¿Wagner, quizás?
Mejor Haydn.
Y reinó la armonía y
la bienhechora placidez, ambos estados de ánimo tan humanamente perseguidos se
deslizaban por los pasillos oscuros hasta alcanzar los luminosos salones
engalanados de cuadros y estanterías atestadas de volúmenes en perfecto orden.
El sueño de la razón
produce monstruos.
¿Qué clase de monstruo
engendraron al unísono J.D., Fiodorov…
y tantos otros ilusos de su calaña sin sospechar el fiasco de la lucha final?
Monstruos de buenas
intenciones, de los que emborronan más aún de lo que están las cosas triviales
de la existencia. Les poseía el patético convencimiento de que la verdad estaba
de su lado, cuando la verdad son tan sólo unos hechos frente a otros hechos. En
cuanto las cosas complicadas contra las que se enfrentaron con las manos
desnudas y el corazón abierto de par en par, las que realmente importan
respecto a una evolución justa de la humanidad, siempre podían con el simple
peso de su complicación con estos caballeros sin espada, mal afeitados y con un
infame libro de bolsillo en el interior de la trenka.
Todos bailábamos en la
cuerda floja, reconoció uno… que no cayó: ocupa poltrona y se embolsa generoso
estipendio al final de cada mes, servil funcionario de partido, mudo
congresista, político escurridizo y complaciente.
El monstruo, detrás de
las cortinas, era invisible como casi todos los auténticos victimarios,
mientras sus víctimas, criminales o no, patentes y desamparadas, devenían
marionetas de carne y hueso, la
mayoría de las veces sometidas a un malvado vaivén incomprensible, y desde
luego injusto, por la crueldad de las ulteriores consecuencias.
¿Piensan las
marionetas?: Creo que todo habría sido mejor si me hubiera dado cuenta de qué
modo y en qué condiciones estaba viviendo desde hacía muchos años,
probablemente desde mi adolescencia. Pero era imposible que me percatara de
ello, yo sólo era un intérprete de mi vida, una ficción, y no el personaje real
que me hubiera salvado de un montón de tropiezos y pasos en falso.
Si hubiera sido otro, de carne y hueso pero sin hilos, ahora
estaría allá en mi rancho grande bañándome en mi propia piscina en forma de
riñón de aguas cristalinas y no quitándome de la piel los sábados por la noche
la mugre de una semana en la ducha colectiva de una pensión de mala muerte.
Por entonces, muchos
de los redentores se afanaban detrás de cualquier religión, sin dioses o con
ellos incluidos en sus breviarios.
¡He visto la luz! Sin
embargo, más allá del sarcasmo de los laicos y la indiferencia de los
prosélitos de otras religiones, los católicos, los más sectarios de los fieles,
aún no habían descubierto que es el diablo quien les guía y al que rinden
culto. Sólo tenían que lanzar una ojeada aunque fuese apresurada al mundo en el
que vivían para darse cuenta de ello. Estaban ciegos de la peor ceguera: el que
no quiere ver. Y, clamaban convencidos, ¡he visto la luz!
Aparece delante de ti
vestido con ropa barata, pequeño y nada agraciado, calvo y miope, débil,
confuso y sentenciado. Uno más de los abortos sociales de tu tiempo que es sólo
un espacio vanamente acotado donde ocurren los hechos.
Tiene que aparecer
ante ti porque tú eres como los perros: si no te tengo enfrente de mí y te
huelo no te recuerdo. Ese muñecote al que la chaqueta de espiguilla y los
pantalones demasiado claros comprados en un mercadillo le vienen grandes sólo
es un olor pronto nauseabundo, el seso podrido de todas la épocas oculto bajo
una vestimenta que da verdadera pena, como todas las modas pasada una década de
su implantación.
Lo sacaron de debajo
de su sórdido ficus, un chabolo hediondo, lo zarandearon a gusto llevándolo por
aquí y por allá (que eran idénticos lugares ) y después lo mataron.
¿Quiénes?
Él mismo. Ellos. La
época.
Lo huelo, es carne de
cañón, aquella en la que se puede hincar el diente sin mayores dificultades.
Una referencia imprescindible y palpable de lo apestoso que es siempre el
fracaso absoluto, el hedor inaguantable que despide la irremediable ruina un
día tras otro día de un tipo desde el instante de su nacimiento para albergar un
alma perdida que pasaba por allí hasta su misma muerte y quedarse hueco e
inservible de una vez por todas sin posibilidad de remisión y sin alma. Los
soñadores y los idealistas los huelen a discreción a estos fracasados. El
mundo, ausente alguno de estos tres tipos, víctimas, victimarios e idealistas,
sería un lugar sin contrastes, de difícil ordenación, sin tesis esclarecedoras.
Qué tipo, qué pintas
aseadas tan lastimosamente.
¿Tú con qué enciendes
tus emboquillados?
Con Silver Math.
(La dignidad de las cosas
bien hechas.)
Lo estropea algo el
tufo de un Varón Dandy reconocible a la legua (no como el pedigrí de los
pertenecientes a una raza privilegiada, que se distingue cara a cara sin
necesidad de olisquearlos), el cabello demasiado húmedo todavía peinado con la
raya a un lado.
Fiodorov, que salió de la cárcel hecho un
guiñapo, o sea, sabe perfectamente de qué va la cosa y adónde conduce el
camino, te guiará: soy tu Virgilio,
toma mi mano sabia.
El que crea en mí se
salvará, dijo a sus discípulos. Yo soy la luz, afirmó jugueteando con el Silver
Math entre sus dedos.
Boceto, diecisiete pedantescos años (pero diez años más tarde,
veinte años más tarde, treinta años más tarde, o ya en el 2008 donde las brujas
aparcaron definitivamente sus escobas, firmaron su defunción con una
estilográfica S.T. Dupont, se proveyeron de una Master Charge, porque hay que
verlas venir, y todos los ficus fueron
abatidos, troceados, quemados, desaparecidos), sorbe como un sibarita un Martini
seco clásico, vermouth dry prodotto dalla
casa Martini&Rossi, servido con unos cubitos de hielo y una corteza de
limón, sin ginebra. Por un momento la expresión de su rostro dibuja un
interrogante divertido.
