Mejor sirve copas y mantén las orejas bien abiertas.
Dónde
aprender, ¿en el cielo o en el infierno?
Hurga
dentro de ti.
Nadie
puede enseñarte a escribir, y mucho menos los tipos de Iowa, que encima no
saben español (dijera lo que dijera José Donoso), lo que ya es el colmo. Con
algunos de los entecos consejos de estos aprovechados de la ignorancia
literaria y los dineros ajenos acaso seas capaz de aprender a escribir sin
faltas de ortografía y es posible que consigas una sintaxis más o menos
correcta que, por desgracia… ¡es la suya!, es decir, nada en absoluto
recomendable por venir de la mano de un carnet de identidad que no es el tuyo.
Un
escritor sólo es un modelo a seguir… ¡para sí mismo!
Sigue
al pie de la letra las recomendaciones profesorales del señor Juan Benet, del
señor Javier Marías, del señor Umbral o del señor Gonzalo Torrente y acabarás
escribiendo de pe a pa… ¡Herrumbrosas
Lanzas, Negra espalda del tiempo,
Mortal y rosa y La saga/fuga de J.B.! convertido, en cualquiera de esas opciones,
en un iluso, lamentable y aplicado Pierre Menard: te enseñarán lo que ellos
escriben, pues otra copla no saben.
¿Algún
otro ejemplo de análoga naturaleza?
Más
bien un descalabro: los orígenes del entuerto. Allí tuvo que haberse detenido
cualquier nefasto progreso.
¿Y
eso?
La
rima se inventó en beneficio de aquellos que no sabían leer: sonaba bien ese
retín entre la selva ruda de las palabras y se memorizaba mejor: además, no
deja rastro si cierras la boca: inocente, pues, el relator oral que después en
mala hora, quién sabe a instancias de qué diablo, le dio por entretener y
enredar al personal y copiar en lenguaje escrito sus felices ocurrencias.
Yo
querría casarme contigo, le dijo el pobre hombre con absoluta seriedad.
La
mora no sabía si reír o echarse a llorar.
Ay
lector, los acontecimientos que sucedieron a continuación y que nadie pudo
impedir.
Y
a pesar del lamento nuestro escritor tomó la pluma, dispuso tintero y papel y
empezó a contar mentiras…
El
quince de febrero de mil novecientos setenta y ocho, el año internacional del
criminal, el señor Umbral se queja en su diario de snob (el hombre lo era sin
duda: botas negras de media caña, vaqueros planchados, camisa rosa de cuello
alto y chaqueta cruzada) abierto generosamente al público que el periódico en el
que escribe ha subido tres pesetas de precio, lo que, por todos los diablos, le
va a suponer que eleve tres veces más el nivel de calidad de su prosa retín.
Ya
a comienzos de este infausto año empujado por la nieve, aquel articulista que
treinta años más tarde había desaparecido del mundo de los vivos (El éxito está
vacío…, exhaló poco antes de morir.) declaraba que lo más sensato sería volver
al silencio, a la mudez, en ocasiones mucho más expresiva que la voz y el
grito. Volver… al silencio de la nieve y el sigilo indiferente del gato.
No
se aplicó el cuento y dobló mansamente la cerviz frente el recado de escribir
que tanto aliviaba su desesperación callada. Y también las cosas buenas, malas,
injustas, intranscendentes, siguieron su curso como si tal cosa, es decir, como
siempre:
Sánchez
no compró en toda su vida un solo periódico, por lo que el señor Umbral, en
este aspecto de la cuestión, y que no constituye precedente de nada, fue en
todo momento para él una pistola con silenciador y… sin balas.
Por
tales calendas discurría la vida exterior y la crónica interior de nuestro
héroe, entre el olor a chamusquina de la fogata nocturna, el Varón Dandy
diurno, los indigestos menús diarios y el deseo inmenso de enmendarle la plana
al presente casándose con la mora y conseguir un pedacito del ese pintiparado
pastel que llaman felicidad.
Cuanta
gente que no conozco… en negritas, se dijo un Boceto cualquiera de provincias que ya se veía una semana más tarde
con la Olivetti portátil en una mano y una novela a medio hacer en la otra
entre los callejeros y desocupados de la Puerta del Sol, camino de la pensión
en la calle Jacometrezo o incluso un poco más allá, pero ahora –y siempre-, en
su provincia, en su ciudad levítica,
como suelen escribir los periodistas de raza, leyendo El País sentado en un
banco de un parque cualquiera.
¿A
qué saben los gatos?
En
la cárcel Modelo, en los años cincuenta, se comía mucho gato guisado. Sánchez
con gran frecuencia metió la cuchara en esa olla y no sintió la menor
repugnancia. Al gato, manso e infeliz en su paseo ensimismado, lo atrapó un
gracioso en el patio una mañana aburrida y sin incidentes y unos perdularios
del hurto al descuido y de poca monta, a todas horas ceñudos y hambrientos, lo
estofaron debidamente en una de las celdas de su galería mientras los esbirros
de la porra miraban hacia otra parte. El precio: tres cartones de Bisonte y un
ramito de violetas (grifa, al decir del legionario del chabolo de al lado,
preso por haber estrangulado a su amante). Desde entonces, felino inocente que
vagaba por el patio en busca de una franja de sol era capturado sin
contemplaciones y cocido con patatas y un puñado de verduras a fuego lento. En
el fondo se trata de la España dividida de todos los siglos: estómagos que se
llenan de faisán y cordero en Lhardy o Horcher y estómagos complacidos que
hacen la salavaje digestión del gato tumbados en el catre tras los barrotes: la
España pudiente y la España pudenta.
¿Usted
ha comido gato?
La
mora debe haber comido mucho gato:
Tiene
la mirada gata y la pierna corta, como escribió de alguna mujer el cronista
ganándose cumplidamente sus tres pesetas.
A
este mil novecientos setenta y ocho, el señor Umbral le da un buen repaso en su
columna diaria.
Nos
habla de gatos líricos y políticos encandilados y muy a gusto en el estercolero
de corrupciones, mentiras y falsas apariencias en el que se exhiben de poetas y
de reyes con la tara borbónica chispeando en sus pupilas, de escritores, de
comunistas inofensivos y putas y fulanas engalanadas y encubiertas por el
esplendor de algunos escenarios por donde deambulan en busca de presas,
bancarios y empresarios de fortuna preferentemente de sienes plateadas, sonrisa
complacida y ataviados con chaleco debajo de la chaqueta, lo que otorga
bonhomía y buen gusto.
Nos
habla (mejor, nos muestra) de todo ello, pero con la espada encerrada en su
vaina. La sangre afea los cuadros de costumbres: una cachete jovial, pues, unas
risas en negritas y que siga la feria.
El
setenta y ocho da mucho juego. El adulterio ya no es delito y el gobierno
(comandado por Suárez, El tahúr del
Mississippi), a cambio, se saca un as de la manga y, sin remilgos, a qué el
vano disimulo, da un giro a la derecha, que tanto da Isabel como Fernando, como
décadas más tarde habría de comprobarse gobernara quien gobernara blandiendo en
el aire emponzoñado de ilusiones una ideología propia, y nunca determinante, a
modo de catecismo laico.
El
setenta y ocho tiene forma de la postura del misionero: Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (0), afirmaba el
cinematógrafo tiempo atrás, ya en el año que murió de unas malas sangrías
Francisco Franco Bahamonde. Perversiones las justas. Sí, pero no; bueno, pero
menos; algo, pero no todo.
El
maestro de obras alecciona al vigilante de obras: Lo que tienes que hacer es
meterle a la mora la polla en la boca hasta que te corras ahí adentro. Las
putas están para eso. Y chitón uno y otra, que mañana repetimos. Sobre todo
ella, sin chistar. ¿Por qué crees que se les paga el servicio? Ni lo normal ni
lo puro en la jodienda les cuadra a las putas ni es de correspondencia, que
para el decoro en la cama mi señora, la madre de mis hijos, que tiene mucha
educación.
El
vigilante nocturno calla sus propósitos matrimoniales, maquina bien guardado en
su caletre el futuro.
Tú
es que eres muy nuevo en esto. Pero ya aprenderás. El que paga, manda. A las
putas hay que tundirlas sin contemplaciones. No hay macarra que no aprenda esa
lección de buenas a primeras, y así va engrosando el rebaño sin perder ojo ni
tiempo en oveja descarriada.
De
la noche chamuscada al oropel umbraliano.
Acceso
de irrealidad, de no saber palparse, de no reconocerse a sí mismo al mirarse durante un buen rato en el
espejo y preguntarse ante ese rostro que lo encarna: ¿Quién es éste?
¿Qué
ve en esas llamas?
Poco
donde soñar, transita sentado frente a ellas por lugares ya conocidos,
sórdidos, los que decoran antes y ahora su existencia y de la que no entiende
nada con exactitud desde niño a causa de su magnitud, movimiento y misterio
inabarcables.
Qué
va a ver…
Una
Fátima de fuego que se eleva de la tierra al cielo…negro. El mundo es un lugar
maldito a pesar del esplendor del sol y las regalías tan prometedoras que
ilumina con algo semejante a la esperanza.
¿Qué
nos cuenta El País?
(Inaugurado
el Quinto Congreso Popular chino.)
El
cronista se ha puesto, de nuevo, el uniforme de ojeador: nada ha de escapar a
su escalpelo disfrazado de veleidad y negrita. Aunque… ¿para qué? Ni altas ni
bajas caen las torres hasta que la tía dentuda y sonriente de la guadaña entra
en escena. Tanto tipo y tipa que nunca dan su brazo a torcer, que se salen
siempre con la suya, que… Un día les cortan los hilos y, mudos para siempre
aunque en negritas, sacados del
tiempo, se vienen al suelo como un montón de ropa sucia bajo el que no hay nada.
¿Cómo
empieza un año?
Con
sangre y nieve, dice el snob mientras se pasea entre exilados republicanos
envejecidos recién llegados que sobreviven con el dinero escaso de la pensión
extranjera, vueltos de países extraños donde se habían refugiado cuarenta años
atrás al perder todas sus guerras, y la patria mal que bien les recibía
desdeñosa, les miraba indiferente, sin pasión, los veía encorvados e inútiles
con la derrota todavía a cuestas, sin saber qué hacer con ellos, que hasta
carecían de bandera.
Una
semana más tarde, en otra página de su diario público, y por tanto notorio, el
cronista mezcla en negritas obispos, perros muertos, alcaldes putrefactos,
duquesas y basura como el que prepara un cóctel: es un inventor incansable de
metáforas y requiebros lingüísticos insospechados.
El
año mil novecientos setenta y ocho es una metáfora que, al otro lado de donde
asienta sus reales el snob, en la ciudad junto al mar, ha empezado
subrepticiamente a vestirse de Sánchez, a comprimirse en él como el símbolo de
todas las rarezas a que puede dar lugar un año y sus síndromes más evidentes.
Lo va a dejar hecho unos zorros a este hombre que tan ingenuamente navega en
los mares de Varón Dandy.
Ingenuidad.
Incluso los hombres más sabios se ofuscan con largueza en esos tiempos creyendo
en una inmutabilidad engañosa. Ojo con las mezclas.
Un
viejo profesor nos habla de la Yugoslavia de entonces como si lo hiciera de las
fiestas de su pueblo. Escribe un pregón definitorio y esclarecedor con noble
pluma una tarde estío después de la siesta: Es
admirable cómo han resuelto allí el concepto de nacionalidad y la convivencia
de varias lenguas. (Pasaron los años y… acabaron a tiros y degüellos.)
Es
a mi a quien le gustaría controlar mis pensamientos, pero son éstos los que
hacen de su capa un sayo en el interior de mi cerebro.
Si
uno vuelve la vista al pasado que no se engañe a sí mismo: de pasmo ha de
estremecerse ante la facultad que tiene el futuro acechante de agazaparse
invisible, burlón y sangriento en el malentendido, en la lógica del absurdo y
las falsas suposiciones e interpretaciones del presente que le precede: nunca
sabrás si te aguarda dentellada o caricia, herida o fortuna, pero siempre te
saltará al cuello desde la sorpresa y la más absoluta oscuridad, allá donde
nada puede divisarse por más que fuerces los ojos y todo son vanas
figuraciones, y él, el destino, jamás rectifica (aunque se equivoque una y mil
veces) ni te soltará de sus fauces una vez atrapado: no podrás volver atrás,
que el futuro es el lugar de donde no se vuelve.
Todo
será más repelente de lo que pensabais
Todo
será más sencillo de lo que creíais.
Nada
será como imaginabais.
Tú,
imperfecto, incorregible.
¿Qué
nos cuenta El País?
(Profanan
el ataúd de Charles Chaplin.)
(Se
abrió la tierra y hubo carcajadas.)
¿Qué
nos cuenta el Cronista de la Cortes de los Milagros?
Anda
enredado entre ríos de caudal mezquino, riachuelos de la meseta castellana,
anda como si tal cosa entre Quevedo y Lope, que son grandes aguas que marean,
entre escudos y onzas de oro, mezcla sainetes con Shakespeare… Y lo curioso es
que sale bien librado de tales mixturas.
Siempre
encuentra un agujero por el que escabullirse, la frase inesperada y ultimadora
del artículo… snob.
A
eso se le llama literatura.
Con
adjetivos.
¡Si
Valle levantara la cabeza aplaudiría!
Sánchez,
todas las noches, a dos esquinas de la primavera, que ya le tiene ganas a causa
del negror de hielo y del relente feroz, observa un rato largo la mínima fogata
que le embruja: no sabe, porque el cronista nunca escribe para gente como él,
que el fuego es una pura interrogación. Y él queda horas y horas embelesado por
unas llamas alicortas que no encienden nada, que apenas caldean un pequeño
entusiasmo, sostienen en sus vibrantes puntas aflechadas la ilusión por la mora
solícita y complaciente, acaso anuncien el futuro mejor que cree él merecer
desde que era niño cuando, como todos los niños de siete años, aun en la más
espantosa miseria y desnudez, esperaba de todo ese montón de vida y sucesos que
tenía por delante muchas alegrías y ninguna desdicha.
Y
con esas cosas en la cabeza llena de vino barato era un poco más feliz el pobre
hombre en su noche eterna.
El
fino, implacable e incorruptible estilista que poco tiene de pobre, tan listo y
con tanto talento, también incurre a la primera luz del día madrileño con sabor
a porras y a café con leche en groseras meteduras de pata en el alquitrán de
las frases hechas (y no hechas por él
precisamente) en su columna a ras de la página con olor a plomo y a estraza: la ola de delincuencia que nos invade…,
escribe lejos de la milan o el tipex: una flagrante frasecita bien merecedora
de ir directamente al cubo de la basura periodística…, y todavía la repite días
más adelante: la ola de terrorismo que
nos invade…: bienvenido al café Gijón y sus tertulias de diván y felpa,
jarra de agua clara, espesa humareda de cigarros puros y palabrería de
literatos ociosos y poetastros sin verso, severo maestro, a fin de cuentas un
saco de humanidad al que el mundo también le ha zurrado lo suyo que se esconde detrás
de la máscara despreciativa de Mercucio o la cínica e impasible de Waldo
Lydecker.
¿Supera
lo textual a lo real? Todos los mundos han sido imaginarios cuando vence la
muerte a una existencia. Por más que hurgamos en cuerpos abiertos en canal y
recorramos biografías paso a paso al tercer día asimos únicamente el polvo de
lo que fue y significó la razón de una vida, cualquiera de ellas.
¿Qué
causa nuestra muerte? O, como se dirá perplejo ante ella Sánchez tendido en el
suelo, con los balazos dentro del pecho, ya sin interrogantes de fuego: la
muerte, qué cosa sin dolor.
(La
autopsia sólo revela una evidencia demasiado ramplona. Se burlaba de ella la
dramaturga británica que en su obra, comedia siempre de la vida, sobre las
tablas escarbaba en la podredumbre de muchas almas: No me troceéis como si
fuera un cerdo para saber qué me ha matado, os lo suplico. Adentro hay carne y
huesos inocentes y sangre enferma nada más. Yo aclaro la causa: 100
lofepraminas, 45 zopliconas, 25 temazepanes, 20 melleriles.
Sin
embargo, el festín no fue suficiente, y el nudo con el que se ahorcó dos días
después en la habitación del mismo hospital al que la llevaron corrigió
definitivamente la primera tentativa. Sobran las palabras, sobra el escalpelo
que las destripa.)
Sánchez,
él también (¿quién si no?) un hombre acorralado, el pobre, y no lo sabía, y se
sentía libre en su penosa vestimenta.
Lo
abrieron de parte a parte en vertical y horizontal hurgando la miseria y la
fatalidad: sólo vísceras, la porción de plomo revestido de latón que lo redujo
a cadáver, ninguna traza del paso del alma carcelaria por los entresijos.
El
dandy y dueño de las palabras cree radiografiar y destripar el año de su país,
el siglo de su tiempo… en negritas.
Desentrañar
siempre es una tarea posterior: ¿qué nos dice esta oquedad, aquella raja, esa
rotura, ese estallido de músculos, el líquido de esa vena, el trombo en los
sesos?
(Anda,
escudriñador con ventaja, retrocede unos pasos atrás, desentraña en el pasado
tu presente.)
Pero
él sabía que todos los siglos son
confusos en estado puro. Se mentía día a día, sin descanso, con gran frivolidad
y especial entretenimiento propio y ajeno (cuando los demás lo leían). Escribe
lo que ya está a la luz, pone palabras al ser y su palabra, al objeto, al
movimiento, todo intrascendente al cabo. Es divertido, anda de puntillas, el
abismo no se toca. Le pasarían la mano por el lomo, pero no se deja, se las da
de rebelde. Los demás, sin temor, sin aspavientos, le sonríen al cronista, y
piensan (callan): nuestro perro favorito… desdentado.
Y
así están las cosas de bien.
¿Qué
nos cuenta El País?
Bombas
en España.
Marea
negra en la costa bretona.
¿Beber
vino?, se pregunta. ¿Y como invitado? ¡Qué desperdicio!
Y
se pide unas coca-colas el gran oteador social, como el que se regala antes de
la pitanza, después de culminar un buen negocio, un Vega-Sicilia.
El
alcohol y el optalidón son la doble inspiración del cordero con piel de lobo allá en su luminosa y cálida madriguera,
los que mueven el pensamiento a la velocidad de la luz y, ya con más reposo,
trasladan al papel los dedos sobre las teclas de la sin par Olivetti modelo
pluma.
No
es un maldito, no es el zorro con los colmillos afilados que asalta gallineros
esplendentes de oro, mármoles y finas maderas, no es la bestia sin redención
disimulada entre los espejos ovalados de marquesados y embajadas, envuelto por
los perfumes de actrices y fulanas engalanadas por los modistos de fama. Es
simplemente un testigo amansado ataviado de refajos que mitiguen su friolera y
que cada mañana lanza su ladrido (halago en el fondo) de mascota agradecida.
Nuestro
hombre el cronista no es fantasioso, ni siquiera es capaz de abolir por unos
minutos, a lo largo de unas líneas, la realidad a la que se agarra como un
náufrago en un mar de frivolidad.
Fuera
de los brillos y la referencia mundana, el planeta donde circula se diría
deshabitado. Su genio verbal precisa de la bulla trivial y el gesto cortesano,
los detalles palaciegos que sobresalen inesperadamente en la calle, en el vernissage de la galería de arte o del
exabrupto coloquial que emerge en las sobremesas de cigarros puros y licores de
los restaurantes de lujo. Entre la lisonja encubierta y el pecado venial se
mueve como pez en el agua este jacobino con fular y el escudo de su… miopía que
más de una vez le ha salvado del puñetazo de algún ofendido sin sentido del
humor o desdeñoso de la venia creativa con las que algunos cobardes con la pluma puesta se consideran investidos.
Para
el cronista nuestro amigo Sánchez podría constituir una excusa literaria si
supiera de su muerte desastrosa y su más desastrosa vida anterior; al
ignorarlas, ni le vale como cita retórica de las calamidades cotidianas que
envenenan el mundo durante el día y la noche ni como metáfora de nada de lo que
le realmente le interesa: el esplendente barniz de las cosas, la feria
inagotable de las vanidades.
¿Qué
nos cuenta El País?
El
FMI concede un crédito de 300 millones de dólares al reino de España.
