Puedes empezar jurando por Dios, al que devoraste unos minutos antes ya disfrazado, que esa foto que en dorados te enmarca vestido de marinero el día de tu primera comunión y que tu madre con absoluta crueldad exhibe en el salón no te representa, no eres tú. Yo, Boceto, nací con un kalashnikov en una mano y un cóctel molotov en la otra, aunque no existan documentos fotográficos que lo atestigüen y haya llegado a cuasi cuarentón muy bien cebado sin llagas ni heridas, sólo un rasguño aquí y allá. Mi apariencia desmiente lo que soy, y es conveniente que así sea, pero cuidado con mis incisivos.
El
ilustre profesor no sólo vive de Goya y de los alimentos llamados espirituales:
el mundo es un telón de fondo salpicado de chafarrinones donde surtirse de
delicatessen.
Que sais-je?
En
lo tocante a Fiodorov, pensamos (sic) que debió haber esperado un año
más, uno solo, antes de colgarse y podría de ese modo haberse salvado el
pellejo a sí mismo:
A
los 38 años de edad, en la víspera de las calendas de marzo, el señor de Montaigne
se retira en el seno de las doctas vírgenes, donde en reposo y seguridad desea
pasar los días que le quedan de vida…, escribe el noble moralista. Luego de esa decisión, rara vez
asoma las narices por las aspilleras de su castillo en Perigord, y a menudo
contra su voluntad.
¿Qué
queda más allá de la morada interior?
Lo
festivo de la revuelta.
Monsieur
Sartre, que ya está harto de su aburrimiento, del corydrane, de sus amantes y del alcohol, ha hecho de París su
parque de atracciones personal. En esta feria será el hombre de la escoba
contra la buena conciencia burguesa y los privilegios que ella se arroga con
indecencia. Como no es hombre de armas, sino de papeles, se rodea de un
ejército de obreros y estudiantes: la policía, la demasiada policía que se cree
la dueña de la calle y, peor aún, de la libertad, es el enemigo a batir.
El
desafío de El Gran Mayo del Sesenta y Ocho empieza el año anterior, en el 67,
(toda historia tiene sus caprichos) al escribir el pequeño Jean-Paul una carta
muy inocente al presidente de su nación.
Ojo
a las formas. Pero… qué se ha creído éste, por mucho palacio que le cobije es
uno más, exactamente un individuo: de manera que le escribe a
mano con tinta azul sobre un papel cuadriculado de colegial instándole a
conducirse como gobernante de acuerdo sus consejos de ciudadano libre que estos
momentos representa el mandato del pueblo soberano. Por el bien de todos, de la
propia República, debería prestarle atención y hacerle caso. Créame, hay mucho
en juego, advierte antes de estampar su firma.
Suena
algo amenazador, especialmente si consideramos que el escrito persigue el
permiso de entrada al país de un miembro del Tribunal Russell.
Lo
niegan. Con la misma ligereza con que se sube la harina, se censura un libro,
se instaura una ficción sociopolítica.
Empieza
uno subiendo el precio del pan y acaba en las manos pegajosas de sangre de
Sanson: a un lado, chocantemente, ves rodar tu propia cabeza desgajada del
cuerpo, ¿adónde va ésta?, cada uno por su lado, pues: ocurrencias de Joseph
Guillotin.
El
vulgo es gritador, propenso al barullo.
La
consecuencia: hay que romper la universidad, y para romperla hay que romper
primero la calle.
(Años
más tarde, los veinte años de siempre, me lo encontré a las puertas del club de
golf. Sorpresivamente, me reconoció al instante. Yo fui uno de aquellos del
distrito 6, un enragé, me dice. Qué
te parece. Intento recordarlo, pero no lo consigo. Bajo y grueso, panzón, con
la calva a duras penas disimulada por el escaso cabello lacio y ralo peinado fieramente
a un lado, lo había tomado por un jefe de departamento de inversiones
cualquiera, un bancario escrupuloso y servil. A punto estuvo de enseñarme las horribles cicatrices que me infligieron
los CRS. Este, sin duda, sería uno de aquellos estudiantes con chaqueta y
corbata que corrían delante de la policía mirando a hurtadillas el reloj para
no llegar con retraso a casa a la hora de la cena. Ahí estaba el golfista ese
día primaveral de mayo de tanto tiempo después, sano, gordo, jovial y a salvo
de las calamidades del mundo. Dios y el Diablo nos libren de los
sesentayochistas: ¡sobre sus cabezas había de llover un diluvio de adoquines!)
Teníamos
que haber prohibido el futuro. Tal vez Fiodorov
no se hubiera chamuscado, quietecito desde sus quince años…
A
los 38 años de edad, en las vísperas de las calendas…
No
fue así. Y tampoco fue aquella la revolución prometida por la época: vacaciones
escolares, orgásmicas, efímeras.
Luego
de la tunda, Fiodorov calló (cayó). La Cause du Peuple envolvió los
bocadillos de calamares o de tortilla francesa. Reanudó los estudios.
Licenciado, terminó con un portafolios repleto de sumarios y legajos
sindicalistas soldado a la mano. Y todavía terminó más cuando se ahorcó.
En
1977 ya estaba listo. Pero aún tuvo aguante..
¿No
podrían ser los ochenta una culminación?
Recorrió
esa década como un alma en pena. No se reconocía. A su alrededor todo guardaba
un desfalleciente colorido, una atonía e ingravidez oníricas, el mundo y sus
cosas se le antojaban inasibles, un caparazón monstruoso de un millón de
formas.
¿Cuánto
años se extiende en el tiempo El año Internacional del Criminal?
Montaigne
es hombre que aplaca mucho la rabia.
En
aquella silenciosa, confortable torre del aire, tumbado en el suelo como un
perro, lejos del peligro de uno mismo y de los caprichos de los demás, a los
pies del señor de Montaigne, al costado del plácido fuego de la chimenea, debió
haberse recluido Fiodorov. Recordarse
antes sin rencor, fantasear (Tuvo muchos y felices amores, se entregó a la
cultura con devoción protegido por las damas, y tantas hubieron: Mme de
Rambouillet, Mme de Lafayette, Mme Pompadour, Mme de Houdetot, Mme de Chatelet,
Mme de Duras, Mme de Récamier…), acogerse a serenas meditaciones, morir sabio,
bien vivido y en paz.
Me abstengo. Qué sabio
(Y
él aún estaría vivo).
Corre,
camarada, el viejo mundo ha quedado atrás.
Me abstengo.
Pide
lo imposible, sé realista.
Me abstengo.
La
imaginación al poder.
Me abstengo.
Ni
morir de hambre ni morir de aburrimiento.
Me abstengo.
Muerte
al banquero, al cura, al policía.
Me abstengo.
En
realidad todo devino ser una literatura mural harto ingeniosa pero de
pensamiento fácil y transitorio. Tres porrazos del polizonte en las costillas y
al olvido.
Fiodorov no dio un paso atrás, pero se lo tomó con calma, sin
malos modos, sin desplantes, sin desdén hacia aquellos que ahora sólo eran
fantasmas: cuanto menos nos vemos, susurraba al paso de sus correligionarios
sin volver la cabeza, más nos conocemos.
¡Que
no hayas sido tú la materia de tu vida!
No
se perdonaba.
Me abstengo, mandó el otro
acuñar en una medalla de bronce que a todas horas portaba colgada del cuello:
fiel perfectamente equilibrado entre los platillos de la balanza. Otra manera
de alcanzar el tao, el nirvana, el paraíso de las huríes, el reino
de los cielos: la vida y su consecuencia la paz.
Tampoco
para ello se precisa aldea alabada que valga, quizá únicamente aquella
habitación solitaria a la que se refería el santón, glosista y delator
Pascal... o un torreón en el aire donde toda ambición que no sea la prospección
de uno mismo queda fuera de lugar.
¡Ah,
estos resúmenes escritos a la vuela pluma en mis horae subscribae! Tiempo
habrá para su purificación por el fuego. Los miles de páginas escritas por ti
no son, si es su destino cabal, sino una llama pequeña que se abate enseguida
sobre sí misma y concluye en cenizas.
Se
esconde Dios de los hombres, tal vez los tema.
El
que teme a Dios, se esconde de él y de sí mismo. Se refugia en el pensamiento:
¿dónde si no va a acabar lo confesional?
Alguno
de estos hombres hurga en su yo, tan
profundo es el tema como el abismo insondable de la muerte. No por ello deja de
vivir como el que más.
Ni
temor ni esperanza: así vive el sabio la vida, la sorbe como un buen trago de
agua… o de vino, que al menos éste último anestesia las ansias. Un buen talante
aliado con un buen humor y una buena porción de sentido común basta para
devolverle a la vida todos los golpes, encajar sus desatinos y disfrutar de sus
goces sin orden ni concierto.
De
Montaigne me gusta todo, hasta sus amigos (Lucrecio, Plutarco, Séneca, Erasmo,
que a todos ellos concilia mediante una alegre soltura con Aristóteles, y el
más hablador de todos, Platón), confesó en su día el hermano mediano.
También
es hombre de humor sutil, cervantino. Jamás le hubiese puesto a ninguno de sus
cinco hijos varones el nombre de Teodulo, grosería con uno suyo que sí perpetró
Rabelais, hombre de su tiempo, que era la risotada obscena frente a la sonrisa
cortés pero apenas perceptible del de Perigord.
Sartre,
doctrinario y severo, se echa a la calle mientras vocea su mercancía y blande
un mazo de panfletos con el que intenta vincularse a los acontecimientos de su
historia presente.
Montaigne
en el silencio, salvo lo inevitable, se aísla en su ensayo de perfección de
espaldas a su siglo terrible: escribe de buena fe.
¿Puede
aburrirse uno de sí mismo? No, si se descubre, destripa sus sesos, se sabe por fin.
Se
descosió, sopesó la cantidad de serrín que como muñeco humano (ni sé de donde
vengo ni adónde voy y el destino o el tiempo o
lo que fuese puede zarandearme a su antojo sin que yo nada pueda hacer
por impedirlo) encerraba en su interior y se cosió de nuevo. Listo para la
tumba (pero antes vivió mejor a causa de aquel destripamiento esencial: le
aligeró de sombras y vacilaciones, que son vanas siempre).
¿La
prueba de sus afanes? Los cientos de páginas escritas: una especie de dibujo
integral (vestido o desnudo) del tipo si uno atina a descifrarlas más allá de
su signo: hasta de pedos diserta con humor evidente, pues el culo, dice, es
órgano muy suyo y tumultuario.
¿Cómo
se llega a ser lo que se es?, se preguntaba divertido un lobo estepario cuatro
siglos más tarde. Cuestión de costumbres. Montaigne le habría contestado que
como aquella extraña joven que se alimentaba de arañas.
Más
allá de uno las tinieblas, la otredad misteriosa: ¿cómo pueden estar vivos sin ser yo?
Miles
de millones de seres humanos con mayor o menor juicio deambulan junto a ti por
la bola de un mundo que viaja a través de la oscuridad infinita.
Pues
uno, cada uno de ellos, yo mismo, es el mundo, termina diciéndose harto de
entenderlo todo a medias y ponderar las demasiadas cláusulas que determinan su
existencia física y su tenaz movimiento en la nada. Claudica al final: el mundo
es lo que está dentro y fuera de mí. Así de sencillo. De modo que lo que le
sorprende de veras es su interior… valiéndose de la comparanza con los ejemplos
de afuera de su casa (pero sin salir de ella), que es vasta morada y gran
caudal de conocimientos.
Qué
remedio. Había ambicionado pasar su vida rodeado de gentes sencillas y alegres,
y pronto descubrió que menudeaban los simples y los tarambanas. Mejor la
compañía de un perro, y el romano y el griego, y el fuego del hogar y los
papeles donde escribir.
(¿Por
qué no te matas?
Por
que da lo mismo, contestó el primer sabio, Tales.)
Llega
la muerte, aunque te apresures a esconderte en la piel de una vaca.
Habla
de un país donde celebran la muerte de los viejos… Pero ¿quién se cree viejo de
veras llegada la hora?
¿Cómo
se puede temer lo que ya era (la nada)
antes de nacer?
Él
discute lo que conlleva ese razonamiento, su triste deducción.
Cree
en Dios. Es conservador. Le es imposible negar la nada de donde nace, mas está
convencido del todo que ha de acaecer después de la muerte a la vera de aquel.
Tiene este hombre sus imperfecciones, sus abandonos en la ingenuidad.
No
alcanza la merluzada de decir que en el mismo acto de morir recobramos la
memoria de lo que hemos sido antes de nacer.
Querría
mirar hacia delante, y sabe que todo lo que es se halla en el pasado, el
delante está vacío, así que se apoya una y otra vez en el clásico y sus
sentencias, lo que siembra el presente de aciertos metafísicos y morales. El
griego y el latino antiguos sostienen con elegante y sabia palabrería su mundo
en oposición a ese otro mundo fuera del torreón en guerra constante, sus
carnicerías de religión y poder.
Algo
tiene su retiro de expiación por las culpas cometidas, y en su escritura asoma
con reiteración sangre de muchas batallas, de las peleas a muerte de tiempos
pasados y también de aquellas en las que él, en su siglo, fue soldado sin
escamotearse de la lucha ni de la degollina.
(La Torre
Como un vigía en alta mar
que se hubiera vuelto
loco…
Mira el surco sobre
las aguas tras de sí.
Más fiel es el espejo
del pasado
que tan preciso expone
lo presente.
De un antiguo saber
place las horas
entre las gruesas
piedras del refugio
sereno a salvo del
siglo actual,
en el seno de las
vírgenes doctas.
¡Buen retrato de ti
mismo lograste!)
Desconcierta
alguna confesión prontamente desmentida por el propio glosador: Aparte Séneca y
Plutarco, de los que me proveo en abundancia, no he tenido relación con ningún
otro libro, afirma en un capítulo dedicado a una dama de la nobleza. Y en las
mil páginas de su obra se citan centenares de autores de los que echa mano con
profusión.
Cómo
prólogo tardío al centón de los ensayos, asegura que la mejor ciencia habida es
la del mando y obediencia, y que la mejor táctica para vencer a tu enemigo en
el campo de batalla es regalarle un libro: Lo harás, así, ocioso y sedentario,
fácil presa de tu espada. (Sonríe maliciosamente nuestro (sic) Boceto.)
Se
sabe bien, y sabe bien el percal de los otros, la materia que los fabrica:
Plantar
hombres en el mundo no es difícil, lo fatigoso son los cuidados y trabajos que
requiere su crecimiento cabal. ¿De qué modo saber sus inclinaciones, por qué
lado van a torcerse?, ¿será posible enderezarlos?
Viene
a cuento: ¿quién es Adriano Turnebo, hombre de letras al parecer, el sabio más
grande de los que han existido en estos mil años? ¿Quién lo plantó y limpió a
su alrededor la cizaña de las malas hierbas? ¿Qué lo nutría que, a los ojos de
otro prodigio, tan alto había de llegar?
Misterio:
Me guardo de hablar de aquello que no sé y a través de mi pluma permito que
hablen otros, anuncia, pero condena a una rara mudez a muchos más, entre ellos
a Turnebo, del que nunca más supimos y del que nada recoge en sus escritos: nos
quedamos in albis de su prosa y de su pensamiento.
Vivir
de las letras es indigno y abyecto, avisa a navegantes.
Adendas:
No
te entregues inerme a la cultura, acabarás sin cortarte el pelo y las uñas,
darás asquito, ¿y adónde has de llegar?, a la más alta sabiduría cuando las
calendas griegas, convertido en un asno con un montón de libros cargado a las
espaldas.
Cita
el moralista al malvado Horacio, quien se las apaña muy bien para poner las
cosas en su sitio: vivir a la intemperie… rodeado de alarmas pero a costa de su
mecenas.
Dicta
el precepto que hará más feliz la existencia: Tengamos la fiesta en paz, se
dice Boceto por consiguiente, siempre en los brazos de Venus, jamás en los de Palas, pacífica y protectora a
veces; guerrera y vengadora, otras: ambigüedad, tienes nombre de mujer.
Sé
tú el que lea el libro, y no el libro a ti: cuidado o acabarás de aprendiz en
una pastelería; peor aún: permiso tengan los preceptores de estrangular
(naturalmente cuando nadie les vea) a sus discípulos incapaces.
Vocablo
memorable el que cierra el consejo: Aprovecha el tiempo de la acción, amigo, aprisa
llega la dolorosa canicie.
Escrito
en estilo soldadesco, dice que definía Suetonio al mejor de todos los estilos,
como el que hacía gala Julio César.
De
otras obras, por más que públicas y tan aceptadas: plus sonat, quam valet.
(Entre
mucha gente andamos de mucho ruido y de tan poco mérito, hoy como ayer, que no
saben del estilo soldadesco.)
Vivir
sin pesadumbre, al modo del ensayista, despertar todas las mañanas con música,
bañado el rostro por la luz limpia del sol recién salido.
Que
sea liviano el tejido de los días, inaugurales, que permita ver en todo momento
la trama del vivir: no olvides que eres mortal, sorbe el día como el sediento
que bebe el agua fresca que mana sonora e incansable (se diría eterna) del caño
entre las jaras y los juncos, al costado de romeros y zarzales bajo los grandes
árboles del verano.
Crees
demasiado: no te dejes arrastrar de la nariz.
Arrastrar
de la nariz (¿?) como los niños, el vulgo, las mujeres y los enfermos,
especifica este retirado del mundo que todo lo observa desde el sosiego, ajeno
a los peligros de la intemperie y por tanto sordo a sus voceríos.
Es
muy francés el convencimiento (siglos después, Stendhal lo cita a su manera):
espíritus existen que se forman de acuerdo el patrón de otros tiempos
diferentes de los actuales. No podemos sino preguntamos si ese encaje que
hubiera hecho prosperar mejor a tales individuos lo facilitaría el pasado o el
porvenir.
Desde
el albor del ser humano, ¿hubiera sido posible vivir de manera distinta a como
hemos vivido durante decenas de miles de
años? ¿Por qué vivimos como vivimos? Existen muchas formas de vida, luego son
concebibles miles de maneras de hacerlo. Tal vez se eligió la más siniestra y
caníbal. Y no parece haber vuelta atrás. ¿Qué nos organiza de esta guisa? Sin
duda, un instinto de supervivencia… que en nada nos va a ayudar en el instante
de la muerte.
Este
espeleólogo del alma y oteador de costumbres nos previene de la mano de Platón
contra la demasiada filosofía, aquella que incita a tus pies a levitar sobre lo
terrenal y a tus ojos a enturbiar la realidad: dedicar en exceso tus ratos a
ella puede convertirte en un ser vicioso y salvaje. Peor aún, que te aleje de
los humanos placeres. Tal vez la verdad sólo la hallarás en la naturaleza, que
ni siquiera sabe su nombre y se reina a sí misma como si nada, majestuosa y sencilla a la vez.
Buen
francés, siempre le gustó lo natural y corriente pero necesita a su lado una
mujer bien despierta con la que poder satisfacerse. Pura naturaleza, un animal
sensato de hábitos nada sofisticados, puesto que si así fuera la ruptura con la
sencillez le llevaría a la degradación, a una complejidad inútil y quien sabe
si hasta a su propia desaparición antes de hora.
Nada
de las fieras acometidas de Júpiter fuera del lecho, sobre la misma tierra
fecunda e inagotable, desdeñoso respecto a todos los otros dioses subordinados
y sus mandatos inoperantes.
Las
cosas a su debido tiempo y en su debido lugar: seis hijos y cinco de ellos
muertos antes que él. ¿Pues no dicen que la naturaleza es sabia?
Entra
sin llamar, parece que te dice en el principio de muchos de los párrafos.
A
fin de cuentas, lo escrito ¿no lo está en buen papel de vitela cuando antes era
trapo de pobre?
A
los treinta y ocho años no eres tan viejo, incluso en tus tiempos violentos y
pordioseros, como para ser vecino de la muerte.
Quizás
hasta sepas la mejor copia de ti mismo: la vaina no es la espada; el pedestal
no es la estatua.
Cuando
hiervan tus sesos por el vino, sepárate de la mujer que quieres y hazte con una
con la que puedas solazarte como bestia, pues no es aquella buen acomodo para
una concupiscencia loca y lasciva.
Como
está solo, conversa mucho con Platón aun sabiéndose muy inferior. Le habla de
su tiempo, de sus costumbres buenas y malas, plebeyas y cortesanas y de otros
pueblos todavía más crueles y desalmados que en las guerras que entablan entre
ellos descuartizan a los vencidos y una vez muertos se los comen asados.
Nosotros nos comemos vivos a nuestros prisioneros, aclara irónicamente... ¡y no
desnudos como aquellos, llevando medias y calzones! Las épocas, cada una de
ellas, requiere una conducta, una creencia, un disfraz que oculte al animal. La
cuestión es reventarse unos a otros y hacer desaparecer los cadáveres a
mordiscos, enterrados o quemados.
Cuídate
de los dioses, que, en el fondo, no son más que hombres disfrazados de
divinidad, nada tienes que esperar de ellos y mucho que temer, espectros y
quimeras que fueron una idea inocua del ser primitivo empequeñecido por el
cielo y aterrado por la noche depredadora que devino trampa mortal al paso de
los siglos. Empuñamos la cruz… de la espada.
