domingo, 9 de noviembre de 2025

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 Puedes empezar jurando por Dios, al que devoraste unos minutos antes ya disfrazado, que esa foto que en dorados te enmarca vestido de marinero el día de tu primera comunión y que tu madre con absoluta crueldad exhibe en el salón no te representa, no eres tú. Yo, Boceto, nací con un kalashnikov en una mano y un cóctel molotov en la otra, aunque no existan documentos fotográficos que lo atestigüen y haya llegado a cuasi cuarentón muy bien cebado sin llagas ni heridas, sólo un rasguño aquí y allá. Mi apariencia desmiente lo que soy, y es conveniente que así sea, pero cuidado con mis incisivos.

El ilustre profesor no sólo vive de Goya y de los alimentos llamados espirituales: el mundo es un telón de fondo salpicado de chafarrinones donde surtirse de delicatessen.

Que sais-je?

En lo tocante a Fiodorov, pensamos (sic) que debió haber esperado un año más, uno solo, antes de colgarse y podría de ese modo haberse salvado el pellejo a sí mismo:

A los 38 años de edad, en la víspera de las calendas de marzo, el señor de Montaigne se retira en el seno de las doctas vírgenes, donde en reposo y seguridad desea pasar los días que le quedan de vida…, escribe el noble  moralista. Luego de esa decisión, rara vez asoma las narices por las aspilleras de su castillo en Perigord, y a menudo contra su voluntad.

¿Qué queda más allá de la morada interior?

Lo festivo de la revuelta.

Monsieur Sartre, que ya está harto de su aburrimiento, del corydrane, de sus amantes y del alcohol, ha hecho de París su parque de atracciones personal. En esta feria será el hombre de la escoba contra la buena conciencia burguesa y los privilegios que ella se arroga con indecencia. Como no es hombre de armas, sino de papeles, se rodea de un ejército de obreros y estudiantes: la policía, la demasiada policía que se cree la dueña de la calle y, peor aún, de la libertad, es el enemigo a batir.

El desafío de El Gran Mayo del Sesenta y Ocho empieza el año anterior, en el 67, (toda historia tiene sus caprichos) al escribir el pequeño Jean-Paul una carta muy inocente al presidente de su nación.

Ojo a las formas. Pero… qué se ha creído éste, por mucho palacio que le cobije es uno más, exactamente un individuo: de manera que le escribe a mano con tinta azul sobre un papel cuadriculado de colegial instándole a conducirse como gobernante de acuerdo sus consejos de ciudadano libre que estos momentos representa el mandato del pueblo soberano. Por el bien de todos, de la propia República, debería prestarle atención y hacerle caso. Créame, hay mucho en juego, advierte antes de estampar su firma.

Suena algo amenazador, especialmente si consideramos que el escrito persigue el permiso de entrada al país de un miembro del Tribunal Russell.

Lo niegan. Con la misma ligereza con que se sube la harina, se censura un libro, se instaura una ficción sociopolítica.

Empieza uno subiendo el precio del pan y acaba en las manos pegajosas de sangre de Sanson: a un lado, chocantemente, ves rodar tu propia cabeza desgajada del cuerpo, ¿adónde va ésta?, cada uno por su lado, pues: ocurrencias de Joseph Guillotin.

El vulgo es gritador, propenso al barullo.

La consecuencia: hay que romper la universidad, y para romperla hay que romper primero la calle.

(Años más tarde, los veinte años de siempre, me lo encontré a las puertas del club de golf. Sorpresivamente, me reconoció al instante. Yo fui uno de aquellos del distrito 6, un enragé, me dice. Qué te parece. Intento recordarlo, pero no lo consigo. Bajo y grueso, panzón, con la calva a duras penas disimulada por el escaso cabello lacio y ralo peinado fieramente a un lado, lo había tomado por un jefe de departamento de inversiones cualquiera, un bancario escrupuloso y servil. A punto estuvo de enseñarme las horribles cicatrices que me infligieron los CRS. Este, sin duda, sería uno de aquellos estudiantes con chaqueta y corbata que corrían delante de la policía mirando a hurtadillas el reloj para no llegar con retraso a casa a la hora de la cena. Ahí estaba el golfista ese día primaveral de mayo de tanto tiempo después, sano, gordo, jovial y a salvo de las calamidades del mundo. Dios y el Diablo nos libren de los sesentayochistas: ¡sobre sus cabezas había de llover un diluvio de adoquines!)

Teníamos que haber prohibido el futuro. Tal vez Fiodorov no se hubiera chamuscado, quietecito desde sus quince años…

A los 38 años de edad, en las vísperas de las calendas…

No fue así. Y tampoco fue aquella la revolución prometida por la época: vacaciones escolares, orgásmicas, efímeras.

Luego de la tunda, Fiodorov calló (cayó). La Cause du Peuple envolvió los bocadillos de calamares o de tortilla francesa. Reanudó los estudios. Licenciado, terminó con un portafolios repleto de sumarios y legajos sindicalistas soldado a la mano. Y todavía terminó más cuando se ahorcó.

En 1977 ya estaba listo. Pero aún tuvo aguante..

¿No podrían ser los ochenta una culminación?

Recorrió esa década como un alma en pena. No se reconocía. A su alrededor todo guardaba un desfalleciente colorido, una atonía e ingravidez oníricas, el mundo y sus cosas se le antojaban inasibles, un caparazón monstruoso de un millón de formas.

¿Cuánto años se extiende en el tiempo El año Internacional del Criminal?

Montaigne es hombre que aplaca mucho la rabia.

En aquella silenciosa, confortable torre del aire, tumbado en el suelo como un perro, lejos del peligro de uno mismo y de los caprichos de los demás, a los pies del señor de Montaigne, al costado del plácido fuego de la chimenea, debió haberse recluido Fiodorov. Recordarse antes sin rencor, fantasear (Tuvo muchos y felices amores, se entregó a la cultura con devoción protegido por las damas, y tantas hubieron: Mme de Rambouillet, Mme de Lafayette, Mme Pompadour, Mme de Houdetot, Mme de Chatelet, Mme de Duras, Mme de Récamier…), acogerse a serenas meditaciones, morir sabio, bien vivido y en paz.

Me abstengo. Qué sabio

(Y él aún estaría vivo).

Corre, camarada, el viejo mundo ha quedado atrás.

Me abstengo.

Pide lo imposible, sé realista.

Me abstengo.

La imaginación al poder.

Me abstengo.

Ni morir de hambre ni morir de aburrimiento.

Me abstengo.

Muerte al banquero, al cura, al policía.

Me abstengo.

En realidad todo devino ser una literatura mural harto ingeniosa pero de pensamiento fácil y transitorio. Tres porrazos del polizonte en las costillas y al olvido.

Fiodorov no dio un paso atrás, pero se lo tomó con calma, sin malos modos, sin desplantes, sin desdén hacia aquellos que ahora sólo eran fantasmas: cuanto menos nos vemos, susurraba al paso de sus correligionarios sin volver la cabeza, más nos conocemos.

¡Que no hayas sido tú la materia de tu vida!

No se perdonaba.

Me abstengo, mandó  el otro acuñar en una medalla de bronce que a todas horas portaba colgada del cuello: fiel perfectamente equilibrado entre los platillos de la balanza. Otra manera de alcanzar el tao, el nirvana, el paraíso de las huríes, el reino de los cielos: la vida y su consecuencia la paz.

Tampoco para ello se precisa aldea alabada que valga, quizá únicamente aquella habitación solitaria a la que se refería el santón, glosista y delator Pascal... o un torreón en el aire donde toda ambición que no sea la prospección de uno mismo queda fuera de lugar.

¡Ah, estos resúmenes escritos a la vuela pluma en mis horae subscribae! Tiempo habrá para su purificación por el fuego. Los miles de páginas escritas por ti no son, si es su destino cabal, sino una llama pequeña que se abate enseguida sobre sí misma y concluye en cenizas.

Se esconde Dios de los hombres, tal vez los tema.

El que teme a Dios, se esconde de él y de sí mismo. Se refugia en el pensamiento: ¿dónde si no va a acabar lo confesional?

Alguno de estos hombres hurga en su yo, tan profundo es el tema como el abismo insondable de la muerte. No por ello deja de vivir como el que más.

Ni temor ni esperanza: así vive el sabio la vida, la sorbe como un buen trago de agua… o de vino, que al menos éste último anestesia las ansias. Un buen talante aliado con un buen humor y una buena porción de sentido común basta para devolverle a la vida todos los golpes, encajar sus desatinos y disfrutar de sus goces sin orden ni concierto.

De Montaigne me gusta todo, hasta sus amigos (Lucrecio, Plutarco, Séneca, Erasmo, que a todos ellos concilia mediante una alegre soltura con Aristóteles, y el más hablador de todos, Platón), confesó en su día el hermano mediano.

También es hombre de humor sutil, cervantino. Jamás le hubiese puesto a ninguno de sus cinco hijos varones el nombre de Teodulo, grosería con uno suyo que sí perpetró Rabelais, hombre de su tiempo, que era la risotada obscena frente a la sonrisa cortés pero apenas perceptible del de Perigord.

Sartre, doctrinario y severo, se echa a la calle mientras vocea su mercancía y blande un mazo de panfletos con el que intenta vincularse a los acontecimientos de su historia presente.

Montaigne en el silencio, salvo lo inevitable, se aísla en su ensayo de perfección de espaldas a su siglo terrible: escribe de buena fe.

¿Puede aburrirse uno de sí mismo? No, si se descubre, destripa sus sesos, se sabe por fin.

Se descosió, sopesó la cantidad de serrín que como muñeco humano (ni sé de donde vengo ni adónde voy y el destino o el tiempo o  lo que fuese puede zarandearme a su antojo sin que yo nada pueda hacer por impedirlo) encerraba en su interior y se cosió de nuevo. Listo para la tumba (pero antes vivió mejor a causa de aquel destripamiento esencial: le aligeró de sombras y vacilaciones, que son vanas siempre).

¿La prueba de sus afanes? Los cientos de páginas escritas: una especie de dibujo integral (vestido o desnudo) del tipo si uno atina a descifrarlas más allá de su signo: hasta de pedos diserta con humor evidente, pues el culo, dice, es órgano muy suyo y tumultuario.

¿Cómo se llega a ser lo que se es?, se preguntaba divertido un lobo estepario cuatro siglos más tarde. Cuestión de costumbres. Montaigne le habría contestado que como aquella extraña joven que se alimentaba de arañas.

Más allá de uno las tinieblas, la otredad misteriosa: ¿cómo pueden estar vivos sin ser yo?

Miles de millones de seres humanos con mayor o menor juicio deambulan junto a ti por la bola de un mundo que viaja a través de la oscuridad infinita.

Pues uno, cada uno de ellos, yo mismo, es el mundo, termina diciéndose harto de entenderlo todo a medias y ponderar las demasiadas cláusulas que determinan su existencia física y su tenaz movimiento en la nada. Claudica al final: el mundo es lo que está dentro y fuera de mí. Así de sencillo. De modo que lo que le sorprende de veras es su interior… valiéndose de la comparanza con los ejemplos de afuera de su casa (pero sin salir de ella), que es vasta morada y gran caudal de conocimientos.

Qué remedio. Había ambicionado pasar su vida rodeado de gentes sencillas y alegres, y pronto descubrió que menudeaban los simples y los tarambanas. Mejor la compañía de un perro, y el romano y el griego, y el fuego del hogar y los papeles donde escribir.

(¿Por qué no te matas?

Por que da lo mismo, contestó el primer sabio, Tales.)

Llega la muerte, aunque te apresures a esconderte en la piel de una vaca.

Habla de un país donde celebran la muerte de los viejos… Pero ¿quién se cree viejo de veras llegada la hora?

¿Cómo se puede temer  lo que ya era (la nada) antes de nacer?

Él discute lo que conlleva ese razonamiento, su triste deducción.

Cree en Dios. Es conservador. Le es imposible negar la nada de donde nace, mas está convencido del todo que ha de acaecer después de la muerte a la vera de aquel. Tiene este hombre sus imperfecciones, sus abandonos en la ingenuidad.

No alcanza la merluzada de decir que en el mismo acto de morir recobramos la memoria de lo que hemos sido antes de nacer.

Querría mirar hacia delante, y sabe que todo lo que es se halla en el pasado, el delante está vacío, así que se apoya una y otra vez en el clásico y sus sentencias, lo que siembra el presente de aciertos metafísicos y morales. El griego y el latino antiguos sostienen con elegante y sabia palabrería su mundo en oposición a ese otro mundo fuera del torreón en guerra constante, sus carnicerías de religión y poder.

Algo tiene su retiro de expiación por las culpas cometidas, y en su escritura asoma con reiteración sangre de muchas batallas, de las peleas a muerte de tiempos pasados y también de aquellas en las que él, en su siglo, fue soldado sin escamotearse de la lucha ni de la degollina.

(La Torre

Como un  vigía en alta mar

que se hubiera vuelto loco…

Mira el surco sobre las aguas tras de sí.

Más fiel es el espejo del pasado

que tan preciso expone lo presente.

De un antiguo saber place las horas

entre las gruesas piedras del refugio

sereno a salvo del siglo actual,

en el seno de las vírgenes doctas.

¡Buen retrato de ti mismo lograste!)

Desconcierta alguna confesión prontamente desmentida por el propio glosador: Aparte Séneca y Plutarco, de los que me proveo en abundancia, no he tenido relación con ningún otro libro, afirma en un capítulo dedicado a una dama de la nobleza. Y en las mil páginas de su obra se citan centenares de autores de los que echa mano con profusión.

Cómo prólogo tardío al centón de los ensayos, asegura que la mejor ciencia habida es la del mando y obediencia, y que la mejor táctica para vencer a tu enemigo en el campo de batalla es regalarle un libro: Lo harás, así, ocioso y sedentario, fácil presa de tu espada. (Sonríe maliciosamente nuestro (sic) Boceto.)

Se sabe bien, y sabe bien el percal de los otros, la materia que los fabrica:

Plantar hombres en el mundo no es difícil, lo fatigoso son los cuidados y trabajos que requiere su crecimiento cabal. ¿De qué modo saber sus inclinaciones, por qué lado van a torcerse?, ¿será posible enderezarlos?

Viene a cuento: ¿quién es Adriano Turnebo, hombre de letras al parecer, el sabio más grande de los que han existido en estos mil años? ¿Quién lo plantó y limpió a su alrededor la cizaña de las malas hierbas? ¿Qué lo nutría que, a los ojos de otro prodigio, tan alto había de llegar?

Misterio: Me guardo de hablar de aquello que no sé y a través de mi pluma permito que hablen otros, anuncia, pero condena a una rara mudez a muchos más, entre ellos a Turnebo, del que nunca más supimos y del que nada recoge en sus escritos: nos quedamos in albis de su prosa y de su pensamiento.

Vivir de las letras es indigno y abyecto, avisa a navegantes.

Adendas:

No te entregues inerme a la cultura, acabarás sin cortarte el pelo y las uñas, darás asquito, ¿y adónde has de llegar?, a la más alta sabiduría cuando las calendas griegas, convertido en un asno con un montón de libros cargado a las espaldas.

Cita el moralista al malvado Horacio, quien se las apaña muy bien para poner las cosas en su sitio: vivir a la intemperie… rodeado de alarmas pero a costa de su mecenas.

Dicta el precepto que hará más feliz la existencia: Tengamos la fiesta en paz, se dice Boceto por consiguiente, siempre en los brazos de Venus, jamás en los de Palas, pacífica y protectora a veces; guerrera y vengadora, otras: ambigüedad, tienes nombre de mujer.

Sé tú el que lea el libro, y no el libro a ti: cuidado o acabarás de aprendiz en una pastelería; peor aún: permiso tengan los preceptores de estrangular (naturalmente cuando nadie les vea) a sus discípulos incapaces.

Vocablo memorable el que cierra el consejo: Aprovecha el tiempo de la acción, amigo, aprisa llega la dolorosa canicie.

Escrito en estilo soldadesco, dice que definía Suetonio al mejor de todos los estilos, como el que hacía gala Julio César.

De otras obras, por más que públicas y tan aceptadas: plus sonat, quam valet.

(Entre mucha gente andamos de mucho ruido y de tan poco mérito, hoy como ayer, que no saben del estilo soldadesco.)

Vivir sin pesadumbre, al modo del ensayista, despertar todas las mañanas con música, bañado el rostro por la luz limpia del sol recién salido.

Que sea liviano el tejido de los días, inaugurales, que permita ver en todo momento la trama del vivir: no olvides que eres mortal, sorbe el día como el sediento que bebe el agua fresca que mana sonora e incansable (se diría eterna) del caño entre las jaras y los juncos, al costado de romeros y zarzales bajo los grandes árboles del verano.

Crees demasiado: no te dejes arrastrar de la nariz.

Arrastrar de la nariz (¿?) como los niños, el vulgo, las mujeres y los enfermos, especifica este retirado del mundo que todo lo observa desde el sosiego, ajeno a los peligros de la intemperie y por tanto sordo a sus voceríos.

Es muy francés el convencimiento (siglos después, Stendhal lo cita a su manera): espíritus existen que se forman de acuerdo el patrón de otros tiempos diferentes de los actuales. No podemos sino preguntamos si ese encaje que hubiera hecho prosperar mejor a tales individuos lo facilitaría el pasado o el porvenir.

Desde el albor del ser humano, ¿hubiera sido posible vivir de manera distinta a como hemos vivido durante decenas de miles  de años? ¿Por qué vivimos como vivimos? Existen muchas formas de vida, luego son concebibles miles de maneras de hacerlo. Tal vez se eligió la más siniestra y caníbal. Y no parece haber vuelta atrás. ¿Qué nos organiza de esta guisa? Sin duda, un instinto de supervivencia… que en nada nos va a ayudar en el instante de la muerte.

Este espeleólogo del alma y oteador de costumbres nos previene de la mano de Platón contra la demasiada filosofía, aquella que incita a tus pies a levitar sobre lo terrenal y a tus ojos a enturbiar la realidad: dedicar en exceso tus ratos a ella puede convertirte en un ser vicioso y salvaje. Peor aún, que te aleje de los humanos placeres. Tal vez la verdad sólo la hallarás en la naturaleza, que ni siquiera sabe su nombre y se reina a sí misma como si nada,  majestuosa y sencilla a la vez.

Buen francés, siempre le gustó lo natural y corriente pero necesita a su lado una mujer bien despierta con la que poder satisfacerse. Pura naturaleza, un animal sensato de hábitos nada sofisticados, puesto que si así fuera la ruptura con la sencillez le llevaría a la degradación, a una complejidad inútil y quien sabe si hasta a su propia desaparición antes de hora.

Nada de las fieras acometidas de Júpiter fuera del lecho, sobre la misma tierra fecunda e inagotable, desdeñoso respecto a todos los otros dioses subordinados y sus mandatos inoperantes.

Las cosas a su debido tiempo y en su debido lugar: seis hijos y cinco de ellos muertos antes que él. ¿Pues no dicen que la naturaleza es sabia?

Entra sin llamar, parece que te dice en el principio de muchos de los párrafos.

A fin de cuentas, lo escrito ¿no lo está en buen papel de vitela cuando antes era trapo de pobre?

A los treinta y ocho años no eres tan viejo, incluso en tus tiempos violentos y pordioseros, como para ser vecino de la muerte.

Quizás hasta sepas la mejor copia de ti mismo: la vaina no es la espada; el pedestal no es la estatua.

Cuando hiervan tus sesos por el vino, sepárate de la mujer que quieres y hazte con una con la que puedas solazarte como bestia, pues no es aquella buen acomodo para una concupiscencia loca y lasciva.

Como está solo, conversa mucho con Platón aun sabiéndose muy inferior. Le habla de su tiempo, de sus costumbres buenas y malas, plebeyas y cortesanas y de otros pueblos todavía más crueles y desalmados que en las guerras que entablan entre ellos descuartizan a los vencidos y una vez muertos se los comen asados. Nosotros nos comemos vivos a nuestros prisioneros, aclara irónicamente... ¡y no desnudos como aquellos, llevando medias y calzones! Las épocas, cada una de ellas, requiere una conducta, una creencia, un disfraz que oculte al animal. La cuestión es reventarse unos a otros y hacer desaparecer los cadáveres a mordiscos, enterrados o quemados.

Cuídate de los dioses, que, en el fondo, no son más que hombres disfrazados de divinidad, nada tienes que esperar de ellos y mucho que temer, espectros y quimeras que fueron una idea inocua del ser primitivo empequeñecido por el cielo y aterrado por la noche depredadora que devino trampa mortal al paso de los siglos. Empuñamos la cruz… de la espada.