Por
cierto, ¿yo he estado en el Caribe?
Sí.
La fotografía lo demuestra.
Caramba,
pues es toda una sorpresa. No recuerdo absolutamente nada.
(Si
hoy es sábado esto es Katmandú.)
Hay
viajes, yo no sé. La época.
La
hora en un Patek Philippe de elipse dorada transcurre más aprisa o más
despacio, depende en exclusiva de la circunstancia y la conveniencia de usted,
que la hora en cualquier otro reloj de pulsera.
Recuerda,
los buitres cavarán tu fosa.
El
criminal, en su año internacional, fue su propio buitre.
Nunca
tuvo ideas políticas. En realidad, no sabía lo que era una idea, y la política
son individuos trajeados con corbata que salen en la televisión (en color) y
mienten con un aplomo inaudito y despreciable.
¿Los
pensamientos son ideas?
De
alguno de ellos puede decirse que sí.
Un
despacho minúsculo en una de las sedes bastante precarias de CC.OO.: una planta
baja sin ventanas donde tres mesas de railite con sendas máquinas de escribir
sobre su superficie, unas estanterías repletas de papeles en perfecto orden, un
archivador metálico pegado a una de las paredes y seis sillas muy usadas de plástico
y metal diseminadas bajo la luz depresiva y blanca de dos tubos de neón
constituyen toda la oficina de alcance sindical de uno de los barrios
suburbiales del sur de Valencia, más allá de la plaza de España, aunque todavía
no en el fin del mundo.
Todos
los días se escribe la historia de la humillación, existen seres echados a
perder más tarde o más temprano que lo hacen mal que les pese, incluso contra
su voluntad, que suele ser débil, levantan acta de su propia miseria y
destrucción, se pierden.
A
J.D. le preguntaron en una ocasión qué era lo que en verdad necesitaba para
dejar de lloriquear.
Una
puerta con cerrojo y una ventana al bosque, al campo, a la tierra.
Esa
sería su única forma de escribir con sinceridad, sin añadidos de retórica o una
interpretación excesivamente literaria.
En
este lugar ni siquiera hay ventanas y la puerta está abierta para todo dios,
incluido este pobre hombre de chocante impasibilidad que apesta a talego a
pesar de la colonia barata en la que naufraga.
Antonio
Sánchez, varón, soltero, sin oficio conocido.
Estatura
baja, moreno, cejas al pelo, color sano.
Antonio
Sánchez sonríe con complicidad. Quiere agradar. El mundo fuera del chabolo es
un buen lugar para vivir. Algo habrá para él, cualquier cometido que le permita
pagar el alquiler de una habitación y comer una vez al día. Mira al otro con
indisimulada admiración, su salvador es como un papa Noel a los ojos de un
niño: de él nace su esperanza, recibir los juguetes que nunca disfrutó en la
infancia aunque ahora sean de cartón.
En
1978 dos millones de españoles quieren trabajar en lo que sea, entre otras
cosas porque no saben hacer nada bien y carecen de una formación específica a
pesar de que muchos de ellos carguen como una joroba estudios primarios o
varios cursos del bachiller elemental a sus espaldas, lo que les faculta para
recibirse laboralmente como auxiliar administrativo, botones de banco, portero
de fincas urbanas, conserje, guardia nocturno, peón de brega, listero o
empleado en una ferretería o en un vetusto comercio de tejidos en el casco
antiguo de la ciudad. Otros, tan desdichados como ellos, se quemaron las
pestañas en una academia de piso nocturna y algo de provecho sacaron mediante
un pluriempleo que les libró del abismo de la clase baja-baja y les minaba lenta
e inexorablemente las ilusiones vitales aún antes de envejecer, sin que apenas
se apercibieran de ello, pero que al mismo tiempo les abría las puertas al
milagro de las letras de cambio: a través de esos pedazos de papel engañoso
podían acceder al televisor en color, al 1430 y ser poseedores orgullosos del
Diccionario Enciclopédico Salvat (Piense en sus hijos. Un libro ayuda a
triunfar.)
Tiene
que inscribirse en el partido además de afiliarse al sindicato. Entonces será
un buen camarada al que todos (todos
es una verdadera maquinaria bien engrasada a lo largo de una década de
clandestinidad: algunos de sus militantes con cicatrices o sin ellas
prosperarían ad eternum en años
venideros mediante graciosos escaños y repartimientos varios) respetarán y ayudarán
en este año del Señor de 1978.
Camarada,
ahora eres de los nuestros.
(Marx
anda a tu lado, es tu ángel de la guarda.)
Junto
a un póster donde se representan puños rojos y negros amenazadores que se
blanden a lo alto, la hoja del calendario sujeto a la pared de un blanco
ceniciento por el humo de un millón de cigarrillos opuesta a la puerta de
entrada así lo informa: lunes, 9 de enero de 1978.
Son
las cinco de la tarde, ya tétricamente angustiosa en ese agujero detenido en el
espesor del tiempo, antiguo taller de marroquinería que aún permite oler a
pieles viejas y efluvios indefinibles.
La
hora es la exacta y no la que impone un Patek Philippe de oro: aquí todo es
gris y sin brillo. Puede que afuera llueva. O no.
Toda
una vida puede ser un acto fallido, y no importa qué clase de vida fuese, la
del que habla o la del que escucha, pero eso es algo que uno descubre cuando ya
no hay nada que hacer y las cartas están echadas por algún dios o diablo en su
eterna comicidad.
El
que escucha sin dejar de asentir con una leve sonrisa hace un par de semanas
que salió de la cárcel con un puñado de billetes que le tienen que durar hasta
la muerte.