Y
después de tanta gresca, ahítos del ruido mundano, acabamos solos, hablando con
los antiguos.
Platón
también hablaba con él de cuando en cuando, con el enfermizo hombre de
Perigord: si quieres conservar la salud lleva desnudos los pies y la cabeza.
La
soledad del niño, del joven, alerta, pero la del hombre, la del viejo, es
beneficiosa, y a estos dos últimos serena y les educa para la muerte. Por lo
demás, nunca me reconozco a mí mismo cuando estoy entre mis semejantes. Es la
soledad el espejo perfecto donde me descubro con pelos y señales, ahí me
contemplo sin restas ni añadidos, tal cual soy, huido de esa vida que anda de
fiebre a calentura, sin gobierno, al tuntún.
En
ocasiones, para temperar los ánimos, convendría que una porción del efecto
anduviese antes que la causa para prevenir las descalabros a que puede
conducirnos ésta en determinadas circunstancias. No duda en utilizar la
sentencia coloquial, al alcance del vulgo: si te doliera la cabeza antes de
emborracharte menos beberías.
Cuidado
con los libros, no se cansa de advertir, si te alejan del placer físico,
apártalos a un lado sin dudar. El libro es regocijo y nunca un campo de
batalla.
El
libro incita al papirotazo en la misma cresta embustera de su escritor, quien
de lo único que le es dable hablar, y hasta justificable, es de sus defectos.
Soledad…
Confórmate con poco: con una persona me basta y con ninguna también me basta,
mas no olvides que tan posible es fracasar en el mundo como en la soledad,
aunque escribas de buena fe.
El
mundo es un buen lugar para pasar finalmente de largo. Lee a Cicerón: De finibus.
¿De
qué vale llenar de palabras cientos de folios si el lector después se empeña en
deprimir su sentido? Se diría que se busca a sí mismo cuando fue el escribiente
quien, con mayor o peor acierto, se entregó a ese cometido sin importarle nada
los ejemplos anteriores de los antiguos ni los juicios de más tarde de los
contemporáneos.
Al
cabo, mejor hablar al viento que escribir. Vamos en volandas de él haciendo una
u otra de las dos tareas, a expensas de cualquier crítica y ocurrencia ajenas.
Cada
uno se entiende a su manera pero raros son aquellos que se creen lo que
verdaderamente son: como si nada somos sacados del mundo en un abrir y cerrar
(definitivamente) los ojos, ¿a qué engañarse, pues?
Cuídate
de los demasiados libros, aconseja el retirado: la mayor parte de los filósofos
anticiparon voluntariamente su muerte sin que ello les perturbara lo más mínimo
ni les temblara la mano. En todo momento habían sabido a qué se arriesgaban
metiendo donde metían las narices.
De
ellos, de los libros, adivina su forma oculta que suele encubrir la visible
antes que su materia, que siempre será largamente manoseada en tu tiempo o en
el de después, al alcance más universal, severo o antojadizo. Ningún tema
identifica a un autor que, ante todo, ha de ser expresión y modo propios.
Cuídate
de los libros, no te rompas la cabeza por ellos.
Al expresar mis ideas no sigo otro
camino que el del azar; a medida que las fantasías pueblan mi espíritu voy
reuniéndolas: unas veces se me presentan apiñadas, otras arrastrándose
penosamente y una a una…
(Debería
haber hecho las cosas con más inteligencia, pero no quiero comprarla por lo
cara que cuesta.)
Me
siento a gusto a mi manera, bien asentado en mi docta ignorancia.
¿Te
aburre un libro?
Busca
otro.
Ahora
bien ¿por qué me aburre?
Porque,
a las claras, carece de ambición, y yo soy ambicioso con mi tiempo que estimo
demasiado valioso como para echárselo a los perros.
Me
complace la novedad inteligente. Aborrezco lo nuevo que se sostiene por lo que
de viejo esconde en sus cimientos y paredes y que disimula su pintoresca
fachada como cebo.
Lo
bien escrito me es indiferente si es bagatela o brevedad, pues descubro
enseguida que se trata de una fruslería aseada a pesar de la excelencia de su
ropaje. El disfraz de su escritura en tales libros no oculta su importancia
pronta pero efímera por falta de intención épica en su concepción, planteamiento
y disposición literaria, lo que los aleja de toda permanencia viable en un
futuro.
¿Y
qué decir de los libros entretenidos aunque vanos? Son como un narcótico que te
resta un trozo de vida real, te desplaza a un limbo en el que nada importante
sucede.
Cierto
que nos distraen… si bien de lo esencial y verdadero únicamente.
Mejor
ocupa tus horas en contemplar un árbol grande y copudo mientras calculas el
caprichoso número de sus ramas o eleva la vista al cielo y observa las nubes y
sus formas haciéndose y deshaciéndose como por encanto.
La
naturaleza es un libro grandioso, el más entretenido si a ello vamos, con sus
páginas siempre abiertas a plena luz traducidas a todos los idiomas imaginables
capaces de recrear el ánimo más obtuso. A tu alcance deja un millón de libros
cada amanecer sin necesidad de desembolso. Y sin que ocupen espacio en tu casa:
los buenos libros la engalanan sin oropeles, los malos la invaden como hierbas
inútiles donde acabas enredándote.
No
es delito escribir malos versos, lo deshonroso es que su autor no sepa
considerar lo indignos que son comparados con los de los grandes, o incluso
medianos, poetas.
Bendita
ignorancia que los conduce a un menester para el que no está dotados pero que
al mismo tiempo los aleja de otras aspiraciones y oficios menos encomiables: el
daño que hacen es menor y así ocupan los días sin malicias ni demasiados
estropicios. Por otro lado ¿quién lee hoy poesía? Los poetas… ¡pero sólo se
leen a sí mismos!
Goza
de los libros, de todos cuantos puedas, no hace falta que los poseas: andarás
más libre, más atento a las cosas de la tierra y sus habitantes.
Cuantos
existen (por existir) metidos de lleno en un simulacro que no advierten:
desprecian el libro obsesionados por el oro y la seda que nada más que relucen
sin habla ni pensamiento, un brillo fugaz que a nadie digno de mérito
encandila.
No
lleves tu celo a la vida del autor, incluso puede ser un frívolo o un
miserable, si no a lo que escribe en el libro bien o mal.
¿Para
qué empuñar un arma si puedes empuñar la pluma?
Cuídate
de tu boca… y de la pluma. También ésta ha llevado a muchos a la tortura y a la
muerte, pues a muchos cobardes hace tanto daño como una daga bien afilada y la
combaten forrados de escudos y armados hasta los ojos. Capaces son de purificar
a sus contrarios con el fuego.
El
de Perigord a los libros, estuvieran escritos en la lengua que fuese, les
hablaba con su propio idioma. No se dejaba embaucar por lo ininteligible. Era
crítico a veces, y confiesa sin reparo que aun no sabiendo lo que sean un subjuntivo,
un adjetivo o un ablativo se entrega a la glosa de cualquier griego o romano a
pecho descubierto.
Vivimos,
siempre, en épocas de corrupciones y canallas, y sin embargo hay gentes que
escapan a su contagio recluidos en sus gabinetes y en compañía de sabios
antiguos que nunca han de ser mudos, y en vergeles que no en desiertos. En paz…
En compañía de pocos pero doctos libros…. En paz vive en conversación con los
difuntos. A salvo se tiene. (Pero un
desliz, un vuela pluma, le lleva a un cautiverio de cuatro años en una fría
mazmorra.)
Estamos
rodeados de espadas.
Cuídate
de los libros pero ámalos… a algunos de ellos, pues no faltan los que sucumben
a su propia endeblez (una maldición bíblica) y acaban en estériles: concebiréis
heno y pariréis paja. Ya en origen nacieron torcidos.
Lejos
me lleva esa mano ilustrada: A Heráclito, a Demócrito, a Lucrecio, a Diógenes,
y aún más lejos todavía. ¿Entenderé a veces esos recorridos? ¿No serán en mí
extravíos lo que en él son certezas que otros le brindan graciosamente y
enriquecen su pensamiento?
Demasiada
variada el alma, que acaso sea la misma, como la muerte, en todos a pesar de
sus matices: en sus lecturas descubre que la muerte es horrible para Cicerón,
deseable para Catón, indiferente para Sócrates, necesidad para Séneca.
Insignificancias
humanas como Boceto desprecian a la
muerte, tratan de burlarla, no piensan en ella, se agarran a cualquier asidero
de la vida sin permitir que su conciencia les malogre la villanía. La bondad es
una retórica, como todo lo que se alza contra mi apetencia. Esconde bajo esa
manta el propósito ruin.
Fue
este Boceto buen lector… ¿porque le
entretenía pasar páginas?, aunque se cuidaba de las enseñanzas que pudieran
derivar de ellas: él aprendía del arcón de sus bajezas que disimulaban los
atuendos y su mester público, respetable en apariencia. Se decía: unas juegan
con muñecas; otros con putas.
Entre
la imaginación y el deseo no concluía en una figura estática; atenazado por la
duda, nunca finalmente se le escurría la acción porque al cabo vencía el afán,
realizado el capricho, que las sutilezas, el demasiado ingenio y la agudeza,
son un lastre que acaban por ahogar la consecución del placer o del triunfo. No
por perspicaz consigues más pronto tu botín de guerra, sino por contumaz y
decidido. Tómate tu tiempo sin dejar por ello de avanzar un pie adelante, sé
curvo de intención, y recto como una flecha a la diana.
Bien
se conocía, engrasado por el cinismo, siempre la sonrisa a punto en la boca,
desarmadas las manos, acaso el mero libro en mero español, que diría el
bonaerense
,
como cebo infalible.
Una
mirada oriental, inquietante a pesar del brillo amistoso que fulge en las
pupilas. Hombre indescifrable.
Su
mayor defensa es que sale de la sombra a pecho descubierto, sin sorpresas, natural,
como si en todo momento hubiese estado acompañándote, no te asusta nunca ni lo
que dice ni lo que hace, ni el menor sobresalto. Como en tantos y tantos otros,
el volcán es interior.
Lee
a Montaigne porque no le supone ningún esfuerzo, pero quizá lo hace a la contra.
Debe
leerlo, pues lo destripa numerosas veces a base de atinados y sagaces
comentarios, que en ocasiones no vienen a cuento, aunque es seguro que no sabe pensarlo. ¿Lo leerá apaciguado? La
instrumentalización de una lectura abona un propósito ulterior y es muy posible llevarla a cabo de una
manera solapada y torticera.
¿Sabes?,
Virginia (o Hanna, o mucho antes Paula, o…), el hombre este, Montaigne, cree en
Dios. ¿En qué podría creer si no? Tanto mirarse el interior con el socorro de
los antiguos termina por desalentarle y llevar la vista más allá de sus
adentros. Y también es la época violenta, la indefensión ante la brutalidad
guerrera y hasta la meramente civil lo que le induce a ello. ¿Acaso es un
santón? Acerca a Dios a todos los corazones sencillos, parece decirnos, pero
aléjalos de toda filosofía y saberes más nobles. Un corazón sencillo como el
que tuvo la suerte, tan envidiada por sus amistades, madame Aubain al disponer
bajo sus órdenes a su propietaria, la sirvienta Felicidad: por cien francos al
año se levantaba al amanecer, se encargaba del corral y de cebar y dar muerte a
los animales, enjaezaba el caballo, compraba las verduras, limpiaba, hacía
girar la rueca, cosía, cuidaba de la chimenea, cocinaba, tuvo por única
compañía un loro que alegraba sus pocos ratos de asueto hasta que el pobre
animal palmó, adoraba sin recelos a su
dueña que, apenada, murió en mala hora y un día, desahuciada, sumida en el
polvo y las telarañas espesas de la vejez, también se murió ella, Felicidad, sencillamente,
mientras soñaba con el loro inocente, que incluso le puso nombre, le hizo una
historia. Murió loco y en paz ese corazón sencillo agazapado en un cuerpo de
mujer ya en derrumbe.
Y,
tú, lector español, católico a macha martillo, mantén a salvo tus onzas
peluconas, las fernandinas, los oros indios, el vano papel del euro: mucho más
económico es creer en un dios que en cientos de ellos. Ahorrémonos capítulos
costosos, pues, que ya vendrá la parca y han de verse uno o una caterva de
dioses a los que pagar la entrada arriba o abajo antes de que se descorra el
telón y se apaguen las luces.
En
manos de El Salvador me pongo, confiesa humilde y a la vez esperanzado el de
Perigord: siente que su dios está tanto en la vida como en la muerte, en la luz
y en la oscuridad, habrá recompensa, nunca castigo: su libro es una confesión y
una duda hiriente: ¿seré absuelto?
Además:
Que Dios es Dios.
Pero
¿qué?
¿Cómo
creer en algo que no es visible en el mundo, que no existe en forma alguna, al
que no puede escucharse por más que reclaméis su presencia?
Te
corrigen de inmediato los iluminados con indisimulado desprecio: lo que ves es
una extensión de su hacedor, la prueba misma de su existencia oculta.
¿Por
qué piensa de ese modo él asimismo, el moralista grafómano? No le bastan los
antiguos. También precisa un dios. Porque todo lo ha de escribir, lo humano y
lo supuesto, las idas y venidas del alma, las extrañezas, lo tangible, lo
infructuosamente imaginado de unas formas y esencias ocultas detrás de la
puerta de la muerte: también puede ser una fantástica nada, no-forma,
no-esencia. Su quehacer es un entretenimiento.
En
todo ha de escarbar con su pluma en ristre. Raro, pues no hay libro que acabe
ni párrafo que finiquite una definición: Ars
longa vita brevis. Todo lo del mundo es fragmento, de una transitoriedad paralizante si uno se
pone a pensarlo; ínfima parte de un todo inconcebible, nada queda concluso en
un hombre, ni en lo que es ni en lo que hace, salvo su vida que sucumbe de un
tajo inapelable más tarde o más temprano. Y luego el silencio eterno, terco y
lógico como el de los dioses inventados.
No
tenemos nada que hacer (ante la muerte) y tenemos tiempo que perder entre la
noche y el día.
Podemos
saciar a la vez la mente y el estómago.
Somos
especiales, Boceto.
Son
una buena pareja de tragaldabas… no tan distintos uno de otro.
Mi
constitución física no me permite beber demasiado, dice uno. El otro, piensa,
ha pasado de los cuarenta años, edad que según Platón legitima la borrachera.
En
tiempos de confusión, lee complacido Boceto,
no se mide bien el alcance de los vicios y delitos que pueden tenerse como
inocuas trapisondas: la claridad ciega; la oscuridad oculta. No es lo mismo a
pesar de tiempos tan revueltos robar una col que saquear un templo. Pero yo
sólo tengo el templo de mi huerto y mis sagradas coles, replicó el humilde:
Tuyo será el paraíso.
¿Es
tu embriaguez bajuna, brutal y grosera?
En
modo alguno. Muy sofisticado es el Charlie de turno para que un parroquiano
incurra en la abyección del cuerpo envilecido y sucio por mor del morapio. El
pudor y sabiduría del barman lo impide sin desmenelarse. A la medianoche se
encienden las alarmas: la séptima copa la toma el diablo sin cerrar los ojos,
buscando sangre, y uno cualquiera de los acompañantes sentados a la barra es
capaz de amargarte el resto de tu existencia diurna y nocturna con sus
indecentes confidencias.
Jefes,
decide Charlie, el hogar aguarda: en fila india a la calle.
¿Es
vicio empinar el codo o también es placer ineludible para la gente pensante?
Un
santo aunque moderado bebedor este hombre de los ensayos, no como el tosco
suicida que se intoxica con saña a la hora de la comida o entre horas estragando el coleto.
Vive
con extremo placer tu día como si fuese eterno, pero no dejes de hacer tu tarea
como si fuera el último y no pudieras postergarla.
(No
provino esa máxima originalmente de Picasso, sino de un antiguo, un
agrigentino.
¿Y
eso quién lo dice? ¿Quién refuta lo primero y establece lo segundo?
Empédocles.
Sea,
pues.)
Interesante,
pero extensísimo, vademécum.
¿Tú
sabes cuál es la costumbre de Cea?
¿Quién,
yo?
Eligen
la muerte (en cualquier lugar, no importa donde, aun no se llame Cea ni sea
isla). Vivir enferma, y hacerlo sin dignidad todavía alarga más el sufrimiento.
Pero
ambos, vivís: ¡Cuánto he hecho hoy! ¡He
vivido!
Habéis
hecho, pues, los deberes.
Muchas
formas hay de morir, observa, mas sólo una de nacer. ¿Y si fuera al revés?
No
se seca la tinta de su pluma ante nada, fluye incesante. El tema es inagotable:
él, el mundo, la vida, la muerte. Se recrea en esos signos. ¿Por qué enmudecer
frente a los interrogaciones, a sus propias ignorancias y limitaciones? Allá
cada uno girando en su tiovivo.
Se
cree tonto y fantasioso, nada filósofo aunque dude de todo, pero elude muchas
culpas, los remordimientos son pocos: razones más que suficientes para escribir
y revelarse así o asá, depende del latinajo en cuestión. Su condición es
humana, sujeta a las leyes del azar y a los deseos acuciantes a espaldas de un
estoicismo endeble.
(Montaigne
aprobaría sin duda tu solo comercio físico con las mujeres festivas,
incompletas como seres humanos, susurra con la vista baja el tipo. Una mujer en la cuerda floja: novela de
feminismo radical de una joven autora española de moda en la mesilla de noche
de Paula, punto de lectura entre las páginas veintidós y veintitrés.)
Es
un escéptico al que atormenta la gran duda, la mayor de todas, y cuya
resolución borraría de un plumazo todos los abusos y galimatías de las lenguas
y los pensamientos filosóficos, sus sistemas y sus fascinantes enredos: la
existencia o no de un dios. La respuesta, en un sentido u otro, la respuesta
incontestable, arrojaría la filosofía toda y sus intríngulis sucedáneos al
cesto de los papeles.
¿No
te bastaba con Bergman? Ahora les has abierto la puerta, como se le abre al
chico de las pizzas, a los daneses,
gentes con las mentes muy diferentes, como el clima brumoso y lo inextricable
de su país.
¿Qué
sucede en la isla de Cea?
Pasa
la muerte.
¿Qué
ocurre cuando tu alma es el verdugo?
Con un sueño damos fin al pesar del
corazón… Morir, dormir… tal vez soñar…
Tan
fácil matarse, tantas maneras al alcance de la mano más pusilánime…
Pero,
y si, después, allí, ya en las tinieblas, algo… o no algo… Qué sé yo…
Nadie volvió para contarlo: novela monologal argentina en la mesilla de noche de
Paula, punto de lectura entre las páginas doce y trece.
Dejamos
la muerte para mañana…
Como
solemos hacer en los negocios, dejarlos para mañana, no leemos una carta recién
recibida, desoímos una confesión que nos impacienta, indiferentes a la alerta
de un peligro acechante, a la inminencia de la modificación inesperada en
nuestra fortuna, a la declaración de un amor secreto del que nunca sospechamos…
y a veces nos cuesta la vida no deseando morir.
¿La
muerte avisa?
Puede
preguntarse lo que le venga en gana, y responderse del mismo modo, o tal vez ni
molestarse en aventurar una respuesta: escribe sin compromiso ninguno, ni
siquiera el de publicar, que le trae al pairo (a uno y a otro, y mucho más a
éste, yo escribidor, que mira omnipotente por encima del hombro de los dos).
Boceto, cuando escribe, no lo hace para conocerse, a la manera del de Perigord, sino para olvidarse de sí
mismo o, cuando menos, sepultar en lo más oscuro de la memoria sus probadas mal
andanzas de muñecote desocupado bien a cubierto de la intemperie.
Bolígrafo
de tinta roja en mano contradice al dubitativo ensayista de sí mismo: Antes al
contrario, amigo Montaigne, quítame el alma mas no la vista ni el tacto.
Esa
tinta roja también subraya pequeñas sorpresas:
Curiosa
forma de llamarlo, al pene: miembro generador.
¿Tal
así?
Escrito
está.
Injusta
forma de minimizar el placer más acuciante junto el yantar.
Acabó
en hombre sin pasiones, a salvo de los caprichos y tempestades más allá de las
paredes de su torre.
¿La
muerte avisa?
Se
pregunta el más severo y real de los
tres al principio del libro II. En ese capítulo da cuenta del accidente que le
llevó a pensar que moría. Su paulina caída del caballo. Lo dejó tan maltrecho,
nadando en sangre, que propició media docena de páginas muy atinadas en su
reflexión.
Resulta
enternecedor: los tres aman a Lucrecio que ni fue loco ni suicida ni murió.
Helo aquí tan campante resucitado línea sí línea no, merced a los buenos
oficios de editor de Cicerón y a los posteriores afanes encomiables del copista
Poggio Bracciolini, en la infame actualidad de Boceto y quinientos años atrás: buena faltriquera de mucho socorro
e ingenio donde saquear: siete mil cuatrocientos hexámetros, y acaso cada uno
de ellos un aforismo inevitable y certero del que apropiarse sin soltar un
duro, así que: el mundo entero al alcance de todos los españoles y un francés
(muy recopilador él).
¿Avisa
la muerte?
