domingo, 2 de noviembre de 2025

33

Estás en un tebeo de tu infancia, sólo que ahora eres un niño mayor y más perverso, pero sigues siendo aquel y aquel es este de ahora, el que ya era.

Prefiero seguir al lobo y sus avatares, si es que no es una comparsa, que todas mis correrías del pasado hasta llegar a esta cortina que me salva del sol delator. ¿Tú sabía que el sol nos explica?

¡Qué cosas!

Lo sentenció el señor Cioran una mañana que abandonó su leonera llena de libracos y salió a la calle. Un día parisino primaveral, fresco y limpio. Un día epifánico para él.

¿Quién es ese señor Cioran  ¿Un compañero de trabajo?

Eres demasiado mayor para mí, chico, así que no te lo digo.

El lobo avanza hacia la luz.

¿Qué tal los colores de la historia? ¿No se investirá del color del sueño, de tan sutil cromatismo?

Una mezcla entre la nitidez extrema de Los Simpsons, el plató de un telediario nocturno y los decorados interiores y surreales de Twin Peaks.

Me hago una idea. Lo de Los Simpsons se me antoja bastante creíble, pero que el cura te dejara frente al televisor viendo un telediario o un episodio de Twin Peaks suena desconcertante. Sin embargo, ahora que lo pienso, es perfectamente posible. Ese tipo debe ser un ser imprevisible. Un veleta movido por impulsos

que ni él entiende muy bien.

No era cura cuando se casó con mi madre y me hicieron a mí.

¿Te hicieron? ¡Crudo lenguaje! Lo cierto es que el excura va camino de su segunda metamorfosis. Se halla en pleno cambio de piel.

Tampoco me dedicaba demasiado atención. Me miraba como si yo fuese transparente, un simple cristal que podía ignorar.

Los renegados tienen obsesiones recalcitrantes que siempre giran en torno a ellos mismos y sus íntimas preocupaciones. Para ellos lo de alrededor termina desvaneciéndose un día u otro, sucesos y personas. Una mañana se despiertan y le dan esquinazo a la fe; otra, a su mujer, a un hijo. ¿Tu padre hizo algún milagro o algo semejante?

¿Por qué?

No sé. Curas hubo en su tiempo que lo hicieron. Un tal padre Aurelio me libró a mí para siempre de todos los dioses del universo. Fue un milagro al revés. Era un cura de aspecto repugnante, cruel: un invertido siniestro.

Qué casualidad… Me temo que el único milagro que hizo mi padre, visto como han sucedido finalmente las cosas, fue hacerle un hijo a mi madre. Yo soy la prueba.

¿Te gustas así, producto de un milagro?

Todos somos un milagro.

En cierto modo, llevas razón.

Y no me gusto. Evito siempre que puedo mirarme en los espejos. Prefiero imaginarme.

Adelantemos el manga.

El lobo, que avanza hacia la luz…

¿En relación a qué?

La historia se crea sola. Y el lobo está ahí con sus pezuñas de nieve, con la velocidad de la primavera, con el sosiego del estío.

El destino sólo es el escenario de tus desdichas y felicidades, que en una vida normal de todo hay, y es también donde suceden tus torpezas y aciertos. Un decorado muy parecido al que embellece o afea tus días de hoy.

Me parece que el destino es algo más complicado.

Un gato tiene cuatro pies. No le des más vueltas. ¿Quién ha visto andar un gato a tres pies?

Yo. Mutilados de uno de ellos andan a saltitos.

¿Brincamos todos a los cuatro vientos? ¿Nos hemos vuelto todos locos? Ni con lupa de… ¡tres aumentos!

¿Otra refutación al refranero?

Es cierto, me guío a veces, quizás demasiado, de los proverbios… pero no del refranero sino… ¡de la Biblia cantonera de cortes dorados de tu papá aún inconfeso!

Qué recurso conversacional tan facilón.

Aceptémoslo, hay muchas cosas ahí, en la sagrada Biblia, incluso el fracaso, para desdeñar esas páginas.

Qué conexiones extravagantes…

Eres un adolescente español y católico en exceso escrutador... ¡y extravagante! Deberías estar leyendo La vida nueva de Pedrito de Andía de rodillas y cara a la pared y dejarte de lobos feroces que vaticinan una sensualidad opiácea e inagotable, me atrevería a decir que, a tu edad, devastadora. Te vas a quedar en los huesos, pajillero insensato.

Volvamos al lobo, dijo el esqueleto con la boca descarnada y la hilera sucia y amarillenta de la dentadura.

El lobo, que ya tiene las rojas fauces bien abiertas, presto a las dentelladas. Un lobo, como buen perro, nunca deja de tener hambre, el hambre de hoy, porque nunca sabe si mañana podrá comer de nuevo: él no sabe qué es mañana… nace el día, viene la noche, preside el sol, la luna reina en la oscuridad que ama...

Presto a las dentelladas, dices… como todos los símbolos.

Vamos allá, mangaka.

Tenemos cinco comportamientos lobeznos de una grisura adiestrada y oculta por los brillantes destellos de la fantasía: el lobo que se zampa a los niños pequeños como si fueran caramelos; el lobo que cohabita con chicos adolescentes aletargados o enervados por el onanismo; el lobo que seduce y copula sin descanso con chicas adolescentes hormonadas a reventar; el lobo que se burla ladinamente de las apetencias y deseos secretos de hombres jóvenes y adultos; el lobo que lleva hasta la locura y el frenesí a una especie humana engreída.

¿Qué puerta nos abre nuestro lobo gris todavía desperezándose el rabo y las patas, saliendo del sueño?

Las de toda irreverencia aureolada por el húmedo resplandor de lo prohibido.

Alejémonos, pues, de todo tipo de interpretaciones, nada de rastrear contenidos vanos. Una adolescente minifaldera con toda la estética sensual del manga a cuestas refuta cualquier alegoría: sólo su rotunda presencia y la erótica de su figuración bastan. Nos acogemos a una representación insinuante que despierta los sentidos sin necesidad de auxilios hermenéuticos que expliquen lo no visible.

He aquí una muñeca estilizada ataviada de colores pastel que permite descubrir su ropa interior con loable generosidad merced a la cortísima minifalda que viste, maquillada como una meretriz y con unos ojos como gemas, grandes, oscuros, resplandecientes, bellos y profundos.

Aúlle el lobo y despierte…

A la niña, vestida de uniforme colegial, después del verano le han crecido demasiado (y demasiado pronto, como de improviso) los senos. Qué te parece, y hasta ahora, él, el adolescente que le acompaña rumbo al colegio, no había reparado en ello. Durante unos segundos se entrega a pensamientos lúbricos, pero enseguida intercambia sus impresiones con la jovencita: Tus tetas ha crecido mucho este verano, tendrás que cambiar de copa. ¿Qué tal una “F”? Ella asiente y… No estoy muy seguro de lo que ocurre a continuación. Igual es otro episodio que se mezcla con el que estoy narrando. Pasan cosas muy extrañas en el manga, y la primera regla es aceptarlo como si nada. El manga siempre manda en el lector o espectador, pase lo que pase. Otra adolescente de larga cabellera roja, en una escena algo confusa (como debe ser) parece haber caído del cielo y se halla en medio de la calzada desierta, pero hay un fundido en negro y la acción se interrumpe para reanudarse de nuevo en el edificio colegial. La siguiente secuencia se desarrolla frente a las taquillas en el interior del colegio. El adolescente de antes, aunque no lo juraría yo, aparece en compañía de la adolescente de antes, tampoco lo juraría yo. Va cargado con un rimero de archivos de carpeta que sujeta con las dos manos. Ambos se detienen delante de tres chicas con las camisetas mojadas, lo que deja entrever los sostenes bien marcados por la apretura de los senos. Al parecer, acaban de ejercitarse en el campo de deportes. Ahora estoy convencido de que se trata del salaz adolescente del inicio: se halla entusiasmado por la vista agradable que deparan las camisetas ceñidas contra el pecho de las tres jóvenes, sudadas y acaloradas. Éstas huyen (?) con los brazos en alto del mirón de las tetas y se lanzan a una carrera que simula no tener fin activada en un solo plano, porque nunca terminan de alejarse de él. Yo también tengo mi lado bueno, afirma a su compañera, cuando aquellas ya se han difuminado en el aire. Ella baja la vista y acuerda con voz muy tenue lo que dice: Sabes ser amable con las chicas. El día escolar acaba: Nada realmente erótico ha sucedido hoy, se lamenta el chico en un primer plano. Afuera en la calle, un día lluvioso, grisáceo, anuncia lo inesperado, quizá lo voluptuoso. Vemos a nuestro héroe frustrado andando bajo la lluvia camino de casa. Se cubre con un paraguas, y en la otra mano lleva la cartera. Al doblar una esquina descubre atónito en medio de la calzada, sin importarle la lluvia, a una espléndida joven. Está empapada por el agua. La melena roja y larga, luminosa, cae sobre su espalda. Es la chica caída del cielo, que es de donde provienen las cosas hermosas. Una vez repuesto de su sorpresa, el jovencito libidinoso se acerca a ella y le ofrece el paraguas para que se cubra. Ella acepta con expresión triste, de suma orfandad, lo que provoca que el otro se vuelva más audaz: ¿Quieres cambiarte de ropa en mi casa?. De modo que se la lleva al huerto, a su casa: ¡Una chica es un tesoro! ¡Todo cuanto un hombre pueda desear para cumplir sus fantasías y antojos! (más abyectos, diríamos nosotros). El plano enfoca el  busto de la pelirroja, las piernas enfundadas en unas medias negras que casi  alcanzan el pubis, la boca sensual y prometedora, la mirada equívoca. En el interior de la casa, dormita el lobo con un ojo abierto, acechante, debajo de una pequeña pantalla que emite lo que asemeja un vídeo pornográfico. El chico, algo turbado, se presenta (nombre, edad, ocupación, colegio, número de pupitre, calificaciones), pero la desconocida lo sume en el más profundo estupor al revelarle que sabe muchas más cosas de él de las que pueda imaginar: Tu padre falleció hace tres años. Tu madre trabaja en Abisinia… (¿Abisinia?) Pero, ¿cómo sabes todo eso? He estado buscándote durante toda la eternidad. Vengo de muy lejos sólo para estar a tu lado. Y mucho me complace que también tú me hayas elegido. La desconocida hecha un vistazo a

una extraña pulsera que lleva en la muñeca, con una gema de color azul desvaído inserta en el centro. Demasiado débil, musita para sí con los ojos puestos en las ondas de tenue resplandor que emite la piedra preciosa engastada en ella. ¿Puedo estrecharme contra tu pecho? El autollamado Kaga (qué nombre tan inapropiado) Kitao consiente en ello sin dudar. Me siento muy débil, dice ella rodeando su torso con los brazos y apretándose a él como una gatita desfalleciente. Al cabo de unos segundos, la joven se separa de Kaga y comienza a desabrocharle los botones de la camisa. Cuando éste ya se las promete muy felices, los ojazos le hacen chiribitas, la sobrevenida del cielo extrae de debajo de su capa una suntuosa espada de mango dorado y guarnecido de piedras preciosas y sin vacilar un instante se la hunde en el pecho. Lo siento, dice mientras el otro se dobla sobre sí mismo. Luego, se arrodilla junto al cuerpo inerte y desentierra la hoja de la espada. El chico, completamente inmóvil, yace en el suelo, pero no se vislumbra ni una gota de sangre que ensucie su alba camisa ni que salpique el suelo a su alrededor. Ella posa una de sus manos en la herida blanca, como si el hecho de hacerlo le suministrara energía y savias nuevas, y el brillo pulsante, inusitado, de la gema azul que cuelga de la cadena asida a su cuello así nos lo confirma al revitalizarla rápidamente. La viñeta siguiente siguiente nos muestra a la heroína en la bañera, recostada indolentemente sobre uno de sus bordes, con los ojos entrecerrados, ensoñadora; el agua, limpia, cristalina, deja ver su magnífico cuerpo desnudo en su totalidad, aunque ni una mínima parte del vello púbico, como manda el canon japonés. Desde algún lugar remoto, y tanto, alguien embozado en la penumbra le recrimina que está siendo muy aburrida, que actúe (?). La chica abandona la bañera. Ahora la vemos en el pasillo. Viste una sencilla camisa que le llega a medio muslo. Allí se encuentra con el lobo, cuya mansedumbre empieza a desconcertar(nos), y le acaricia la cabeza. A un lado, el chico tumbado sobre el suelo. Entonces ocurre algo inesperado: se acerca al cuerpo y presiona con un pie una de sus piernas. ¿Estará muerto? El chico, sorpresivamente se incorpora a medias debido a la presión y continúa en sus trece, aun con los ojos cerrados: Oh, caramba, un pie desnud0 sobre mi pierna, y más allá del tobillo las dulces pantorrillas y los sabrosos muslos, y luego la suavidad de las ingles y las bragas de excitante blancura… ¡Quiero ver todo eso antes de morir!, exclama con furia, y agarra con una mano un tobillo de la chica, se incorpora hasta sentarse y hunde su cara en el pubis debajo del faldón de la camisa. Pero lo que ansiaba ver está muy lejos de la realidad que contempla: un campo infinito de hilos rojos, una visión en verdad extraordinaria que le hace enmudecer, y de la que nosotros vemos una amplia panorámica que se pierde en el horizonte. Aprovechando su estupor la chica le propina un rodillazo en el rostro que lo tumba de nuevo. ¿Qué te crees que estás haciendo? Sólo que quería saber cómo es… La chica le mira con desprecio y él se siente humillado. ¡No te vayas! ¡Lo siento! ¡Perdóname!, suplica de rodillas. En su desesperación la sujeta de la muñeca que porta la pulsera y de repente todo la escena se desarrolla bajo una catarata cromática de un azul intensísimo. Ambos parecen sumidos en el torbellino azul que tarda en disiparse. Mientras las espirales se suceden, en el pecho desnudo del chico fulge un sol azul y, de pronto, desaparece el vértigo y volvemos al lugar doméstico donde los dos se encontraban. Kaga (evitemos la sonrisa) sangra por la nariz y cae desmayado en medio del pasillo. La chica huye, pero al cabo de unos instantes se halla de nuevo junto a él en compañía del lobo escrutador y sigiloso. Zarandea al desmayado, que recobra de inmediato el conocimiento. Con fuerza inusitada lo alza del suelo, lo sostiene en el aire y le exige una respuesta: ¿Qué has hecho? ¡Dime que has hecho! El otro, todavía en el aire, le contesta asustado que lo ignora. ¿Qué está pasando? Sin solución de continuidad: el lobo dormita sobre una estera. La escena siguiente empieza a calentar los ánimos del espectador/espectadora. Sentada en el sofá, con los brazos cruzados debajo de los senos y con las piernas abiertas, sólo vestida con la camisa, sus muslos quedan totalmente al descubierto. Una mínima parte del faldón cubre la juntura de las ingles. Así que quieres saber, ¿eh?… El otro, arrodillado en el suelo frente a ella, se pregunta por qué él, que es el dueño de la casa, se encuentra a sus pies y ella sentada tan ricamente en el sofá, despreocupada de su apariencia semidesnuda que, dicho sea no de paso, le está volviendo loco, y gastándose unos aires de  superioridad insultante. Soy yo el que vive aquí… Al oírle, la otra entra en cólera y le informa que es Luzbela, la heredera de una noble familia, que viene de un reino del que él nada puede saber y que en ese lugar se hallan las almas de todos los humanos, y que allí se recauda toda la energía de los seres vivientes que mueren. Al oír sus palabras Kaga (ejem) no puede reprimir la risa (aunque en realidad debería preguntarse de dónde sacó ella las fuerzas para mantenerlo en vilo) y le participa su incredulidad del motivo de su viaje hasta él. La advenida del reino de la energía se pone en pie hecha un basilisco. Lo único que tienes que entender es que te necesitaba para recuperar mis fuerzas. No eres ningún ser superior, Kaga (Kitao). Tu alma es de lo más vulgar. ¿Y como es que no resulté muerto cuando me clavaste la espada en el pecho? La espada sólo afecta al alma, no al cuerpo. Y, ahora, ¿qué? Vamos a estipular un trato temporal, puesto que al colocar mi mano en tu falsa herida nuestras almas se han hermanado. ¿Hiciste todo eso por mí? En tal caso podrías hacer algo más… Dame un beso de los de verdad. Te trataré bien. Ya verás… Cuando el recién conectado con la realeza se inclina y con los ojos cerrados avanza los morritos hacia ella, ésta, desde el sofá, le asesta una patada en la cara. Que te baste estar con estar conectado a un ser tan especial como yo. No puedes aspirar a nada más. No te espera ningún otro honor. Pero tú me mostraste… los hilos rojos, ¿recuerdas? ¿Hilos rojos? ¿De qué estas hablando? ¡Yo no mostré nada, y tú no viste nada! Pero sí que vi tu sexo maravilloso, ardiente, del color del fuego, hundí mi rostro en él… Vas a olvidarlo todo, amigo. Luzbela acciona la pulsera que lleva en la muñeca y un torbellino rojo, todos los matices del rojo, les envuelve instantáneamente: Al despertar no recordarás nada, te lo aseguro. En ese momento el lobo, que sesteaba en el pasillo, se levanta y asoma la cabeza en la habitación, donde empiezan a suceder hechos extraordinarios. Un monstruo verduzco penetra por la ventana. ¡Me han seguido!, grita Luzbela. Enseguida, la chica y el monstruo verde se enzarzan en una terrible pelea a la que el otro, sin poder hacer nada, en plena parálisis, asiste aterrorizado. Finalmente, el monstruo es abatido por Luzbela, que agotada cae sobre el suelo. Kaga (con el rostro contraído por el pánico), se arrodilla junto a ella. El lobo ha salido al exterior, donde sigue lloviendo. La niña de uniforme colegial a la que le han crecido demasiado los senos se halla en el jardín delante de la casa. A voces anuncia su llegada bajo la lluvia. En el interior el monstruo verde y reptante ha revivido y la lucha comienza de nuevo. Una pelea sin tregua que a punto está de destrozar la casa: ¡La casa de mi madre!, se duele Kaga (su expresión es de total postración), ¡Y todavía debemos la hipoteca! Luzbela ha perdido energía y el monstruo verde está a punto de acabar con ella. Kaga (que no hace ahora honor a su nombre) le arrea un sillazo a la cabeza y lo fulmina de una vez. La luchadora está desfallecida, desmadejada en el suelo. Kaga (excitado) le observa a sus anchas: los senos desnudos, los rosados muslos, la fina cintura… No puedo pensar estas cosas estando ella así, golpeada y malherida… La escena cambia. La colegiala a la que le han crecido demasiado los senos el último verano está leyendo en su habitación, reclinada en la cama. Cree oír un ruido afuera, se levanta, se dirige a la ventana, la abre y escudriña la oscuridad de la noche. Vuelve a cerrarla al no descubrir nada inusual. En el exterior, Luzbela y Kaga (que parece exultante, como si hubiera soltado amarras) sostienen una charla de viva dialéctica. ¡Es maravilloso! ¡Cuánto más excitado estoy más energía obtengo! ¡Es la perversión! ¿Estás loco? ¿Qué hay de malo en eso? ¡La perversión es un combustible! ¡Lujuria, obscenidad, erotismo! ¿Cómo es posible? La energía es atraída por los seres que son capaces de cumplir su más fuertes deseos…, se dice para sí la luchadora de otro mundo. ¡Seré un gran pervertido para ti, Luzbela! ¡No significas nada en absoluto para mí! Toma una de mis manos… No, ¡tus manos están frías y húmedas! Yo busco un alma fuerte… ¿Un alma fuerte? Un ser entre un millón que sea capaz de alterar el curso de la historia, que su poder sea espiritual… Un héroe, un ser único. Entonces, ¿todo esto no tiene nada que ver conmigo? Así es. Sólo has sido una fuente de energía para mí. Algo accesorio. ¿Y por qué no puedo ser un pervertido? Pues me niego a no serlo. ¡Va contra mis principios! ¡Sería un muerto en  vida! ¡Es cruel, muy cruel! Puedo ver tu final. Te encuentras muy cerca de él. Tres meses a lo sumo, tal vez menos, seguramente. ¡Qué ridiculez! ¡Me siento como nunca! ¡Nada podrá conmigo! Hay muchas formas de perder la vida. No la perderé yo tan pronto. Vengo del futuro, sé lo que te aguarda. Vas a morir. Pero no ahora. Ese cuerpo al que tanto te debes y al que crees un venero de dicha, perversión le llamas tú, ya se ha transformado en tu fosa. ¡Maldición! ¿Y no se puede cambiar el destino…? Luzbela sonríe misteriosa…

Continuará la próxima semana.