Y después de tanta gresca, ahítos del ruido mundano, acabamos solos, hablando con los antiguos.

Platón también hablaba con él de cuando en cuando, con el enfermizo hombre de Perigord: si quieres conservar la salud lleva desnudos los pies y la cabeza.

La soledad del niño, del joven, alerta, pero la del hombre, la del viejo, es beneficiosa, y a estos dos últimos serena y les educa para la muerte. Por lo demás, nunca me reconozco a mí mismo cuando estoy entre mis semejantes. Es la soledad el espejo perfecto donde me descubro con pelos y señales, ahí me contemplo sin restas ni añadidos, tal cual soy, huido de esa vida que anda de fiebre a calentura, sin gobierno, al tuntún.

En ocasiones, para temperar los ánimos, convendría que una porción del efecto anduviese antes que la causa para prevenir las descalabros a que puede conducirnos ésta en determinadas circunstancias. No duda en utilizar la sentencia coloquial, al alcance del vulgo: si te doliera la cabeza antes de emborracharte menos beberías.

Cuidado con los libros, no se cansa de advertir, si te alejan del placer físico, apártalos a un lado sin dudar. El libro es regocijo y nunca un campo de batalla.

El libro incita al papirotazo en la misma cresta embustera de su escritor, quien de lo único que le es dable hablar, y hasta justificable, es de sus defectos.

Soledad… Confórmate con poco: con una persona me basta y con ninguna también me basta, mas no olvides que tan posible es fracasar en el mundo como en la soledad, aunque escribas de buena fe.

El mundo es un buen lugar para pasar finalmente de largo. Lee a Cicerón: De finibus.

¿De qué vale llenar de palabras cientos de folios si el lector después se empeña en deprimir su sentido? Se diría que se busca a sí mismo cuando fue el escribiente quien, con mayor o peor acierto, se entregó a ese cometido sin importarle nada los ejemplos anteriores de los antiguos ni los juicios de más tarde de los contemporáneos.

Al cabo, mejor hablar al viento que escribir. Vamos en volandas de él haciendo una u otra de las dos tareas, a expensas de cualquier crítica y ocurrencia ajenas.

Cada uno se entiende a su manera pero raros son aquellos que se creen lo que verdaderamente son: como si nada somos sacados del mundo en un abrir y cerrar (definitivamente) los ojos, ¿a qué engañarse, pues?

Cuídate de los demasiados libros, aconseja el retirado: la mayor parte de los filósofos anticiparon voluntariamente su muerte sin que ello les perturbara lo más mínimo ni les temblara la mano. En todo momento habían sabido a qué se arriesgaban metiendo donde metían las narices.

De ellos, de los libros, adivina su forma oculta que suele encubrir la visible antes que su materia, que siempre será largamente manoseada en tu tiempo o en el de después, al alcance más universal, severo o antojadizo. Ningún tema identifica a un autor que, ante todo, ha de ser expresión y modo propios.

Cuídate de los libros, no te rompas la cabeza por ellos.

Al expresar mis ideas no sigo otro camino que el del azar; a medida que las fantasías pueblan mi espíritu voy reuniéndolas: unas veces se me presentan apiñadas, otras arrastrándose penosamente y una a una…

(Debería haber hecho las cosas con más inteligencia, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta.)

Me siento a gusto a mi manera, bien asentado en mi docta ignorancia.

¿Te aburre un libro?

Busca otro.

Ahora bien ¿por qué me aburre?

Porque, a las claras, carece de ambición, y yo soy ambicioso con mi tiempo que estimo demasiado valioso como para echárselo a los perros.

Me complace la novedad inteligente. Aborrezco lo nuevo que se sostiene por lo que de viejo esconde en sus cimientos y paredes y que disimula su pintoresca fachada como cebo.

Lo bien escrito me es indiferente si es bagatela o brevedad, pues descubro enseguida que se trata de una fruslería aseada a pesar de la excelencia de su ropaje. El disfraz de su escritura en tales libros no oculta su importancia pronta pero efímera por falta de intención épica en su concepción, planteamiento y disposición literaria, lo que los aleja de toda permanencia viable en un futuro.

¿Y qué decir de los libros entretenidos aunque vanos? Son como un narcótico que te resta un trozo de vida real, te desplaza a un limbo en el que nada importante sucede.

Cierto que nos distraen… si bien de lo esencial y verdadero únicamente.

Mejor ocupa tus horas en contemplar un árbol grande y copudo mientras calculas el caprichoso número de sus ramas o eleva la vista al cielo y observa las nubes y sus formas haciéndose y deshaciéndose como por encanto.

La naturaleza es un libro grandioso, el más entretenido si a ello vamos, con sus páginas siempre abiertas a plena luz traducidas a todos los idiomas imaginables capaces de recrear el ánimo más obtuso. A tu alcance deja un millón de libros cada amanecer sin necesidad de desembolso. Y sin que ocupen espacio en tu casa: los buenos libros la engalanan sin oropeles, los malos la invaden como hierbas inútiles donde acabas enredándote.

No es delito escribir malos versos, lo deshonroso es que su autor no sepa considerar lo indignos que son comparados con los de los grandes, o incluso medianos, poetas.

Bendita ignorancia que los conduce a un menester para el que no está dotados pero que al mismo tiempo los aleja de otras aspiraciones y oficios menos encomiables: el daño que hacen es menor y así ocupan los días sin malicias ni demasiados estropicios. Por otro lado ¿quién lee hoy poesía? Los poetas… ¡pero sólo se leen a sí mismos!

Goza de los libros, de todos cuantos puedas, no hace falta que los poseas: andarás más libre, más atento a las cosas de la tierra y sus habitantes.

Cuantos existen (por existir) metidos de lleno en un simulacro que no advierten: desprecian el libro obsesionados por el oro y la seda que nada más que relucen sin habla ni pensamiento, un brillo fugaz que a nadie digno de mérito encandila.

No lleves tu celo a la vida del autor, incluso puede ser un frívolo o un miserable, si no a lo que escribe en el libro bien o mal.

¿Para qué empuñar un arma si puedes empuñar la pluma?

Cuídate de tu boca… y de la pluma. También ésta ha llevado a muchos a la tortura y a la muerte, pues a muchos cobardes hace tanto daño como una daga bien afilada y la combaten forrados de escudos y armados hasta los ojos. Capaces son de purificar a sus contrarios con el fuego.

El de Perigord a los libros, estuvieran escritos en la lengua que fuese, les hablaba con su propio idioma. No se dejaba embaucar por lo ininteligible. Era crítico a veces, y confiesa sin reparo que aun no sabiendo lo que sean un subjuntivo, un adjetivo o un ablativo se entrega a la glosa de cualquier griego o romano a pecho descubierto.

Vivimos, siempre, en épocas de corrupciones y canallas, y sin embargo hay gentes que escapan a su contagio recluidos en sus gabinetes y en compañía de sabios antiguos que nunca han de ser mudos, y en vergeles que no en desiertos. En paz… En compañía de pocos pero doctos libros…. En paz vive en conversación con los difuntos.  A salvo se tiene. (Pero un desliz, un vuela pluma, le lleva a un cautiverio de cuatro años en una fría mazmorra.)

Estamos rodeados de espadas.

Cuídate de los libros pero ámalos… a algunos de ellos, pues no faltan los que sucumben a su propia endeblez (una maldición bíblica) y acaban en estériles: concebiréis heno y pariréis paja. Ya en origen nacieron torcidos.

Lejos me lleva esa mano ilustrada: A Heráclito, a Demócrito, a Lucrecio, a Diógenes, y aún más lejos todavía. ¿Entenderé a veces esos recorridos? ¿No serán en mí extravíos lo que en él son certezas que otros le brindan graciosamente y enriquecen su pensamiento?

Demasiada variada el alma, que acaso sea la misma, como la muerte, en todos a pesar de sus matices: en sus lecturas descubre que la muerte es horrible para Cicerón, deseable para Catón, indiferente para Sócrates, necesidad para Séneca.

Insignificancias humanas como Boceto desprecian a la muerte, tratan de burlarla, no piensan en ella, se agarran a cualquier asidero de la vida sin permitir que su conciencia les malogre la villanía. La bondad es una retórica, como todo lo que se alza contra mi apetencia. Esconde bajo esa manta el propósito ruin.

Fue este Boceto buen lector… ¿porque le entretenía pasar páginas?, aunque se cuidaba de las enseñanzas que pudieran derivar de ellas: él aprendía del arcón de sus bajezas que disimulaban los atuendos y su mester público, respetable en apariencia. Se decía: unas juegan con muñecas; otros con putas.

Entre la imaginación y el deseo no concluía en una figura estática; atenazado por la duda, nunca finalmente se le escurría la acción porque al cabo vencía el afán, realizado el capricho, que las sutilezas, el demasiado ingenio y la agudeza, son un lastre que acaban por ahogar la consecución del placer o del triunfo. No por perspicaz consigues más pronto tu botín de guerra, sino por contumaz y decidido. Tómate tu tiempo sin dejar por ello de avanzar un pie adelante, sé curvo de intención, y recto como una flecha a la diana.

Bien se conocía, engrasado por el cinismo, siempre la sonrisa a punto en la boca, desarmadas las manos, acaso el mero libro en mero español, que diría el bonaerense

, como cebo infalible.

Una mirada oriental, inquietante a pesar del brillo amistoso que fulge en las pupilas. Hombre indescifrable.

Su mayor defensa es que sale de la sombra a pecho descubierto, sin sorpresas, natural, como si en todo momento hubiese estado acompañándote, no te asusta nunca ni lo que dice ni lo que hace, ni el menor sobresalto. Como en tantos y tantos otros, el volcán es interior.

Lee a Montaigne porque no le supone ningún esfuerzo, pero quizá lo hace a la contra.

Debe leerlo, pues lo destripa numerosas veces a base de atinados y sagaces comentarios, que en ocasiones no vienen a cuento, aunque es seguro que no sabe pensarlo. ¿Lo leerá apaciguado? La instrumentalización de una lectura abona un propósito ulterior  y es muy posible llevarla a cabo de una manera solapada y torticera.

¿Sabes?, Virginia (o Hanna, o mucho antes Paula, o…), el hombre este, Montaigne, cree en Dios. ¿En qué podría creer si no? Tanto mirarse el interior con el socorro de los antiguos termina por desalentarle y llevar la vista más allá de sus adentros. Y también es la época violenta, la indefensión ante la brutalidad guerrera y hasta la meramente civil lo que le induce a ello. ¿Acaso es un santón? Acerca a Dios a todos los corazones sencillos, parece decirnos, pero aléjalos de toda filosofía y saberes más nobles. Un corazón sencillo como el que tuvo la suerte, tan envidiada por sus amistades, madame Aubain al disponer bajo sus órdenes a su propietaria, la sirvienta Felicidad: por cien francos al año se levantaba al amanecer, se encargaba del corral y de cebar y dar muerte a los animales, enjaezaba el caballo, compraba las verduras, limpiaba, hacía girar la rueca, cosía, cuidaba de la chimenea, cocinaba, tuvo por única compañía un loro que alegraba sus pocos ratos de asueto hasta que el pobre animal palmó, adoraba  sin recelos a su dueña que, apenada, murió en mala hora y un día, desahuciada, sumida en el polvo y las telarañas espesas de la vejez, también se murió ella, Felicidad, sencillamente, mientras soñaba con el loro inocente, que incluso le puso nombre, le hizo una historia. Murió loco y en paz ese corazón sencillo agazapado en un cuerpo de mujer ya en derrumbe.

Y, tú, lector español, católico a macha martillo, mantén a salvo tus onzas peluconas, las fernandinas, los oros indios, el vano papel del euro: mucho más económico es creer en un dios que en cientos de ellos. Ahorrémonos capítulos costosos, pues, que ya vendrá la parca y han de verse uno o una caterva de dioses a los que pagar la entrada arriba o abajo antes de que se descorra el telón y se apaguen las luces.

En manos de El Salvador me pongo, confiesa humilde y a la vez esperanzado el de Perigord: siente que su dios está tanto en la vida como en la muerte, en la luz y en la oscuridad, habrá recompensa, nunca castigo: su libro es una confesión y una duda hiriente: ¿seré absuelto?

Además: Que Dios es Dios.

Pero ¿qué?

¿Cómo creer en algo que no es visible en el mundo, que no existe en forma alguna, al que no puede escucharse por más que reclaméis su presencia?

Te corrigen de inmediato los iluminados con indisimulado desprecio: lo que ves es una extensión de su hacedor, la prueba misma de su existencia oculta.

¿Por qué piensa de ese modo él asimismo, el moralista grafómano? No le bastan los antiguos. También precisa un dios. Porque todo lo ha de escribir, lo humano y lo supuesto, las idas y venidas del alma, las extrañezas, lo tangible, lo infructuosamente imaginado de unas formas y esencias ocultas detrás de la puerta de la muerte: también puede ser una fantástica nada, no-forma, no-esencia. Su quehacer es un entretenimiento.

En todo ha de escarbar con su pluma en ristre. Raro, pues no hay libro que acabe ni párrafo que finiquite una definición: Ars longa vita brevis. Todo lo del mundo es fragmento,  de una transitoriedad paralizante si uno se pone a pensarlo; ínfima parte de un todo inconcebible, nada queda concluso en un hombre, ni en lo que es ni en lo que hace, salvo su vida que sucumbe de un tajo inapelable más tarde o más temprano. Y luego el silencio eterno, terco y lógico como el de los dioses inventados.

No tenemos nada que hacer (ante la muerte) y tenemos tiempo que perder entre la noche y el día.

Podemos saciar a la vez la mente y el estómago.

Somos especiales, Boceto.

Son una buena pareja de tragaldabas… no tan distintos uno de otro.

Mi constitución física no me permite beber demasiado, dice uno. El otro, piensa, ha pasado de los cuarenta años, edad que según Platón legitima la borrachera.

En tiempos de confusión, lee complacido Boceto, no se mide bien el alcance de los vicios y delitos que pueden tenerse como inocuas trapisondas: la claridad ciega; la oscuridad oculta. No es lo mismo a pesar de tiempos tan revueltos robar una col que saquear un templo. Pero yo sólo tengo el templo de mi huerto y mis sagradas coles, replicó el humilde: Tuyo será el paraíso.

¿Es tu embriaguez bajuna, brutal y grosera?

En modo alguno. Muy sofisticado es el Charlie de turno para que un parroquiano incurra en la abyección del cuerpo envilecido y sucio por mor del morapio. El pudor y sabiduría del barman lo impide sin desmenelarse. A la medianoche se encienden las alarmas: la séptima copa la toma el diablo sin cerrar los ojos, buscando sangre, y uno cualquiera de los acompañantes sentados a la barra es capaz de amargarte el resto de tu existencia diurna y nocturna con sus indecentes confidencias.

Jefes, decide Charlie, el hogar aguarda: en fila india a la calle.

¿Es vicio empinar el codo o también es placer ineludible para la gente pensante?

Un santo aunque moderado bebedor este hombre de los ensayos, no como el tosco suicida que se intoxica con saña a la hora de la comida o  entre horas estragando el coleto.

Vive con extremo placer tu día como si fuese eterno, pero no dejes de hacer tu tarea como si fuera el último y no pudieras postergarla.

(No provino esa máxima originalmente de Picasso, sino de un antiguo, un agrigentino.

¿Y eso quién lo dice? ¿Quién refuta lo primero y establece lo segundo?

Empédocles.

Sea, pues.)

Interesante, pero extensísimo, vademécum.

¿Tú sabes cuál es la costumbre de Cea?

¿Quién, yo?

Eligen la muerte (en cualquier lugar, no importa donde, aun no se llame Cea ni sea isla). Vivir enferma, y hacerlo sin dignidad todavía alarga más el sufrimiento.

Pero ambos, vivís: ¡Cuánto he hecho hoy! ¡He vivido!

Habéis hecho, pues, los deberes.

Muchas formas hay de morir, observa, mas sólo una de nacer. ¿Y si fuera al revés?

No se seca la tinta de su pluma ante nada, fluye incesante. El tema es inagotable: él, el mundo, la vida, la muerte. Se recrea en esos signos. ¿Por qué enmudecer frente a los interrogaciones, a sus propias ignorancias y limitaciones? Allá cada uno girando en su tiovivo.

Se cree tonto y fantasioso, nada filósofo aunque dude de todo, pero elude muchas culpas, los remordimientos son pocos: razones más que suficientes para escribir y revelarse así o asá, depende del latinajo en cuestión. Su condición es humana, sujeta a las leyes del azar y a los deseos acuciantes a espaldas de un estoicismo endeble.

(Montaigne aprobaría sin duda tu solo comercio físico con las mujeres festivas, incompletas como seres humanos, susurra con la vista baja el tipo. Una mujer en la cuerda floja: novela de feminismo radical de una joven autora española de moda en la mesilla de noche de Paula, punto de lectura entre las páginas veintidós y veintitrés.)

Es un escéptico al que atormenta la gran duda, la mayor de todas, y cuya resolución borraría de un plumazo todos los abusos y galimatías de las lenguas y los pensamientos filosóficos, sus sistemas y sus fascinantes enredos: la existencia o no de un dios. La respuesta, en un sentido u otro, la respuesta incontestable, arrojaría la filosofía toda y sus intríngulis sucedáneos al cesto de los papeles.

¿No te bastaba con Bergman? Ahora les has abierto la puerta, como se le abre al chico de las pizzas, a los daneses, gentes con las mentes muy diferentes, como el clima brumoso y lo inextricable de su país.

¿Qué sucede en la isla de Cea?

Pasa la muerte.

¿Qué ocurre cuando tu alma es el verdugo?

Con un sueño damos fin al pesar del corazónMorir, dormir… tal vez soñar

Tan fácil matarse, tantas maneras al alcance de la mano más pusilánime…

Pero, y si, después, allí, ya en las tinieblas, algo… o no algo… Qué sé yo…

Nadie volvió para contarlo: novela monologal argentina en la mesilla de noche de Paula, punto de lectura entre las páginas doce y trece.

Dejamos la muerte para mañana…

Como solemos hacer en los negocios, dejarlos para mañana, no leemos una carta recién recibida, desoímos una confesión que nos impacienta, indiferentes a la alerta de un peligro acechante, a la inminencia de la modificación inesperada en nuestra fortuna, a la declaración de un amor secreto del que nunca sospechamos… y a veces nos cuesta la vida no deseando morir.

¿La muerte avisa?

Puede preguntarse lo que le venga en gana, y responderse del mismo modo, o tal vez ni molestarse en aventurar una respuesta: escribe sin compromiso ninguno, ni siquiera el de publicar, que le trae al pairo (a uno y a otro, y mucho más a éste, yo escribidor, que mira omnipotente por encima del hombro de los dos).

Boceto, cuando escribe, no lo hace para conocerse, a la manera del de Perigord, sino para olvidarse de sí mismo o, cuando menos, sepultar en lo más oscuro de la memoria sus probadas mal andanzas de muñecote desocupado bien a cubierto de la intemperie.

Bolígrafo de tinta roja en mano contradice al dubitativo ensayista de sí mismo: Antes al contrario, amigo Montaigne, quítame el alma mas no la vista ni el tacto.

Esa tinta roja también subraya pequeñas sorpresas:

Curiosa forma de llamarlo, al pene: miembro generador.

¿Tal así?

Escrito está.

Injusta forma de minimizar el placer más acuciante junto el yantar.

Acabó en hombre sin pasiones, a salvo de los caprichos y tempestades más allá de las paredes de su torre.

¿La muerte avisa?

Se pregunta el más severo y real de los tres al principio del libro II. En ese capítulo da cuenta del accidente que le llevó a pensar que moría. Su paulina caída del caballo. Lo dejó tan maltrecho, nadando en sangre, que propició media docena de páginas muy atinadas en su reflexión.

Resulta enternecedor: los tres aman a Lucrecio que ni fue loco ni suicida ni murió. Helo aquí tan campante resucitado línea sí línea no, merced a los buenos oficios de editor de Cicerón y a los posteriores afanes encomiables del copista Poggio Bracciolini, en la infame actualidad de Boceto y quinientos años atrás: buena faltriquera de mucho socorro e ingenio donde saquear: siete mil cuatrocientos hexámetros, y acaso cada uno de ellos un aforismo inevitable y certero del que apropiarse sin soltar un duro, así que: el mundo entero al alcance de todos los españoles y un francés (muy recopilador él).

¿Avisa la muerte?