El
tipo que está sentado detrás de una estruendosa Lexicon-80 de carro grande, que
es el que habla, también supo de carceleros, pero a él lo trataron a palos, era
un verdadero peligro para la sociedad y la concordia universal, para el sistema
al que se empeñaba en socavar, era un terrorista y una vergüenza para
Occidente, así que le zurraban la badana en cuanto despuntaba la mañana. El
otro era inofensivo, un desgraciado que hasta le daban de comer tres veces al
día, lo sacaban al patio a tomar el sol un par de horas y le dejaban jugar al
parchís por la tarde antes de engullir la tortilla francesa y el puré con
guisantes de la cena y encerrarlo de nuevo en la celda.
¿Qué
podemos hacer por ti además de sacrificarte en el ara de la Nueva Era? ¿Qué tal
vigilante nocturno de obras? Al menos te librarías de esa inmunda corbata de
tonos amarillos que te oprime el cuello arrugado, de esos pantalones que te
vienen largos, de esa chaqueta de tan mal gusto, deslavazada. Con un mono azul
será suficiente, que esto no es una pasarela de modelos. Y en las noches del
suave invierno valenciano bastará con un tabardo incluso sin abrochar.
Camarada,
no vuelvas por aquí hasta haber leído la buena nueva (puede que incluso te
sugieran un vistoso nombre de guerra si lo consigues).
Le
entregaron el carnet del partido, por el que no tuvo que pagar nada de momento,
y lo afiliaron al sindicato con la advertencia de que una vez devengada su
primera nómina le cobrarían una modesta cuota que no especificaron.
Un
fantasma recorre España, Europa (el mundo).
Se
leyó de cabo a rabo el manifiesto escrito hacía más de cien años, cuando aún
existían los palacios de invierno.
Cadenas
que romper: todas. Entonces y ahora.
Antonio
Sánchez: bonita marioneta.
¿Quién
va a manejar los hilos?
La
época.
¿Y…?
Al
final le pondremos su propia muerte en las manos: Exitus, y nosotros, como los médicos del seguro social, padres de
familia y bienintencionados espectadores de la televisión y de los poemas
facilones de rima consonante, adiós y muy buenas: antes encaríñate de una
araña, peluda o no, que de un paciente: que se mate de alguna de las mil
maneras al alcance de un ser humano o no, porque hay seres humanos que no, que
no, que nada de nada… Pero que no salpique.
Se
nos mató el juguete.
¿Y
eso?
Se
destripó: corcho, rellenos falsos aquí y allá, colores deslucidos, telas
podridas, serrín, ojos de cristal… ¡pero ni siquiera podían ver! ¡Inertes
muñecotes!
¿Y
el juguete que esperaba desde los cinco años?
¿El
que le reventó el pecho como si fuera una piñata?
¿No
cayeron juguetes, caramelos…?
De
la olla panzuda (y él le daba duro y duro) salió la desgracia, que pudo más que
él.
Cayó
la vida… que sólo era uno más de los finales que le acecharon toda su
existencia de nada, de ser nadie: A.S.I.: Antonio Sánchez Izquierdo.
Jamás
un muerto ha olido tanto a mierda, dijo el agente de policía sin saber nada de
nada aunque con conciencia, un esbirro también pero con otras carencias menos
visibles y onerosas a los ojos del público del gran teatro del mundo.
Roto
en el suelo, anegado en sangre, El Atracador Implacable.
Así
que vigilante nocturno de obras, vaya.
Vivía
en el relente, dentro y fuera de la cárcel: ni tabiques, ni paredes, apenas
suelo, apenas techo: vigila que no se lleven la hormigonera, atento a la grúa.
Esperanzas
las hubieron antes del trágico desenlace.
Fiodorov, el abogado de los pobres, el buen Judas Tadeo de las
tardes, despojado de la trenka de universitario y la jerga dialéctica, sin
ninguno de los libros de derecho a la vista, ya investido de la gracia del tufo
proletario, anuncia avatares más consoladores:
Y,
amigo, si te gusta el cine, estás de enhorabuena. Existe la posibilidad, con el
tiempo, de que ocupes un puesto de acomodador. Pero habrá que esperar unos
cuantos meses (la mies es mucha).
Qué
suerte (vivir de propinas).
La
que te mereces después de tanto infortunio.
Más
inquietante resultaba la apariencia del abogado de los pobres de las mañanas:
un tipo fino de ojos risueños o escondidamente cínicos, seguro de sí mismo
(ministrable quizás una década después de esta historia nuestra tan triste, ya
en plena fiesta de la lluvia de confeti socialista que caía de los cielos como
un maná sobre el suelo de las españas) al que sólo le faltaba un Tank en la
muñeca izquierda o derecha, que tanto da. Vamos allá, camarada, decía, que lo
tuyo es solucionable, afirmaba con una sonrisa torcida.
Lo
que está claro es que si la vida es un juego, alguien está jugando contra mí.
Siempre hay uno que gana y otro que pierde, y otro, que soy yo, puede imaginar muy fácilmente quien de los dos
hace trampas si nunca hay envite en el que yo salga vencedor, ha pensado desde
antiguo el hombre con la chaqueta informe que le cubre el torso y el pantalón
sobrado de largura.
También
al nacer se huele a mierda, la que uno lleva a cuestas al salir del agujero,
reflexiona el agente de policía.
Las
vidas, todas sin excepción, son una pudrición de principio a fin, y huelen a
mierda (al principio y al final).