¿Y estos son los cuentos que te gustan a ti?

¡Cuentos! Describirlos es un error. Los mangas se dibujan, pero no se dicen

Es muy sobada esa frase. Se puede aplicar a cualquier invención creativa. No se cuenta un manga, una película, una novela, un poema, un drama teatral, un cuadro…

Narrado como un cuento lleno de simplezas, un manga parece una cosa muy elemental, como las de ese pobre folletinista llamado Shakespeare, pero no es así. Un manga es, ante todo, un impacto visual claro y perfectamente alusivo pero también esencialmente ambiguo. Todas las palabras que se escriben o se hablan están al servicio de esa visualidad.

(Al contrario de lo que ocurre con S., que el cuento, lo trágico, está al servicio de la palabra feroz, estremecedora o ingeniosa, inagotable.)

No me convences. Me quedo detrás de la cortina. Un escondite perfecto para comprender mejor las corrupciones del mundo. Por otra parte, prodigio de trece años de la naturaleza, del que debo esconderme a ultranza durante el tiempo que me quede de vida, además del manga, ¿qué te gusta?

Jugar al ajedrez.

¡Por Belcebú! ¡Otro que tal! ¡No hay descanso con ellos! ¡Siempre con el tablero a cuestas!

(En un aparte.) Desviemos la conversación.

¿Tú crees en Dios?

¿Cómo voy a creer en Dios si no creo en mi padre?

Él sólo cree en los mangas. A su edad es lo correcto.

Tampoco yo he leído jamás un libro forrado con tela de sotana, ni cuando entonces, que las arañas suspiraban a mi alrededor.

De modo que…

Las dos mujeres aparecen por la puerta, macilentas, frágiles, empequeñecidas, pero no son sombras, son una presencia muy rotunda, angustiosa.

Fin del interludio. Aquí, a partir de ahora, toda incomodidad va a tener asiento cervantino. La luz, aunque siempre tenue en ese apartamento tan inhóspito, se filtra por los resquicios que se abren al exterior. Desnudará almas maltrechas.

¿Qué haces ahí tapado?

Vete antes de que te echen a patadas este monstruo pensante de trece años aficionado a los mangas y al placer solitario, cualquiera que sea, su madre en plena conmoción y tan cerca de los cuchillos de la cocina, y la hermana mayor a punto (si no ya en pleno) del delirium tremens por la interrupción de la larga velada alcohólica a pesar de que bien lo disimule en este momento (advierto el temblor mal escondido de las manos).

También el amanecer dorado es un buen refugio. Sin histerias.

Hay pastel de carne en el frigorífico, y la botella de vodka aún luce a medias… Etcétera.

Encadenado. Exterior: Ahora vemos a Boceto ya en la calle.

Remedaba el largo trayecto a casa que antaño haría el ahorcado mediados los ochenta y aun en los noventa después de dejar a la mujer matemática con una resaca de espanto (del alcohol y de él mismo y las aves negras que revoletearían en torno su cabeza).

Sin histerias, con las manos en los bolsillos del pantalón, anda bajo la pegajosa claridad del sábado incipiente. Sólo le falta silbar. No es del todo feliz, ni tampoco del todo desdichado. En el sitio justo: treinta y tres años, sin crucifixiones a la vista.

A trote gandulero, profesor.

Quince años han pasado desde aquel 1993. En 2008 sigue el trote gandulero: pane lucrando.

Raya el alba, la del alba sería… Así, así, todo figuraciones a merced del bebercio y su anestesia. Igual ayer que hoy. Qué más dará. En efecto, muy raro era el discurrir andante y mental en aquel tiempo discipular, cuando todo eran indagaciones no para saberlo todo de sí mismo, pues él, bestia bien lúcida, se sabía de sobra, sino para saber lo que eran los demás, de qué estaban hechos, cuales sus maquinarias que los accionaban a través de los sucesos producto siempre de los temores, de la ambición, del enajenamiento, de la ilusión, de la debilidad o de la extrañeza.

(Y estamos ultimados de rutina, y el que no, de sorpresa, acción inútil, escombros y muerte.)

Que cotidianidad horrible la que dejas atrás. Quince años han pasado y aún la recuerdas.

Reflexiones de andante peripatético mientras regresabas al castillo de Jesús y Gran Vía, desierto pero bien provisto de cuadros, libros, manuscritos y mecanoescritos y los fantasmas habituales. ¿Estaría Paula en esos alegres albores sumida en el sueño, única yacente en el lecho matrimonial, castellana impar, ya de modales parisienses cuando despierta? De seguro que no. En aquel año de 1993 ya hacía de las suyas, tan parecidas a las tuyas, en camastros de lujo pero ajenos y de bajeza. Y un par de años más tarde se puso el castillo en almoneda, y allá quedaron rastros pero no recuerdos, que son pegajosos en uno, fundidos a los sesos le acompañan hasta la muerte. (Pegados a los dedos se me quedaron en la nueva residencia de los Brell&Coloma.)

Reflexiones mientras andan las piernas, y la cabeza vuela sin ton ni son:

Más mística a mi parecer de flaneur se adivina en lo cotidiano (cura que se descura, se casa, se descasa de mujer y busca yacer con hombres; despechada amante y amante de cuchillos; adolescente sabihondo alborotado por los mangas; una mujer matemática que suma y resta alcoholes) que en toda la poesía del mundo: la vida al sol del trajinar bello o feo humano embelesa hasta el encantamiento.

¿Parar un taxi? Es cosa de villanos; peor, de estrafalario medroso.

A mitad de camino, y el trajinar es muy poco, le sobreviene el primer desánimo. Apesadumbra el decorado tristón y frío. Muy pobre lo que hay que ver, la nueva mañana parece varada como un animal recién echado al mundo, y él quieto y desorientado, sumido en una niebla de luz, de vacío o de abismo a los costados.

De cuando en cuando, es menester dar un vuelco en la pocilga de todos los días.

¿Dónde desayunarme a estas horas tempraneras y sabatinas, incluso azules o incluso doradas se diría?

Color celeste, al fin. Que todo venga del cielo, que nos caiga el destino de él, como cae de lo alto una piedra. Lo bueno y lo malo, el crimen y el ultraje. Culpable yo, nunca.

Pero esa joroba invisible acrecienta su tamaño: la inocencia absoluta sólo se consigue con el olvido total de lo vivido hasta el presente, y ésa es la verdadera absolución.

¿Qué lo humano no será el desperdicio, lo sobrante del cosmos?

¿Por dónde andamos?

En lugar hispánico, cirujano. Pisoteando criadillas, gallinejas, mollejas y entresijos.

Nos falta el vino. Un vinazo.

Negro, espeso y mareador.

Todo untado en candeal. O en gruesas rebanadas de panazo.

Hecho.

Fue un café con leche y dos buñuelos: villano, medroso… nada estrafalario. Un tipo sin historia, Boceto, cuando concluya la que vive, que es nada. Muy desenvuelto con los duros sonando en la faltriquera (1993), pero a toda hora, cuando ha acabado la fiesta, en busca del chamizo... de brocados y oro. De vuelta al ataúd a apaciguar y limpiar la sangre, y al día siguiente a la calle a pecho descubierto con nuevos duros en los bolsillos que son sólida rodela ante los avatares y los embates de la existencia.

Mucha Posada del Peine te hace falta a ti para entender las trazas del mundo, sus tripas y su mondongo y no su vistosa y engañosa corteza. Los duros te allanan las más sucias etapas del viaje, pero te rebajan más cada día, te harán ínfimo, invisible aunque los congéneres te vean.

¿Soñará solanas? En la cama está solo. De manta la modorra, de embozo la España negra, la piel de toro de sábana aún pegajosa y húmeda raspa la carne, y la ronquera desmedida. Sueña con mujeres carnosas, peponas de labios gruesos y muy rojos como la sangre que huelen a muchas cosas pero sobre todo a mujer.

El huele en los sueños.

Borracho perdido, se dice antes de desmayarse sobre la almohada de plumón: soy todo razón, por eso lo odio todo.

Despertará enterito, con todos los tornillos en su sitio.

Mucho pensamiento, que no llega ni siquiera a frase parlada (así que ni oída): Un gentilhombre le abre el costado izquierdo a Descartes, muerto de pulmonía en las nieves suecas, para arrancarle el corazón. Más tarde, también robarán su calavera, huesos de sus manos que servirían para hacer anillos a un puñado de inútiles que quieren honrar de ese modo su memoria y lucirla en ellos mismos.

No es un Descartes.

Puede que ni sea.

¿Qué le roban a éste?

Él es quien roba mientras trapichea con su alma, que ha de ser tan cenizas como su cuerpo. Ya anda ennegrecido, y no cuenta demasiados años, ni en 1993 ni en 2008.

¿De qué sustancia es la nada, Charlie? Porque, ¿no es la nada también materia?

Jefe, es difícil pensar algo así.

No para mí, Charlie, que pensando llego hasta el corazón del contrasentido.

Menos lo entiendo ahora.

Tiene la divagación sus licencias, barman.

Soy un hombre razonable, lee en la taza humeante de café, y antes caballerizo que caballero derrengado en tierra. Yo me aferro al método Brell: quieto sobre todas las cosas. Evito lo golpes y esquivo la fatalidad que, no obstante, ha de llegar. ¿Para qué precipitarla? No proclamo el pobre valor de mi oficio de charlatán repetidor de gestas artísticas ajenas, no vaya a llamar atención indebida y me rebajen la soldada. Me basta con lo bueno que cae del cielo a mis manos, ¿de dónde si no?, y me protejo con la capa de lo malo. Hablo de Goya… y hasta de Lucientes, que incluso ahí llego. Negligente nunca, en guardia siempre, las espaldas libres de carga. Mulos o burros, y leones y cuervos y hienas si es su deseo, los otros. Y, lo demás, el barojiano ¡pche!

Sólo vales para que te encuadernen en piel de becerro, le dijeron (¿su padre?) al razonador francés, día sí y día no cargado de papeles a medio escribir.

A éste, con la taza de café en la mano a las últimas horas del día o en la amanecida, le basta con el encolado y el diente de perro en edición de bolsillo.

A diferencia del metódico, el género de vida de Boceto es enteramente correspondiente a sus pensamientos.

¿Es pensamiento antojo o ocurrencia, tan contrarios al sosiego de la reflexión?

¿O será decisión? O quizá ni una cosa ni otra.

Qué andares… y sin moverse del sitio.

Por enésima vez: el pensamiento es la loca de la casa, pero nos libra de la monotonía y ese discurrir de la bestia mansa y honrada. Qué no será acción… (al costado de la estufa).

Se queja el lobo de que la oveja se esconda y se libre así de la dentellada.

(¿Y si éste fuese nuestro pequeño Descartes?)

Ah, nunca olvides que tu filiación de hombre nada comprometido lejos queda de los pálidos y temblorosos pensantes, de sus atisbos geniales junto a la estufa roja, tan encendida que los afiebra y a más de uno, y no son tantos, les hace delirar insensateces y palabrería sobrante.

Queda fuera del alcance de poetas y pensadores… inútiles.

Tú eres una sombra que corporeiza sus deseos y peligrosas inclinaciones.

Larvatus prodeo.

Y, de tal manera, embozado con la capa, Margarita tuvo en sus brazos de humo, humo (y piensa él en el fondo de la cloaca de su alma que ella ha de ser su salvación): me falta un perro negro.

Sin calentura por medio, que es la reflexión, no hay pensamiento que valga.

Ningún compromiso… Seamos sinceros, ni siquiera con el Klee, ese centón de hojas de infausto legado que ha de acabar inconcluso, pudriéndose su escritura en el sinsentido y la mera glosa, devorándose a sí misma: certifican el fracaso de ambos, el del padre Gran Catedrático y el del hijo llamado Mierdecilla.

Peor hubiera sido: un dios invisible del todo, carente hasta de sombra y brazos de humo, y un hijo suyo suicida en potencia  al que mata la humanidad más pordiosera y lo clava en un madero.

¿Qué queda?

Podrías llamar la atención un poquito, como penitencia: y sale de la peluquería con un peinado blowout, camisa de flores y pantalón de terciopelo rojo que todavía lo oculta más.

El diablo protege a los suyos, les proporciona un mapa a escala y conveniencia, al contrario que esos dioses con mandamientos fútiles por harto comprensibles que suelen dejar a sus feligreses a la intemperie, en la más inhóspita de las fronteras y sin saber por donde tirar.

¿Restos de las arañas?: De cuando en cuando entraba en una iglesia y sin mayores miramientos ni importarle la presencia de testigos se lavaba a manos llenas con el agua bendita y oscura el alma de pecador inconfeso. Si sotana hubiera colgada próxima a la pila con ella se hubiera secado hasta las nalgas.

No ha elegido el ínclito Boceto la mentira como una forma de vida. Demasiado fácil y arriesgado para no ser un personaje de novela, un ámbito muy apropiado para la arbitrariedad y donde puede ocurrir cualquier propósito o despropósito sin que altere la sangre a nadie más que a algún crítico avinagrado en un momento de malhumor. Simplemente, en este tipo una animalidad muy sofisticada prevalece sobre toda moral. Jamás alcanza el crimen o la tortura, ni tampoco la ofensa o la humillación al otro: es un acto innecesario. Su circunstancia, sin que tenga que reinventarse a cada momento, es suficiente para despejar su camino hacia lo que, felicidad o no, constituye lo que él experimenta como plenitud existencial.

Miscelánea caprichosa y definitoria que eluda disquisiciones enojosas: Boceto, caña pensante. No soy más que una cosa que piensa.

(Mens cogitatio.)

¿Quién pone orden ahí?

Existen, dicen los entendidos, alrededor de 100.000 billones de conexiones entre las neuronas… ¿Quién gobierna ese rebaño?

¿Habrá Dios… o dioses?

Sin teología también se gana el cielo: ah, aquella comprensiva servidora: al cabo, carne igual de podrida la del sabio y el gañán.

También ella, la amada por encima de todo, la mujer entre las mujeres, propende a los fáciles dilemas:

Paula: El problema es que no se puede querer en modo amor a dos o incluso a tres o cuatro personas a la vez.

Boceto: La solución es que sí se puede.

Vía libre, pues, para nuestros dos protagonistas a partir de aquel amanecer confesional.

De acuerdo, se dijeron, el cuerpo es un soporte y un medio intelectual y físico para obtenciones de gran diversidad: éxtasis, sexo y gastronomía.

El libre albedrío, etcétera. Sólo los débiles temen la felicidad.

El hombre y la mujer, tan intercambiables, conocieron los dos hasta el fondo de ellos mismos que asimismo eran hombre y mujer. Eso les hizo catedráticos de su efímera condición, les permitía ligeras cavilaciones madrugadoras, muy improvisadas: la naturaleza nos ha creado a nosotros, pero algo tuvo que crear a la naturaleza: he ahí, pues, toda la licitud que ampara nuestros actos. Somos como el río, la lluvia, el león, el cáncer, el placer.

Somos naturaleza, que nunca diseñó jardines ni previó matemáticas ni compuso poemas ni escribió novelones.

Un solo mandamiento te doy que engloba todos los demás:

no hagas daño a nadie y no permitas que nadie te lo haga a ti.

Ese código, ese epítome de ateo impenitente, prefigura el nacimiento de la luna, abriéndose de luz la oscuridad en la tierra aún sin sol: no se hubiera necesitado nada más para andar durante milenios sobre la superficie del planeta.

¿Y ya con luna antes de planeta?

Novelerías, pero con eso todo bastaba: la luz más tenue y acariciante, de plata. Lo demás, trampas de humanos para engatusar a humanos bajo la estrella radiante.

Todo se funda en mí, dice el escéptico, el cartesiano.

¿No fue Pascal el que dijo que toda novedad encierra peligros?

Por lo demás, sentencia Boceto, hereje soy, digno de hoguera.

No vuelvas oscuras las cosas que están claras.

Empeoro esa acción todavía más: hablo oscuro de las cosas oscuras.

¿Te sirves de embelecos?

Bastan las palabras para ese entretenimiento inocente sin necesidad de otras artes más vistosas pero igual de huecas. En mi morral y correrías en busca de copero nocturno no caben las supersticiones corrientes ni los enredos teológicos. Me alejo como de la peste más mortífera, del piojo verde o de la asquerosa jeta del político pegado a poltrona, de la geomancia, la hidromancia, la piromancia, la belomancia, la catoptromancia, la oinomancia, la esplagenomancia, la koskinomancia, la necromancia, la fisiomancia, la prosopomancia, la onomancia, la quiromancia, la oniromancia, la cábala, la astrolomancia… Hasta de mí (yo, ego) me aparto y me convierto en sapo y luego en príncipe para confundirlo todo y a todos.

Ciencias inútiles. Como la de aquél, preceptor de un delfín francés, que estudiaba con esmero el sexo de las estrellas.

Dulce época aquella cuando el mentado Pascal absorto en maravillas pensantes o preso de migrañas torturadoras denunciaba por escrito a su arzobispo nombres de ateos para su encarcelamiento o para que los sometiesen a suplicio.

Tiempos sin dudas, sin crítica, sin observancias detenidas y cabales sobre el mundo.

Eran inocentes, apenas cínicos.

Algunos lo bastante alevosos: a oscuras mataron a Dios (aunque mucho lo resucitaran cuando así conviniese), hasta entonces imbatible, y poblaron el firmamento de matemáticas y hechos físicos de tal justeza y realidad incuestionable que todo alrededor de lo humano, más allá de lo divino, empezaba a explicarse muy peligrosamente.

Hay libros tan sagrados que no deberían ni tocarse, y mucho menos abrirse: cuenta el Génesis que Dios creó la luz del sol antes que el sol, lo cual inspira serias dudas de cordura en aquel hacedor o en su escribiente.

¿Qué artilugio de creación sería aquél?

Hay herramientas, yo no sé, que alcanzan el prodigio más allá de las manos y las mentes que las usan.

De embozado andaba Descartes. Un tipo de colmillo retorcido de tanto poner una vela a Dios, tan invisible en el cielo y otra al Diablo, tan visible en la tierra.

Nuestro pequeño Descartes que espera hacerse entender hasta… por las mujeres.

Y hasta por los agonizantes, a los que les gritaba al oído sus tesis y argumentaciones sin importarle que éstas oliesen demasiado a hoguera, puesto que las cambiaría en un santiamén.

Ante todo, diferencia, no originalidad, basta con la distinción.

Nuestro pequeño Descartes… que ha nacido no niño, hombre como Adán, hecho y derecho ya en la cuna, parlante y con el sexo a punto en cuanto aparezca Eva con la manzana en la boca.

Asediado por la amenaza olvida el rezo y blande la mejor espada: la huida lo más lejos posible, allá donde Cristo dio las tres voces, y mantiene a salvo el pescuezo.

Ante todo tengamos la fiesta en paz: no soy hombre de lucha si no me buscan las costuras, tengo mi oficio relajado y mi buena paga y tres docenas de discípulos halagadores que colman mi vanidad. A mí me bastan el pan (de tres estrellas), el vaso de vino (que dejo sin cuidados de dineros al antojo del mejor sumiller) y la hembra (con encantos al alcance de la mano pecadora).

Lo demás sino engaño es anestesia, pura televisión.

Ni nobleza ni populacho. El símbolo más exacto de toda iglesia es el oropel y es el cepillo donde caen las sucias monedas que sus sacerdotes tienen la desvergüenza de apilar. El mejor político es  el convertido en un pedazo de bronce (mudo e inerte y ya sin nombre) al que le llueven encima las cagadas de las palomas que no saben de nomenclaturas ni de leyes inútiles.

Soy amigo de novedades, dice, y sus sueños están llenos de antiguallas, su despertar de tristeza, sus vigilias de temores a lo desconocido. Sus pasos una y otra vez le retornan a lo que ya era. De Aristóteles cree lo justo, pero cree. Se halla en el punto de equilibrio, en el gris absoluto.

Nuestro pequeño Descartes siempre ha pensado que defender sus tesis u objeciones frente a otras tesis lo mismo de ociosas es tarea poco halagüeña y propensa a las discusiones biliosas y a las miradas de desdén cuando no al insulto, de modo que se licencia en silencios y en la neutralidad de la sonrisa: bien está si así os parece.

¿Es usted partidario de Kepler o del geocentrismo que enseñan las Sagradas Escrituras?

Como vos decidáis. Al gusto.

Mucho cuidado con las cofradías del signo que fueren, mejor uno solo a todas horas: observad que cuando a un cerdo le tiran de la cola gruñen todos los de su piara.