No
lo hace, aunque en ocasiones tristísimas, como en el cáncer lento y terminal
que poco a poco corroe nuestras entrañas o nuestros sesos, nos informe de ello
con morbosa antelación. Ese desconocimiento de su llegada es lo que nos alienta
para poner un pie delante del otro día a día, año a año, que sólo es tiempo,
seguir, fracasar, seguir, fracasar, terminar…
Vivir
es bastante (Cuánto he hecho hoy: ¡vivir!),
morir es todo. Se muere para la eternidad.
Es
un estudioso concienzudo de sí mismo: sólo me utilizo a mí como herramienta de
análisis. Se cree especial, sin embargo (costumbres de la época) señala al paso
a los mortales, a los desheredados, y ajusta cuentas sin morderse la lengua de
alcurnia: no permitamos jamás que este precepto, hablar de sí mismo, se le
consienta al vulgo.
¡Qué
cháchara ensordecedora si todas esas bocas plebeyas vocearan sus fatigas o
aspiraciones!
Como
todos los que piensan demasiado en ellos mismos, habla del tiempo tumultuoso
que le ha tocado vivir, y eso son todos los tiempos. Los siglos y las
costumbres avanzan… y el hombre avanza con ellos sin soltar la espada y mirando
de soslayo el probable golpe que puede caer sobre él desde cualquier esquina.
¿Avisa
la muerte?
Buen
católico: cuenta al confesor sus pecados… no sus secretos.
Uno
agota sus posibilidades. Queda la incertidumbre. La complicidad con el futuro
acabó. ¿Qué ocurre cuando el futuro también es la espada? Te atraviesa de parte
a parte.
Dijo
(¿JD.? ¿ Fiodorov?): Lo difícil es
nacer. Morir es fácil. No todos
nacen, pero todos los que nacen mueren. Es algo muy común. (Pavese, antes del
suicidio inapelable en el hotel de la soledad, escribe: hasta las jovencitas lo
hacen.)
La
soledad empuja a escribir, dice (Montaigne).
Confiesa:
no tengo otra cosa nada más que yo mismo como materia para hacerlo: un libro
que es préstamo y dádiva a la vez. (Imperfecto, incorregible.) Y el hombre se
va inventando buena o malamente (aunque no al tuntún), es igual. El retrato es
auténtico aun con sus desaciertos gráficos. Es un obrero de sí mismo, se
fabrica a veces con esmero, otras con estudiado desaliño. Ni los antiguos
pueden corregirle su proceder, puesto que los hace hablar cuando así le
conviene, una suerte de rúbrica que endereza definitivamente la reflexión sobre
los papeles.
Echa
mano de Aristóteles, Lucrecio, Plutarco, Horacio… como otros se meten en el
coleto un trago de aguardiente.
Tuvo
suerte: únicamente le azotaron en la infancia dos veces.
Época
violenta la de sus días, acordamos líneas atrás conforme su juicio… y asimismo
los hechos y los avatares que resultan y saltan a la vista al andar fisgando en
documenta et monumenta siquiera por
mera distracción, sin mayor alcance investigativo. La sangre fuera de su cauce
natural era tan corriente como el aire, todo parecía empapado de ella, la
muerte, casi siempre lenta y dolorosa en agonías desesperantes, era debida a
las terribles heridas al descubierto provocadas por armas blancas.
Se
pregunta qué tiene que hacer un padre en tales tiempos para que nuestros hijos
no deseen nuestra muerte, aunque él, en ese aspecto, no debe preocuparse
demasiado: Los hijos que Dios me dio, cinco hasta que nació la única
superviviente, se me mueren antes de abandonar los brazos de la nodriza,
confiesa (al parecer) sin pesar. Codicia, esa es la enemiga de padre e hijo.
Así pues comparte en vida todo lo que tienes con tus hijos y nada envidiarán
antes ni después de tu muerte (que sea a tu tiempo y en concordia).
No
te cases, guerrero, antes de los treinta y cinco años. Haz caso a Aristóteles,
al igual que apelas a su consejo en otras muchas cosas, y aplaza la cópula con
la mujer hasta esa edad: ese acto ablanda el coraje en el combate.
Prefiere
escribir un libro imprescindible, o sólo hermoso, fruto de la unión con las
musas, que engendrar un hijo nacido de mujer, hijos que crecen ajenos a su
padre y que ya adolescentes hay que ejercitarlos en el uso de las armas a fin
de que sean hábiles en la lucha y logren descuartizar a sus enemigos sin gastar
demasiada energía.
Boceto sigue pasando páginas. A veces le parece estar leyendo
lo que escribe un cura gordinflón y coloradote después de la diaria, triste y agónica
masturbación vespertina antes de la cena. La virtud es un mal brebaje, conduce
a la contradicción, a un cierto desorden en lo reflexivo. Es de mérito que en
el lecho, al tibio costado de la mujer que se ama, uno se limite al beso y a la
caricia únicamente y desatienda la cópula. ¿La virtud?, se pregunta un
escéptico Boceto. La maldad es
natural: la leona hambrienta asfixia entre sus colmillos a la pequeña gacela de
cuatro semanas de vida sin la menor piedad; sé de un tipo que jamás acabará su
dinero comiendo, vistiendo y protegiéndose de la lluvia bajo techo y sé de otro
que se ha roto la nariz y teñido el cabello para que ningún conocido le
descubra mientras aguarda con la bolsa de El Corte Inglés vacía en la cola del
hambre. El glosista no vacila en el ejemplo de los antiguos, una y otra vez le
adentra a uno en saberes chocantes: Epicuro, que alentaba doctrinas muy
festivas, voluptuosas y placenteras en extremo, fue devoto y circunspecto en su
vida privada, dizque vive de agua y pan negro y en una ocasión lo rogó a un
amigo que le proveyera de un pedazo de queso pues en breve ha de celebrar un
suntuoso banquete. A grandes males, fáciles remedios: ¿qué has de hacer si tu
naturaleza te inclina al vicio de la bebida y a las mujeres?, pues abstenerte
de lo uno y lo otro. Lamenta la crueldad en todas sus formas, pero bien que se
zampa una gallina a la que le han retorcido el cuello, algo que le violenta, o
una liebre bien aderezada en salsas aunque horas antes el gemido del pobre
animal bajo los dientes de los lebreles le había llenado de abatimiento. ¿Qué
no será este buen hombre un reprimido, un catolicón perseguido por la sombra
del pecado que revolotea por encima de su cabeza como un águila para echarle
las garras al cuello? Declara que los salvajes le escandalizan menos al asar y
comerse el cuerpo de sus víctimas que los que atormentan y persiguen a los
vivos. En la fiesta de lo cruel, es el padecimiento y el dolor el espectáculo,
y eso suele ser un breve pasatiempo. Las Sagradas Escrituras, a las que tanto
se aferra el borgoñés, bien claro lo establece: matado el cuerpo, después nada
más hay que hacer. Toda crueldad, al cabo, es limitada. Ante ella, estoicismo y
retiro. El de Montaigne no abomina de la especie humana, la recrimina, la
compadece, dicta consejos varios para el entendimiento y la buena voluntad de
las generaciones venideras. Su libro es él: y ahí, amigos, cabe todo. Un libro
circular, sin principio ni fin, y pudiéramos decir inacabable si su autor
hubiese disfrutado de la inmortalidad. Os hablaré de Raimundo Sabunde, anuncia,
de quien muy pocos se acuerdan incluso unas décadas después de su muerte, un
filósofo y teólogo español del siglo XV muy influido por su homónimo mallorquín
Llull. Y a fe que lo hace durante doscientas páginas, pero como de pasada (los
capítulos, al igual que el libro entero, también son él). Lo cierto es que es
uno de los ensayos más entretenidos y variopintos: ¿Tú sabías que las
climácides eran unas mujeres sirias cuyo principal cometido, colocadas en igual
posición que las bestias, era servir de estribo a las damas nobles para
ascender al carruaje? Lo bueno que tiene el de Perigord, además del enorme
atractivo del apetito libresco del que
hace gala, es la insólita información que proporciona sin raros forzamientos,
semejan esos conocimientos cuñas de función muy natural; en suma, un solipsismo
en verdad instructivo, incluso solidario. ¿Tú sabías que los escitas, pueblo
guerrero de mucho cuidado, cuando daban sepultura a su rey estrangulaban sobre
su cuerpo a sus concubinas, y también a su chambelán, ujier, copero, cocinero y
caballerizo? El remate final era cuando se celebraba el aniversario de su
muerte, entonces mataban cincuenta caballos montados por cincuenta pajes
previamente empalados desde la cintura a la garganta y los dejaban así, en
tiesa formación, alrededor de la tumba. ¡Qué atractivo desorden ese inolvidable
centón de páginas de tan encomiable escritura! Él es consciente de la falta de orden de su libro, pues de ese modo lo
llama, pero ¿qué es si no el fluir del pensamiento, la loca de la casa,
rebotando a su antojo entre las paredes craneales?, un puro ir y venir a
trompicones. Empezamos el capítulo recuperando tímidamente la memoria y un
poco de la teología de Raimundo Sabunde y de la mano de Lucrecio, Cicerón,
Plutarco, Ovidio, Horacio, Epicuro, Virgilio, Tito Livio y algún otro acabamos
en una apología y elogio de los animales más diversos sino de todos ellos,
desde la urraca al elefante, desde el erizo hasta el perro: Aprende las buenas
artes de los animales, ¿acaso no eres tú mismo un animal? Sólo en las malas
artes los superas. Y aprende de ellos la mejor de las cópulas imitando su
proceder para que el líquido generador (sic)
alcance su mejor destino en el interior de la mujer, y, ya de paso, cuídate de
las lascivia de ésta… aunque no todo es engaño en ella, acepta sin reservas (y
olvídate de Paula) con Lucrecio. Y no olvides que incluso los piojos son
capaces de acabar con una dictadura. Inolvidable capítulo, se dice plenamente
convencido Boceto mientras continúa
leyendo: ¿Dios tiene forma de bola o de pirámide? Depende si eres platónico o
epicúreo. Ningún animal eleva sus ojos a los astros, se informa al lector…
Excepto el perro y su luna, piensa Boceto.
¿Es permisible meter una morcilla o un huevo revuelto en este punto? ¿Por qué
no? (Exactamente ¿en qué consiste el soneto cincuenta y siete de Shakespeare
que cita Woody Allen en su autobiografía? En la claudicación y aceptación
humilde del amor perruno que te ha sido asignado profesar: ya se advirtió antes:
deberíamos aprender de los animales, viviríamos mucho más felices y, como una
vez más nos previene Lucrecio y copia aplicadamente en su libro Montaigne, no
seríamos presa lánguida de las fuerzas del alma: aprende de un elefante, de un
león, de un mono, de la rémora o de un atún, y te librarás de los celos, de la
decepción, de lo que eres, de lo que tienes, que es humo y viento, y soporta
estoico los males del cuerpo y ahuyenta los del alma.) Y, de pronto, una frase
lapidaria se estrella contra los ojos culpables de Boceto: la peste del hombre es la sed de saber. Desde el principio
de sus páginas todo el libro se ha vestido bajo la forma de un manual de
aprendizaje al conocimiento de uno mismo y también al de tus semejantes,
incluso para la adquisición de una sabiduría decente, y ahora, sin solución de
continuidad, te envían a dormir al pajar. Y tienes que seguir siendo humilde, y
parecer contrito, y si tienes hambre en la oración previa a la pitanza tienes
que pedir perdón a Dios y no darle las gracias por lo alimentos recibidos, que
es algo que nace, se cría y se destruye entre humanos, tienes que pedir perdón
por tener tanta hambre que te mueres, perdón por ser débil, perdón por abrir la
bocaza de par en par y engullir cualquier cosa comestible, perdón por tener que
comer al menos una vez cada dos días… Perdón por alimentarte y no saber hacerlo
desde ti mismo, comerte pedacito a pedacito hasta acabar devorándote por
completo, incluso los huesos. Un sabio debería aprender a comerse idealmente su
propio cuerpo y osamenta. Al cabo, más fácil es ser feliz que sabio si uno se
lo propone: en el festín de la vida uno, cualquiera, que beba o que se vaya y
que no ande enredando al personal con su turbación. Palabra de Cicerón.
Otros,
tan cuerdos pero más melancólicos, al tiempo que acumulan sabiduría y años
alargan con verdadero mimo la cuerda para ahorcarse. No saben de qué manera
librarse de la encarnadura, que sólo les trae dolor y desengaño constante. (Un
día, o una noche de desvelo, con los ojos horadando la oscuridad vanamente,
pues nada puede colegirse en tamaño entramado, te percatas sorprendido que han
sido varios tus conocidos en el pasado que terminaron colgados de una cuerda
sin que nadie lo hubiera imaginado: construían su caída al vacío en silencio,
con absoluta discreción.)
Lees,
y comprendes lo leído en ese libro, que es una glosa inacabable a la limitación
humana, como una claudicación ante ella disfrazada de reflexiones variopintas.
La ignorancia es lo que te conduce a la sumisión… pero a la de Dios. Y entonces
miras a tu alrededor, y observas a tus semejantes, y te dan risa con sus
afanes, faltriqueras e inconsciencia ante la muerte, a dos pasos están de ella
o a uno o a tres, y allá van aunque pretendan detener el viaje o bajarse de la
nave invisible e implacable que los transporta a su negro seno.
Largo
capítulo éste en el que pareces que andas sobre la cáscara de un mundo
hermético e inextricable sin llegar nunca no ya a penetrar en su interior sino
ni siquiera atisbar por algún agujerito lo que encierra verdaderamente en sus
entrañas.
Y,
sin embargo, no olvidas, porque lo que lees te conduce a esa certidumbre: que
es más fácil creer en lo falso que en lo verdadero; esto último requiere del
esfuerzo de su comprensión y aquello otro, a los pocos segundos, se aparta del
pensamiento de un manotazo en el aire, al modo de quien espanta a una mosca, y
te libra de interrogaciones irritantes.
¿Para
qué saber?
La
ignorancia animal es un buen sitio para estar. Dejas en paz a las sombras, esa
indagación en lo inútil a la que tan propenso es el hombre, y la vacilación se
aleja de ti con el rabo entre las piernas, te limitas a recibir el sol en la
cara y a reírte como un Diógenes burlón que desde su tonel contempla el desfile
de las procesiones humanas en dirección a cualquier parte: nos vemos a la
vuelta, musitas con los ojos entrecerrados a punto del sueñecito de media
mañana.
¿Acaso
no escribieron los antiguos no tanto para averiguar las causas primeras y
últimas como para ejercitar sus
facultades en temas difíciles?
Lo
que sabes o presientes siempre queda por debajo de la realidad futura que aún
alcanzas antes de morir a descubrir en el presente advenido, o al menos muy
diferente de sus formas, cuando no depara fantasías sin fin o le postra a uno
en un estado de imbecilidad transitoria.
Haz
repaso, si bien somero, no alarguemos la innúmera ristra de insensateces, del
imaginario especulativo de las mentes más celebradas de la antigüedad, amantes
confesos de la sabiduría y el escudriñamiento del universo tocable y visible y
entrometidos reiteradamente en su otra parte inalcanzable por los sentidos, lo
más allá, la metafísica, que tiene su ser y su forma (inmaterial) en el alma.
La
sapiencia antigua puede conducir a algunos a una credulidad insospechada
cercana a la idiotez mayúscula.
En
el primero de los casos te afirmarán con rara ingenuidad, pero con letra
impresa, que existen hombres cuyo esperma es de color negro sin que señalen,
como (ya puestos) sería lógico, a los habitantes del África. Tan extraordinario
como eso, o quizá más, es que existen lugares en la tierra donde aquéllos nacen
sin cabeza, aunque tienen ojos y boca… en el pecho. ¿Tú sabías que en
determinados países al otro lado del horizonte las mujeres paren a los cinco
años? También en otros sitios viven humanos con la piel tan dura que no hay
ninguna flecha que al chocar con ella no rebote y caiga al suelo sin herirles
lo más mínimo. Son corazas desnudas andantes. No menor sorpresa causa el
descubrimiento de unos hombres que se alimentan por el olor de los objetos y la
vegetación y la fragancia de las flores. En fin, el tal Metrodoro de Quio
sentenció sin ambages que nada, ni lo blanco ni lo negro, puede afirmarse
cabalmente, y cosas verás que han de maravillarte, que predijo Tertuliano.
Vivimos
en la duda, y ello alimenta nuestra curiosidad sin límites por todo cuanto nos
rodea, que no deja de facilitarnos muchas respuestas sin dejar por ello que
nazcan otras muchas preguntas que nos obligan a buscar dentro de nosotros o en
la naturaleza nuevas respuestas que alumbrarán nuevas preguntas. Andas detrás
de tus pies.
¿Qué
sé yo?
Lo
necesario, y sé, asimismo, lo que no sé o lo que me confunde Dios puede ser el
árbol que me sale al encuentro o la nube que me obliga a alzar la vista al
cielo.
Se
vale de Lucano el interrogador impenitente para acogerse a la misericordia de
su dios: Temen lo que han inventado.
El
mundo y el ser humano son una transformación incesante hacia no se sabe qué… y
nunca se supo de un muerto que, de regreso de donde quiera que fuese, el día
uno de enero nos deseara con su sonrisa de calavera un feliz año nuevo.
Yo,
como buen caunio, con treinta y seis mil dioses me basto para ir tirando. Sólo
les suplico humildemente un deseo: como me sería imposible vivir en paz en el
cielo con tanta excelsa compañía, que me permitan a solas vivir en paz en la
tierra sin mayores recompensas póstumas.
Sean
uno o mil los dioses, al hombre le conviene engañarse, cita el ensayista.
Hasta
el mismo Platón nos reduce al corto vuelo: nos define como si fuésemos una
gallina implume con dos pies.
Una
definición más exacta precisó de dos mil cuatrocientos años de cocimiento
lento: un mono desnudo.
¿Cuántas
veces fue mono Pitágoras?
Una
al menos. A su decir, el griego fue, que él recordara, y tenía grabado en su
memoria todo lo que aconteció desde hacía doscientos seis años, un tal
Etálides, y después sucesivamente, Euforbo, Hermotimo y por último Pirro de
quien se encarnó en Pitágoras, acérrimo
odiador de las habas.
Qué
tiempos tuvo que estrenar el de Perigord después de tanto ensayo:
Isabel
me llamo, y ando con varicela.
A
ti te curo yo con leche de burra, nata y sangre de paloma. Palabrita del niño
Jesús.
La
palabra de Cicerón, más cauta en las Tusculanas:
es probado (¿?) que las almas viven más que los cuerpos, pero tampoco
eternamente.
Un
alma intercambiable, según los antiguos (según Platón): Las almas que se
portaron bien se unirán a los astros; las que llevaron mala vida pasarán al
cuerpo de una mujer, y si con este castigo no logran corregirse anidarán en
cuerpos de animales de costumbres tan torpes como las suyas.
(De
antiguo vienen los males, parafraseaba a cien mil antiguos y modernos pero a su
estilo doña Paula Coloma contemplándose desnuda frente al espejo de armar:
¡hijo de puta griego!)
Como
decía Montaigne… que decía Teofrasto.
Es
el pensar, o el decir, que tanto da, lo que nos mantiene vivos.
Todos
los días, dice nuestro glosador Boceto
ante las glosas del otro amante de glosar a los antiguos, me desayuno puro y
limpio con Dios pero, ya saciado de todo lo humano, en la alta noche me acuesto
derrengado, sucio y del todo prostituido todavía con el Diablo en el
pensamiento (a su complicidad misericordiosa me acojo…).
A
modo de penitencia te convertirás en un hombre
de color inmigrante que a fuerza de tesón y humildad logra encontrar un
lugar en la cumbre: entonces te hartarás de comer pollo frito, chuletas de
cerdo y sandía. Todo un festín para un hombre de tu naturaleza recóndita
(¿quiso taimadamente escribir primitiva?).
En
efecto: más juega en la vida de un hombre el azar que su mérito: en su periplo
navegante, peligroso y desesperado, las olas salvajes no lo arrojaron al abismo
desde la frágil patera y alcanzó la orilla del nuevo paraíso desnudo, sin
apenas aliento, magullado y pobre pero con vida, el único tesoro que podía
ofrecer a los demás, y a fe mía que bien se aprovecharon de ella algunos.
¿De
qué nos sirve el saber?
¿Tú
sabes quién era W. Sandis?
¿Quién?
¿Y0? (Tú, que ni sabías que la levadura sirve para hacer el pan.)
A
los 4 años escribía ensayos en inglés y francés. A los 5 pergeñó un tratado de anatomía. A los 16 se graduó cum laude en Harvard… En fin, un raro,
un prodigio. Después de eso nunca trabajó en nada, nunca ganó dinero y
entretenía su tiempo coleccionando tickets de tranvía. Tuvo una muerte oscura.
Fue olvidado rápidamente.
Decía
Montaigne que decía Teofrasto que Cleantes el sabio y un tal Nicetas de
Siracusa ya adivinaron mucho tiempo atrás de Copérnico que era la tierra la que
se movía.
¿Qué
sabemos de Cleantes?
Acabó
en estoico, sacador de agua y escribidor en huesos de buey a falta de dineros
para comprar papel, pero antes fue púgil. Al final se negó a comer y murió de
ese capricho.
¿Qué
sabemos de Nicetas?
Que
fue tal, y así le llamaban, y con eso sobró para su paso por el mundo.