El
policía demasiado joven y demasiado reflexivo en servicio de patrulla, que
pasaba por allí, se halla custodiando junto con su compañero del zeta el
círculo de seguridad que protege de los viandantes morbosos y de cualquier
contaminación de las pruebas el lugar de los crímenes (media docena al menos:
pobreza, sinrazón, violencia, muerte, injusticia, precariedad…) hasta que
lleguen los inspectores, el forense y el juez levantador de pesas. Es el primer
muerto que ve con el pecho agujereado, podrías hasta meter medio brazo en el
hueco sanguinolento; antes, en prácticas, ya había visto dos cadáveres
despanzurrados: el de una cría de trece años que se arrojó desde el terrado de
una finca en Patraix (él nunca supo el motivo, nunca hay que saber el motivo,
eso se lo dejas a los sabuesos de la brigada de homicidios y de investigación
criminal) y reventó literalmente sobre la acera, por los cuatros costados,
ahora era un amasijo de ropa liviana, carne abierta y huesos partidos que
sobresalía de un charco de sangre muy roja, y el de una mujer de edad
indefinible que aplastó contra un lateral de la parada del autobús (Veterano es cosa de hombres, decía la
rubia del panel publicitario ahora hecho añicos) un automóvil conducido por un
borracho que perdió el control: el Dios antojadizo de siempre hizo que el tipo
acabara con unos rasguños, la nariz rota y una contusión leve en la mandíbula
mientras que a la mujer con la bolsa de la compra en la mano casi la parte en dos
y la mata al instante, no sabía lo que me hacía, señor juez, la embriaguez que
enturbiaba mi entendimiento y mis acciones, señor juez, fue un accidente, señor
juez, usted lo comprende, señor juez. Este cerdo borracho, se dijo en aquella
ocasión el policía todavía demasiado joven, de uniforme impecable y con pocos
cadáveres vistos en el zurrón, tendría que haber palmado con todas las de la
ley, con su asquerosa cabeza colgando del cuello, decapitado, pero no hay
justicia ni divina ni humana… señor juez. Dos años en la trena y a la puta
calle. Y esa pobre mujer… Sólo había que ver los restos que se habían esparcido
a su alrededor desde el interior de la bolsa de la compra: sobres de sopa,
naranjas, costillas de cerdo, una lechuga, un cartón de leche, las dos barras
de pan… ¿Qué clase de justicia es ésta? La de Dios. La que iba a montar él, un
simple policía con la pistola desenfundada… (si me dejaran).
Ya
a la caída de la tarde. Un crepúsculo tristón y sucio, frío, callejero e
innoble. Duele ese atardecer que huele a gasolina, a piedra ruinosa, a un aire
espeso de desolación y a un humo invisible, a la cuchillada existencial que
siempre hace carne. He ahí en el suelo, a las puertas de la joyería, el bulto
agujereado de Antonio Sánchez Izquierdo, ex preso y atracador primerizo. Al
lado un revólver oxidado e inservible con el que pretendía engañar al avispado
joyero bien a salvo él y su dorada y brillante mercancía con una Star 28 PK en
la mano que no dudó en vaciar de balas en el pecho del Atracador Implacable oculto,
eso creía él, bajo unas gafas de sol compradas en un todo a cien. El día, la
tarde, se ha roto con él.
Por
entonces, 1978, Boceto se nos ha
hecho filósofo: Ni sé volar ni sé nadar, aunque esto último es posible para un
ser humano y aprender a hacerlo es fácil, de modo que… ¡termina uno en esta
vida moviéndose como pez en el agua!
¡El
hombre! ¡Ah, el hombre! Preferible convivir en fraterna y dulce compañía junto
a una bombona de butano que con semejante especie de bestia.
Ese
hombre en el suelo que ni siquiera valía para comida para peces.
¿Y
usted quién es?, le había interpelado un descreído Fiodorov, a primeras horas de la tarde al verlo ante él bajo la luz
de neón.
Un
amnistiado del 78 que aún no había aprendido a caminar sin miedo, andaba como
agachadizo, con la vista baja, como haciéndose perdonar, pegado a las paredes
como los perros, no sabe vivir sino en la orilla de todo, sin atreverse a
entrar, toc, toc, ¿se puede pasar?, usted me disculpará que esté vivo, que
respire como la gente decente, que le ofenda mi hambre, que sea yo en ropa
barata, que ande sobre dos pies, que no sea invisible del todo, en fin, no
tengo nada, nunca he tenido nada, soy una poquedad que ya se forjaba en una
infancia huérfana de todo.
Le
hablaron de los comunistas, gente ayudadora, una gran hermandad. ¿A quién
acudir si no? Se aloja en la ruina total. ¿A quién pueden servirle estos
escombros? Fue en busca de auxilio.
¿Y
usted quién es?
Material
de derribo.
Y
era como aquel individuo envejecido prematuramente, raro y resignado de
Maupassant:
Yo
soy un ser perdido. No tengo padre, ni madre, ni hermano, ni hermana, ni mujer,
ni hijos, ni Dios.
Ese
hombre abatido en el suelo no se tenía ni a él: tanto tiempo en la cárcel le
había hecho un completo desconocido hasta para sí mismo. Fuera de los barrotes,
nadie tiraba de los hilos, estaba perdido,
en el trullo no se veía para nada, todos los espejos de los otros le ofuscaban
a él, le confundían apaciblemente, era uno más sujeto a una disciplina
consoladora, inofensiva, libre de peligros si no metías las narices donde no
debías y eras como una hormiga humilde, cuidadosa de no tropezar con nadie,
usted primero, señor: joven recién llegado, procura no hacerte notar, ¿cuántos
años te han caído?, mucho cuidado, amigo, tu culo no es tuyo, si les place te
quitarán tu comida, beberás cuando ellos digan, si hablas por hablar te
partirán los dientes, por una mala mirada te rompen un brazo, por un cigarrillo
robado te saltan un ojo: limpia el suelo por donde andan sus pies malolientes y
todo irá bien.
Aquí,
unos, somos más fardos que otros.
Los buitres cavarán tu fosa.