No lo hace, aunque en ocasiones tristísimas, como en el cáncer lento y terminal que poco a poco corroe nuestras entrañas o nuestros sesos, nos informe de ello con morbosa antelación. Ese desconocimiento de su llegada es lo que nos alienta para poner un pie delante del otro día a día, año a año, que sólo es tiempo, seguir, fracasar, seguir, fracasar, terminar…

Vivir es bastante (Cuánto he hecho hoy: ¡vivir!), morir es todo. Se muere para la eternidad.

Es un estudioso concienzudo de sí mismo: sólo me utilizo a mí como herramienta de análisis. Se cree especial, sin embargo (costumbres de la época) señala al paso a los mortales, a los desheredados, y ajusta cuentas sin morderse la lengua de alcurnia: no permitamos jamás que este precepto, hablar de sí mismo, se le consienta al vulgo.

¡Qué cháchara ensordecedora si todas esas bocas plebeyas vocearan sus fatigas o aspiraciones!

Como todos los que piensan demasiado en ellos mismos, habla del tiempo tumultuoso que le ha tocado vivir, y eso son todos los tiempos. Los siglos y las costumbres avanzan… y el hombre avanza con ellos sin soltar la espada y mirando de soslayo el probable golpe que puede caer sobre él desde cualquier esquina.

¿Avisa la muerte?

Buen católico: cuenta al confesor sus pecados… no sus secretos.

Uno agota sus posibilidades. Queda la incertidumbre. La complicidad con el futuro acabó. ¿Qué ocurre cuando el futuro también es la espada? Te atraviesa de parte a parte.

Dijo (¿JD.? ¿ Fiodorov?): Lo difícil es nacer. Morir es fácil. No todos nacen, pero todos los que nacen mueren. Es algo muy común. (Pavese, antes del suicidio inapelable en el hotel de la soledad, escribe: hasta las jovencitas lo hacen.)

La soledad empuja a escribir, dice (Montaigne).

Confiesa: no tengo otra cosa nada más que yo mismo como materia para hacerlo: un libro que es préstamo y dádiva a la vez. (Imperfecto, incorregible.) Y el hombre se va inventando buena o malamente (aunque no al tuntún), es igual. El retrato es auténtico aun con sus desaciertos gráficos. Es un obrero de sí mismo, se fabrica a veces con esmero, otras con estudiado desaliño. Ni los antiguos pueden corregirle su proceder, puesto que los hace hablar cuando así le conviene, una suerte de rúbrica que endereza definitivamente la reflexión sobre los papeles.

Echa mano de Aristóteles, Lucrecio, Plutarco, Horacio… como otros se meten en el coleto un trago de aguardiente.

Tuvo suerte: únicamente le azotaron en la infancia dos veces.

Época violenta la de sus días, acordamos líneas atrás conforme su juicio… y asimismo los hechos y los avatares que resultan y saltan a la vista al andar fisgando en documenta et monumenta siquiera por mera distracción, sin mayor alcance investigativo. La sangre fuera de su cauce natural era tan corriente como el aire, todo parecía empapado de ella, la muerte, casi siempre lenta y dolorosa en agonías desesperantes, era debida a las terribles heridas al descubierto provocadas por armas blancas.

Se pregunta qué tiene que hacer un padre en tales tiempos para que nuestros hijos no deseen nuestra muerte, aunque él, en ese aspecto, no debe preocuparse demasiado: Los hijos que Dios me dio, cinco hasta que nació la única superviviente, se me mueren antes de abandonar los brazos de la nodriza, confiesa (al parecer) sin pesar. Codicia, esa es la enemiga de padre e hijo. Así pues comparte en vida todo lo que tienes con tus hijos y nada envidiarán antes ni después de tu muerte (que sea a tu tiempo y en concordia).

No te cases, guerrero, antes de los treinta y cinco años. Haz caso a Aristóteles, al igual que apelas a su consejo en otras muchas cosas, y aplaza la cópula con la mujer hasta esa edad: ese acto ablanda el coraje en el combate.

Prefiere escribir un libro imprescindible, o sólo hermoso, fruto de la unión con las musas, que engendrar un hijo nacido de mujer, hijos que crecen ajenos a su padre y que ya adolescentes hay que ejercitarlos en el uso de las armas a fin de que sean hábiles en la lucha y logren descuartizar a sus enemigos sin gastar demasiada energía.

Boceto sigue pasando páginas. A veces le parece estar leyendo lo que escribe un cura gordinflón y coloradote después de la diaria, triste y agónica masturbación vespertina antes de la cena. La virtud es un mal brebaje, conduce a la contradicción, a un cierto desorden en lo reflexivo. Es de mérito que en el lecho, al tibio costado de la mujer que se ama, uno se limite al beso y a la caricia únicamente y desatienda la cópula. ¿La virtud?, se pregunta un escéptico Boceto. La maldad es natural: la leona hambrienta asfixia entre sus colmillos a la pequeña gacela de cuatro semanas de vida sin la menor piedad; sé de un tipo que jamás acabará su dinero comiendo, vistiendo y protegiéndose de la lluvia bajo techo y sé de otro que se ha roto la nariz y teñido el cabello para que ningún conocido le descubra mientras aguarda con la bolsa de El Corte Inglés vacía en la cola del hambre. El glosista no vacila en el ejemplo de los antiguos, una y otra vez le adentra a uno en saberes chocantes: Epicuro, que alentaba doctrinas muy festivas, voluptuosas y placenteras en extremo, fue devoto y circunspecto en su vida privada, dizque vive de agua y pan negro y en una ocasión lo rogó a un amigo que le proveyera de un pedazo de queso pues en breve ha de celebrar un suntuoso banquete. A grandes males, fáciles remedios: ¿qué has de hacer si tu naturaleza te inclina al vicio de la bebida y a las mujeres?, pues abstenerte de lo uno y lo otro. Lamenta la crueldad en todas sus formas, pero bien que se zampa una gallina a la que le han retorcido el cuello, algo que le violenta, o una liebre bien aderezada en salsas aunque horas antes el gemido del pobre animal bajo los dientes de los lebreles le había llenado de abatimiento. ¿Qué no será este buen hombre un reprimido, un catolicón perseguido por la sombra del pecado que revolotea por encima de su cabeza como un águila para echarle las garras al cuello? Declara que los salvajes le escandalizan menos al asar y comerse el cuerpo de sus víctimas que los que atormentan y persiguen a los vivos. En la fiesta de lo cruel, es el padecimiento y el dolor el espectáculo, y eso suele ser un breve pasatiempo. Las Sagradas Escrituras, a las que tanto se aferra el borgoñés, bien claro lo establece: matado el cuerpo, después nada más hay que hacer. Toda crueldad, al cabo, es limitada. Ante ella, estoicismo y retiro. El de Montaigne no abomina de la especie humana, la recrimina, la compadece, dicta consejos varios para el entendimiento y la buena voluntad de las generaciones venideras. Su libro es él: y ahí, amigos, cabe todo. Un libro circular, sin principio ni fin, y pudiéramos decir inacabable si su autor hubiese disfrutado de la inmortalidad. Os hablaré de Raimundo Sabunde, anuncia, de quien muy pocos se acuerdan incluso unas décadas después de su muerte, un filósofo y teólogo español del siglo XV muy influido por su homónimo mallorquín Llull. Y a fe que lo hace durante doscientas páginas, pero como de pasada (los capítulos, al igual que el libro entero, también son él). Lo cierto es que es uno de los ensayos más entretenidos y variopintos: ¿Tú sabías que las climácides eran unas mujeres sirias cuyo principal cometido, colocadas en igual posición que las bestias, era servir de estribo a las damas nobles para ascender al carruaje? Lo bueno que tiene el de Perigord, además del enorme atractivo del apetito libresco del  que hace gala, es la insólita información que proporciona sin raros forzamientos, semejan esos conocimientos cuñas de función muy natural; en suma, un solipsismo en verdad instructivo, incluso solidario. ¿Tú sabías que los escitas, pueblo guerrero de mucho cuidado, cuando daban sepultura a su rey estrangulaban sobre su cuerpo a sus concubinas, y también a su chambelán, ujier, copero, cocinero y caballerizo? El remate final era cuando se celebraba el aniversario de su muerte, entonces mataban cincuenta caballos montados por cincuenta pajes previamente empalados desde la cintura a la garganta y los dejaban así, en tiesa formación, alrededor de la tumba. ¡Qué atractivo desorden ese inolvidable centón de páginas de tan encomiable escritura! Él es consciente de la falta de orden de su libro, pues de ese modo lo llama, pero ¿qué es si no el fluir del pensamiento, la loca de la casa, rebotando a su antojo entre las paredes craneales?, un puro ir y venir a trompicones. Empezamos el capítulo recuperando tímidamente la memoria y un poco de la teología de Raimundo Sabunde y de la mano de Lucrecio, Cicerón, Plutarco, Ovidio, Horacio, Epicuro, Virgilio, Tito Livio y algún otro acabamos en una apología y elogio de los animales más diversos sino de todos ellos, desde la urraca al elefante, desde el erizo hasta el perro: Aprende las buenas artes de los animales, ¿acaso no eres tú mismo un animal? Sólo en las malas artes los superas. Y aprende de ellos la mejor de las cópulas imitando su proceder para que el líquido generador (sic) alcance su mejor destino en el interior de la mujer, y, ya de paso, cuídate de las lascivia de ésta… aunque no todo es engaño en ella, acepta sin reservas (y olvídate de Paula) con Lucrecio. Y no olvides que incluso los piojos son capaces de acabar con una dictadura. Inolvidable capítulo, se dice plenamente convencido Boceto mientras continúa leyendo: ¿Dios tiene forma de bola o de pirámide? Depende si eres platónico o epicúreo. Ningún animal eleva sus ojos a los astros, se informa al lector… Excepto el perro y su luna, piensa Boceto. ¿Es permisible meter una morcilla o un huevo revuelto en este punto? ¿Por qué no? (Exactamente ¿en qué consiste el soneto cincuenta y siete de Shakespeare que cita Woody Allen en su autobiografía? En la claudicación y aceptación humilde del amor perruno que te ha sido asignado profesar: ya se advirtió antes: deberíamos aprender de los animales, viviríamos mucho más felices y, como una vez más nos previene Lucrecio y copia aplicadamente en su libro Montaigne, no seríamos presa lánguida de las fuerzas del alma: aprende de un elefante, de un león, de un mono, de la rémora o de un atún, y te librarás de los celos, de la decepción, de lo que eres, de lo que tienes, que es humo y viento, y soporta estoico los males del cuerpo y ahuyenta los del alma.) Y, de pronto, una frase lapidaria se estrella contra los ojos culpables de Boceto: la peste del hombre es la sed de saber. Desde el principio de sus páginas todo el libro se ha vestido bajo la forma de un manual de aprendizaje al conocimiento de uno mismo y también al de tus semejantes, incluso para la adquisición de una sabiduría decente, y ahora, sin solución de continuidad, te envían a dormir al pajar. Y tienes que seguir siendo humilde, y parecer contrito, y si tienes hambre en la oración previa a la pitanza tienes que pedir perdón a Dios y no darle las gracias por lo alimentos recibidos, que es algo que nace, se cría y se destruye entre humanos, tienes que pedir perdón por tener tanta hambre que te mueres, perdón por ser débil, perdón por abrir la bocaza de par en par y engullir cualquier cosa comestible, perdón por tener que comer al menos una vez cada dos días… Perdón por alimentarte y no saber hacerlo desde ti mismo, comerte pedacito a pedacito hasta acabar devorándote por completo, incluso los huesos. Un sabio debería aprender a comerse idealmente su propio cuerpo y osamenta. Al cabo, más fácil es ser feliz que sabio si uno se lo propone: en el festín de la vida uno, cualquiera, que beba o que se vaya y que no ande enredando al personal con su turbación. Palabra de Cicerón.

Otros, tan cuerdos pero más melancólicos, al tiempo que acumulan sabiduría y años alargan con verdadero mimo la cuerda para ahorcarse. No saben de qué manera librarse de la encarnadura, que sólo les trae dolor y desengaño constante. (Un día, o una noche de desvelo, con los ojos horadando la oscuridad vanamente, pues nada puede colegirse en tamaño entramado, te percatas sorprendido que han sido varios tus conocidos en el pasado que terminaron colgados de una cuerda sin que nadie lo hubiera imaginado: construían su caída al vacío en silencio, con absoluta discreción.)

Lees, y comprendes lo leído en ese libro, que es una glosa inacabable a la limitación humana, como una claudicación ante ella disfrazada de reflexiones variopintas. La ignorancia es lo que te conduce a la sumisión… pero a la de Dios. Y entonces miras a tu alrededor, y observas a tus semejantes, y te dan risa con sus afanes, faltriqueras e inconsciencia ante la muerte, a dos pasos están de ella o a uno o a tres, y allá van aunque pretendan detener el viaje o bajarse de la nave invisible e implacable que los transporta a su negro seno.

Largo capítulo éste en el que pareces que andas sobre la cáscara de un mundo hermético e inextricable sin llegar nunca no ya a penetrar en su interior sino ni siquiera atisbar por algún agujerito lo que encierra verdaderamente en sus entrañas.

Y, sin embargo, no olvidas, porque lo que lees te conduce a esa certidumbre: que es más fácil creer en lo falso que en lo verdadero; esto último requiere del esfuerzo de su comprensión y aquello otro, a los pocos segundos, se aparta del pensamiento de un manotazo en el aire, al modo de quien espanta a una mosca, y te libra de interrogaciones irritantes.

¿Para qué saber?

La ignorancia animal es un buen sitio para estar. Dejas en paz a las sombras, esa indagación en lo inútil a la que tan propenso es el hombre, y la vacilación se aleja de ti con el rabo entre las piernas, te limitas a recibir el sol en la cara y a reírte como un Diógenes burlón que desde su tonel contempla el desfile de las procesiones humanas en dirección a cualquier parte: nos vemos a la vuelta, musitas con los ojos entrecerrados a punto del sueñecito de media mañana.

¿Acaso no escribieron los antiguos no tanto para averiguar las causas primeras y últimas como para ejercitar sus facultades en temas difíciles?

Lo que sabes o presientes siempre queda por debajo de la realidad futura que aún alcanzas antes de morir a descubrir en el presente advenido, o al menos muy diferente de sus formas, cuando no depara fantasías sin fin o le postra a uno en un estado de imbecilidad transitoria.

Haz repaso, si bien somero, no alarguemos la innúmera ristra de insensateces, del imaginario especulativo de las mentes más celebradas de la antigüedad, amantes confesos de la sabiduría y el escudriñamiento del universo tocable y visible y entrometidos reiteradamente en su otra parte inalcanzable por los sentidos, lo más allá, la metafísica, que tiene su ser y su forma (inmaterial) en el alma.

La sapiencia antigua puede conducir a algunos a una credulidad insospechada cercana a la idiotez mayúscula.

En el primero de los casos te afirmarán con rara ingenuidad, pero con letra impresa, que existen hombres cuyo esperma es de color negro sin que señalen, como (ya puestos) sería lógico, a los habitantes del África. Tan extraordinario como eso, o quizá más, es que existen lugares en la tierra donde aquéllos nacen sin cabeza, aunque tienen ojos y boca… en el pecho. ¿Tú sabías que en determinados países al otro lado del horizonte las mujeres paren a los cinco años? También en otros sitios viven humanos con la piel tan dura que no hay ninguna flecha que al chocar con ella no rebote y caiga al suelo sin herirles lo más mínimo. Son corazas desnudas andantes. No menor sorpresa causa el descubrimiento de unos hombres que se alimentan por el olor de los objetos y la vegetación y la fragancia de las flores. En fin, el tal Metrodoro de Quio sentenció sin ambages que nada, ni lo blanco ni lo negro, puede afirmarse cabalmente, y cosas verás que han de maravillarte, que predijo Tertuliano.

Vivimos en la duda, y ello alimenta nuestra curiosidad sin límites por todo cuanto nos rodea, que no deja de facilitarnos muchas respuestas sin dejar por ello que nazcan otras muchas preguntas que nos obligan a buscar dentro de nosotros o en la naturaleza nuevas respuestas que alumbrarán nuevas preguntas. Andas detrás de tus pies.

¿Qué sé yo?

Lo necesario, y sé, asimismo, lo que no sé o lo que me confunde Dios puede ser el árbol que me sale al encuentro o la nube que me obliga a alzar la vista al cielo.

Se vale de Lucano el interrogador impenitente para acogerse a la misericordia de su dios: Temen lo que han inventado.

El mundo y el ser humano son una transformación incesante hacia no se sabe qué… y nunca se supo de un muerto que, de regreso de donde quiera que fuese, el día uno de enero nos deseara con su sonrisa de calavera un feliz año nuevo.

Yo, como buen caunio, con treinta y seis mil dioses me basto para ir tirando. Sólo les suplico humildemente un deseo: como me sería imposible vivir en paz en el cielo con tanta excelsa compañía, que me permitan a solas vivir en paz en la tierra sin mayores recompensas póstumas.

Sean uno o mil los dioses, al hombre le conviene engañarse, cita el ensayista.

Hasta el mismo Platón nos reduce al corto vuelo: nos define como si fuésemos una gallina implume con dos pies.

Una definición más exacta precisó de dos mil cuatrocientos años de cocimiento lento: un mono desnudo.

¿Cuántas veces fue mono Pitágoras?

Una al menos. A su decir, el griego fue, que él recordara, y tenía grabado en su memoria todo lo que aconteció desde hacía doscientos seis años, un tal Etálides, y después sucesivamente, Euforbo, Hermotimo y por último Pirro de quien se encarnó en Pitágoras,  acérrimo odiador de las habas.

Qué tiempos tuvo que estrenar el de Perigord después de tanto ensayo:

Isabel me llamo, y ando con varicela.

A ti te curo yo con leche de burra, nata y sangre de paloma. Palabrita del niño Jesús.

La palabra de Cicerón, más cauta en las Tusculanas: es probado (¿?) que las almas viven más que los cuerpos, pero tampoco eternamente.

Un alma intercambiable, según los antiguos (según Platón): Las almas que se portaron bien se unirán a los astros; las que llevaron mala vida pasarán al cuerpo de una mujer, y si con este castigo no logran corregirse anidarán en cuerpos de animales de costumbres tan torpes como las suyas.

(De antiguo vienen los males, parafraseaba a cien mil antiguos y modernos pero a su estilo doña Paula Coloma contemplándose desnuda frente al espejo de armar: ¡hijo de puta griego!)

Como decía Montaigne… que decía Teofrasto.

Es el pensar, o el decir, que tanto da, lo que nos mantiene vivos.

Todos los días, dice nuestro glosador Boceto ante las glosas del otro amante de glosar a los antiguos, me desayuno puro y limpio con Dios pero, ya saciado de todo lo humano, en la alta noche me acuesto derrengado, sucio y del todo prostituido todavía con el Diablo en el pensamiento (a su complicidad misericordiosa me acojo…).

A modo de penitencia te convertirás en un hombre de color inmigrante que a fuerza de tesón y humildad logra encontrar un lugar en la cumbre: entonces te hartarás de comer pollo frito, chuletas de cerdo y sandía. Todo un festín para un hombre de tu naturaleza recóndita (¿quiso taimadamente escribir primitiva?).

En efecto: más juega en la vida de un hombre el azar que su mérito: en su periplo navegante, peligroso y desesperado, las olas salvajes no lo arrojaron al abismo desde la frágil patera y alcanzó la orilla del nuevo paraíso desnudo, sin apenas aliento, magullado y pobre pero con vida, el único tesoro que podía ofrecer a los demás, y a fe mía que bien se aprovecharon de ella algunos.

¿De qué nos sirve el saber?

¿Tú sabes quién era W. Sandis?

¿Quién? ¿Y0? (Tú, que ni sabías que la levadura sirve para hacer el pan.)

A los 4 años escribía ensayos en inglés y francés. A los 5 pergeñó un  tratado de anatomía. A los 16 se graduó cum laude en Harvard… En fin, un raro, un prodigio. Después de eso nunca trabajó en nada, nunca ganó dinero y entretenía su tiempo coleccionando tickets de tranvía. Tuvo una muerte oscura. Fue olvidado rápidamente.

Decía Montaigne que decía Teofrasto que Cleantes el sabio y un tal Nicetas de Siracusa ya adivinaron mucho tiempo atrás de Copérnico que era la tierra la que se movía.

¿Qué sabemos de Cleantes?

Acabó en estoico, sacador de agua y escribidor en huesos de buey a falta de dineros para comprar papel, pero antes fue púgil. Al final se negó a comer y murió de ese capricho.

¿Qué sabemos de Nicetas?

Que fue tal, y así le llamaban, y con eso sobró para su paso por el mundo.

Pues corrió la misma suerte que Cleobis, Biton, Trofonio y Agamedes. Fueron tales, y eso fue todo de ellos, ¿para qué más?