También disiente del otro, francés siempre inclinado a castigos de disciplinante: mejor la alegría que el conocimiento, declara con la copa en la mano, a salvo de universidades y los saberes doctos. Que los fríos del septentrión sean meramente atractivo heptasílabo, y que a las reinas que duermen cinco horas (?), visten a la húngara y muestran una sexualidad ambigua les entretengan el tiempo y les animen las pajarillas los bufones y políticos a sueldo, que para eso lo cobran y algunos de ellos son gente de mucho ingenio además de desvergüenza.

Está listo para la obra maestra. Lleva tres meses completos sin catar una gota de vino. Ha soñado con un melón y a renglón seguido con un diccionario que ilustra prodigios nunca antes vistos. No hay duda, está listo para emprender el Gran Trabajo: aparta de sí la óptica que descubre y clasifica los astros y lleva la vista hacia el interior de sí mismo, donde toda filosofía por menuda que sea encuentra su rincón y su razón de ser.

Poco ve allí dentro. Mejor gozar de la encarnadura, lo palpable  e irrebatible, se dice nuestro pequeño Descartes. Mejor un gato, un caballo, autómatas al fin, lo sólido y palpitante aun carente de sentido, que acarrear un alma acribillada de pensamientos sin freno. Mejor la alegría.

En seguida dará vuelta al forro y volverá a las andadas. Ningún libro ha cambiado jamás a un hombre cabal. Sólo los Quijanos del mundo mutan de hombres pacíficos a delirantes estrafalarios y conversos enajenados por mor de ocurrencias de autor.

¿Y habéis descubierto grandes cosas de la evidencia innegable, de la universalis sapientia?

Bueno, si a un perro  se le azota cinco o seis veces al dulce son de un violín, apenas vuelva a oír semejante instrumento huirá de vosotros a toda velocidad. Tal el humano, que algo o quizás mucho de autómata también debe tener. (Algo debe manejar los hilos del concierto cósmico.)

Festeja la vida y sus dones, que sólo requiere ser gozada o sufrida dependiendo de las circunstancias (buena o mala suerte), pero que rehuye, por su fatal transitoriedad, el fastidio de su elucidación y se resiste a la resolución de sus misterios más inveterados.

Nuestro pequeño Descartes ya no quiere ser nuestro pequeño Descartes. Boceto se purifica de filosofías en un baño de cinismo y suma cautela.

Mi método se cifra en el asentimiento. Así es si así os parece.

No hagas del método la soga con que te ahorcas.

Mi método es un modo. Vivimos en la incertidumbre: deslizaos, mortales, no os apoyéis, decía la sabia antepasada del sabio.

Sé espectador siempre (detrás de la cortina). Actúa sólo cuando así lo demanda el placer para su consecución.

Doblo la cerviz ante vos y todo aquello que pueda malograrme de no hacerlo y porque… es una expresión trasnochada de muchos talentos y nada servil y además es simpática, propia de literaturas de folletín que acaban en el fuego de la chimenea una vez degustadas.

No es un camino para mí: el verdadero método es una defensa a ultranza contra los ardides que se agazapan entre los pliegues más oscuros y sinuosos de la vida. El metódico que se preserva de las insidias de la existencia se lleva muy mal con el tiznón: siempre impoluta la vestimenta y la faz bien afeitada, la palabra y su volumen muy medidos, brillante el cuero de los zapatos,  jamás la corbata en el bolsillo como sucede en tiempos menestrales. Que chapotee otro en las charcas de los esfuerzos baldíos: en la hora de su muerte rezaremos un responso por la paz de su alma errante entre los pensamientos vanos y las angustias irreprimibles por el temor del abismo de la nada (o del todo, que es su dios) que va a engullirle.

¿Qué pensar de un metódico que recurre a la anatomía y la disección para contemplar a sus anchas ver matar los cerdos sin que le salpicase la sangre del morbo? Ni observa convulsiones ni oye los gruñidos de terror animal: qué Proust… animal.

El método que no asimila entre sus coordenadas tu desorden, siempre llevadero, tan placentero a la postre, no demuestra nada, sólo te disciplina (te encorseta hacia lo inefable) y reprime lo gustoso: al final te arroja a la penuria de un clima infernal y acaba matándote ante los ojos caprichosos de una reina saciada de pasatiempos: no estabas en tu elemento y otros manejaban los resortes del decorado de la acción. Sé tú la acción.

La carencia de método es señal manifiesta de claridad mental: una vez atravieses la puerta de tu casa y salgas al exterior puede ocurrir cualquier cosa, incluso aquello que imaginabas pero que nunca pensaste que fuese posible.

El único método eficaz para perder el mundo es aquel que ya adivinara otro torturado farsante inmerso en la vana ocupación teológica: ser capaz de permanecer encerrado en una habitación sin límite de tiempo aunque tengas la llave al alcance de la mano.

Todo método es el cerrojo de tu prisión. Y alguno de ellos te conduce a la turbiedad, a una espesura casi infranqueable: en verdad os digo que la sede principal del alma se halla en la glándula conarion, creedme que he rebuscado en todos los rincones del cuerpo y no he visto prueba de ella salvo en el lugar que os señalo.

¿Y eso?

Es la única glándula en toda la cabeza que no es doble.

Y el alma es única e indivisible…

Acabáramos.

Adenda: el alma puede tener, asimismo, sus propios placeres más allá de los del cuerpo. (Pensar con los bolsillos llenos de dineros da mucho juego y procura grandes distracciones.)

¿Tengo ojos? ¿Tengo oídos? ¿Tengo boca?

He aquí adónde conduce el método. El colmo: ¿soy o no soy?

A la duda cartesiana le sigue la hamletiana.

Yo no sé… decía el peruano con acierto de él y de la vida.

Oscuras filosofías en las que a duras penas se captan moscas y humos.

Dormir, tal vez soñar… El juego de Hamlet se finiquita en esta ocasión en una patética conjetura: ¿no podría ser la vida sin ser nosotros conscientes un sueño sin interrupción?

Anidamos anestesiados de otras realidades entre las vísceras monstruosas e interminables de un animal cósmico e infinito, entre las piedrecitas del sol y la luna, sus engañosas y pobres claridades.

Si piensa el alma, ¿por qué no el cuerpo? Más visible es éste que aquella, más visibles sus trazas que son sus movimientos, más real la sangre y los músculos, las tripas y los huesos, sus fluidos y detritus.

Sin método, mi modo es goliárdico. Haz poesía con el mondongo nauseabundo de la vida (también con el aroma sutil o penetrante de sus flores), pero sobre todo con el albur de tus idas y venidas sin orden ni concierto.

Como buen goliardo, sabes que el mundo es una magnífica pocilga donde revolcarse a discreción. Y tú eres más maestro que estudiante, hasta vagabundo eres sin método que valga salvo el que impone la gula y la lujuria: vino, taberna, amor (o lo que sea), jugar siempre sin temor a la pérdida porque tú eres el juego:

In taberna quando sumus,

non curamos quid sit humus,

sed ad ludum propreramus,

cui semper insudamus.

¿Tú de niño matabas lobos a tiros de escopeta?

Eso los literatos como el ínclito Valle-Inclán, que fue de infancia meritoria.

Pero ese poco tenía de goliardo. Más padecía los sentidos que los gozaba. Un pobretón. Y a menudo sufría ayunas muy severas.

De niño fue casi príncipe. El tiempo lo desbarató y lo descendió a miserable por figurar de literato. Aun así fue de valías. ¡Un hombre que mataba leones con un solo brazo! ¡Si él lo hubiese querido de firme… se ponía el mundo, por montera! En fin, a nuestra época ha llegado su fama por ser hombre de letras…

Poca cosa.

Cuando toda la plata de México podía haber amontonado a sus pies.

Alardeaba de ser hidalgo de piedras insignes.

Tonterías. Al cabo, hijo de una villa, aunque hermosa, de ningún recurso, moribunda y en ruinas. El orgullo es lo único que no sale del fondo de la faltriquera cuando se ha quedado huérfana de todo lo demás que le es propio. A algunos en lugar de paralizarlos la indigencia los espolea y embisten como los toros, sólo que con la pluma y la lengua, a todo lo que se les pone por delante. Son coléricos estos tipos de casino, café y ateneo. Y a veces hasta dulzones, de una babosería reprobable: … hecha de nácar, de marfil, de azahar y rosas (…) con los ojos abiertos de par en par sobre el alma, escribe acerca de una dama.

Dichas todas las tonterías al principio de una carrera literaria, te libra de decirlas más adelante.

Goliardo sin escudo por delante o por detrás. Desnudo, sin medrosidades. Dale al kif.

A punto Boceto de llegar a la casa vestusta y antaño familiar. A un tris de nuevo de meterse en la cama. Aún anda en 1993. Se cree con derecho a saberlo todo, y sigue en la caverna.

El veneno persiste: escucha a Haydn al abrir la puerta. ¿Es posible? No lo era, que eran figuraciones. Y, sin embargo, toda la casa parece bañada por cálida luz del minué del tercer movimiento de la 103.

La sombra del padre no aparece. Pronto hará un año que se adentró en las tinieblas. ¿Se llevaría a las espaldas el espíritu? ¿Qué es el espíritu?

Abre la puerta del frigorífico. Demasiadas cosas ahí adentro. Mordisquea el pastel de carne. Se toma la última copa (la última copa de la botella, ya no queda ni una gota) de vodka muy frío. Bien.

Un sábado menos. Con alguna novelería de más en la cabeza, próxima a la glándula conarion. En la cama… ¡vacía! Despertará a media tarde. Ella sigue sin hacer acto de aparición, lo que resulta en extremo teatral.

Qué pronto resolvimos nuestro mutuo respeto por la infidelidad, qué fácil la excusa, imaginarnos en brazos de otro y de otra en total libertad sin que el mundo se haga añicos, quiá, que ni siquiera chirríe, que nada desencaje.

¿Por dónde andará?, se pregunta al anochecer del domingo con la Sonata de Otoño en las manos. ¿De veras importa?

No hay ningún espejo cercano donde mirarse, pero es igual. Se ve con resignación. Mírate, se obliga a sí mismo con los ojos cerrados y, ahora sí, se contempla perfectamente: eres como esos tipos que van pisando su propia mierda y nunca acaban de descubrir la causa de lo sucio que se sienten.

Si pudiera esconderse en las páginas del libro…

Yo no era un niño que subiera a los árboles: yo los bajaba.

Esas eran las oscuridades, y todas antes de hora.

Animal eres: ¿será el yo una mezcla de azúcar y carbono?

Demasiado temprano entretuvo los días leyendo historias que no le convenían verdaderamente.

De Julien Sorel le indignaba que perdiera toda su sangre fría al final de la comedia. Lo echa todo a perder en un santiamén: dos pistoletazos, uno fallado, en una iglesia de pueblo, qué poco sutil y qué impropio del tipo cerebral y calculador que suponíamos desde los primeros capítulos de la novela. De todos modos, el tipo lo arregla bastante bien días después de su frustrado crimen, ya encerrado en el torreón: Al menos estar aquí me libra de gente molesta. Es un sitio tranquilo. Me haré traer los libros que quiero leer, se dice entre risas.

Boceto, incansable tahúr, lo sustituyó por Henry Brulard:

De joven, bastante joven, aunque no recuerdo exactamente cuando, yo creía ser el alma gemela de Brulard, que en todo momento a lo largo de los años se tuvo secretamente por un hombre de 1794.

¿Y no lo eras?

No.

¿Por qué?

Bueno, él terminó siendo Henri Beyle y, más tarde, Stendhal, y yo todavía no sé en qué acabaré, bruto como soy enmascarado por refinamientos corteses y la sonrisa siempre de acatamiento no exento de complacencia. Quizá esté acabado ya, para el arrastre, a los treinta y tres... (te burlas de ti mismo, hypocrite).

Deberías haber subido a lo más alto de los árboles, a la cruz, divisar el panorama que se extendía ante ti… En fin, tampoco es cuestión de crucificarse uno a sí mismo.

Otros, que acabaron con la pluma en la mano (derecha) desembocaron en ella no por predilección, sino por esas cosas que pasan:

Yo, señores, por mi gusto e inclinación guerrillera, habría formado una partida, la llamada la de Ramón María, El Manco, y me habría echado al monte a deshacer entuertos entre el arrojo, el disparo y la sangre.

Eso dices porque ni tienes dinero ni tienes salud y los amigos raros.

(Quien más, quien menos, ha escrito letras sueltas y quintillas publicitarias. Unos para La Harina Plástica; otros, acerca de las propiedades de la leche cuajada La Martona. Y alguno hubo que ganaba unos dólares asegurando que le mantenían limpio en una lavandería de Muscatine, Iowa.)

Y no haber sido nada, ni ahora, ni antes, ni después.

Perecen las glorias,

se apagan los días.

Quedan por memorias

las cenizas frías.

Prefiere el dinero al laurel. No anda en edad para perderse en zarandajas. Boceto, mucho más cuerdo que los que juegan con la pluma en la mano, dispone de los dos brazos maniobradores enteritos, listos para apresar lo que sea de su agrado.

¿Qué no acabará en paje del marqués de Bradomín? Seductor lo ha sido, aunque sin noblezas que engalanaran la corrupción total de algunas hembras ni aliviaran la suya propia tan inmunda a veces (todas).

Caballero sin espada ni caballo no alcanzará la vileza de rasgar con las espuelas de plata la sobrecama y las sábanas del lecho pecador ni tampoco la fácil carne de la puta Pichona, que a ese fin se la ofrece:

¡Alégrate! ¡Pégame!

¡No me alegran esas villanías!

(Todavía hay mandamientos.)

Ya se cierra la noche. La velada se alarga junto al fuego con el libro, cerrado ahora, entre las manos, un volumen liviano, de apenas cien páginas, encuadernado en piel gofrada verde y letras doradas en el tejuelo negro. Horas tristes y solas. Se adormece Boceto. Llaman desde la calle y el timbre de adentro de la casa suena. Le traen la carta de una muerta. Pero a él le caen vencidos los párpados.

No se aviva el seso, no despierta.

La cerveza amuerma. El vodka te remata. Piensa en la mujer matemática, pálida, escueta de líneas, de ojos grises, vacíos, su expresión de estatua.

Su desnudez será la del mármol, fría e inhóspita, aunque ella será sumisa. ¿Cómo enredarse en esos muslos que el hermano ya anudó, sorber en la boca que aquél mordió?

Cabecea, inclina la testa al pecho. La baba hasta le va caer, mancillará las hermosas tapas del libro sobre el regazo. Un estremecimiento lo endereza. Abre los ojos: qué malo el atrezo, el decorado del que se ha provisto para sus andanzas físicas y mentales. El tejido, basto; los colores, chafarrinadas innobles, la lengua de serpiente.

¿Cuántas mujeres hubo?

Todas son una. Mujer, al cabo: a tenor de sus disimulos varios y sabios es más que un hombre, que es transparente como el animal y de sutilezas mostrencas, de trazas adivinadas.

Más que Boceto, garabatos.

Habrá que abandonar esta casa, se dice entre sueños febriles. Sólo son escombros… del antiguo castillo. Ni brasas, sólo cenizas muertas. El pasillo a ninguna parte, las habitaciones solas, hay como una tristeza reptante por las paredes, desciende del techo, desprecia las ventanas abiertas, no se escapa, se asienta en estos reales, a gusto se encuentra en esta caverna, en cada rincón de esta casa halla lugar desdicha y fracaso… que fue lo de otros pero que alcanza a pringarte aunque eres animoso, de ojos verdes y alegres. Salvaremos las murallas de la sucia ciudad y el foso de aguas infestadas de fieras de abajo, instalaremos la tienda en las llanuras limpias y fértiles de las afueras. De la mano de la altiva castellana, que es maga, mujer y hada, trazaremos planos y levantaremos un hogar al sol y al aire sin vicio ni humos. Hora es ya de olvidar al padre, renegar de la madre, alejar de sí la memoria de los hermanos, vivir al raso del gozo y que venga lo que haya de venir si no es la muerte, que tiempo ya habrá para eso, que no siegue antes de hora lo sembrado. Nosotros, los Brell, que fuimos de almenas…

La casa. Se mira en el espejo oblongo del armario. Qué visión. Se agrietan las comisuras de los ojos, la frente se raya, qué cansina la mueca de la boca, se ensanchan las carnes… ¡Qué fastidio!  Se repite el mundo: ya empiezo a ser mi padre.

Que vengan mudanzas. Hasta piscina azul y holgada ha de haber en esos suburbios de nobleza con luengos sueldos de funcionario leal y consentidor.

Profesor, háblenos de Goya.

(Y Lucientes.

Y hasta pagan por ello.)

Arquitecto, trace planos, levante mansión… a nuestro gusto y sin rechistar, que mandan dineros y no caprichos inhabitables de constructor de casas para portadas de revistas que han de sufragar bolsillos ajenos. Aquí esta piedra, allá la madera, de cristal esto otro, ventana a Oriente, la puerta al mar. Y chitón.

Mañana mismo, si es que aparece a cambiarse de bragas y retocar el maquillaje, informo de la decisión a la castellana, dama de su señor don Cornelio. Manos a la obra, pues.

Bradomín el actual era mandón y enérgico… pero ni era feo ni católico ni sentimental. Es un caballero español. En el 93 se halla lejos de oler a viejo, que eso es cosa de ocurrir a los 50 años, al decir del trovador catalán que escribía en provenzal, de modo que tiempo hay por delante para las acometidas de toda clase.

Alega abolengo, blasones antiguos, piedras insignes, palabra señorial: abalorios que encandilan a mujeronas y muchachitas.

No existe virgo que no se rinda al anzuelo adecuado. Este mundo de aguas turbias facilita la pesca a ciegas, nadie hay que no ande a manotazos y sin saber donde pone el pie.

Y entre pecado y pecado, vino del Rivero y empanada de lamprea que recomendaba aquél de la chimenea que fornicaba monjas de siete en siete.

Hasta las mujeres se hacen viejas, y antes de los pestilentes cincuenta que anunciaba el poeta catalán y dipsómano. No saben que el hombre es el diablo, y las va empujando a ese abismo sin que se perciban de la caída al hoyo con las faldas al aire.

Aquí, señor, todos, hembras y varones, olemos a azufre (y, sin embargo, no hay ladrones… después de muertos).

Muy de literaturas rancias anda este en ese crepúsculo dominical y tristón. La mujer matemática, narcotizada y fría, le ha untado con su absoluta dejación. Ha de desprenderse esa costra como sea.

¿Cuál es el libro que debía amenizar esa terrible hora?

No sabemos. Del revés lo tiene en el regazo. (Por una vez en toda la cantinela, mil veces alargada, no sabemos. ¡Qué burla!)

Ponte en pie. Arrebata el mundo.

¿Y qué? Al fin, nada.

Todo es pro y contra:

¡Buena vida pierdes!

¡Andar errante!

¡Contar pesetas!

¡Soles y lluvias!

¡Comer de mesones!

¡Sobresaltos!

(Vivir… son las dos cosas.)

También se vive quieto, agazapado, viéndolas venir hasta que se ponen a tiro. No queda otra, y el buen comer, y la copa, que te vuelve taciturno por dentro y demasiado locuaz por fuera, pero no te lleva a la gresca ni a lo humillante, si acaso a la mofa oculta que le inspiras al Charlie de turno y al que se le da un ardite si esa noche terminas en la cama o bajo las ruedas del tren. Usted elige, jefe, yo sólo cobro el dinero del peaje.

Bradomín sin pecado y sin años y además sin un dios que pueda estorbar su conciencia y con una regla a solas que aplaste bajo su autoridad todas las otras que puedan considerarse: salvar a toda costa el propio pellejo.

Mejor ser un muñeco de cartón hueco… que pueda rellenarse por la parte de arriba de trabas a la dopamina: yo era, pero era lo que soy ahora, no lo anterior, ¿para qué andar a tropezones con las otras mentes que me fueron configurando? Perfecto, Bradomín.

Puramente terrenal, lo primero, y luego, muy precavidamente, el ensueño. Transfigurar el amor en algo sublime es pervertir la parte animal de lo humano, tan acuciante y esencial para su manifestación física, rebajarlo hasta su misma refutación puesto que mitiga e incluso pone en duda su adición imprescindible para la cristalización de aquel sentimiento que guarda en su resolución modos de bestia. El perfecto Bradomín es de tierra y carne. En un santiamén las pone cara al sol con las piernas abiertas.

¿Sabe usted a qué huele el amor? En esa coyunda todos son olores de los pies a la cabeza. Podríamos enumerarlos…

Qué empacho. Pero acabemos pronto con el amor, pronto a sí mismo se agota con sus triquiñuelas y requiebros. Es un vocablo empalagoso, confunde lo más real, pringa a lo más severo.