Salió
de la cárcel el consejero penitenciario bienintencionado protector de jóvenes
delicuentes al tumulto de afuera, y al año yacía encogido sobre sí mismo,
mojado de sangre y muerto sobre un bordillo, entre la acera y el asfalto,
humano u objeto desechables, por donde discurría esa clase de vida y sus claves
que nadie le enseñó: si eres libre, tienes que ganarte el pan y el agua, y él
sólo lucía una vestimenta pobretona y chocante como exclusiva herramienta, y
todos los cuidados anteriores aprendidos en la cárcel de poco valieron en una
selva sin animales pero con reglas leoninas: no engañes con las manos, engaña
con el pensamiento: la astucia es invisible a los ojos de los otros, que pueden
llegar a ser bajo sus elegidos vestuarios un infierno de egoísmos y trapacerías
también invisibles.
¿Cuántos
hechos horribles ha acumulado este día de un confín a otro del mundo? La noche
se abalanza decidida aun a pasos distintos por sus cuatro puntos cardinales,
¿qué sabemos de los sucesos diurnos que se han de borrar para siempre antes del
amanecer? El día hostil (toda esa multitud apresurada, empujada de cometidos y
afanes, es un dragón que va a devorarte en cuanto te descuides), la noche
enemiga (todas sus sombras son fatales): tus carceleros eran tu ángel de la
guarda, preservaban tu mediocre pasar, cauto y medido, de animal acorralado, te
alejaban del sino tan cruento de esa muerte extravagante y chillona acaecida en
una tarde laboral y anodina, poblada de certeros algoritmos pero también de
instintos irrefrenables y de sinsentidos y ahora enlutada en esa mínima porción
del planeta por el cadáver de un hombre anónimo que nunca había sabido nada de
nada: su único pariente era el demonio y se burló de él y sus ínfulas
vestuarias (¿adónde vas con esas plumas?) a las primeras de cambio.
Tu fosa será la exacta… amigo.
Ángel
de la guarda o centinela ¿qué más da si sólo por gracia o por pura rabia de un
manotazo te hubieran arrojado a un lado de ese destino vespertino de un día ya
declinante?
En
el año internacional del criminal las cosas no son lo que parecen.
Pero
¿lo son alguna vez?, preguntó con voz ronca y alcohólica Jim Thompson desde los
cielos sagrados de sus metro noventa de estatura.
Bocetus: primun vivere.
Dieciocho
añitos. El hermano menor escribe su tercera novela de aprendizaje (en realidad
un guión estilo nouvelle vague con
diversas descripciones impresionistas bastante desafortunadas) que acabará en
el cubo de la basura y jamás, por desgracia, en la biblioteca Margaret Herrick.
Bonito
comienzo (en fin, la loca juventud universitaria mareada por los libros de
bolsillo mal encuadernados, confundida por las películas de arte y ensayo en
blanco y negro y por un arte contemporáneo de batiburrillo que decoraba toda la
papilla cultural deglutida a deshoras mientras gusanos de la misma especie que
ellos pero de origen verdaderamente miserable y desesperado se arrastraban con
ánimo de sobrevivir).
Plano americano.
Él
y ella desnudos en la cama de sábanas revueltas después de una noche de sexo
salvaje.
Luz
grisácea, la del amanecer (¿parisino?).
Ella, gimoteando.
No
quiero que me hagas daño. Te amo tanto…
Él, ahíto de hembra y abatido por la
polla inerte.
Pensamiento
que surge de lo más negro de sí mismo investido de guionista implacable, sin
abrir la bocaza: Ya me estás cansando, tía, con esa monserga gimoteante que
llevas encima.
(Uno
sale de la adolescencia y entra en la genialidad bruta como emerge la lava de
un volcán en erupción: os vais a enterar, gritaba éste mientras aporreaba la
olivetti.)
El
criminal, ya reventado, con la muerte atroz retorciéndole el alma, quiso
recordar una mirada azul, una mirada femenina y cómplice que acogiera en sus
brazos los despojos de su vida desastrada, pero lo que le vino a la memoria un
instante antes de cerrar los ojos para siempre fue la mirada negra y gitana,
sucia y agotada de su madre la última vez que acudió al locutorio de la Modelo
en enero de 1969 a entregarle un paquete mal liado con un bote de mermelada, un
cuarto de mantequilla, tres paquetes de nueces, una bolsa de caramelos de
menta, una sobrasada y dos salchichones.
¿Qué
pasó con la amnistía del 76?
Que
me traspapelaron.
¿Y
con la del 77?
Nunca
lo supe. La traspapelarían de nuevo como si nada. Pero las Navidades de ese año
fueron las últimas que pasé en la cárcel.
Año
epilogal, entonces. ¿No protestó contra el olvido?
¿Para
qué?
A
contar las uvas, pues.
Digamos
que quedó en la antesala de todas las mentiras de los unos y los otros, pero al
final salió de entre rejas el hombre inacabado: él fue el primer sorprendido al
comprender que le ponían de patitas en la calle, casi con idéntica sorpresa a
la que experimentó cuando le endilgaron la primera condena a presidio.
Le
regalaron al mundo los tres reyes magos el día cinco de enero de 1978. Aunque
sin lazo, ahí va eso.
Tengo
el dinero justo para un mes de pensión y dos de pitanza, confesó sin rubor. El
dios o el diablo saben (ah ¿pero a esos dos les trae en cuenta lo que dices y
los pasos que das de aquí para allá?: si te eligen es para desbaratarte) por
qué no me abortaron de una maldita vez si ya sabían de mi cuerpo tantas veces
muerto.
Porque
disfrutan con el espectáculo: un par de céntimos, o uno solo, es lo que pagan,
porque pagar, lo que se dice pagar, también pagan algo: cuando menos el
desprecio infinito que tanto uno como otro suscitan en las personas honradas
que excursionan por esos mundos sin poder ninguno, ni bueno ni malo, que
modifique las vidas ajenas.
Lo
importante es que no pierdas la percepción exacta de la realidad. Hay que
evaluar tus recursos, camarada.