¡Qué nomenclaturas las de el de Perigord!

No le faltaba conocimiento: de sus líneas aprendemos que para ser felices hay que andar escondidos de los dioses.

Por mi parte, insiste nuestro Boceto a la hora del almuerzo (a la hora del telediario), voy a aprender a vivir con coles, que es la manera perfecta de enterrar de por vida (y vivos) a todos los politicastros y su indecente publicidad de impasibilidad de cerdo, machacona y simplona, inagotable.

Toda opinión que uno se forme de sí mismo es desequilibrada.

Somos ceremonia, dice el ensayista. Cortesanos de sí mismos, añade el lector plagiario del ensayista, y no es precisamente la danza del mundo un elegante minué, sino todo un muladar donde hasta las palabras hieden.

¿Qué sé yo?

Estúdiate. Sé tu materia.

Que todo ser humano es como un jarro con dos asas, que puede cogerse por cualquier lado (lee y hace propio: principio de toda psicología).

A fin de cuentas ¿qué es un filósofo? Un pobre diablo que, sin pensarlo, se presta a dar una docena de volteretas (incluso sin llevar calzones) por un puñado de aceitunas. Tipos que, como Metrocles, cambian de chaqueta por un pedo tirado al descuido. Si no le gustan mis principios…

Mucho te vales tú para tus asertos de lo que dejó escrito Montaigne u otros cómicos modernos más al alcance pero no por ello menos avisados.

Aún menos me valgo yo de lo que aquél se vale de los antiguos mientras fabrica su libro.

Ráscate la cabeza y harás creer a los demás que tu espíritu está lleno de graves pensamientos… cuando tú sabes muy bien que en tu holgada mollera tan vacía caben este mundo y el firmamento del que cuelga.

Sé humilde, escribidor: se puede hacer el tonto en muchas cosas pero no en poesía. No dudes que tu estilo desciende al nivel de la hablucha de Amafanio y Rabirio, ni ese listón superas a pesar de que en láser imprimes tu divagar (cagadas de mosca) sobre la alba pantalla:

Brevis esse laboro

Obscurus fio.

(Palabrita de… Horacio.)

Somos, dice (el día era verde, como el día del hombre de la guitarra azul, y… vamos tú y yo y ese tercero que camina siempre a nuestro lado), hombres tan llenos de grietas que por ellas nos salimos hasta quedar en una dispersión completa. El polvo nos engullirá y será devorado a su vez por el sol que todo lo puede: ha de destruir a sus planetas y todo lo inmenso o minúsculo que se halle a su alrededor.

Qué maldición, hojeo los libros, no los estudio.

¡Y aún presumes!

¡Si eres polvo!

¿Y si finalmente uno se hace piedra?

Sin embargo, bien pertrechado de juicio me tengo, al igual que mis semejantes con el suyo, que no existe uno solo que ande en desacuerdo con el que le ha tocado en suerte.

(Qué disparatadas similitudes:

Yo no he estudiado para hacer un libro, pero aprendí algo por haberlo hecho…)

Mejor el error que la falsificación de tu carácter: eres irremediable:

Acostumbraba yo a llevar un bastón en la mano para darme aires de elegancia. Al poco tiempo la debilidad de mis huesos precisó de verdad de él, y aquí me tienes a tres patas.

(A renglón seguido interviene Séneca: si alguna vez me vienen ganas de reírme de un loco no necesito ir a buscarlo demasiado lejos: me río de mí mismo.)

El fin llegará… ¿pero qué puede importarme a mí si siempre estoy en el principio? Imperfecto. Incorregible.

Ligerezas también cometen los sabios más reflexivos: tantas líneas es capaz de dedicar a Séneca como a los pulgares de las manos, los dedos maestros.

Y así vamos:

va desgranando el telar de la realidad, a sí mismo en el día naciente o que ya agoniza en un absoluto silencio mientras lo absorbe la noche, siempre desconfiando el hombre de lo que es, de la figura que aparece ante sus ojos cerrados cuando se imagina.

Cada cosa exige su tiempo: ¿de qué te sirve aprender griego si ya se te nublan las entendederas? Todo lo que supiste de Homero, de Hesíodo y Platón se te haría ahora indescifrable en su propio idioma.

Hace años que ni ganas ni pierdes: estudias, y ello te aleja de los vaivenes traicioneros de la existencia, pero no aprendes… porque de ello poco ha de servirte.

Dios también crea los monstruos: esa infinidad de formas le llena de regocijo, creced y multiplicaos, y así se extendió sobre la tierra una combinatoria de alcance inimaginable.

El peor monstruo es el que encierra dentro de sí, a escondidas, su forma  monstruosa. No temáis, mi apariencia es tan corriente como la vuestra.

Por lo demás, limita tu cólera, que ninguna pasión te ciegue: basta un buen sopapo en la mejilla de tu criado para calmar tu fiebre.

¡Tantos criados hay que no saben enjuagar un vaso o no colocar como es debido un taburete…! ¡Mentecatos!

Tal dice quien asegura que ha organizado su libro puramente con despojos de las obras de Séneca y Plutarco, saqueadas a conciencia.

También a mí, sin haber leído a Dión, me alerta la calculada ambigüedad y mesura impostada del antiguo cordobés. Respecto a Plutarco…, no creo demasiado en los héroes de una u otra condición:

Era exactamente un individuo sin importancia colectiva, se ha escrito modernamente.

No es moderno, anda con un cilicio entre las manos.

¿Cómo apaciguar los embates del sexo?

Abrasa en su lecho a la mujer, abrasa tus genitales. Más eficaz el dolor que la voluntad.

Un anecdotario que en nada refleja, taimado tú, sus buenas costumbres y sanos juicios. Tú eres quien arrima el ascua a tu sardina, poca cosa es, escuálida aun sin destripar.

¿Qué diría de ti el gran glosista?

Que hasta en la gente de baja estofa se aprecia en ocasiones algún rasgo de rara bondad.

¿Qué dirías tú de Platón quien afirmó que un tal Penecio era el Homero de todos los filósofos habidos?

¿Quién diablos es Penecio?

¿Qué dirías tú a propósito de ese hombre encerrado en su torre entre libros, papeles en blanco y plumas de ave aquejado no sólo por los males del alma sino asimismo por los de la piedra en la vejiga?

¿Y cuál es su manual de salud?

Entre otras cosas aparta los rábanos de su plato, pues producen gases, rehusa las hojas de sen, que aligera el vientre, y se sirve del carnero para alimentarse y del vino para reconfortarse. También aconseja la carne de liebre y la leche de vaca.

¿Y de qué remedios nos valdremos frente a las asechanzas reumáticas?

Al cumplir cuatro años que te cautericen y quemen las venas de la cabeza y de las sienes y evitarán de ese modo que se abran camino en tu interior para hacerte sufrir. Y si ello no basta, mezcla el vino más recio que encuentres con azafrán y especias… o retiene cuanto puedas tus excrementos en los intestinos, algo que no puede ser dañino si lo hace el vino con las heces para su conservación.

¿Qué cosa es el mundo?

Un balanceo constante.

Si mi alma pudiera hacer pie, no me ensayaría, me resolvería.

¿Andas en el Libro III?

Por milagro de Jean Forest.

Y, así, en acabando lo que realmente hubiera sido el libro interminable de haber sido eterno su ceñudo y solitario autor, un hombre nacido para el regocijo al que acechaba en todo instante la misantropía.

Dijo el de Lampedusa en clara referencia al francés que tanto quiso saber de sí mismo que sólo lo desordenado certifica un trabajo que ha sido fruto del placer: tal fue su libro, un manual de instrucciones sin orden y con algún concierto para el conocimiento de uno mismo a través de los cientos de ejemplos pretéritos de los antiguos, sus clásicos.

En el piso primero de una torre anida una biblioteca circular, todos los libros están colocados en estantes de cinco peldaños. Tiene la estancia tres vistas de rica y libre perspectiva y hasta dieciséis pasos de diámetro libres… Más allá de este refugio yo sólo soy un artefacto verbal, confuso y teórico. De las musas únicamente me sirvo como juguete y pasatiempo, como placer y distracción, rodeado de libros, nunca mejor dicho, sin atenerme a regla alguna. ¡Pobre del que en su casa (en el mundo) no tiene dónde esconderse!

Se ha acabado el tiempo del caballo y la carrera: aquí me tenéis con los dados y la taba. Ultimado quizá perfecto en su nadería, corregido de una vez: una mezcla de sabiduría y un grano de locura.

Escéptico y fascinado en cuanto a sus semejantes, crédulo ante lo enorme por invisible, el señor de Montaigne murió hincado de rodillas en plena misa, con la vista a lo alto, se elevaba la hostia consagrada, cuerpo de un dios, uno más, ¿adónde?…

Boceto, lejos de la torre, ha bajado a la tierra, y de la mano del diablo se da una vuelta por ella, que a él se le figura eterna, donde el vicio no lo es por no hallarse sobre su costra virtud alguna.

¿Qué ocurre para que un libro concluya?

¿Es ello posible?

Es un ardid. Convengamos en ello.

Las historias mediocres exigen un desenlace feliz o trágico o hasta anodino para ponerles fin… Escurren el bulto. Los buenos libros, aquellos que nos interesan realmente, se limitan a abandonar al lector cuando así lo deciden, y ese era el truco o el cebo oculto desde un principio, nunca es el lector el que abandona sus páginas, sólo que él no se apercibe de ello.

Nuestro Boceto desprecia los enfrentamientos, dialécticos o de cualquier otro tipo, ¿a santo de qué?, ¡hasta ahí podíamos llegar!

Tengamos la fiesta en paz: yo, señor, no tengo opiniones, yo tengo costumbres.

Stendhal (¿más burlón de lo habitual?) sólo ha tenido dos gustos duraderos:  Saint Simon y las espinacas. He aquí unos hábitos, una costumbre, que repudian la más mínima controversia y, desde luego, la disputa: la locura, por no ser ofensa, siempre es disculpable a los ojos de los demás, especialmente a esos que se toman en serio a sí mismos.

¿Stendhal? ¿Y esto…?

Otro que se estudiaba a sí mismo (se contaba muy bien a sí mismo).

Cajón de sastre: la única manera de sorprenderte ya, pasadas tantas páginas…

Un libro de arena: meto las zarpas en el tesoro inagotable y las saco a manos llenas, puñados de riqueza y felicidad, y vivo, muero, resucito… Dos tapas en octavo que albergan un yottabyte de páginas, tres yottabytes, cuatro yottabytes: la eternidad toda para tus ojos… a mi capricho, retrocedo mil años, avanzo cincuenta mil, descifro un jeroglífico egipcio o alivio mi tedio con un par de cuentos de Bradbury, me fascina la Venus griega, me  desconciertan las milongas forenses de Lucien Freud, asciendo a los cielos en una cometa china, viajo a Marte sin preocuparme del equipaje, soy Dios o un siervo de la gleba, hasta puedo ser yo mismo libre de impurezas e imaginaciones, de las falsificaciones ajenas, contemplándome como un narciso redivivo en las aguas del Ródano o burlándome del vejestorio en que me he convertido alargando mi fúnebre figura hasta alcanzar la verdadera talla del vendedor de Biblias, y sin represalias, porque los viejos nunca logran engañar a los jóvenes: sólo tienes que observar la decrepitud de su fracaso, hicieran lo que hicieran con gallardía y vigor en este mundo de reemplazos y olvido, estampado en las arrugas y en sus movimientos medrosos, en sus ojos nublados, en el ceremonial de esa derrota postrera que precede a la muerte.

A los cuarenta y nueve años Stendhal se decía con resignación que ya era hora de acabar la vida lo menos mal posible. Se batía en retirada… diez años atrás de desplomarse sin conocimiento en la vía pública durante un paseo vespertino a la sombra de los castaños de Indias y morir pocas horas más tarde.

¿Pensar? Charlie, ya lo hicieron cientos de filósofos fisgones del pensamiento antes de que yo tuviese uso de razón y naciese mi perplejidad. En sus libros discierno el mundo: que sean ellos, pues, quienes lo sufran.

He aquí el narrador en el invierno eterno a juzgar por el peso irrevocable de los años, un viejo con el que la muerte aún se entretiene sin dar el último zarpazo, que también discierne el mundo a través de entendederas ajenas, casi hipnotizado por el fuego de los leños sobre los morillos de la chimenea de travertino, caído el librote sobre el regazo, la mirada perdida y seca en las llamas primigenias.

Y en otras ocasiones más infaustas, menos evitables, bebe de sí mismo, de las aguas emponzoñadas del pozo que es él y nada, nada en absoluto, se perdona de un pasado lleno de infamias y pestilencias.

Unos ven desfilar su propia vida consternados, encerrados en su gabinete sin balcones a la calle. Otros, sentados durante horas en un banco del parque o del metro (así lo hacía Azorín hasta que el cine sustituyó la realidad tan prosaica), asisten intrigados a la procesión incesante de los demás, el ejército plural e inagotable, anónimo sobre todo, de luchadores cotidianos victoriosos o vencidos al cabo del día.

Otra manera de no verse, es decir, fingirse, es dibujar pistolas en los márgenes de los dramones de amor que emborronas al estilo de monsieur Beyle: digno de su carácter, le conmueven las malas estatuas precisamente por eso, porque son malas y, algo insólito, emocionantes.

(El modo más eficaz de olvidarse es la pócima Charlie, que no es de uso tópico, a saber lo que va socavando por las charcas de los adentros.)

Cualquier cosa con tal de hacerse una biografía aseada: vivir, duele, pero es una costumbre que hay que alimentar aunque sea con tóxicos.

Un balanceo constante…:

¿Y qué tal andan las cosas, Bocetón?

Aquí, como el que no quiere la cosa, y vamos tirando… entre la sopa del convento y el rancho cuartelero. Y cinco veces al mes el tres estrellas, sea almuerzo o sea cena, sólo como variación.

Qué fenómeno: trabajo poco, mujeres demasiadas, a rebosar el buche y todas las grandes distracciones al alcance de la mano pecadora.

Bien está de ese modo, que la muerte aún no asoma el hocico. Ya habrá tiempo para el rechinar de dientes. Por pura higiene mental, ando lejos yo de ese sentido trágico de la existencia del hispano siempre con el colmillo feroz a punto y temeroso de cualquier golpe bajo agazapado tras una esquina. Qué sinvivir paralizante, qué despilfarro de vida.

Que sufra el mundo quien se empeña en desentrañarlo.

Un gusto amable por las cosas del mundo, contenido, un paseo visual por sus plazas y recovecos, por las calles y sus parques, con la complacencia y la quietud y curiosidad del animal saciado y las garras amansadas que observa movimientos, idas y venidas que ese momento sólo le inspiran un recreo inofensivo. Tal vez en eso consista lo real, un decorado que el tiempo ha urdido únicamente para tus ojos, un escenario de cartón piedra donde se resuelven tus andanzas: pero ocultas la violencia soterrada en las cámaras secretas donde das rienda suelta a lo peor del ser humano que se ha arrastrado hasta ti desde hace un millón de años, cuando el hombre estaba libre de dioses e incluso de sí mismo, de su propia indagación.

Todo es una primera vez.  Cualquier cosa puede serlo. La alegría de vivirlo tan reciente, de andar por cualquier sitio sin censuras ni prohibiciones.

Como la mujer para aquel condiscípulo de Stendhal, quien aseguraba que una mujer no es mujer más que una vez, la primera. Lo demás, champagne helado, ponche caliente… Y ser hombre de buen  humor, el suficiente como para confesar el fiasco del encuentro con Alexandrine, una bella primera que no duda en unirse a las risotadas de los amigotes recordando el gatillazo.

Solía pedir perdón a sus lectores por las frecuentes digresiones con que alborotaba sus manuscritos. Pero esa resultaba una más de sus ironías o burlas menos sutiles: era en las digresiones donde radicaba el interés de lo que escribía; la auténtica naturaleza de sus escritos, lo que le confería realmente mérito a su estilo, era romper el hilo de lo que contaba constantemente: esa era la acción, la trama, por así decirlo.

Hablemos de tu madre, Boceto.

¿De mi madre? ¿Qué pinta ésa aquí?

Muchos traumas cargas tú a las espaldas.

Mucho menos que ella… hasta que se los quitó de encima de un manotazo.

Cuéntame algo significativo de vuestra relación.

Todo lo significativo o, al menos, revelador que me sucedió de niño y adolescente se lo debo a mi padre. En cierta ocasión le pregunté si mi madre me odiaba realmente. Durante unos segundos me miró impasible, pero enseguida se echó a reír. Yo tendría diecisiete años, una edad ya salvadora entre el sexo y cierta inquietud intelectual, a punto de inmunizarme por completo de cualquier clase de complejo y, por supuesto, de cualquier clase de madre. ¿Odiarte?, dijo entre risas. No te creas tan importante, sólo eras su hijo.

(¡Ay señor Francisco de Quevedo y Villegas, si usted viera!)

Vayamos por partes…, se dice Boceto en su hora más lúdica: cualquiera de las direcciones que uno puede encontrar en la pródiga caja de Juegos Reunidos Geyper consigue llevarte a cualquier sitio moviendo con decisión los dados en el cubilete, que es de lo que se trata cuando el mundo parece que no se mueve: cierras los ojos y pones el índice en un punto del mapa: la isla del tesoro o la capital del Yemen o tierra de nadie o la mar océana (que decían los antiguos).

¿Cómo se llama este sitio?

No se llama.

La Pesca de la Trucha en América ha tomado asiento en la barra del bar. Afuera, en la noche glacial o febril, los neones cegadores encima de la puerta de entrada emiten chirridos eléctricos, como si algo en la existencia del noctámbulo bebedor estuviese a punto de romperse definitivamente: Habrá que arreglar eso, Charlie. Le deja a uno con un alma como de cachivache, como de oveja eléctrica.

Boceto anda de camarero, de Charlie, y logra engañarse hasta a sí mismo.

(He aquí tu buen amigo, el tabernero que va a atenderte con mucho esmero: suelta el aguinaldo.)

Boceto, que ahora es Tierra de Nadie.

Tierra de Nadie se encara con La Pesca de la Trucha en América con una sonrisa muy profesional, de auténtico barman. Separa los brazos del tronco y apoya las manos sobre la superficie bruñida de la barra. Sólo le falta el paño húmedo sobre el hombro izquierdo como toque final.

¿Qué va a ser?

Porque siempre es algo.

Y con la copa o el vaso o la jarra en la mano y después de regado el cerebro se alcanza lo que sea, que también es siempre algo.

La Pesca de la Trucha en América no le devuelve la sonrisa, pero no se percibe en su expresión ningún signo de hostilidad, de manera que Tierra de Nadie se convence más aún de su nuevo oficio. Va envalentonándose.

Tiempos son estos de confusión: la gente se olvidó de leer y ahora habrá que obligarles de nuevo a hacerlo… aunque sea de manera distinta: es un pensamiento que flota entre los dos, entre el barman espurio y el tipo que saltó a la noche desde la cubierta de un libro abandonado en Washington Square, en San Fracisco.

Un buen momento para echar un trago, otro trago, la última antes de pelearse con el insomnio y la nueva literatura.

La mirada del otro parece estancada en el más allá, hurgando en el futuro, o más allá de este. Ojo con las  miradas. El tipo, a corta distancia, llama la atención: bigote espeso de puntas muy pronunciadas caídas hacia abajo, hasta casi el borde de la mandíbula, lentes de armadura metálica y aro redondo, cabello despeinado que intenta a base de largas greñas que nacen en el cogote disimular una calvicie evidente, y en su figura cierto inmovilismo inquietante, una calma que le hace pensar a uno en ese instante previo al cataclismo.

Los ojos de La Pesca de la Trucha en América no son bellos, se diría que son distantes, pero una vez este personaje escribió como si tal cosa una (encubierta) declaración amorosa digna de encomio, si hablamos de miradas:

Tienes unos ojos muy bonitos, dijo él.

Son vulgares, castaños, dijo ella con una sonrisa triste.

Pero tu mirada es preciosa, dijo él.

¿Qué tal un bourbon?:

Antes de levantarnos del sueño, Romanos, 13-11.

La Pesca de la Trucha en América se lo está pensando. Hoy es un día complicado. En lugar de haberse despertado en Enrico’s, en San Francisco, ha aterrizado desde las alturas sicodélicas en Tierra de Nadie (donde no hay nada). Y es que todos los días al amanecer se mezclan las cartas de la baraja y… todo sigue igual de desolador en este otoño de 1984 (los cincuenta años de edad, tan próximos que ya le están agarrando el pescuezo, apestan a viejo), porque las apariencias aunque sean distintas, en el fondo de uno, en lo más hondo, todo es lo mismo. Todo sugiere abarcar mucho y es sólo una palabra.