Otros asuntos igualmente distraen mi tiempo e ingenio: entre odas y madrigales me devoran los días.

Preferible es la noche para esas ocupaciones. A lo parisién. La buhardilla, la luz trémula del sebo…

Yo la tengo eterna esa noche, de día y de tarde, que soy ciego al completo. La inspiración la tengo hasta durmiendo, y en roman paladino, que es como debe hablarse al buen vecino y no dejarles sordas las entendederas con metafísicas y estilismos de los que no se empapa.

Y el hambre que agujerea las tripas. ¡Poeta se alimenta de lo ido!

Así les cunde. A la memoria hay que estorbarla con la imaginación, socavarla, dejar muy tapada algunas de las cosas que llenan su joroba con la realidad del presente, por ejemplo, que acalla aquel eco de otro tiempo que nos desordena el hoy con lo reprobable o vergonzante del ayer, muerto pero dando la matraca y asomando la cabeza como un cuclillo desde la tumba cuando menos te lo esperas.

El recuerdo es muy traicionero. A veces, te lo trae el sueño y te amarga el despertar; otras, se te clava como un puñal por la espalda: no lo ves venir y se planta delante de los ojos por muy cerrados que los tengas y no te salvas de la murga, y aún hay ocasiones que irrumpe como un fantasma encarnado y vestido a la moda. Odio recordarme en el pasado. Ojalá pudiera aniquilarme. Hacer nacer otro sin memoria, o nadie.

Usted es un Mala Estrella.

Y más que lo diga. Estrella sola: señero.

A Boceto, sin embargo, le trae al fresco el recuerdo de aquellos tiempos cuando estupraba criadas (servidoras), o perpetraba otras alevosías y actos deplorables en familia o fuera de ella, y nada de poesías, ni entonces ni ahora, que al final se acaba malviviendo de migajas del fondo de Reptiles o se va uno al otro barrio loco, ciego y furioso.

Letras, que dijo aquel: colorín, pingajo y hambre. Y aun aquel otro señaló con mejor definición, y además en galo: la antesala del hospital, del manicomio o la morgue.

Los pies en la tierra, que es de verdad, y la cabeza en su sitio (si escapa de la guillotina eléctrica) y no en las nubes que hasta el aire las deshace.

Al cabo del peregrinaje cogido de las manos de las musas traicioneras, ríase usted de Odiseo, que el gran bohemio y gran poeta como un cerdo triste se plegó a la peor y más canalla dádiva: el sueldecito mensual y bajo mano de un ministerio doblemente sucio y ruin, el que empuña los garrotes, distribuye mamporros y maneja a su antojo policías.

Ni siquiera ese alivio mezquino le estaba destinado: murió antes de teñirse las manos con ese pobre dinero de putos y putas y puterío general. Murió tumbado en la calle fría y gris cuando ya alumbraba el día, pero dijo: ¡Buenas noches! Y de aquesta guisa exhaló su postrer aliento.

Qué procesión genial por consecuente, trocas café en taberna, catre en arco de puente y acto seguido hospital en cementerio. Adiós, adiós.

Echar la vista atrás, a las torpezas del pasado, sólo es admisible si se reviste de comicidad, como mirándole desde el culo de una botella de vino de no menos de 150 euros (2002: ¡ah, promoción de agustinos preclaros…!) y velado por el humo de un habano de 60.

Un Bradomín sin la melancólica evocación de aquellas artes y galanterías que distraían el placer más pronto y enérgico. De Bradomín la capa, la maestría sutil del pecado y nada más de lo otro que adorne la seducción: trote directo al puro sexo animal al que le sobran delicadezas y entreactos.

Aviva el recuerdo la carta de la muerta: cómo fuimos, el mundo entero era un fuego, escribe con letra de colegiala, grande, redonda, legible del todo.

Ya ahíto de ella, sólo descubre en la bruma feble de la remembranza las medias negras de seda caídas en el suelo, al pie de la cama, las ligas blancas con broches de oro, el revoltijo menudo de la túnica a un lado de la almohada. No le llegan las voces en esa interesada memoria, ni suspiros, ni las promesas de amor, escucha la fricción de la carne, ve la embestida brutal, le asalta el grito final de ella herida de muerte gozosa.

Siempre era lo mismo, y nunca la misma mujer. Sin extravíos.

Una lujuria a la que le sobraran un don Juan tanteador y poetastro a escondidas y sus morosos entretenimientos antes de entrar en materia. Tal era lo ambicionado. Lo otro, ¡cuánta divagación para acabar empalados! ¿O sólo se trataba por medio de ese cuerpo de monja pusilánime de burlar a Dios de la mano del diablo?

Hay algo de stendhaliano en todo esto, un cartesiano siempre con la duda entre la pared de su gabinete y él: quiere abrazar a la mujer, abrasarse en ella, una, cualquiera, que sea la más fácil, y él sin vanidades necias, incluso con la faltriquera por delante, pagando. Demasiado frecuentemente algo se lo impide. Todo son amagos. Después de la velada intelectual o frívola en el salón de alguna dama con pretensiones, termina a solas en su aposento y se recluye decepcionado junto al fuego con la pluma en la mano. Escribe entonces con ánimo de confundirse a sí mismo: inventa todo tipo de teorías que no aprobaría ni por asomo de haber disfrutado horas antes de ocasiones más sugerentes. Especula no sin imprudencia escalas amatorias: sanguíneo el francés; bilioso el español; melancólico el alemán... Encasilla el mundo con tal de desmenuzar el espíritu… cuando se trata del cuerpo, de su tacto y de su olor, de su estremecimiento. Este gran psicólogo crea a su alrededor una gran tela de araña llena de trampas que disimulen su forzada inactividad sexual, su escaso atractivo físico.

Quinientos años antes estaban de más toda suerte de melindres, para atrás hemos ido: a plena luz del sol sobre la yerba retozaban y se refocilaban con denuedo y felicidad en la Edad Media noble, urbana o campesina, boccaciana. El cuerpo como distracción de la mente e instrumento de placer, y cuando no hay más remedio también de dolor y cuando hay menos remedio todavía de putrefacción, puesto que él es la carne.

De todas las muertes, la más espeluznante y cruel es la cristiana: depara premio o castigo al término de la existencia. Tal amenaza confunde y amedrenta muchos días de la vida, nos roba festividades, nos llena de sosería y temor el tiempo de la vida.

Desustancia el sexo, empalidece el sol y frustra los amaneceres más prometedores.

Apaga la luna de la noche goliarda, acrecienta el tamaño y grosor del alma hasta lo insoportable.

¡Y hasta la anteceden esos heraldos negros asotanados tratando de meter la cuchara en la hora final que todavía la hacen más repugnante! Qué periplo de broma: de un valle de lágrimas al valle oscuro de Josafat.

¿Para qué hablar (escribir) cuando se puede actuar?

Murióse Bradomín. Nos dejó su cadáver a dos velas. Cenemos de su fiambre, del caldo de sus huesos. Valle lo consiente y no hay más autoridad.

Antes de esa muerte emprendió el marqués la ruta del conquistador.

Con mucho romanticismo de aliño llenó las alforjas del viaje, aunque no olvidara la daga bien afilada de la pasión y cierta tendencia a escanciar la sazón de lo escabroso en el galopar que preveía. Por una vez no pudo saber el galaico lo que le esperaba. Magulladita nos dejó a la niña Chole, cuentan sus memorias, pero quebrado quedó él de cintura para abajo. La caribeña lúbrica y siempre renacida para el amor buscaba las arremetidas a todas horas, ardorosa lo perseguía en el descanso que exigía el amante, renegaba de las treguas, despreciaba los parones, se conocía a ella, al hombre, a la carne y al mundo... Al demonio, más aprendiz que otra cosa frente a sus saberes de cama, lo arrojó al desván de lo vejestorio y lo rancio, ahí te pudras, que Dios me lo ha de agradecer luego en la vida de ánimas sola y sin chicha que viene a continuación. Amantis y nada religiosa devoraba al macho, a un esforzado bradomín que se ahogaba cada vez más en el mar de sudores y fluidos de ella que indiferente al veneno, para qué acudir a él, qué desperdicio, lo dejaba inofensivo y sin armas cada poco tiempo: ve acortando la lista, don Juan de pacotilla, yo borro a todas las que poseíste hasta hoy. Mucho se ha dicho, repetido y escrito como garantía de mayor reconocimiento: siete veces se nos quedó sin resuello el de bradomín en aquella amatoria lid mexicana de una noche, y supo cumplir, pero con él aún supo cumplir más la hembra terrible e incansable.

Como penitencia de aquella jornada, léase al completo Llave de oro o serie de reflexiones que, para abrir el cerrado corazón de los pobres pecadores, ofrece a los confesores nuevos el padre Antonio María Claret.

Harto de sus correrías mundanas, muchos otros libros de diferente naturaleza leería el marqués apaciguado por la blanca nieve de sus cabellos, la chimenea invernal, perpetua por el helor, el recuerdo enamorado de las amantes evocadas: Desnudo el jardín por ti, acepta estas rosas galanas que te ofrezco, le decía desfalleciente una de ellas, a días de morir de consunción. De aquellas imágenes imborrables, de aquellos ofrecimientos de flores y de entregas sin reparo se sacia el presente mortecino y con olor a sepulcro de aquel altivo seductor.

Por amor he llegado a la blasfemia y al sacrilegio, a la abyección del centauro, pero también a la dulzura del querubín y a la quietud más profunda y mística, confiesa sin rubor. Este hombre tan sabio en lo  concreto y tan versátil en lo espiritual, que ha preferido con largueza ser de todas las mujeres con las que topó el último amor más que el primero, siempre aspiró a caminar por la vida como un niño ciego ante el encantamiento y las ilusiones, única manera cabal de quedar preso en ellos. Quizás alguna vez de adulto lo consiguiera.

El postrero capítulo era previsible: espera ser eterno, como la calavera de Yorik, por sus pecados, aunque para serlo tenga que vender sus memorias de centenario como aquel que vende en vida su propio esqueleto antes de despellejarlo y descarnarlo por completo.

Advertido de la senectud que se abalanza sobre él, no duda en esclarecerse de pies a cabeza a los ojos del lector, sin pudor deja a la vista los jirones medidos y elegantes de un superviviente algo tenaz acabado ahora en pura sombra pero que aún logra corporeizar la airosa capa española que desciende desde sus hombros hasta el suelo: en ladino silencio la nieve del invierno ha caído sobre su alma, ella será su mortaja, y descubre al fin las blancas guedejas y la barba alborotada que casi le oculta el pecho enteramente, el brazo cercenado, la ruina del cuerpo… y la melancolía. Un retrato indudable: no existe diálogo más certero e invicto que aquel que entablas con tu sepulturero a la caída de la tarde mientras libas el licor de la despedida.

En el pasado, cuando todo se rendía a su apetencia y vigor, ¿anticipaba en ocasiones el hastío del amor la inesperada languidez de algunos días? Únicamente la pasión, efímera a la postre, podía revitalizarlo. Sin embargo, con el libro en la mano (aunque no tenía nada de guapo, fue amado algunas veces), incluso declinaba luchar por asirse a ella, y la inusual paz espiritual que hallaba en esos instantes era bastante para aprobar su renuncia. Sólo alcanzaba a recobrar  un mínimo de voluptuosidad que excitara su sangre aquietada si al deleite lo acompañaban imágenes de decadencia y desfallecimiento, un modernismo flagrante. Era un presagio de la incipiente derrota.

Empieza el sepulturero a edificar tu casa. Mejor construida no la encontrarás fuera de este lugar: ha de guarecerte por toda la eternidad del sol abrasador y de la cólera furiosa del invierno que tanto temiera el sajón.

Llega en momento oportuno este centón de alegres y confusas memorias: ¿Te acuerdas?, pregunta a la amada, una que fue de las tres niñas pálidas. Toda la eternidad es una evocación. Jugaban inocentes en los vastos espacios iluminados por el sol del inmenso palacio. Luego, fueron amantes sin inocencias.

¿Qué fue de aquello?

¿Qué fue de todo?

No espera ninguna misericordia del rencor de los años.

Un rato se levanta mi esperanza. Tan cansada de haberse levantado, torna a caer

Al desahucio del cuerpo se unen otras mil ruinas.

Yo que en el mundo desdeñé miramientos y tacañerías de tanto que poseía hoy poco tengo para comer… ¡ni dentadura para hacerlo! Epílogo de justicia poética.

(Y más en tu caso falso bradomín, que en esta hora apartas todo disimulo y bajas las manos con libro o sin él.)

No pierda más quien ha tanto perdido.

Ese es el epitafio universal, mejor que ningún otro.

Anda de interlocutor con dos fantasmas matizados por el crepúsculo: el sepulturero y el poeta. Estos dos, sin duda, han de engendrar un filósofo a las puertas de la muerte. Es un diálogo… de piedras.

Está cansado, y la caricia o el aguijón del pasado, a la vez tan hablador y silencioso como un espejo, le turba el ánimo. Todas sus amantes eludían bajo sus manos y el deseo ferviente cualquier abstracción que distrajera su oficio de conquistador, él se embelesaba con su carnalidad oliente y poderosa. Y, ahora, el terrible ahora que siempre llega, siento el dolor menguarme poco a poco.

Era desposada, pero yo fui su maestro en todo, pues no reparaba por entonces y me daba lo mismo si libre, puta, casada o monja.

Yo era perverso: los celos de ellas me ponían de buen humor, silbaba por lo bajo ligero y divertido como un pájaro que revolotea de rama en rama.

Pronto ha olvidado lo que es: Va muriendo el día, se apaga el sol, dice mientras se aleja de la quietud de la necrópolis… Y es él, que se va muriendo también.

Nadie cree en la muerte y, sin embargo, la sabe.

Boceto/Bradomín, se piensa. Se recrea así, en esas horas de antes de la medianoche.

Tiene el alma infestada de licores... en su casa sosegada que es choza y palacio.

Ha avanzado el día, domingo, y la noche que ha venido es de luna llena, donde se ve todo mejor.

Una sonrisa que tiembla, la ráfaga del vuelo de un ave pequeña que se pierde instantáneamente en el azul lunar, el agua embrujada del surtidor en el parterre.

¿De qué es capaz?

De hacer el amor con una muerta. Nota como desfallece bajo su cuerpo a cada lanzada, a cada acometida la hiere más y más.

¿Se sumirá en el sueño por fin? Pronto ha de anunciarse el principio de los días y los trabajos de otra semana. La misma bruja hilando lo mismo en la misma rueca. Una repetición fastidiosa si no hay amores por medio: la conversación con un Charlie sepulturero, las idas y venidas por la casa de la adúltera, dos o tres libros de los cuatro mil que quedan por leer…

Tenía la manía de leer, había leído hacía poco en una línea de un libro encuadernado en pergamino. Manía, cosa diferente a costumbre o distracción, que alivia el temor a lo desconocido y extraño.

¿Sería él aquel santo que amaba siempre que estaba triste y la lujuria atemperaba no sin desazón su pensar aflictivo?

Pero no tenía la grandeza de las manías. Las suyas eran la pura rutina, de hechuras en exceso consuetudinarias.

¿Tanta vejez habría en él y tan entretenida con sus fatigas, es decir, a conciencia, por tozudo y sobreviviente, con entendimiento y deliberación, que vería morir a todas las mujeres a las que sedujo con su porte de marqués antiguo y con las que se acostó, incluso a las que doblaba la edad?

(No obstante, no vería morir a la que triplicaba en años cuando por vez primera la sintió tremolar entre sus brazos en plena doncellez, aún sin refinamientos ni vicios ningunos, cándida,  ardorosa y expectante. ¿Podríamos humildemente sugerir que la hispano-suiza Hanna Schmidt Roser sobreviviera al taimado Boceto cuarenta años? ¿Nos sería lícito -¡quién iba a impedirlo!- quemar en efigie, en papel, a Boceto a la provecta edad de 85 años, es decir, en 2045, cuando ella, en 2085 sobrepasara ampliamente los noventa?) Séanme permitidas estas pequeñas ligerezas respecto a fechas aniversarias que no han de influir para nada en el entrecortado devenir sobre las páginas por donde trota y divaga con soliloquios, solipsismos y otras arbitrariedades ególatras don Ignacio Brell Gay y asoma, y a veces no asoma, como sopla un airecillo sin excesivo quebranto ni  inoportunidad, Hanna Schmidt Roser.)

El verdadero Bradomín tal vez hubiese aligerado el preciosismo de su prosa de haber nacido hijo de zapatero remendón y con menos nobleza e hidalguía a sus espaldas. Del manejo de la lezna a la refinada amistad, aunque de muchas copas, con cardenales y papas de vida licenciosa. Listo que fue. Veneciano hubieras acabado, bradomín, y además con serrallo de jóvenes bellísimas y de artes exquisitas, y en lugar de memorias de escritura harto engalanada y bastante pudibundas nos habrías distraído con breviarios tan jocosos con los Ragionamenti y los dieciséis Sonetti lussuriosi.

Aun en el sueño y la modorra persiste la conciencia de tu mala vida, de sus embrollos sin ganancias, de su pérdida en lances inocuos y satisfacciones meramente amorosas, evanescentes a despecho de la concreción imbatible que deparaban en trances semejantes la súbita postración física.

Maximina era su nombre, recuerda haber leído Boceto. En todo, era educanda. Veinte años le suponía y no sumaba más de quince, aunque ella se tuviese como de doce. Sus ojos eran de terciopelo y miraban tristes. Ella se tenía por poca cosa, feúcha, aunque de voz balsámica según Bradomín, y, además, aseguró, ni siquiera soy buena. La niña no se quería. El lúbrico marqués, de inmediato, aventuró la más tierna y gozosa de sus aventuras, el digno colofón de todas ellas. La enamoró sin querer, al sentirla excusa más que causa que pudiera renacer en él voluptuosidades semejantes a las que en tiempos de mayor fortuna y pujanza le habían inflamado. No tardaría en adivinar que era su hija, una hija de sus pecados que purgaba su origen como novicia de convento, y comprendió que, definitivamente, era el más bello amor de su vida. Si bien la queja inesperada que confesó para sí fuera del todo chocante y hasta incomprensible: Ay, lamentó con un suspiro, pena que la niña de los ojos tristes y aterciopelados no tuviese las formas gráciles… ¡de un efebo!

Y en qué momento se nos presenta ahora el auténtico Bradomín, amputado de brazo, un guerrero manco, abatido en una cama prestada, de cabellos blancos y con los hostiles fríos de la vejez atenazando sus frágiles huesos, y entonces, de esa apariencia tan decrépita, afirma con voz vibrante que el horror es bello, que él ama el correr púrpura de la sangre que alimenta la tierra y el saqueo de los pueblos y ama a los viejos soldados crueles y a los que violan doncellas y a los que incendian mieses y labores y a todos aquellos que hacen desafueros al amparo del fuero militar, que el soldado debe ser soldado y la guerra debe ser guerra.

Mejor la lubricidad del pecado de los amores prohibidos, sin sangre al menos, que esta última declaración de bestia desmedida que se complace en la violencia, el robo y el crimen. Esa memoria debió ocultar por encima de todas las otras: incestuoso, acabado y manco, viejo.

Se soñaba a sí mismo, y a falta de acción se aferró a un puñado de palabras que brillaban a sus ojos como el oro y eran oropel.

De la mano del sepulturero, que le guiaba a la salida, se alejaba todavía de la tumba. Quería ver de nuevo el amanecer, otros pocos más que, sin embargo, a la tumba habían de conducirle. Quería prorrogar la vida mediante la remembranza de lo vivido que ya no era sino polvo: lentamente se desvanecía en el aire.

Un viejo nada heroico puesto que de ningún modo se batía con la realidad inevitable, que ni siquiera le desafiaba, muy poca cosa era ese tipo para toda una realidad que abarcaba el universo entero, simplemente deseaba guiarle por el valle de las sombras a la sombra que era él: mira, no vayas a tropezar, no te ilusiones, la tierra te llama, ya es la vez, hasta de tus cenizas puede su humus fertilizarse sin el concurso de la insaciable gusanera.

¿Qué es la muerte?, se preguntaba intelectualmente, y llevaba a cuestas todo el estropicio irreversible de su cuerpo viejísimo. Muchas horas del día pasaba intentando desentrañarla. Pensaba con palabras y declinaba inconsciente mirar la imagen de su penuria física: el mundo, ahora, ya sólo era un espejo que replicaba su deterioro y en el que no se reconocía. Todo a su alrededor despedía el hedor de la muerte. Debería haberse hincado ante ella, suplicar, llévame rápido, y, sin embargo, hacía de su vida final y miserable una atadura, un nudo inextricable que le sostuviese aún vivo aunque descompuesto y fétido. No se veía muerto, jamás pudo comprender así: inmortal soy; luego, no sé…  ¿la oscuridad tal vez? Se creía la eternidad.