Ese
mismo día, martes, día de brujas, siete de febrero de mil novecientos setenta y
ocho, el esnob les unta de jabón a los marxistas españoles que toman vino
blanco para desayunarse (antes se comían niños crudos), los comunistas
españoles que son como una hidra comestible, como las algas, las emmanuelles
negras, esos revolucionarios de antaño que, otrora,
también comían pan y cuchillo y celuloide porno (o casi).
Un
día después, un ocho de los corrientes, el cronista de la villa se confiesa: a
mí las mujeres que me gustan son las colegialas (de esas que meriendan tostadas
con crema de cacahuetes y no dejan de subirse los calcetines hasta las
rodillas) a las que les escribo sonetos y otras cosas (¿no es el soneto cosa?)
privadas.
Cada
uno en su torre. Y el mundo, abajo.
La noche ha caído y ya se ha pensado
en todo.
(Un
crepúsculo atroz Boceto El Desalmado
pervertía a la niña Hanna, colocaba el cebo en la caña de pescar inexistente
tan lejos del mar, del río rumoroso dorado por el sol desfalleciente:
¿Tú
sabes quien era Alejandra Pizarnik?
¿Quién?
¿Yo?
Bien
se había preparado él la lección.
La
pérfida lengua se regodea en las nuevas referencias con las que subyugar y
fascinar a la presa: Yo te diré…: La
poetisa argentina sin amores duraderos se intoxica a la vez que con libros de
Michaux, Breton, Char, Carroll, Trakl, Rilke, Milosz y otros de tribus menos
rastreables con otros falsos amigos: Daprisal, Actemin, Poper, Amil Nitrito,
Parobes, Artane, Secobarbitol, Amytal, Seconal… que se codean con los
cotidianos e inevitables Alcohol y Tabaco.)
Nuestro
hombre, no Sánchez, se ufana de las comilonas a las que es invitado, sin ser
Cervantes ni Valle, que ya es ser poco, aunque teme las intoxicaciones que
alteren su estilo de hombre y escritor de periódicos y regular novelista:
Uno,
al cabo, aunque no suelte ni un duro por ello, faltaría más, ya está harto de
lubina dos salsas, angulas o una ventrisca en su punto.
El
cronista se nos ha vuelto práctico, interesado y funcional.
La
auténtica gastronomía se halla en la despensa que guarda debajo de un ladrillo
debajo de un colchón debajo de su máscara de hombre imperturbable enfundado en
su abrigo entallado de excelente paño.
La
escritura, a algunos afortunados, los convierte en codiciosos.
Burlón,
se exhibe sin pudicia pero divertido: Lo que uno firma se vende, ¿por qué
además tendría que escribirlo?
Dormilón,
se libra de la pluma y se deja caer en los brazos de los duendes del zapatero:
al tajo, famélica legión.
¿Su
material?
La
especie humana en su variante española, que de antiguo ha sido ocurrente y
entretenida.
¿Su
tema?
Indescriptible,
intraducible: palabras que se disfrazan de seres humanos a veces; otras, se
visten de pensamientos… juguetones y débiles. Y cabe también alguna acción
teñida de color local, un ir de aquí para allá de gente maja o asimilable en un
espacio que adquiere la dimensión y profundidad de un dedal respecto no ya al
cosmos y su diámetro, sino a las fronteras más cercanas que lo circunscriben.
Es
el vértigo de lo fútil: lo snob.
En
mil novecientos setenta y ocho la finitud (pero eso siempre se comprende más
tarde, en un día, en un año, en un soplo) es un centímetro en un mapa de escala
rigurosa que distancia al paritorio del tanatorio: Te sientas a cenar y la vida que conoces se acaba antes de dar el
último bocado.
Sólo
que en el variopinto desfile de lo snob el combustible que lo alimenta es la
idea que cada uno de los monstruos (a su manera) tiene de su propia
inmortalidad: yo no moriré jamás, piensa el cadáver un momento antes de que el
suelo se le eche encima. Y, después, silencio.
O
peor todavía:
lo
que importa de la palabra es su dibujo insignificante, su sola figuración, en
este caso singular su representación…
social, que nada designe
lo
que importa de un ser es su apariencia muda, tan inagotable y dinámica: mueven
los labios pero ¿hablan?
lo
que importa es el rato que celebras, que te celebras a ti mismo señor
omnipotente de las negritas.
Todo
responde al discurso de gentes bien cebadas (aunque siguen sin mear colonia ni
cagar perlas por más que lo crean), sin prejuicios porque tampoco les acosa
preocupación alguna, sin que, ni por asomo, nada de la selva actual y su
penuria les ocasione el menor rasguño sobre la piel curtida de frases huecas:
finitud, sí, pero ande yo caliente y ríase la gente, ¿y a quién le importa lo
de otros cegado yo por el esplendor del oropel y la procesión de mis compadres
festivos y coloreados acólitos tan iguales y de mi misma vaga naturaleza?
¿El
mundo sin mí? Ah, no, impensable, yo domino: el lugar devendría abismo de
sombras y cenizas, una oscuridad eterna y fatal y, sobre todo, una eternidad
aburrida. Soy el cronista, el Hamelin de las galaxias, de mi mano os arrastraré
a mi todo o a mi nada: soy el bufón que anima el vuelo de vuestro intelecto tan
adocenado por la rutina y el lugar común: soy el espejo donde os brindo la
corporeidad de unos personajes que muy bien podía haber soñado yo mismo con los
ojos abiertos durante mis insomnios.
¿Qué
nos cuenta El País?
En
Roma, las Brigadas Rojas secuestran a Aldo Moro.
2008:
¿Quién es Aldo Moro?
(A
Pizarnik le gustaba Djuna Bernes.
Te
diré...
¿Djuna
Barnes?
Inmejorable
diálogo éste entresacado de su mal teatro:
Tu
madre era puta, ¿no?
El otro responde con absoluta seriedad. A ratos.)
Así
que la constitución de mil novecientos setenta y ocho fue grabada en el mismo
polvo inasible y feble (a pesar del cincel de oro) que todas las sacrosantas
constituciones de cualquier país con su correspondiente jerga y banderola de
colorines que tantos inútiles de culo blando y sudado y sesera vacua avalan y
alimentan en los congresos, parlamentos y senados que en el mundo son…
Como
un cocido, como una olla podrida: tales constituciones.
Y
un palomino por añadidura.
¿Djuna
Barnes? Más me gustaban a mí las gentes desordenadas que, lejos ella de ser
astro en plenitud (ni siquiera egipcio), a su alrededor ora eran planetas ora
satélites de aquellos de más entidad que se desplazaban en la misma órbita en
el pequeñito sistema de Greenwich Village sepultado por el cúmulo de ideales,
mugre, pobreza y sablazo y con su propio e intransferible tufo a ropa barata
sin lavar tan diferente al sistema cuadricular de los otros barrios de
Manhattan de más arriba y su orgullosa elegancia, del lujo de sus componendas
financieras e incluso intelectuales y sus altivos e insolentes pináculos de
hierro, cemento y cristal alzados contra el cielo. El Greenwich Village de 1920
era un estercolero de sucios poetas, papamoscas y plumillas borrachos con el
estómago vacío a los que raramente les iluminaba a alguno de los elegidos por
los dioses el rayo de sol de la gloria… efímera.
Literariamente:
¿Un yo multiplicado?
(Ah,
Pizarnik, que subrayó taimada una frase de la Barnes: … aquella mujer que fue amada por un perro y por muchos hombres…)
(Addenda
maliciosa: La estatura de Djuna Barnes superaba ampliamente el metro ochenta:
le gustaban los caballos, su olor, su presencia llamativa, su brava apostura.)
El
cronista en tareas sociales informa con detalle de algunas de sus salidas
nocherniegas: se da un garbeo libre del embozo de la capa, a cara descubierta,
por la discoteca Mau-Mau donde, desde
siempre,
tiene reservada una botella de whisky a su nombre. Su ligereza de buen compadre
de la calle, su complicidad con todo lo que ocurra en ella, crimen o verbena,
soflama o blasfemia, (Iba yo a comprar el
pan…), le induce a estos sabrosos apuntes. Otrosí: no tiene televisor en
casa, por lo que no pude zurrarle la badana a sus programas triviales y a los
serviles locutores de los noticiarios de la cosa política (de seguro que su
señora si dispone de uno en sus asuetos mientras él anda en batín pasillo arriba
pasillo abajo con las Glosas de D’ors o el Diario de Gide, o tal vez el de
Anaïs Nin, entre las manos), lo que evidencia el primer signo de decadencia en
un plumífero de su estatus según sentencia Tom Wolfe, que es quien más sabe de
esto del nuevo periodismo y sus preferencias. Qué tipo, el cronista, avezado y
sin complejos, lo mismo te casa un abrecoches con una marquesa que con la
Olivetti portátil a las espaldas dirige la invasión de unos gitanos de La Celsa
chamuscados por las fogatas del lejano campamento en la rotonda del Ritz para
pasmo de los no avisados de su arrojo periodístico, quién lo diría, tras sus
lentes de miope inofensivo: una docena de chatos y dos botellas de Rioja con
que llenarlos, y para el menda el whisky de costumbre, ordena al barman
desprevenido: ninguna objeción frente el contraste del refinamiento habitual
del hotel y la alborotada manada recién llegada aún con el pelo de la dehesa,
la columna de mañana, pública y muy celebrada y hasta temida, antes se
constituye las vísperas como una velada amenaza hacia conductas equivocadas que
devendrán invectivas en negritas a la hora del desayuno. Son servidos con
premura y a discreción la atezada tropa cañí sin corbata y él mismo, dandy
implacable, a mandar, caballeros, aquí a su total disposición, al antojo de sus
vuecencias. Y es que el tipo es un dandy desde que abandonó la gran banca para
dedicarse a la gran literatura. Uno llega a ser lo que es mandando a hacer
viento el banco que le da de comer y sin un duro en el bolsillo, pero con una
pluma en la mano abate ante su paso las puertas del Café Gijón, que es la mejor
manera de entrar en Madrid, y que, ya de pasada, digamos que es el capullo del meollo del bollo (más
tarde, en una expresión común de los años ochenta: lo más). ¿Qué se puede decir de un tipo que nació comenzando mayo:
el día que yo nací nacieron todas las flores. Baudelaire, que tertuliaba con
nuestro cronista en uno de los divanes del fondo del café, se lo dijo en un
francés de ultratumba: hay que ser sublime sin interrupción. Uno, si dandy,
vive y muere frente a un espejo de cuerpo entero. Pero hay que tener agallas
para teñirse el pelo de verde, tener amigas marquesas que les hablan a las
plantas, almorzar jamón con melón, llamarle al pubis de las señoras triángulo
hirsuto, comprar helados en Oliveri, ser esclavo de un gato (o de dos), creer
como Cocteau que los niños obedientes no sirven para nada, que al ser de España
uno ha de resignarse a ser opositor y renuncia a convertirse en un intrépido
atracador de gasolineras, agallas para escribir como don Francisco de Quevedo
y, para que hablen de uno pasados cien años, agallas para pegarte un tiro como
don Mariano José de Larra (y no por amor, sino por asco).
¿Qué
nos cuenta El País?
Oscar
a la mejor película para Annie Hall,
de Woody Allen: algunas de las mejores cosas del film, al margen de las calles
de un Nueva York que parece menos auténtico en color que en blanco y negro: el
monólogo surrealista del principio, Truman Capote, MacLuhan y las langostas.
Sánchez,
en el último año de su vida criminal, sigue dándole a la Mozarovsky póstuma y visiona por quinta o sexta vez
Colegialas lesbianas en un cinucho de
butacas de madera desnuda que marea por el olor a desinfectante.
(¿El
último año de la arisca Djuna Barnes?: se encerró en su pequeño apartamento de
dos habitaciones de Patchin Place, en un Nueva York que nada tenía que ver con
el de Allen, con un pequeño televisor (en blanco y negro), el Oxford English Dictionary y montañas del
suplemento literario del Times… rodeada de cucarachas deslizándose enloquecidas
por el suelo.)
T.S.
Eliot le amaba a ella y a El bosque de la
noche. Pero eso sólo lo llegarían a saber ellos dos. Tuvimos que adivinarlo.
Eliot:
Estudiarlo más que leerlo por puro placer, se prometía Alejandra Pizarnik, que
tanto sabía de aquellos dos.
Barnes,
que valía mucho más de lo que juntaban una mujer y hombre a la vez.
Eliot:
… un gran plagiador, un gran
calculador…, descubría admirada.
Eliot
me conmueve cuando hace referencia a las palabras, a su significado, al acto de
escribir, se aseguraba a sí misma, ella, que era poeta en una soledad de piedra
sobre la que cincelaba los versos, instalada en medio de la noche y en un
desorden material y emocional indescriptible.
A
las cuatro de la madrugada de un día cualquiera en Buenos Aires, fumando y
bebiendo sin parar, alejaba a sollozos (no encontraba otra forma de hacerlo)
los demonios que danzaban en torno a ella en una zarabanda interminable,
olvidaba su fealdad (?) y leía el Burnt Norton:
Y no lo llaméis fijeza, donde se
reúnen pasado y futuro.
Pizarnik,
ya en las primeras claridades heladas y viscosas del amanecer, se miraba en el
espejo brumoso por el humo de los cigarrillos, por su propio vaho y olores de
animal en guerra, escrutaba su rostro con rabia, los ojos cenicientos, el
rictus desdeñoso de la boca, el asco de esa carne oculta y la hediondez del
alma que buscaban su lugar en el azogue:
¿Qué
quieres de mí?
Todo.
Del
silencio mortificante hacen los poetas el caudal de sus versos; visibilizan con
signos mudos pero legibles el estropicio de sus tormentos pueriles o, cuando
menos, innecesarios; hacen de su maltrato, escrito; se recrean en el mensaje de
la desesperanza que dirigen a todos los otros por ser sabios en ella.
Entretanto,
el presente…
El
cronista, a lo suyo, bien arrellanado en los mimbres de una frivolidad que el
cinismo tiñe de malicia y el lirismo de la prosa tan astuta como placiente
atenúa a aquélla y reviste a éste de una falsa sabiduría a la vez que proyecta
un guiño buscando la complicidad del lector en su fustigamiento (tironcito de
orejas) a las minúsculas transgresiones y corrupciones del mundo social, la
corte madrileña especialmente, que es el escenario de sus cavileos a vuela
pluma untados de negrita.
¿Qué
quieren que les diga? Yo me he licenciado en Historia de España y Alta Política
en las barras de los bares, con un pincho de tortilla en la mano y echando un
par de tientos a un chato de vino mientras vociferaba como un energúmeno
blandiendo un tenedor grasiento o un repugnante mondadientes a modo de espada
justiciera, exactamente lo mismo que mis contertulios durante todo el rato del
aperitivo, sin dejar de chafar la alfombra pringosa de colillas y de las pieles
y cabezas succionadas de las gambas y las valvas vacías de los mejillones.
El
tinto propende al bebedor al habla salivosa, a lo inconexo y al exabrupto y
también a lo coloquial, la pluma del escribidor delata el trago o… el insulto
gratuito: a ver si culturizo un poco a las jais, que son unas burras, se dice, aunque lo pone por escrito, el exquisito
cronista madrileño.
Treinta
años más tarde lo hubiera colgado del tendedero la más tibia de las feministas,
no sin antes haberle rebanado los huevos con la navaja de afeitar de su padre,
que también era un antiguo.
Al
lado de la Olivetti, el cajón de sastre de las letras, una combinación
incesante: tres mil millones forman el genoma de una persona, ciento veinte mil
millones de seres humanos han hollado el planeta. Hay caudal suficiente.
Inagotable resulta el muestrario. El de hoy, que puedes tocar, y aquel, que
basta con que lo imagines y lo dibujes con letras encima de una hoja de papel.
Podemos
empezar.
Lo
real es lo que toco, lo que veo, y esa otra realidad invisible del espíritu, no
menos incontestable que aquélla de los sentidos. El cronista la evidencia tecla
a tecla sobre el tamiz de la frivolidad, la mera descripción, la, lisonja
equívoca o la galanura literaria; paseante infatigable de los madriles,
masculla improperios enmascarados y piropos envenenados: un pensamiento que no
fragua en lo escrito no sirve a los demás para nada, queda encastillado entre
los pliegues untosos de los sesos. Puesto sobre el papel, adquiere de inmediato
su condición de realidad.
La
escritura no le salvará de la muerte al cronista, pero sí de una existencia que
en el fondo desprecia y condena y a la que no concede ninguna atenuante. Uno,
después de la catástrofe personal, lucha por evitar el derrumbe y, simplemente,
se deja llevar. Mentirá con todas las de la ley, y lo disimulará todavía mejor.
Sus semejantes son, bajo las teclas, a veces sutil moneda de cambio, y otras
nada más que muñecones de barra de feria a los que hay que derribar sin
contemplaciones de un pelotazo.
(Sine sole sileo, se dice Boceto. Sine sole sileo, piensa el cronista friolero.)
Este
tipo de palabra híspida y mirada congelada teme más las alternancias de su carácter que a cualquiera de los avatares del
destino por muy aciagos que éstos sean: ninguno puede ser peor que el que le
dejó para siempre sin sosiego.
¿Estaba
solo? No. La soledad únicamente es buen acomodo para el virtuoso, en ella se
halla a gusto quien hace de la virtud bondad y fortaleza. Él piensa que el
vicio es mejor aposento y, en el campo de las letras, mucho más fértil además.
Él necesitaba estar entre la gente. Tocarla. Olerla. Hablarles a sus semejantes
como se habla a los perros que no muerden y mueven el rabo agradecidos si les
diriges una mirada fugaz. Les daba un repaso crucial desde su abultada miopía
tan sólo con las palabras y una docena de metáforas sacadas de la chistera del
mago que él ya era incluso el día lejano que las puertas del Gijón se abrieron
a su paso poético y premeditado, sin posible vuelta atrás: una semana pagada
por adelantado en una pensión que apestaba al tufo de la pescadilla frita y la
coliflor hervida a partir de media mañana y cuyos olores se prolongaban hasta
la noche, y en los bolsillos del pantalón tan sólo las monedas suficientes para
la liviana consumición de ese atardecer de un sábado de vísperas, hundido,
solitario y anónimo en uno de los divanes del fondo. Ahora, tantos años
después, celebrado y leído, encontraba la inspiración, y tal vez incluso el
estilo, en ese fardo humano y social, venal y parlanchín por encima de todo,
inútil como el periódico de ayer que ni siquiera envuelve el pescado de hoy.
Empujó
la puerta, y allí estaba aquella procesión de espectros… sólo que ignoraban que
eran el espectáculo y la comedia a la vez, creyéndose felices a pesar del miedo
que lastraba el fluido de la sangre, admirados por la velocidad del tiempo,
figurones por el antojo caprichoso de la pluma ajena.
¿Qué
podría decir de ellos que sobresaliera más que sus vanos y en ocasiones tan chillones maquillajes? Son
tan incautos, tan intercambiables, tan prescindibles…
Les
dejaba hablar. Sin interrupciones textuales, sin disgresiones. Ellos mismos se
identifican (y califican sin advertirlo) a las mil maravillas: carne de cañón
para las negritas.
Pero
el colofón en forma de frase inapelable (un adjetivo, naturalmente) lo colocaba
él al final de la línea, del párrafo, de la crónica. Él es el director de
pista. Tiene asido a la mano el látigo: la primera y la última palabra en el
circo.
Pone
el punto final en el artículo y se apagan las luces luego del variopinto
desfile, que es como el correr del telón en el teatro o encenderse la araña del
patio de butacas en los cines al término de la película. Adiós, adiós.
¿Qué
nos cuenta El País?
Victoria
del ala leninista en la reelección del comité ejecutivo del Partido Socialista Unificado de Cataluña.
(2008:
¡Qué cosas! ¡Qué entretenimientos aquellos! Ja, ja, ja…)
En
abril, un mes taimado por sus espejismos, el aire nocturno aún atenaza los
huesos y amorata la piel del más curtido en relentes y miserias.
Sánchez
sentado, arrebujado bajo la manta, frente a la fogata; a medias la botella de
vino.
Dios
habla en latín y yo no sé de tamaña jerigonza. Por eso estamos como estamos, a
la intemperie, porque no me entiende el hijopura. Este es un diálogo de sordos
Todavía
te entendería menos su hijo, el Cristo, que hablaba en arameo.
Sánchez
al filo de la madrugada, culminado el trasvase de la botella a la tripa, se
hace preguntas inverosímiles, descabelladas.