¿Y
eso cómo se hace?
Desentrañándola,
adaptándote a ella y no a tus figuraciones. Te vamos a enseñar a hacerlo.
Sé
que acabaré mal.
No
seas fatalista, camarada. Ahora eres una persona libre, puedes decidir tú
mismo. Además, nunca estarás solo. Lo primero es saciar el hambre y cubrirse
debajo de un techo.
(Camaradas
del mundo, proletarios, intelectuales, existe el libre albedrío, haced de ello
el martillo implacable que derribará los muros y puertas que os aprisionan.)
El
mal elige a los que va a aplastar con sus pezuñas y contra eso no hay nada que
hacer, piensa el desamparado, aunque libre y futuro vigilante de obras. ¿Quién
quiere el mal? Es el mal el que te quiere a ti, con saña te echa el guante de
terciopelo o no, te engulle enterito, vestido de ropa de tres al cuarto o
engalanado a medida jaboncillo en mano y con el metro colgado del cuello por el
mejor sastre.
Como
dice la canción, no tengo dinero así que no debería tener problemas.
Se
reía pensando que, sin embargo, aun con los bolsillos vacíos, todo para él
serían problemas una vez en libertad; hasta el problema más sencillo de todos,
que lo resuelven incluso los animales más primarios, comer, se le antojaba un
desafío casi inhumano: sólo se necesita sentir hambre para solucionarlo, ahora
bien, no puedes comerte un dedo de la mano ni arrancarte un pedazo de
pantorrilla y asarla a la brasa. La basura que engullía en la cárcel remediaba
la complicación, pero, ahora, fuera de allí, libre de los barrotes, ¿dónde
estaba esa comida?, no era sino un pobre diablo lleno de errores y carencias
con un miedo angustioso frente a la idea de terminar durmiendo en la calle con
el estómago en ayunas.
Detrás
del plato y una cama, aunque todavía sin la lengua fuera: qué poco necesita un
hombre… un hombre que ni siquiera tenga bajo las narices un plato donde meter
la cuchara y un camastro donde taparse por la noche y guardarse de las
pesadillas y el maltrato de afuera, donde la vida ruge, te engaña, te vapulea.
En
fin, revuelve contenedores, papeleras, esos recipientes urbanos donde se tiran
las sobras. (El que sobra es él…Come codo y calla.)
Lejos
de las buenas intenciones de Fiodorov
y sus camaradas, ya en la calle (al cabo de la…), donde nadie sabe nada de los
otros que pasan a su lado, anónimos en la vida y en la muerte, has de probar
raciones de todo gusto y color, el menú completo del año del Señor de mil
novecientos setenta y ocho, la comilona te va a salir por las orejas.
Ve
con Dios.
O
con el Diablo.
¡Tanto
da!
Y
de la mano de uno de los dos dio sus primeros pasos por el mundo que es uno y
vasto.
¿Qué
nos relatan de este año internacional del criminal? ¿Quiénes?
Los
que de estas cosas entienden.
Cuánto
hombrecillo y mujercilla ridículos hay por ahí con una pluma medrosa y
raquítica en la mano en la que es imposible, profanado ya el papel, encontrar
un atisbo personal, una idea sugerente. Levantan acta de todo lo que les rodea
con un tono (el único que tienen) de suficiencia grotesca e incluso de burla y
ellos son enanos con una prosa rancia que no levantan un palmo del suelo.
¿Qué
nos cuentan las crónicas?
¿Qué
piensan esas molleras?
¿Qué
nos dicen las bocas?
¿Qué
escriben esas manos?
Los
años se escriben o se olvidan: la memoria los falsea a conciencia, o al
desgaire, como el que no quiere la cosa. Boceto,
en el año del Señor de dos mil ocho, año arriba, año abajo, recuerda el camino
inverso al del gran poeta malo Pablo
Neruda que protagonizó J.D.: entrado ya en la madurez empezó a andar entre ríos
y pájaros y no como hizo de joven revoloteando ilusamente entre bibliotecas y
escritores. Quizá sea ahora cuando aprenda de veras a escribir mientras el aire
de los árboles y el olor de la tierra virgen, húmeda y feraz le llenan los pulmones
y el corazón de esperanzas indefinibles.
Un
edificio en construcción pasada la medianoche, cuando la ciudad duerme y queda
por unas horas amordazada entre sombras y el alumbrado frío de las calles,
abierto por todos sus lados, azotado por el aire gélido de enero, es algo
terrorífico. El vigilante de obras no ve indicios de la caseta prometida. Más
adelante, le aseguran, cuando se organice una precaria instalación eléctrica se
te proveerá de una. Ha improvisado una mínima fogata con cuatro maderas al costado
de una pared de ladrillos a medio levantar. Sentado sobre una tabla, abrigado
hasta el cuello con una manta astrosa y maloliente sobre sus propias ropas,
observa las llamas silenciosas. Ha cenado una barra de pan, dos latas de
sardinas con tomate y media botella de un vino negro y espeso. Ahora fuma un
celtas tras otro vagamente reconfortado. Él es en esos momentos un hombre que
no sabe imaginar, primitivo, con los ojos fijos en un fuego nocturno,
acobardado por el frío, que no tiene nada que pensar, y acaso tampoco nada que
recordar. Planea toscamente un porvenir sólo de emociones elementales, divaga a
duras penas un futuro confuso, en su mente de hombre libre todo se halla
desordenado y pensamientos a trompicones. Se mira las manos de dedos finos, ahora
ateridas por el frío, manos, a lo sumo, de empleado de comercio, manos que no
han trabajado nunca a la intemperie, protegidas por la jaula de la cárcel y el
comistrajo diario sin esfuerzo. El trabajo rutinario, quienes consienten
comprometerse a ello, como la misma vida, en la cárcel se hace muy despacio,
había un orden allí, y el penado con largos años en las espaldas sentía una
misteriosa tranquilidad al llevarlo a cabo, la certidumbre de que mañana sería
igual que hoy, que ayer, que siempre, que eso era la eternidad. Ahora la noche
le da miedo, al igual que ese edificio a medias, tenebroso, que no se sabe si
son ruinas o el comienzo de algo nuevo. De repente siente un escalofrío que le
tensa la espada. Tiene miedo de caer enfermo, de que lo metan desnudo y aún
vivo en un carro y lo arrojen a un vertedero. A pesar de la angustia y el frío,
empieza a dar cabezadas frente al fuego hasta que se duerme, y se despierta
sobresaltado por un nuevo escalofrío, y vuelve a dormirse…
¿Cuánto
va a durar todo esto?