¿Qué es la muerte?

Mírate, léete en el texto arrugado de la piel.

A la tía de la guadaña no hay dios que la enamore, y mucho menos tú, bradomín de duermevela, le dice una noche de otoño con Haydn Brell el Viejo a Brell el Joven.

(Mi padre, que Dios perdone…)

Con desenvoltura, hasta con descaro, sabiéndose eterno, afirma  yo no soy viejo, soy clásico.

Y, padre mío, ningunas ganas tengo de seducir a esa parca siniestra, fría, amarilla y sin carnes. Me bastan las jovencitas.

Pero en el alba de cada día las campanas, allí en la espadaña de tu alma, en silencio, doblan a muerto, y tú las oyes también en silencio. La lujuria no te salvará, como a ese Bradomín.

¿Y si es amor?

De la mano lleva el amor la idiotez, que dijo el sabio moderno.

Padre, hace un año que andas entre tinieblas, acabo de visitar a la que fue la última amante de tu hijo el ahorcado, he conocido al hijo sabihondo y parlanchín de un cura que me ha instruido sobre la sabiduría del manga, me deleito imaginando sin piedad para conmigo los tempranos adulterios de mi amada esposa, bella y huidiza como una gacela bíblica… Padre, no me des lecciones, estoy lleno de ellas al final de la jornada, ahíto.

No sabes nada. Si supieras que la muerte es la gran maestra de la vida… Lo malo es que uno nunca logra licenciarse en esa macabra asignatura. El curso queda interrumpido… siempre.

Sé que el dolor proviene del cuerpo, y sé que el miedo, el verdadero miedo, el terror a la nada absoluta, nace de esa cosa, puesto que es innegable que cosa es, alma o como quiera que se llame, zascandileando invisible entre los sesos y modelando un monstruo dentro de otro monstruo con fecha de caducidad. Sé de la muerte y de sus pasos al otro lado de la puerta. Es estremecedor, pero cuando escucho a Haydn nunca te proyecto ante mí vivo, en carne y hueso, te siento muerto, muy importante, padre, muy importante, mayestático. Ahora ya lo sabe todo, me digo, está al otro lado de la puerta. Qué gigante, el progenitor.

Habla oráculo.

No hay un dios que valga, hay alma; no hay alma, hay un dios (puede ser un pedazo de metal) que habla por ahí adentro.

¿Y si el dios estuviese agazapadito en una de la sinfonías de Haynd, la menos previsible por discreta?

Siéntalo en tu regazo a esta hora alba e inmaculada y dale el primer biberón de la mañana, quizás así se ablande, reprima sus pataletas y termine dormido hasta la próxima succión de droga. Haydn no se merece que un berzotas marrullero como ese salte por las renglonaduras del pentagrama mareando la perdiz.

Heme aquí, padre, honrando tu memoria: a zancadas entre hoyos buscando calaveras, como un hamlet que ya hace burla de todos los dioses habidos y por haber:

demasiado deslenguados para no ser visibles entre los humanos, harta presunción.

Otras lenguas hablan por ellos.

Prefiero ver sus cuerpos convertidos en barro con los que tapar barriles de cerveza.

Qué oficio… ¡Abrir fosas! ¡Llenar fosas! ¡Cerrar fosas!

A ello nos enseñó el primer hombre, padre de todos, Adán el Cavador.

Todos los sepultureros cantan para matar el tiempo mientras cavan con sus azadones, que es labor fatigosa y conviene un poco de distracción en su quehacer.

Cada uno se gana el yantar, e incluso el vestir y el amor si da para ello, como puede.

Hasta alguno hay que canta sin cavar y come y viste y ama y es amado.

Esa es la suerte del ahorcado.

Podría existir algo más horrible que la nada.

El acto lento de la extinción, un cesable a plazos.

No exactamente: seguir vivo después de la muerte.

¿Sin el atuendo del cuerpo?

Qué vestidura tenaz, pasajera, cada día pasa de moda.

Nos visibiliza, nos hace materia.

Seguir vivos, sí, pero sin imaginarnos a nosotros mismos, seres solamente, flotantes en un espacio que es todos los mundos, los que soñabas, los que te precisaban a ti para materializarse sin exponerte a la vista.

El sueño, dormir, es la prueba inequívoca de la conciencia: el cuerpo sigue encendido, respira, vive, pero la conciencia se ha apagado, ya no eres tú mismo, ya no estás. Sólo reapareces en el mundo cuando los sentidos te recuperan de nuevo y recobran a la vez a aquélla. La conciencia es lo que muere. El cuerpo se pudre, ni para la muerte vale, es un cajón tan vacío como el féretro que ha de albergarlo.

Huele a lío freudiano. Todo parece enrevesado.

No tanto.

Tan enrevesado como era yo de adolescente. Tuve que matar a mi padre para acostarme con la criada.

¿No te bastaba tu madre, soñador?

Ella voló, dejó a los del palomar con tres palmos de narices y la mirada escrutando un horizonte imposible.

Bonito folletón.

Con mucho punto y aparte.

Como debe ser, asiente el guionista: pagan por línea.

Ahora lo entiendo todo, ¡quelle fluidez narrativa!

Era lista la señora... porque de joven fue muy rara. La aventura del arte fue su llamada de la selva, y aunque muy creativa era también demasiado realista, en ningún momento perdería los papeles como para acabar en un viaje a ninguna parte a bordo del Magic Bus, muerta de inanición o romanticismo inútil.

Al final, todo es silencio, y el eco de lo vivido se desvanece hasta quedar en nada, perdido en el aire, el leve rumor de las hojas de una rama basta para acallarlo por entero.

Hábleme de la madre del niño de los mangas, dice el terapeuta.

¿Le he dicho que ese chico se llama Ignacio, como yo? ¡Una casualidad kantiana!

Una mera casualidad.

Usted, como psicólogo, debería hallar en eso algún significado oculto. No sé, algo semejante, un sentido esclarecedor.

No lo creo. En este caso los detalles carecen de importancia. Hábleme de la madre, la hermana pequeña.

Se llama Albertina. Lo cierto es que me interesaba mucho más que su hermana mayor, la mujer matemática.

¿Cuándo volvió a verla?

Al siguiente fin de semana. Comprendí entonces que ella empezaba a ser un proyecto para mí.

¿Se preguntó en algún momento si usted iba a serlo para ella?

No era una cuestión que me preocupara en absoluto. En realidad, pocas veces me detengo a pensar qué les importo a los demás. En este aspecto de mi carácter me reconozco culpable, sin duda. Mea culpa, mea culpa, por siempre mea culpa,  padre Atienza, padre Basilio, padre Octavio.

Su despreocupación raya el cinismo, amigo, cuando no en la ofensa más despiadada.

Prefiero vivir con mis errores y pecados a cuestas que con mis frustraciones carcomiéndome por dentro.

Su conducta afecta asimismo a los otros, y sus culpas las pagará sólo usted.

Lo sé, y ellos también lo saben. Pero habrá penitencia salvadora. Se trata de un pasatiempo… en el mejor sentido de la palabra.  Y si se creen que son víctimas, para ellos toda la absolución. A mí me basta con la horca, con la nada, que no exige contrición ninguna.

De modo que se sintió atraído por Albertina.

Podemos decirlo de ese modo.

¿Existe otra manera de decirlo?

De hecho, a mí sólo me acuciaba el deseo de acostarme con ella, la exmujer de un excura, puro morbo, y era muy atractiva, tenía un cuerpo espléndido. Sé que suena horrible lo que digo, pero usted es mi psicólogo y tengo derecho a exhibir delante suyo las porquerías que subyacen entre mis vísceras. Le pago por ello.

Me consuela saber que se conoce muy bien a sí mismo.

Es el primer paso para la conquista de la felicidad… Al menos la terrenal.

¿Se hicieron amantes?

Sin condiciones de ningún tipo.

¿El hijo era consciente de ello.

No lo creo. Estaba abducido totalmente por los mangas. Al parecer se había introducido katana en mano en alguna de las viñetas y ya no había salido de allí.

¿Ella no le pidió nada a cambio?

¿A cambio de qué?

De acceder a una relación meramente física con usted.

Ambos salíamos ganando con el acuerdo. Una satisfacción sexual plena es suficiente para justificar una relación.

¿Está usted seguro de que Albertina disfrutaba de ello?

No era una mujer exigente. Era una mujer triste que gozaba del sexo sin cortapisas. Por otra parte, al principio se hallaba muy desorientada, sin saber por donde tirar, recién separada y siempre alerta a causa de una hermana alcoholizada. En otras palabras, la situación se presentaba magnífica para mí. Esa mujer me subyugó desde el primer instante que la vi, tan inerme y tan decidida a la vez. Una combinación familiar y sentimental perfecta para un seductor de treinta años al que su propia esposa le era infiel sin reproches por mi parte ni remordimientos por la suya.

Su proceder en el terreno sentimental resulta abyecto.

Qué quiere que le diga. Hasta el señor Einstein tenía un puñado de amantes a las que les leía en la intimidad de la alcoba antes de ponerse profesoral Parerga y Paralipomena (allí se lee que la mujer, por su naturaleza, está destinada a obedecer…)

Comprobaré la cita.

Hágalo, y de paso disfrute de la lectura siempre vigorosa del señor Schopenhauer. Le brindo esta otra, aunque proferida en esta ocasión por el mismo Einstein: Seguramente el matrimonio fue inventado por un cerdo carente de fantasía.

Es usted un experto en anecdotarios.

La anécdota sazona discretamente la seriedad del hombre culto. Le libra de fardos retóricos.

Lo que dice suena más a una sentencia que a una opinión. Como suele decirse, está usted muy seguro de sus errores, a pesar de que crea que es el ingenio lo que mueve su lengua.

Nuestro sabio Einstein también jugaba lo suyo. Se desprendió de los calcetines, hay que llevar encima sólo lo justo, amigos, decía, un hombre no necesita demasiadas cosas para vivir, pero se echó encima una docena de poses en cuanto veía cerca un fotógrafo. Puro narcisismo.

Usted, amigo, es un auténtico dechado de deformaciones psíquicas.

Algo del tóxico agustino si corre por mis venas jacobinas.

Púrguese.

Lo hago con el primer café del día.

Sospecho que también ha puesto lo suyo en esa ponzoña.

Es fácil decir eso, sentado en ese butacón de orejas y cobrando por escuchar las mentiras de sus pacientes.

¿Me miente usted?

Todo lo que puedo.

Magnífico. Es a través de las mentiras cuando se sabe más de un individuo abrumado por el saco de problemas, impotencias y complejos que carga a la espalda.

No se confíe. Entre la verdad y la mentira anida el engaño más sutil, bien sirviéndose de una u otra. Para sentirse a gusto con lo que uno es hay que enredar el mundo y tornarlo borroso más que desenredarlo y ver las cosas claras.

Ver claro le asusta.

No exactamente. Tener las cosas claras es sólo una frase hecha. ¿Para qué? Eso es un verdadero martirio, desnudar el mundo, sus trapisondas y precariedad… Fuera de la caverna, de esa mínima turbiedad que disfraza sus cosas y los asuntos humanos, el universo apesta a carne podrida y a cuarto oscuro, a vida animal y rancia, descompuesta y abierta en canal.

Así que sedujo usted a Albertina.

Esa pobre desgraciada estaba en tierra de nadie. Sólo había que alargar la mano y apropiársela.

La creía abierta en canal, mirar por dentro y meter las manazas en esa herida abierta sería gratificante. Tortura o linimento, qué más le daba, ¿no es eso?

Vaya, doctor, puede ser temible si se lo propone.

Sin embargo, la impresión que uno obtiene de lo que dijo acerca de ella es que se trataba de una mujer capaz, hasta despectiva y hosca. Le recibió a cara de perro. Usted le cayó mal desde que le abrió la puerta el día que le conoció.

Es posible que ande confundido. Han pasado muchos años desde entonces, el 93. Era un año postmortem. Ahí va la primera gran revelación, psicólogo, también yo andaba en tierra de nadie, recomponiendo los trozos del juguete roto: sin hermanitos y sin papá y mamá y con esposa pindonga. Aunque lo cierto es que era yo quien dirigía el cotarro. De eso estoy seguro.

Era altiva, Albertina.

En las dos hermanas había algo parecido a eso. Albertina era solitaria y sensual, como la hermana mayor. Pero también estaba decepcionada o, peor aún, fue traicionada.

Un cóctel perfecto, a juzgar por lo que dice.

Ni el mejor Charlie lo hubiera superado. Todo empezaba a saber a rosas.

El hijo de ella sería la aceituna ensartada flotando en el martini que, supongo, sorbía usted antes de las prometedoras veladas.

Supone muy bien. Pero yo lo prefería encerrado en un manga, asaeteado por un laberinto de onomatopeyas japonesas. A cada uno, lo suyo. En cualquier caso, el bello verano del 93 fue una sucesión de días de absoluta sensualidad, de sexo incontenible, algo ruin, de melancolías y un toque de depresión que aún me acicateaba más.

¿Por qué le cuesta tanto salir de ahí?

¿De dónde?

De 1993.

No creo que fuera un año especialmente significativo. Fue un año más donde sucedieron unas cosas más nada extraordinarias respecto a otros años... quizás fue incluso insulso por el curso de sus acontecimientos. Mi relación con Albertina no lo resolvió en ninguno de sus dos extremos. Ni cielo ni infierno. Ni ángel ni bestia. El 90 deparó una doble pérdida: JD. cambia de piel, como las serpientes, y Fiodorov se ahorca. Fueron dos uvas que se me atragantaron entonces, pero todos los años al son de las fúnebres o natalicias campanadas alguna de las condenadas uvas se atasca, en el 91 tuve un accidente de coche del que tardé en recuperarme, en el 92 el jefe de la manada se despidió de Haydn y del lobezno que le quedaba y trotó hasta las nieves perpetuas. Acaso este mismo de 2008 haya empezado con mal pie y no lo veamos terminar…

Vamos cumpliendo años.

En efecto, me temo. A dos años de los redondos cincuenta ya llevo a cuestas cuatro cadáveres. El próximo asesinado seré yo.

Infancia, adolescencia, juventud y madurez. Se refiere a esas etapas, ¿no?

La vejez es la última puñalada, y te la da de cara. Cada una por su lado en idéntico escenario de la comedia aun con decorados diferentes. Cuatro versiones de uno mismo con distinta máscara. Vas devorándolas una a una como si fueran caramelos más o menos dulces. Finalmente el tiempo acaba liquidándole a uno, la única víctima de la que no eres culpable, ese pellejo roto, amarillo y moribundo termina desaguado como si nada al margen de tus deseos que, dicho sea de paso, no cuentan para nada, salvo que uno se incline por la propia autodestrucción y le robe a la cruel y caprichosa biología la última de sus satisfacciones respecto al ser humano. En cualquier caso, exitus.

Me pareció entender que aquel año también usted se tenía por un juguete roto.

Tal vez sea un recurso psicológico actual para justificar determinados actos, digamos desaprensivos o, al menos, mitigar un poco su indecencia.

¿Cómo cuáles?

Albertina se convirtió en una extraña obsesión para mí. No tanto por la atracción sexual que sentía por ella como por la idea odiosa de desbaratar su carácter, desampararla de su defensas psíquicas. El personaje que era ella físicamente no me interesaba tanto como la identidad oculta que se ocultaba tras su apariencia. El sexo sólo sería el bisturí para penetrar en ella, el escalpelo necesario para destripar la muñeca.

¿Era una mujer apasionada?

Intelectualmente sí, aunque muy inexperta en la cama. De una pasividad casi total al principio. Naturalmente, eso constituyó para mí un revulsivo absoluto. Muy pronto se reveló de una forma muy distinta, activa y desinhibida por completo. Sin embargo, su aura de mujer difícil, ausente, secreta, nunca dejó de manifestarse en nuestra relación más allá del sexo, lo cual me libraba de otros compromisos fastidiosos y sentimentales y favorecía mi villanía.

¿Se lo reconoce? ¿Admite usted sus bajezas?

Del todo, señor. Cuando me miro en el espejo sé perfectamente con qué clase de tipo me la juego.

¿Y no pretendería usted revivir a costa de la hermana pequeña la relación que su hermano mediano sostuvo con la hermana mayor?

Presumo que esto va por buen camino: al retruécano llegaremos sin duda.

(¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?)

Mientras sea usted el que se estrelle.

Es usted un psicólogo muy divertido.

Sólo cuando los individuos y las circunstancias lo permiten.

Los locos más peligrosos son los invisibles, los que en su conducta nada parece indicarlo. ¿No seré yo de esta especie, doctor?

¿Intercambiamos los asientos?

¿Cómo atrapar a un corruptor de menores en tanto no ha sido descubierto en plena faena o reconocer bajo la luz del sol al borracho solitario y depresivo puertas adentro de su casa que todos los atardeceres se echa al coleto una botella de ginebra o al encorbatado ejecutivo de las mañanas que al llegar la noche se acicala con la ropa interior de su mujer mientras ésta le introduce entre las nalgas el mango de un plumero?

Debería refrenar la vena cómica de su personalidad. Es probable que a su pesar saque a la luz deseos inconscientes.

No lo crea. Es una actitud mía muy medida.

No obstante, me es fácil adivinar que está usted lleno de fisuras por donde colarse. Es cuestión de tiempo. Además, lo hallo muy dispuesto a retratarse sin pudores adolescentes.

No se fíe demasiado. Esas fisuras de las que habla pueden ser todas ellas trampas del laberinto. No llegaría a ningún sitio. Incluso mis sueños rastrean y comunican más de los otros que de mí, tapado hasta el cogote por el embozo.

Es usted quien está en el laberinto. Yo sólo le observo.

Un laberinto de cristales, como los de las ferias. Basta mirar sus junturas en el suelo para averiguar la salida en un santiamén.

De espejos, diría yo.

De los del Callejón del Gato.

Sigamos dándole al manubrio.

Mi dinero me cuesta.

Mi paciencia no le va a la zaga.

¿Por qué no me pregunta si soy desdichado? Ya ve que soy generoso, le proporciono temas de desgaste, carnaza para los de su oficio.

¿Lo es? ¿Es desdichado?

En ocasiones creo que debería serlo. Uno puede elegir, si las cosas no se tuercen por un cáncer, una debacle económica o una paraplejia, entre serlo o no serlo. Yo decidí no ser desdichado desde que cumplí doce años, cuando aprendí de veras a darle a mi propio manubrio. La suerte siempre la tuve a mi favor. Únicamente mi madre me traicionó años después. Pero en seguida mi padre, que era para comer aparte, me consoló diciendo que ella sólo era una mujer, que ahí empezaba y acababa todo, que dejara que las vueltas las diera ella y no mi cabeza. El dolor, si es que fue aflicción por su pérdida y no una sorpresa cósmica, fue liviano, epidérmico. Era una carencia, fue una ausencia, y luego fue nada.

¿Piensa que encontraría algún interés en la desdicha? ¿Existe algo valioso en ella?

Un nuevo estado de ánimo, quizá. Quién sabe, una desdicha que se tradujera en inspiración creativa como la de algunos poetas de la especie de los llorones. Un cambio de bebida, de estímulo, aunque, por si acaso, sin perder de vista la etiqueta bienhechora de la anterior, no perdamos la perspectiva.

Le sobra cinismo para ser desdichado.

Estoy de acuerdo con usted.

¿Cómo iba a negarlo?

Qué le vamos a hacer. A todo el mundo le hubiera gustado ser Albert Einstein. Me dio por Rojo y negro y Vida de artistas ilustres en lugar de Física Recreativa.

¿Le hubiera gustado de veras?

Cuando era adolescente, sí. No obstante, emprendí un camino equivocado. Tenía colgado en la pared retratos de Hery Beyle y don Pío Baroja y reproducciones de Picasso… en lugar de tener a Newton, Faraday y Maxwell bien visibles encima de la cabecera de la cama como santos de mi devoción.

Interesante.

Y habría tenido que alimentarme todos los días nada más que de setas, espárragos, arroz y una buena cantidad de fresas. Lo que sí hice es leer dos veces Don Quijote: ya teníamos algo en común el gran hombre y yo.

Es usted el hermano gemelo del cinismo.

Ninguna objeción al diagnóstico. Por lo demás, le llevé un libro.