¿Cuántos
años tendrá Dios? ¿Los del mundo? ¿O todavía más? ¿Será Dios ese viejo de barba
ondulada y blanca como las nubes? Y si no es de esa forma, ¿cuál puede ser? ¿La
de un árbol? ¿Una roca? ¿Sólo tierra, o sólo agua? ¿Qué no será invisible, como
el aire que es pero no se ve? Igual tiene una forma repugnante para el sentir
de los humanos, un animal cósmico y enroscado sobre sí mismo, viscoso, oscuro,
o verde, sin ojos ni boca, puesto que no ve, puesto que no dice ni mu, un
monstruo infinito como dos universos juntos, o más todavía, que no deja de
aumentar de tamaño asquerosamente noche tras noche.
Dios,
qué cosa.
Porque
¿será una cosa u otra, no?
El
cronista, que no cree en Dios ni en la madre que lo parió, al contrario que
aquel condenado sin remisión desde el preciso instante que abandonó la rutina
inocente, la seguridad de la celda y el patio de los paseos, pisa tierra firme
con toda su frivolidad y asco a las espaldas: lo que existe es la muerte que
cual un prestidigitador roba niños (hasta el suyo propio le arrebató) y con
mayor o menor premura a todo aquel que se le ponga por delante y no devuelve
jamás a nadie que se haya llevado con ella debajo de la manga o de la chistera.
Una
alfombra mágica por la que sin necesidad de hacer equilibrios vuela por encima
de tejados y azoteas. Una alfombra que es un billete de mil, un verderón, que
dice con gracejo de pudiente con sello de pedrería en el anular derecho y
habano en la boca, uno de esos tipos que se gasta un billete de a mil en
cigalas como si tal cosa un mediodía en la barra de un bar mientras imparte
lecciones de Historia de España, donde asienta sus reales y que, sin el menor
reparo, desvelan que es más falso que un duro sevillano, y aun así, más valor
tiene, por lo que conlleva de artesanía su creación, que los que sin cesar
fabrica dándole al manubrio del ludibrio
del bodrio la infatigable maquinaria del Banco de España para un país…
falsificado con demasiados agujeros que tapar aunque sea con cobertura tan
frágil como la materia de un verderón.
Non veritas, piensa el cronista con una sonrisa torcida que tiene
más de mueca perversa que de pequeño regocijo, mientras escribe en su columna
frívola algo parecido a una carta dirigida a alguna fulana de tal de las muchas que se enmascaran debajo de las
negritas. Fulana de tal, en efecto,
como escribiría un engolado humorista de
novelas descacharrantes por esa época, o algo anterior a ella: el camino del
infierno está empedrado de verdades y
buenas intenciones. Miente y deforma, tal es la divisa del callejón del
gato.
Non veritas…
Qué
tiempos de regeneración y… esnobismo que tampoco da aún para la inmersión
absoluta en el dandismo. Qué más quisiera él. Quedan pelillos de la dehesa que
rasurar, orígenes menesterosos (madres solteras, frías inclusas) que siguen
celosamente ocultos: entre la España pudiente de los degustadores de cigalas de a mil y la España pudenta, la de los
escalofríos nocturnos y el vinazo adormecedor de Sánchez, se estremece de
ansiedad, corrupción y placer la corte mínima de los madriles y su puerto de
mar en calma y próspero viaje de Marbella.
Fulana
de tal… celebrada en negritas, mera víctima de la lisonja equívoca del
columnista, disfrazada por Christian Dior y bañada por Coco Chanel durante el
día, por la noche, a poco ya del alba, desnuda y desteñida, vieja, pecadora y arrugada como una bruja
gallega, le besa el culo al diablo.
A
él, el cronista de la baja y alta sociedad, le brotan ángeles del estilo, y sin
proponérselo, que tiene lo suyo el asunto: empareja un sindicato con un
futbolista, un político de moda con el quiosquero de la esquina.
Lo
ha afirmado más de una vez: todo pasa en el estilo: los seres, los sucesos, los
objetos, hasta el pensamiento, sólo sirven como excusa para validarlo y
abrillantarlo ante los ojos del lector. En suma, un perfecto maquillaje... ¡del
maquillaje que vehicula los cuentos del día y la noche!
Prosapia
y sabiduría de pícaro literario le sobran, sabe que, a veces, en determinadas
circunstancias, una sola palabra es charlatanería, y otras veces, el silencio
es la señal de estar delante de un cerebro hueco: él ajusta el dial del
artículo todavía el papel en blanco, sin letras, a su conveniencia, acota su
espacio a los cíceros de una hoja mental ya escrita antes de pasar las palabras
(de más, sobrantes en el chisme de altura, o de menos, jugando con la elipsis
creativa) a las yemas de los dedos a los que sólo les queda pulsar atinadamente
las teclas.
A
todos los que ennegrece tipográficamente a diario los tiene en la cajita (que
diría la otra, Beauvoir, al otro, Sartre, cuando al cuerpecillo hinchado y
muerto de éste le sobraba la cavidad del féretro por todos los lados).
Es
un tipo que mata a los demás gritando con la yema de los dedos.
Aunque
antes se anima él con el estoque de la costumbre: antes de ponerme a escribir
me entono con un par de whiskys de importación y medio litro de agua mineral
baja en sodio (los detalles inspirativos son importantes). Yo les grito todo lo
alto que puedo por detrás, sabe, y se mueren del susto. Pero a ellos les gusta,
junto el café con leche y el repugnante zumo de naranja, beberse esa pócima a
las que les invito desde el periódico nada más levantarse. Y así van las cosas
de bien entre ellos y yo.
Luego,
con la copa en la mano, y puede que hasta con una cigala en la otra, en el
mediodía cálido y dorado, el cronista y la patulea parásita de la cofradía de
las negritas, sin una sombra en el alma, la carne en sosiego, la billetera
soldada al bolsillo, los yates bien amarrados y los castillos a salvo en lo
alto de la cima de la colina, sin zozobras en el horizonte, el mundo está bien hecho, haremos de esta España un país mucho mejor,
se mueren todos de la risa contando las papeletas inocentes de los votos,
repartiéndose los escaños culpables, los dividendos y las prebendas y elogiando
los titulillos fascinantes de la columna del clarividente y campanudo Argos
(que terminó con los ojos miopes en el culo convertido en un papagayo).
¿Es
que hay alguien en sus cabales que pueda tomarse la vida en serio?, se pregunta
el de la Olivetti.
Los
currantes (perfecto titulillo que utiliza en una de sus crónicas bajo el
epígrafe Spleen de Madrid, más
moteado de negritas todavía que su diario esnobista), se responde, aunque,
recapacita y se corrige rápidamente: quizá lo que realmente se toman en serio
es su trabajo y los pocos billetes, exactamente los necesarios, que les
entregan por él para que puedan seguir currando sin hacerse demasiadas
preguntas y sin ilusionarse tontamente por el presente: es el futuro el que te
hará feliz, adelante, a rodar.
Ahí
empieza y acaba toda la filosofía frívola que es capaz de pergeñar entre uno y
otro sorbito de whisky y agua mineral baja en sodio: nada es durable, infinito,
eterno, somos en el tiempo que no entiende de nosotros puesto que nada sabe de
nosotros.
Me
desayuno en Madrid, almuerzo en París y una marquesona, cualquiera de ellas,
engalanada de oros, estirada de faja y sonrisa petrificada, me da de cenar en
Marbella a la orilla del mar: el mundo es un pañuelo.
Este
Erisiction y profanador social se devora a sí mismo… en compañía de los otros
de la flor y nata en general (?) que a sus ojos, efectivamente, son el
infierno, una suerte de aperitivo indigesto antes de la pitanza final, pero
busca su proximidad en todo momento, el cobijo de su estulticia, de su
malignidad, de su molicie o de su superchería, el pretexto en suma, que le
permita colmar los folios matutinos y los cambie ulteriormente por las treinta
monedas. Se diría, quevedianamente, que muerde y no come.
Por
un instante brevísimo, durante nuestra existencia animal, estamos en el tiempo, en él habitamos como si fuese una casa,
fisgando a nuestro alrededor, aprendiendo a utilizar objetos y artilugios como
un mono, aseando gruñidos para convertirlos en sonidos con sentido, y luego,
desaparecemos de él, la nada arriba y abajo, la nada a los lados, la nada
absoluta, otro sintecho, aunque éste,
nuestro criminal, Sánchez, al menos, aun con las manos vacías, se arrima al
fuego ancestral que se eleva a la noche primigenia: aprovecha, pues, el caudal
de tus monedas, disfruta con el canje que te permiten y olvida el camino por el
que llegaron a tus bolsillos.
Verdades
a medias, mentiras literarias... En el fondo, y no demasiado en el fondo,
debajo de la cobertura de las palabras, el cimiento del desprecio larvado y
callado, irremediable, que era el que verdaderamente sostenía el tinglado del
cronista: la cuchilla afilada del Eclesiastés nos guillotina certeramente sin
andar con miramientos: vanidad de vanidades y todo vanidad. Él, tan
viciosamente humano, tan ególatra y altivo, que ensombrece la vanidad que
siente en todo instante de seriedad impostada, que la disimula con la sonrisa
del desdén, lo sabe de sobra de los otros, ellos tan exhibicionistas de sus
fútiles vidas, vanidosos sólo, de otra cosa no pueden, de los atavíos de su
apariencia y de los regalos que les obsequia la fortuna de sus nacimientos o
las corrupciones de un mundo a su medida.
Non veritas.
Trabaja
sin descanso. Suscita dudas. La sombra verde de la envidia planea sobre su
recado de escribir (la Olivetti) como se cernía sobre aquel otro que se
trabajaba (con la pluma) tres artículos sobre los veladores del Gijón y del
Teide antes de las once de la mañana, hora exacta en que daba por terminada la
jornada laboral, encapuchaba la estilográfica y se echaba al coleto el quinto
café del día. Y luego, pitillo tras pitillo, mano sobre mano, a ver pasar el
día y las gentes a través del ventanal, que es algo que entretiene mucho.
Ni
uno ni otro necesitan un negro literario. Se las valen solos sin que nadie meta
la mano en el puchero de las letras.
Si
no hay un blanco que sea capaz de escribir lo que yo escribo, ¿cómo lo va a
escribir un negro?, contraataca el cronista, que escribe, al decir de voces
autorizadas (Delibes), con la facilidad con la que mea y sin pensamiento
político correcto que valga que sea capaz de someterle a una especie de
coerción literaria o de cualquier otra clase por estas calendas felices de
finales de los setenta: la censura se las pasa él por la negritas, que bien ha
aprendido desde antiguo a pulsar las teclas adecuadas para que a estas alturas
venga alguien y le frustre el intercambio de unas letras por unas monedas.
Non veritas: mucho da de sí la realidad si la retocas con la
imaginación o la maquillas con negritas: a secas, sin adornos ni metáforas ni
añadidos de cosecha propia, no da ni para dos párrafos de tres líneas incluidos
los puntos suspensivos, las comas y cuatro adverbios terminados en mente.
Así,
por las buenas, viste a un gato de esmoquin y lo ingresa en la alta sociedad y
en los asuntos mundanales propios del gremio, lo que le permite salpicar la
escritura como el que no hace nada, al desgaire, con media docena de nombres
resaltados en negro, le escribe una carta algo indescifrable al de las siete
vidas, nos informa del menú que se trasiega a diario el felino tal un canónigo
gordinflón (buen salchichón, buena carne picada, marisco… ¡nada de pescado!) y
tú te lo crees: hasta le permite al gato gorrón beber a su antojo en su taza de
caldo y yema de huevo al jerez o en la del café. Y todo esto, ¿a qué santo?
Sólo para propinar un pellizco de monja a la atónita clerecía de cuando entonces, que los obispos quedaban desairados en los papeles de la
reciente constitución y andaban disconformes e incluso alguno de ellos
levantisco y amenazando con la excomunción.
Pero
¿quién es creyente en nuestros días?
Los
votantes (tal vez) y los compradores de décimos de la lotería (todos). Ningún
lector serio se cree las historias que se escriben por alguien por ahí en
cualquier sitio.
Importa
el estilo, la falla encendida de las palabras. Lo demás es el andamiaje, tan
imprescindible como inocuo: el gato, los obispos, el pecado, la constitución,
la señora de uno, la marquesona, los madriles, el diputado de noche, España,
las novelas prescindibles, el pan, la sintaxis, las comas, el cuento que se
cuenta…
Lo
que realmente distingue de veras a un lector de otro, es quien de ellos lee la
carta de Zalacaín y quien las cuartillas en forma de crónica incendiaria del
señor Francisco (Pérez Martínez) Umbral.
Y
otra vez habla de Bacon y los peces de colores (Picasso, Linda Lovelace, Lorca,
Mallarmé y el Mercado Común, todo junto, que es como mejor sabe el bocadillo
del tebeo).
Tiene
lo que hay que tener el aguerrido cronista castellano en su castillo: agallas
literarias, estilo y… desprecio, molienda donde se cuece, efímera pero
reconfortante, la gloria del presente: la otra, la póstuma ya les pertenece a
los mercaderes que te sobreviven.
Lo
que te pasa a ti es que no tienes huevos para raptar a la mora y sacarla de
aquella pocilga de puterío, se dice Sánchez en el sórdido cuarto de la pensión,
levantado ya de la cama, lavado y vestido, a punto de salir a la calle y
encaminarse a Casa Vicente a engullir
la olla del día.
No
se trata de agallas, sino de dineros. Y él es un pobre cavernario a la lumbre y
el calor de una hoguera urbana, cada día más desamparado porque aún no ha a
prendido a vivir fuera de la cárcel, a la intemperie, donde todo tiene su
precio. En la trena nada tiene que pagar quien sólo desea pasear bajo el cielo
gris o azul del patio un par de horas al día, comer, dormir, jugar al ping-pong
y ver la televisión. Pagas con el único precio de la falta de libertad, al
igual que los pájaros cautivos metidos en una jaula, pero asegurado el cañamón
y el alpiste como por arte de magia. Sin libertad, sí, pero… (libertad, ¿para qué?).
El
camarada Fiodorov instruye. Sé paciente.
Todo se arreglará. Acabarás cancerbero a las puertas de la fábrica de los sueños. No hubo tal. Ni siquiera eso, portero de
cine: cien veces las entretelas de la Mozarovsky.
Todo
lleva su tiempo.
¿En
qué aulario se aprende tal cosa, tener paciencia, oler tu cuerpo cada vez más
sucio, oír como se resquebraja a pedazos, esperar cuando tu tiempo ya corre
demasiado aprisa y en pocos años te dejará para el arrastre o se librará de ti
con un simple empujoncito?
¿Paciencia?
Más le valdría volver al chabolo, a vigilar el culo, a no escuchar las risas en
la ducha, la vista baja siempre.
(Mis
cabellos están contados, dice Lucas el evangelista: calvo, feo, pobre, pronto
viejo).
La
ilusión, el espejismo, la añagaza y el señuelo vanos de la fabulación que se ha
enseñoreado de él de que existía un lugar en el mundo más allá de cualquier
celda se alza sobre su cabeza como el humo maloliente e invisible de la fogata
de la noche: la imaginación y sus asechanzas son su refugium pecatorum por equivocado: finalmente se confundirá y se
aferrará a la esperanza, esa cosa siniestra y sin barrotes del espíritu, por
llamar así a alguno de los pliegues glutinosos del cerebro donde se esconde,
que lo hará trizas al precipitar su concreción a mano armada.
(Charlie,
amigo del alma, mi refugium pecatorum,
lisonjea con voz impostada al barman, de vuelta de latinajos después de
cincuenta mil copas servidas tras la barra, nuestro Boceto libre como los pájaros del cielo y los peces del mar, lejos
de las hogueras primitivas y las legumbres mal cocidas.)
Sánchez
tuvo un sueño: se miró en el espejo, lo rompió de un puñetazo, ¿siete años de
desgracia?, ¿una muerte inminente?, no hizo añicos el espejo, al contemplarse
quiso romperse él, la encarnadura que envuelve al monstruo silencioso e inescrutable
hasta para sí mismo y la tenaz osamenta que lo sostiene, o eso pretendía, romper el mundo para poder
empezar de nuevo. Despertó sin sorpresa porque al abrir los ojos se reconoció
enseguida y supo que todo era igual que el día anterior, las mismas sombras del
alba, el mismo olor de la vida suya sin cerrojos pero también sin horizontes.
Mil
novecientos setenta y ocho es un año tan terrible como todos los años mil
novecientos setenta y ocho y ya llevamos dos millones de ellos desde el origen
afortunado, por improbable, de aquel animal que terminó enderezándose sobre dos
patas y preguntándose para qué servían las cosas que cada amanecer descubría a
su alrededor: por ejemplo, una piedra en punta bien afilada sujeta con cortezas
a una rama vale para matar animales y, llegado el caso, abrirle el cogote a sus
semejantes.
Mil
novecientos setenta y ocho se llenaba de cosas, sucesos y seres, pero los
materiales intrínsecos, pues los necesita para significarse, del tiempo (el
gran laboratorio) no cambian, ni antes de él ni después de él, pues a fin de
cuentas un año no es sino una suma antojadiza de noches y días, tampoco su
deterioro inevitable y fatal que les conduce a la extinción… sólo para, como
materiales que son, regenerarse machaconamente de nuevo bajo idénticas
circunstancias y similares o distintas apariencias.
Todo
está en el tiempo que no cesa de engendrar lo que en él acaece.
(Os
veo desde la luna, estáis todos del revés, dice el siglo una y otra vez desde
hace millones de años.)
El
cronista es capaz de desmentirse a sí mismo, que no a la ínfima realidad que
describe, catorce veces en siete días, a ésta únicamente la adorna de
adjetivos, la salpimenta con el ingenio lingüístico, la intrumentaliza con suma
habilidad para verbalizar con estilo la crónica.
El
material que utiliza para ello es baladí, intercambiable, olvidable: dígame la
marquesona, pues iba yo a comprar el pan y hete aquí que…
Mil
novecientos setenta y ocho ha subido tres pesetas. En la intemperie, descubren
Sánchez y el cronista, todo tiene su precio. Ellos dos también lo tienen y, al
cabo, ambos entienden perfectamente a qué clase de estafa han sido sometidos
sin que la hubieran visto venir (y siempre viene por el mismo lado, a su hora
debida, implacable, invencible).
Mil
novecientos setenta y ocho, nada más abrir los ojos, ya con el impoluto sudario
cogido al cuello para no mancharse, tenedor y cuchillo en mano, se procura su
yantar habitual: un Boeing 747 se estrella cerca de Bombay y le pone en bandeja
213 cadáveres con que empezar a cebarse.
Os
veo del revés…
La
existencia de la Atlántida es innegable, asegura un rebelde de las masas. ¿Y tú
cómo lo sabes? Por la misma razón que existe el Triángulo de las Bermudas, el
mal de ojos, que el hombre no ha puesto el pie en la luna, porque eso, francamente,
es imposible aunque lo afirme el cronista y que la carta astral de cada uno
determina en absoluto todos sus actos para bien o para mal: vox populi no puede equivocarse
(palabrita del niño Jesús).
Por
entonces, esas creencias y descreencias eran moneda corriente: para las masas
rebeldes el misterio de las cosas, hasta de las más simples, y las supercherías
aseadas de palabras mayúsculas que incitan a la incógnita, es lo que les hace
olvidarse de los palacios de invierno y las mantiene pegadas al televisor, otro
misterio que nunca han logrado resolver: ¿envía el cable conectado al enchufe
las imágenes que ven mis ojos o llegan a la pantalla desde la parrilla metálica
de la antena?
Por
ninguno de esos lados, que son pura mecánica electrónica, chatarrería: del
cielo las proyecta el Espíritu Santo. Tú serías capaz de verlas incluso con los
ojos cerrados. Esa es la idea: que te lo den todo masticado, cómoda
deglutición.
En
mil novecientos setenta y ocho la teología llevaba camino de convertirse en pura
ciencia ficción. Escritores hubo que ya lo habían vaticinado desde antiguo.
Es
de mucho restaurante (y de muy poca sobremesa, en casa la Olivetti aguarda con
los dientes a punto) el de las crónicas, aunque sólo mete la mano en el
bolsillo para pagar las propinas y el taxi.
¿Y
usted de dónde saca la calderilla para esas nonadas?
Del
fondo de reptiles, como solía hacer don Ramón María del Valle-Inclán.
Me
miente usted.
Yo
no miento jamás, amigo. Pregunte en Gobernación.