Todo
esto, ¿qué es?
La
época.
Boceto se nutre de ella, es de su época de los pies a la
cabeza. No se reprocha ni por pienso el ser de su siglo (¡pobre aquel Sorel que
acaba sin cabeza!). Seduce a una de las místicas de su facultad: muchas hay de
esa condición ramoneando entre los árboles del campus, a su pesar escondidas en
sus modernas vestimentas, vaqueros ceñidos y minifaldas, blusas delatoras de
pechos suspirosos.
A
la elegida de hoy (enero del 78) la embauca a
la antica maniera. Con suavidad y silencios prolongados, soñadores los
ojos, muy espirituales, y el habla queda, pérfida, el andar sosegado, las manos
quietas, la dosis justa de culturita: no atemorices.
Como
buen agustino debería empezar a sobar esas orejas con santo Tomás de Villanueva
y Alonso de Orozco.
Manidos
demasiado san Juan de la Cruz y la santa Teresa, harto excesiva la unión con lo
divino que desdeña lo humano placentero en estos dos: malas influencias.
Desaconsejable
Malón de Chaide, otro agustino recalcitrante que abomina de los caminos de la
lujuria y aplaude conversiones frías y marmóreas que ya sabemos donde van a
parar.
Háblale
de las estrellas de fray Luis de León:
Quien mira el gran concierto
De aquestos resplandores eternales…
O ya en apresurada
maniobra despójate de teologías encubiertas y arriba a Aldana:
… en la lucha de amor juntos trabados
con lenguas, brazos, pies y encadenados…
Ah, pero el setenta y
ocho es añada de sorpresas, y a esos admirables esperpentos opone la presa en
vaqueros negros (que no azules) una modernidad sorprendente mediante un susurro
cuasi celestial:
Me interesan los
místicos como Bergman.
¿Bergman?
¡Dios santo!
¿Ingmar Bergman?
Padre, ¿qué hay de ese
Bergman?
¿A esas aún no habías
llegado, mierdecilla? ¡Y con esos dos monstruos cinéfilos merodeando por los
pasillos y salones de esta noble casa!
Tal brete requiere la
inmediata asistencia del hermano mayor y el hermano mediano.
Bergman, que vio la
luz del día en Hitler antes que el cuchillo criminal de su noche.
¡Difícil entender la
época de uno! Demasiado inmensa y demasiado cerca de las narices: los árboles
impiden ver el bosque, que es refrán de marisabidillos y sentencia usual de
urbanitas.
El mejor Bergman es el
del blanco y negro. Algunos grises entre ambos extremos también estimulan lo
suyo.
Lo dice el hermano
mediano, tan aficionado al arte y el ensayo sobre celuloide, pero el hermano
pequeño no acierta a descubrir si el dictamen procede de la chanza o de la
penetrante visión del impar analista cinematográfico.
Bergman, piedra de
toque inefable, aún daba para mucho a finales de los setenta en filmotecas y
cineclubs.
Uno de los dos
cinéfilos atesora una colección mexicana de pequeños (en tamaño) libros de
guiones de los filmes más sesudos que por entonces poblaban de recogida
admiración el patio de butacas de cines cada día más marchitos y menos
frecuentados: estamos en la época de transición, amigo, y existen indicios cada
vez más inquietantes en el Año II de la muerte de Franco de que se inicia un
declive cultural que arrumbará en los desvanes polvorientos muchos de los
símbolos y referentes progresistas de antaño y hogaño.
A más de un antiguo y
virulento progre, todavía entre la pana y la barba, el vinazo y el libro barato
sin coser, he descubierto yo sumido en las tinieblas del cine de destape disimulando
las babas pecadoras ante el muslamen y el pubis abrasador y el seno tan juvenil
pero tan matriarcal de la Mozarovski.
Nunca el mapa
intelectual al cabo tan frustrante ha sido el territorio material sobre el que
hollas tus emociones y deseos tan verdaderos.
Entre Bergman y la
Mozarovsky.
Se quiera o no uno
siempre nada entre dos aguas.
Entre Los comulgante (3) y El silencio (3) y Call girl (0) o Tren especial
para Hitler (0).
Abortar en Londres (0) es mucho más
profunda, aseguró la colegiala de faldita escocesa al grupito de compañeras que
la rodeaban con sus carpesanos apretados contra los tímidos senos junto a la
verja del colegio, ya en el atardecer estudiantil de un martes (día de brujas).
(1977. Volvió la
cabeza al oír el comentario en boca… de una niña. Aún demasiado nínfulas.
Caerán, caerán, vaticina recién salido de la adolescencia el docto Bocetus: salieron de casa de mañanita
con los ojos redondos e inocentes, frescas y limpias, ahora retornan a la cueva
paterna cuajaditas de los olores de la selva y algo más espesitas, y la mirada
rasgada por todas las sensaciones que el día ha amontonado, los labios muy
húmedos por el sabor de la primavera naciente. Ya alarga el día.)
Recuerda el tango de
Discépolo: honda sabiduría de su letra tan hermanada en el fondo con el latino carpe diem.
El mundo no tiene
remedio y tú sólo tienes días: cuando colmes la suma que el azar te asignó,
adiós y muy buenas. A rodar, pues.