¿A quién?

A Albertina. Es costumbre mía regalar un libro a una mujer en la segunda ocasión que la veo. Conviene que sepa con quien se las entiende.

Regala libros a las mujeres… Prolegómenos de la seducción, supongo. Una manera de ponerlas a prueba… o saber por donde van los tiros, de sutil estrategia.

En efecto. Esa es la cosa. Prefiero hacerlo de ese modo. Además, yo por principio imperativo nunca presto libros de mi biblioteca. Lo malo, lo peor diría yo, de dejar libros a otros no es que no los devuelvan, es que no los leen, y allí se quedan, en las estanterías de sus casas cubiertos de polvo hasta que otros desaprensivos como ellos, invitados a cenar una noche, se los llevan prestados a su vez para que muerdan el polvo en las suyas hasta que otros… etcétera.

¿De qué libro se trataba?

No creo que fuese el más afortunado, pero lo pensé tarde, como siempre, a deshoras. O fue el clásico acto fallido freudiano, qué sé yo: Bella del Señor.

Me temo que no lo he leído. Tampoco sé quien es su autor.

Estoy convencido que es la clase de libros que los psicólogos no suelen leer ni por casualidad. La técnica del pensamiento, sus haceres o deshaceres, sepulta cualquier tipo de imaginación volatinera.

¿De qué trata?

Oiga, amigo, yo le pago para que me diga de qué trato yo.

¿Qué pretendía al obligarla a esa lectura?

¿Obligarla? Yo sólo sugiero lecturas formativas.

Confesó que acaso no fuera el libro más indicado para ella. ¿Pensó que era poco avezada en literatura?

¿Avezada? Caramba, que cosas dice usted. Las últimas cincuenta páginas de ese libro son las más desoladoras que he leído en mi vida. La angustia existencial de sus dos protagonistas previenen y le vaticinan al lector de su idéntica penuria: tu hora final también ha de llegar. Lo escalofriante es alcanzar la antesala de ese final ineludible y aguardar en ella con los brazos cruzados, estoicamente. Ya no hay vuelta atrás.

Se significa con las mujeres a través de sus regalos librescos…

Les hago ver mi tranquila desesperación, habitante como soy del callejón de las almas perdidas.

También podía haber tocado el violín en una velada, o el órgano a las orillas de un lago rodeado de árboles en un atardecer festivo de verano.

Soy bastante torpe con las manos. Elimino precavidamente usos y escenarios inadecuados.

¿Leyó ella el libro?

Creo que sí, porque al cabo de unas semanas me miraba de un modo extraño, con cierto respeto… pero no con la admiración que a mi me hubiera gustado.

¿Qué importancia podía tener que le admirara? A usted sólo le preocupaba el sexo.

La admiración que pueda inspirar uno en una mujer le impide a ésta dirigir cualquier reproche a las cochinadas que impone su amante en la cama.

(En la cama con miss Tracey: un buen revolcón entre charcos de whisky, trozos de pizzas, colillas, condones y manchas de semen y orina: conviene recordar la performance.)

¿Aunque ella nunca comentara nada en absoluto de la novela ni de su autor?

Así fue. Lo leería en silencio y luego esa lectura la encerró en una tumba… de las muchas que había en su interior.

¿Qué le hace pensar eso?

Estoy convencido que nunca dejó de estar enamorada del cura.

Esa es una suposición muy atrevida.

En todo caso, su recuerdo le hería profundamente. Tal vez si el tipo la hubiese abandonado por una mujer…

Hábleme de su esposa.

Si lo que quiere que le diga es si me ha sido infiel, le respondo afirmativamente, y lo sigue siendo ahora y seguirá siéndolo en el futuro. Don Cornelio soy. ¿Por qué no ella doña Cornelia?

¿Qué pensaría si su esposa se acostara con otra mujer?

Lo hizo cuantas veces le vino en gana antes de casarnos en el 89 y después. Doy fe de ello. En realidad, creo que la única vez que mi amada Paula Coloma se ha enamorado físicamente fue de una mujer, Laura Roser.

¿Laura Roser?

Me parece que todavía no es relevante hablar de ella. Demasiado precipitado para las presentaciones. Tendríamos que viajar hasta Suiza, recalar en París y continuar hasta Valencia al cabo de unos cuantos años, y usted ya anda mirando su reloj. Yo tampoco le quito el ojo, amigo.

Lo dejaremos para más adelante.

Siempre mañana y nunca mañanamos, que diría don Félix Lope de Vega y Carpio.

¿El hijo de ella supo de las relaciones entre ustedes?

Es posible. A pesar de los mangas lo imaginaría al cabo de cierto tiempo, al igual que la hermana mayor. Pero cada uno de ellos se dedicaba a sus propios asuntos.

¿No les importaba?

En absoluto. Uno con sus tebeos y la otra de la mano de Gödel y Russell cuando sus fases turbias se lo permitían habían creado sus propios imaginarios para burlar la realidad. Lo que hicieran los demás, madre o hermana, les traía al fresco. También el señor Einstein, ya en la vejez, tuvo relaciones con una bailarina de un club nocturno de Nueva York. La consecuencia de ello fue una niña que entregó en adopción… como ya había hecho con el primero de sus hijos antes de casarse, asimismo una niña de la que nunca más se supo. ¿Y a quién cree que pueden importarle tamañas menudencias frente al hecho magnífico de la bomba atómica?

A mí ni me importa la bomba atómica ni los pecados de libido que perpetrara el señor Einstein, y sus hijos sólo me importarían como pacientes.

Ahí quería yo llegar.

Para ese viaje no se necesitaban alforjas.

Empiezo a pensar que deberíamos repartirnos el dinero que le pago.

¿No le es suficiente con el que le pagan por entretener con anécdotas durante unas horas a la semana a unos universitarios de mentes nada pragmáticas?

Un noble oficio el de enseñante. No se imagina la cantidad de cosas que saben ya de don Francisco de Goya y Lucientes y su época.

Con su pan se lo coman y allá se lo hayan. Ya les dará duro y duro en las espaldas el 2008 y siguientes. Son carne de diván. Mi futuro y el de mis colegas se presenta harto halagüeño.

Existe aquí un curioso transfer… inverso. Mi influencia sobre usted es cada vez más innegable. Un par de sesiones más y no podrá vivir sin mí.

¿Se cree usted un personaje de novela que termina devorando al mismo autor? Se lo zampa como si fuese un sándwich a la mitad del libro. ¿Sabría decirme quien iba a poner fin a esas páginas entonces? El autor es un mal necesario, la escritura no nace por obra y gracia del Espíritu Santo, hay manos pecadoras ahí.

Algo de mi cinismo, si es que podemos llamarlo de ese modo, le ha contagiado.

Confunde usted esa impudencia con lo meramente burlón.

Antes hablaba de mi comicidad.

Es usted un caso imposible.

Que usted no sabe resolver. Devuélvame mi dinero.

Tiene usted espíritu de mercader.

Qué más quisiera yo. Me conformo con ser un nuevo Einstein.

¿Realmente existe Albertina?

Contrarresta la frialdad y desorden emocional de la mujer matemática a despecho de la lógica y racionalidad que presiden su mente. Naturalmente que hay una Albertina. Es la hermana pequeña de la hermana mayor. Insustituible.

¿Puede describirla físicamente?

Me asombra usted.

¿Por qué?

Sólo es un personaje. Debería bastar su sola existencia, sus idas y venidas sin la oportunidad de detallar su encarnadura, el color de sus ojos y la calidad de su piel, el timbre de su voz, su cabello largo o corto, su estatura, la mesura o provocación de sus facciones. ¡Qué más dará! Son las damas de la procesión, los caballeros del sable, cariátides de materia maleable. Terminada la comedia, ningún lector al paso del tiempo recuerda una descripción de hembra o varón por más minuciosa que sea.

¿Qué me dice de don Quijote de la Mancha? Es inolvidable. Su figura y características físicas prevalecen años y años, siglos.

Pero ese hombre fue real, era Alonso Quijano, el Bueno. Tan de verdad su existencia como la de Cervantes.

¿Y de Emma Bovary?

De igual estirpe, más soñadora aún y más pecadora, más valiente en sus acciones. De seguro que también ella existió prisionera en alguna provincia oscura de Francia.

Empiezo a tener una idea bastante clara acerca de las mujeres con las que usted se acuesta.

(A nivel mental, jodido psicólogo sacamantecas.)

Mujeres solas. Aun acompañadas por maridos y amantes, solas. Pudiera decir yo como el fatuo del Hipólito de Calderón: Yo tengo notable estrella con mujeres… Con mujeres de aquella clase. Solas y ya perdidas, a manotazos con los espejos del Callejón del gato.

Le atrae la languidez, la indefensión.

Si usted supiera…

Albertina…

Quizá del físico de Matilde La Mole, muy rubia y de formas esculturales, y del carácter, manso y apasionado, de Madame Rênal naciera la mujer perfecta… propia de las primeras décadas del siglo XIX.

Ese engendro no existe.

Doscientos años atrás… sí.

Diga mejor páginas atrás.

Pobres de ellas de un tiempo más pasado, esas féminas de siglos calderonianos que ni siquiera iban nada pintadas, y encima matrimoniaban o conventuaban con nutrida bolsa de dote tragaran o no.

La carne o el muro, la cárcel en dos de sus formas.

O muertas tempranamente por tercianas o cuartanas o sucumbidas en partos desgarradores, continuos y monstruosos. Hasta a las reinas de la España Imperial sangraban y sometían a un sinnúmero de aberraciones médicas.

Demos viraje a la charla, esta trayectoria no nos conduce  sino a lugares sórdidos y sin salida. Fueron siglos los de atrás muy convulsos y paradójicos.

Goethe…

Goethe, dice usted…

El único rasgo humano que reconocemos en Goethe es que se casó con una simple burguesita. Eso lo ennobleció algo.  Y es de sobra conocido que era escritor muy calderoniano, según confesión propia.

Según Eckermann.

Siempre prefiero lo escrito a lo dicho.

¿Cuándo volvió usted a ver a Albertina?

¿Ha leído Las afinidades electivas?

No, y no pienso hacerlo… ¡doscientos años después de no haber sido el lector ideal! En el año de gracia de 2008 mis lecturas son más actuales. Aunque puedo llegar a El buen soldado.

Las afinidades electivas es una novela de desgaste, de forma implacable todo lo creado va deteriorándose ante nuestros ojos como si una química malsana corroyera a los seres y sus sentimientos hasta convertirlos en polvo. Lo natural, fracasa.

La vida nos oxida. ¿Qué se creía usted?

Pero nunca de una forma estética como en las novelas. Tenemos el mundo y sus dimensiones tan encima que nos es imposible verlo más allá de sus sucesos trágicos o felices. Estamos en el mundo pero no nos imaginamos en el mundo como tampoco nos imaginamos fuera de él.

En el fondo la matemática del mundo es de una simplicidad abrumadora: las cosas y los seres dejan de ser a través de un proceso eminentemente físico al que denominamos tiempo.

¿Por qué habla de Goethe? Preferiría que lo hiciera de Albertina.

Quizás a través de Goethe llegue a analizarme mejor.

Qué presunción la suya, amigo.

Que no salga de nosotros, pues. La tarifa que abono exige proteger mi intimidad... y silenciar mis gustos literarios.

No le quepa la menor duda de que fuera de estas paredes a nadie le interesan lo más mínimo sus divagaciones. ¿Qué le ocurre a usted con Goethe?

Me temo que de su obra sólo me atrae su absoluta frialdad. No logro percibir en él debilidades. Tal vez fuese un hipócrita redomado. ¡Qué la salvación de un hombre, Fausto, se halle en manos de una mujer!

(Feo, católico y sentimental: del pecado original de una mujer nos viene la calamidad.)

¿Lo ha hecho modelo intelectual de vida?

No, al menos no de un modo consciente. Mi cinismo, que sazona mi frialdad, se basa no en el despego de mi carácter como en la debilidad de mis sentimientos hacia los demás.

¿Debilidad o hipocresía?

Ambas fallas proceden del temor.

A que nos hagan daño.

O a hacerlo nosotros mismos.

No quiere hablar de Albertina.

Cada cosa a su tiempo.

El nuestro se agota.

Y no es moco de pavo: cien euros del ala la sesión.

Aprovéchelos. Mucho más sabrá de usted mismo a través de Albertina que por medio del alemán, que pone en manos de otro, del infatigable Erckmann, la tarea de desvelar su vida y su sueño... calderonianos, por así decirlo.

(Boceto sonríe ahora al escuchar la réplica del otro.

“¿Sonríe usted?”

“Me ha venido a la memoria el estupor del lector de mangas al descubrirme detrás de la cortina… ¡la cortina de humo!”)

El Goethe humano pero absolutamente distante, arbitrario y falsamente trágico de Las afinidades electivas tiene muy poco que ver con el laborioso racional y metafísico de Fausto.

Todo eso me trae sin cuidado. ¿Usted ha visto la firma del señor Goethe? Un auténtico excremento… sólo que salido del cerebro en lugar de hacerlo por su sitio natural.

Una firma, como el color de los ojos o un libro ilustrado, a mí no me dicen nada, ornatos prescindibles para lo serio. Vayamos al meollo del asunto: lo que se cuenta, la mirada sin veladuras, un texto sin estampas.

Por más que nos escondamos acabamos revelándonos por multitud de indicios con los que nos traiciona la conciencia. La sesión ha terminado.

(Pase por caja.)

Menudo exorcismo el suyo. Me deja a dos velas, como de costumbre. Y me voy con el trasto con el que he venido. El de afuera no se puede librar del de adentro. Sólo muriéndome lograré acabar con él.

¿Qué tal si mezclamos en el cóctel a Eduardo, Carlota, Otilia y el capitán y el arquitecto sin nombres con Dowell, Florence, Edward Ashburnham, Leonore, Burlap, Rampion, Gudrun, Birkin…?

La banalidad de lo narrado la enmascara lo trágico.

Seriedad, disfraz de la bagatela.

Un brebaje de efectos fulminantes. Átomos fisionándose en torno a un núcleo de locura provistos de una fisicidad atenuada hasta lo abstracto por las propias reacciones químicas de los cuerpos y mentes de sus personajes, cada vez más cerca de devenir producto de laboratorio emocional que de los dictados de lo puramente fisiológico. Eso es el caos, pero un caos antiguo, de inevitable ranciedad, entre lo maquinal, lo químico y el instinto animal cada vez más apaciguado y a punto de su clausura. Nada llega a explosionar realmente en esos cuartetos tan alejados de lo armónico: la guerra fría, meros avances y golpes al aire. Al final, la bomba salva el tinglado, muertes como remedio, y todos a casa, cuando lo verdaderamente trágico sucede en la vida, estando tú y los demás bien vivos.

Me es imposible creer en el efecto: mato a un par de personajes y y le soluciono el entramado, novelista.

Lo trágico nos cerca en todo momento, la muerte lo destierra. Créalo, pues: por puro aburrimiento.

Qué distintos venenos el de la señora Bovary y el de la joven Otilia. Ésta última requería otro escenario.

El mundo sigue. Nunca ha dejado de hacerlo, nació con el universo en el mismo instante de nacer éste, sin tener aún estrella que lo alentara, sin ser todavía planeta.

La mujer matemática fue muy comprensiva ante el nuevo orden natural de los acontecimientos. Su ebriedad le hacía despreciar cualquier normal moral: no creía, visto lo visto en su actualidad contemporánea, amalgamada por la frivolidad, la mentira y la corrupción irremediables, en ninguna de ellas y mucho menos en algún imperativo que la determinara. Ella consintiría lo que fuese para complacer a los hermanos pequeños. Y, por otra parte, no era cuestión de promover que la hermana pequeña follara con el hermano pequeño en el piso de aquella mientras en la habitación de al lado el lector de mangas estaría atento a cualquier ruido que despertara su libido algo enmarañada por su condición de hijo único de una madre muy atractiva, el recuerdo de un padre envuelto en olores a inciensos afrodisíacos a tenor de esas inefables y prolongadas comuniones de alma y el cuerpo y una voracidad lectora de fantasías perversa e inteligentemente eróticas. De su apartamento hizo burdel.

Lo cierto es que aquel apartamento a Boceto se le antojaba una especie de altar de los sacrificios: ¿volvería a hacer trampas con la hostia consagrada, ¿y si el cura se escondía debajo de la cama?

Ella le abrió una vez la puerta de la casa de la otra. Muchas más ha de abrirla después: vicaria perfecta ama de llaves.

Invariablemente, acababan en el… sofá de los invitados.

(Y así prosiguen todos ellos, cada cual a su manera, la vida cotidiana. Unos con reflexión y otros sin ella. Todo parece seguir su curso habitual, de la misma forma que suele ocurrir también en esas ocasiones extraordinarias en que todo pende de un hilo y se sigue viviendo como si nada ocurriera, ajenos a cualquier asechanza.)

Demasiado fácil. En la vida de los mortales sólo hay lo que podríamos llamar desaparición, y de un modo u otro violento o por desgaste natural. La tragedia es un mito, uno más de los sucesos de la existencia, algo cotidiano, como abrir una puerta, ser feliz una tarde, divorciarse, quitarse el apéndice, ahorcarte, engendrar un hijo o, ya bien embrutecido, pedir de postre en un restaurante barato de mantel y servilletas de papel tarta al whisky y de remate, mientras esperas la cuenta con el mondadientes entre los labios, un carajillo.

Trágico retroceder dos mil años y no saber que la vida es un juego, y que hay que saber donde se mete uno.

Boceto, que se sabe ladino y escurridizo, muy lejos todavía de la muerte (¡aunque acaeciese mañana mismo!) se descubre aferrándose a un convencimiento que favorece sus trapisondas morales: ¿Por qué habría yo de empeñarme en salir de mi carácter? Sin duda, como se me ha demostrado desde mi más tierna infancia, que sólo acorazado por él me son propicios y alcanzables todos aquellos placeres y entretenimientos que me son gratos y a la vez me hallo a salvo de desaires, decepciones y malentendidos.

Todo deseo que se ansía colmado conlleva previamente una trama (llámalo entramado) para su feliz consecución.

Tienes alma de artista, le dijo.

Y eres triste, lo que deja adivinar un auténtico talento, le mintió de nuevo.

Tiene ese varón despreciable sus técnicas diversas pues es muy abundosa y plural la casuística que propicia el otro género.

Ante esa expresión de tristeza femenina y despechada por un repudio infame, una filosofía de andar por casa revestida de seriedad es perfectamente aplicable y efectiva.

Antes del sexo (no precipitemos las cosas) la paradoja, el ingenio trivial, la (mera) ocurrencia verbal. Finalmente, la seducción.

Qué bien, Boceto, te analizas mucho pero jamás te juzgas pues hace mucho tiempo que nada te importó condenarte: Mea culpa, mea culpa, por siempre mea culpa:

¿Su filósofo favorito?

Pangloss.

Son cientos los hilos que nos sostienen en el aire de la vida, y llega un momento en el que algo oscuro surgido de la nada empieza a cortarlos y nos arroja al abismo.

Me hubiera gustado pintar, confiesa ella con ingenuidad.

(Nada menos que frente a Boceto.

Profesor, háblenos de Goya,

Y Lucientes.)

¿Te hubiera gustado ser pintora o… artista?

¿No es lo mismo?

Me temo que no. Al menos en estos tiempos que corren con sus piernas larguiruchas de ciempiés tan veloces y dañinas como siempre. Por lo demás, puedes adquirir esa condición en el instante que desees. Uno empieza a ser artista en cuanto se lo propone o se declara como tal, a los diez años picassianos o a los ochenta del tozudo calígrafo oriental.

Tal vez sea el momento de empezar.

Pero haz, no hables, actúa sin que sean las palabras las que te iluminen como focos en un escenario. Ya dijo aquel otro que la pintura, el arte en realidad, no habla, se muestra. En lo que a mí concierne, ya no me interesa nada lo que digan los artistas plásticos. Yo puedo urdir discursos mucho más divertidos e ingeniosos sin necesidad de llevarlos a cabo. Imagino una fregona y un pozal y soy capaz de inventar idealmente cien cosas a través de ellos. ¿Para qué molestarme en materializarlas?

La hermana pequeña incauta no tardaría en ponerse manos a la obra mientras el otro escudriñaba hasta el paroxismo cada centímetro de su cuerpo.

¿Sabes? Es más cómodo, y mucho más fácil, escribir que dibujar. Y ayuda bastante a superar una quiebra personal. El único requisito es que destruyas inmediatamente todo lo que escribas.

No me gusta escribir. No me ha gustado nunca. Creo que no he escrito una carta en mi vida.