Pues
corrió la misma suerte que Cleobis, Biton, Trofonio y Agamedes. Fueron tales, y
eso fue todo de ellos, ¿para qué más?
¡Qué
nomenclaturas las de el de Perigord!
No
le faltaba conocimiento: de sus líneas aprendemos que para ser felices hay que
andar escondidos de los dioses.
Por
mi parte, insiste nuestro Boceto a la
hora del almuerzo (a la hora del telediario), voy a aprender a vivir con coles,
que es la manera perfecta de enterrar de por vida (y vivos) a todos los
politicastros y su indecente publicidad de impasibilidad de cerdo, machacona y
simplona, inagotable.
Toda
opinión que uno se forme de sí mismo es desequilibrada.
Somos
ceremonia, dice el ensayista. Cortesanos de sí mismos, añade el lector
plagiario del ensayista, y no es precisamente la danza del mundo un elegante
minué, sino todo un muladar donde hasta las palabras hieden.
¿Qué
sé yo?
Estúdiate.
Sé tu materia.
Que
todo ser humano es como un jarro con dos asas, que puede cogerse por cualquier
lado (lee y hace propio: principio de toda psicología).
A
fin de cuentas ¿qué es un filósofo? Un pobre diablo que, sin pensarlo, se presta a dar una docena de volteretas (incluso sin
llevar calzones) por un puñado de aceitunas. Tipos que, como Metrocles, cambian
de chaqueta por un pedo tirado al descuido. Si no le gustan mis principios…
Mucho
te vales tú para tus asertos de lo que dejó escrito Montaigne u otros cómicos
modernos más al alcance pero no por ello menos avisados.
Aún
menos me valgo yo de lo que aquél se vale de los antiguos mientras fabrica su
libro.
Ráscate
la cabeza y harás creer a los demás que tu espíritu está lleno de graves
pensamientos… cuando tú sabes muy bien que en tu holgada mollera tan vacía
caben este mundo y el firmamento del que cuelga.
Sé
humilde, escribidor: se puede hacer el tonto en muchas cosas pero no en poesía.
No dudes que tu estilo desciende al nivel de la hablucha de Amafanio y Rabirio,
ni ese listón superas a pesar de que en láser imprimes tu divagar (cagadas de
mosca) sobre la alba pantalla:
Brevis esse laboro
Obscurus fio.
(Palabrita
de… Horacio.)
Somos,
dice (el día era verde, como el día del hombre de la guitarra azul, y… vamos tú
y yo y ese tercero que camina siempre a nuestro lado), hombres tan llenos de
grietas que por ellas nos salimos hasta quedar en una dispersión completa. El
polvo nos engullirá y será devorado a su vez por el sol que todo lo puede: ha
de destruir a sus planetas y todo lo inmenso o minúsculo que se halle a su
alrededor.
Qué
maldición, hojeo los libros, no los estudio.
¡Y
aún presumes!
¡Si
eres polvo!
¿Y
si finalmente uno se hace piedra?
Sin
embargo, bien pertrechado de juicio me tengo, al igual que mis semejantes con
el suyo, que no existe uno solo que ande en desacuerdo con el que le ha tocado
en suerte.
(Qué
disparatadas similitudes:
Yo no he estudiado para hacer un
libro, pero aprendí algo por haberlo hecho…)
Mejor
el error que la falsificación de tu carácter: eres irremediable:
Acostumbraba
yo a llevar un bastón en la mano para darme aires de elegancia. Al poco tiempo
la debilidad de mis huesos precisó de verdad de él, y aquí me tienes a tres
patas.
(A
renglón seguido interviene Séneca: si alguna vez me vienen ganas de reírme de
un loco no necesito ir a buscarlo demasiado lejos: me río de mí mismo.)
El
fin llegará… ¿pero qué puede importarme a mí si siempre estoy en el principio?
Imperfecto. Incorregible.
Ligerezas
también cometen los sabios más reflexivos: tantas líneas es capaz de dedicar a
Séneca como a los pulgares de las manos, los dedos maestros.
Y
así vamos:
va
desgranando el telar de la realidad, a sí mismo en el día naciente o que ya
agoniza en un absoluto silencio mientras lo absorbe la noche, siempre
desconfiando el hombre de lo que es, de la figura que aparece ante sus ojos
cerrados cuando se imagina.
Cada
cosa exige su tiempo: ¿de qué te sirve aprender griego si ya se te nublan las
entendederas? Todo lo que supiste de Homero, de Hesíodo y Platón se te haría
ahora indescifrable en su propio idioma.
Hace
años que ni ganas ni pierdes: estudias, y ello te aleja de los vaivenes
traicioneros de la existencia, pero no aprendes… porque de ello poco ha de
servirte.
Dios
también crea los monstruos: esa infinidad de formas le llena de regocijo,
creced y multiplicaos, y así se extendió sobre la tierra una combinatoria de
alcance inimaginable.
El
peor monstruo es el que encierra dentro de sí, a escondidas, su forma monstruosa. No temáis, mi apariencia es tan
corriente como la vuestra.
Por
lo demás, limita tu cólera, que ninguna pasión te ciegue: basta un buen sopapo
en la mejilla de tu criado para calmar tu fiebre.
¡Tantos
criados hay que no saben enjuagar un vaso o no colocar como es debido un
taburete…! ¡Mentecatos!
Tal
dice quien asegura que ha organizado su libro puramente con despojos de las
obras de Séneca y Plutarco, saqueadas a conciencia.
También
a mí, sin haber leído a Dión, me alerta la calculada ambigüedad y mesura
impostada del antiguo cordobés. Respecto a Plutarco…, no creo demasiado en los
héroes de una u otra condición:
Era exactamente un individuo sin
importancia colectiva, se ha escrito
modernamente.
No
es moderno, anda con un cilicio entre las manos.
¿Cómo
apaciguar los embates del sexo?
Abrasa
en su lecho a la mujer, abrasa tus genitales. Más eficaz el dolor que la
voluntad.
Un
anecdotario que en nada refleja, taimado tú, sus buenas costumbres y sanos
juicios. Tú eres quien arrima el ascua a tu sardina, poca cosa es, escuálida
aun sin destripar.
¿Qué
diría de ti el gran glosista?
Que
hasta en la gente de baja estofa se aprecia en ocasiones algún rasgo de rara
bondad.
¿Qué
dirías tú de Platón quien afirmó que un tal Penecio era el Homero de todos los
filósofos habidos?
¿Quién
diablos es Penecio?
¿Qué
dirías tú a propósito de ese hombre encerrado en su torre entre libros, papeles
en blanco y plumas de ave aquejado no sólo por los males del alma sino asimismo
por los de la piedra en la vejiga?
¿Y
cuál es su manual de salud?
Entre
otras cosas aparta los rábanos de su plato, pues producen gases, rehusa las
hojas de sen, que aligera el vientre, y se sirve del carnero para alimentarse y
del vino para reconfortarse. También aconseja la carne de liebre y la leche de
vaca.
¿Y
de qué remedios nos valdremos frente a las asechanzas reumáticas?
Al
cumplir cuatro años que te cautericen y quemen las venas de la cabeza y de las
sienes y evitarán de ese modo que se abran camino en tu interior para hacerte
sufrir. Y si ello no basta, mezcla el vino más recio que encuentres con azafrán
y especias… o retiene cuanto puedas tus excrementos en los intestinos, algo que
no puede ser dañino si lo hace el vino con las heces para su conservación.
¿Qué
cosa es el mundo?
Un
balanceo constante.
Si
mi alma pudiera hacer pie, no me
ensayaría, me resolvería.
¿Andas
en el Libro III?
Por
milagro de Jean Forest.
Y,
así, en acabando lo que realmente hubiera sido el libro interminable de haber
sido eterno su ceñudo y solitario autor, un hombre nacido para el regocijo al
que acechaba en todo instante la misantropía.
Dijo
el de Lampedusa en clara referencia al francés que tanto quiso saber de sí
mismo que sólo lo desordenado certifica un trabajo que ha sido fruto del
placer: tal fue su libro, un manual de instrucciones sin orden y con algún
concierto para el conocimiento de uno mismo a través de los cientos de ejemplos
pretéritos de los antiguos, sus clásicos.
En
el piso primero de una torre anida una biblioteca circular, todos los libros
están colocados en estantes de cinco peldaños. Tiene la estancia tres vistas de
rica y libre perspectiva y hasta dieciséis pasos de diámetro libres… Más allá
de este refugio yo sólo soy un artefacto verbal, confuso y teórico. De las
musas únicamente me sirvo como juguete y pasatiempo, como placer y distracción,
rodeado de libros, nunca mejor dicho, sin atenerme a regla alguna. ¡Pobre del
que en su casa (en el mundo) no tiene dónde esconderse!
Se
ha acabado el tiempo del caballo y la carrera: aquí me tenéis con los dados y
la taba. Ultimado quizá perfecto en su nadería, corregido de una vez: una
mezcla de sabiduría y un grano de locura.
Escéptico
y fascinado en cuanto a sus semejantes, crédulo ante lo enorme por invisible,
el señor de Montaigne murió hincado de rodillas en plena misa, con la vista a
lo alto, se elevaba la hostia consagrada, cuerpo de un dios, uno más, ¿adónde?…
Boceto, lejos de la torre, ha bajado a la tierra, y de la mano
del diablo se da una vuelta por ella, que a él se le figura eterna, donde el
vicio no lo es por no hallarse sobre su costra virtud alguna.
¿Qué
ocurre para que un libro concluya?
¿Es
ello posible?
Es
un ardid. Convengamos en ello.
Las
historias mediocres exigen un desenlace feliz o trágico o hasta anodino para
ponerles fin… Escurren el bulto. Los buenos libros, aquellos que nos interesan
realmente, se limitan a abandonar al lector cuando así lo deciden, y ese era el
truco o el cebo oculto desde un principio, nunca es el lector el que abandona
sus páginas, sólo que él no se apercibe de ello.
Nuestro
Boceto desprecia los enfrentamientos,
dialécticos o de cualquier otro tipo, ¿a santo de qué?, ¡hasta ahí podíamos
llegar!
Tengamos
la fiesta en paz: yo, señor, no tengo opiniones, yo tengo costumbres.
Stendhal
(¿más burlón de lo habitual?) sólo ha tenido dos gustos duraderos: Saint Simon y las espinacas. He aquí unos
hábitos, una costumbre, que repudian
la más mínima controversia y, desde luego, la disputa: la locura, por no ser
ofensa, siempre es disculpable a los ojos de los demás, especialmente a esos
que se toman en serio a sí mismos.
¿Stendhal?
¿Y esto…?
Otro
que se estudiaba a sí mismo (se contaba
muy bien a sí mismo).
Cajón
de sastre: la única manera de sorprenderte ya, pasadas tantas páginas…
Un
libro de arena: meto las zarpas en el tesoro inagotable y las saco a manos
llenas, puñados de riqueza y felicidad, y vivo, muero, resucito… Dos tapas en
octavo que albergan un yottabyte de páginas, tres yottabytes, cuatro yottabytes:
la eternidad toda para tus ojos… a mi capricho, retrocedo mil años, avanzo
cincuenta mil, descifro un jeroglífico egipcio o alivio mi tedio con un par de
cuentos de Bradbury, me fascina la Venus griega, me desconciertan las milongas forenses de Lucien
Freud, asciendo a los cielos en una cometa china, viajo a Marte sin preocuparme
del equipaje, soy Dios o un siervo de la gleba, hasta puedo ser yo mismo libre
de impurezas e imaginaciones, de las falsificaciones ajenas, contemplándome
como un narciso redivivo en las aguas del Ródano o burlándome del vejestorio en
que me he convertido alargando mi fúnebre figura hasta alcanzar la verdadera
talla del vendedor de Biblias, y sin represalias, porque los viejos nunca
logran engañar a los jóvenes: sólo tienes que observar la decrepitud de su
fracaso, hicieran lo que hicieran con gallardía y vigor en este mundo de
reemplazos y olvido, estampado en las arrugas y en sus movimientos medrosos, en
sus ojos nublados, en el ceremonial de esa derrota postrera que precede a la
muerte.
A
los cuarenta y nueve años Stendhal se decía con resignación que ya era hora de
acabar la vida lo menos mal posible. Se batía en retirada… diez años atrás de
desplomarse sin conocimiento en la vía pública durante un paseo vespertino a la
sombra de los castaños de Indias y morir pocas horas más tarde.
¿Pensar?
Charlie, ya lo hicieron cientos de filósofos fisgones del pensamiento antes de
que yo tuviese uso de razón y naciese mi perplejidad. En sus libros discierno
el mundo: que sean ellos, pues, quienes lo sufran.
He
aquí el narrador en el invierno eterno a juzgar por el peso irrevocable de los
años, un viejo con el que la muerte aún se entretiene sin dar el último
zarpazo, que también discierne el mundo a través de entendederas ajenas, casi
hipnotizado por el fuego de los leños sobre los morillos de la chimenea de
travertino, caído el librote sobre el regazo, la mirada perdida y seca en las
llamas primigenias.
Y
en otras ocasiones más infaustas, menos evitables, bebe de sí mismo, de las aguas
emponzoñadas del pozo que es él y nada, nada en absoluto, se perdona de un
pasado lleno de infamias y pestilencias.
Unos
ven desfilar su propia vida consternados, encerrados en su gabinete sin
balcones a la calle. Otros, sentados durante horas en un banco del parque o del
metro (así lo hacía Azorín hasta que el cine sustituyó la realidad tan
prosaica), asisten intrigados a la procesión incesante de los demás, el
ejército plural e inagotable, anónimo sobre todo, de luchadores cotidianos
victoriosos o vencidos al cabo del día.
Otra
manera de no verse, es decir, fingirse, es dibujar pistolas en los
márgenes de los dramones de amor que emborronas al estilo de monsieur Beyle: digno de su carácter, le
conmueven las malas estatuas precisamente por eso, porque son malas y, algo
insólito, emocionantes.
(El
modo más eficaz de olvidarse es la
pócima Charlie, que no es de uso tópico,
a saber lo que va socavando por las charcas de los adentros.)
Cualquier
cosa con tal de hacerse una biografía aseada: vivir, duele, pero es una costumbre que hay que alimentar aunque
sea con tóxicos.
Un
balanceo constante…:
¿Y
qué tal andan las cosas, Bocetón?
Aquí,
como el que no quiere la cosa, y vamos tirando… entre la sopa del convento y el
rancho cuartelero. Y cinco veces al mes el tres estrellas, sea almuerzo o sea
cena, sólo como variación.
Qué
fenómeno: trabajo poco, mujeres demasiadas, a rebosar el buche y todas las
grandes distracciones al alcance de la mano pecadora.
Bien
está de ese modo, que la muerte aún no asoma el hocico. Ya habrá tiempo para el
rechinar de dientes. Por pura higiene mental, ando lejos yo de ese sentido
trágico de la existencia del hispano siempre con el colmillo feroz a punto y
temeroso de cualquier golpe bajo agazapado tras una esquina. Qué sinvivir paralizante,
qué despilfarro de vida.
Que
sufra el mundo quien se empeña en desentrañarlo.
Un
gusto amable por las cosas del mundo, contenido, un paseo visual por sus plazas
y recovecos, por las calles y sus parques, con la complacencia y la quietud y
curiosidad del animal saciado y las garras amansadas que observa movimientos,
idas y venidas que ese momento sólo le inspiran un recreo inofensivo. Tal vez
en eso consista lo real, un decorado
que el tiempo ha urdido únicamente para tus ojos, un escenario de cartón piedra
donde se resuelven tus andanzas: pero ocultas la violencia soterrada en las
cámaras secretas donde das rienda suelta a lo peor del ser humano que se ha
arrastrado hasta ti desde hace un millón de años, cuando el hombre estaba libre
de dioses e incluso de sí mismo, de su propia indagación.
Todo
es una primera vez. Cualquier cosa puede
serlo. La alegría de vivirlo tan reciente, de andar por cualquier sitio sin
censuras ni prohibiciones.
Como
la mujer para aquel condiscípulo de Stendhal, quien aseguraba que una mujer no
es mujer más que una vez, la primera. Lo demás, champagne helado, ponche
caliente… Y ser hombre de buen humor, el
suficiente como para confesar el fiasco
del encuentro con Alexandrine, una bella primera
que no duda en unirse a las risotadas de los amigotes recordando el gatillazo.
Solía
pedir perdón a sus lectores por las frecuentes digresiones con que alborotaba
sus manuscritos. Pero esa resultaba una más de sus ironías o burlas menos
sutiles: era en las digresiones donde radicaba el interés de lo que escribía;
la auténtica naturaleza de sus escritos, lo que le confería realmente mérito a
su estilo, era romper el hilo de lo
que contaba constantemente: esa era la acción,
la trama, por así decirlo.
Hablemos
de tu madre, Boceto.
¿De
mi madre? ¿Qué pinta ésa aquí?
Muchos
traumas cargas tú a las espaldas.
Mucho
menos que ella… hasta que se los quitó de encima de un manotazo.
Cuéntame
algo significativo de vuestra relación.
Todo
lo significativo o, al menos, revelador que me sucedió de niño y adolescente se
lo debo a mi padre. En cierta ocasión le pregunté si mi madre me odiaba
realmente. Durante unos segundos me miró impasible, pero enseguida se echó a
reír. Yo tendría diecisiete años, una edad ya salvadora entre el sexo y cierta
inquietud intelectual, a punto de inmunizarme por completo de cualquier clase
de complejo y, por supuesto, de cualquier clase de madre. ¿Odiarte?, dijo entre
risas. No te creas tan importante, sólo eras su hijo.
(¡Ay
señor Francisco de Quevedo y Villegas, si usted viera!)
Vayamos
por partes…, se dice Boceto en su
hora más lúdica: cualquiera de las direcciones que uno puede encontrar en la
pródiga caja de Juegos Reunidos Geyper consigue llevarte a cualquier sitio
moviendo con decisión los dados en el cubilete, que es de lo que se trata
cuando el mundo parece que no se mueve: cierras los ojos y pones el índice en
un punto del mapa: la isla del tesoro o la capital del Yemen o tierra de nadie
o la mar océana (que decían los antiguos).
¿Cómo
se llama este sitio?
No
se llama.
La
Pesca de la Trucha en América ha tomado asiento en la barra del bar. Afuera, en
la noche glacial o febril, los neones cegadores encima de la puerta de entrada
emiten chirridos eléctricos, como si algo en la existencia del noctámbulo
bebedor estuviese a punto de romperse definitivamente: Habrá que arreglar eso,
Charlie. Le deja a uno con un alma como de cachivache, como de oveja eléctrica.
Boceto anda de camarero, de Charlie, y logra engañarse hasta a sí mismo.
(He
aquí tu buen amigo, el tabernero que va a
atenderte con mucho esmero: suelta el aguinaldo.)
Boceto, que ahora es Tierra de Nadie.
Tierra
de Nadie se encara con La Pesca de la Trucha en América con una sonrisa muy
profesional, de auténtico barman. Separa los brazos del tronco y apoya las
manos sobre la superficie bruñida de la barra. Sólo le falta el paño húmedo
sobre el hombro izquierdo como toque final.
¿Qué
va a ser?
Porque
siempre es algo.
Y
con la copa o el vaso o la jarra en la mano y después de regado el cerebro se
alcanza lo que sea, que también es siempre algo.
La
Pesca de la Trucha en América no le devuelve la sonrisa, pero no se percibe en
su expresión ningún signo de hostilidad, de manera que Tierra de Nadie se
convence más aún de su nuevo oficio. Va envalentonándose.
Tiempos
son estos de confusión: la gente se olvidó de leer y ahora habrá que obligarles
de nuevo a hacerlo… aunque sea de manera distinta: es un pensamiento que flota
entre los dos, entre el barman espurio y el tipo que saltó a la noche desde la
cubierta de un libro abandonado en Washington Square, en San Fracisco.
Un
buen momento para echar un trago, otro trago, la última antes de pelearse con
el insomnio y la nueva literatura.
La
mirada del otro parece estancada en el más allá, hurgando en el futuro, o más
allá de este. Ojo con las miradas. El
tipo, a corta distancia, llama la atención: bigote espeso de puntas muy
pronunciadas caídas hacia abajo, hasta casi el borde de la mandíbula, lentes de
armadura metálica y aro redondo, cabello despeinado que intenta a base de largas
greñas que nacen en el cogote disimular una calvicie evidente, y en su figura
cierto inmovilismo inquietante, una calma que le hace pensar a uno en ese
instante previo al cataclismo.
Los
ojos de La Pesca de la Trucha en América no son bellos, se diría que son
distantes, pero una vez este personaje escribió como si tal cosa una
(encubierta) declaración amorosa digna de encomio, si hablamos de miradas:
Tienes
unos ojos muy bonitos, dijo él.
Son
vulgares, castaños, dijo ella con una sonrisa triste.
Pero
tu mirada es preciosa, dijo él.
¿Qué
tal un bourbon?:
Antes de levantarnos del sueño, Romanos, 13-11.
La
Pesca de la Trucha en América se lo está pensando. Hoy es un día complicado. En
lugar de haberse despertado en Enrico’s, en San Francisco, ha aterrizado desde
las alturas sicodélicas en Tierra de Nadie (donde no hay nada). Y es que todos
los días al amanecer se mezclan las cartas de la baraja y… todo sigue igual de
desolador en este otoño de 1984 (los cincuenta años de edad, tan próximos que
ya le están agarrando el pescuezo, apestan a viejo), porque las apariencias
aunque sean distintas, en el fondo de uno, en lo más hondo, todo es lo mismo.