Qué
tipo. Graduado en las calles de Valladolid, doctorando en las barra de los
bares de los madriles, doctor sobresaliente cum
laude por el café Gijón, catedrático emérito de la chulería años después y,
ya en el final de todo, mecido con gracia por los placeres y los días.
¿Qué
nos cuenta El País?
Por
medio de su columnista de lujo insta a los ganaderos de toros bravos a
conseguir reses con ojos verdes. Todo un poema frente a las temerarias
virguerías de la cintura torera fulgente de dorados y azules, figurines siempre
en peligro de acabar ensartados en las astas de un soneto a pesar del engaño de
la muleta roja como la sangre.
(¡Joder,
Vivales!)
¿Qué
nos dice el cronista?
Que
a la cabeza de Goya le dolía la cabeza (sic)
y se largó de la tumba en busca de una farmacia donde comprar aspirinas.
Ese
chiste jamás lo habría compuesto en imágenes El Roto. Menos aún Chumy Chúmez.
Antes
le precede una confesión no menos pintoresca: Yo, cuando sudo y me enfrío, lo
primero que hago a la hora de comer es ir a un retrete y envolverme con un
rollo de papel higiénico… El tipo, puesta de nuevo la chaqueta, vuelto a la
mesa del restaurante, dispuesto a dar buena cuenta de la pitanza que ora riega
con coca-colas tibias ora con whiskys con soda, declara ante la extrañeza de
los otros comensales que en esos instantes se siente como una momia clandestina
y aséptica de sí mismo.
El
año mil novecientos setenta y ocho es un tema de gran calado y… otro tema de un
montón de meras anécdotas capaces de hacernos creer definitivamente que
observamos mucho más de lo que imaginamos el mundo del revés.
China
levanta la prohibición de las obras de Aristóteles, William Shakespeare y
Charles Dickens.
(Rescoldos
aún humeantes, Fahrenheit 451, de la antigua Revolución Cultural, aquella
cruzada oriental contra la inteligencia occidental.)
Sánchez,
pobre, perdido para el sexo y la alegría, que dirían en África:
Comes
de caliente, ¿qué más quieres?
En
USA el 1% de adolescentes bien alimentados, lavados y planchados sufren
anorexia nerviosa.
Serán
los donuts… o los hot dogs. Cualquiera sabe el millón de tóxicos con que
engalanan al gato para parecer liebre.
Sánchez,
a las puertas de la primavera: Estoy perdido.
No
te preocupes. Yo te encontraré, le garantizaba Fiodorov, imbatible letrado sindicalista.
¿Tú
sabes lo que era el monolito de La Coyolxauhqui?
¿Quién?
¿Yo?
En
Alto Volta se realiza la primera ronda de las elecciones presidenciales…
¿Todavía
existe Alto Volta?
El
lector de mangas, hijo de cura y profesor titular de universidad en la facultad
de Geografía e Historia de la ciudad del Turia (que había envejecido tan aprisa
que a los catorce años su rancio escepticismo competía con el juvenil cinismo
de los treinta de Boceto), ahora de
mochilero falso por el Oriente, pues, precavido, se ha acribillado de vacunas
antes de su partida, dispone durante el periplo de una abultada tarjeta de
crédito, se ha provisionado de un buen surtido de antibióticos y cubre
cualquier incidente inesperado con un seguro multidiverso a todo riesgo,
corrige con desgana y por supuesto sin prisas desde Chiba y esclarece la
moderna denominación del país africano en misiva por correo normal al
recopilador de este centón de páginas y puede que hasta al mismo Boceto, que de todo ha de enterarse: En
nuestros atribulados días de 2008 llámase aquel país Burkina-Faso, declara
burlón, sin ataduras, con suficiencia y desdén de diablo cojuelo universal con
faltriquera a rebosar.
¿Qué
nos cuenta El País?
Las
tropas somalíes abandonan el desierto de Ogadén.
¿Qué
había en el desierto de Ogadén?
Ni
un solo tártaro, ni el menor atisbo de una poética del paisaje árido y
silencioso, sin misterios.
Sánchez
sabe que la celda es el cuerpo físico del desvalimiento más profundo. Una poca
luz, y el espacio que no se ve, puesto que no son las cosas el espacio, están en él, la humedad ártica que
estremece, el frío a todas horas y su tropa de escalofríos nocturnos, o la losa
de un calor quemante y la piel que hierve, estancado en el sofoco del aire seco
y tórrido, la anestesia de un espíritu que ha despojado al pensamiento de toda
cordura y la mínima palabra, uno puede oír el fluido de la sangre por las
venas, el sonido interior bajo la corteza carnosa, los huesos que crujen en un
tiempo que por mucho que se esconda en
aquel espacio etéreo e invisible también se oye socavando la carne, la sangre,
el hueso y el muro, y cada vez más deteriorando su pequeño mundo de cuatro
paredes pero, de su veneno tampoco escapará, minando asimismo el más vasto,
libre y engañoso mundo de los otros, los de afuera,
tan al alcance y víctimas de la desnudez de su celda al sol, de todas las
pérdidas de las que son aunque conscientes inevitablemente incrédulos. ¿Morir
yo? ¡Qué estupidez! ¿Y si no quiero, eh? ¿Qué hacemos entonces?
El
cronista sólo ha conocido la celda de sus inhibiciones, que no son muchas pero
lacerantes: su origen le impele a biografiarse una y otra vez, a reinventarse
constantemente, a novelizar la realidad suya y a acudir al auxilio de la
metáfora, que es uno de los más efectivos al tiempo que facilones
encubrimientos de la escritura. El cronista se abriga con una metáfora a falta
de un rollo de papel higiénico, silba, desvía la vista y entromete en la
realidad cruda y áspera una buena porción de literatura, ironía y astucia
palabrera con la que deconstruirla, naturalmente dejándose él entero.
Mil
novecientos setenta y ocho: teatro por donde ya zascandilea nuestro ínclito Boceto: dieciocho años ya corridos desde su séptimo mes: Apartaos,
villanos, abrid paso, uno de los Brell pur
sang, noble sin mezcla mora o judía que mancille su hidalguía, cabalga por
las aceras montado en su fantasía, que, no obstante, demasiado tiene de
realismo práctico, pues no deja su fantaseador de tener los dos pies en el
suelo y nada de su pensamiento en las nubes, indeciso mentalista que frecuenta
la compañía de Schopenhauer, tan contundente –cascarrabias iracundo-,
Nietzsche, tan solitario –bestia y Dios-, y la literatura sicalíptica escondida
en los oscuros recovecos de la biblioteca familiar, Boceto: lector desordenado que bien sabe que la aventura está en la
calle, al aire libre, en el mundo infinito que ante él se manifiesta sin trabas
ni barrotes, dieciocho años/abriles.
El
cronista, ahora en el fecundo mes de abril, en su columna diaria, ¡en una tan
sólo!, nos informa que él rechazó dos millones de pesetas porque sí, que él no
se vende, que hace saber a los obispos que por la entrada de los culos también
se peca, que se encuentra, como el que no quiere la cosa, con Voltaire
paseando por La Mancha y, va y, como el
que tampoco quiere la cosa, éste le susurra al oído uno de sus opúsculos, que
toma sorbitos de saricaria para un mal de vientre que le aqueja, que existen
terapias novedosas aún por demostrar, como las fotografías de uno mismo en
distintas fases de su vida o las de sus antepasados en los daguerrotipos en cartoné,
que un paisano de Valladolid por fin ha conseguido en la mesa de la cocina de
su casa entre sartenes y cacerolas, Dios anda entre pucheros, el perpetum mobile y de ese modo lo
comunica a las Naciones Unidas para el enterado universal, que anda trabajando
en un diccionario cheli retro (?) al
margen, o al compás, de sus artículos, novelas y recopilaciones, que igual le
invitan o igual no le invitan a un sarao político que reunirá a más de seis mil
invitados encantados de haberse conocido, que en ninguna antología poética de los cincuenta que se precie han de
faltar Claudio Rodríguez y Eladio Cabañero, que como el aborto está prohibido
–todavía- hay quien les quita así como así a las mozas el útero…
…abril, abril me duele en el chaleco.
No
eran mártires. Sólo presos.
Lejos
están Boceto, Sánchez y el cronista
aún de lo peor: envejece uno cuando le empiezan a crecer sospechas y miedos.
¡El
día es mío!, decía al despertar Boceto/Schopenhauer.
Y se lanzaba a la calle con las zarpas dispuestas, nada se interponía entre él
y el mundo.
Sánchez
miraba los muros resignado, indiferente a la luz del sol o a la grisura de la
lluvia, ni siquiera olía desde muchos años atrás el espesor animal que invadía
las galerías y pasillos carcelarios degradados sin color, el tufo del hombre
perdido para cualquier decencia y sumido en la podredumbre, irredimible, nunca
inocente. Una visión de cuerpos, rejas y paredes, siempre una pared de por
medio, una ventana muerta, los tipos de mirada turbia y felina andando
hipnóticos de un lado a otro, rodeándole como fieras inescrutables.
Pórtate
bien o en lugar de recibir una bicicleta azul acabarás en una celda de castigo.
En
el 75, año tumultuoso en el que murió Franco, Sánchez quiso en vano lucimiento,
ignorante de las calamidades nacionales y los castigos de por entonces, con
gran perplejidad propia y de extraños, dar un ejemplo de gallardía frente a los
presos políticos de la galería. Se quejó de la comida, no más infecta que otras
veces, y, ante el estupor de los otros reclusos, que indiferentes en seguida
volvieron a meter sus cucharas en los platos, recriminó a gritos la lastimosa
bazofia que le obligaban a engullir al funcionario entre las mesas. La sonrisa
perversa, la calma y la expresión lejos de cualquier pasmo e incredulidad de éste
presagiaban lo peor para el protestón a deshoras.
Ejemplo
fue para otros sin venir a cuento de lo que no imaginaba el reivindicador
vencido con un parpadeo.
Hay
otra cárcel más sombría y carnívora dentro de la cárcel.
Se
había portado mal y ahora le encerraban en el silencio.
Como
un gusano, estaba bajo tierra en un agujero.
El
hombre del subsuelo. Ni siquiera eres un insecto. Por eso quieres convertirte
en un insecto.
Ya
en esas, el peor cerrojo eres tú.
Dormirás
tus pesadillas sobre una colchoneta sucia tirada en el suelo de la celda en
penumbras durante todo el día, sumida en una absoluta negrura por la noche.
Podría
hacer de sí mismo un místico, fundirse en el ser universal, desplazarse al
infinito con el único auxilio del alma. pero Sánchez no sabe lo que es eso. No
ha sabido otra cosa que ser un preso modelo… hasta hoy.
He
ahí las herramientas de la supervivencia: hay un grifo donde lavarte encima de
una especie de retrete, y en un rincón un plato metálico, una vaso de plástico
y una cuchara de madera.
No
hay banco donde sentarse.
Al
suelo, pues. Un asiento de cemento duro y frío donde asentar las posaderas.
A
primera hora de la mañana te entregan una barra de pan. Tiene que durar hasta
la noche. La deja encima del plato, en el extremo opuesto del retrete donde se
lava la cara y hace sus necesidades (así se expresa él, pues es individuo
educado que cuida las formas cuanto puede: mucho tiempo después, cuando soñaba
con la mora, confiaba en tener la oportunidad de explicarse con urbanidad
frente a cualquier interlocutor: aquí, mi señora).
Cinco
días es una eternidad: no saldrás ni un solo segundo de esa celda, de ti mismo,
del vagar de tu conciencia: ¿un insecto?, qué más quisieras tú.
Has
salido del limbo, de la quietud de las sombras. Castigo cumplido. Te vuelven a
encerrar en tu celda de la galería. Todo en su sitio: el mundo está bien hecho. Regresas al mundo de los vivos que
susurran y dan vueltas sobre sí mismos una y otra vez ensimismados en la
raquítica libertad del patio, en los pasillos, en las duchas, en el comedor
(aunque estén sentados). Recuperas el jabón, el cepillo de dientes, la toalla.
Ya no quieres ser un insecto. Tienes cosas que sabrás utilizar, no como los
animales. Eres un hombre (solo un hombre
hecho de todos los hombres…). Puedes leer un libro o… un tebeo; te dejan
salir al patio una hora: miras el cielo, tan lejos como siempre (qué buen día
hace hoy, señor director), compruebas cada mañana en el espejo que te vas
quedando calvo, a partir de los treinta años se te caía el pelo a puñados, es
el aire, que está lleno de vicios, dice uno dándoselas de gracioso. Un aire
viciado, exactamente como el de fuera de los muros: rufianes, atracadores,
peristas, estafadores, violadores, mafiosos, asesinos, maltratadores,
corruptos. La cárcel es un reflejo fiel del mundo libre más allá de las rejas
(todavía sin castigos) que es al que, definitivamente, hay que rehabilitar.
¡El
día es mío!, exclamaba Boceto al
poner los pies fuera de la cama. Daba miedo su expresión depredadora, el andar
enérgico o, todavía peor, su calma aristocrática. Ocurriera lo que fuere, la
gracia (y la simulación) estaba en él.
¿Sería
hoy el filósofo pesimista Schopenhauer? ¿El criminal divertido, exaltado y sin
la carga fastidiosa de escrúpulos Hyde? ¿El torturado, escéptico y cabizbajo
Nietzsche?
Él
era todos los hombres.
Incluso
ese pobre tipo al que con una maleta de cartón que esconde media docena de
prendas de vestir y poco más (yo no soy un insecto) le han puesto de patitas en
la calle y siente que la mole de la modelo cae sobre sus espaldas. ¿Dónde está
el norte? Allá te las compongas.
El
vértigo se apoderaba de él. Se vio a sí mismo como un desconocido. Se notó
raro.
Y,
ahora, ¿qué?
Fuera
de la cárcel todo parecía falso; si acaso, una película de televisión.
(También
de otro tiempo: Brassaï, un claroscuro que le apagaba cualquier tipo de
ilusión: confianza, satisfacción, ánimo.)
Uno
de la COPEL le había facilitado una dirección, la única tabla a la que asirse:
Pregunta
por un tal Carlos Brell, son buena gente él y sus camaradas, aunque algo
gilipollas.
¿Y
eso?
Idealistas.
Para morirse de risa. Sírvete de ellos y a no tardar ciérrales la puerta en las
narices, no vaya a ser que te amarguen la vida con sus sermones
bienintencionados y su cháchara de señoritos bien. Tú pon cara de pasmado y
asiente a todo lo que te digan.
¿Recibiría
Fiodorov ataviado con el poncho de
alpaca peruano al expresidiario?
Dio
su venia al minuto de verle sentado frente a él, inofensivo y silencioso, serás
el camarada Sánchez, le auguró con voz neutra, funcionarial, vestido con su
correspondiente (reglamentaria) chaqueta de pana color tabaco, colgada la otra
prenda del hábito, la trenca de color azul, en un perchero junto a la pared a
sus espaldas.
¿Qué
nos cuenta El País?
Ya
en variedades: el dos de abril CBS, la cadena de televisión estadounidense,
comienza a emitir la serie Dallas.
El
mundo que rueda y rueda… ora montado en la tragedia ora en la farsa, y siempre
cuesta abajo.
La
televisión en color es como la vida misma (sistema Pal). Telefunken, Saba,
Phillip y compañía: la ventana por donde te asomas. Yo no veo la trampa ni el
cartón por ninguna parte. Yo veo unas imágenes, unos tipos que hablan y que son
mi viva estampa, que se mueven de acá para allá con sus logros y sus miserias,
con sus trabajos y servidumbres, con sus amores y desamores, exactamente como
en la realidad, su espejo más fiel al borde del camino. Yo, un tipo de carne y
hueso, podría vivir dentro de la televisión y nadie notaría la diferencia.
(Tampoco
el propio parlante notó la comicidad y aberración de lo que proclamaba sin el
menor sonrojo y con absoluto convencimiento.)
Treinta
años más tarde los dibujos animados siguen en su sitio, a la debida hora de la
merienda, cuando los políticos de profesión se alejan de las cámaras y se
cambian las bragas y los calzoncillos de la sobriedad y se enfundan no sin
cierta excitación los de colorines y estampados, cuando los hombres poderosos
que manejan los hilos de tales marionetas se dan un respiro y dejan caer las
figuras pintarrajeadas al suelo de tablas del guiñol, cuando aún no ha
oscurecido del todo pero el mundo real, y no el de la televisión, es ya menos
definible en cualquiera de sus aristas y figuraciones, en su claroscuro.
Habrá
que estar al tanto.
Boceto, por entonces, ya sin madre.
¿Cómo era tu madre?
¿Todavía estamos en
esas?
Ah, las madres. Le
enseñaba Boceto/Schopenhauer
adolescente un poema, un leve cuentecillo, un sesudo tratado filosófico de una
página: Escribes para boticarios, se mofaba la progenitora incapaz de reprimir
la risa.
Afuera está el caos
que paralizaba a Sánchez, un movimiento de los seres y las cosas
incomprensible.
Afuera está el caos,
se decía Boceto enajenado al
abandonar la cama: todo puede suceder, el crimen, el sexo brutal, la fortuna,
el desafío enorme de la vida. Ah, pequeño Rocambole, ni siquiera emboscado,
pero echándole las zarpas a la grande
bouffe del mundo (inmundo).
¿Le lloverían a
Sánchez sobre la arpillera de su humilde vestidura las migajas de la hidalguía
corrupta y aprovechadora? Un paria recién salido de la Edad Media: media hogaza
de pan, el vino adulterado que te revienta a oscuras, el pedazo de tocino
rancio, el apestoso ajo, la áspera cebolla. A rodar.
Boceto sutil y ladino, caballero de capa y
espada, dueño ya de las aceras sobre las que discurren el lance ventajoso y las
víctimas propicias, bebe la ambrosía del grial mítico: la vida en el color de
un Telefunken.
Goethe:
cuando me equivoco todo el mundo se da cuenta, pero cuando miento nadie lo
descubre.
Miento,
todo va bien, ergo la mentira y la ambigüedad son indumentarias muy adecuadas
para vestir el espíritu en esta época de tanto Sánchez, tanto Fiodorov, tanto triste JD., se aconseja
nuestro joven Ignacio Brell con la daga y la sonrisa a punto, tan diferente a
todos ellos, único, irrepetible, un regalo de la naturaleza, un festín de la
supervivencia, un banquete de osadía donde
se derraman todos los vinos.
El
que tenga ojos, vea; el que tenga oídos, oiga.
Quien
dijo miedo… Cada día tiene su riesgo y su afán, ha inscrito en su mente como
lema el aprendiz de la aventura.
Díselo
tú, paladín de nada ni de nadie, a Sánchez que anda, por no caerse muerto,
entre gentes de remo.
Envuelto
en intrigas imaginarias anda, amores desatados, mil seducciones, duelos en el
amanecer brumoso, ningún escrúpulo y de amante entregada una mujer dulce o
lasciva, tanto da, Baccarat: nací en cuna de brocados... y antes de
la adolescencia ya se hizo con un estoque oculto en bastón de ébano con
empuñadura de plata.
El
mundo como decorado, una representación que ampara sensorialmente mi
existencia: el pedo de un burro divino lo echaría abajo en un instante. Nada de
lo que existe será real después de mí. Es un juego del escondite, sólo que con
mayúsculas, una grandiosa superchería que alcanza hasta el lugar más recóndito
del universo que curiosamente es al
margen de la conciencia y la industria de los seres humanos: el sol ya
alumbraba antes de la aparición de éstos sobre la tierra, su decorado, antes de que le pusieran nombre,
escudriñaran su materia, midiesen su forma y descubriesen el mecanismo de su
energía infernal.
Con
los ojos bien abiertos, sanos, no ver nada, sumido en el nirvana. Boceto: ¡qué desperdicio!
Había
un alter ego debajo de la cama. De
cuando en cuando asomaba la jeta, abría la boca, susurraba nada beligerante a
su oído, muy comprensivo de las flaquezas humanas, de su origen pecador y su
inevitable destino camino de la degeneración y claudicación finales antes del
vuelo definitivo más allá de los telones y sus chafarrinones de pintura y sus
falsas perspectivas de profundidad: acabarás preso de las miradas furtivas
sobre esas púberes de faldita escocesa y piernas al aire, aún no manchadas por
las sucias manos de los niñatos o el semen culpable de los hombres lobo y los
viejos verdes babosos.
Ingenuo,
¿acaso no ves que ellas son tigresas acechantes prestas para la caza y la fácil
captura de hombres desprevenidos con la calentura a cuestas?
Ah, Schopenhauer.
