, levanta los
adoquines y alza una docena de barricadas como el que se divierte levantando un
castillo de naipes.
Monsieur
Sartre se aburre, los cielos bajos, el gris del mundo…
Estos
cielos brumosos incitan a una locura… momentánea:
Ya
muy viejo, carcomido, el sol bañó una mañana de invierno su escritorio, ¡le soleil, le soleil!, balbuceó con
alborozo.
Día
tras día el helor y la monotonía de las grisuras cotidianas abonan una
desesperación a veces exasperada.
Uno
puede convertirse en un arma arrojadiza en cuestión de segundos: abandona la
habitación pascaliana y se precipita en trompa al fragor de las calles, a lo
desconocido, a la brega inédita, visceral, a lo otro que se esconde más allá de los ritos diarios, a aquella acción
que es capaz de quebrar el orden aparente en el que estás atrapado por
pusilánime y ello a pesar de que sepas muy bien que estás destinado al fracaso
o a la extinción. Como sabía el inolvidable y escéptico Dimitri Rudin de
Turgueniev: afrontaría su glorioso y anónimo final incluso con arrogancia y
sublime desprecio ante las balas.

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