Todo sugiere abarcar mucho y es sólo una palabra.
Escribo amor y es sólo una palabra.
La
Pesca de la Trucha en América acaso necesite un psiquiatra otra vez (¿no le
machacaron lo suficiente a los veinte años?). Se lo está buscando desde hace
tiempo, desde que se tragó a una buena caterva de lectores con el cebo de un
libro burlón.
Hemingway
coleccionaba nombres de psiquiatras: Winchester, Colt, Remington… Y tout le rest son niñerías.
El
doctor Magnum 44 no deja lugar a dudas. Es expeditivo. Sin excusas que valgan.
Ponte en sus manos y acabará con todo. Ese todo, lo malo y lo bueno, que parece
ser una vida y que al fin no es nada: un gusano comerá tus ojos; serás leves
cenizas que se extravían en el aire.
Tierra
de Nadie sigue esperando. ¿Se nos habrá vuelto abstemio La Pesca de la Trucha
en América? Estos especímenes de la contracultura son harto volubles.
¿Qué
tal un whisky japonés?
Me
mira con expresión de susto. ¿Acaso piensa que quiero envenenarlo? ¡Hijo de la
Gran Puta de Babilonia!
Silencio.
(En
1984 sería algo verdaderamente exótico y hasta despreciable en la Costa Oeste
de los Milagros Pasados… pero no te digo nada en 2008. Abre bien la
faltriquera. Un solo trago de alguno de esos brebajes nipones alcanza las tres
cifras.)
Prueba
con la literatura:
¿A
usted por qué le dio por escribir?
Me
gustaba pescar, susurra. (¡Sabe hablar!)
Estos
van a terminar embadurnados de mayonesa con la pluma seca de tinta metida en el
agujero del culo. Menudo espectáculo para acabar el fantástico año 1984.
Algunos
años acaban en octubre, de modo que celebramos la noche de fin de año el
catorce (o puede que sea el veintitrés o el treinta y uno) de ese mes otoñal y
radiante bebiendo un brebaje espantoso y zampando kétchup de nueces y compota
de manzana.
Feliz
año nuevo, dijo al cabo de un tiempo, repentinamente entristecido. Se levantó
del taburete, recompuso patéticamente (¿o era resignación lo que nublaba su
semblante?) el atuendo desastrado y salió a la noche (fría o cálida) de un
afuera siempre peligroso.
Sentí
pena: aquel era un hombre en verdad solitario. Con la boca cerrada resultaba
todavía más inquietante.
El
bulto de la Magnum sobresalía amenazador al lado del sobaco izquierdo.
Llevaba
al enemigo dentro de sí.
Anduvo
buscando el bosque apropiado. Lo halló. Pero ahora los árboles ya no se erguían
a lo alto con alegría.
Semanas
más tarde apenas reconocieron su cuerpo bajo la masa lenta e hirviente de un
millón de gusanos.
Llega
a ser quien eres, aconseja –y miente como un bellaco- el clásico con su sonrisa
petrificada de calavera, otro sabihondo al que se lo tragó la tierra.
En
una ciudad del sur de México hay una calle que se llama Eternidad. Me gusta
pensar que el tipo ese, La Pesca de la Trucha en América, vive allí muy a gusto
al cuidado de una vieja dama que nunca hace preguntas y es aficionada a la
literatura experimental, que ese tipo gafudo y huraño dedica sus días a leer revistas
musicales de finales de los años sesenta y se alimenta de bocadillos de huevo,
bananas y mayonesa.
Esta
versión, aunque extraña y hasta estrafalaria, es mucho más amable que la
anterior, la de los gusanos gordos y blancos profanando su cuerpo hasta llegar
a los huesos mondos y lirondos.
Tu
materia humana te ha descalabrado, cuando tres partes de ti tenían que haberlas
tallado en pórfido, diorita y mármol, ser de la dureza de la piedra milenaria,
ser bello, con algo de esencial si acaso, lo mínimo para garantizar tu
condición, pero como la roca inmemorial.
Su
billete de ida, antes del banquete shakespeariano donde no se come sino que se
es comido, fue un mísero pedazo de plomo revestido de latón.
De
niño y de adolescente pasaba tanta hambre que su paraíso ideal era la cárcel,
donde te dan de comer todos los días, y doy fe de ello que se esforzó más de
una vez para ocupar una de sus celdas.
Después
de la detonación, La Pesca de la Trucha en América descendió a las aguas
oscuras y profundas en las que ni siquiera habitan los peces más sutiles y todo
cebo es inútil.
Historia
del Arte, también conocido como Tierra de Nadie, lector frustrado de Montaigne,
rebusca no se sabe qué en la gran caja de cartón –vacía- de Juegos Reunidos
Geyper. ¿Qué esperaba encontrar? Al igual que cinco de cada diez niños él solía
romper no sin algo de ira los juguetes al cabo de un par de semanas de tenerlos
en su poder (pronto empezaba a ser el que sería): ya había descubierta su magia
o su… inanidad.
Tan
mayor es y aún se palpa para reconocerse.
Pierde
el hilo de lo que está hecho, de modo que empieza a anotar ocurrencias en
papelitos cuadriculados (¡ah, por dios,
aquel entrañable material escolar, el colegio perdido en la grisura de
cuando entonces!) y los mete en la caja de cartón donde ya no existen los
juguetes.
Escribe
poemas.
Ocurrencias
baladíes.
Sentencias
vaya usted a saber de qué muerto.
No
termina alguna frase…
Recupera
diálogos memorables.
Poema I
¿Y si comiera siempre
sopa de langosta y
pescado asado?,
se pregunta decidida
nuestra heroína
a la vez que
intenta arrancarse el cáncer
del pecho y
arrojárselo a los perros.
Chocolate los sábados.
Abstinencia los
domingos.
¿Sabes lo que
significa Häagen-Dazs?
Poema II
¿Qué le sirvo, amigo?
El mejor licor, el más
lento y benéfico, contestó el amigo de paso hurgando en la billetera.
¿Y eso como se llama?,
preguntó el Charlie de turno con los ojos agotados de la medianoche sin
estrellas en el cielo y las manos nudosas y enrojecidas apoyadas en la madera
lisa y brillante de la barra de los insomnes.
Olvido, contestó el amigo de la noche siempre en el camino de vuelta.
…………………………………………………………………………………………….
Y
¿cómo se intitula el libro?, preguntó don Quijote.
La
vida de Ginés de Pasamonte, respondió él mismo.
Y
¿está acabado?, preguntó don Quijote.
¿Cómo
puede estar acabado, respondió él, si aún no está acabada mi vida?...
Aquí
estamos, jugando con nueces.
Nunca
crecerás.
Tú,
tampoco.
(Un
final perfecto: Zama.)
Vamos
cumpliendo años: 1987.
Bienvenido
al club de los 27.
Se
contó los años con los dedos, por si acaso. Y antes del mediodía se compró una
armadura completa y harto vistosa en previsión de infortunios y la asechanza
suicida:
Casco
con visera, Gola, Peto, Hombreras, Brazares, Corderas, Guanteletes, Faldón,
Cujas, Rodilleras, Canilleras. Grebas… y hasta sumó tarja de cuerpo entero, y
comenzó a alimentarse, aunque bien a su pesar, a base de berenjenas,
calabacines y col frita con piñones.
Se
fue a ver una película austrohúngara, que de ellas no hay una sola mala.
Pertenezco,
amigos míos, al ilustre gremio de la capa negra: calma funcionarial; bien lo
sabéis: sobre mis espaldas nada.
Antes
que me meriendes, Paulita, te he de almorzar yo. (La cuestión es joderse con
los colmillos afilados uno a otro fuera de la cama.)
Loto
debía haberme dado de cenar, que no hubiera vuelto a esa casa de genios
menores, de mortales con almas de piedra, dejar a un lado la memoria. El olvido
lo es todo.
Debería
regresar a la primera adolescencia donde todo es un desorden confortable, una
eternidad bajo el sol y la luna de todos los días, donde todo está permitido,
hasta un spaguetti-western: Los buitres cavarán tu fosa (0).
No
cruzan ni tres palabras padre e hijo en los malos días: me diste la vida a
traición, dice uno. A traición viniste tú a mí, dice el otro.
(¿Cómo me hiciste? Imitándome.)
Sólo
el saludo escueto, ni un cruce de miradas.
Buenos
días.
Buenos
días.
El
mundo está cambiando demasiado deprisa y yo no es que vaya detrás de él
demasiado despacio, es que ya lo he perdido de vista completamente.
Cásate,
le dijeron a Boceto.
Sólo
cuando alguna me proporcione los tres colores.
(Una
hubo.)
Yo
me valgo incluso de mis defectos.
¿Acaso
no prevés el fumus sanctitatis que me
aureola?
(Los
latinajos son como las pulgas, por ahí andan.)
En
tiempos futuros mi vida han de leer encuadernada en cuero rojo con mi nombre
grabado en letras de oro en la tapa.
Un
día no tiene todo el tiempo que yo vivo durante su transcurso, hay algo que lo
desborda.
¿Pues
no es el pensamiento una suerte de energía inalámbrica?
No
importa tanto saber como empezó todo sino por
qué en ese preciso momento y para qué
exactamente.
Él
quería comprobar que, fuera de sí, también estaba en el mundo, y para eso
necesitaba hacer algo que los demás pudiesen ver aparte de él en el mundo.
Es
algo difícil de explicar, les decía con el aire severo de sus 12 años a los
atónitos adultos que querían empequeñecerle a sus ojos todavía un poco más, ya
sé que no voy a durar siempre, pero sé que yo
seré siempre, nadie podrá suplantarme.
¿Cómo
te sientes?
Empiezo
a no estar en ninguna parte.
Mi
bola de cristal me dice en 2008 que este tipo entretendrá bastantes días de sus
sesenta años (2020) leyendo novelas muy entretenidas de Don Wislow (libros vanos e historias fingidas) sin
tan siquiera echar un vistazo nostálgico a las polvorientas tapas de piel del
tomo VI de las obras completas de Quevedo que duerme el sueño de los justos
sobre la mesilla de noche.
Primun vivere. Recuerda: Los
buitres cavarán tu fosa (0).
O
Carpe diem, que dicen los iletrados
que no saben nada, o muy poco, del arte cinematográfico.
Bien
tienes Boceto incrustado en la
conciencia (la tuya siempre inmaculada a causa precisamente de tanto pecado
humano que alberga) aquel lamento –reproche en realidad- que entresaca el
infatigable Montaigne del arcón de los antiguos: ¡Desdichados aquellos que
consideran un crimen sus placeres!
Acaudalo
sabidurías raras, se dice sin abrumarse, muy pasadas de moda. Sé, por ejemplo
que existe una película que se intitula Campanadas
a media noche y he leído profusamente al señor Quevedo, pero no sé en qué
consiste una plataforma digital y no he abierto jamás un libro del señor X. ni
de la señora X., tan afamados en esta época de medianos bachilleres y
escritores.
¿Novela
policiaca? ¡Rayos y centellas! Otro cadáver en el suelo al que profanan con la
sierra, el bisturí y el escalpelo todo cuanto les viene en gana, un fiambre que
en vida estuvo rodeado por un montón de tipos y tipas que iban y venían con la
mente llena de mentiras y los bolsillos repletos de basura.
A
veces Boceto cree que es un
desconocido hasta para sí mismo, un tipo de esos al que no sabrías clasificar
pero del que huirías a todo correr.
Y
¿esto qué significa?
No
lo sabe. Lo ha escrito porque no lo sabe.
Probablemente
algún día se podrá viajar al pasado un millón de años atrás o sólo unos
minutos, da lo mismo, pero siempre a cualquier parte del universo que no sea el
planeta donde vives, y nunca al futuro, que al ser más veloz que tú siempre se
te escurrirá de entre los dedos.
Muy
imperfecto me siento en el sufrimiento, que en nada me concierne, al igual que
cualesquiera otro tumor de los que suelen afligir el alma de los pusilánimes.
A
vueltas con Montaigne, cuyo libro recipiendario le atrae y le repele a partes
iguales: No hay vanidad mayor que escribir vanamente.
Lo escribe porque no lo sabe… Puede reconocer eso hasta en voz alta. Y es que es
humilde, se sabe imperfecto tanto en lo malo como en lo bueno: incorregible.
(¡Cuántas palabras para no ser otra cosa que
palabras!)
Afortunadamente
soy uno. Imposible otras máscaras:
sólo una definición de mí mismo, sin mayores enredos, la única posible, lo que soy: sin palabras.
Las
flores le daban miedo, leyó en algún sitio. Trató de recordar el sitio más que
a su autor. ¡Por dónde ha paseado uno, maldito y ensimismado flâneur de un millón de páginas!
Pasea…
o huye de cualquier camino andando sin cesar pero sin acelerar los pasos, viento en calma y próspero viaje, con
los ojos cerrados y alas en los pies que majestuosos y sin esfuerzo surcan los
espacios:
La vida es una cosa tan espantosa que
la única manera de soportarla es evitándola. Andamos de gabachos: Flaubert, en algún sitio… ¡olvidado y sin posible
comprobación en estos momentos! (Apostilla manuscrita (?) de la erudita sin
gafas y sin vagina del año 2121 mientras investiga textos antiguos de gentes
antiguas: Correspondencia… Pero ¿en
qué carta de las cuatro mil quinientas?)
Así
que escribe, Boceto de los cojones,
escribe, o mata a alguien, o emborráchate… o cómete a ti mismo hecho de
pedacitos de palabras: mastícalas bien y engúllelas en un santiamén sin miedo a
su digestión… Al fin un pedo que otro… y a volar.
¿Tiene
usted un diccionario de sinónimos al alcance de la mano para atemperar lo
antedicho?
Escribo:
1º, porque no me tiembla el pulso, que es la primera condición para no cometer
faltas de ortografías; 2º, por ocultar a base de palabras, aunque dejarlo algo
evidente en sus medias tintas, el deseo de aplastar a los fantoches políticos
profesionales como se liquida a las chinches, despanzurrarlos de un manotazo;
3º, el deseo de emborracharme bien de día para dormir bien la noche terrible
que le sigue sin solución de continuidad.
Fuera
de eso y la lectura recogida casi
todo lo demás me inspira tanto interés como las aventuras diurnas de un caracol.
¿Y
cómo descubriste la frivolidad y lo inútil de un mundo que esconde sus taras
con reglas sinuosas y buenas costumbres?
De
acuerdo con la ley Lasswell, a partir de ahí los pillas con el culo al aire a
todos esos malandrines de la res pública
y de tan ávida faltriquera: qué, quién, cómo, cuándo, por qué.
Al
final hasta llegas a conocer a tu santa: una mujer, ahí es todo, escondida en
un traje caro.
Con
otras galas no menos equívocas me ornaba yo: hundía las narices y algo más en
las leyes de desdoncellar de Zenón y en el Ariosto de los Ejercicios amorosos.
¿Qué
clase de juego es éste?
El
más inextricable: yo, a diferencia de Dios, sí existo, y eso complica
extraordinariamente las cosas: hay que pasar el ratito.
Eres
mortal…
Pues,
eterno.
No
sin comicidad, también eres uno de esos tipos que al abrir los ojos aún en la
cama ya se saben derrotados de antemano por el día que les espera: bonito excursus.
Te
reprochas a destajo (pero sólo te encoges de hombros) porque bien presente
tienes la verdad que sosiega el alma o como diablos se llame eso que no
abandona tu pensamiento (¿será el mismo pensamiento el alma?) en ningún
instante:
Muchos
mejores que tú han muerto. Los recordamos. Tú también has de morir. Aunque
poco, Boceto eres. Has sido. Serás
eterno.
Ya
en mi dura vejez celebraré como obligado acto de penitencia todas las infamias
que me inflijan, será un precio aún excesivamente pequeño que en muy poco ha de
compensar todas las que yo perpetré.
De
momento, quietos, como decía aquel, un duro y quietos. Querida, yo siempre me
he forjado en la retirada, sin imprevistos, a mis anchas, lamiendo mis heridas
y mis cuernos.
Amanece
(no es poco):
De
repente, pongamos al principio de una mañana de sol, una mañana perfectamente
azul, las cosas empezaron a arreglarse por sí solas. ¡A qué preocuparse
entonces! Porque yo hice exactamente lo mismo que cuando suelen torcerse: nada.
Y
aquí estamos todos, como quien dice, en el siglo XXI, los muertos y los vivos.
Paz
y amor, hermanos, mentían sin dejar de sonreír los hombres y mujeres de aquel
tiempo de las flores.
Podéis
mirarme bien, a vuestro alcance estoy: ejemplo moderno de los tiempos actuales,
canallas y fáciles.
Como
todos, yo también hice un emparejamiento infeliz: convertí la que podía haber
sido una buena amiga, camarada risueña, confidente en cualquier caso, en una
mala esposa.
Entre
santa y santo se alza un muro de cal y canto (ahora).
Sin
embargo, tampoco fueron los presentes los mejores años de aquel condiscípulo de
los agustinos con quien intercambiaba los cromos de las bombas. Confesó sin
venir a cuento: Tengo cuatro hijos de madres distintas y ninguna esposa, de
modo que ya sabes con quien te la juegas, amigo.
Bastan
los vestigios de un hombre (Lucrecio), de modo que soy absolutamente accesible
respecto a mi conciencia y a mis hechos.
Yo escribo mi libro para pocos hombres
y para pocos años.
No
se creía durable, pues. Y, de modo enigmático, lo fue.
Como
hombre tengo el estilo de mi espíritu (oculto) al que nada de su tiempo le es
ajeno: tal es la maldición.
Ojalá
no hubiera sido real, sólo una verdadera, auténtica en el más llano sentido de
la palabra, simulación, una fantasía andante a la que el inocente soplo de un
niño bastara para dispersar en el aire de la nada.
Montaigne
se desmenuza a sí mismo para que, una vez muerto, francés y romano, tan de dos
épocas, podamos desmenuzarlo nosotros (quinientos años después, no los exiguos
cincuenta que él preveía) sin reparar en escrúpulos. Se entra en un muerto como
Pedro por su casa, dijo Sartre antes de hundir el escalpelo indagador con
absoluta obscenidad en el cadáver hinchado del apopléjico Gustave Flaubert.
A
vuestro alcance estoy… bufón de la farsa. Y sabed que podéis abrirme en vivo y
en canal.
Hasta
aparento de poeta (con un buen diccionario de rimas sobre el escritorio): porte
y labia me acompañan.
A
cada línea bruño más y más la lámina del espejo que evoca con crueldad al
reflejarme antes el esperpento que el cuadro.
Llegar
a viejo con la gracia de un Dorian Gray, hacer el mayor daño posible sin que se
note demasiado a los que tienen cerca: en eso consiste la voluntad de muchos,
lo sé, lo adivino, una manera de vengarse de la nada que les espera, de dejar
de ser (mientras los otros siguen siendo) incluso viejos, impedidos y
malolientes.
De
esa maldad se libra: tanto se conoce a sí mismo que se ha hecho un diablo sin
colmillos ni garras que puedan herir: él es su propia diversión. En cuanto al
mal emboscado que hacemos…
Aunque
no olvida la máxima: sé tu mejor amigo (lo dijo el romano) y serás amigo de
todos.
Acabar
consintiendo con aquel hombre público y discreto que en el mundo no he visto monstruo ni milagro más concreto que yo mismo.
No
ambiciona nada porque tiene todo lo que quería, bastante más de lo que sus
méritos hacían sospechar, y al comprobar los afanes y desvelos de muchos, se
dice que quizás corresponda a otros con justicia vivir contentos, como él mismo
precisamente, mientras aquellos otros equivocados andan a la greña con el azar
caprichoso hasta que el doctor muerte acaba rematándolos.
¿Serán
acaso capaces de sorprenderse de semejante final? ¿Qué esperaban de sus
inútiles correrías?
Si no supieron vivir es innecesario e
incluso injusto enseñarles a morir.
El
de Perigord vivió sus últimos años rodeado de mil libros, ¿por qué no habría yo
de apoyarme con descaro del uno solo que él escribió?
Quid pro quo.
Se
conoce, dice. Pero duda de la inmensa película esencial, finísimo tul en
ocasiones, basto tejido enmarañado otras, que le envuelve en forma de vida en
todas sus variantes y complejidad. Es rudo sin esconder la sonrisa, incluso
tajante: antes la duda que el engaño. El escenario también engloba al
espectador en cualquiera de sus idas y venidas. ¿Dónde se halla? Justo en la
equidistancia del ser o no ser. Testigo y personaje de sí mismo y su avatar.
Como
buen español, si lo fuera, hidalgo de espada… y manco.
Ser
un tipo simple no está al alcance de cualquiera. Él lo sabe. Cojea, y eso le
otorga un cierto cariz de interés, tal vez una anomalía dichosa: en la cama, la
mujer coja, se afirmaba en tiempos antiguos, ardorosa y hábil.
Cojea
por todas partes de su cuerpo y de su mente para devenir ese tipo simple de
pensamiento escueto entre los nubarrones constantes de la confusión, pues el
mundo es confuso y sin intención, rueda y rueda sin saber adónde. Demasiadas
goteras, demasiado que achicar.