Ah, Nietzsche
Ah, Boceto… Al contrario que
Sartre, aquel sabía muy bien lo que le conducía a la complacencia y a la
anestesia de la conciencia, a la aventura y al placer sin remordimientos:
pensar no a la contra, sino a favor de sí mismo. Muy pronto había perdido la
inocencia. ¿A qué preservarla si era nada antes y nada será después de ti?
Padre,
¿tú me entiendes?
Incluso
demasiado, mierdecilla. Tanto que hasta miedo me da cavilar el mundo
(imaginarlo es fácil) sin mí y contigo dentro.
No,
los niños no dicen siempre la
verdad. Sucede que son tan imperfectos todavía, tan limitados en su habla (sus mentiras)
que se delatan en lo bueno y en lo malo indefectiblemente, sin advertirlo.
Mueven la lengua inexpresivos, miran de aquí para allá entrecerrando los ojos,
pero se les adivina de pe a pa aunque sus balbuceos tiendan al enredo y a la
extravagancia.
Más adelante: Introibo ad altare Dei. Y empieza la
fiesta.
Rodeado de hombres,
¡Qué poco valen! Se salvan cuatro de las dos manos.
¡Hombre!, (el peor
improperio) le insultaba Schopenhauer a su perro Atma cuando bajaba la guardia de su comportamiento y sus modales se
asemejaban a los propios del ser humano: ¡pareces un hombre, infeliz animal!
Pero era perro
superior en los recados del ama de llaves de nuestro filósofo: le hacía las
compras del panadero, del carnicero y las del tendero.
Ah, los perros… y las perras.
Ah, las madres.
Unas huyen (la tuya);
otras (Johanna Schopenhauer), te hacen huir o te echan de su casa: Hijo (no tan
querido), aléjate todo lo que puedas de mí, no quiero volver a verte jamás, no
te maldigo, pero el sentimiento de felicidad que me embarga al verte
desaparecer de mi vida no puede inspirarme, desde luego, ninguna contrición.
Vive y sé tan dichoso como puedas. Madre (Johanna) e hijo (Arthur) nunca se
encontrarían de nuevo, reinó entre ellos
un silencio de muerte, y ninguno de los dos sería demasiado desventurado
por no verse ni tampoco en sus quehaceres de pluma a los que ambos se
dedicaban: una en novelas romanceras; el otro, en asuntos algo más abstrusos
pero no menos entretenidos.
Hombres, seis acaso,
sentencia: Platón, Shakespeare, Descartes, Gracián, Kant, Goethe… Los demás, a
limpiar letrinas.
¿Unas palabritas para
la posteridad, filósofo pesimista, recalcitrante misántropo, inveterado
misógino?
Nunca tuve el cabello rojo.
Pero lo mejor acerca
de la vida doméstica de Schopenhauer lo han dicho los niños… y su incansable,
honrado y bien educado perro que le hacía de recadero: traía el mandado del
carnicero religiosamente intacto, lo que demuestra la fidelidad y respeto que
le profesaba.
¿Qué recuerdas con más
detalle de herr Schopenhauer, Lucia
Franz, fisgona y chivata?
Fingía muy mal su
irritación o sus momentos de cólera, y en ocasiones disimulaba que trabajaba en
su escritorio cuando en realidad se divertía viéndonos a hurtadillas revolver
libros en la biblioteca.
Escapar
del escenario de la vida, la única salvación. La muerta es la puerta a la
libertad, a la verdad incontestable de la vida
en la eternidad sin burdas representaciones, o sumirse en la… nada absoluta
para absolutamente siempre.
Tú,
Diógenes, desnudo al sol griego, entre perros sarnosos, la mantilla astrosa, el
cuenco del agua, la escudilla de la sopa, mon
frère, tú, mi espejo… solo, enfermo,
abandonado al fin, dejadme sin sepultura, que los bichos, humanos o no, den
buena cuenta de mi cuerpo.
Arthur,
nunca elevaste un altar al que poder orarle a aquel grande hombre y ejemplo de
la antigüedad.
¿A
quién?
Al
dios de los desperdicios, al maestro de la desnudez, al amante del sol, al de
Sínope.
¿Tal
así?
Sin
duda.
Yo
me conformaba con ir a guantazo limpio con mujeres que eran más comadrejas y
cerdas tozudas que la sumisa apariencia carnal que las encubría y llamaba a
deseo y engaño a los hombres ingenuos.
¿Zurrabas
al sexo débil, desalmado charlatán, humano desnaturalizado, bestia sin
escrúpulos?
Sólo
una vez (mamá tuvo la culpa, las mamás siempre son la causa de las tropelías
que uno perpetra cuando se hace adulto)
tiré escaleras abajo a una mujer, usurpaba mi lugar al sol y el trozo de
mi eternidad es mío, ¡largo de aquí, sabandija!
Mal
le resultó la rabieta al filósofo del pesimismo y la claridad expositiva: 15
táleros al trimestre tuvo que indemnizarla de por vida a la maltratada.
Una
perra colgada al cuello. Pero, en fin, un día murió la bruja y quedó la
faltriquera en paz.
Ah,
pequeño Arthur, ejemplo de poco y advertencia de mucho, más estoicismo y
sobriedad y menos irascibilidad y desprecio hacia tus semejantes… ¿Por ventura
cenas todas las noches pavo real?
Nada
más lejos: fiambre y media botella de vino blanco (y, después, en lugar de ver
…¡la televisión! (¿?), acaricio el lomo peludo de un perro, que es algo que
serena mucho el ánimo.
Fui
hombre ejemplar: detestaba las revoluciones, burguesas o proletarias, la
cerveza y los duelos a pistola o a espada. Si me creí demasiado a mí mismo fue
porque todos los que conocí no eran bastante o eran demasiado poco.
Boceto adolescente, husmeador de la biblioteca paterna, con Parerga y Paralipómenos en las manos
pecadoras, piensa, se piensa, alzando la vista de las páginas, reflexivo.
Más
te hubiera valido leer Orbis pictus y
extasiarte ante los cuellos abiertos y sangrantes de los cerdos: sabio serías
ahora.
¿Sabio?
Y
profundo. Otros aún no
llegados a tu edad se complacían viendo degollar cerdos. Está probado.
¿Tales
hubo como el sádico mirón de Proust que pasados los años de frecuentar salones
entretenía el tiempo en similares y crueles escenarios: escribir y ver sangrar
a cerdos?
Así
lo afirma el mismo hêr Carl Gustav
Jung, que gustaba de tales espectáculos, y no era uno de sus sueños.
¡Pobre
pequeño Carl zarandeado por tanto desvelo desde temprana edad! Además ¿qué se
puede esperar de los hechos y los escritos de un tipo que se halla rodeado en
su infancia por ocho tíos suyos… todos ellos sacerdotes protestantes como su
padre, es decir, de una gran sobriedad plástica?
(Símbolos
por todas partes sin las verdaderas imágenes que los propician: hasta en la
sopa es capaz uno de verlos.)
Lo
que nos queda del pasado son los hechos y sus múltiples interpretaciones. Todo
lo demás, y debe ser mucho, ha quedado a oscuras.
¿Por
qué creer en un hacedor? Basta con creer en el universo, en sus leyes y
prodigios. ¿Qué puede haber más allá de éste que escape de su pleno dominio y
la desmesura de su crecimiento?, se preguntan Boceto y la infinita caterva de seudos Schopenhauer que en el (ínfimo)
mundo son.
¿Quién
necesita un dios ante el estallido cósmico de una supernova?
¡Qué
hombres terribles en busca de respuestas difíciles edifican el mundo
intelectual de los humanos!: tal Schopenhauer, al que no dejamos en paz en su
tumba a lo que se ve, que animaba a los soldados austríacos a disparar contra
las masas levantiscas.
Goethe
prefería utilizar el látigo de la injusticia ante el populacho vociferante y
ruidoso.
Juegos
profanos. Llamémosles de ese modo.
Ando
por las calles iluminadas por el sol, festivas por el movimiento y el trajín
laborables, repletas de comercios de escaparates llamativos, de automóviles
brillantes y silenciosos que se deslizan por la calzada, de gentes que ocupan
las aceras y se dirigen a decenas de sitios diferentes. Pienso en ese mundo
visible y rotundo. ¿O es ese mundo el que me piensa a mí? Quizás lo hagamos
ambos a la vez.
¿Dónde
queda el lugar de las almas?
Jung:
Yo estoy sentado sobre una piedra. La
piedra también tiene un yo. La piedra
piensa que estoy sentado sobre ella. ¿Yo soy yo o soy la piedra?
No
temía la oscuridad ni anhelaba nada. Halló muy pronto el remedio en la
indigencia. Cuentan de él, o lo cuenta él, que tenía el don más preciado: el
día, el pensamiento de ese día (que era todos los días).
¿Quién
quiere ser Diógenes?
Sólo
los elegidos:
Quien
quiera tener el mundo… durante un tiempo, sólo eso, sin otras posesiones
ridículas y transitorias; luego, el planeta se oscurecerá ante tu vista poco a
poco hasta desaparecer, se te escurrirá de las manos, fundido total él y tú.
Erais todos, ellos y tú, (pura) escoria.
Adiós,
adiós.
El
yo de la piedra; el yo del universo; mi yo. Ninguno de ellos en su existencia posible invalida a los otros
dos.
Pero
dígalo de una vez, ¡diablos! ¿Usted entiende verdad el sánscrito?
O
el persa: de esta traducción a la otra traducción del francés, se nutría de los
Upanishads el misántropo amante de los perros, gruñón que nunca alcanzaría el
nirvana.
Boceto, que ha tropezado con Jung en la biblioteca familiar,
se acepta inmisericordiamente: nada en mí hay definitivo (y después de la
muerte todas las definiciones de los vivos son ociosas). En cualquier caso, aún
está nuestro hombre lejos de andar, y ser engullido, por las grietas del mundo:
se asienta sólido en sus naderías y complacencias sobre un suelo firme: yo
también soy otros, muchos más, afirma
sin abrir la boca, y Boceto piensa en
ellos, se sustituía innumerables veces, y así aliviaba la precariedad de los
instantes indeseables aunque jamás cruentos o desoladores, momentos laxos que
le sobrevienen a uno a lo largo de su vida, imaginándose mitigaba la
mortificación que sentía frente a los diarios parones de la jornada cuando todo
quedaba en suspenso (entonces pensaba en él y no se gustaba), pausas nimias,
bostezos apenas perceptibles en un discurrir siempre expectante y sin que
acaecieran en el tránsito turbulencias de ninguna clase, ningún mal o dolor
irremediables.
Me
ofrezco a la luz, a ella salgo de mí mismo, y queda bien a la vista... la
apariencia sólo. Para mí reservo el alma, a oscuras la dejo. Pues ya lo sabéis
todo… amputado de lo que nunca descubriréis
¿Oyes
el tiempo?
A
veces… pero no son los muertos.
Podrían
ser voces las que se oyeran, gritos tal vez, … los tuyos ya aterrorizado de tu
nueva, próxima y fatal condición.
¿Y
qué demostraría eso salvo su naturaleza de figuración?
Partimos
los vivos de realidades comunes y, sin embargo, allegamos a interpretaciones
radicalmente distintas entre unos y otros. Imposible creer, pues, en las gentes
de cualquier rincón del mundo, copias de copias de copias que arrugadas e
ilegibles terminan en el cesto de la tumba: ardan allí todos los papeles
inútiles y que el aire disipe en el vacío y el olvido sus cenizas.
Para
ser filósofo hay que ser rentista, que es la única manera de disponer de tiempo
libre para desmenuzarnos a nosotros mismos sin infligirnos heridas físicas. Por
lo demás, aclara el buen hombre, bastan las obras completas de Platón y Kant,
una pipa para el tabaco, un perro de lanas (innegable tendencia a lo budista
que conviene tener en cuenta) y una pistola cargada encima de la mesilla de
noche cuanto te vayas a dormir.
Al
final ¿qué conocimiento obtiene un exégeta de la lectura de todo texto
filosófico? Tras varias décadas de estudio se da cuenta que sólo entiende (y,
albricias, ahora sí perfectamente) las palabras escritas y el abstruso
significado de los conceptos que sustentan… pero que nada esclarecen del mundo,
la misteriosa concepción que devino su construcción y la sustancia anterior del
alma del hombre aún no nacido ni mucho menos el de después, ya muerto, de
vuelta a la nada: por muchos libros sesudos que haya dejado atrás su silencio
tenaz de su ahora ulterior e invisible nada manifiesta, nada demuestra adónde
han ido a parar sus divagaciones… y él mismo.
Entiendo
a través de las palabras escritas lo que quieres decirme y entiendo que tú
tampoco has entendido nada valiéndote de ellas: entiendo leyéndote que no has
entendido nada porque ambos, tú y yo, filósofo y lector, todavía vivos,
seguimos sin saber nada de nada de lo que ocurre tras el telón de la muerte.
La
filosofía, en el fondo, es como una religión, cualquiera de ellas, aunque sin
símbolos, unos dibujos insulsos: fe en unas letras, una detrás de otra, páginas
y páginas de innumerable tipografía
lejos de lo divino, que es algo que adjetiva a todos los millones de
dioses que seamos capaces de inventarnos.
Nos
queda la palabra.
¿Qué
hacemos con ella?
La
vivisección de nuestro pensamiento que, al cabo, será tan vano como nuestra
materia.
Nietzsche
se abrió en canal: allí adentro sólo había lágrimas y locura, y también una
inmensa piedad por el sufrimiento de todos los seres vivientes.
Se
cosió de nuevo, dio un paso, vacilante o no, y se adentró en la realidad hasta
llegar al otro lado de ésta, en las nubes. Y allí se quedó mano sobre mano
esperando el fin de los tiempos con la mente vacía como un plato relamido por
los dioses, colgado y babeante en el vacío, sostenido tan sólo por el cuerpo y
sus hechuras pudribles.
¿Tú
has leído los siete volúmenes de Swedenborg?
¿Quién?
¿Yo?
Nunca
llegarás a nada.
(Nunca
se llega a nada a través de los muchos afanes, a diferencia de lo que piensa el
vulgo.)
Me
gustaba fantasear sobre aquello que dijo Jung: las flores y las plantas son los
pensamientos de Dios… Pero ¿cuál de ellos? Una confesión del repertorio de
seducción que Boceto solía utilizar
como arma arrojadiza en el transcurso de sus duelos amatorios cruzados con sus
cultísimas amantes ocasionales. Podría seguir el fulano infinitamente, pues hay
labia, y como a todo don Juan Tenorio español de pura cepa los prolegómenos son
los que le excitan: habito en un torreón junto a un lago de aguas apacibles, he
prescindido de la electricidad, tampoco hay agua corriente, cuido del hogar, me
aprovisiono de leña y extraigo el agua de un pozo cercano, preparo la comida,
leo en la noche a la luz de los cirios sagrados… Todo esto me hace un hombre
sencillo, que es lo más difícil de ser en el mundo, alcanzar tales armonías en
las tareas simples, y entonces es cuando del agua del lago cercano surgen voces
femeninas que entonan plácidas canciones…
Frente
su consorte guionista a nuestro profesor de historia del arte de poco le
hubieran valido los plagios más o menos disfrazados tomados de aquí y allá, que
aquella se las sabía todas y pobre diablo quien ignorase que era dueña de todas
las camas y poseedora de todas las imaginaciones y fantasías que éstas
propiciaban. A esta mujercita mucho le daría con la fusta en las ancas herr Schopenhauer, misógino y bien
avisado: por la mañana libros; por la noche abanicos cuando no trabazones, le
escupiría con desdén mirándola derrotado de antemano de arriba abajo,
comprendiéndola díscola y lúbrica, de imposible seducción e incorruptible ante
las bobaliconas artimañas de un varón tan endeble, de picha floja y enrarecido
por filosofías estériles y arrogante y vano como él.
Los
mil relatos de un año quedan en uno solo: el que sale a la luz. Los que quedan
detrás de los telones del teatro o de la barraca de feria los engulle la
oscuridad al igual que hace con los recuerdos de los muertos.
Seleccionemos.
¿Qué
dice vox populi?
Mejor
latines y hasta latinajos de vox patricia
en el 78, que las masas andan muy descaminadas y a lo loco, confundiéndolo
todo, ruidosas y sin un propósito fijo ni atinar certeras a nada, amenazantes
de invadir la casa de tu madre y romperle los jarrones de porcelana o los
pastorcillos de Lladró.
¿Qué
nos cuenta El País?
(Todo
no puede contarlo: hay ángulos muertos, aunque partido de cualquier cosa puede
sacarse: un adjetivo aquí, un sustantivo allá, un pie de foto, un se dice… Y así vamos de bien.)
Un
tipo ha llegado al Polo Norte viajando solo en un trineo tirado por perros.
Por
esas mismas fechas, o parecidas, el cronista morcillea implacable (ni siquiera
le es preciso como en otras ocasiones cuando le zurraron la badana por bocazas
parapetarse detrás de sus gafas de miope, puesto que retoza sobre la tumba de
un muerto) en su columna con don Vicente Blasco Ibáñez y una de sus novelas que
leyó en su juventud al descubrirla un día que, sin escuela ya y todavía sin
trabajo, andaba revolviendo en el cajón de la ropa interior de su madre y que,
al parecer, la visualiza ahora en la sala de estar de su casa (sala de mirar,
la llama él) en forma de telenovela. Tilda al insigne novelista valenciano de guionista de Hollywood (nunca lo
fue) y lo califica algo sorpresivamente de un Balzac rudo y chufero (más bien
fue un Zola impetuoso y a veces pasado de rosca folletinesca). Y todo esto ¿a
santo de qué? Pues, señor, que al cabo el atrabiliario columnista se nos revela
como inveterado televidente… a escondidas, colmados no sin envidiable facilidad
los folios diarios de la crónica esnobista o cualesquiera de las que se tercien
en la jornada.
¿Y
qué nos cuenta el mundo de a pie descalzo o el de las páginas satinadas?
Todo
en su sitio, se repite insistentemente Boceto
mientras disecciona con los ojos las aceras y sus transeúntes. ¡Qué lejos se
halla, o eso cree al menos, de ese instante definitivo cuando las cosas y los
hechos se vuelven del revés y enseñan criminalmente las costuras: negación,
ira, negociación, depresión, aceptación… la cuenta atrás.
En
el setenta y ocho todo el mundo que es alguien y deambula por los platós de
televisión o es confirmado en negritas en las páginas del cronista ha aprendido
a comer. Habrá días de bulimia incontenible (todo lo comible del cerdo o del
cordero) a oscuras entre las cuatro paredes domésticas a salvo del espionaje
rosa o negro, pero en público, el público general que tan bien y con tanta
minucia observa a quien quiere crucificar, nuestro comensal se alimenta de una
discreción esmerada: corbata bien anudada al cuello, la chaqueta puesta y
excelentemente ajustada al torso, las piernas juntas, los codos fuera de la
mesa, de primero ensalada, lubina de segundo y de beber agua mineral francesa,
nada de postre y durante la sobremesa de diez minutos, ni uno más, un café solo
sin azúcar y aromatizado con dos gotas de ron jamaicano. Conversación profunda,
dialéctica: ¿En qué tiempos de las primeras luces hallamos esas etimologías?
Rojo, la sangre, el azul del cielo, verde la planta vigorosa… Ah, diálogos
platónicos…
La
sobremesa de Sánchez se hurta de galimatías y le aboca a los grandes enigmas
mientras soporta la digestión atroz. Ya anda sobrado de alcohol pero…
El
día es como la aceituna que flota en el vermú, podría decirse reflexivo, no se
sabe si de adorno o de otra cosa, pero en realidad este hombre tiene la mente
en blanco y su habla consigo mismo se limita a conjeturas de una nimiedad
léxica casi animal.
Qué
dos ejemplares lamentables de la especie humana sacudidos por una extraña
energía de la que ni siquiera ellos serían capaces de definir cuando era tan
fácil hacerlo: la vida, que los mantenía erguidos, en movimiento, ese soplo que
les venía de adentro… hasta que un día dejaba de insuflar aire y la marioneta
se venía abajo por accidente o simplemente por cese de actividad, como si fuese
un negocio divino o diabólico, daba lo mismo, entonces no importaba nada en
absoluto todo aquello que habían alcanzado a hacer mientras estuvieron vivos
ricos o pobres, sabios o lerdos y fueron únicos e irrepetibles.