Escribo amor y es sólo una palabra.

La Pesca de la Trucha en América acaso necesite un psiquiatra otra vez (¿no le machacaron lo suficiente a los veinte años?). Se lo está buscando desde hace tiempo, desde que se tragó a una buena caterva de lectores con el cebo de un libro burlón.

Hemingway coleccionaba nombres de psiquiatras: Winchester, Colt, Remington… Y tout le rest son niñerías.

El doctor Magnum 44 no deja lugar a dudas. Es expeditivo. Sin excusas que valgan. Ponte en sus manos y acabará con todo. Ese todo, lo malo y lo bueno, que parece ser una vida y que al fin no es nada: un gusano comerá tus ojos; serás leves cenizas que se extravían en el aire.

Tierra de Nadie sigue esperando. ¿Se nos habrá vuelto abstemio La Pesca de la Trucha en América? Estos especímenes de la contracultura son harto volubles.

¿Qué tal un whisky japonés?

Me mira con expresión de susto. ¿Acaso piensa que quiero envenenarlo? ¡Hijo de la Gran Puta de Babilonia!

Silencio.

(En 1984 sería algo verdaderamente exótico y hasta despreciable en la Costa Oeste de los Milagros Pasados… pero no te digo nada en 2008. Abre bien la faltriquera. Un solo trago de alguno de esos brebajes nipones alcanza las tres cifras.)

Prueba con la literatura:

¿A usted por qué le dio por escribir?

Me gustaba pescar, susurra. (¡Sabe hablar!)

Estos van a terminar embadurnados de mayonesa con la pluma seca de tinta metida en el agujero del culo. Menudo espectáculo para acabar el fantástico año 1984.

Algunos años acaban en octubre, de modo que celebramos la noche de fin de año el catorce (o puede que sea el veintitrés o el treinta y uno) de ese mes otoñal y radiante bebiendo un brebaje espantoso y zampando kétchup de nueces y compota de manzana.

Feliz año nuevo, dijo al cabo de un tiempo, repentinamente entristecido. Se levantó del taburete, recompuso patéticamente (¿o era resignación lo que nublaba su semblante?) el atuendo desastrado y salió a la noche (fría o cálida) de un afuera siempre peligroso.

Sentí pena: aquel era un hombre en verdad solitario. Con la boca cerrada resultaba todavía más inquietante.

El bulto de la Magnum sobresalía amenazador al lado del sobaco izquierdo.

Llevaba al enemigo dentro de sí.

Anduvo buscando el bosque apropiado. Lo halló. Pero ahora los árboles ya no se erguían a lo alto con alegría.

Semanas más tarde apenas reconocieron su cuerpo bajo la masa lenta e hirviente de un millón de gusanos.

Llega a ser quien eres, aconseja –y miente como un bellaco- el clásico con su sonrisa petrificada de calavera, otro sabihondo al que se lo tragó la tierra.

En una ciudad del sur de México hay una calle que se llama Eternidad. Me gusta pensar que el tipo ese, La Pesca de la Trucha en América, vive allí muy a gusto al cuidado de una vieja dama que nunca hace preguntas y es aficionada a la literatura experimental, que ese tipo gafudo y huraño dedica sus días a leer revistas musicales de finales de los años sesenta y se alimenta de bocadillos de huevo, bananas y mayonesa.

Esta versión, aunque extraña y hasta estrafalaria, es mucho más amable que la anterior, la de los gusanos gordos y blancos profanando su cuerpo hasta llegar a los huesos mondos y lirondos.

Tu materia humana te ha descalabrado, cuando tres partes de ti tenían que haberlas tallado en pórfido, diorita y mármol, ser de la dureza de la piedra milenaria, ser bello, con algo de esencial si acaso, lo mínimo para garantizar tu condición, pero como la roca inmemorial.

Su billete de ida, antes del banquete shakespeariano donde no se come sino que se es comido, fue un mísero pedazo de plomo revestido de latón.

De niño y de adolescente pasaba tanta hambre que su paraíso ideal era la cárcel, donde te dan de comer todos los días, y doy fe de ello que se esforzó más de una vez para ocupar una de sus celdas.

Después de la detonación, La Pesca de la Trucha en América descendió a las aguas oscuras y profundas en las que ni siquiera habitan los peces más sutiles y todo cebo es inútil.

Historia del Arte, también conocido como Tierra de Nadie, lector frustrado de Montaigne, rebusca no se sabe qué en la gran caja de cartón –vacía- de Juegos Reunidos Geyper. ¿Qué esperaba encontrar? Al igual que cinco de cada diez niños él solía romper no sin algo de ira los juguetes al cabo de un par de semanas de tenerlos en su poder (pronto empezaba a ser el que sería): ya había descubierta su magia o su… inanidad.

Tan mayor es y aún se palpa para reconocerse.

Pierde el hilo de lo que está hecho, de modo que empieza a anotar ocurrencias en papelitos cuadriculados (¡ah, por dios,  aquel entrañable material escolar, el colegio perdido en la grisura de cuando entonces!) y los mete en la caja de cartón donde ya no existen los juguetes.

Escribe poemas.

Ocurrencias baladíes.

Sentencias vaya usted a saber de qué muerto.

No termina alguna frase…

Recupera diálogos memorables.

Poema I

¿Y si comiera siempre

sopa de langosta y pescado asado?,

se pregunta decidida

nuestra heroína

a la vez que intenta  arrancarse el cáncer

del pecho y arrojárselo  a los perros.

Chocolate los sábados.

Abstinencia los domingos.

¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?

Poema II

¿Qué le sirvo, amigo?

El mejor licor, el más lento y benéfico, contestó el amigo de paso hurgando en la billetera.

¿Y eso como se llama?, preguntó el Charlie de turno con los ojos agotados de la medianoche sin estrellas en el cielo y las manos nudosas y enrojecidas apoyadas en la madera lisa y brillante de la barra de los insomnes.

Olvido, contestó el amigo de la noche siempre en el camino de vuelta.

…………………………………………………………………………………………….

Y ¿cómo se intitula el libro?, preguntó don Quijote.

La vida de Ginés de Pasamonte, respondió él mismo.

Y ¿está acabado?, preguntó don Quijote.

¿Cómo puede estar acabado, respondió él, si aún no está acabada mi vida?...

Aquí estamos, jugando con nueces.

Nunca crecerás.

Tú, tampoco.

(Un final perfecto: Zama.)

Vamos cumpliendo años: 1987.

Bienvenido al club de los 27.

Se contó los años con los dedos, por si acaso. Y antes del mediodía se compró una armadura completa y harto vistosa en previsión de infortunios y la asechanza suicida:

Casco con visera, Gola, Peto, Hombreras, Brazares, Corderas, Guanteletes, Faldón, Cujas, Rodilleras, Canilleras. Grebas… y hasta sumó tarja de cuerpo entero, y comenzó a alimentarse, aunque bien a su pesar, a base de berenjenas, calabacines y col frita con piñones.

Se fue a ver una película austrohúngara, que de ellas no hay una sola mala.

Pertenezco, amigos míos, al ilustre gremio de la capa negra: calma funcionarial; bien lo sabéis: sobre mis espaldas nada.

Antes que me meriendes, Paulita, te he de almorzar yo. (La cuestión es joderse con los colmillos afilados uno a otro fuera de la cama.)

Loto debía haberme dado de cenar, que no hubiera vuelto a esa casa de genios menores, de mortales con almas de piedra, dejar a un lado la memoria. El olvido lo es todo.

Debería regresar a la primera adolescencia donde todo es un desorden confortable, una eternidad bajo el sol y la luna de todos los días, donde todo está permitido, hasta un spaguetti-western: Los buitres cavarán tu fosa (0).

No cruzan ni tres palabras padre e hijo en los malos días: me diste la vida a traición, dice uno. A traición viniste tú a mí, dice el otro.

(¿Cómo me hiciste? Imitándome.)

Sólo el saludo escueto, ni un cruce de miradas.

Buenos días.

Buenos días.

El mundo está cambiando demasiado deprisa y yo no es que vaya detrás de él demasiado despacio, es que ya lo he perdido de vista completamente.

Cásate, le dijeron a Boceto.

Sólo cuando alguna me proporcione los tres colores.

(Una hubo.)

Yo me valgo incluso de mis defectos.

¿Acaso no prevés el fumus sanctitatis que me aureola?

(Los latinajos son como las pulgas, por ahí andan.)

En tiempos futuros mi vida han de leer encuadernada en cuero rojo con mi nombre grabado en letras de oro en la tapa.

Un día no tiene todo el tiempo que yo vivo durante su transcurso, hay algo que lo desborda.

¿Pues no es el pensamiento una suerte de energía inalámbrica?

No importa tanto saber como empezó todo sino por qué en ese preciso momento y para qué exactamente.

Él quería comprobar que, fuera de sí, también estaba en el mundo, y para eso necesitaba hacer algo que los demás pudiesen ver aparte de él en el mundo.

Es algo difícil de explicar, les decía con el aire severo de sus 12 años a los atónitos adultos que querían empequeñecerle a sus ojos todavía un poco más, ya sé que no voy a durar siempre, pero sé que yo seré siempre, nadie podrá suplantarme.

¿Cómo te sientes?

Empiezo a no estar en ninguna parte.

Mi bola de cristal me dice en 2008 que este tipo entretendrá bastantes días de sus sesenta años (2020) leyendo novelas muy entretenidas de Don Wislow (libros vanos e historias fingidas) sin tan siquiera echar un vistazo nostálgico a las polvorientas tapas de piel del tomo VI de las obras completas de Quevedo que duerme el sueño de los justos sobre la mesilla de noche.

Primun vivere. Recuerda: Los buitres cavarán tu fosa (0).

O Carpe diem, que dicen los iletrados que no saben nada, o muy poco, del arte cinematográfico.

Bien tienes Boceto incrustado en la conciencia (la tuya siempre inmaculada a causa precisamente de tanto pecado humano que alberga) aquel lamento –reproche en realidad- que entresaca el infatigable Montaigne del arcón de los antiguos: ¡Desdichados aquellos que consideran un crimen sus placeres!

Acaudalo sabidurías raras, se dice sin abrumarse, muy pasadas de moda. Sé, por ejemplo que existe una película que se intitula Campanadas a media noche y he leído profusamente al señor Quevedo, pero no sé en qué consiste una plataforma digital y no he abierto jamás un libro del señor X. ni de la señora X., tan afamados en esta época de medianos bachilleres y escritores.

¿Novela policiaca? ¡Rayos y centellas! Otro cadáver en el suelo al que profanan con la sierra, el bisturí y el escalpelo todo cuanto les viene en gana, un fiambre que en vida estuvo rodeado por un montón de tipos y tipas que iban y venían con la mente llena de mentiras y los bolsillos repletos de basura.

A veces Boceto cree que es un desconocido hasta para sí mismo, un tipo de esos al que no sabrías clasificar pero del que huirías a todo correr.

Y ¿esto qué significa?

No lo sabe. Lo ha escrito porque no lo sabe.

Probablemente algún día se podrá viajar al pasado un millón de años atrás o sólo unos minutos, da lo mismo, pero siempre a cualquier parte del universo que no sea el planeta donde vives, y nunca al futuro, que al ser más veloz que tú siempre se te escurrirá de entre los dedos.

Muy imperfecto me siento en el sufrimiento, que en nada me concierne, al igual que cualesquiera otro tumor de los que suelen afligir el alma de los pusilánimes.

A vueltas con Montaigne, cuyo libro recipiendario le atrae y le repele a partes iguales: No hay vanidad mayor que escribir vanamente.

Lo escribe porque no lo sabe… Puede reconocer eso hasta en voz alta. Y es que es humilde, se sabe imperfecto tanto en lo malo como en lo bueno: incorregible.

(¡Cuántas palabras para no ser otra cosa que palabras!)

Afortunadamente soy uno. Imposible otras máscaras: sólo una definición de mí mismo, sin mayores enredos, la única posible, lo que soy: sin palabras.

Las flores le daban miedo, leyó en algún sitio. Trató de recordar el sitio más que a su autor. ¡Por dónde ha paseado uno, maldito y ensimismado flâneur de un millón de páginas!

Pasea… o huye de cualquier camino andando sin cesar pero sin acelerar los pasos, viento en calma y próspero viaje, con los ojos cerrados y alas en los pies que majestuosos y sin esfuerzo surcan los espacios:

La vida es una cosa tan espantosa que la única manera de soportarla es evitándola. Andamos de gabachos: Flaubert, en algún sitio… ¡olvidado y sin posible comprobación en estos momentos! (Apostilla manuscrita (?) de la erudita sin gafas y sin vagina del año 2121 mientras investiga textos antiguos de gentes antiguas: Correspondencia… Pero ¿en qué carta de las cuatro mil quinientas?)

Así que escribe, Boceto de los cojones, escribe, o mata a alguien, o emborráchate… o cómete a ti mismo hecho de pedacitos de palabras: mastícalas bien y engúllelas en un santiamén sin miedo a su digestión… Al fin un pedo que otro… y a volar.

¿Tiene usted un diccionario de sinónimos al alcance de la mano para atemperar lo antedicho?

Escribo: 1º, porque no me tiembla el pulso, que es la primera condición para no cometer faltas de ortografías; 2º, por ocultar a base de palabras, aunque dejarlo algo evidente en sus medias tintas, el deseo de aplastar a los fantoches políticos profesionales como se liquida a las chinches, despanzurrarlos de un manotazo; 3º, el deseo de emborracharme bien de día para dormir bien la noche terrible que le sigue sin solución de continuidad.

Fuera de eso y la lectura recogida casi todo lo demás me inspira tanto interés como las aventuras diurnas de un caracol.

¿Y cómo descubriste la frivolidad y lo inútil de un mundo que esconde sus taras con reglas sinuosas y buenas costumbres?

De acuerdo con la ley Lasswell, a partir de ahí los pillas con el culo al aire a todos esos malandrines de la res pública y de tan ávida faltriquera: qué, quién, cómo, cuándo, por qué.

Al final hasta llegas a conocer a tu santa: una mujer, ahí es todo, escondida en un traje caro.

Con otras galas no menos equívocas me ornaba yo: hundía las narices y algo más en las leyes de desdoncellar de Zenón y en el Ariosto de los Ejercicios amorosos.

¿Qué clase de juego es éste?

El más inextricable: yo, a diferencia de Dios, sí existo, y eso complica extraordinariamente las cosas: hay que pasar el ratito.

Eres mortal…

Pues, eterno.

No sin comicidad, también eres uno de esos tipos que al abrir los ojos aún en la cama ya se saben derrotados de antemano por el día que les espera: bonito excursus.

Te reprochas a destajo (pero sólo te encoges de hombros) porque bien presente tienes la verdad que sosiega el alma o como diablos se llame eso que no abandona tu pensamiento (¿será el mismo pensamiento el alma?) en ningún instante:

Muchos mejores que tú han muerto. Los recordamos. Tú también has de morir. Aunque poco, Boceto eres. Has sido. Serás eterno.

Ya en mi dura vejez celebraré como obligado acto de penitencia todas las infamias que me inflijan, será un precio aún excesivamente pequeño que en muy poco ha de compensar todas las que yo perpetré.

De momento, quietos, como decía aquel, un duro y quietos. Querida, yo siempre me he forjado en la retirada, sin imprevistos, a mis anchas, lamiendo mis heridas y mis cuernos.

Amanece (no es poco):

De repente, pongamos al principio de una mañana de sol, una mañana perfectamente azul, las cosas empezaron a arreglarse por sí solas. ¡A qué preocuparse entonces! Porque yo hice exactamente lo mismo que cuando suelen torcerse: nada.

Y aquí estamos todos, como quien dice, en el siglo XXI, los muertos y los vivos.

Paz y amor, hermanos, mentían sin dejar de sonreír los hombres y mujeres de aquel tiempo de las flores.

Podéis mirarme bien, a vuestro alcance estoy: ejemplo moderno de los tiempos actuales, canallas y fáciles.

Como todos, yo también hice un emparejamiento infeliz: convertí la que podía haber sido una buena amiga, camarada risueña, confidente en cualquier caso, en una mala esposa.

Entre santa y santo se alza un muro de cal y canto (ahora).

Sin embargo, tampoco fueron los presentes los mejores años de aquel condiscípulo de los agustinos con quien intercambiaba los cromos de las bombas. Confesó sin venir a cuento: Tengo cuatro hijos de madres distintas y ninguna esposa, de modo que ya sabes con quien te la juegas, amigo.

Bastan los vestigios de un hombre (Lucrecio), de modo que soy absolutamente accesible respecto a mi conciencia y a mis hechos.

Yo escribo mi libro para pocos hombres y para pocos años.

No se creía durable, pues. Y, de modo enigmático, lo fue.

Como hombre tengo el estilo de mi espíritu (oculto) al que nada de su tiempo le es ajeno: tal es la maldición.

Ojalá no hubiera sido real, sólo una verdadera, auténtica en el más llano sentido de la palabra, simulación, una fantasía andante a la que el inocente soplo de un niño bastara para dispersar en el aire de la nada.

Montaigne se desmenuza a sí mismo para que, una vez muerto, francés y romano, tan de dos épocas, podamos desmenuzarlo nosotros (quinientos años después, no los exiguos cincuenta que él preveía) sin reparar en escrúpulos. Se entra en un muerto como Pedro por su casa, dijo Sartre antes de hundir el escalpelo indagador con absoluta obscenidad en el cadáver hinchado del apopléjico Gustave Flaubert.

A vuestro alcance estoy… bufón de la farsa. Y sabed que podéis abrirme en vivo y en canal.

Hasta aparento de poeta (con un buen diccionario de rimas sobre el escritorio): porte y labia me acompañan.

A cada línea bruño más y más la lámina del espejo que evoca con crueldad al reflejarme antes el esperpento que el cuadro.

Llegar a viejo con la gracia de un Dorian Gray, hacer el mayor daño posible sin que se note demasiado a los que tienen cerca: en eso consiste la voluntad de muchos, lo sé, lo adivino, una manera de vengarse de la nada que les espera, de dejar de ser (mientras los otros siguen siendo) incluso viejos, impedidos y malolientes.

De esa maldad se libra: tanto se conoce a sí mismo que se ha hecho un diablo sin colmillos ni garras que puedan herir: él es su propia diversión. En cuanto al mal emboscado que hacemos…

Aunque no olvida la máxima: sé tu mejor amigo (lo dijo el romano) y serás amigo de todos.

Acabar consintiendo con aquel hombre público y discreto que en el mundo no he visto monstruo ni milagro más concreto que yo mismo.

No ambiciona nada porque tiene todo lo que quería, bastante más de lo que sus méritos hacían sospechar, y al comprobar los afanes y desvelos de muchos, se dice que quizás corresponda a otros con justicia vivir contentos, como él mismo precisamente, mientras aquellos otros equivocados andan a la greña con el azar caprichoso hasta que el doctor muerte acaba rematándolos.

¿Serán acaso capaces de sorprenderse de semejante final? ¿Qué esperaban de sus inútiles correrías?

Si no supieron vivir es innecesario e incluso injusto enseñarles a morir.

El de Perigord vivió sus últimos años rodeado de mil libros, ¿por qué no habría yo de apoyarme con descaro del uno solo que él escribió?

Quid pro quo.

Se conoce, dice. Pero duda de la inmensa película esencial, finísimo tul en ocasiones, basto tejido enmarañado otras, que le envuelve en forma de vida en todas sus variantes y complejidad. Es rudo sin esconder la sonrisa, incluso tajante: antes la duda que el engaño. El escenario también engloba al espectador en cualquiera de sus idas y venidas. ¿Dónde se halla? Justo en la equidistancia del ser o no ser. Testigo y personaje de sí mismo y su avatar.

Como buen español, si lo fuera, hidalgo de espada… y manco.

Ser un tipo simple no está al alcance de cualquiera. Él lo sabe. Cojea, y eso le otorga un cierto cariz de interés, tal vez una anomalía dichosa: en la cama, la mujer coja, se afirmaba en tiempos antiguos, ardorosa y hábil.

Cojea por todas partes de su cuerpo y de su mente para devenir ese tipo simple de pensamiento escueto entre los nubarrones constantes de la confusión, pues el mundo es confuso y sin intención, rueda y rueda sin saber adónde. Demasiadas goteras, demasiado que achicar.

La vida reducida a una simplicidad, a qué más, que, no obstante, queda muy lejos de él, un Boceto perfecto en su insuficiencia aunque, por desgracia, para nada le sirve como reducción salvaje por muy apóstata y cínico que se nos presente en sus forzados o espontáneos sketchs.