La
vida reducida a una simplicidad, a qué más, que, no obstante, queda muy lejos
de él, un Boceto perfecto en su
insuficiencia aunque, por desgracia, para nada le sirve como reducción salvaje
por muy apóstata y cínico que se nos presente en sus forzados o espontáneos sketchs.
Ah,
la felicidad que tan escaso bagaje precisa en realidad en nuestro viaje
mundanal: el aire, el vino, la mujer y los melones (palabra de Montaigne).
No
es un tipo simple. Lo admite con la misma indiferencia con que hubiese admitido
que lo es. No hay hechura por la que no desborde.
La
mejor respuesta es la que carece de pregunta. Soy porque soy; las cosas son porque son.
Venir
de la nada e ir a la nada es una triste e intrigante sucesión que de ninguna
manera podemos considerarla una pregunta…
Casualidad
o determinación (todo está escrito cuando ya es), lo que sucede es y
tan inevitable resulta en un caso u otro, una ecuación con o sin incógnitas.
El
mundo es, sin rosas o con rosas, sin porqué.
El
mejor poema, con rima o carente de ella, es aquel que se extrae a trozos del
interior de un sombrero y se graba a punta de navaja en el culo de Dios, dijo
uno. También puedes olvidarlo y defecarlo letra a letra con paciencia
franciscana a esa hora incierta y placentera del amanecer sin que sientas el
menor remordimiento de su pérdida: era una inmundicia, confiesas aún con el
cerebro en blanco y los ojos cerrados, enderezándote, a punto de lavarte el
ojete y las manos.
Escudriña
la sustancia del corazón, o la mentira azul del cielo, lo ve todo del revés
para verlo nuevo u otra cosa de lo que ve y que ya le harta: la ciencia sólo
puede ser gran ciencia cuando se aleja de la pequeña lógica.
Que
de niño destripaba juguetes, sus pequeños e inocentes mecanismos, que eso lo
sabemos.
He
sido elegido para vivir mi vida: ningún
otro hubiera podido vivirla. El modo con que lo hagas es cosa tuya, se
demanda a sí mismo Boceto, nada más
podrás modificar o revocar de su esencia: la supuesta volición y albedrío del
individuo es la añagaza que se gasta el suceso para ser, que ya es, y enredar a los incautos,
entretenerlos con minucias. Él se miraba por dentro, se destripaba, se limitaba a rodar sobre la corteza de los hechos.
Tanto
submarinismo de sí mismo para acabar en Tierra de Nadie sin agua por ninguno de
sus costados, sólo tierra donde poca cosa por descubrir.
Dejó
pasar el tiempo, que es algo que no tiene tripas.
Observador
lo ha sido: hasta los quince años. Después, se hizo perspicaz. Un testigo poco
empático, aunque nunca miró por encima del hombro. Fue suficiente con eso.
Tampoco le hizo falta ornamento alguno al ingresar en la universidad. ¿A qué el
disimulo, el plumaje equívoco, la interpretación?
La revolución se había extinguido el 20 de noviembre de 1975 y exactamente a
las 4,20 horas de la madrugada (y a ti te encontré en la calle). De modo que ni
le pasó por la cabeza dejarse barba, se deshizo de los celtas y los
peninsulares y, en el plan seductor de siempre, no le importó exhibirse en
cafés y ambigús con un player o un pall mall encendido en los labios.
¿Le
gusta a usted Brahms?
¿Le
gusta a usted Godard?
(Los
buitres cavarán tu fosa, no lo dudes.)
También
están, más allá de los resacosos, los malos días. Uno poco puede hacer.
Despiertas, abres los ojos y ahí lo tienes, a punto de la dentellada. No vas a
esconderte debajo de la cama hasta que anochezca, como si fueras un perro
cobarde…
Bah,
te dices.
Hoy
es un mal día, así que...
Ya
es casualidad.
No
hay causa que no encaje a la perfección en su efecto.
¿Por
dónde andas?
En
el gruñidero del señor Jarndyce.
¿Era
un tipo egoísta el tal Boceto?
Jamás
lo fue. Siempre hubo dinero por medio. Le sobraba lo bastante como para andar
perdiendo el tiempo con vanidades o ruindades materiales.
¿Entonces?
Cultivaba
un egotismo ingenuo. Desde luego divertido por su evidencia, nada
calculadamente, a cara descubierta: me apetece una copa, de modo que te invito.
¿Sentía
remordimientos?
¿Sobre
qué?
Sus
flaquezas humanas, las vilezas que pudo cometer.
Alguna
vez, un poco. Pero se le olvidaba en seguida la causa, lo que resulta curioso,
porque la pena, muy ligera, aún seguía adentro, revoloteaba como un mosquito
submarino hasta que, menos mal, se disolvía por completo como un azucarillo en
las tripas, ya perfectamente cebadas a mitad de la jornada, y muy bien regadas
por cierto.
Sin
embargo, había cometido infamias diversas y en diferentes épocas, lo que
demuestra cierta tendencia perversa, una personalidad obscena. Muchos hay que
son honestos porque no tienen la oportunidad de dejar de serlo. Apague usted la
luz y a saber donde ponen las manos.
En
realidad eran descuidos, acciones no premeditadas, sin alevosía. Al
reconocérselo sin cortapisas a sí mismo, y a los demás, doy fe de ello, ya
enmendaba la ruindad o la mezquindad en un mayor o menor grado.
Los
días negros… que eran sombríos, oscuros, sin lluvia (lo peor, pues), y el
desánimo horas tras hora.
Ah,
las aventuras del gasterópodo…
¿Qué
hacer?
Meterse
uno donde no le llaman.
¿De
veras incurría usted en tamañas groserías?
Sin
duda, mi querido psiquiatra bobalicón.
¿Me
amenaza usted con el insulto? Acabará en presidio de seguro.
Bonita
palabra, la otra, cárcel, tan fea, hasta parece oler a paredes desconchadas,
óxidos, mugre, coliflor frita y calzoncillos sucios.
¿Y
dónde se metía éste?
Emboscado
en las raíces de un ficus, en el gruñidero…
Por
ejemplo en París, en el restaurante Magny, donde sin embozos ridículos, colaba
baza con su voz de niño pedante en las lúcidas charletas de Gustave Flaubert,
Turgueniev, los Goncourt, Maupassant, Emil Zola, Daudet, Sainte-Beuve y todavía
otra docena más de tipos ilustres a golpe de aperitivos, borgoñas, champán,
salsas espesas, pavo trufado y jabalí agridulce, y asimismo postres abundantes
de inimaginable sofisticación.
Y
al descubrir su presencia emboscada, ¿no le aplastaban de un manotazo como a
una mosca impertinente?
A
pesar de la lucidez general que emanaba de tan conspicuos comensales, en el
aire de aquel reservado se respiraban interminables y brumosos alcoholes. Entre
esas nieblas andaba yo agazapado, indistinguible, sin derecho a voto pero con
voz...
(Tal
vez en forma de mosca.)
Entrometido
inexpugnable y pertinaz.
Eran
como balas blandas cada uno de ellos, prohombres de pluma afilada, energúmenos
de razones agitados por un etilismo muy ocurrente. Una vez impactaban en ti sus
viriles vozarrones te destrozaban por dentro sin remisión. Una manada de
grandes folladores, aunque pienso que más de uno de ellos andaría ya bastante
alicorto en esos trances: tenedor en mano, que no la pluma, se palparía la
barriga con expresión de susto, pórtate bien, le diría sin despegar los labios,
acaso suplicando, ya sólo me quedas tú, la pitanza y la cogorza rabelesianas.
¿Y
el tantas veces investido diablo cojuelo qué pensaba de todo esto?
Abrumado
quedaba por las visiones.
Serían
figuraciones.
Bien
abiertos tenía los ojos (como las huidizas moscas).
De
modo que terminó haciéndose una idea bastante cabal de aquellos tipos y de
aquel mundo y aquel siglo desaparecidos. ¿En qué concluyó finalmente?
Que
eran eternos a pesar de mortales (de gusto se relamían con el rodaballo en
salsa o la perdiz escabechada). El alma quizás se la comieran los perros o los
gusanos en esta tierra de nuestros pecados pero mantendrían palpitante su yo
profundo e invicto hasta el fin de los tiempos. En cuanto al siglo, a pesar de
las carnicerías inevitables y la mentira y la injusticia universales que no
cesan, poblado estaba de humanos, no lo hubo ni lo habrá igual. La luz de gas y
de la vela encubrían de silencio los peores pecados de la lujuria y el placer
sin freno. A la mañana siguiente, el sol tan natural de un cielo azul y callado
limpiaba como si nada la conciencia del pecador de la noche.
Yo
estuve en la cena del café Riche, invitado o piedra, yo no sé, en aquel convite
inolvidable que acabó embrujándonos de una sensualidad que laceraba los
sentidos. No era para menos el lugar, un pequeño salón tapizado en rojo en el
segundo piso del restaurante cuya única ventana recaía a la verde arboleda del
bulevar. Depositadas sobre la mesa donde iba a darse cita la despensa magnífica
las doce bujías de dos candelabros vertían una luz alegre y voluptuosa en el
límpido mantel blanco que no tardaría en ser mancillado sin reparo por los
cuatro (cinco) comensales que en breve iban a tomar asiento y adueñarse de los
relucientes cubiertos de plata y a sorber de los vasos de brillante cristalería
el dulce champán helado y los espléndidos vinos. Era la fiesta de la gula en
todo. Nos alimentábamos, al margen de los otros imprescindibles manjares, de
nosotros mismos: un hartazgo magistral, cada mirada un bocado, cada guiño y
sonrisa una cópula: chupar, sorber, morder…, toda una degustación morosa,
grosera y sutil a la vez en bandeja de plata que había de repeler
civilizadamente el ritual cortés obligado del Oriente: ni meter las manos en
los platos, ni los eructos, ni los pedos ni las ventosidades preceptivos que
señala como de paso monsieur El ínclito, sifilítico y apopléjico Flaubert al
relatar uno de sus ágapes viajeros: que bastara la promesa lasciva que todo
festín concita, detrás del eructo asoma Eros.
Mi
querida bestia Gustave Flaubert, misántropo y misógino mimado por mamá, que ora
metía el índice en las vaginas de adolescentes temerosas ora, como penitencia,
durante infinitas horas mojaba la pluma en el tintero, la verdadera vagina del
hombre de letras.
Entretanto,
hunde tus posaderas en el mullido canapé, rojo al igual que las paredes
aturdidoras. Recuerda a los buitres… Pero otra obra maestra de la nadería
fílmica hubo de título no menos amenazador: Tu
fosa será la exacta… amigo (0).
La
mejor manera de empezar, los dioses lo dictan, amigo Duroy, es engullendo una
docena de ostras de Ostende que sin esfuerzo se deshacen en la boca como un
helado. La sopa frugal y ligera enjuaga el paladar mientras se aguarda los
próximos envites. Una sirena en forma de trucha, carnosa y suave, estimulaba a
continuación los ojos y la lengua. Y casi sin dar tregua, las tiernas y
sabrosas costillas del lechal inmolado empezaron a acariciar las gargantas
junto con las cremosas verduras que les servían de manto.
¿De
qué hablamos si hablamos de amor? Los cuatro pares de ojos chispeantes se posan sobre mí, se posan sobre él,
que comprende definitivamente que tiene que revelarse.
Dijo,
pues, aquello, a salvo de cualquier desdén o enojo, que se esperaba oír de él.
En
el amor, nos engañaríamos unos a otros constantemente si estuviésemos seguros
de que el secreto jamás iba a ser revelado bien por los otros… o por nosotros
mismos. Somos demasiado retorcidos para no desconfiar de nuestra propia
indiscreción, causante muchas veces de nuestros males más inesperados.
Hora
es del asado de perdices acompañadas de codornices en ensalada verde, de las
tarrinas de foie-gras.
Los
vinos y el champán acentúan la maledicencia y la salacidad elegantes, los
adulterios y los secretos de alcoba.
(Rememora
Boceto aquella alta ocasión que
invitó a cenar al hijo del cura maricón. ¡De cuántas cosas hablaron! Aunque
antes:
¡Me
traes a un burger, desnaturalizado de los cojones, a un puto burger!, exclamó
el mozalbete absolutamente desnutrido, como los personajes de un manga de
primera generación: ojos como lagos, brazos y piernas como cuerdas y torsos de
junco.
¿Por
qué no? Mil millones de moscas no pueden equivocarse.
Y
a renglón seguido, doble hamburguesa de por medio, hicieron del desarraigo, el
silencio, el desapego y la previsible soledad de sus destinos y de sus extraños
y más extraordinarios objetivos (?) el discurso principal del banquete
platónico en tanto bebían una cerveza desbravada sin la menor señal de
contrariedad, como dándolo por hecho, ¿qué esperaban del decorado más allá de
sus palabras?
Eres
mosca: come mierda.)
¿Omitiremos
la locura de los sofisticados postres, los licores de mil hierbas excitantes,
los labios húmedos y anhelantes de los dos (tres) hombres y dos mujeres que
alargaban el festejo sin concesiones, todo ello entre gestos y hablillas que no
omitían lo procaz ni lo insinuante y auguraban la festividad del sexo de
después?
Estos
yantares suelen culminar en el encierro apaciguado, tan contradictoriamente
enervante sin embargo, de la pareja en el interior de un simón que rueda con
lentitud sobre las calzadas parisinas brillantes por la lluvia, fugazmente
iluminados los rostros acalorados de los pasajeros por los mecheros de gas de
las aceras.
(Sal
del ensueño.)
¿Cómo
salir del siglo?: el XIX francés me atrapó, jugó conmigo, me hizo trizas, me
sepultó cuando adolescente: París era mi alma, el folletín mi espada, sus
mujeres el harén que daban forma a mi almohada.
Aún
anda entre ficus.
Metiéndose
en camisas de once varas.
Sigue
siendo un niño mentiroso.
Perfecta
la conclusión.
¿Y
qué ganamos?
Distracción.
¿Sabía
usted el cuento de la buena pipa?
Harto
conocido. Cambie de canal.
Duroy,
una vez agasajada la dama con un paquete de galletas y una botella de Madeira,
brebaje dulzón y afrodisíaco, decorado el cuchitril que tiene como aposento con
el parco lujo que pueden deparar cinco francos, acicalado como un minotauro él
mismo, a las cinco de la tarde se folla a la Marelle. Decenas de veces a partir
de entonces, por la mañana o por la tarde indistintamente, hasta el agotamiento
repetirían el ritual, que no tardarían demasiado en desplazarlo de aquella
sórdida buharda a barrios más nobles a costa del dinero de ella y la pasión
sólo física de él, un tipo siempre precavido y receloso, lóbrego, al que
empujan las aspiraciones vitales de otros y no las suyas propias. (No obstante,
hallaban una especial satisfacción en prolongar lo ruin en lo gastronómico: en
tugurios toscos y ruidosos, rodeados de obreros y menestrales, sentados a una
vieja mesa de pino, llenaban el estómago con guisados de cordero, pan de
tahona, vino barato y carrilladas grasientas, tan lejos de las exquisiteces y
los rojos tapices del suntuoso café Riche: un volver a la caverna que les
fascinaba por contundente y al mismo tiempo transitorio, como un juego de hacer versos.)
No
soñaba el soñador, en realidad, con París: soñaba con el siglo XIX, sus luces y
sus noches, su escenario inagotable de misterio, de lujo y de miseria, aunque
bien sabía que sobre las piedras, las calles y los hombres y mujeres de París
que se alzarían en el ensueño, en la ficción.
Se negaba a salir a
la calle.
"Ve tú", decía. "Dibújame Paris."
¿Cómo llevarle esos cielos de agua y aguja, el contorno del
alma de la ciudad, la pulsión de las gestas de antaño?
La dejaba.
Se quedaba en el apartamento poniéndole trazas a espacios
blancos, una enmarañada multitud de rayas negras que alcanzaban a limitar en la
hoja vacíos biomórficos, siluetas enigmáticas de animales inconcebibles.
Y París era su ciudad preferida, la que más amaba por encima
de todas, donde más lograba encandilarse su voluble y fugitiva atención.
"Tráeme París en un dibujo."
Le llevaba palabras.
Le gustaba de París la textura de sus muros grises y negros,
los cuadros de las paredes, el soporte de riquísimo lenguaje informalista y
poético, la escritura plástica de la ruina, los colores y la lírica del tiempo,
los restos de unas fachadas que eran como las voces de unas vidas buenas o
malas, la leyenda de la gran historia o la huella de la nimiedad más absoluta,
un mapa de pasados y afanes, o de fatigas y burlas. Ella había adivinado muchos
años atrás esos legados, durante su primera estancia en París. Los renovaría
después una pintura valiente, trágica y bella.
"Dibújame París." Las palabras, cogido en esa
encrucijada, apenas evocaban la imagen verdadera de los suelos de lluvia, la
niebla en los árboles, el arte de la piedra. Todas las calles como una aventura
de otro siglo grande y hermoso, fascinante e intrincado. (Nostalgias
proustianas, el lejano folletín.)
Tal ciudad ha inspirado versos no desdeñables, crónicas
varias de su pasado. Acoge sueños pequeños, ambiciones tal vez no equivocadas.
Y alguna imaginación enfermiza insiste en replegarse a las antiguas épocas.
Brota la ciudadela y se erige en la oscuridad medieval sobre el agua y la casa.
A cualquiera descubre su gesta urbana que subyuga, esconde al viajero moderno
entre brumas y grisuras, pues París teme cada vez más verse desnuda y sin secretos
bajo la luz potente y obscena del futuro de acero y cristal, de teflones y
neones, de falsas arquitecturas. Disfrazado por un tiempo pasado que era
imposible que pudiera agraviar en su fútil modernidad, uno vuelve atrás, mucho
más atrás de sus pasos.
Salía yo al dédalo de las viejas callejuelas y la sombría
humedad de su historia. Emociones inconfesables. (Pero huía de la angustia y el
sentimiento huraño míos, de la patética flaqueza y podredumbre de los ojos
vidriosos de T.B.) Entre extravíos y círculos trenzaba un mal poema, ingenuo,
inacabable, realista y romántico, un naturalismo evocador. La figura moderna se
adentra en calles estrechas, cruza pasajes
muy fríos, de un azul de gas. Escapa de la luz moderna. ¿Adónde busca
asilo? Más tarde, en las largas y anchas calles en fuga: tales perspectivas, de
sólido trazado, repletas de edificios con molduras y ornatos, amparan un
desvalimiento... diferente.
La otra época. De entre claros y sombras deja asomar los
carruajes que cruzan los bulevares arbolados en busca del Bois de Bologne, una
cierta mesura elegante, una impaciencia del corazón, el mundo menos nuevo y
urgente desplaza la mirada, la fija hacia atrás. ¿No era grave la razón del
poeta genial y bebedor? Lívido, rapaz y nocturno es el grafómano sepultado en
los rincones más tenebrosos y altos de la ciudad formidable entre embriagueces
y vahídos, casi tocando el cielo y sin tocarlo nunca: es un sagrado y lúcido
bohemio maltratado por la tortura mareadora del hambre con la magra conciencia
en una ebriedad eterna, sucio de greñas y mal envuelto en un hábito negro
humillado de lamparones y roturas. Tiene los ojos encendidos esta débil
crisálida encerrada en los tiempos
muertos del ocaso larguísimo o en los días de luz lánguida y tétrica, o
en la noche suicida junto a la vela hedionda que ilumina parcamente la
cuartilla amarilla y la tinta roja o negra. Escribe Baudelaire (y ya en el
lóbrego callejón de la Vieille Lanterne, colgado de la soga, el mismo Nerval).
¡Qué estampa! Aguarda trémulo y vacilante una muerte que le salve de una vida
de esfuerzos y carencias, del ultraje y la burla. Sueña las glorias y el
homenaje de cien años después, muerto él, muertos todos los que le rodearon. Y
así, se celebra maldito y vanidoso, bueno a la callada, pobre a todas horas.
Excelso se cree... No fue poeta malo y olvidable. Es puro y desdeñoso, una
ascesis de dandy entre ratones. El, paciente y perverso, en la noche encuentra
las palabras justas que revelen los sobresaltos de la carne y el espíritu a la
luz intrigante del alba donde se alzan perfiles macilentos.
[Le soleil, CXII: anda por calles abandonadas, desiertas de
gente (multitud), se topa con el azar de la rima/esgrima, blande su alma... El
sol se vierte sobre los campos, las casas, lo esclarece todo...]
En ese París de malas y grises y tormentosas alturas pensaba
yo, recorría despacio sus viejas calles, pisaba su empedrado, mitigaba el
desaliento.
Las nubes negras y el aire acerado del invierno de la ciudad
avivan la afición al otro siglo libresco, espejo de conductas grandilocuentes,
cortesanas, canallas. Una singular sensación de pasajero del tiempo anima las
andanzas entre los nombres y la leyenda.
Buscad los lugares previsibles.