Cada
uno ve la vida como un cuadro, a su estilo que es intransferible. Es así como
yo lo veo, se defienden todos. La objetividad de la imagen es innegable, pero
la visión de cualquier espectador por muy insensible que sea ante ella es
subjetiva. Son múltiples las interpretaciones de la realidad, y es sólo un
paisaje entre los actos de nacer y morir. Una mirada y, luego, los colores y
las formas empalidecen, se apagan y todo vuelve a oscurecerse definitivamente.
Uno
termina su lubina y coloca cuidadosamente los cubiertos en el plato, coge del
regazo la servilleta y la deposita encima de la mesa, sorbe un trago del agua
mineral y mira al infinito, sin expresión ninguna en el rostro, ni la mínima
turbación, nada que ensombrezca su ánimo.
El
otro aún anda resoplando sobre su potaje de garbanzos, se limpia los bordes de
los labios con la servilleta de papel arrugada y pringosa de manchas. Eructa
por lo bajo. No le vayan a oír. Se cree un hombre de modales. Cuando termina de
masticar, vuelve a beber del vaso de vino negro y espeso. Chasquea la lengua.
Parpadea, suspira saciado, mira la nada a través del bullicio de las otras
mesas, un embrutecimiento solidario donde se siente bien acogido.
Uno
extrae un Players de la cajetilla y
le prende fuego con un Dupont chapado en oro. Mientras sostiene elegantemente
la taza de café humeante cerca de su boca entrecierra un poco los ojos, se
adueña del porvenir.
El
otro fuma su Celtas y da buena cuenta
del carajillo de coñac que raspa su garganta y le hincha el hígado.
En
mil novecientos setenta y ocho los restaurantes y las casas de comidas baratas,
las cafeterías y los bares de barrio son auténticos fumaderos donde parte del
humo de los cigarrillos se eleva sin cortapisas en el aire denso de voces y
alientos, de humanidad empachada y dibuja anillos y volutas sobre las cabezas
de los comensales satisfechos y otra buena parte de él en silencio letal
impregna de veneno sus pulmones y sosiega tóxicamente el fluido de las venas:
el mundo está bien hecho.
Boceto: ¿Por qué tenemos que crecer?
El
colegio es la primera canallada. Luego…
Bien,
sé tú más canalla que la vida, esa estafa
repleta de sutiles o bastos engañabobos. Adelántate un paso a ella, que
se entretenga con las migajas de tus semejantes. Tú, a la tuya sin reparar en
medios: ahorrar en los placeres es la peor inversión en la que incurren los
necios.
Mil
novecientos setenta y ocho, amigos, he ahí al hidalgo Boceto provisto ya de corcel, espada invencible y esplendente
armadura de caballero, garbosa figura que se alza nítida sobre el horizonte
azul: Deslizaos mortales, no os apoyéis.
Desde
antiguo así lo hemos dispuesto: el mundo te lo debe todo sólo por haber nacido;
aparta, pues, de tu pensamiento, el miedo, la pobreza, el sufrimiento, la
muerte. ¡Sus y a ellos! Todos tus enemigos son de papel, ¡tan fáciles de
abatir!, y la muerte, es cosa sabida, siempre sucede a los otros.
Aunque
sabes también, y ello, paradójicamente, aún fortalece más tu creencia en los
derechos que te asisten, que la vida es ruin y traicionera, que puedes ganarle
todas las batallas o la mayor parte de ellas, pero al final doblega tu
estandarte, te hiere y en un instante remata tu existencia. Creces, y lo vas
perdiendo todo, el radiante sol deja paso al día frío, gris, ventoso, sin
nombre y sin fecha, revela tu verdadera condición. Sólo que de momento te ves
desde fuera y desde adentro como una unidad imbatible, imperecedera, ¿qué
importa que a pesar de la rotunda apariencia que te devuelve el espejo y
desvelan los ojos de los otros, de la carne que te visibiliza y los huesos que
te sostienen estés hecho del material de la nada? ¿Qué se necesita para
comprender la doblez y miseria moral de la época y la caterva de sus políticos?
Sensatez. Mira a cualquier anciano incauto y desprevenido con la papeleta del
voto en la mano en la cola del colegio electoral, desaliñado o bien vestido, es
igual, desvalido al fin: míralo bien a sensu
contrario, y sabrás la ruindad moral y el teatro político que se esconde
bajo los mullidos escaños y las corbatas vistosas, el blablabla de truhán y sus
privilegios de casta de vagos y figurones, de trepadores y caraduras. Sé tú
(has aprendido a ser quien eras), deja la patria a los enanos, los trabajos a
los perdedores, la pobreza a los idealistas, el símbolo a los burlados.
En
las horas del reposo, él era la eternidad, el propio hacedor de ella: no
existía nada más que pudiera dañarla.
Encendió
otro Players…
Engendraba
demasiados yos de su yo. A los dieciocho años empezaba a
tener un arsenal de armas dialécticas a su alcance capaz de atemorizar a
cualquier oponente que se enfrentara a él, y no dudaba ni un solo instante en
valerse de ellas, e incluso en exponerlas a la vista antes de la batalla. Que
sea el poder de tus enemigos lo que arma el valor de tu brazo… pero le aplicaba
el cuento al otro: él se las veía con gentes de variado pelaje pero siempre más
débiles que… su arrojo, fáciles de conquistar.
A
los dieciocho años era todo él un anecdotario literario (la anécdota es el
suceso más divertido de leer de los que acaecen en las páginas de un libro).
¿Literatura?, se preguntaba ya cebado aspirando el humo del cigarrillo, y
tramaba rastreando en su interior la respuesta festiva o, al menos, ingeniosa,
de sobremesa (diez minutos, ni uno más).
¿Literatura?
La del ínclito Borges que sofisticó su concepto al más alto grado de tomadura
de pelo cuando afirmó que la forma más perfecta de leer el Quijote es… en
inglés.
Nosotros
podemos ir un poquito más allá: ¿Borges? El tipo leía a Conrad, polaco que
escribía en inglés, en traducciones polacas.
Me
leo yo a mí mismo en una tablilla de Uruk, declaró en una memorable ocasión el
adolescente Boceto ante la absoluta
indiferencia de los que le rodeaban: sobremesa doméstica donde cada uno de los
miembros de la familia dirige su desdén más afilado a los otros anclados en su
sordera y solipsismo.
Hay
que ver lo que da de sí un cigarrillo y una sobremesa de diez minutos.
¿Quién
escribió Mi cigarro y yo?
Le
da vueltas al asunto. No es preocupante no acordarse ahora. No hay público… en
general, luego no hay lucimiento ¿para qué andar con los sesos en la mano?
Divagar
permite la incongruencia: divagar, corrigió, es meterse de lleno en lo
incongruente, es la ausencia de un ordenamiento (cualquiera de ellos) que te
constriña la imaginación, lo que hace enriquecerse al pensamiento y esclarecer
lo absurdo, que no necesita de sostenes lógicos: un absurdo comprensible deja
de serlo inmediatamente, se achata, te devuelve a la realidad.
¿Desmadejar
el absurdo?
Contestar
es equivocarse. Toda respuesta es una equivocación.
Más
te valiera adentrarte en espesura, allá donde finalmente se halla toda
iluminación y también la realidad es desvanecida.
¿Qué
nos cuenta El País?
Este
año de mil novecientos setenta y ocho es el nacimiento de la nueva España.
¿Quién
lo dice?
El
susodicho papel. Y lo ratifica en sueltos y gacetillas de más adelante: los
padres de la patria lo afirman (que bien merecido se tienen un descanso al
mediodía: apartan el borrador y las estilográficas de los mandamientos a un
lado, se ponen en pie, desentumecen aliviados las partes, abandonan a paso
ligero el regio casón del pueblo y andan al restaurante más próximo a reponer a
base de agua mineral francesa, ensaladas, lubinas y aromático café el
montoncito de células grises malgastado en el curso de la mañana).
A
esta primavera la veo yo rara.
¿Y
eso? Llegaron las violetas que, como siempre, brotaron con inusitada alegría, y
después le siguieron los narcisos. Todo en su sitio, pues.
¡Qué espectáculo, el setenta y ocho!
(Entrada,
un chelín. Niños y lacayos, medio chelín.
¿Quién
lo dice?
Mr.
Thackeray.)
Ya
puestos ¿qué ángulo oscuro o muerto de nuestra conciencia zarandea por estas
primaveras el esnob diarista?
¿Existe
esa clase de esnobs?
Sin
duda si él mismo viste y calza, y es harto frecuente en las clases inferiores.
Por lo demás, suele ser un esnob relativo. Frente al verdadero poder se achanta
y acaba tirando la Olivetti al fondo de un barranco polvoriento.
¿Polvoriento?
Y,
sin embargo el tipo, ya endiosado, en Lhardy comía guisantes con tenedor y
cuchillo ante el asombro del despensero y la indiferencia del resto de
comensales que daban buena cuenta de sus cocidos.
Sólo
frente a las cámaras de televisión se permite tamañas extravagancias: si no
leen lo que escribes, novelista, al menos que te lean a ti. En el comedor de su
casa come con los dedos bajo los ojos muertos de la talla románica de una
virgen y delante de un espejo ovalado enmarcado en latón dorado incapaz de
reflejar ninguna imagen que no sea la de él de punta en blanco, naturalmente.
Así
que un esnob diarista.
¡Menudo
elenco!
Muchos
otros hay, al decir de Mr. Thackeray, recopilador que nada tiene de esnob y
todo su banquete cotidiano consiste en carne fría, cerveza barata y media pinta
de Marsala: liberales, respetables de la gran ciudad, militares, políticos,
clericales, universitarios, literarios, radicales, los que comen fuera,
rurales, solterones, los que invitan a cenar, tertulianos, continentales…
El
diarista esnob puede llegar a ser abrasivo… desde una mesa camilla, a salvo en
su torreón, tras las faldas coriáceas de su mujer dulcemente prisionera, tan a
gusto en su papel de cancerbera que armada de escoba o deshollinador no permite
la entrada de intrusos que puedan estorbar la afición del hombre volcado con
los dos índices enhiestos sobre su Olivetti. Al gran friolero, fular al cuello,
lo tiene entre algodones con sus gatos orondos entre los pies calzados con
botines, bien cerradas las ventanas al invierno, a la primavera... Demasiado ha
vivido (y vive) a la intemperie de donde extrae sus negritas para dejarlas
abiertas y que entre el vendaval villano y callejero en el sancta santorum
del celebrado estilista.
Aquel que admira mezquinamente las
cosas mezquinas. De tal modo se definió
en una ocasión al esnob.
Y
si hay tribuna donde exhibirse…
(Ve,
pues, entonces, y paga no sin ilusión medio chelín por el espectáculo.)
Ya
que nos inmolamos día a día sin poder evitarlo y a despecho de la condición que
fuere, seamos afortunados o desdichados, ricos o pobres, hacendosos o
haraganes, hagámoslo en la trivialidad de la comedia humana y en los actos más
fútiles que registran sus marionetas en todo momento colgadas en el vacío bajo
la amenaza de una muerte que siempre, más tarde o más temprano, vence a la
vida.
El
esnob diarista ha recibido en su casa a un colega que llega cargado con la
frivolidad de un millón de muertos a la espalda y un cuestionario en la mano:
otro que quiere que le escriban el libro los demás mediante respuestas
inteligentes al montón de sus preguntas banales disfrazadas de cuestionario.
¿Qué
piensa usted de don Francisco Franco Bahamonde?
(Pero
¿éste que se ha creído?)
¿Qué
porcentaje voy a sacar yo de todo esto?
Ante
el silencio altivo y también algo culpable del entrevistador, el cronista, que
responde con cierta mofa al interrogatorio, nos cuenta su venganza… incruenta:
a pesar de que es la hora del té, no le ofrece absolutamente nada, ni café, ni
cocacola, ni mirinda, y mucho menos un té, que hasta hay que encender un fuego.
Buenas
se las gasta él.
Al
día siguiente, tres de junio de mil novecientos setenta y ocho, acude a una
feria del libro a vender los suyos con la adición de la firma como si vendiera
escobas, que así los compran.
Los
gatos son mucho más elocuentes que los libros, le dice a un colega para
disimular su evidente consagración
popular.
¿Qué
nos cuenta El País?
1.
Secuestran al niño que hace pis.
2.
Un verdadero socialista nunca es marxista, afirma uno de los políticos
futuribles a liderar el gobierno... siempre que suelte ese lastre
obstaculizador y pecaminoso que impide atraer el voto de las buenas gentes de
la clase media atadas a su propiedad.
3.
El presidente afgano Dau Khan ha sido derrocado por un golpe militar encabezado
por oficiales del ejército. Khan y gran parte de su familia, incluidos niños,
mujeres y ancianos han sido inmediatamente fusilados antes de que escondan el
tesoro en una de las áridas llanuras próximas a Irán.
Boceto con un pie en la universidad y el otro brujuleando por
la rúa donde los acontecimientos, donde algún suceso mujeril acaece, donde toda
oportunidad tiene su asiento para un joven con los sentidos bien despiertos:
Sin
embargo, flaquea a veces, ensueña, se deja llevar por ese futuro de mil años que tiene ante sí, percibe la
realidad como en un negativo, a la espera de que llegue a sus manos por arte de
birlibirloque un líquido revelador y la configure, en color o en blanco y
negro, que da lo mismo mientras pueda agarrarla por el pescuezo, en su
definición más nítida y en sus tonalidades justas: los ojos del jaguar.
Un
planeta soñado escondido entre los soles más próximos a la Tierra azul: un
cielo de un verde sutil, un verde de bellas transparencias, donde el agua es
dorada y la única vida que brota de su suelo sin pisadas de animal es vegetal
menos él, Gran Humano en busca de la Gran Humana, imagina fantasioso una
minifaldera con las piernas al aire en
la calle o se imagina él tras el culo de la criada entre el pasillo curvo, la
cocina y el salón.
¿Ningún
insecto polinizador? ¿Basta el viento para transportar por el aire verde las
semillas germinadoras?
Basta
con que el gato sea inteligente y locuaz, pero dicharachero y hasta algo
estrafalario en su conversación: un gato ilustrado sería algo realmente
pedantesco, burlón y desdeñoso y a duras penas soportable, abunda en su
comentario el diarista con el bic
firmador en la mano mientras el colega aún no ha desenroscado el capuchón de la
estilográfica: éste no vende ni una escoba, el pobre, háblale de gatos, de dragones
si es preciso con tal de que olvide su miseria de escritor y no repare en la
pujanza de tu condición, asómbrale con tus desplantes de consagrado:
Y
en plan macho alfa de las letras patrias le suelta al colega: Mañana, tío, voy
a escribir un artículo aconsejando a las niñas de catorce años que le den al
porro, al sexo y al rollo. ¡Qué coño!
Lo
hizo: 4-6-1978, domingo, día del señor, a carcajada tendida (?) lo escribió
valiéndose de un mensajero reivindicativo en forma de colegiala de ojos
brillantes, labios húmedos y lengua suelta con la camiseta mojada y en shorts.
El País nos lo contó, le reían las gracias al esnob, y no por
lo bajo, a mandíbula batiente (?).
Treinta
años más tarde habrían acabado todos ellos y sus huesos calcinados en la
hoguera inquisitorial del feminismo y en la otra pira no menos radical y
chamuscadora, siempre encendida, a punto para quemar en un instante la
transgresión que fuere, de la cultura biempensante.
Tenía
que haber escrito esa columna con un código especial, como el que inventó
Leonard Woolf cuando escribía en su diario sus confesiones más íntimas: en él
utilizaba símbolos ceilandeses y tamiles en lugar del alfabeto inglés.
¿Y
qué tiene que ver el señor Umbral con Ceilán, los trópicos y las selvas?
Ese
tipo era un verdadero jaguar, la sociedad de las negritas su jungla y las
garras bien afiladas y los colmillos prestos en todo momento al degüello.
Era
miope, un culo de vaso escondido entre los faldones de la mesa camilla: nunca
hubiera distinguido en la selva tan verde un árbol de un matorral, una
serpiente de un ave, un mono de una rama.
Veía
a través de sus perversiones, de sus apetencias acechantes y felinas los
perfiles más nítidos de un mundo nada platónico, próximo y muy sólido,
accesible del todo, donde meter las zarpas sin el menor remordimiento: el mundo me lo debe todo sólo por haber nacido.
(Y
ni siquiera tenía una espada de madera: sólo una pluma…)
Unos
se imaginan a través de imágenes estáticas o dinámicas, como en los sueños, un
mundo estrambótico que juguetea con el revés de la trama; otros, mediante la
infinita combinatoria de las palabras devienen metáfora de sí mismos, de manera
que da lo mismo que las ventanas por donde mirar la calle profusa y sus
acontecimientos estén abiertas o cerradas.
Lo
peor es sentirse irreal, ausente,
viéndose tan innegable, evidente, en
el espejo.
(Lo
pienso en serio, me dice Boceto en un
aparte, pero lo digo en broma, advierte.)
Para
ahuyentar las menudencias de la vida convencional, la de los otros, y codearse
con ellos (algo inevitable) deje de ser un fastidio está el alcohol, que
asimismo alienta la audacia, ilumina (o apaga) la noche y estimula las
reprimendas del plumilla: mero fermento todavía para Boceto, una droga bruta para Sánchez el vigilante, el destilado de
un poco de asquito para el cronista, que descree hasta de su función de
director de pista en el callejón del gato carpetovetónico y que a duras penas
logra desembarazarse de las jorobas malditas del pasado que carga a la espalda,
la muerte a deshoras de la madre, la muerte del hijo, la ausencia cobarde del
padre: de poco valen las regalías de un presente bienhechor pero colmado de las
heridas pretéritas, y el cinismo ni siquiera es una vía de escape sino un
parche en un ojo que no impide ver la losa de su realidad de hombre temeroso y
ya inacabado: lo que escribe no es una literatura moral, es pura frivolidad muy
bien adjetivada, y él lo sabe; luego el desayuno perfecto, por ahora, es un
trago de whisky con soda y un par de optalidones: el mundo está ahí afuera, que
ni le roce, le basta su Olivetti, no
tiene necesidad de verlo, tiene a su alcance lo que la mente, el espíritu y su
experiencia han aquilatado desde que era un adolescente en espera y leía
durante toda la mañana los libros de su madre en una cocina desangelada de luz
declinante: una epistemología del ser humano y su entorno social (todo es para
nada) que le nutre a la vez de escepticismo, distanciamiento y del instrumento
bien dosificado de la banalidad.
Muerto
Sánchez y muerto el esnob, Boceto,
aún vivito y coleando en el dos mil ocho (Everybody
grew a belly, cantan en los pubs), sí era un hijo de la medianoche.
Atormentaba a los Charlie con su enciclopedismo parlanchín pasado de moda, o
con lo que espigaba con una mueca de desagrado pero con los ojos bien abiertos
en Internet: la farfolla gárrula y untuosa del bebedor pacífico que aparta de
sí el tiempo a manotazos.
Charle
¿tú sabías que fue un alquimista árabe quien por vez primera destiló alcohol?
(Y
mira como han acabado ahora los hijos del desierto: bebiéndolo ocultos en el
agujero más oscuro de un bazar, a escondidas detrás de la panza de un camello o
vestidos a lo occidental en los lujosos salones de luz de miel y ámbar de un
hotel internacional rodeados de compradores de petróleo.)
Alkhul…
y de ahí al brandy, al gin y al agua
pequeña, al vodka que te va directo al alma como un misil (y no explota,
qué cosas).
La
taberna del sábado noche: bebo, pero no tanto como para quitarles de la boca a
mi mujer y a mis hijos su pedazo de pan. Tengamos la fiesta en paz. Ah, la
resaca del domingo mañana.
¿Qué
de malo hay en al drink antes de
cenar?
El
alcohol es droga paradójica: uno beben por no tener el dinero suficiente y
otros lo hacen, ahítos, por tener demasiado.
Jabir
Ibn Haiyan: ese fue su nombre: bajó a la tierra y se dio una vuelta por ella.
(Todos los días comienzan así.)
El
Gran Padre, La Sombra que discurre entre los cielos negros y fríos, sin piedad
le susurra al oído al recién salido como un vómito pestilente de la turbia
adolescencia: Tienes más de lo que vales, mierdecilla.
Padre,
replica el aprendiz de todo y al que nada de lo humano le es ajeno puesto que a
ninguno de sus placeres reniega, me das pena. Y remata la réplica como aquél,
sin compasión: Has pasado (año del señor de 1978) de los cincuenta. Hueles a
viejo. Ese olor como a rancio, a costra reseca, que diría el poeta.