¿Qué tal la lista de comestibles cuando acudes al supermercado?

¿La nota sujeta a la puerta del frigorífico por el imán coloreado en forma de ave?

Acuérdate de recordar.

Fuera de esos precisos textos, ¿para qué habría de escribirse? Quizás no esté todo dicho, pero escrito…

A uno le tienen que querer sin necesidad de escribir.

Un arte es su cuerpo que disfruta: ¿cuánto tardará esta vez en salir del museo?

La mujer matemática dormita la borrachera venusina, metódica y sosegada en el dormitorio contiguo al salón. El copula como una bestia (es la primera vez) con la hermana pequeña, que es mucho más apasionada, aunque torpe, de lo que parecían indicar su frialdad, tristeza y despecho.

En cuanto oyeron roncar a la otra, ella advirtió la súbita erección de él; él, el tremolar de ella. Se desvistieron con tanta premura que cayeron al suelo.

De nuevo trasiega en el cuerpo desconocido, todo reciente. Inaugural el olor dorado y suave de la piel extraña hasta entonces, las piernas, los muslos, el pubis (siempre de araña), la cintura y los senos, el cuello tan excitante y frágil, la lengua que anega su boca de una poción mágica y excitante.

Pero qué incómodo ese lecho de amor, la obliga a ella a estar quieta mientras él se revuelca encima de su cuerpo sacudido por las arremetidas.

En las pausas:

¿Estás todavía enamorada del vicario de Dios?

Descubre un fulgor de ira en la mirada saciada de ella.

¿No nos hallamos en una transfiguración? El sexo y Dios son dos placeres muy semejantes: los dos nos vacían mediante el éxtasis el alma del cuerpo, dos componendas, física una, ideal la otra, que nos dejan exhaustos, bien pienses infructuosamente en uno o te sientas en completo desmayo por el otro.

No entender a Dios, a todos los dioses, sino como una abstracción de los dos sexos, un símbolo de los ayuntamientos de las especies.

Los dos dioses, los tres, los millones de ellos, un simple eyaculación tan natural, tan mecánicamente perfecta aquí en lo terrenal.

Este tipo del montón que tan bien lo disimula con sus disfraces, no hace una lectura proyectiva de todo cuanto le rodea: se proyecta desde lo que imagina. Fastidiosos o fascinantes, los decorados abrigan una soledad demasiado evidente, sólo son eso, unos telones a veces vibrantes, a veces deslucidos.

Ella tendida en el sofá, de una desnudez absoluta, lánguida y vencida. Arrodillado él en el suelo entreabre con los dedos su sexo, examina la entrada de la vagina a conciencia (hizo el amor con Dios, y alumbró a ese ser tan especial, ese lector de mangas despectivo y sabelotodo), la huele como un animal servil, la lame por dentro como un perro, la penetra con la lengua: sabe a Dios, a creación. De todas las mujeres con la que se ha acostado, ésta es la más rara, inescrutable como la primera eva. No logra adivinarla, no la sabrá nunca, pero ahora es toda plenitud.

La realidad del pasado egoísta y depredador lo desmiente: es una consecuencia, otra, incluso un trofeo, otro, de sus batidas sexuales, del deseo de prolongar una vez más la conquista de lo inefable en un sexo tan opuesto al suyo, un misterio siempre recreado.

No existe nada en este planeta que no sea vida. Hasta la roca lo es. Yo sé que palpita. Poso la mano sobre la superficie: crepita al sol, está viva, es. Y también ella lucha por sobrevivir para no convertirse en un montón de polvo. Ningún animal, ningún vegetal, nada, ni la piedra, cede a la muerte, y apuesta con ahínco por la neta y milagrosa supervivencia. El único mandato digno de obedecer es el de proteger tu existencia. Están, sin duda, los desquiciados e imperfectos en la naturaleza, los que nacen a medias o rotos y se agostan enseguida y se mueren a sí mismos, a todo lo demás lo mata con crueldad o sin ella esa naturaleza, que es un eterno almacén de provisiones, porque lo otro, lo antiguo, ya ha devenido algo viejo, sobrante y precario, sustituible por otras novedades alimenticias.

Me oigo por dentro: es un fluido constante, un curso circular y ciego que riega lo viviente… más lo de afuera que lo de adentro puesto que yo no soy más que un instrumento de la tozudez primigenia de ese río vital que todo lo cubre, lo anega, a través de los seres que sustenta.

No soy más que un bicho, una cosa más sobre la tierra, y el salto que doy hacia delante me despoja de identidad y me conduce a la nada. Lo prodigioso es saber y aceptar, a pesar de lo difícil que es de creer, que tu cuerpo viejo te cercene así como así de la tierra, pero no se puede ser ateo de la propia vida, y mueres creyente y conforme si alcanzas la decrepitud humillante, mano sobre mano y con el rostro vuelto a la pared para no ver la lástima, la indiferencia o la impaciencia de los otros que asisten al nacimiento del cadáver en el que acabas ultimado. Ese final predestinado avala el feliz renacimiento de otro, de otros.

De esa vagina he nacido yo amante potroso y ahora desfallecido, un parto sin dolor, todo goce para la parturienta y el neonato. Todas las ideas, en cuanto referidas a esa vagina, son verdaderas.

(El dios de Spinoza.)

La tierra toda es una desmesurada vagina que no interrumpe ni un solo instante una labor ciega y al mismo tiempo luminosa y fecunda, de una interesante voracidad inversa: engendrar millones y millones de creaciones desde su primitivo estado de Pangea que… no resulta sino una misma creación incesante en una sucesión de inconmensurables disfraces. El aliento de la vida es idéntico en todo lo vivo  y hasta en lo inerte.

(Comunión.)

Me mordía la boca, hería los labios y entonces lamía la sangre con mucha suavidad, despacio, enroscada entre mis piernas.

Cada una de las mujeres con las que se ha acostado le induce pensamientos distintos, sugiere imágenes de la realidad dispares y hasta contradictorias, le hacen otro pero…

Nada en mí ciclotímico, ni de lejos, se acusa divertido Boceto sin importarle demasiado su naturaleza de piedra: jamás de un extremo a otro, qué ganas de confundirte y desordenar el mundo tan breve: el mismo tiempo, el mismo yo… la mujer siempre tan igual a sí misma por el cuerpo, tan diferente sin embargo.

Es la imaginación la que anda suelta. Se imagina que es otro, más sabio.

Todo es pura imaginación, y se toca con las manos el aire de su figura endeble y frágil, etérea. No el ave, sino el vuelo.

No es mi tipo de mujer, pero es un cuerpo de mujer y él tiene que saber todo de ese misterio renovado que otra vez se le ofrece. La desvela. La sabe. Luego, hablan. Después, un largo silencio de días. Lo peor llegará cuando ambos eviten mirarse cara a cara sin el manto de la noche, previos el vaso de vodka de él, la copa de vino amontillado y frío de ella, y la sosegada atmósfera de luz que crea la lámpara de mesa a un lado del sofá. Un decorado que vista un tanto la mentira de los dos, la de él una segunda piel, liviana y llevadera de tan fácil que se acomoda a su esencia, la de ella, un desconcierto irremediable desde que el cura la abandonó por un hombre.

Es un junio de 1993 de sexo y calor. Al final del verano le rondará la idea: liquidación. ¿Nuevos aires? El estío le asfixia. Arrojaría los sesos líquidos del cráneo al primer albañal que le saliera al paso, como se hace con el agua sucia. ¿Iba a librarse de ese modo de la porquería de dentro de sí?

¿Qué pensaba la mujer matemática de aquella relación enfermiza? A la hermana mayor el sopor le impide ver la dimensión real de las cosas en torno a ella. Sólo el amanecer del lunes limpia de vaho el mundo. Hasta el próximo viernes, los días son de cristal. A partir de ese día, la bruma torna a posarse sobre los seres, los objetos, los pensamientos, y borra la soledad, lo que una  es aferrada a la botella de vodka o de vino traidor.

Él nunca osaría entrar en ese apartamento un día entre semana. Le dolerían hasta físicamente las sensaciones desconocidas, extrañas, al igual que nos angustia un poco vernos bajo la claridad matinal en un espacio que siempre hemos visitado de noche, sentirnos y vernos raros y descolocados en un lugar donde la geometría y la luz no son los elementos habituales.

¿Qué queda más tarde?

Qué va a quedar… Una busca consuelo; el otro, distracción en el territorio de su parte oscura.

Un declive constante.

(Una línea de sombra, una más.)

Miente. Una vez y otra. Pero si no se miente, ¿qué queda? Vivir de verdad, con plenitud, es mentirse cada segundo, la muerte no existe, no existirá el muerto que has de ser, no puedo morir, ¿cómo es eso posible?, y esa mentira que te dices a ti mismo te ayuda a vivir como un animal un poco menos inteligente que el hombre inteligente que eres y que por serlo suele arruinar el único empeño loable: ser feliz sin que para ello le cueste a nadie un céntimo, un golpe, una lágrima, una herida en el corazón.

No existe felicidad que no suponga un precio que han de pagar otros, lo niegue Boceto o su porquero, salvo que te entregues a la encerrona pascaliana.

¿Te gustaría ir a la India?

Ella le mira perpleja y guarda silencio. Por lo que ella sabe, y no sabe nada de la India, piensa que es un país mugroso y echado a perder por unas supersticiones religiosas capaces de malograr la existencia de millones de seres.

Estuve allí hace unos años, cuando era de rigor para un joven occidental que declinaba la revolución, no cuenten conmigo, sólo creo en los animales y en la naturaleza y allá que se iban… y los barbudos con trenka le inspiran, ahora, un sentimiento entre el tedio y el desprecio.

¿Cuántos años tenías?

Dieciocho.

También ella había nacido en 1960, y a esa edad del tour del Boceto  estaba a punto de caer en las manos de un cura que la preñó a destiempo: nunca viajaría a la India.

A los dieciocho él era un gigoló encaramado sobre unos mocasines blancos que en verano deambulaba por Malvarrosa en busca de británicas románticas y desprevenidas; en invierno era un hijo de papá de faltriquera bien provista; en la primavera, dulce y breve, pagaba las consumiciones de sus compañeras de universidad mientras les metía mano en la entrepierna y en el plácido otoño andaba de desdeñoso cultural y alardeaba ante la concurrencia de las centenares de lecturas suyas –y eran cientos verdaderamente- por razones que ni él mismo entendía.

Por entonces, recitaba el rapsoda ciego, aún me hallaba lejos de las garras de la ninfa Calipso (Paula Coloma Espina). Y, ya ves, en este año de gracia de 1993 ando muy cerca de una década preso de la dama.

Anales que han  de ser de indiferencia.

(La ironía es inversa: la hembra huye de la isla sin importarle demasiado el regreso y de la torva mirada del colérico y desatado Poseidón, pues vuelve una y otra vez.)

Es un viernes de junio que sofoca de luz gris, blanca a veces, un cielo aberrante.

Había conducido hasta la calle Sueca, en el antiguo barrio de Ruzafa, a recoger a Albertina poco después del mediodía.

Le abrió la puerta el lector de mangas en pantalón corto, desnudo de cintura para arriba, descalzo y con la llamarada roja del pelo revuelto.

(Rituales adolescentes.)

¿Es fiesta?

El viernes me la pelo siempre.

¿Lo sabe tu madre?

Mi madre sabe todo acerca de mí, a diferencia de lo que debe ocurrirle contigo, que eres insondable. Eres siniestro.

Y profundo como el capitán Garfio.

(¿Quién es ese tipo?, preguntó: nunca leyó libros infantiles.)

De modo que te pelas las clases del viernes.

Un asunto de importancia. Viernes es el Día de la Gran Meditación.

El duro y frío suelo, el lecho; el horizonte, las cuatro paredes; silencio y penumbra, la compañía.

Qué énfasis. ¿No podías dedicarte a ese menester el sábado o el domingo?

¿Menester? ¿Realmente has dicho menester?

Este niño acabará en Katmandú con la debida póliza del seguro de accidentes en el bolsillo, previamente inyectado por seis vacunas provisorias que le defiendan de lo exótico, un océano de agua mineral embotellada y sin asomar un instante las narices fuera del autobús refrigerado bien protegido por escolta bizarra.

Boceto tenía reservada una mesa para dos en un restaurante del centro, próximo a El Corte Inglés. 

Ahora se dirigían en el Golf azul al aparcamiento subterráneo de Reina.

Compraron varios libros de bolsillo, algunos de saldo, que él se apresuró a regalarle, en el París-Valencia del Parterre.

Luego, tomaron un martini muy frío en Ascot.

Sin prisas, fueron a comer y demoraron la sobremesa con comentarios prolijos acerca de la compra de los libros: Cortázar, Azúa, Brenan, Todas las almas de Marías, Los Maia (El incesto más cínico de toda la literatura universal, acotó el profesor sin el menor pudor hacia la seducida, con suficiencia y malignidad.)

Antes de las cinco de la tarde Albertina abría la puerta del apartamento de la mujer matemática, ya en pleno proceso narcótico.

¿Cómo se imagina ella la India?

Lo que ha leído de manera dispersa y fragmentaria, meras impresiones turísticas: el Ganges, Benarés, cobras amaestradas, vacas, mendigos de ojos muertos…

El perfil de ese lejano país en los mapas figura como una cuña clavada en la espalda del mundo.

Es el momento de la añadidura pedante de El Ojo Experto:

Luz, color, olor, sobre todo el olor que ya lo llevas para siempre pegado a la piel, ruido y hormigueante movimiento, miedo por la vulnerabilidad y futilidad que presientes en todo a tu alrededor, especialmente en ti mismo…, moscas atroces y siempre la visión de un tipo escuálido y cetrino orinando contra una pared. Las mujeres son invisibles por su fragilidad, su mansedumbre, su cobardía…

(Afila bien el borde la cuchara en la piedra roja, mujer: rájale el cuello a ese varón omnipotente saciado de trascendencia, lujuria, curry y arroz hervido. Hazlo mientras duerme, sin saña, fríamente, y que jamás pueda ya salir de su pesadilla en ninguna de sus malditas reencarnaciones.)

La India, una tierra calcinada por el sol y la cuchilla de su luz… Un  noventa por ciento de literatura descriptiva espolvoreada con la retórica del tópico.

En la India todo son dioses, así que al final comprendes que esa proliferación de abstracciones divinas y los millones de saddhus zascandileando por los caminos rojos y polvorientos es la excusa perfecta para no creer en ninguno de ellos.

¿Cómo te sientes?

Intocable. Lo más bajo. Me hallo a gusto ahí, en ese puesto de la escala: ricamente ataviado de ignorancia, humillación y miseria: un dios, tu dios. Otro más fregando el suelo con las manos.

Un país para aprender el fetichismo de toda religión, no se salva ni una sola de ellas: todas las mezquitas de Oriente conservan un pelo de la barba de Mahoma.

(Palabrita del niño Jesús.)

En aquel tiempo, declama el evangelista Boceto, los hoteles de Nueva Delhi olían a apestosas meadas, charcos de ellas corrían desde los pisos escaleras abajo hasta las calles invadidas de mendigos lisiados. ¿Qué era esa ciudad?, se pregunta Boceto, que no lo sabe. Y se responde: esa caótica urbe cruzada no obstante de avenidas de británica simetría se halla rodeada de chacales, oscurecido su cielo por bandadas de cuervos al acecho.

¿Y dónde comías?

¿Dónde comía? Igual que los gatos, cuando alguien me daba algo de comer, en cualquier sitio, allá donde fuere, he comido hasta en una letrina. Después, durante la digestión, ronroneaba feliz y agradecido por la raspa o las migajas que me habían ofrecido los dioses.

En una semana ya distinguía con los ojos cerrados el diferente olor  del sándalo, de la teca, del ébano. La India es un mundo de olores, la riqueza del pobre. Puedes alimentarte con todos y cada uno de los olores que te asaltan por doquier, ya que condumios más sustanciosos como el arroz hervido o verdura con picante no caen del cielo todos los días, intocable.

Menú impagable del santón: agua caliente con  miel al levantarte de la cama antes del amanecer. Luego, todo irá rodado por las calles ardientes de Madrás en las que decenas de vacas sucias y  estúpidas defecan entre los puestos de verdura, o mientras deambulas por la noche azul, ruidosa e interminable de Calcuta, donde duermen un millón de personas acurrucadas en las aceras llenas de excrementos. Es inevitable que no pises el rostro de un durmiente. Son como fantasmas ante los que ni siquiera hay que disculparse, pues ni se inmutan. Así son, tan escuálidos, invisibles, tan prescindibles e inútiles.

(Mi relato la tiene embelesada. Esta tarde…)

Si te disgusta el mundo vete a la India.

(Notable descubrimiento del sociólogo de cátedra: en los países donde los pobres se cuentan por millones se comen mucha frutas y verduras.

¿Y eso?

Lo certifican los incontables mercados callejeros.

Excelente observación. ¿Con moscas o sin ellas?)

En la India el ruido te hace creer que estás vivo: el silencio, sólo interior.

Paraíso impar: allí los esclavos todavía son como uno puede imaginarse a un esclavo, jamás pierden las formas y como tal se comportan por unas pocas rupias: el tipo descalzo que te arrastra subido tú en un rickshaw resopla y suda como un animal mientras pedalea, es una pobre bestia humana sumamente complacida de que le hayas elegido a ella como burro de carga.

Si la sola oración fuese el precio por la gracia de un maná o el mísero puñado de arroz…

No hay Dios bueno: Yahvé, carnicero y matador; Alá, guerrero despiadado; Siva, borracho y fornicador.

En Benarés se cuentan dos mil templos, pero basta que entres a uno solo de ellos: se trata de encantamientos.

En Benarés también queman a los muertos, y cuando el ocaso se cierne sobre el Ganges se alzan al cielo violeta decenas de humaredas de las piras que arden: un cielo nublado de almas.

Al iniciar el regreso de la India a casa te dan ganas de exclamar arrodillado y con los ojos hacia lo alto Ite missa est.

Mi padre abrió la puerta y descubrió a su hijo en aquel ser frágil y mugroso de mirada apagada y aire desamparado que tenía ante sí. Y no lo pensó, lo dijo en voz alta: En verdad, en verdad os digo, como ya sentenciara Tolstoi con acierto, que un hijo es una cosa desdichada e inútil. Y agregó al recordar una anterior huida memorable: Mejor te fue cuando escapaste a París.

Entonces, queridísimo padre, durante el viaje de vuelta me topé con una paisana piadosa que fortaleció mi espíritu y mi cuerpo con cacahuetes y altramuces. Lo único aproximado que encontré en Bombay, mi última escala india, fue una catalana disfrazada de hippy que se prostituía para reunir las decenas de rupias que costaban el alcohol y las drogas que la mantenían muerta en vida.

Cosas verás por el mundo que han de maravillarte.

Qué no habrán visto estos ojos… que tan mustios retornan.

¿Qué le hace falta a un hombre para olvidarse de su trágica condición?:

Una rueca y su pensamiento, y unos jacintos que le alegren la vista y a veces quizás el alma.

Esta tarde, piensa el taimado Boceto

El fornicio diario y animal, había leído de un escritor francés años atrás, es la ópera de los pobres.

Musa Varia requiere la hembra enardecida en la fiesta, en la calle, en la cama: así se espolea el ánimo el amante sarnoso de luces cada día más mortecinas y atoradas.

¿Susurraría el profesor al oído femenino en el calor de la noche las cuarenta y ocho posiciones que enumera el profundo y vasto Kama Sutra?

Deberíamos ir por partes, se dice el poco atlético Boceto: alguna de las posturas exigen esfuerzos físicos que podrían acabar con él mordiendo el polvo de forma grotesca.

Sólo la Postura de la Luna le dejaría para el arrastre: a su edad nuestro protagonista cree más en el empuje y el deleite mental que en la agilidad del cuerpo, mero recipiendario de aquél.

El punto de partida es la parte exclusiva, pedantería inevitable: En el templo de Kandariya Mahadeva, en Khajuraho, explica, puedes visualizar las 100 maneras más sobresalientes de la cópula que muestran gráficamente las ochocientas esculturas de sus muros.

(Ajá.)

¿Las has contado?

De la primera a la última.

Otros lo hicieron, ¡qué labor fatigosa! Primero el conjunto de una ojeada; luego, las viñetas una a una, como en los tebeos, incluso leyendo los bocadillos con ojos asombrados: él, sin embargo, de pequeño se los saltaba.