De una imagen feliz (unos ojos de mujer, un pórtico, el
bronce verde, la cadencia de una voz a mis espaldas...) brotaban las jornadas
(revisitadas) de un escrutador pequeño, cetrino, asmático e invisible que había
hallado para su sorpresa un flujo de correspondencias capaces de alumbrar sin
melindres pero entre alifafes un fresco de revelaciones insospechadas. Es,
ahora, muy fácil rastrear indicios no muy sutiles, los orígenes de la epopeya
(he visto el jardín de las mujeres, la columna Morris..., la, el...). Ese
prolijo cometido, ávido pero no desesperado, recobra el tiempo que libra del
olvido la vida pasada, La cámara instantánea del ojo imprime la luz rauda,
irrepetible, el aroma de la hierba, el sabor.
(Rescataba de las ruinas personales otra infancia.)
Puedo reconocer los parajes y escenarios del tumulto
rocambolesco acaecidos en los rancios folletines infestados por multitud de
personajes y situaciones de peregrina combinación: una
mujer blanca en la noche de luna y
de agua, la corta hoja de la daga, el puñal rojo, la ceremonia falsa del
diálogo. Había un París turbador (oculto por los modernos asfaltos y las prisas
actuales) repleto de misterios y múltiples peripecias, de reveses imposibles y
piedades locas y amores exaltados, de cuchilladas traidoras y bellas estocadas,
de salones invadidos por los enérgicos sones de septetos, quintetos o necias
bagatelas adensando de encanto o gravedad los espacios bajo las arañas de luz
brillante: del arroyo, la miseria y el padecimiento a la herencia impensada, el
marquesado solucionador o la recompensa final como premio a la abnegación. La
costurera seduce al noble. La virtud del pobre se alimenta del sueño, como el
artista de la palabra enferma del espíritu.
Aquel poeta hundido en el futuro sugiere la vida moderna.
Hace de su vida no un recuerdo, hace un folletín. Veámosle en la última etapa,
cuando apura su existencia sin adivinar la larga agonía que le
acecha. Es un apestado de la luz. Se
envenena, aúlla. Es un farsante genial malhumorado que se arruina de calles y
poemas. Es un maldito que dilucida con prisas la geografía de un viaje moral al
paraíso de lo más voluptuoso. Escribe un diario: tacha demasiado. Es un salvaje
quieto en el fondo. Muda mucho de residencias,
incansable y hastiado, a través de la ciudad escondida e infinita,
hurtándose, pues es hombre superior, a ese conjunto fastidioso de las
responsabilidades y los pagos. Se esconde en el exilio, él, el grande hombre
(Pauvre Belgique!), se queja de la comida, del clima, de su salud y de su
pobreza. Un sábado de primavera, finalmente, enmudece y se extingue lentamente
y sin moverse ni un ápice en la silla. Le ha golpeado el rayo negro de la
ciudad gélida, lejana e inclemente. Su retorno a París es miserable, y los días
que siguen son aún peor, una confusa impotencia le impide hablar y le abruma el
cerebro de torpores. Babea sin llorar: recuerda lúbricos poemas. Recibe dinero
de faltriqueras oficiales. Un día asfixiante de agosto se muere con los ojos abiertos. ¿Evoca su
alma castigada los fríos crepúsculos que cubren con una luz de pasta las agujas
y los campanarios, las torres y las cúpulas, los pináculos y los arbotantes?
[Lo que yo veo: 15.1.1994. Sábado.] Luego, ya muerto, vislumbra una callada
apoteosis: la luz amarilla se enverdece y siembra de agua sus sesos, lo anega
por completo de nieblas. Muy lejos de la tierra, otras religiones. Lo último:
todo es una arquitectura de luz. Se apaga de golpe.
Inventaba esas (u otras) imágenes: anda uno sin rumbo por
calles y pasajes mezclados de ficción y de realidad, o inmerso en un punto
equidistante por igual de ambas figuraciones. Vagar exactamente. ¿Para qué
más...?
Contempla
uno los nuevos anuncios del siglo. "Desconfía de las verdades recién
impuestas...", sorprende una
voz. De aquí para allá en mil andanzas. Vi un rostro como el de Edgar
Allan Poe, la misma pálida faz de cristo que vieron los otros dos. En la era
del hierro y el mito naciente de la
modernidad, uno; sobrecogido por la metáfora del horror a lo reciente y el
progreso, el otro. Yo también vi la cara de cera del hombre de Boston, hijo de
cómicos, borracho y delirante. Esas tres conciencias trágicas flanquean mi
excursión cual ángeles de la guarda.
Acobardado, una y otra vez abandonaba sin remordimientos a
T.B. Me alejaba de ese sufrimiento misterioso.
La miraba con asco. Pensaba, ¿cómo se llega hasta ahí? Había
comprendido que lo realmente malvado no es nunca el final: lo pavoroso es la
violencia soterrada de los mecanismos que poco a poco se infiltran en el alma
envenenándola hasta la destrucción. Lo horrible siempre es el tiempo de antes,
cuando el mal es invisible y la torpeza inconsciente.
"Vete",
decía, y se daba la vuelta hacia la
pared poblada de litografías, collages y dibujos abstractos, un tachismo
convulso que remedaba los rostros del sueño…
Y otra vez, por la mañana, me lanzaba a la calle.
(La ciudad era un prodigio para alcanzar la pérdida del
dolor, ahuyentar la maldad del presente más hiriente y desconsolador, atrapar
el recuerdo bello: cuando se era niño, cuando se cree en, cuando el beso sabe a
espada y fiebre... El ahora, andando, se demoraba en una suicida y prolongada
interinidad, hasta lo más inocuo se disipaba.)
Había que estar más atrás o mucho más adelante de aquellos
días fríos de enero, pues tan sólo eran una excusa para una efímera divagación.
Sin embargo, en todo lo contemplado se descubría a los ojos de pronto un pretexto que invitaba a una vida
contemporánea, próxima y grata a pesar de la carga tremenda en la conciencia,
la porfía ociosa e indefectible mía ante lo irremediable: ella matándose,
perverso yo, y rueda y rueda el mundo que es y que no sueña. Pasear la orilla
izquierda, el Sena ése...
¿No era mi cometido sino addenda, una corrección
(tachadura) en una crónica malvivida, en el incipiente poema de verso libre que
emergía natural e impostor? Sin saber iba introduciéndome en caprichosas
acotaciones: la ciudad era un mar de citas, identidades, encuentros, muertos
ilustres, adorada estatuaria, nobles sepulcros donde se amalgamaban las
múltiples correspondencias, analogías y
ocurrencias de un lenguaje feliz e inagotable.
Así iba, un flaneur incansable y atropellado. Pensaba a
través de los bulevares y la multitud, recuperaba los grandes mundos del
pasado. Recreaba. Algo de bárbaro tenía esta fuga hacia delante que me hacía
viajar hacia atrás. El episodio más minucioso y entretenido era yo. (Un poeta
muerto había sido el dueño y señor de la urbe, un pintor quería detener el
mundo, fijarlo ingenuamente en el lienzo, un visionario dotaba de alma al
blanco mármol italiano. Podía glosar un bien nutrido conjunto de sueños, pues tenía
el espíritu alerta.)
La leyenda superaba las ficciones.
Un viernes por la mañana, ventoso y hosco, gris como todos
los días, muy temprano, me abrigué para salir del apartamento. T.B. yacía sobre
el costado izquierdo, con ambas manos
debajo de la mejilla: durmiendo como de
vuelta a la infancia. Los párpados cerrados y oscuros y la boca entreabierta,
la respiración agitada y penosa, atestiguaban el pesar y el suplicio pasados
durante la noche eterna e inútil.
Ya en la calle, me protegía del viento a duras penas. La luz
era lúgubre en el aire arremolinado y frío. Parecía como si todo, hombres,
cosas, ingenios y artefactos, aguardasen la inminencia de un suceso malo, o
solamente extraño. Había nevado durante la noche. Ahora, los ruidos parecían
amortiguados, como si fueses ecos lejanos de historias y afanes antiguos.
Estaban las calles acuchilladas por un helor que penetraba hasta las entrañas
de las piedras.
A medio camino por Saint Michel, a la altura de la calle
Malebranche, me detuve frente a un kiosco. Una mujer muy pintada erguía el
torso vigilante sobre las enormes pilas de los semanarios y los periódicos. En
el interior del reducido cubículo, un poco detrás de ella, casi tocando su
espalda, los destellos nevosos de un pequeño televisor blanquecían la penumbra.
No era posible distinguir una imagen cabal en la pantalla, y tampoco ningún
sonido. Compré diarios españoles todavía con olor a plomo. La mujer balbuceó
unas palabras mientras me devolvía las monedas del cambio, pero no logré
entender lo que decía. (Mucho después, ahora, supe que hablaba en español, y
que yo la había interpelado inadvertidamente en inglés, ignorando el uso del
francés, ¡que babelia absurda!)
La oía farfullar, enojada, al alejarme envuelto en la bruma
de aquella mañana de crudo invierno.
Un
café de grandes cristaleras y toldos rojos con letras doradas me salió al paso
en el bulevar. En la parte delantera del parasol lucía una estrella de David.
El clima inhóspito (o una súbita inquietud) me empujó adentro.
Sentí, aún buscando asiento, con la mirada vacilante, que me
suspendía, libre de preocupaciones, en el fondo de un mar en calma, mecido de
transparencias. Noté que podía aislarme de todo, incluso de mí mismo.
Ya sentado, hojeé las grandes páginas sin un propósito
definido. Era incapaz de leer nada. No podía concentrarme. Doblé los
periódicos. Sorbí un poco de infusión. La bebida caliente me reconfortó todavía
más. Me daba cuenta que iba sumiéndome en un descenso a algo vivo al otro lado
de la realidad. Miré a través del cristal. Estaba nevando de nuevo. Observé que
unos grandes árboles ¡con hojas! custodiaban
la avenida. Hubiera jurado que antes no existían. Paulatinamente, la luz
bajo la nieve creció en intensidad. El viento había amainado.
Dentro reinaba el calor bajo la otra luz amarilla, tenue y
hospitalaria que poco a poco iba apagándose ante la espléndida claridad de
afuera. Unos pocos clientes hablaban en voz baja, de pie ante la barra ovalada.
Sólo yo ocupaba una de las pequeñas mesas redondas cubiertas por un mantel
verde suave. En realidad, se trataba de un local de moderno diseño concebido en
dos zonas delimitadas, la que presidía el mostrador bruñido, funcional y
diáfana en sus ángulos, y la zona que comprendía los reservados de madera y las
mesas de consumición frente a los ventanales que alcanzaban casi hasta el
techo. El recinto, ancho, formando un ángulo recto, con la barra en primer
término, conjugaba el material noble y cálido (la madera, el azul, el oro, el
bronce, la luz) con el signo de la evidencia contemporánea de los utensilios y
los enseres. Comprobé que las grandes cristaleras desnudas hacia el exterior creaban un espacio
intemporal alumbrando con un resplandor blanco e inquietante hasta el más
mínimo detalle. Sin embargo, el interior de la cafetería emanaba no ya la
atmósfera inerte de las escenas en los cuadros de Hopper, sino aquella aureola
como gestada
de la abulia y el desamparo en el alma de sus protagonistas solitarios y
cabizbajos: se diría que eran éstos los que proyectaban la ineluctable sensación
de desmayo, el tejido fragilísimo de las apariencias. Los colores verdes y
amarillos, rojos y azules, todos debilitados y viejos bajo la más esplendente
luminosidad revelaban un vacío existencial que parecía posarse en los seres y
los objetos otorgándoles una categoría definitiva de doble realidad. Era como
si el desvalimiento y la desesperanza acecharan sutilmente un espíritu
desprevenido momentos antes de caer en la desolación. ¡Qué plástica meléfica y
complicada! Avisaba de un pesimismo esencial y angustioso, pero a la vez
concluía atestiguándose a sí misma como la imagen de un pasado que en nada
debía malograr los días, los trabajos y las buenaventuras (o sólo una leve
dicha) por venir. Una lasitud invencible comenzaba a apoderarse de mí. Las imágenes
de en derredor se difuminaban cada vez más turbias, como si al cabo viniesen
vagarosas y sin precisiones de cualquier lugar del pasado, y, ahora, detenidas
en la ambigüedad, se anclasen en el presente y el futuro de otra dimensión,
pero desganadamente. Otras visiones más perennes iniciaban su conformación
espesándose de manera gradual de un fondo que no era de mí mismo y que me
atemorizaba... De ellas ya surgían vivos rumores, aunque todavía
apagados, las voces distraídas,
muy mesuradas, los diálogos interminables.
Llevé la taza a los labios. He aquí que bebo el líquido tan
caliente y aromático, toca éste el velo del paladar: apacigua un alma miedosa
del frío, anhelante de la serenidad (ser de otra potencia).
Nace el gigante de mí... (Nacer yo de él.)
Pensé que hubiera querido ser el mismo siempre... Y haber
estado allí, que era ningún sitio. Un tipo sin historia y sin conciencia. Sin
sufrir cambios de ninguna clase. Sin tener aspiraciones de nada. Vivo o muerto
vagaba por el espacio con el sabor de la tisana en el paladar, sin tener que afanarme con el cuerpo a cuestas tan
innecesario y funesto. Sin la locura, pero también sin arrogantes certidumbres.
Desnudo de obras, y sobre todo de su cavilación... Sí, había un tiempo
verdadero, no el tiempo inventado de los hombres, ornado por la memoria o la
imaginación (sitios, personas y actos, pasiones, otros enriquecimientos...).
Estar allí... Pero en otro momento, lejos de la angustia y
el miedo. Y también sin T.B., sin ella, sin ella para siempre...: como ahora
que no existe, solamente con su recuerdo, que a veces daña, y a veces no. No
creer nada... No ser.... O ser producto de una ajena invención, un personaje
apenas esbozado por otro, intuido apenas... Y saber que pasamos en el tiempo
como si éste fuese un túnel de sombras y luces, de noche y de día, como una
ráfaga impresa en la memoria de algún ser enfermizo y artificioso, tan pequeño
y humilde como nosotros, y que todo se reduce a eso: no una emoción o una piedad, una pesadumbre,
la impostura del sentimiento, el martirio del amor, o la ambición mala, buena
remembranza acaso...
No, sólo ficción.
Así que... ¿recorro ahora las calles y acabo en los lugares
exactos? Permanece el recuerdo por mucho que tu prisa fugitiva y miedosa te
ahuyenta a zancadas del pesar: he huido, la he dejado en su región de agua y de
fuego contemplando la máscara de su cara enferma en el azogue engañador.
Todavía he huido más lejos, hasta el mismo futuro, hasta hoy, hasta el ahora de
hoy donde escribo sin remordimientos. Pero aun tan lejos, la recobro a ella
liviana y moribunda, ajada y proscrita,
zarandeada por feroces escalofríos y calenturas repentinas en un
apartamento escondido de un París invernal, blanco y calladamente cruel.
Hay
que partir.
Mi
sueño de cloral lo dice.
He
ahí tu paseo inaugural entre grandes árboles y multitudes fascinantes,
fríamente anónimas, entre leyes y vestimentas de curioso protocolo, merodeando
altivo alrededor de edificios espléndidamente ornamentados, descubriendo
atractivas insignificancias (el lustre del charol, el chasquido de un látigo,
la luz (siempre azul) de gas, la caoba de un pomo, la sombra de terciopelo con
la orquídea entre el perfume de los senos). Todo el hábito del dandy que marca
con su sello el gran billete, aspira delicadamente el embriagador aroma del
cigarrillo turco en la boquilla de ébano y marfil. Artesonados y damascos, tallas y cerámicas
de metálicos reflejos,
sombreros de copa, capas al viento, bordados de oro, blancas camisas de nieve,
bastones de fino bambú y empuñadura de plata americana, rojas sonrisas de
mujer, blancura y brocado, dinero, lujurias... Los cascos de los briosos
corceles arrancan con sus pasos de
hierro chispas al pavimento aún brillante por la llovizna reciente. Hieráticos y embozados cocheros conducen los
carruajes bajo un sol de primavera o una luna de verano, adentran a dos tímidos
enamorados en la oscuridad de los parterres y rotondas de los jardines con
estatuas de bronce y de mármol. Otros bultos hay... furtivos en las esquinas
del lance o del duelo, del crimen, bajo la nube negra, bajo la pérgola,
encerrados con las bocas salvajes y las manos como puñales en el simón.
Trazo un itinerario que pretende alejarme de T.B. (¡alejarme
de...!) o de lo que ésta pudiera significar a la postre, que pueda conducirme
al país de un placer solitario creado de refrendos y fáciles anotaciones: un
país de lengua sabia y gesto cortés, del misterio, de la crónica del amor, de
la peripecia y el triunfo... del folletín (claro y raso).
Despierto.
"Dibújame París", imploraba ella.
Le llevaba yo una introspección baladí, retazos de mentiras
y hueras reminiscencias. Le ocultaba la invención, el engaño. Mis vanos
entretenimientos de hace cien años.
Cómo decirle que me fundía en la piedra y el tiempo buscando
confluencias que obraran en mí cual una magia buena antes de mi propia muerte,
mucho después (aún no lo sé) de la de ella, que yo sí, esta vez sí, volvía a la
infancia de todo lo leído y creído, de la alucinación, la fantasía, la...
Toda esa concupiscencia.
Bonito excurso el precedente. ¿Y todo esto?
Personajes
inolvidables, reales o no, que asoman la patita desde un ángulo de la viñeta
haciéndose notar.
¿Quién soy? Amigo, si
yo lo contara… Un Champollion ibas a necesitar para desvelarme… y sólo en
parte, muy a medias.
Se alimentaba de sí
mismo: el hartazgo era previsible.
¿Pensaba dejar alguna
especie de legado?
Ni en sueños.
¿Herencia? Me la llevo completa en la barca. Además, todos los hijos, antes de
tú engendrarlos y parirlos la mujer, cualquiera de ellas, están en la nada.
Déjalos allí. ¿Qué derecho tienes de arrebatarle algo a la nada? Un hijo te
condena fatalmente por codicioso. ¿Querías otra vida además de la tuya, aunque
la vivieras vicariamente?
Y después de la
muerte, ¿qué? ¿Otra nada?
Bien estaba donde
estaba ese hijo: y ahora lo arrojas al mundo a través de una grieta fatal.
Tengo una idea sumeria
de lo que acaece después del hachazo definitivo, una opinión muy sombría. Nadie
alcanza la dicha una vez muerto. Te alimentas de barro y polvo anclado
eternamente en los infiernos tenebrosos y fríos, infinitamente oscuros. De modo
que, como cualquier sumerio, ruego a los dioses ser feliz en vida, atesorar
riquezas, ser un amante infatigable y conservar la salud a ultranza por largo
tiempo.
Fue oro, como todos
los niños, pero a la postre, la mistificación ya es irremediable. Uno alumbra
una aleación rara, falsificada a base de un poco de plata y mucho cobre y
siempre termina siendo escoria, ni siquiera escobilla que queda debajo del
tablix de la que pudiera extraerse alguna partícula digna de recuperar. Del
infierno nada esperes.
Bah, a fin de cuentas,
se dijo este falso Duroy pero con todas las de ganar, soy un hombre de dineros.
Que otros chapoteen en la selva hasta los codos. A mí me basta, en sociedad,
con dejarme ver entre la espesura, el vaivén y la confusión de mis semejantes.
¿Legado? ¡Por
Belcebú!: Yo lo que quería era romper al
lector, dejarlo hecho trizas sin saber adonde mirar, y si al cabo abandonaba la
lectura mucho antes del final, mejor que mejor: yo había vencido.
El código Hamurabi
podía ayudarte en eso: hay unas reglas, y el
que las pervierte, y no existe un solo lector que no lo haga de un modo
u otro, al río. Sobre piedra se escriben los mandamientos.
Únicamente tales
libros han de perdurar.
¿Y si descubrimos a un
recalcitrante en naderías que ha logrado terminar la lectura de esas páginas,
como todas, inútiles, de tu libro imposible?
Recibirá como
recompensa un cocodrilo y un mono.
Boceto, el pensador de la lengua pastosa y la
mente sucia, surge del sueño… o en él se adentra, manotea con el amanecer, con
él mismo, con el mundo que no cesa: lejos del trajín más allá de la ventana,
aquí en la atmósfera cálida y confortable de adentro de la casa, sin
contaminaciones humanas.
Hay libros… yo no sé.
Toda escritura, sea de
ficción o no, falsifica la realidad, la convierte en palabras, dibujitos
caligráficos… La pregunta es ¿por qué existe gente que aún mercadea con tamaña
estafa?
Tal vez por un sentido
plástico, como el que atrae nuestra primera ojeada sobre el cuadro y que
instantáneamente todavía no representa nada, sólo colores y líneas, puros
significantes. La escritura, antes de su lectura, también es algo plástico,
mínimos pasadizos y laberintos trazados en una hoja que se deslizan entre
chafarrinones, motas de negro sobre blanco, filigranas, signos.
Algunos se contentan
con eso, con el dibujo de la escritura, que es tinta.
¿Para qué más? Lo real
es el libro en sí, su materia tangible, colocado en la estantería para goce de
los ojos y, a veces, para el placer del tacto.
Libros…: no me gusta
hablar de mí y mucho menos de los otros, todo eso me parece un saqueo impúdico
en toda regla que ni siquiera alcanza a beneficiarme.
¿Le gustaría a usted
escribir como pintaba Morandi?
Ni Mozart ni
Beethoven. ¿Le gusta a usted Brahms?
Más los grandes, y no
por grandes, espacios de Malevitch.
Le gusta el vacío
porque su vida es… repleta.