Ah, la felicidad que tan escaso bagaje precisa en realidad en nuestro viaje mundanal: el aire, el vino, la mujer y los melones (palabra de Montaigne).

No es un tipo simple. Lo admite con la misma indiferencia con que hubiese admitido que lo es. No hay hechura por la que no desborde.

La mejor respuesta es la que carece de pregunta. Soy porque soy; las cosas son porque son.

Venir de la nada e ir a la nada es una triste e intrigante sucesión que de ninguna manera podemos considerarla una pregunta…

Casualidad o determinación (todo está escrito cuando ya es), lo que sucede es y tan inevitable resulta en un caso u otro, una ecuación con o sin incógnitas.

El mundo es, sin rosas o con rosas, sin porqué.

El mejor poema, con rima o carente de ella, es aquel que se extrae a trozos del interior de un sombrero y se graba a punta de navaja en el culo de Dios, dijo uno. También puedes olvidarlo y defecarlo letra a letra con paciencia franciscana a esa hora incierta y placentera del amanecer sin que sientas el menor remordimiento de su pérdida: era una inmundicia, confiesas aún con el cerebro en blanco y los ojos cerrados, enderezándote, a punto de lavarte el ojete y las manos.

Escudriña la sustancia del corazón, o la mentira azul del cielo, lo ve todo del revés para verlo nuevo u otra cosa de lo que ve y que ya le harta: la ciencia sólo puede ser gran ciencia cuando se aleja de la pequeña lógica.

Que de niño destripaba juguetes, sus pequeños e inocentes mecanismos, que eso lo sabemos.

He sido elegido para vivir mi vida: ningún otro hubiera podido vivirla. El modo con que lo hagas es cosa tuya, se demanda a sí mismo Boceto, nada más podrás modificar o revocar de su esencia: la supuesta volición y albedrío del individuo es la añagaza que se gasta el suceso para ser, que ya es, y enredar a los incautos, entretenerlos con minucias. Él se miraba por dentro, se destripaba, se limitaba a rodar sobre la corteza de los hechos.

Tanto submarinismo de sí mismo para acabar en Tierra de Nadie sin agua por ninguno de sus costados, sólo tierra donde poca cosa por descubrir.

Dejó pasar el tiempo, que es algo que no tiene tripas.

Observador lo ha sido: hasta los quince años. Después, se hizo perspicaz. Un testigo poco empático, aunque nunca miró por encima del hombro. Fue suficiente con eso. Tampoco le hizo falta ornamento alguno al ingresar en la universidad. ¿A qué el disimulo, el plumaje equívoco, la interpretación? La revolución se había extinguido el 20 de noviembre de 1975 y exactamente a las 4,20 horas de la madrugada (y a ti te encontré en la calle). De modo que ni le pasó por la cabeza dejarse barba, se deshizo de los celtas y los peninsulares y, en el plan seductor de siempre, no le importó exhibirse en cafés y ambigús con un player o un pall mall encendido en los labios.

¿Le gusta a usted Brahms?

¿Le gusta a usted Godard?

(Los buitres cavarán tu fosa, no lo dudes.)

También están, más allá de los resacosos, los malos días. Uno poco puede hacer. Despiertas, abres los ojos y ahí lo tienes, a punto de la dentellada. No vas a esconderte debajo de la cama hasta que anochezca, como si fueras un perro cobarde…

Bah, te dices.

Hoy es un mal día, así que...

Ya es casualidad.

No hay causa que no encaje a la perfección en su efecto.

¿Por dónde andas?

En el gruñidero del señor Jarndyce.

¿Era un tipo egoísta el tal Boceto?

Jamás lo fue. Siempre hubo dinero por medio. Le sobraba lo bastante como para andar perdiendo el tiempo con vanidades o ruindades materiales.

¿Entonces?

Cultivaba un egotismo ingenuo. Desde luego divertido por su evidencia, nada calculadamente, a cara descubierta: me apetece una copa, de modo que te invito.

¿Sentía remordimientos?

¿Sobre qué?

Sus flaquezas humanas, las vilezas que pudo cometer.

Alguna vez, un poco. Pero se le olvidaba en seguida la causa, lo que resulta curioso, porque la pena, muy ligera, aún seguía adentro, revoloteaba como un mosquito submarino hasta que, menos mal, se disolvía por completo como un azucarillo en las tripas, ya perfectamente cebadas a mitad de la jornada, y muy bien regadas por cierto.

Sin embargo, había cometido infamias diversas y en diferentes épocas, lo que demuestra cierta tendencia perversa, una personalidad obscena. Muchos hay que son honestos porque no tienen la oportunidad de dejar de serlo. Apague usted la luz y a saber donde ponen las manos.

En realidad eran descuidos, acciones no premeditadas, sin alevosía. Al reconocérselo sin cortapisas a sí mismo, y a los demás, doy fe de ello, ya enmendaba la ruindad o la mezquindad en un mayor o menor grado.

Los días negros… que eran sombríos, oscuros, sin lluvia (lo peor, pues), y el desánimo horas tras hora.

Ah, las aventuras del gasterópodo…

¿Qué hacer?

Meterse uno donde no le llaman.

¿De veras incurría usted en tamañas groserías?

Sin duda, mi querido psiquiatra bobalicón.

¿Me amenaza usted con el insulto? Acabará en presidio de seguro.

Bonita palabra, la otra, cárcel, tan fea, hasta parece oler a paredes desconchadas, óxidos, mugre, coliflor frita y calzoncillos sucios.

¿Y dónde se metía éste?

Emboscado en las raíces de un ficus, en el gruñidero…

Por ejemplo en París, en el restaurante Magny, donde sin embozos ridículos, colaba baza con su voz de niño pedante en las lúcidas charletas de Gustave Flaubert, Turgueniev, los Goncourt, Maupassant, Emil Zola, Daudet, Sainte-Beuve y todavía otra docena más de tipos ilustres a golpe de aperitivos, borgoñas, champán, salsas espesas, pavo trufado y jabalí agridulce, y asimismo postres abundantes de inimaginable sofisticación.

Y al descubrir su presencia emboscada, ¿no le aplastaban de un manotazo como a una mosca impertinente?

A pesar de la lucidez general que emanaba de tan conspicuos comensales, en el aire de aquel reservado se respiraban interminables y brumosos alcoholes. Entre esas nieblas andaba yo agazapado, indistinguible, sin derecho a voto pero con voz...

(Tal vez en forma de mosca.)

Entrometido inexpugnable y pertinaz.

Eran como balas blandas cada uno de ellos, prohombres de pluma afilada, energúmenos de razones agitados por un etilismo muy ocurrente. Una vez impactaban en ti sus viriles vozarrones te destrozaban por dentro sin remisión. Una manada de grandes folladores, aunque pienso que más de uno de ellos andaría ya bastante alicorto en esos trances: tenedor en mano, que no la pluma, se palparía la barriga con expresión de susto, pórtate bien, le diría sin despegar los labios, acaso suplicando, ya sólo me quedas tú, la pitanza y la cogorza rabelesianas.

¿Y el tantas veces investido diablo cojuelo qué pensaba de todo esto?

Abrumado quedaba por las visiones.

Serían figuraciones.

Bien abiertos tenía los ojos (como las huidizas moscas).

De modo que terminó haciéndose una idea bastante cabal de aquellos tipos y de aquel mundo y aquel siglo desaparecidos. ¿En qué concluyó finalmente?

Que eran eternos a pesar de mortales (de gusto se relamían con el rodaballo en salsa o la perdiz escabechada). El alma quizás se la comieran los perros o los gusanos en esta tierra de nuestros pecados pero mantendrían palpitante su yo profundo e invicto hasta el fin de los tiempos. En cuanto al siglo, a pesar de las carnicerías inevitables y la mentira y la injusticia universales que no cesan, poblado estaba de humanos, no lo hubo ni lo habrá igual. La luz de gas y de la vela encubrían de silencio los peores pecados de la lujuria y el placer sin freno. A la mañana siguiente, el sol tan natural de un cielo azul y callado limpiaba como si nada la conciencia del pecador de la noche.

Yo estuve en la cena del café Riche, invitado o piedra, yo no sé, en aquel convite inolvidable que acabó embrujándonos de una sensualidad que laceraba los sentidos. No era para menos el lugar, un pequeño salón tapizado en rojo en el segundo piso del restaurante cuya única ventana recaía a la verde arboleda del bulevar. Depositadas sobre la mesa donde iba a darse cita la despensa magnífica las doce bujías de dos candelabros vertían una luz alegre y voluptuosa en el límpido mantel blanco que no tardaría en ser mancillado sin reparo por los cuatro (cinco) comensales que en breve iban a tomar asiento y adueñarse de los relucientes cubiertos de plata y a sorber de los vasos de brillante cristalería el dulce champán helado y los espléndidos vinos. Era la fiesta de la gula en todo. Nos alimentábamos, al margen de los otros imprescindibles manjares, de nosotros mismos: un hartazgo magistral, cada mirada un bocado, cada guiño y sonrisa una cópula: chupar, sorber, morder…, toda una degustación morosa, grosera y sutil a la vez en bandeja de plata que había de repeler civilizadamente el ritual cortés obligado del Oriente: ni meter las manos en los platos, ni los eructos, ni los pedos ni las ventosidades preceptivos que señala como de paso monsieur El ínclito, sifilítico y apopléjico Flaubert al relatar uno de sus ágapes viajeros: que bastara la promesa lasciva que todo festín concita, detrás del eructo asoma Eros.

Mi querida bestia Gustave Flaubert, misántropo y misógino mimado por mamá, que ora metía el índice en las vaginas de adolescentes temerosas ora, como penitencia, durante infinitas horas mojaba la pluma en el tintero, la verdadera vagina del hombre de letras.

Entretanto, hunde tus posaderas en el mullido canapé, rojo al igual que las paredes aturdidoras. Recuerda a los buitres… Pero otra obra maestra de la nadería fílmica hubo de título no menos amenazador: Tu fosa será la exacta… amigo (0).

La mejor manera de empezar, los dioses lo dictan, amigo Duroy, es engullendo una docena de ostras de Ostende que sin esfuerzo se deshacen en la boca como un helado. La sopa frugal y ligera enjuaga el paladar mientras se aguarda los próximos envites. Una sirena en forma de trucha, carnosa y suave, estimulaba a continuación los ojos y la lengua. Y casi sin dar tregua, las tiernas y sabrosas costillas del lechal inmolado empezaron a acariciar las gargantas junto con las cremosas verduras que les servían de manto.

¿De qué hablamos si hablamos de amor? Los cuatro pares de ojos chispeantes se posan sobre mí, se posan sobre él, que comprende definitivamente que tiene que revelarse.

Dijo, pues, aquello, a salvo de cualquier desdén o enojo, que se esperaba oír de él.

En el amor, nos engañaríamos unos a otros constantemente si estuviésemos seguros de que el secreto jamás iba a ser revelado bien por los otros… o por nosotros mismos. Somos demasiado retorcidos para no desconfiar de nuestra propia indiscreción, causante muchas veces de nuestros males más inesperados.

Hora es del asado de perdices acompañadas de codornices en ensalada verde, de las tarrinas de foie-gras.

Los vinos y el champán acentúan la maledicencia y la salacidad elegantes, los adulterios y los secretos de alcoba.

(Rememora Boceto aquella alta ocasión que invitó a cenar al hijo del cura maricón. ¡De cuántas cosas hablaron! Aunque antes:

¡Me traes a un burger, desnaturalizado de los cojones, a un puto burger!, exclamó el mozalbete absolutamente desnutrido, como los personajes de un manga de primera generación: ojos como lagos, brazos y piernas como cuerdas y torsos de junco.

¿Por qué no? Mil millones de moscas no pueden equivocarse.

Y a renglón seguido, doble hamburguesa de por medio, hicieron del desarraigo, el silencio, el desapego y la previsible soledad de sus destinos y de sus extraños y más extraordinarios objetivos (?) el discurso principal del banquete platónico en tanto bebían una cerveza desbravada sin la menor señal de contrariedad, como dándolo por hecho, ¿qué esperaban del decorado más allá de sus palabras?

Eres mosca: come mierda.)

¿Omitiremos la locura de los sofisticados postres, los licores de mil hierbas excitantes, los labios húmedos y anhelantes de los dos (tres) hombres y dos mujeres que alargaban el festejo sin concesiones, todo ello entre gestos y hablillas que no omitían lo procaz ni lo insinuante y auguraban la festividad del sexo de después?

Estos yantares suelen culminar en el encierro apaciguado, tan contradictoriamente enervante sin embargo, de la pareja en el interior de un simón que rueda con lentitud sobre las calzadas parisinas brillantes por la lluvia, fugazmente iluminados los rostros acalorados de los pasajeros por los mecheros de gas de las aceras.

(Sal del ensueño.)

¿Cómo salir del siglo?: el XIX francés me atrapó, jugó conmigo, me hizo trizas, me sepultó cuando adolescente: París era mi alma, el folletín mi espada, sus mujeres el harén que daban forma a mi almohada.

Aún anda entre ficus.

Metiéndose en camisas de once varas.

Sigue siendo un niño mentiroso.

Perfecta la conclusión.

¿Y qué ganamos?

Distracción.

¿Sabía usted el cuento de la buena pipa?

Harto conocido. Cambie de canal.

Duroy, una vez agasajada la dama con un paquete de galletas y una botella de Madeira, brebaje dulzón y afrodisíaco, decorado el cuchitril que tiene como aposento con el parco lujo que pueden deparar cinco francos, acicalado como un minotauro él mismo, a las cinco de la tarde se folla a la Marelle. Decenas de veces a partir de entonces, por la mañana o por la tarde indistintamente, hasta el agotamiento repetirían el ritual, que no tardarían demasiado en desplazarlo de aquella sórdida buharda a barrios más nobles a costa del dinero de ella y la pasión sólo física de él, un tipo siempre precavido y receloso, lóbrego, al que empujan las aspiraciones vitales de otros y no las suyas propias. (No obstante, hallaban una especial satisfacción en prolongar lo ruin en lo gastronómico: en tugurios toscos y ruidosos, rodeados de obreros y menestrales, sentados a una vieja mesa de pino, llenaban el estómago con guisados de cordero, pan de tahona, vino barato y carrilladas grasientas, tan lejos de las exquisiteces y los rojos tapices del suntuoso café Riche: un volver a la caverna que les fascinaba por contundente y al mismo tiempo transitorio, como un juego de hacer versos.)

No soñaba el soñador, en realidad, con París: soñaba con el siglo XIX, sus luces y sus noches, su escenario inagotable de misterio, de lujo y de miseria, aunque bien sabía que sobre las piedras, las calles y los hombres y mujeres de París que se alzarían en el ensueño, en la ficción.

 Se negaba a salir a la calle.

"Ve tú", decía. "Dibújame Paris."

¿Cómo llevarle esos cielos de agua y aguja, el contorno del alma de la ciudad, la pulsión de las gestas de antaño?

La dejaba.

Se quedaba en el apartamento poniéndole trazas a espacios blancos, una enmarañada multitud de rayas negras que alcanzaban a limitar en la hoja vacíos biomórficos, siluetas enigmáticas de animales inconcebibles.

Y París era su ciudad preferida, la que más amaba por encima de todas, donde más lograba encandilarse su voluble y fugitiva atención.

"Tráeme París en un dibujo."

Le llevaba palabras.

Le gustaba de París la textura de sus muros grises y negros, los cuadros de las paredes, el soporte de riquísimo lenguaje informalista y poético, la escritura plástica de la ruina, los colores y la lírica del tiempo, los restos de unas fachadas que eran como las voces de unas vidas buenas o malas, la leyenda de la gran historia o la huella de la nimiedad más absoluta, un mapa de pasados y afanes, o de fatigas y burlas. Ella había adivinado muchos años atrás esos legados, durante su primera estancia en París. Los renovaría después una pintura valiente, trágica y bella.

"Dibújame París." Las palabras, cogido en esa encrucijada, apenas evocaban la imagen verdadera de los suelos de lluvia, la niebla en los árboles, el arte de la piedra. Todas las calles como una aventura de otro siglo grande y hermoso, fascinante e intrincado. (Nostalgias proustianas, el lejano folletín.)

Tal ciudad ha inspirado versos no desdeñables, crónicas varias de su pasado. Acoge sueños pequeños, ambiciones tal vez no equivocadas. Y alguna imaginación enfermiza insiste en replegarse a las antiguas épocas. Brota la ciudadela y se erige en la oscuridad medieval sobre el agua y la casa. A cualquiera descubre su gesta urbana que subyuga, esconde al viajero moderno entre brumas y grisuras, pues París teme cada vez más verse desnuda y sin secretos bajo la luz potente y obscena del futuro de acero y cristal, de teflones y neones, de falsas arquitecturas. Disfrazado por un tiempo pasado que era imposible que pudiera agraviar en su fútil modernidad, uno vuelve atrás, mucho más atrás de sus pasos.

Salía yo al dédalo de las viejas callejuelas y la sombría humedad de su historia. Emociones inconfesables. (Pero huía de la angustia y el sentimiento huraño míos, de la patética flaqueza y podredumbre de los ojos vidriosos de T.B.) Entre extravíos y círculos trenzaba un mal poema, ingenuo, inacabable, realista y romántico, un naturalismo evocador. La figura moderna se adentra en calles estrechas, cruza pasajes  muy fríos, de un azul de gas. Escapa de la luz moderna. ¿Adónde busca asilo? Más tarde, en las largas y anchas calles en fuga: tales perspectivas, de sólido trazado, repletas de edificios con molduras y ornatos, amparan un desvalimiento... diferente.

La otra época. De entre claros y sombras deja asomar los carruajes que cruzan los bulevares arbolados en busca del Bois de Bologne, una cierta mesura elegante, una impaciencia del corazón, el mundo menos nuevo y urgente desplaza la mirada, la fija hacia atrás. ¿No era grave la razón del poeta genial y bebedor? Lívido, rapaz y nocturno es el grafómano sepultado en los rincones más tenebrosos y altos de la ciudad formidable entre embriagueces y vahídos, casi tocando el cielo y sin tocarlo nunca: es un sagrado y lúcido bohemio maltratado por la tortura mareadora del hambre con la magra conciencia en una ebriedad eterna, sucio de greñas y mal envuelto en un hábito negro humillado de lamparones y roturas. Tiene los ojos encendidos esta débil crisálida encerrada en los tiempos  muertos del ocaso larguísimo o en los días de luz lánguida y tétrica, o en la noche suicida junto a la vela hedionda que ilumina parcamente la cuartilla amarilla y la tinta roja o negra. Escribe Baudelaire (y ya en el lóbrego callejón de la Vieille Lanterne, colgado de la soga, el mismo Nerval). ¡Qué estampa! Aguarda trémulo y vacilante una muerte que le salve de una vida de esfuerzos y carencias, del ultraje y la burla. Sueña las glorias y el homenaje de cien años después, muerto él, muertos todos los que le rodearon. Y así, se celebra maldito y vanidoso, bueno a la callada, pobre a todas horas. Excelso se cree... No fue poeta malo y olvidable. Es puro y desdeñoso, una ascesis de dandy entre ratones. El, paciente y perverso, en la noche encuentra las palabras justas que revelen los sobresaltos de la carne y el espíritu a la luz intrigante del alba donde se alzan perfiles macilentos.

[Le soleil, CXII: anda por calles abandonadas, desiertas de gente (multitud), se topa con el azar de la rima/esgrima, blande su alma... El sol se vierte sobre los campos, las casas, lo esclarece todo...]

En ese París de malas y grises y tormentosas alturas pensaba yo, recorría despacio sus viejas calles, pisaba su empedrado, mitigaba el desaliento.

Las nubes negras y el aire acerado del invierno de la ciudad avivan la afición al otro siglo libresco, espejo de conductas grandilocuentes, cortesanas, canallas. Una singular sensación de pasajero del tiempo anima las andanzas entre los nombres y la leyenda.

Buscad los lugares previsibles.

De una imagen feliz (unos ojos de mujer, un pórtico, el bronce verde, la cadencia de una voz a mis espaldas...) brotaban las jornadas (revisitadas) de un escrutador pequeño, cetrino, asmático e invisible que había hallado para su sorpresa un flujo de correspondencias capaces de alumbrar sin melindres pero entre alifafes un fresco de revelaciones insospechadas. Es, ahora, muy fácil rastrear indicios no muy sutiles, los orígenes de la epopeya (he visto el jardín de las mujeres, la columna Morris..., la, el...). Ese prolijo cometido, ávido pero no desesperado, recobra el tiempo que libra del olvido la vida pasada, La cámara instantánea del ojo imprime la luz rauda, irrepetible, el aroma de la hierba, el sabor.