Hijo
descastado, se reía el viejo Brell, esta bestia de mi simiente sumará las
torpezas de la vejez y no restará ninguno de los vicios que adquirió de joven.
(Nos
permitimos ciertas licencias): a los setenta años (año del señor de 2030) el
ilustre Boceto vuelve a Shakespeare
(empezó a empellones con el bardo de
Stratford-upon-Avon a los quince años: traducciones del señor Astrana
Marín), ya con el hígado rebosante de grasa a punto de acabar en la bolsa de la
basura de la clínica (algo que no nos será dado contemplar, pues a partir de
2008 todo ha de volver a la oscuridad), y se sumerge, ahora en su idioma
original, en una retórica que no tiene vuelta atrás ni enmienda posible. Se
huele a sí mismo: antes que el polvo o las cenizas de la muerte has de ser un
montón de mierda y orines.
Cicerón
y Séneca, cuando viejos que ni la toga ni las monedas ennoblecían, mintieron
como bellacos. A ambos les llegó la muerte cuando ésta aún no había afilado la
guadaña con la que segarles el alma. Se le adelantaron. Uno por mano propia;
otro, por ajena.
Pudrirte
en la locura o a través de la carne todavía de pie oliendo tu propia
putrefacción. Peor aún, si cabe: desintegrarte en el asco mientras andas entre
tus semejantes: al mismo tiempo que tus piernas algo invisible se mueve por
dentro de ti devorándote día a día, empeñada esa fuerza misteriosa en
agujerearte las entrañas hasta salir a la luz y, ya tú mera carcasa,
transformarte de los pies a la cabeza en su tumba.
Tu
padre, mierdecilla, releía mucho El rey Lear, glosaba las desgracias
venideras suyas.
¿Y
eso?
El
despecho fluía por las arterias de Lear, mantenía alzada su cansada osamenta y
preso de la ira, enfurecido desafiaba al mundo, a la locura y a la muerte, has
sido tu peor verdugo, has sido víctima de tu disparate, tu sangre no discurrirá
por otras venas, el parentesco es una mentira, lo que sobrevive de tu carne y
de tus huesos eres tú hecho de aire, de sueños, de recuerdos mudos, de la
fantasía buena o mala de los otros supervivientes.
Sentía
el abismo de la muerte en derredor sin nada a lo que poder asirse, unos pocos
pasos más a un lado o a otro y se precipitaría al vacío infinito sin haber
saciado su rabia, y todo sería caer hacia arriba o hacia abajo.
Has
deseado aligerar tu despedida del mundo al renunciar a sus goces y dones pero…
tu salida se demora y tu desnudez te oprime y ha de llenarte de heridas,
recordaba mal Brell el Viejo (a él ya le bastaba la felación sabatina que le
practicaba con sapiencia la niña rosa y
las sinfonías desenvueltas de Haydn a toda hora). El mundo, sus dinosaurios y
demás alimañas podían irse a hacer compañía al diablo estuviese donde estuviese
que, de seguro, les recibiría con los brazos abiertos.
Y
Boceto, antes de devolver (o entregar
en forma de óbolo) el espíritu (¡hecho
unos zorros me lo has dejado, maldito bribón!, le recriminó el barquero),
parafraseaba a aquel otro derrotado: envejezco, padre, pero no maduro.
No
hace falta llegar a viejo exaltado para hablar con Blake: Allen Ginsberg lo
hacía a los veintidós años.
No
hace falta ser viejo para acabar perfectamente derrotado.
(El
catalán tembloroso ese, tan
mitificado como el cónsul que tanto desdeñaba la poesía gratuita y las
coartadas librescas, no se mató para
no olerse a viejo entre las sábanas sucias de su piso alquilado en alguna de
las callejas malolientes del Raval todavía con la presencia de putas patéticas
y gordas y chaperos adolescentes desnutridos en pantalones cortos tocados con
gorritas de marinero. Se mató porque uno no puede seguir vivo a partir de los
cincuenta sin hígado, ya completamente roto, un estropajo, vamos, pues las
maquinitas de los otros órganos dejan de funcionar sin remedio, y tiene muy
poca gracia andar por ahí con un buche cosido a un costado donde almacenar las
dos botellas de ginebra diarias al empezar la tarde; ya con un par de cervezas
en el desayuno consistente según la tradición en pan untado con tomate; unas
cuantas copas de bourbon en los entreactos matinales y tres copas de buen vino
en el almuerzo: buenas noches y buena suerte –muerte-.)
Nos
vamos entendiendo, poeta... y demás discípulos tuyos.
En
el mundo de las drogas estimulantes las manías son persistentes en pos de la
grandeza que más tarde o más temprano acaba disolviéndose en el polvo junto con
otras ínfulas, coronas y oropeles.
Balzac
abandonaba la cama a la medianoche, y en plena oscuridad se ponía la cogulla,
afilaba la pluma de cuervo y sin solución de continuidad escribía a la luz de
seis velas diez horas sin interrupción espabilado por una metódica mezcla de
granos de café absolutamente venenosa al parecer: borbón, martinica y moka:
cincuenta mil tazas de ese brebaje terminaron reventando un corazón demasiado
humano que también anhelaba la grandeza a través de las correcciones (literarias por encima de cualesquiera otras):
no vimos su cabeza blanca y envejecida como la de Lear, quien fue personaje
–trágico -antes que autor, poema –épico- antes que poeta.
Cada
uno aligera la sangre a su modo, que fluya a su aire dentro de las venas y
arterias, que el cerebro arda o se sosiegue a conveniencia.
El
sol también es una droga para el hombre infeliz, lo retiene de pie sobre la
tierra, sostiene su desdicha de tal forma que le aleja de la solución más
drástica a su pesares.
Sé
de un establecimiento de fachada minimalista sito en la Valencia más luminosa
donde venden treinta y siete variedades de helado. Tales potingues y sus
mixturas misteriosas no han de ser droga menor.
En
mil novecientos setenta y seis durante una de sus jornadas en la biblioteca
familiar el escrutador Boceto
encontró entre otros libros de encuadernación apestosa Peyote Poems: al abrir sus páginas de ruin papel amarillento voló
al suelo una nota manuscrita en papel cuadriculado de JD.: Fuera de los opiáceos que causan adicción, las drogas experimentales
potencian la mente y la liberan de las tinieblas, son… comunicación: mescalina,
hongos, marijuana, LSD, hashish.
Unos
le dan al mescal; otros, a la coca-cola o al helado inverosímil.
Adán
y Eva sin taparrabos, todavía sin pudor ante la desnudez recíproca, paseaban
entre los verdes y brillantes prados de marijuana que inocentemente crecían al
sol bajo un cielo en verdad azul.
Drogas
más sustanciosas por ser ingesta menos grosera y más espiritual nos la
proporcionan el improbable Lao Tse, Buda, Confucio, Cristo…
El
vinazo nocturno de Sánchez presagia su destrucción no tanto por la misma
letalidad de sus ínfimos componentes como por su bruta condición narcótica y
epilogal previa al colapso social, moral y físico definitivos al que se había
visto conducido muy temprano en su existencia. Pero una degradación ajena a la
propia voluntad, una caída, nunca es
repentina, al contrario que un trastorno mental, una alteración psiquiátrica,
que pueden sobrevenir de forma abrupta de la noche (horrible) a la mañana
(odiosa); sin distinciones de clase todos los niños-Sánchez, legañosos o no,
con los oídos sucios o no, mientras van creciendo y se transforman poco a poco
con inevitable fatalidad en adultos malhechores, violadores o criminales
irremediablemente, la ven venir, oyen sus pasos inexorables hasta llegar a
ellos desde que tienen uso de razón, y comprenden perfectamente que antes o
después caerán, estaban programados
por el diablo, o, peor aún, por el dios, para despeñarse al fondo del abismo.
Nadie
es libre, ni siquiera aquel que escribió el día más alegre de su vida que estoy sin dinero, sin recursos, sin
esperanzas de ninguna clase, soy el hombre más feliz del mundo. Es fácil
imaginar que clase de droga alimentaba su inconsciencia, dirían Brell el Viejo
o Brell el Joven, tan atentos a sus menudencias librescas. Ninguno de los otros
dos, el hermano mayor y el hermano mediano, echarían mano del cinismo para
desmentir oxímoron tan reiterado y llamativo.
Siglo
veinte (y diecinueve y veintiuno) cambalache…
Suerte
has tenido, mierdecilla, de no ser un niño-bomba, un niño-obrero, un
niño-esclavo, un niño-puto, un niño-mutilado por una mina, un niño-soldado con
doce muescas ya en la culata de su fusil… ¿Existe una norma lógica que presida
el comienzo y el fin de un ser humano?
Qué
me importa a mí el niño que fui, todo eran idas y venidas, atrevimientos
rapaces y mentiras: el pasado está lleno de sucesos ruinosos, escombros, trapos
deshilachados, informes retales de pensamientos a punto ya de pudrirse
definitivamente. Todo, incluso lo perfecto, allí huele a cosa usada, a rancio,
a viejo y sin duda a muerto, puñados de estiércol que en los casos más
afortunados sólo sirven para fecundar en la oscuridad las sinuosas raíces del
presente.
Si
el pasado te coge del pescuezo no se anda con chiquitas: andas que andarás por
las aceras taciturno y temeroso bajo una máscara pordiosera que te irrealiza,
te mueves por el mundo como si te pensaras expuesto a cualquier bala perdida, a
la zarpa sanguinaria de un destino ciego: el pasado es una droga dura que
coarta cualquier revelación del ahora, desangra hasta tu mismo presente.
A
Boceto, libérrimo transeúnte durante
el día y a noche, se le ocurre que, sin ninguna atadura por arriba ni por
abajo, es como aquel personaje, aunque a la contra, de Conrad: empezaba a considerarse científicamente
interesante: también la palabra silenciada o en voz alta es una droga, se
dice en su caminar.
Poco
me importa a mí el niño que fui, tuve que serlo fatalmente de aquella única manera para conseguir el único adulto
que creció desde aquél (imperfecto, incorregible). ¿Quién puede imaginarse la
infancia del viejo y residual tonel Falstaff, su retórica posterior tan
provisoria de placentero esparcimiento, viandas y lujurias? Ya era disfrazado
de niño el que sería, un barril en el que cabría de todo hasta terminar
haciendo agua.
¿Qué
nos cuenta El País?
En
Brasil es detenido el antiguo jefe de los campos de concentración de Treblinka
y Sobibor responsable de la muerte de más de 250.000 personas.
Y
en esa noche larga y salvaje bajo la oscura luz del sol, no chistaba ni Dios
(al decir de aquél, uno, cualquiera).
Totuum Revolutum.
¿Qué
son los setenta?
Parte
de ese puñado de estiércol que ha fertilizado la tierra de dos mil ocho que
holla Boceto en su búsqueda de
vírgenes a las que sacrificar y sueños donde meter su abyecta realidad: lástima
de tipo, tiene las palabras pero nunca hallará el orden de colocarlas: lo
descubrió al leer a Joyce y a otros de esa calaña. Se libró de la pluma: a otro
perro con ese hueso.
Treinta
años para capturar a un viejo nazi que los dioses y los demonios habían tomado
bajo su protección, que ya no era nadie pero que fue un asesino de masas (y
creció del niño que fue a quien le gustaban las cerezas y el olor a lavanda de
las manos de su madre).
¿Tú
sabes lo único que le sobraba a Goya en su maltrecha, malhumorada y asquerosa
vejez?
¿Quién?
¿Yo?
La
voluntad, sólo ella le sobraba: antes de expirar alzó la cabeza sobresaltado
como si, al igual que a Beethoven en ese trance, le despertara un trueno, salió
un momento de la modorra previa a la muerte y vio con extrañeza en su mano,
asido a los dedos rígidos y cuarteados, algo que no pudo entender para qué
servía: un pincel.
(A
la hora de morir, gravosa o no, todos volvemos a sentir los dolores antiguos:
A
mediados y finales de los setenta Vietnam ya había dejado de ser un tiro al
blanco para cualquier ejército extranjero que no quisiera perder el tiempo
hundido en arrozales y los vietnamitas empezaron
a matarse entre ellos acatando con sañuda aplicación el preámbulo inevitable de
toda revolución y sus exterminios: eliminarse unos y otros en base a un
galimatías marxista-leninista excesivo a la que la contracultura y la progresía
ilustrada del otro mundo capitalista le dieron de inmediato la espalda, aunque
todavía se mantenían en candelero el Living Theatre, el LSD, la canción
protesta, el mítico 68 y sus
eslóganes infantiloides, Henry Miller, un ramo de flores, el cine en blanco y
negro, Allen Ginsberg y el incombustible Bob Dylan, que sigue cavilando en
nuestros googlenianos días de dos mil ocho acerca de la identidad de mister
Jones y su ignorancia y perplejidad seculares, algo que tampoco le quita el
sueño, pues Jones duerme como un bendito.)
En
mil novecientos setenta y ocho el infiel español también puede ser un héroe e
inmolarse frente a las porras de los grises, la tremebunda extrema derecha
ibérica o los guerrilleros de Cristo Rey: 70 mujeres hermosas y complacientes
te esperan en el paraíso, llevas contigo la llave que lo abre aunque aparezcas
ante su puerta de rosas con un balazo en la frente o con el pecho destrozado
por una bala dum-dum.
¿Adónde
vas?
Hacia
la muerte.
¿No
tienes miedo?
No
tengo miedo a nada. Tengo la llave que abre las ocho puertas donde me esperan
ríos de leche y miel y las más bellas de las huríes.
No
tenía miedo a nada el joven sindicalista barbudo con la llave de la revolución
en el bolsillo, de modo que, tras unos minutos de discusión con un policía
nacional, murió al recibir cuatro tiros que éste le propinó con su arma
reglamentaria: desde su propio paraíso de campos de golf y cotos de caza aún le
guiaba la mano criminal a más de un recalcitrante matador de contestatarios
Aquel que fue Nauta, Estrella y Timón de la Patria.
Ah,
mierdecilla, suerte has tenido que tu madre y yo y los ogros de tus hermanos no
te hubiésemos arrojado en tus más tiernos años a las ruedas de un automóvil
americano, un haiga, pongamos por caso, conducido por un viejo magnate y cobrar
una buena indemnización por tan desgraciado accidente. ¡Qué sabrás tú de los
astrosos años sesenta españoles entre sotanas, subdesarrollo hortera de tergal
y televisión en 625 líneas!
¿Qué
quieres ser de mayor?
¿Además
de eterno?
Además
de esa pretensión tan razonable.
Pues,
no lo sé.
Terminarás
cosiendo balones o encadenado catorce horas al día a un telar de alfombras… si
hay suerte, de lo contrario acabarás de niño-puto en la calle Patpong o de
niño-soldado atiborrado de marihuana, anfetaminas y valium con un AK-47 en las
manos asesinando por conveniencia de los adultos a otros críos de tu edad.
Espabila.
¿Qué
tal profesor de Historia del Arte?
Magnífico.
Algo del todo inocente. ¡Sus y a ellos!
Progresista
y joven también fui yo, y hasta incansable lector de libros hoy del todo
impublicables: la mentira me ha hecho llegar aquí y, ahora, la verdad me hace
triunfar, se dice asombrado el ínclito Boceto.
¿Qué
no nos cuenta El País?
A
mediados del año internacional del criminal el criminal experimenta una
angustia recurrente cada amanecer: se cree un inmenso insecto (el abdomen es
abultado, aparencialmente casi se come a su vez el tórax, y por la parte
superior lo corona un rostro que distingue perfectamente como el suyo con la
boca abierta enseñando unos dientes amarillos y puntiagudos). Un insecto, y eso
lo presiente él, que se devora a sí mismo cada día, cada día un poquito más: un
poco de brazo, dos dedos de un pie, un poco de pierna, un bocado de muslo.
Despierta sobresaltado en la cama de la pensión, siempre al mediodía, envuelto
en una atmósfera de color ceniza oscura y un olor raro, como a ropa vieja, a su
propio cuerpor sin lavar. Es un mundo kafkiano. Pero él conoce muy poco del
mundo, del siglo, que diría un
eremita o un monje de claustro, y el adjetivo kafkiano le suena a chino porque
no significa nada para él.
He
aquí el primer pensamiento recurrente del
día de nuestro héroe Boceto: He
pagado lo que tenía que pagar al nacer. Ahora, el mundo es un bufé libre del
que cojo lo que se me antoja de él y me hincho a conciencia, con todas las de
la ley, aunque luego tenga que vomitarlo enterito a la hora de mis oraciones.
Una
madeja de tupida e impenetrable materia se interpone entre él (Sánchez, Boceto…) y el destino, que no es sino el
amanecer oscuro al que uno abre los ojos cuando despierta todos los días (sea
mañana o tarde o noche). Y luego otra mañana de luz desmayada y sucia o pujante
y rabiosa, el mediodía inquietante, la tarde eterna… y otra vez la noche.
La
vida… (Ese bollo no vale el coscorrón: Sánchez, abatido y muerto en su propio
charco de sangre.)
Si
al menos tuviera uno quinientos años por delante, como el tiburón de
Groelandia... ¡la de cosas que podría modificar, incluso retroceder el tiempo
antes de tu destino fatal!
(No
estarías quieto ni un minuto: si te paras también mueres, tiburón.)
A
lo mejor (¿o es a lo peor?) el secreto lo tenía el rufián de Villon: no comer
higos ni dátiles. La limentación es un asunto muy serio, bien en beneficio o en
perjuicio. Uno es lo que come (y tiburones hay que han de engullirte en un
santiamén).
Se
abre el día, y a su alrededor todo permanece cerrado, el mundo es un coto
vedado para él.
Sánchez
cree que ya es hora de precipitar las cosas, de alterar el curso anodino de la
mediocridad y la miseria encubierta de comida menestral, vinazo de desesperado
y los pocos billetes de semanada que sirven para pagar una esperanza
falsificada y hasta frustrada por la espera y la falta de soluciones. Tiene una
misión: la salvación de la mora y la suya propia. Ahora bien ¿ha de ser el
destino el que ponga en sus manos el intrumento de la liberación de los dos?
¿No
hay en él, todo un hombre, fábrica suficiente para desmontar el tinglado de la
mala ventura y edificar con la sola fuerza de sus brazos el futuro halagüeño
para ambos, la mora y él?
El
río malo de la vida los ha hecho náufragos, los arrastra mezclados con
desperdicios, carroñas e inmundicias a un final incierto, los aparta de aquella
existencia fácil donde no rige ni la humillación ni el desamparo, los arroja a
un lado, al basural anónimo donde las ratas beben del lodazal y se devoran unas
a otras.
Y
allí, fuera de todo, sin ratas a la vista (ellos son las ratas) chapotean en un
mundo sin orden ni ley en el que impera la fatalidad. Si no hay recompensa no
hay culpa; lo moral, sus severas ataduras, no es nada: desapareces en cuerpo y
alma entre la luz del sol y las tinieblas, eres como un fantasma que desconoce
el bien por no haberlo poseído nunca y sin embargo eres conocedor del mal que
te ha perseguido con saña desde que te alumbraron al día o a la noche de la
lucha por la vida.
Hay
tipos, tan distintos a ese melifluo, inútil y bienintencionado de Comisiones
Obreras, que podrían allanar las cosas. Tipos a los que define su efectividad y
no se andan con miramientos ideológicos de ningún tipo. A la vida se la coge
por los cojones hasta hacerla hincar la rodilla ante ti, decía Gómez, su
compañero de chabolo, un pobre diablo, un robaperas que nunca supo nada de nada
pero al que quizás no le faltase razón en esa ociosa baladronada propia de
reclusos toscos y sin pedigrí notable: huir del horror de la carencia debería
ser el primer mandamiento del mal nacido.
Boceto:
Mis
piernas son como raíces. Me gusta estar atado a un sitio: no te muevas que es
peor.
Sánchez:
Se
mueve en arenas movedizas, en un espacio todavía sin cartografiar.
Vibra
en el aire una amenaza oscura, una inquietante inmovilidad de la sangre, del
alma tuya, que paraliza los sentidos: sólo tienes un hueco en el lugar del
corazón y sabes que no hay vuelta atrás... y sabes que vas a perder, que estaba
todo perdido de antemano.
Boceto, cual Drácula urbanita del montón y con una copa en la
mano, puede convertirse sucesivamente sin perder en absoluto su forma humana en
rata, en lobo y en murciélago.
¿Sabes?