Toda herejía acaba
siendo convención: empezó a escribir el diario de un inoperante que nunca
conoció a nadie de interés. He ahí el misterio… sin solución.
(¿Para qué más?): Solitario, quizás huraño (casi seguro) camina por
las aceras y se le ocurre que anda sobre un camposanto, mírales, aún
verticales… ya, ya…
Boceto arranca de sí las págin… los días como
si se extirpara un cáncer.
T.B. murió muchos años
atrás. Lo dice el calendario del tiempo perdido.
Supongo que cometió
muchos más errores que yo, que los
Brell.
Bueno, uno de ellos,
el Brell de en medio, se le adelantó, según cuentan las crónicas.
Un accidente, un
personaje que se rebeló… o una licencia literaria. En todo caso, todas las
historias de fantasmas quiebran al llegar a la mitad de su relato.
¿Bajas al ficus o
subes al desván?
Dependerá del siglo,
XIX o XX… o XXI. Como fuere, nada de cabalgadas, a pasitrote.
¿El pasado? El cuarto
de los trastos, lugar de polvo y telarañas, cementerio de cachivaches, el mal
olor a rancio y cosas viejas, un desfallecimiento ruin en todo.
Diario, un diario que
vomitas luego del alimento sabroso o indigesto de la vida… ¿Qué te vas a
descubrir de nuevo en ti mismo? Eres invisible a despecho de tu apariencia
dinámica y ruidosa: un huésped sanguinolento entre el hígado y las heces
pestilentes que engrosan, alivian y descargan periódicamente tus intestinos.
Escrito está por el poeta, yo soy sólo el
pensamiento mío. El señor sentado en el trono de las vísceras poco tiene de
ti, que eres el caminante de las aceras, un escrutador al acecho.
Lo normal es leer.
¿Por qué escribir?, se preguntaba otro poeta escribidor de diarios, escéptico,
demasiado lúcido para andar ensimismado con el juego de hacer versos cuando ya
has descubierto el truco de la chistera.
¿De la vida? Más allá
de los solos sentidos y mis complacencias, preferiría
no hacerlo…
Simplemente, no: el
negro impasible del Narcisus,
Bartleby, Jakov von Gunten… y otros que no son conscientes del disimulo que les
disfraza, como el tal Ulrich o el Franz
(con sombrero y abrigo estrafalario) de Kafka: unos se instalan en la negativa;
otros, se conforman con mimetizarse aunque no guarden silencio y se hagan
notar.
Ah, Bocetus, hombre caimán, acecho y sigilo
a pesar de la alarma de tu sonrisa… Apela a la autoridad irrefutable del
clásico (cualquiera de ellos, Epicteto, por ejemplo) como solía hacer el de
Perigord: oculta tu vida. Y se deja ver de cuerpo entero millones de veces a lo
largo de su existencia, sin escrúpulos: no me adivinarán, cree el incauto.
Todos tenemos
secretos. ¿Acaso no descubrió en una ocasión a su amante padre con una novela
de cubierta espeluznante en las manos? Jim Thompson describiendo el origen en
cinco capítulos: una rubia despatarrada y muerta sobre el suelo con la falda
negra subida hasta más allá del medio muslo y un orificio todavía humeante en
plena frente.
No devuelve jamás el
golpe. ¿A qué alzar la voz, o peor aún, el brazo? Siéntate a la puerta de tu
casa y…
Confía en la gran
maldición: que todo el mal que se dirija a mí vaya a ti; que todo tu bien venga
a mí.
Un recuerdo, uno más
que le asalta sin premeditación, por las buenas, ratifica al no adivinado, al
encubierto, al que propina las dentelladas detrás de la cortina brocada de la
sonrisa:
De pequeño…
¿Cuánto de pequeño?
Muy pequeño, aún creía
en los Reyes Magos. Ítem más: tenía el pleno convencimiento de que Baltasar era
un negro de verdad, como los de las misiones en África, y no un hombre blanco
conserje, cura o ingeniero de caminos con la cara embadurnada de betún.
Prosigo: … mis padres
me llevaron a un laberinto. En un descuido mío, algo inexplicable en mí, niño
siempre cauto y receloso, me dejaron solo de modo intencionado, con divertida
crueldad, y desaparecieron de mi vista. Como es natural, me perdí. Por mucho
que anduviese siempre volvía al punto de partida. Al cabo de unos quince
minutos, lloroso, asustado y con la cara llena de mocos, mi padre apareció a mi
lado y me dio un golpecito con los dedos en un hombro. ¿Qué, has encontrado
algo interesante? Me entraron ganas de arremeter testa por delante como un
pequeño toro furioso contra su entrepierna, pero sólo se me ocurrió decirle en
tono compungido mientras me limpiaba las lágrimas gordas y humillantes: sí, a
ti.
El tiempo, ese
escultor (de mísero barro) que dicen…
Brell, al encerado.
Brell remanga el
babero. Allá vamos.
Redacción: El Tiempo.
En esas andamos.
El tema parecía en
extremo simple. Hasta los niños aprenden enseguida a conocer la medida de las
horas y los cuartos a lo largo del día, a dividir la jornada en pedacitos.
¿Qué íbamos a divagar
sobre la historia y anecdotario de los relojes y mecanismos similares a través
de los siglos?
Allá cada cual con su
perspectiva.
Uno elige, y ya no hay
rectificación posible.
Le di la vuelta al
tema: se va a enterar, padre Javier, se dice para su magín… ocurrente cien años
más tarde.
No escribe para un
hombre, al menos para aquel a medio hacer del siglo XX, ya no, que utiliza la
mejor Majerit, una perfecta tipografía para la… ¡pantalla!)
¿Y quien te quiere a
ti...?
¿Y a quién quiero yo,
imbécil?
Respecto al tiempo.
Pensaba que siempre era el mismo, ni para delante ni para atrás, que era el
mundo, o los mundos, las cosas y los seres los que pasaban, los que terminaban
deteriorándose suspendidos en él hasta su misma destrucción y desaparición
final: el tiempo, al igual que el espacio, indisoluble con éste, era el sitio,
por así decirlo, donde sucedían los hechos y cualquier clase de evolución
material si la hubiere, y que ninguno de los dos era mensurable o constatable
puesto que jamás se alteraban o se modificaban a sí mismos: eran, y siempre lo habían sido y siempre
lo serían inclusive sin universos ni galaxias ni estrellas que andarán por ahí
petardeando y alumbrando nuevos mundos. Que toda esa fiesta cósmica se la traen
al fresco al tiempo y al espacio y para nada necesitan de ella.
A ver si se entera
padre J…
¿Y dónde encontramos a
Dios? ¿Acaso Dios es el tiempo y es el espacio?
(Boceto petrifica la sonrisa y no despega los labios. Los dos
últimos intangibles, aquel, ni eso, simplemente inexistente, así que no lo
necesitan para nada mareando entre ellos, piensa despiadado frente al cura.
Dios, sobre todo en mayúsculas, es muy cosa de los hombres. Cada religión le
pone un nombre a su dios, como las patrias muy ufanas ellas tiñen de colores su
trapo sagrado, su bandera.)
(A los trece años.
1973 y bestseller: iba a escribirlo una vez acabados los deberes de la noche:
necesito un millón de dólares.
No descarriles, Boceto, acabarás mal, pregúntale a
Alicia.)
De nuevo a trompazos
con el alma.
Breve disertación
noctámbula con la boca cerrada, pues renuncia a escribirla para no tener que
romperla:
Padres agustinos, a
ver si nos aclaramos. El universo está lleno de almas, cientos de miles y miles
de millones de almas y cada una de ellas para visualizarse necesita habitar una
máquina, corporeizarse sin dejar por ello de ser ella misma en todo momento,
precisa un pánfilo muñecote al que insuflar una vida interior al margen de sus
tejemanejes exteriores, y la fábrica de la naturaleza los ha propiciado en
serie: el ser humano, que finalmente ha constituido un perfecto anfitrión, blando
y resistente a la vez, con aparente libre albedrío para confundirle, dinámico y
aceptablemente durable y de fácil reproducción. Una mezcla que se aviene muy
bien con sus intenciones de huésped ambiguo y transitorio, pues esa condición
revela a quien hospeda y a quien se hospeda. Por desgracia, algunas de estas
máquinas son defectuosas y la combinación suele malograrse con excesiva
frecuencia. Algo falló durante el proceso de su fabricación, de ahí el bebé de
seis meses que muere, el adolescente leucémico, los enfermos mentales, y
aquellos otros trances tan inesperados que amenazan y liquidan a estos
artefactos a lo largo de su existencia contra los que nada puede hacerse como
el accidente de tráfico, las guerras absurdas u otras violencias criminales o
domésticas y el suicidio. Y esto explica de sobra la efímera supervivencia de
unas máquinas dirigidas fatalmente a la nada absoluta y cuya única misión
universal ha sido la de hospedar un alma perdida y cósmica que, podrido o
quemado pero desaparecido del mundo su actual portador obsoleto y finito, ya se
buscará la vida esa alma en otro lado por la cuenta que le trae. En fin.
(Ah, la desorientada
juventud de hoy –la del año 1, 167, 711, 1019, 1248, 1689, 1745, 1834, 1887,
1921, 1936, 1968, 1985, 2003, 2008, la del…- se lamentaban los untosos
agustinos de hace cien años mesándose los
cabellos con los ojos inyectados en
sangre, poseídos por el desánimo y la rabia, echando espumarajos de baba por la boca.)
Yo, señor, no soy malo, dijo uno que
puso las cosas en su sitio, también cien años atrás (casi)… pero no necesito a
Dios para comprender mis actos y mis culpas.
Sí, en ocasiones las
máquinas se rebelan, pero se rebelan contra ellas, y se destruyen a sí mismas
como si tal cosa. La reposición, sin embargo, no requiere demasiado tiempo ni
trabajo… y las almas son interminables, infinitas, como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar.
Se ponen en fila india recién lavadas y vestiditas de domingo y, a ver, a ver
quien me toca hoy (porque hoy siempre
es el tiempo).
El cuento de nunca
acabar…
Invéntalo, incluso
puede que te paguen.
Para un artista
verdadero, que a la suya va (desnortado), el dinero no alimenta.
Todo esto, el mundo,
te daré, oyó el criminal de su año conmemorativo que le decían. Miró por sus
cuatro lados, y sólo seguía viéndose con los ojos cerrados por el miedo
desheredado, humillado y sin esperanza. En un año todo concluyó.
Cartografía tu época,
se conminó, y eligió un individuo menor a quien todos los caminos le estaban
vedados menos el que le condujo irremisiblemente a lo trágico: vencido si
nació. Cada latido de su inocente y envenenado corazón enhebraba a la diabla
pero irremediablemente la fatalidad.
M., después de escuchar pacientemente dos mil páginas,
dijo: no está claro.
Nunca, nada, está
claro.
M., antes de morir,
escupió su alma amarilla y sucia por la nicotina y los veinte mil insomnios al
suelo de tierra, como aquel que se libera por fin de ese peso entrometido e
inflexible.
Veintitrés gramos,
dicen.
¿Cuál fue la báscula?
No era necesario.
Pesaron al tipo, desnudo, antes de ajusticiarlo e inmediatamente después de
exhalar el último suspiro: veintitrés
gramos fue la diferencia.
¿Dónde está M. sin
libros? ¿Dónde sin el decorado del mundo en el que aposentarse aunque
incómodamente?
A la diabla, pues:
¿Tú te comerías una
rata viva?
Eso lo imaginó y, peor
aún, lo escribió, Jim Thompson. Quizá durante alguna de sus borracheras se
metió una en la boca sin saber lo que hacía (o sí). En literatura se suele
experimentar con alguna brutalidad, aunque en contadas ocasiones. Thompson lo
hizo a su manera. Otros hay (politicastros) que desayunan sapos con el
periódico extendido delante de sus narices y el servil informativo televisivo
temerosos de perder la prebenda y la poltrona, De modo que andan por ahí tipos
que escriben y se comen de cuando en cuando una rata viva.
Primero le arrancan la
cabeza con los dientes; luego, la engullen… y sin pelarlas ni desollarlas.
(Para un artista
verdadero el dinero no alimenta.)
Amigo, ¿cómo se llama
esta enorme ciudad tan llena de tópicos?
Fraseshechas.
Me lo imaginaba. ¿Y
usted qué demonios hace aquí? Parece, al menos por su semblante, un tipo
inteligente.
Soy terrorista verbal.
Intento dinamitarla con una pluma que destila sus propias ocurrencias sin el
amparo de las ya sabidas y sumadas hasta hoy. Pero me temo que eso nunca será
posible. El veneno al que combato pasa de padres a hijos. Parece ser que es el
fluido que los mantiene en movimiento. Además, también está la televisión, que
ayuda bastante a emborricar y a engendrar lelos. Una urbe indestructible a
pesar de su vaciedad.
Respecto a usted, el
de la pluma…
De mí podría decirse
que era la tesis y la antítesis de algo. Ahora bien, ahí radica el problema.
¿De qué esta hecho ese algo? Incluso he llegado a pensar que su naturaleza no
es humana. ¿Seré una máquina?
Recreativa.
Quién sabe. Hay cada
uno…
¿Y si consulto el
Bompiani?
Una pérdida de tiempo.
En la Wikipedia
entonces.
En ese volcán siempre
en ebullición cualquiera y en cualquier momento puede meter las manazas. Por
semejante instrumento no me jugaría yo los cuartos.
Pueril negar su
utilidad.
Tanto la mentira como
la verdad pueden ser sostén de lo útil, que resulta la causa final.
Así que, criminal… el
tipo que terminará definiendo nuestro tiempo.
Criminal con todas las
de la ley. Un epítome de las (hipócritas) buenas costumbres del siglo.
¿Y todo esto?
Bueno, por medio de
las palabras me he abierto camino hasta la ficción. En mi vida no han ocurrido
muchas cosas interesantes. Tal vez un par de ellas lo fueran, pero no lo
suficiente para sonar a algo ficticio y por tanto memorable.
Sin embargo, su
presencia es constante, rotunda, fastidiosa incluso por lo reiterativa.
Sé que me veis. Pero
lo hacéis a través de un velo. Nunca me presento ante vosotros con absoluta
claridad. El velo es la trama.
Por cierto, ¿hay ratas
que pesen veintitrés gramos?
Posiblemente. El mundo
está lleno de ratas de todo tipo y úteros para dar cabida a todos los tamaños.
Y de hombres llenos de
grietas.
De estos no sabemos si
proyectan veneno por ellas o son heridas por donde les envenenan a ellos desde
un exterior inmundo poblado de millones de ratas de todos los colores y todas
las formas imaginables siempre al acecho, prestas a la dentellada.
Al cabo, nos conforma
una sucesión de hechos y accidentes que tan sólo, mal que nos pese, obedece a
los vaivenes de una maquinaria minuciosa e implacable ajena a cualquier
injerencia volitiva por nuestra parte. Cabe pensar que nuestra desnudez
interior, la que ocultan inocentemente los órganos y las vísceras, sea mucho
más repugnante que la de nuestros cuerpos viejos ya un puro pellejo y a punto
de pararse de una vez por todas y terminar en carne para ratas.
¿Se refiere a cables,
circuitos, semiconductores y cacharrería de ese estilo?
No. Algo
extremadamente más perverso, más sugestivo: una batería invisible que sólo alimenta el alma, una especie de
reloj a niveles atómicos y por tanto inexistente delante y detrás del caparazón
que sostienen los huesos, puesto que su origen escapa a cualquier concepción
que pudiéramos hacernos. Como no exige ninguna clase de respuesta, tanto nos
puede justificar la verdad como la mentira, lo real o lo imaginado.
Sólo si no muriéramos
del todo dejaríamos de ser una ficción.
Entonces, sea usted bienvenido
al Teatro Universal de las Marionetas.
¿Qué hilos me
accionan?
Hechos están con las
tripas del mundo, como los mejores arcos que sangran los catorce cuartetos de
Beethoven.
Hombre inacabado, dijo
(y de esos mismos hilos, ¿por qué no?, podría ahorcarse fácilmente, tan sólo
dejarse caer, dejarse caer un pobre diablo como Fiodorov).
¿De qué tiene miedo Boceto?
(Toda huida hacia
delante la carga el temor.)
Miedo de…
De dejar de ser Boceto. De lo contrario no entendería el
universo, y mucho menos el ser humano, un cachivache al que más tarde o más
temprano se le acaba la cuerda (o le cortan los hilos que lo suspenden en el
vacío).
¿Qué entiende él por
universo?
Lo que ve. Sin mayor
reflexión. Mister Darwin acabó de una vez por todas con la vana palabrería
sobrante del mono inteligente y su alma soldada durante un tiempo. Me rodean
seres y cosas, se dice reduciendo al límite la visión (única manera de penetrar
en lo profundo): su caducidad me hace reír, aunque acepto de buen grado vuestro
engreimiento y ridícula arrogancia antes del dolor y la nada que os ha de
borrar de la tierra.
¿Quién se acuerda de
sus hermanos?
Tomar una copa con
T.B. era darle al mundo la vuelta, ponerlo del revés. Sus bebidas siempre eran
oscuras, o del color de la sangre. Era bella y trágica. Estaba condenada... por
ella misma.
Él también fue durante
años el hermano pequeño de alguien.
Un día, decidido, fue
al bosque y llamó a la puerta de la cabaña de la bruja.
¿Tú quién eres?
Soy el hermano menor
de J.D.
¿Y qué quiere el
hermano menor? ¿Y cuántos años tiene el hermano menor?
Treinta.
¿Estás casado?
Felizmente. Sin hijos.
Pues las tenemos
buenas. Un treintañero casado felizmente sin hijos en busca de identidades que
me acaba de salir de la caja de Pandora delante de mis narices. ¿Aún no sabes
quién eres además del hermano pequeño?
Tengo una vaga idea.
Se me han acabado los
arándanos y las grosellas. Aquí dentro no vas a encontrar nada que pueda
interesarte. ¿O crees que escondo a tu hermano el mayor y su máquina de
escribir debajo de la cama?
Es indudable que no,
pero… eso no significa que además de en otros sitios también se encuentre aquí
una parte de él.
Algo de él habrá,
supongo… ¿Quieres una copa? Sólo tengo ron, que es una bebida reconfortante y
aventurera.
Uno no se puede fiar
de los hermanos mayores. Ha desaparecido, le confiesa finalmente a la otra.
¿Y qué tengo que ver
yo con todo eso?
Pensé que podrías
decirme donde se esconde.
Se ha metido dentro de
él y en ese lugar nadie puedo atraparlo nunca. Ninguna coordenada indica ese
camino, y mucho menos el tipo de la pipa: se lo ha tragado la tierra.
Él tendría que saber
que nuestro hermano mediano ha muerto. Mi deber es informarle, que sepa de esta
nueva mutilación.
¿El aficionado a las
misiones se ha muerto?
Carlos. Se mató hace
unos meses.
T.B. guarda silencio
por un instante, pero, ya en el infierno, no es capaz de expresar ninguna
emoción: algo siniestro y desconocido, una esperanza o una desgana impensables,
nos empuja en una dirección equivocada, fatal e inevitable, que ni siquiera
somos capaces de imaginar en nuestras peores pesadillas. Cada uno se equivoca a
su manera. Ella empezó hace tiempo a equivocarse. Lo sabe y nada ya puede
alarmarla.
¿Qué más da que J.D.
sepa de esa muerte? Cuando uno huye de su propia vida, al menos de aquella que
creía que justificaba su paso por este mundo, ¿qué importan las muertes de los
otros sea cualquier fuere su condición o su parentesco?
Nace y muere el día…
Boceto, años más tarde, buscará otra hermana
mayor que le ayude a inmiscuirse en la parte más oscura del hermano mediano de
donde pueda extraer alguna de las claves que alcancen a descifrarlo de una vez
por todas (?).
O te tomas una copa o
te largas, exclama fastidiada T.B. ante ese pequeño Brell nada interesante, no
como el otro, J.D., ahora entre el sol y la tierra, libre como un potro
salvaje.
Él rehusa la pócima.
Que arda la tipa en su olla a rebosar de hierbajos. Otras calderas de Pedro
Botero y su caterva le mantienen vivo a él.
Boceto dejó tras de sí piedrecitas de colores
hasta llegar a la cabaña de la bruja. Sabrá volver sano y salvo a la casa del
padre huérfano ya de dos de sus tres hijos. El hermano pequeño ha establecido
con su padre una fatigada hermandad, una soledad que combina sabiamente el
cinismo y el desprecio por todo.
Ahora se bastan ellos
dos solos en el duelo, aunque sin mirarse a la cara.
Todos los cementerios,
reales o imaginarios, son lugares poblados de gentes maravillosas como ya
descubrió Jim Thompson: lean en las lápidas de las tumbas de sus huéspedes
eternos las palabras laudatorias cinceladas en la piedra a instancias de sus
herederos todavía vivitos y coleando mientras cuentan las monedas.
Padre querido, la
bruja no se ha entregado a la delación. S.u complicidad con el fugado es
absoluta e inatacable. Esa mujer es artista fracasada y desdeñosa pero con
medios para subsistir, es decir, no tiene nada que perder. No confesará jamás
el paradero del primogénito ni bajo la más cruel de las torturas. Además, es
una trágica escéptica y posiblemente heroinómana, anarquista y lesbiana
latente.

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