(Rescataba de las ruinas personales otra infancia.)

Puedo reconocer los parajes y escenarios del tumulto rocambolesco acaecidos en los rancios folletines infestados por multitud de personajes y situaciones de peregrina combinación:  una  mujer blanca en la  noche de  luna y  de agua, la corta hoja de la daga, el puñal rojo, la ceremonia falsa del diálogo. Había un París turbador (oculto por los modernos asfaltos y las prisas actuales) repleto de misterios y múltiples peripecias, de reveses imposibles y piedades locas y amores exaltados, de cuchilladas traidoras y bellas estocadas, de salones invadidos por los enérgicos sones de septetos, quintetos o necias bagatelas adensando de encanto o gravedad los espacios bajo las arañas de luz brillante: del arroyo, la miseria y el padecimiento a la herencia impensada, el marquesado solucionador o la recompensa final como premio a la abnegación. La costurera seduce al noble. La virtud del pobre se alimenta del sueño, como el artista de la palabra enferma del espíritu.

Aquel poeta hundido en el futuro sugiere la vida moderna. Hace de su vida no un recuerdo, hace un folletín. Veámosle en la última etapa, cuando apura su existencia sin adivinar la larga agonía  que  le acecha.   Es un apestado de la luz. Se envenena, aúlla. Es un farsante genial malhumorado que se arruina de calles y poemas. Es un maldito que dilucida con prisas la geografía de un viaje moral al paraíso de lo más voluptuoso. Escribe un diario: tacha demasiado. Es un salvaje quieto en el fondo. Muda mucho de residencias,  incansable y hastiado, a través de la ciudad escondida e infinita, hurtándose, pues es hombre superior, a ese conjunto fastidioso de las responsabilidades y los pagos. Se esconde en el exilio, él, el grande hombre (Pauvre Belgique!), se queja de la comida, del clima, de su salud y de su pobreza. Un sábado de primavera, finalmente, enmudece y se extingue lentamente y sin moverse ni un ápice en la silla. Le ha golpeado el rayo negro de la ciudad gélida, lejana e inclemente. Su retorno a París es miserable, y los días que siguen son aún peor, una confusa impotencia le impide hablar y le abruma el cerebro de torpores. Babea sin llorar: recuerda lúbricos poemas. Recibe dinero de faltriqueras oficiales. Un día asfixiante de agosto  se muere con los ojos abiertos. ¿Evoca su alma castigada los fríos crepúsculos que cubren con una luz de pasta las agujas y los campanarios, las torres y las cúpulas, los pináculos y los arbotantes? [Lo que yo veo: 15.1.1994. Sábado.] Luego, ya muerto, vislumbra una callada apoteosis: la luz amarilla se enverdece y siembra de agua sus sesos, lo anega por completo de nieblas. Muy lejos de la tierra, otras religiones. Lo último: todo es una arquitectura de luz. Se apaga de golpe.

Inventaba esas (u otras) imágenes: anda uno sin rumbo por calles y pasajes mezclados de ficción y de realidad, o inmerso en un punto equidistante por igual de ambas figuraciones. Vagar exactamente. ¿Para qué más...?

Contempla uno los nuevos anuncios del siglo. "Desconfía de las verdades recién impuestas...",  sorprende  una  voz. De aquí para allá en mil andanzas. Vi un rostro como el de Edgar Allan Poe, la misma pálida faz de cristo que vieron los otros dos. En la era del hierro y el mito  naciente de la modernidad, uno; sobrecogido por la metáfora del horror a lo reciente y el progreso, el otro. Yo también vi la cara de cera del hombre de Boston, hijo de cómicos, borracho y delirante. Esas tres conciencias trágicas flanquean mi excursión cual ángeles de la guarda.

Acobardado, una y otra vez abandonaba sin remordimientos a T.B. Me alejaba de ese sufrimiento misterioso.

La miraba con asco. Pensaba, ¿cómo se llega hasta ahí? Había comprendido que lo realmente malvado no es nunca el final: lo pavoroso es la violencia soterrada de los mecanismos que poco a poco se infiltran en el alma envenenándola hasta la destrucción. Lo horrible siempre es el tiempo de antes, cuando el mal es invisible y la torpeza inconsciente.

 "Vete", decía,  y se daba la vuelta hacia la pared poblada de litografías, collages y dibujos abstractos, un tachismo convulso que remedaba los rostros del sueño…

Y otra vez, por la mañana, me lanzaba a la calle.

(La ciudad era un prodigio para alcanzar la pérdida del dolor, ahuyentar la maldad del presente más hiriente y desconsolador, atrapar el recuerdo bello: cuando se era niño, cuando se cree en, cuando el beso sabe a espada y fiebre... El ahora, andando, se demoraba en una suicida y prolongada interinidad, hasta lo más inocuo se disipaba.)

Había que estar más atrás o mucho más adelante de aquellos días fríos de enero, pues tan sólo eran una excusa para una efímera divagación. Sin embargo, en todo lo contemplado se descubría a los ojos de pronto un  pretexto que invitaba a una vida contemporánea, próxima y grata a pesar de la carga tremenda en la conciencia, la porfía ociosa e indefectible mía ante lo irremediable: ella matándose, perverso yo, y rueda y rueda el mundo que es y que no sueña. Pasear la orilla izquierda, el Sena ése... 

¿No era mi cometido sino addenda, una corrección (tachadura) en una crónica malvivida, en el incipiente poema de verso libre que emergía natural e impostor? Sin saber iba introduciéndome en caprichosas acotaciones: la ciudad era un mar de citas, identidades, encuentros, muertos ilustres, adorada estatuaria, nobles sepulcros donde se amalgamaban las múltiples correspondencias, analogías y  ocurrencias  de un lenguaje  feliz e inagotable. 

Así iba, un flaneur incansable y atropellado. Pensaba a través de los bulevares y la multitud, recuperaba los grandes mundos del pasado. Recreaba. Algo de bárbaro tenía esta fuga hacia delante que me hacía viajar hacia atrás. El episodio más minucioso y entretenido era yo. (Un poeta muerto había sido el dueño y señor de la urbe, un pintor quería detener el mundo, fijarlo ingenuamente en el lienzo, un visionario dotaba de alma al blanco mármol italiano. Podía glosar un bien nutrido conjunto de sueños, pues tenía el espíritu alerta.)

La leyenda superaba las ficciones.  

Un viernes por la mañana, ventoso y hosco, gris como todos los días, muy temprano, me abrigué para salir del apartamento. T.B. yacía sobre el costado izquierdo, con  ambas manos debajo de la mejilla: durmiendo  como de vuelta a la infancia. Los párpados cerrados y oscuros y la boca entreabierta, la respiración agitada y penosa, atestiguaban el pesar y el suplicio pasados durante la noche eterna e inútil.

Ya en la calle, me protegía del viento a duras penas. La luz era lúgubre en el aire arremolinado y frío. Parecía como si todo, hombres, cosas, ingenios y artefactos, aguardasen la inminencia de un suceso malo, o solamente extraño. Había nevado durante la noche. Ahora, los ruidos parecían amortiguados, como si fueses ecos lejanos de historias y afanes antiguos. Estaban las calles acuchilladas por un helor que penetraba hasta las entrañas de las piedras.

A medio camino por Saint Michel, a la altura de la calle Malebranche, me detuve frente a un kiosco. Una mujer muy pintada erguía el torso vigilante sobre las enormes pilas de los semanarios y los periódicos. En el interior del reducido cubículo, un poco detrás de ella, casi tocando su espalda, los destellos nevosos de un pequeño televisor blanquecían la penumbra. No era posible distinguir una imagen cabal en la pantalla, y tampoco ningún sonido. Compré diarios españoles todavía con olor a plomo. La mujer balbuceó unas palabras mientras me devolvía las monedas del cambio, pero no logré entender lo que decía. (Mucho después, ahora, supe que hablaba en español, y que yo la había interpelado inadvertidamente en inglés, ignorando el uso del francés, ¡que babelia absurda!)

La oía farfullar, enojada, al alejarme envuelto en la bruma de aquella mañana de crudo invierno.  

Un café de grandes cristaleras y toldos rojos con letras doradas me salió al paso en el bulevar. En la parte delantera del parasol lucía una estrella de David. El clima inhóspito (o una súbita inquietud) me empujó adentro.

Sentí, aún buscando asiento, con la mirada vacilante, que me suspendía, libre de preocupaciones, en el fondo de un mar en calma, mecido de transparencias. Noté que podía aislarme de todo, incluso de mí mismo.

Ya sentado, hojeé las grandes páginas sin un propósito definido. Era incapaz de leer nada. No podía concentrarme. Doblé los periódicos. Sorbí un poco de infusión. La bebida caliente me reconfortó todavía más. Me daba cuenta que iba sumiéndome en un descenso a algo vivo al otro lado de la realidad. Miré a través del cristal. Estaba nevando de nuevo. Observé que unos grandes árboles ¡con hojas! custodiaban  la avenida. Hubiera jurado que antes no existían. Paulatinamente, la luz bajo la nieve creció en intensidad. El viento había amainado.

Dentro reinaba el calor bajo la otra luz amarilla, tenue y hospitalaria que poco a poco iba apagándose ante la espléndida claridad de afuera. Unos pocos clientes hablaban en voz baja, de pie ante la barra ovalada. Sólo yo ocupaba una de las pequeñas mesas redondas cubiertas por un mantel verde suave. En realidad, se trataba de un local de moderno diseño concebido en dos zonas delimitadas, la que presidía el mostrador bruñido, funcional y diáfana en sus ángulos, y la zona que comprendía los reservados de madera y las mesas de consumición frente a los ventanales que alcanzaban casi hasta el techo. El recinto, ancho, formando un ángulo recto, con la barra en primer término, conjugaba el material noble y cálido (la madera, el azul, el oro, el bronce, la luz) con el signo de la evidencia contemporánea de los utensilios y los enseres. Comprobé que las grandes cristaleras  desnudas hacia el exterior creaban un espacio intemporal alumbrando con un resplandor blanco e inquietante hasta el más mínimo detalle. Sin embargo, el interior de la cafetería emanaba no ya la atmósfera inerte de las escenas en los cuadros de Hopper, sino aquella aureola como gestada de la abulia y el desamparo en el alma de sus protagonistas solitarios y cabizbajos: se diría que eran éstos los que proyectaban la ineluctable sensación de desmayo, el tejido fragilísimo de las apariencias. Los colores verdes y amarillos, rojos y azules, todos debilitados y viejos bajo la más esplendente luminosidad revelaban un vacío existencial que parecía posarse en los seres y los objetos otorgándoles una categoría definitiva de doble realidad. Era como si el desvalimiento y la desesperanza acecharan sutilmente un espíritu desprevenido momentos antes de caer en la desolación. ¡Qué plástica meléfica y complicada! Avisaba de un pesimismo esencial y angustioso, pero a la vez concluía atestiguándose a sí misma como la imagen de un pasado que en nada debía malograr los días, los trabajos y las buenaventuras (o sólo una leve dicha) por venir. Una lasitud invencible comenzaba a apoderarse de mí. Las imágenes de en derredor se difuminaban cada vez más turbias, como si al cabo viniesen vagarosas y sin precisiones de cualquier lugar del pasado, y, ahora, detenidas en la ambigüedad, se anclasen en el presente y el futuro de otra dimensión, pero desganadamente. Otras visiones más perennes iniciaban su conformación espesándose de manera gradual de un fondo que no era de mí mismo y que me atemorizaba... De ellas ya surgían vivos rumores, aunque  todavía  apagados, las  voces distraídas, muy mesuradas, los diálogos interminables.

Llevé la taza a los labios. He aquí que bebo el líquido tan caliente y aromático, toca éste el velo del paladar: apacigua un alma miedosa del frío, anhelante de la serenidad (ser de otra potencia).

Nace el gigante de mí... (Nacer yo de él.)

Pensé que hubiera querido ser el mismo siempre... Y haber estado allí, que era ningún sitio. Un tipo sin historia y sin conciencia. Sin sufrir cambios de ninguna clase. Sin tener aspiraciones de nada. Vivo o muerto vagaba por el espacio con el sabor de la tisana en el paladar, sin tener  que afanarme con el cuerpo a cuestas tan innecesario y funesto. Sin la locura, pero también sin arrogantes certidumbres. Desnudo de obras, y sobre todo de su cavilación... Sí, había un tiempo verdadero, no el tiempo inventado de los hombres, ornado por la memoria o la imaginación (sitios, personas y actos, pasiones, otros enriquecimientos...).

Estar allí... Pero en otro momento, lejos de la angustia y el miedo. Y también sin T.B., sin ella, sin ella para siempre...: como ahora que no existe, solamente con su recuerdo, que a veces daña, y a veces no. No creer nada... No ser.... O ser producto de una ajena invención, un personaje apenas esbozado por otro, intuido apenas... Y saber que pasamos en el tiempo como si éste fuese un túnel de sombras y luces, de noche y de día, como una ráfaga impresa en la memoria de algún ser enfermizo y artificioso, tan pequeño y humilde como nosotros, y que todo se reduce a eso:  no una emoción o una piedad, una pesadumbre, la impostura del sentimiento, el martirio del amor, o la ambición mala, buena remembranza acaso...

No, sólo ficción.

Así que... ¿recorro ahora las calles y acabo en los lugares exactos? Permanece el recuerdo por mucho que tu prisa fugitiva y miedosa te ahuyenta a zancadas del pesar: he huido, la he dejado en su región de agua y de fuego contemplando la máscara de su cara enferma en el azogue engañador. Todavía he huido más lejos, hasta el mismo futuro, hasta hoy, hasta el ahora de hoy donde escribo sin remordimientos. Pero aun tan lejos, la recobro a ella liviana y moribunda, ajada y proscrita,  zarandeada por feroces escalofríos y calenturas repentinas en un apartamento escondido de un París invernal, blanco y calladamente cruel.

Hay que partir.

Mi sueño de cloral lo dice.

He ahí tu paseo inaugural entre grandes árboles y multitudes fascinantes, fríamente anónimas, entre leyes y vestimentas de curioso protocolo, merodeando altivo alrededor de edificios espléndidamente ornamentados, descubriendo atractivas insignificancias (el lustre del charol, el chasquido de un látigo, la luz (siempre azul) de gas, la caoba de un pomo, la sombra de terciopelo con la orquídea entre el perfume de los senos). Todo el hábito del dandy que marca con su sello el gran billete, aspira delicadamente el embriagador aroma del cigarrillo turco en la boquilla de ébano y marfil. Artesonados y  damascos, tallas y  cerámicas  de  metálicos reflejos, sombreros  de copa, capas al viento,  bordados de oro, blancas camisas de nieve, bastones de fino bambú y empuñadura de plata americana, rojas sonrisas de mujer, blancura y brocado, dinero, lujurias... Los cascos de los briosos corceles  arrancan con sus pasos de hierro chispas al pavimento aún brillante por la llovizna reciente.  Hieráticos y embozados cocheros conducen los carruajes bajo un sol de primavera o una luna de verano, adentran a dos tímidos enamorados en la oscuridad de los parterres y rotondas de los jardines con estatuas de bronce y de mármol. Otros bultos hay... furtivos en las esquinas del lance o del duelo, del crimen, bajo la nube negra, bajo la pérgola, encerrados con las bocas salvajes y las manos como puñales en el simón.   

Trazo un itinerario que pretende alejarme de T.B. (¡alejarme de...!) o de lo que ésta pudiera significar a la postre, que pueda conducirme al país de un placer solitario creado de refrendos y fáciles anotaciones: un país de lengua sabia y gesto cortés, del misterio, de la crónica del amor, de la peripecia y el triunfo... del folletín (claro y raso).                                                

Despierto.

"Dibújame París", imploraba ella.

Le llevaba yo una introspección baladí, retazos de mentiras y hueras reminiscencias. Le ocultaba la invención, el engaño. Mis vanos entretenimientos de hace cien años.

Cómo decirle que me fundía en la piedra y el tiempo buscando confluencias que obraran en mí cual una magia buena antes de mi propia muerte, mucho después (aún no lo sé) de la de ella, que yo sí, esta vez sí, volvía a la infancia de todo lo leído y creído, de la alucinación, la fantasía, la...

Toda esa concupiscencia.

Bonito excurso el precedente. ¿Y todo esto?

Personajes inolvidables, reales o no, que asoman la patita desde un ángulo de la viñeta haciéndose notar.

¿Quién soy? Amigo, si yo lo contara… Un Champollion ibas a necesitar para desvelarme… y sólo en parte, muy a medias.

Se alimentaba de sí mismo: el hartazgo era previsible.

¿Pensaba dejar alguna especie de legado?

Ni en sueños. ¿Herencia? Me la llevo completa en la barca. Además, todos los hijos, antes de tú engendrarlos y parirlos la mujer, cualquiera de ellas, están en la nada. Déjalos allí. ¿Qué derecho tienes de arrebatarle algo a la nada? Un hijo te condena fatalmente por codicioso. ¿Querías otra vida además de la tuya, aunque la vivieras vicariamente?

Y después de la muerte, ¿qué? ¿Otra nada?

Bien estaba donde estaba ese hijo: y ahora lo arrojas al mundo a través de una grieta fatal.

Tengo una idea sumeria de lo que acaece después del hachazo definitivo, una opinión muy sombría. Nadie alcanza la dicha una vez muerto. Te alimentas de barro y polvo anclado eternamente en los infiernos tenebrosos y fríos, infinitamente oscuros. De modo que, como cualquier sumerio, ruego a los dioses ser feliz en vida, atesorar riquezas, ser un amante infatigable y conservar la salud a ultranza por largo tiempo.  

Fue oro, como todos los niños, pero a la postre, la mistificación ya es irremediable. Uno alumbra una aleación rara, falsificada a base de un poco de plata y mucho cobre y siempre termina siendo escoria, ni siquiera escobilla que queda debajo del tablix de la que pudiera extraerse alguna partícula digna de recuperar. Del infierno nada esperes.

Bah, a fin de cuentas, se dijo este falso Duroy pero con todas las de ganar, soy un hombre de dineros. Que otros chapoteen en la selva hasta los codos. A mí me basta, en sociedad, con dejarme ver entre la espesura, el vaivén y la confusión de mis semejantes.

¿Legado? ¡Por Belcebú!: Yo lo que quería era romper al lector, dejarlo hecho trizas sin saber adonde mirar, y si al cabo abandonaba la lectura mucho antes del final, mejor que mejor: yo había vencido.

El código Hamurabi podía ayudarte en eso: hay unas reglas, y el  que las pervierte, y no existe un solo lector que no lo haga de un modo u otro, al río. Sobre piedra se escriben los mandamientos.

Únicamente tales libros han de perdurar.

¿Y si descubrimos a un recalcitrante en naderías que ha logrado terminar la lectura de esas páginas, como todas, inútiles, de tu libro imposible?

Recibirá como recompensa un cocodrilo y un mono.

Boceto, el pensador de la lengua pastosa y la mente sucia, surge del sueño… o en él se adentra, manotea con el amanecer, con él mismo, con el mundo que no cesa: lejos del trajín más allá de la ventana, aquí en la atmósfera cálida y confortable de adentro de la casa, sin contaminaciones humanas.

Hay libros… yo no sé.

Toda escritura, sea de ficción o no, falsifica la realidad, la convierte en palabras, dibujitos caligráficos… La pregunta es ¿por qué existe gente que aún mercadea con tamaña estafa?

Tal vez por un sentido plástico, como el que atrae nuestra primera ojeada sobre el cuadro y que instantáneamente todavía no representa nada, sólo colores y líneas, puros significantes. La escritura, antes de su lectura, también es algo plástico, mínimos pasadizos y laberintos trazados en una hoja que se deslizan entre chafarrinones, motas de negro sobre blanco, filigranas, signos.

Algunos se contentan con eso, con el dibujo de la escritura, que es tinta.

¿Para qué más? Lo real es el libro en sí, su materia tangible, colocado en la estantería para goce de los ojos y, a veces, para el placer del tacto.

Libros…: no me gusta hablar de mí y mucho menos de los otros, todo eso me parece un saqueo impúdico en toda regla que ni siquiera alcanza a beneficiarme.

¿Le gustaría a usted escribir como pintaba Morandi?

Ni Mozart ni Beethoven. ¿Le gusta a usted Brahms?

Más los grandes, y no por grandes, espacios de Malevitch.

Le gusta el vacío porque su vida es… repleta.

Toda herejía acaba siendo convención: empezó a escribir el diario de un inoperante que nunca conoció a nadie de interés. He ahí el misterio… sin solución.