Es un juego, unos ganan y otros pierden. Yo, queridos, me mantengo al margen de
unos y otros. Yo, vamos a decirlo de ese modo, sólo juego… sin apostar jamás.
Ah,
Boceto, ni siquiera a las espaldas
(ni en ningún otro sitio) una conciencia anfibia: la mejor vida en este el peor
de los mundos.
Sé
presto. No apresures tus días, pero enciéndelos con la codicia más voraz, hasta
feroz, apúralos hasta las heces (sean bíblicas o no).
La
vejez te roba todo y no te da nada a cambio. No esperes vísperas de ella para
los cumplimientos, que no ha de faltar a su cita.
Vejez
fiera y traidora… se lamentaba la bella armera.
(Eres
la taza del váter, mierdecilla, un hombre huero donde los demás deberíamos
mear, cagar y vomitar, le susurraba conteniendo la risa el Gran Progenitor
cuando se lo cruzaba en el pasillo curvo... El mundo siempre le cae encima a
algún niño inocente y desprevenido: aunque pronto le crecerán las uñas, afilará
los incisivos y la espada de su edad, el recuerdo burlón, han de matar al
ofensor.)
Peores
otras ofensas lejos de la socarronería paterna: el desprecio y el olvido al que
te condenan. Alguna vez se habrá dicho, pues no hay nada nuevo bajo el sol,
pero a Boceto en abril o diciembre o
julio de los corrientes no es que no
le hubiera importado vender a su madre, es que la habría regalado.
¿Sabes,
Charlie? Tengo todos los libros que quería.
¿Todos?
¿Incluso los que no están escritos?
Esos
los escribiré yo. A estas alturas sólo quedan ya un par de ellos por escribir.
Los demás que se escriban a partir de entonces no serán nada más que
repetición, disimulo y torpeza. Sé de lo que hablo, Charlie…
Oiga,
amigo, ya es hora de que se entere que me llamo Sancho.
Una
noche, de agotado que estaba de filantropía administrativa, Fiodorov soñó que ese hombre extraño y
desamparado, Sánchez, era una lechuga.
¿Serás
capaz de matar y comerte una lechuga? Una lechuga también es un ser vivo tan
inocente como un pollo o una sardina. Sé jainita, no destruyas ni devores una
planta que grita en silencio bajo el sol al sentir tu amenaza. Pero ¿qué hacer
con él, con ese hombre-lechuga?, ¿qué hacer con esa turba de desgraciados, con
esos parias de la tierra, con esa famélica legión encharcada de Varón Dandy?
En
la nada se ha abierto una grieta: te vomitan a la vida: ya se cerrará aquella
por sí sola, caerás por ella, te engullirá de nuevo.
Si
fueran poetas o artistas… Villon, al igual que Caravaggio, desaparece en la
niebla… o mejor en la bruma del crimen.
A
través de las palabras cualquiera sabe mucho de muchas cosas. A través del
pensamiento te bastan los dedos de una mano: Wittgenstein, el gran pensador tan
escéptico, se descolgaba en sus escritos con enigmáticas cautelas: Cuidado con
Brahms, puede llevarte al suicidio (?).
Tales
crónicas… de hombres bien cebados llámense JD., Fiodorov o Boceto y acábense
de cualquier modo.
Un
cielo hosco y sucio de color hasta podrido.
¡Qué
poca gracia tiene este día!, se lamenta el paria al anochecer camino de los
escombros de sí mismo.
Desorden
yo y el mundo a pesar de los códigos, las disciplinas, las leyes físicas… Totum revolutum.
Sánchez
está listo: empieza a cavar con las manos su propia tumba aun en el espejismo
de los días y sus sociedades trabadas al albur: amores, trabajos, ocios, goces:
no hermano celestial, sí hermano terrestre… tan nacido de la tierra excremental.
Sánchez,
para seis mil millones de testigos (y tantos miles de millones como él en este
infame mil novecientos setenta y ocho en forma de puñal): un objet trouvé rodando anónimo sobre la
redondez del planeta hasta darse de bruces con la tragedia.
El
Cronista Indomable, nacido a oscuras en Madrid y educado a la luz en
Valladolid, doctor en letras varias y en todas ellas pródigo en lucimientos.
Sánchez,
brotado de la tierra más negra, doctor en
mierdas y graduado en pujos.
¡Qué
ejemplos del solar patrio!
¡Qué
extremos cada uno en su disparate!
(Como
el poeta hermético, más estoy para veras que para burlas.)
Una
gran feria de las vanidades tras las espaldas bien protegidas por el calor del
hogar del cronista impar que anuda exquisiteces en cheli al por mayor: cambia
la cinta de la máquina cada cincuenta minutos: a ojo de buen cubero se van a enterar éstos, se van a enterar
cueste lo que cueste… tres pesetas arriba, tres pesetas abajo el ejemplar.
A
la espalda encorvada por el frío y la noche del vigilante de obras todo es en
construcción: grandes huecos de cemento todavía sin cristales, sin ojos,
escalones a medio hacer que suben y bajan a ninguna parte, tabiques sin voces,
suelos irregulares y fachadas sin enlucir.
¿La
vida en este el peor de los mundos? ¿Qué sería de todos estos si se quedaran
sin costumbres? Hicieran lo que hicieran, se vendrían abajo como peonzas que
dejaran de girar: rechonchos palitroques quietos y mudos.
Peor:
El tipo es como una noria en un cauce seco, gira y gira al viento sin sacar
nada de provecho.
El
tipo sabe muy bien el rédito que renta una tecla bien elegida.
La
penuria de Sánchez…
Los
fastos de una pluma bien pagada…
¿Por
qué no una exhortación a la banalidad? Lo trivial y lo trascendental al cabo
devienen en nada cada uno por su lado.
¿Y
qué nos cuenta el cronista del azar, de la fatalidad?
Prefiere
no mancharse las manos ni la conciencia con la dichosa cinta de escribir ni con
los futuros trágicos. Opta por el recuento de las costumbres (que tanto
ilustran en una columna de periódico) actuales y la confidencia personal
incluso íntima bastante extravagante: Yo soy una mezcla de Clark Gable y César
González-Ruano, o al menos así se veía él cuando antaño, en la ciudad levítica.
Pero lo que el esnob de verdad hubiera deseado en el fondo de su alma sonora de
tinta era haber devenido una especie de aborto de poeta entre Pablo Neruda y
Jorge Guillén.
Una
oda interminable a sí mismo. El tipo se celebra en negritas día a día, se canta
y no por lo bajo.
El
otro, el tipo de la penuria permanente, ya es pasto del desastre definitivo y
de las malas intenciones aunque no supiera hacer buena literatura por culpa de
los buenos sentimientos que profesa a la mora Fátima y porque es hombre de
pocas letras y mínimos números y hasta despreciativo de ellas y ellos.
Hijos
de Sánchez… de aquí y acullá.
Empujado
por la mediocridad o la absoluta orfandad cuantas locuras, equivocaciones,
pasos en falso y disparates llega a cometer uno sin calcular su impotencia para
mejorar su situación: vivir en una constante irrealidad.
Post coitum tristitia: bajo la luz mortecina, sucia y tristísima examina
Sánchez sus pantalones deformados sobre el asiento de la silla, la chaqueta que
cuelga del respaldo, los zapatos oscuros en el suelo junto a la cama, a la mora
en bragas ajustándose con mano sabia las copas del sostén a las pequeñas tetas,
el tétrico espejo encima del minúsculo lavabo que sólo semeja reproducir
sombras, algún vago detalle… ¿Saldrá adelante la maquinación que urde? ¿Bastará
para salvarlos a los dos? La angustia aún envilece más la postración física que
siente. Y sin embargo…
(Como
decían en aquella película –como decía la mujer fatal que en ella aparece- el
tipo lo quería todo y no descubrió hasta el mismo día de su muerte que eso, todo, era demasiado para él.)
Están cambiando los tiempos…
Alguna
viñeta de La Gran Tira Cómica anda descolocada, como fuera de guión, aunque
esté precisamente en su lugar exacto y hasta con los bocadillos precisos: la
muerte a tiros de un pobre desgraciado, un expresidiario irreductible (?)
ahogándose entre los vómitos de su propia sangre con una pistola de tebeo en la
mano.
(Camarada
Fiodorov, te escribiré ese final en
charta vitulina.)
La
imagen diurna o nocturna que le devuelve el espejo a Sánchez no tiene nada que ver
con él, se dice escrutando sus facciones hasta que deja de reconocerse a sí
mismo y empieza a oler a moho a su alrededor
(o él no tiene nada que ver con el rostro en el azogue, lo cual sería
todavía mucho peor).
El
mundo está ahí, al alcance de tus garras, échale la zarpa, no se merece otra
cosa, coge lo que te sea propicio, lo que se te antoje, de nadie es propiedad
(es de todos, anuncia a los parias de la tierra Fiodorov con voz mitinera en su gira electoral y ecuménica por las
plazas de toros donde se termina de apuntillar al animal).
El
mundo es muchas cosas a la vez, descubre Boceto
todas las mañanas sin necesidad de mirarse en el espejo o echar un vistazo a su
alrededor (extrañamente las paredes tan elegantes e incluso él mismo, tan
sabiondo, despiden un olor a moho que enturbia cualquier pensamiento).
El
cronista, circa 5/1978, revela sin
melindre ninguno, y por su cuenta, que la verdadera magnitud de la época es el
aparato genital masculino: lo peor es que esa desnudez tan chocante se exhibe
en los teatros y la butaca cuesta… ¡quinientas pesetas!, de modo que uno se da
de bruces no sólo con el espíritu de la época sino con la prosaica (e injusta:
los suaves volúmenes y los orificios excretores de las damas no sobrepasan en
mucho las cuatro perras) realidad monetaria. Si uno desea extasiarse
contemplando a uno de sus iguales en pelota ha de rascarse el bolsillo o
ponerse en furia y andar mordiendo sacacorchos como una desatada Highsmith, muy
en candelero en aquel tiempo por haber echo añicos definitivamente con sus
novelas los múltiples espejos de Agatha Christie.
Ah,
el cronista, entre la canonización de Franco y Voltaire: le cabe todo en el
diez por cien del cerebro, que al parecer es de esa porción de sesos de donde
extraemos toda clase de utilería intelectual para desenvolverse en el gran
teatro del mundo. Respecto al primero: mejor en los altares que en la historia
(sin embargo, el tipo, tenía trasero para aposentarlo en ambos sitios: Paca La Culona, le tildaba El Fusilador Borracho de Sevilla, su
camarada de armas y crímenes durante la guerra civil).
¿Qué
hacemos con Voltaire además de leerlo tal vez a vuela pluma, que es como se
debe leer a los clásicos asistemáticos del ilustrado siglo XVIII?
Soy
muy condescendiente con los clásicos, por eso precisamente, porque son clásicos
y han sobrevivido durante siglos a los buenos y malos lectores, aunque
reconozco que muchos de ellos, muchas de sus páginas sagradas, son
desquiciantes, confesaba pedante el doktor
Boceto a algunas de sus amantes más ingenuas que terminaban postradas de
hinojos y sin bragas frente a su sabiduría de aluvión:
Querida,
me avala el ins abutendi, y de mis
derechos y tu servidumbre hago mi ley.
¿Qué
hace con el cínico, escéptico y contradictorio viejo gabacho el cronista que de
tan original que se tiene incurre en el narcisismo más vergonzante?
Mezclarlo
y… anularlo, lo referencia y lo disipa entre negritas varias, de modo que
Voltaire es una estupenda excusa, en el siglo presente y en los venideros, para
escribir de lo que se tercie, en esta memorable ocasión de Jorge Guillén, el
cáncer, escritores falangistas y beatos que descargan su conciencia una década
más tarde, la tensión arterial, los impuestos y él mismo, El Cronista y su
estilo como tema inagotable y esclarecedor.
En
mil novecientos setenta y ocho comienza uno a descreer, llámese Sánchez o Gómez
o Pérez, vigilante nocturno de obras o cronista aclamado, de lo que piensa por
sí mismo, de lo que afirman los otros y hasta de lo que ve.
Lo
único que me queda ya es el horóscopo (pero lo leía a escondidas mientras
simulaba hojear distraídamente las revistas de distintas materias y subculturas
amontonadas en el quiosco), no puedo creer en nada más, dijo sin saña un
despolitizado del arrabal que vivía desde un año antes del seguro de desempleo.
JD., el hombre pepino, escribió cerca de un millar de horóscopos pergeñados a
vuela pluma y peor pagados a sabiendas de que hacía dichosos o desgraciados
durante una semana a dos millones de españoles: mea culpa, mea culpa, por siempre mea culpa. Y sin embargo ¿no
es ello más esperanzador y gratificante, y desde luego más sensato, que creer
en una papeleta introducida en una urna? Uno, en su vana ilusión, alcanza a
comprender que puede esperar más, bueno o malo, que de las dos cosas ha de
haber, de los vaivenes del destino que de las artimañas y embustes de un
político rastacuero.
Sánchez
nació bajo el signo decimotercero, satán saltimbanqui del zodíaco, el de los
sempiternos perdedores, a los que ni siquiera el negro JD. con su gramática
parda podía engañar con el antojo de sus pronósticos volanderos y mercenarios.
Bajó
a la tierra… a darse una vuelta por ella: qué fantástico caos tan bien
organizado.
El
enviado del diablo ha trocado tridente por una pistola inútil, un cacharro sin
balas cuyo disparatado cañón sólo dispara la amenaza de su apariencia. El
enviado del diablo no se demora demasiado en encontrar a su víctima, aunque sin
prisas pues conoce nombre, apellidos y facciones, lugares donde se goza o se
tortura, donde consigue el estipendio o el asqueroso sitio donde diariamente da
buena cuenta del condumio, sabe de su obsesión por la mora, de sus sueños
fútiles, de sus enredos pueriles: ha de caer como una fruta madura del árbol
del bien y del mal cuando clave su mirada de fuego y promesa en los ojos
desarmados de ese incauto que cree en un futuro mejor que su presente. Puedo
dejarme de vainas, se dice el emisario del mal, ha de caer, nada he de recelar
del buen fin de mi misión.
¿Dónde
nos conocimos?
En
la olla podrida de la trena, donde todo cabe y se cocinan los aspectos más
inimaginables de una existencia puramente animal.
Si
Dios, un dios, existe ¿por qué ha creado un tipo como ese Sánchez metido en
toda clase de cárceles? Salido (libre) de ellas, con las puertas del mundo
(inmundo) abiertas ante sí, no ha de tardar en convertirse en un pelele
ensangrentado caído y muerto en el suelo bajo el silencio culpable de un cielo
engañosamente azul.
Entre
tanto el enviado del diablo, que elige a la perfección sus disfraces de
estafador cuando baja a la tierra a darse una vuelta por ella, viste de una
forma tan hortera como sus víctimas destinadas al altar de los sacrificios,
incluso huele a la misma colonia que los identifica los domingos y fiestas de
guardar y hasta se peina con raya al lado: tan raras como múltiples son sus
complicidades y enmascaramientos en lo vulgar.
Entre
tanto el cronista enjuicia poetas, se celebra a sí mismo con… estilo: debería
anunciar por televisión pastillas de caldo concentrado, escribe colmando la
cuartilla hasta los bordes, que es una manera como otra cualquiera de
enriquecer la sopa y la cuenta corriente (y también, ¡cómo no!, asoma en el
plato la jeta de Voltaire, que tanto sirve para un roto como para un descosido,
para cebar olla que salpicón): más que vender el alma al diablo vende tu
imagen, aconseja el columnista atento al garbanzo, a la subida de las tres
pesetas por artículo: muy capaz es él de vender un enceradora, sujetadores para
señoras, un diccionario enciclopédico o un exprimidor de limones. Pero el tipo
no suelta la pluma ni el pescuezo de sus lectores aunque lo maten: ya no le
queda otro divertimento (¿acordaremos sin caer en el agravio tildar de tal modo
su escritura?) ni otra imagen durante treinta años que la crónica diaria, esnob
o no, y repetir decenas de veces el mismo libro con distinto título barajando
con maestría, ingenio y laboriosidad idénticos personajes reales o de ficción.
Entre
tanto, el cronista envuelto el torso con papel higiénico por su temor
invencible a los fríos inesperados, va de campaña como el que va de excursión a
la ribera del río. Naturalmente, no lleva consigo, aparte de la pluma, ni un
simple bocadillo. Ya se preocuparán otros de alimentarlo como es debido.
Ataviado con fular al cuello, vaqueros de importación, camisa de color rosa,
americana negra cruzada, botas negras de media caña y la documentación en regla
es un compañero de viaje (vip) de los comunistas, que andan de merienda en el
prado abrileño y goyesco del Manzanares disfrazado de hotel con pretensiones:
hay que matar a Stalin, camaradas, dictamina desde el púlpito marxista la gran
voz nicotímica ante la absoluta conformidad y unánime asentimiento de los
acólitos con aspiración a sentar las posaderas en un escaño. Todos los reunidos
en el cónclave homicida, salidos ya de las catacumbas, no tardarían mucho en
propinar buenas dentelladas al cadáver del georgiano y llevarse entre los
dientes su parte del carnívoro festín a sus pequeños pero luminosos
apartamentos de proletarios con posibles mientras sueñan con las alfombras y
artesonados del Congreso donde pasar el ratito un par de días a la semana y
hacer la digestión episcopal a primera hora de la tarde aún con el sabor de la
lubina en el paladar y el buqué de un buen vino blanco en las narices:
entretanto.
Terrible
mil novecientos setenta y ocho, que más que hijos devora padres y procura
sinecuras a los renegados de distinto pelaje, a la claque siempre renovada.
¡Debes, debes revelarte! ¡Aunque
hubiera de costarme la vida!, invoca amenazante el desterrado.
¿Quién me llama?, inquiere la voz... y
es visible enseguida su dueño.
Pues ¿qué son esas voces?
¡Catadura
pavorosa!
Goethe,
a pesar de su semblante frío y marmóreo y su pompa y rigidez intelectuales y su
pluma aristocrática también escribía para los pobres y los desheredados de la
tierra.
El
avieso Mefistófeles no repara en clases sociales: véndeme tu alma y transita
por el paraíso de la vida.
¿Por
qué malgastas tus años en otras sabidurías que no sean las que demanda tu
propia carne?
¿A
qué machacarse el cuerpo con el relente y el vinazo?
No
penetra en tu larga noche la grata luz
del día.
Antes
de saberlo a sus espaldas y de reconocerlo después ante sí como otro de los
habitantes salidos del infierno en el que ambos habían vivido lo presintió en
las oscilantes llamas de la mínima hoguera donde buscaba el calor, surgió como
por encantamiento con sus malas artes y sus fáciles promesas: su rostro de
fuego. Pero ahí estaba, libre, y él como fiel servidor también libre, sumiso y
entregado: amigo, desde este momento podemos entregarnos al despilfarro y a la
orgía.
Lánzate
al mundo conmigo (y mi prima la serpiente).
¿Cuándo
empezamos?
Ah,
tiene el alma pequeña… y las ansias grandes. ¡Qué pieza fácil! Pero así ha de
ser, nos movemos en el mundo de los sueños… ¡de la ilusión!
En
la inopia se halla el vigilante de obras, como antes de la creación de la luz:
todo sentido, nada pensamiento, sólo fuerza y el vaivén arbitrario e injusto de
lo oscuro. Todo lo que emprenda a partir de ahora será espejismo, entelequia,
su vida ya semeja un sueño… eterno. Es hombre muerto… sin saber nada de nada.
¿Por
qué ensañarse con él?
Así
son las épocas… que son las de siempre: aún lo poco, pobretón, te será
arrebatado de las manos.
Y
su poco es nada, y su vida, un conjunto tan repetido de sangre, vísceras y
huesos, lo es todo: se la quitaremos, que ya es lo único que le queda.
En
esta aventura de lo criminal Mefistófeles es un tipo tan ruin y arrojado desde
su creación a la intemperie como lo ha sido desde la suya su víctima: tan
devastadoras son la cárcel como la calle.
No hay lugar para criminales en el desfile incesante de negritas del cronista. El husmeador de lo social y frívolo repasador del informe catálogo de las costumbres de su tiempo escribe con guantes de terciopelo que le protejan del frío, lo impredecible y la árida desnudez de las aceras, ergo: Mi verdadero informador es mi gato, que por gato mucho más sabe que Ortega, D’Ors, Quevedo, Juan Ramón Giménez y… Gonzalo Fernández de la Mora!

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