Él, frívolo, se contentó a contemplarlas al albur, deslizaba la vista de coito en coito, piernas, las bocas jugosas y las miradas insinuantes y pícaras, vergas, traseros, vulvas exageradas, una maquinaria humana y carnosa folladora a despecho de su materia pétrea que en su magnífica plasticidad excluía cualquier miramiento y contención, desinhibida de falsos pudores. Sólo la rendición incondicional ante el sexo sin tapujos, a su entrega continua y desaforada se alcanza la verdadera unión mística: a dios a través de la carne, silenciada el alma, el cuerpo en llamas como una alegre escala bíblica hasta la divinidad. Se reconcilió absolutamente con el pueblo indio, sus costumbres y sus supersticiones, sus cilicios vitales y abandonos más odiosos: la constante presencia de las vacas en las calles dejaron de importarle, olvidó al mendigo y su quietud suicida y al niño harapiento de ojos oscuros y grandes. Que coman cerdo, cordero, perro, rata, escarabajo, la mosca verde de la mierda, que duerman en la calle, que agoten su existencia entre futilidades, que beban el agua pútrida del Ganges, que hagan sus abluciones con orina, la religión y el desparpajo siempre reinventado del sexo les absuelve de todo desprecio y humillaciones... Pura vida y pensamiento animales bajo el sol. Y Boceto, El Gran Hombre Indeterminado, proclamó: habrá que investigar al indio, ese espécimen vital no tan degradado como pudiera parecer, escrutar entre sus huesos y carnes magras el poder esencial de una cultura más sabia y desprovista de ostentación simbólica que cualquiera de todas las demás que pueblan la tierra en sus cuatro puntos cardinales.

Enroscado por la boa, a su costado tiene a Albertina desfallecida y brillante de sudor, apoya la cadera sobre las piernas de Boceto, que suavemente, con suma lentitud, inserta su verga en la vagina, comprime ella, tan codiciosa, los muslos para retener la minga, la lengua de cada uno en la boca del otro, inmóviles los cuerpos, sólo las lenguas, los alientos y las salivas que son fuego en el enredo frenético, inmóviles los cuerpos en el tiempo y en el espacio recién creados: la eternidad.

Es una India soñada, más creíble, sonreirá Boceto antes del amanecer, recuperándose para nuevas embestidas, el recuerdo de la invención.

Una excursión que empieza y acaba entre los cuatro ángulos de una cama.

Qué bello engaño: voy a describirte un país y unas gentes, un lugar inconcebible en el que jamás he estado.

En cualquier caso, nunca dejó de tener un billete de ida y vuelta a la India en el bolsillo. Inventa la India. Una India real donde el intruso inventado es él. Todo, pues, será una invención por ser él un elemento falso.

Orna así su identidad, así se ve mejor en los ojos de los demás que terminan por creerle porque en la más rancia cotidianidad importa tanto la mentira como la verdad.

Corteja el exotismo y la distancia con su palabrería, halaga el oído ajeno, obtiene lo próximo, el premio de la más bella de la aldea, tan al alcance. Se la follaba detrás de los haces de heno, y no dejaba de recordar a los goliardos, las tablas medievales, la tierra feraz que rodeaba el mundo, las caras glotonas por las comilonas y los semblantes de cadáver de las épocas de terribles hambrunas donde sólo el sexo más brutal hacía olvidar los estómagos encogidos pudriéndose de carencias.

La carnicería de tu estirpe occidental se enfrenta con estupor al misticismo de los indio y a lo festivo, gratificante y sabio de su sexo.

¿Recuerdas que es una amante de los cuchillos? Ojo, pues.

Había leído: es en el silencio donde larvamos la tempestad.

¿Habrían sorpresas con la dama seducida? Él no lo pensaba de ese modo, había empezado desde muy abajo en este negocio: ella volvería al seno del lector de mangas aspirante a viajero por el Japón con la American Expres entre los dientes y su seguro servidor retornaría a su clases y a los brazos de su mujer infiel.

La tiene al lado con los ojos abiertos, con esa expresión de languidez que no se le despeja del rostro nunca, una nube de tristeza que empaña su placer, cualquiera de ellos y en el momento que sea, pero que, sin embargo, no le impide gozar sin límites de su propio cuerpo, el del otro, el de nosotros dos al compás de la cópula.

El indio sabio, enteco y desnutrido del que aprende Boceto: la materia es una ilusión como el espíritu: puedes desintegrarla.

Cuarenta y ocho maneras de eyacular en el molde del mundo.

Águila o abeja, gato o antílope, boa o cangrejo, rana o lobo, elefante o mariposa, pulpo o tigre, tortuga o escorpión, simio o urraca… Bajo la estrella:

Tumbados, con la verga a punto de estallar, la penetra de costado. La vulva y el clítoris al rojo vivo por los roces de su muslo. Luego, ella será Andrómaca. O vaca… sagrada.

Como un sueño, la India se desvanece  mientras él se sume en el vértigo y todo lo bueno y noble de su interior se derrama como un arroyo benéfico dentro de la mujer. Pero… bajo la luz del sol todo es podredumbre y él sólo es un diablo (un pobre diablo) de una desnudez ridícula.

Se la quita de encima. Respira hondo.

Otra muesca que grabar en la polla.

Huyó, naturalmente. Sobre la comedia de ese verano de su vida se cernía un aire de tragicidad que no tardaría en ofuscarlo todo o, peor todavía, evidenciarlo con crudeza: a los demás, al mundo, a él mismo. Había que escapar. Pero antes se hizo con el diario del hermano mediano, pues la hermana mayor aseguró que nunca leería esas confesiones ni ninguna otra que le pusieran debajo de las narices: los días no se escriben, y ella, además, a los tres últimos de la semana, los borraba sin contemplaciones.

Boceto no volvió a ver a la hermana mayor matemática ni a la hermana pequeña a la que preñó un cura homosexual.

En determinadas circunstancias a él le interesaba mucho más que la realidad atisbar en lo escrito de un modo confesional, asistir a las debilidades ajenas ahora inermes e inofensivas en un papel. Era imposible que la fatalidad que encarnaran esas palabras, sin detallar necesariamente los mínimos pormenores de desgracia o fatalidad, alcanzaran a agredirle emocionalmente. Él siempre se supo a salvo, porque él era lo que en verdad tenía que proteger en su andadura por un mundo lleno de asechanzas y desmanes que sólo se merecía que abusaran de él en cualquier de sus formas y, después, ahí te quedas con la monda de los huesos y su basura acumulada (por supuesto, sin reciclar).

¿Le clavaría la hermana pequeña un cuchillo por la espalda? ¿Conciliaba la languidez de sus facciones la traidora navaja cabritera en la liga?

Pamplinas. Él elude las esquinas como quien evita el fuego, se mueve entre las sombras y las cuevas de Charlie como el pez en el agua, aún no ha nacido mujer que…

Y, por otro lado, también él debe haber sido para esa amante ocasional una anécdota bastante menos relevante que su matrimonio con el cura, una simple distracción que aliviara momentáneamente su abandono y despecho. Más le valiera dedicarse a su hijo, que para eso lo ha echado al mundo con un tebeo bajo el brazo y un futuro vano y prometedor de funcionario docente con sueldo seguro y vacaciones de verano en Japón.

Purgación:

Tengo agujeros por todas partes. Una gran parte de la noche se me pasa remendándolos. Amanece, y vuelta a empezar. Del concurso El Gran Zurzidor ya tengo los veinte primeros premios desde el año de su fundación, y sin duendecillos a mi alrededor que me ayuden en la tarea. En la oscuridad, oculto a los ojos de los demás (y cerrados los míos), los recompongo. Me basto yo solo con la aguja de La Supervivencia. Imperfecto. Incorregible.

¿Seré yo el gusano que corroe por dentro el corazón de (el mundo) la manzana?

Pero ¿alcanza él la asquerosidad del otro pensante?

Leído fue, y por ahí anda ese libro negro que más de uno no dudaría en hacerte personaje de él, espejo fiel de lo innoble (tantos abandonos, tantos esquinazos amorosos…):

En fin, amigos, confiesa la rata disfrazada de macho alfa, ya vieja, al mediodía, acodada en la barra del bar con la copa de coñac en la mano, entre amigachos, así era yo. Siempre creí que las mujeres eran un pedazo de carne fresca con un agujero jugoso entre las piernas que cuando dejaba de serlo, a las tres o cuatro semanas, apestaban a pescado podrido. Hora de salir huyendo, pues… No obstante, he cambiado. Mi percepción, dada mi ancianidad, es muy otra, mea culpa, mea culpa… (La guadaña lo cazó de mañanita un lunes llenándole los sesos de sangre y lo reventó sin aspavientos: hale, hale, aire.)

Escríbete, descríbete:

Lo he intentado, pero no soporto los venenos de lo vulgar, ni  siquiera los de la realidad.

Pero no teme a las palabras que no han de ser leídas por nadie: antes de la muerte que el fuego purificador acabe con lo escrito y el escribidor.

(Y así fue.)

Fin: un tipo que camina pausado con las manos cogidas a la espalda y la cabeza baja con los ojos al suelo es que nada espera de nadie, y por supuesto mucho menos de sí mismo, ese del que quiere librarse cuanto antes aunque no sabe cómo.

Melancólica añoranza del sueño eterno. Al mediodía, durante el paseo, la idea de mi muerte, lo bueno que esto sería.

(Esto lo escribió Thomas Mann, increíblemente todavía en los principios de los cuarenta años: una esposa entregada y leal, cinco hijos, escritos ya libros capitales, una cuenta corriente saneada, una inteligencia de primer orden… Los mediodías, incluso de luz sombría, son algo muy peligroso, cruelmente reveladores, lejos aún del reconstituyente y lenitivo Charlie… ¡y sus venenos!)

Todo el mundo puede imaginar la nada. Lo que no consiguen entender es que sea para siempre: ya nunca despertar, nunca ser, nunca conciencia: el cuerpo, entonces, sería lo de menos.

Ni siquiera hay heurística que valga para certificar la nada después de la muerte, ¿cómo comprobarlo?

Pregúntaselo a Eurídice.

Inútil: Caronte, Cerbero y los jueces prolongaron su burla y se la jugaron al crédulo Orfeo a cuestas con su lira y sus versos por esos mundos hasta que perdió la cabeza, que ya no paró de rodar y rodar sin dejar por un momento de cantar en su viaje final a la caverna de Antisa. Fue una testa parlante y musical: Apolo la enmudeció para siempre. Adiós, adiós.

¿Qué habría confesado esa forma humana de la muerte, esa mujer, sustancia invisible al sol, estela en fuga?

Vivid: luego, es todo oscuridad y silencio como lo fue antes. Sólo la vida era realidad. Antes, la nada; tras ella, la nada.

¿Cómo decirlo de nuevo? A través de mí crece mi muerte, me absorbe como un gusano incansable, me sepulta.

¿Y no es posible ser un espíritu en la nada?

El 94 canceló todo lo de atrás, lo guillotinó como se arroja lo sobrante al cubo de la basura: esa facultad tuya de deshacerte del ser humano como se liquida la ropa vieja: deslizaos mortales, no os apoyéis

Un año después de Cristo (33) Boceto (34) descubrió que en ese año había dinero para todos los españoles. Junto con la prensa diaria los ciudadanos lo recibían en un sobre papel manila que repartían los quioscos a instancias del gobierno de por entonces, ora con las dos manos en el fuego ora en la masa.

Y todos continuaron así mucho tiempo, sin poner fin a los besos,

asaltos, copulaciones y otras cosas parecidas, hasta que se hizo de día. (Mil y una noches: el festín de la vida.).

Montó la paraeta frente el Ministerio de Sanidad, como el que prepara el puesto de la colecta de la Cruz Roja un viernes (día de Venus) soleado de abril, mes cruento por excelencia: ¿Qué tenemos? Inhibidores y antirretrovirales. Inserte una moneda en la kasa del chino de la coleta o en la cabeza del negrito y llévese puesto una docena.

Mis hermanos y yo, puesto que de tan moda estaba, montamos una ONG debajo la tienda de campaña de los fines de semana, cerca del arroyo El Dorado, el que fertiliza la tierra de las flores, de la luz y del amor.

Un tipo listo, un tal Kurtz Grunge, metió en la coctelera algo de punk, unas gotas de hard rock y una corteza de indie rock, se enfundó los pringosos vaqueros, se puso una camisa de leñador, se calzó unas Converse y sumido en las tinieblas se sentó a la puerta de su casa a ver pasar el cadáver de su enemigo.

Doblamos la esquina del 2008. El hermano pequeño se reconoce malamente en el azogue justiciero: qué viejo soy, se lamenta. Y los otros de antaño, de ministerio y prebenda de papel cuché y huecograbado, algunos de ellos, como ejemplo aleatorio, turcos con la cabeza colgando del cuello, a punto de venirse al suelo: la cárcel, el olvido, la muerte. Para qué epitafio si hay hemeroteca y hasta planos televisivos. La tierra o el fuego ha de cubriros. Estáis condenados. (Que les corten la cabeza, dijo la reina…)

¿La India?, nos preguntará Boceto. Contentáos con Glasenapp, aconseja.

Qué cosa, el hinduismo…

Fiel hijo del padre-espejo en el que se miraba: tenía toda la astucia y los recursos de un perro callejero siempre atento a los descuidos para obtener ventaja pero a la vez mostraba la interesada mansedumbre de un gato egoísta y comodón.

El cuento de nunca acabar… que acabó.

¿Qué diario?

El diario… ¡otro diario!

(La de confesiones inesperadas que el taimado puede sorber de tu pluma sin que apenas puedas tú, tan distraído y masoquista por las delaciones que te infliges, percatarte de ello:

… Sufro moral y corporalmente por el hecho de que toda la ropa interior de la talla 4 me queda demasiado pequeña, y la de la talla 5 me resulta demasiado grande.

Thomas Mann, domingo, 20 de noviembre de 1921.)

Fiodorov se lo buscó, no lloremos por él. Todo final suicida, en el fondo, es  el acto supremo de egoísmo respecto a los otros.

Vivid, dirían los muertos.

No es el tiempo el que emborrona nuestras facciones y nos retuerce el cuerpo hasta deformarlo, es la muerte que nos va modelando pacientemente y, al cabo, nos absorbe y se nos lleva consigo.

¿De dónde viene nuestra locura mayor o menor, latente o a ráfagas visible?

(Aquella loca de su abuela paterna que leía libros de arte y frecuentaba demasiado el cine en lugar de santificarse todos los días con el misal del padre Molina: se nos tiró al tren, dijo en el mercado con aire ausente, mientras aguardaba turno en la cola de la verdura, calculando los ingredientes del comistrajo del mediodía.)

Pero ¿y la otra, la complementaria? Mesura total. En cuanto a los abuelos…: ferroviario, uno; veneno, el otro.

Lo que descubrió muy pronto fue que estaba en manos de unos adultos que podían hacer de un niño lo que les viniera en gana, como el guionista con sus sueños y fantasías infantiles.

A veces se crea, no se sabe muy bien por qué, una fisura en la corteza del olvido y alumbra un hecho de nuestra vida que nos revela lo insólito: los cuatrocientos golpes (y tú, ni uno solo).

Los demasiados libros te han calcinado lo sesos. Ya previno con acierto don Miguel de Cervantes Saavedra del exceso libresco y del alejamiento equivocado de la realidad.

(Anotaciones sabrosas:

A lomos de un camello, entre dos sacos, uno de higos y otro de trigo, me dirijo a Alejandría con la única propiedad material que llevo conmigo, el cuenco de madera donde como… He quemado treinta y seis mil ciudades, aldeas, fortalezas y castillos. He construido cuatro mil mezquitas. Me llamo Omar y ahora voy a prender fuego lo que queda del almacén de desatinos que es la biblioteca de esa ciudad infiel. Todo libro que aún se sostenga en pie será cenizas. Arderá hasta el último vestigio de ellos.)

Los quince años de Fiodorov son el 68, que a muchos les hizo, mira por donde, tener un pasado cuando menos se lo esperaban, ya al final de una década en la que todo el mundo se empeñó en ver prodigios asomando por cualquier esquina, como si vieran la Tierra desde la Luna (un sketch cinematográfico en el fondo de origen italiano).

Alguno hubo que inscribió su desdichado nombre en las páginas del Guinnes al recorrer a pie, sin un camello al alcance de la mano, alimentándose exclusivamente con higos y pan, los 156 kilómetros del muro de Berlín en 5 días.

(Buen provecho.)

Siempre nos quedará el 68, remedaban los cuarentones bastante cumplidos en el 94, derrotados o victoriosos, que da lo mismo. Todos ellos han de ir a parar al basural de las pequeñas historias. A Boceto el año 1968 le sabía a caramelos Sugus, y añoranzas no sentía ninguna, puesto que entonces, como ahora, lo tenía todo. No ha perdido en el camino absolutamente nada.

Desde su uso de razón:

La estética le ha facultado de acuerdo su flagrante autonomía económica y moral para desvincularse de cualquier compromiso social: ubi bene, ibi patria.

Yo me he equivocado en muchas cosas que creía hacer bien y he acertado a resolver perfectamente bastantes otras que pensaba imposibles para mí.

Pero no define unas u otras, por lo cual continúa siendo un perfecto desconocido incluso para sí mismo... salvo que el comentario no sea sino palabrería sobrante, saldo de diario íntimo o de cualquier especie imaginable, que diarios hay de suma variedad.

Cuando uno escribe un diario no puede evitar el lloriqueo: lo feliz, o al menos la serenidad, en su existencia no le interesa. Se cree uno más sincero e importante en la desdicha.

Hasta la alegría del niño se aja como una flor mustia.

¡No sé qué vamos a hacer contigo!, exclamaba su madre salida ya de sus casillas a un asombrado Fiodorov (el hermano mediano es el que indefectiblemente se lleva la culpa de los crímenes domésticos más imaginarios, triviales o no, siempre es el inocente desprevenido al que le daban duro y duro, yo no sé…).

¿Sabes lo que vamos a hacer contigo?, amenazaban los dos tipos de la político-social arremangándose las camisas arrugadas hasta los codos. Tenían las manos grandes y oscuras, pero lo  realmente inquietante eran las medias sonrisas y las miradas duras como la piedra, la lentitud exasperante de sus movimientos: hacían su trabajo, cada hora contaba, no había prisa, una rutina… un método bien aprendido. Ellos sabían que a las nueve de la noche, y ahora eran las 1o,47 de la mañana, tendrían el plato caliente de la cena en la mesa de su hogar (santo) ya acabada la jornada. El que no sabía nada de nada era él sentado en la silla con las manos esposadas tras el respaldo y a un millón de kilómetros de su casa.

El tercer golpe en las costillas es el…  Etcétera.

Quince años en el 68.

Un capitán de quince años: ese libro, entre otros de su calaña, también lo leyó muy apropiadamente cuando aún vestía pantalón corto.

Cinco años más tarde, en el 73, le zurraron la badana a Fiodorov. De capitán a guiñapo. Buen viaje.

Los libros, que le han vuelto loco. Qué se le va a hacer, señor guardia.

¿Quedaría desiderata de lecturas que listar para el futuro? ¿No debería volver al catón y empezar de nuevo?

Ah, el 68… Volver a Brigadoon y encerrarse allí por una buena temporada, digamos veinticinco años, de los quince a los cuarenta; luego, cambia uno de trabajo, de ciudad, de país, de mujer, de hijos… Hasta de sí mismo cambia uno y curiosamente el mundo no se detiene, sigue rodando ajeno a ti y a tus insólitas mutaciones.

El tufo de Nanterre era el aburrimiento.

El francés, en cuanto el tedio se apodera de él allá en la provincia profunda o en el arrabal oscuro y frío parisino, se lía la manta a la cabeza, levanta los adoquines y alza una docena de barricadas como el que se divierte levantando un castillo de naipes.

Monsieur Sartre se aburre, los cielos bajos, el gris del mundo…

Estos cielos brumosos incitan a una locura… momentánea:

Ya muy viejo, carcomido, el sol bañó una mañana de invierno su escritorio, ¡le soleil, le soleil!, balbuceó con alborozo.

Día tras día el helor y la monotonía de las grisuras cotidianas abonan una desesperación a veces exasperada.

Uno puede convertirse en un arma arrojadiza en cuestión de segundos: abandona la habitación pascaliana y se precipita en trompa al fragor de las calles, a lo desconocido, a la brega inédita, visceral, a lo otro que se esconde más allá de los ritos diarios, a aquella acción que es capaz de quebrar el orden aparente en el que estás atrapado por pusilánime y ello a pesar de que sepas muy bien que estás destinado al fracaso o a la extinción. Como sabía el inolvidable y escéptico Dimitri Rudin de Turgueniev: afrontaría su glorioso y anónimo final incluso con arrogancia y sublime desprecio ante las balas.

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