(¿Para qué más?): Solitario, quizás huraño (casi seguro) camina por las aceras y se le ocurre que anda sobre un camposanto, mírales, aún verticales… ya, ya…

Boceto arranca de sí las págin… los días como si se extirpara un cáncer.

T.B. murió muchos años atrás. Lo dice el calendario del tiempo perdido.

Supongo que cometió muchos más errores que yo, que  los Brell.

Bueno, uno de ellos, el Brell de en medio, se le adelantó, según cuentan las crónicas.

Un accidente, un personaje que se rebeló… o una licencia literaria. En todo caso, todas las historias de fantasmas quiebran al llegar a la mitad de su relato.

¿Bajas al ficus o subes al desván?

Dependerá del siglo, XIX o XX… o XXI. Como fuere, nada de cabalgadas, a pasitrote.

¿El pasado? El cuarto de los trastos, lugar de polvo y telarañas, cementerio de cachivaches, el mal olor a rancio y cosas viejas, un desfallecimiento ruin en todo.

Diario, un diario que vomitas luego del alimento sabroso o indigesto de la vida… ¿Qué te vas a descubrir de nuevo en ti mismo? Eres invisible a despecho de tu apariencia dinámica y ruidosa: un huésped sanguinolento entre el hígado y las heces pestilentes que engrosan, alivian y descargan periódicamente tus intestinos. Escrito está por el poeta, yo soy sólo el pensamiento mío. El señor sentado en el trono de las vísceras poco tiene de ti, que eres el caminante de las aceras, un escrutador al acecho.

Lo normal es leer. ¿Por qué escribir?, se preguntaba otro poeta escribidor de diarios, escéptico, demasiado lúcido para andar ensimismado con el juego de hacer versos cuando ya has descubierto el truco de la chistera.

¿De la vida? Más allá de los solos sentidos y mis complacencias, preferiría no hacerlo

Simplemente, no: el negro impasible del Narcisus, Bartleby, Jakov von Gunten… y otros que no son conscientes del disimulo que les disfraza, como el tal  Ulrich o el Franz (con sombrero y abrigo estrafalario) de Kafka: unos se instalan en la negativa; otros, se conforman con mimetizarse aunque no guarden silencio y se hagan notar.

Ah, Bocetus, hombre caimán, acecho y sigilo a pesar de la alarma de tu sonrisa… Apela a la autoridad irrefutable del clásico (cualquiera de ellos, Epicteto, por ejemplo) como solía hacer el de Perigord: oculta tu vida. Y se deja ver de cuerpo entero millones de veces a lo largo de su existencia, sin escrúpulos: no me adivinarán, cree el incauto.

Todos tenemos secretos. ¿Acaso no descubrió en una ocasión a su amante padre con una novela de cubierta espeluznante en las manos? Jim Thompson describiendo el origen en cinco capítulos: una rubia despatarrada y muerta sobre el suelo con la falda negra subida hasta más allá del medio muslo y un orificio todavía humeante en plena frente.

No devuelve jamás el golpe. ¿A qué alzar la voz, o peor aún, el brazo? Siéntate a la puerta de tu casa y…

Confía en la gran maldición: que todo el mal que se dirija a mí vaya a ti; que todo tu bien venga a mí.

Un recuerdo, uno más que le asalta sin premeditación, por las buenas, ratifica al no adivinado, al encubierto, al que propina las dentelladas detrás de la cortina brocada de la sonrisa:

De pequeño…

¿Cuánto de pequeño?

Muy pequeño, aún creía en los Reyes Magos. Ítem más: tenía el pleno convencimiento de que Baltasar era un negro de verdad, como los de las misiones en África, y no un hombre blanco conserje, cura o ingeniero de caminos con la cara embadurnada de betún.

Prosigo: … mis padres me llevaron a un laberinto. En un descuido mío, algo inexplicable en mí, niño siempre cauto y receloso, me dejaron solo de modo intencionado, con divertida crueldad, y desaparecieron de mi vista. Como es natural, me perdí. Por mucho que anduviese siempre volvía al punto de partida. Al cabo de unos quince minutos, lloroso, asustado y con la cara llena de mocos, mi padre apareció a mi lado y me dio un golpecito con los dedos en un hombro. ¿Qué, has encontrado algo interesante? Me entraron ganas de arremeter testa por delante como un pequeño toro furioso contra su entrepierna, pero sólo se me ocurrió decirle en tono compungido mientras me limpiaba las lágrimas gordas y humillantes: sí, a ti.

El tiempo, ese escultor (de mísero barro) que dicen…

Brell, al encerado.

Brell remanga el babero. Allá vamos.

Redacción: El Tiempo.

En esas andamos.

El tema parecía en extremo simple. Hasta los niños aprenden enseguida a conocer la medida de las horas y los cuartos a lo largo del día, a dividir la jornada en pedacitos.

¿Qué íbamos a divagar sobre la historia y anecdotario de los relojes y mecanismos similares a través de los siglos?

Allá cada cual con su perspectiva.

Uno elige, y ya no hay rectificación posible.

Le di la vuelta al tema: se va a enterar, padre Javier, se dice para su magín… ocurrente cien años más tarde.

No escribe para un hombre, al menos para aquel a medio hacer del siglo XX, ya no, que utiliza la mejor Majerit, una perfecta tipografía para la… ¡pantalla!)

¿Y quien te quiere a ti...?

¿Y a quién quiero yo, imbécil?

Respecto al tiempo. Pensaba que siempre era el mismo, ni para delante ni para atrás, que era el mundo, o los mundos, las cosas y los seres los que pasaban, los que terminaban deteriorándose suspendidos en él hasta su misma destrucción y desaparición final: el tiempo, al igual que el espacio, indisoluble con éste, era el sitio, por así decirlo, donde sucedían los hechos y cualquier clase de evolución material si la hubiere, y que ninguno de los dos era mensurable o constatable puesto que jamás se alteraban o se modificaban a sí mismos: eran, y siempre lo habían sido y siempre lo serían inclusive sin universos ni galaxias ni estrellas que andarán por ahí petardeando y alumbrando nuevos mundos. Que toda esa fiesta cósmica se la traen al fresco al tiempo y al espacio y para nada necesitan de ella.

A ver si se entera padre J…

¿Y dónde encontramos a Dios? ¿Acaso Dios es el tiempo y es el espacio?

(Boceto petrifica la sonrisa y no despega los labios. Los dos últimos intangibles, aquel, ni eso, simplemente inexistente, así que no lo necesitan para nada mareando entre ellos, piensa despiadado frente al cura. Dios, sobre todo en mayúsculas, es muy cosa de los hombres. Cada religión le pone un nombre a su dios, como las patrias muy ufanas ellas tiñen de colores su trapo sagrado, su bandera.)

(A los trece años. 1973 y bestseller: iba a escribirlo una vez acabados los deberes de la noche: necesito un millón de dólares.

No descarriles, Boceto, acabarás mal, pregúntale a Alicia.)

De nuevo a trompazos con el alma.

Breve disertación noctámbula con la boca cerrada, pues renuncia a escribirla para no tener que romperla:

Padres agustinos, a ver si nos aclaramos. El universo está lleno de almas, cientos de miles y miles de millones de almas y cada una de ellas para visualizarse necesita habitar una máquina, corporeizarse sin dejar por ello de ser ella misma en todo momento, precisa un pánfilo muñecote al que insuflar una vida interior al margen de sus tejemanejes exteriores, y la fábrica de la naturaleza los ha propiciado en serie: el ser humano, que finalmente ha constituido un perfecto anfitrión, blando y resistente a la vez, con aparente libre albedrío para confundirle, dinámico y aceptablemente durable y de fácil reproducción. Una mezcla que se aviene muy bien con sus intenciones de huésped ambiguo y transitorio, pues esa condición revela a quien hospeda y a quien se hospeda. Por desgracia, algunas de estas máquinas son defectuosas y la combinación suele malograrse con excesiva frecuencia. Algo falló durante el proceso de su fabricación, de ahí el bebé de seis meses que muere, el adolescente leucémico, los enfermos mentales, y aquellos otros trances tan inesperados que amenazan y liquidan a estos artefactos a lo largo de su existencia contra los que nada puede hacerse como el accidente de tráfico, las guerras absurdas u otras violencias criminales o domésticas y el suicidio. Y esto explica de sobra la efímera supervivencia de unas máquinas dirigidas fatalmente a la nada absoluta y cuya única misión universal ha sido la de hospedar un alma perdida y cósmica que, podrido o quemado pero desaparecido del mundo su actual portador obsoleto y finito, ya se buscará la vida esa alma en otro lado por la cuenta que le trae. En fin.

(Ah, la desorientada juventud de hoy –la del año 1, 167, 711, 1019, 1248, 1689, 1745, 1834, 1887, 1921, 1936, 1968, 1985, 2003, 2008, la del…- se lamentaban los untosos agustinos de hace cien años mesándose los cabellos con los ojos inyectados en sangre, poseídos por el desánimo y la rabia, echando espumarajos de baba por la boca.)

Yo, señor, no soy malo, dijo uno que puso las cosas en su sitio, también cien años atrás (casi)… pero no necesito a Dios para comprender mis actos y mis culpas.

Sí, en ocasiones las máquinas se rebelan, pero se rebelan contra ellas, y se destruyen a sí mismas como si tal cosa. La reposición, sin embargo, no requiere demasiado tiempo ni trabajo… y las almas son interminables, infinitas, como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar. Se ponen en fila india recién lavadas y vestiditas de domingo y, a ver, a ver quien me toca hoy (porque hoy siempre es el tiempo).

El cuento de nunca acabar…

Invéntalo, incluso puede que te paguen.

Para un artista verdadero, que a la suya va (desnortado), el dinero no alimenta.

Todo esto, el mundo, te daré, oyó el criminal de su año conmemorativo que le decían. Miró por sus cuatro lados, y sólo seguía viéndose con los ojos cerrados por el miedo desheredado, humillado y sin esperanza. En un año todo concluyó.

Cartografía tu época, se conminó, y eligió un individuo menor a quien todos los caminos le estaban vedados menos el que le condujo irremisiblemente a lo trágico: vencido si nació. Cada latido de su inocente y envenenado corazón enhebraba a la diabla pero irremediablemente la fatalidad.

M., después de escuchar pacientemente dos mil páginas, dijo: no está claro.

Nunca, nada, está claro.

M., antes de morir, escupió su alma amarilla y sucia por la nicotina y los veinte mil insomnios al suelo de tierra, como aquel que se libera por fin de ese peso entrometido e inflexible.

Veintitrés gramos, dicen.

¿Cuál fue la báscula?

No era necesario. Pesaron al tipo, desnudo, antes de ajusticiarlo e inmediatamente después de exhalar el último suspiro: veintitrés gramos fue la diferencia.

¿Dónde está M. sin libros? ¿Dónde sin el decorado del mundo en el que aposentarse aunque incómodamente?

A la diabla, pues:

¿Tú te comerías una rata viva?

Eso lo imaginó y, peor aún, lo escribió, Jim Thompson. Quizá durante alguna de sus borracheras se metió una en la boca sin saber lo que hacía (o sí). En literatura se suele experimentar con alguna brutalidad, aunque en contadas ocasiones. Thompson lo hizo a su manera. Otros hay (politicastros) que desayunan sapos con el periódico extendido delante de sus narices y el servil informativo televisivo temerosos de perder la prebenda y la poltrona, De modo que andan por ahí tipos que escriben y se comen de cuando en cuando una rata viva.

Primero le arrancan la cabeza con los dientes; luego, la engullen… y sin pelarlas ni desollarlas.

(Para un artista verdadero el dinero no alimenta.)

Amigo, ¿cómo se llama esta enorme ciudad tan llena de tópicos?

Fraseshechas.

Me lo imaginaba. ¿Y usted qué demonios hace aquí? Parece, al menos por su semblante, un tipo inteligente.

Soy terrorista verbal. Intento dinamitarla con una pluma que destila sus propias ocurrencias sin el amparo de las ya sabidas y sumadas hasta hoy. Pero me temo que eso nunca será posible. El veneno al que combato pasa de padres a hijos. Parece ser que es el fluido que los mantiene en movimiento. Además, también está la televisión, que ayuda bastante a emborricar y a engendrar lelos. Una urbe indestructible a pesar de su vaciedad.

Respecto a usted, el de la pluma…

De mí podría decirse que era la tesis y la antítesis de algo. Ahora bien, ahí radica el problema. ¿De qué esta hecho ese algo? Incluso he llegado a pensar que su naturaleza no es humana. ¿Seré una máquina?

Recreativa.

Quién sabe. Hay cada uno…

¿Y si consulto el Bompiani?

Una pérdida de tiempo.

En la Wikipedia entonces.

En ese volcán siempre en ebullición cualquiera y en cualquier momento puede meter las manazas. Por semejante instrumento no me jugaría yo los cuartos.

Pueril negar su utilidad.

Tanto la mentira como la verdad pueden ser sostén de lo útil, que resulta la causa final.

Así que, criminal… el tipo que terminará definiendo nuestro tiempo.

Criminal con todas las de la ley. Un epítome de las (hipócritas) buenas costumbres del siglo.

¿Y todo esto?

Bueno, por medio de las palabras me he abierto camino hasta la ficción. En mi vida no han ocurrido muchas cosas interesantes. Tal vez un par de ellas lo fueran, pero no lo suficiente para sonar a algo ficticio y por tanto memorable.

Sin embargo, su presencia es constante, rotunda, fastidiosa incluso por lo reiterativa.

Sé que me veis. Pero lo hacéis a través de un velo. Nunca me presento ante vosotros con absoluta claridad. El velo es la trama.

Por cierto, ¿hay ratas que pesen veintitrés gramos?

Posiblemente. El mundo está lleno de ratas de todo tipo y úteros para dar cabida a todos los tamaños.

Y de hombres llenos de grietas.

De estos no sabemos si proyectan veneno por ellas o son heridas por donde les envenenan a ellos desde un exterior inmundo poblado de millones de ratas de todos los colores y todas las formas imaginables siempre al acecho, prestas a la dentellada.

Al cabo, nos conforma una sucesión de hechos y accidentes que tan sólo, mal que nos pese, obedece a los vaivenes de una maquinaria minuciosa e implacable ajena a cualquier injerencia volitiva por nuestra parte. Cabe pensar que nuestra desnudez interior, la que ocultan inocentemente los órganos y las vísceras, sea mucho más repugnante que la de nuestros cuerpos viejos ya un puro pellejo y a punto de pararse de una vez por todas y terminar en carne para ratas.

¿Se refiere a cables, circuitos, semiconductores y cacharrería de ese estilo?

No. Algo extremadamente más perverso, más sugestivo: una batería invisible que sólo alimenta el alma, una especie de reloj a niveles atómicos y por tanto inexistente delante y detrás del caparazón que sostienen los huesos, puesto que su origen escapa a cualquier concepción que pudiéramos hacernos. Como no exige ninguna clase de respuesta, tanto nos puede justificar la verdad como la mentira, lo real o lo imaginado.

Sólo si no muriéramos del todo dejaríamos de ser una ficción.

Entonces, sea usted bienvenido al Teatro Universal de las  Marionetas.

¿Qué hilos me accionan?

Hechos están con las tripas del mundo, como los mejores arcos que sangran los catorce cuartetos de Beethoven.

Hombre inacabado, dijo (y de esos mismos hilos, ¿por qué no?, podría ahorcarse fácilmente, tan sólo dejarse caer, dejarse caer un pobre diablo como Fiodorov).

¿De qué tiene miedo Boceto?

(Toda huida hacia delante la carga el temor.)

Miedo de…

De dejar de ser Boceto. De lo contrario no entendería el universo, y mucho menos el ser humano, un cachivache al que más tarde o más temprano se le acaba la cuerda (o le cortan los hilos que lo suspenden en el vacío).

¿Qué entiende él por universo?

Lo que ve. Sin mayor reflexión. Mister Darwin acabó de una vez por todas con la vana palabrería sobrante del mono inteligente y su alma soldada durante un tiempo. Me rodean seres y cosas, se dice reduciendo al límite la visión (única manera de penetrar en lo profundo): su caducidad me hace reír, aunque acepto de buen grado vuestro engreimiento y ridícula arrogancia antes del dolor y la nada que os ha de borrar de la tierra.

¿Quién se acuerda de sus hermanos?

Tomar una copa con T.B. era darle al mundo la vuelta, ponerlo del revés. Sus bebidas siempre eran oscuras, o del color de la sangre. Era bella y trágica. Estaba condenada... por ella misma.

Él también fue durante años el hermano pequeño de alguien.

Un día, decidido, fue al bosque y llamó a la puerta de la cabaña de la bruja.

¿Tú quién eres?

Soy el hermano menor de J.D.

¿Y qué quiere el hermano menor? ¿Y cuántos años tiene el hermano menor?

Treinta.

¿Estás casado?

Felizmente. Sin hijos.

Pues las tenemos buenas. Un treintañero casado felizmente sin hijos en busca de identidades que me acaba de salir de la caja de Pandora delante de mis narices. ¿Aún no sabes quién eres además del hermano pequeño?

Tengo una vaga idea.

Se me han acabado los arándanos y las grosellas. Aquí dentro no vas a encontrar nada que pueda interesarte. ¿O crees que escondo a tu hermano el mayor y su máquina de escribir debajo de la cama?

Es indudable que no, pero… eso no significa que además de en otros sitios también se encuentre aquí una parte de él.

Algo de él habrá, supongo… ¿Quieres una copa? Sólo tengo ron, que es una bebida reconfortante y aventurera.

Uno no se puede fiar de los hermanos mayores. Ha desaparecido, le confiesa finalmente a la otra.

¿Y qué tengo que ver yo con todo eso?

Pensé que podrías decirme donde se esconde.

Se ha metido dentro de él y en ese lugar nadie puedo atraparlo nunca. Ninguna coordenada indica ese camino, y mucho menos el tipo de la pipa: se lo ha tragado la tierra.

Él tendría que saber que nuestro hermano mediano ha muerto. Mi deber es informarle, que sepa de esta nueva mutilación.

¿El aficionado a las misiones se ha muerto?

Carlos. Se mató hace unos meses.

T.B. guarda silencio por un instante, pero, ya en el infierno, no es capaz de expresar ninguna emoción: algo siniestro y desconocido, una esperanza o una desgana impensables, nos empuja en una dirección equivocada, fatal e inevitable, que ni siquiera somos capaces de imaginar en nuestras peores pesadillas. Cada uno se equivoca a su manera. Ella empezó hace tiempo a equivocarse. Lo sabe y nada ya puede alarmarla.

¿Qué más da que J.D. sepa de esa muerte? Cuando uno huye de su propia vida, al menos de aquella que creía que justificaba su paso por este mundo, ¿qué importan las muertes de los otros sea cualquier fuere su condición o su parentesco?

Nace y muere el día…

Boceto, años más tarde, buscará otra hermana mayor que le ayude a inmiscuirse en la parte más oscura del hermano mediano de donde pueda extraer alguna de las claves que alcancen a descifrarlo de una vez por todas (?).

O te tomas una copa o te largas, exclama fastidiada T.B. ante ese pequeño Brell nada interesante, no como el otro, J.D., ahora entre el sol y la tierra, libre como un potro salvaje.

Él rehusa la pócima. Que arda la tipa en su olla a rebosar de hierbajos. Otras calderas de Pedro Botero y su caterva le mantienen vivo a él.

Boceto dejó tras de sí piedrecitas de colores hasta llegar a la cabaña de la bruja. Sabrá volver sano y salvo a la casa del padre huérfano ya de dos de sus tres hijos. El hermano pequeño ha establecido con su padre una fatigada hermandad, una soledad que combina sabiamente el cinismo y el desprecio por todo.

Ahora se bastan ellos dos solos en el duelo, aunque sin mirarse a la cara.

Todos los cementerios, reales o imaginarios, son lugares poblados de gentes maravillosas como ya descubrió Jim Thompson: lean en las lápidas de las tumbas de sus huéspedes eternos las palabras laudatorias cinceladas en la piedra a instancias de sus herederos todavía vivitos y coleando mientras cuentan las monedas.

Padre querido, la bruja no se ha entregado a la delación. S.u complicidad con el fugado es absoluta e inatacable. Esa mujer es artista fracasada y desdeñosa pero con medios para subsistir, es decir, no tiene nada que perder. No confesará jamás el paradero del primogénito ni bajo la más cruel de las torturas. Además, es una trágica escéptica y posiblemente heroinómana, anarquista y lesbiana latente.

Esas mujeres son peligrosas… e inútiles para los santos varones. Hay que huir de ellas como de una peste medieval. Sólo creen en los Reyes Magos y en la silla eléctrica.

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