A la mística hay que
aplicarle el mismo test de intervención rápida que se atribuye a Ford Madox
Ford en lo suyo: si a las 99 horas no ha acabado contigo en la cama haz mutis
por el foro y vuelve a leer no sin devoción, aunque entre líneas, a san Juan de
la Cruz.
Los poemas religiosos
de Quevedo tampoco están mal, advierte la mística: …en religiosa noche derramada…
Obras completas de la
señorita Mozarovsky: El colegio de la
muerte (0), El clan de los nazarenos (0),
El libro del buen amor II (0), La noche de las gaviotas (1), Las protegidas (1), Beatriz (0), Call Girl
(0), El hombre de los hongos (0), Pecado mortal (1), Abortar en Londres (0), Cuando el cuerno suena (0), Ángel negro (0), Tren especial para Hitler (0).
¿Tú sabes quien era
Sandra Mozarovsky?
¿Quién? ¿Yo?
Breve fue la suma de
sus días.
Creí que estábamos
aquí para hablar de Ingmar Bergman, el cineasta que contradecía el hombre que
era en realidad.
En El silencio, ¿qué idioma se habla en el país extranjero adónde van a parar
Anna, Esther y el niño Johan?
Tal vez sea uno de los
lenguajes ya perdidos en el siglo XX. Una lengua que acabó en el silencio, una
lengua muerta.
Bergman tenía un
vientre nervioso, así que fuera donde fuese llevaba a cuestas un retrete
portátil.
¿Por qué te interesa
tanto la Mozarovsky?
Porque fue intérprete
reiterada de los sueños de mi adolescencia. No había noche que no apareciese
ante mí desnuda o vestida, que para el caso era lo mismo a causa del hechizo
erótico de sus ojos: entre los dos hablábamos un lenguaje que nunca supe
descifrar despierto, era el idioma del sueño que nadie comprende si no fuese
por las imágenes que proyecta en nuestra mente alarmada, rehén de la
visualización onírica.
La última palabra de El silencio, leída por el niño Johan, es
alma, hadjek… en ese idioma
extranjero ininteligible.
Es patético ese niño,
metafísica pura, entre el desamparo suyo y el odio que pudre a las dos
hermanas, y el subrayado emocionante de la música de Bartók, tan alejada de
cualquier narración.
El decorado es gris,
lacerante como la pesadumbre y la angustia, un mundo vacío, inerte, sin dioses
a los que maldecir, y la vida una tortura física y mental en la que la única
salvación es la de dimitir de una vez por todas: Timoka, tinieblas peor que el reino de la muerte.
Timoka…
Es una palabra
estoniana: pertenecemos al verdugo, o algo semejante.
Al hermano mayor y al
hermano mediano puedes hablarles de Bergman, pero te miran como si fueses un
perro sarnoso y desvalido al que hay que ahuyentar a patadas si les hablas de
Sandra Mozarovsky.
Pero ¿acaso no somos
cuerpos y almas y ambos se pudren al mismo tiempo?
Bergman y Mozarovsky
son la misma materia, ramas que nacen del mismo tronco pútrido, se defiende
arteramente Boceto ante el pasmo de
los otros dos.
Quizás se pudre antes
el alma: el cerebro es cosa blandita y harto vulnerable, y es el lugar donde se
aloja aquella como un agujero negro.
Tan importante uno
como otro, y hay cuerpos…
Mozarovsky, vestida
cómodamente y con la melena suelta, oscura y limpia al aire fino del agosto
madrileño, solía regar hermosas plantas al atardecer en la terraza amplia y
luminosa de su casa desde la que un día voló y se estrelló contra la acera.
Después de la caída aún vivió un tiempo, veinte días, pero con los ojos
cerrados, sin sentir nada, como un vegetal.
Poco corpus dejó atrás.
Menos de veinte años
contaba nuestra intérprete al morir.
Y aún así…
Más allá de las
mentadas obras completas, también otras menudencias de poco rigor llevó a cabo
a partir de los catorce años e incluso desde que era una niña de aspecto
angelical con modoso atuendo, quince o veinte colaboraciones de poco fuste, de clase
B, pues fue jovencita precoz: un seno al descubierto aquí, las piernas
entreabiertas lascivamente mientras su cuerpo semidesnudo se retuerce sobre el
suelo allá, el pubis de suave negror acullá, la desnudez de los muslos
enredados en las sábanas del lecho donde va a profanarla sin piedad el violador
en plano americano, la boca entreabierta de deseo o terror en primer plano, el
cuello juvenil a punto del degüello en apabullante close-up, la carne mancillada por el cuchillo…
¿Les gusta Bergman y
sus tragantonas teológicas a los criminales en su Año Mayor?
A los criminales les
gusta Sandra Mozarovsky. En su viscosa imaginación la deben haber violado y
hecho trizas mil veces, dos mil veces, tres mil… Los criminales son en verdad
insaciables y de obsesiones enraizadas y los productores de cine, a los que no
se les escapa nada, eso lo saben.
Antonio Sánchez
Iglesias, amnistiado tardío del 78, vigilante de obras, futuro (presunto)
acomodador de cine, ha visto en una sala S de Ruzafa media docena de películas
de la Mozarovsky. Alguna, promoción del 77, ya muerta ella (pero carne
resucitada en los filmes las veces que uno quisiera), ha repetido su visión dos
y hasta tres veces. Pensando en el sexo de la actriz se ha acostado y amanecido
muchos días con su pene pequeño e inerte y virgen en la mano encerrado en la
inhóspita celda de los años setenta.
Éste tampoco sabía que
su fosa estaba abierta por los buitres y él a punto de caer en ella.
La tarde del lunes 9
de enero de 1978, a las 17 horas, la mística y nuestro protagonista, Boceto, bajaron los escalones del Artis.
Vieron El huevo de la serpiente en
compañía de otras pocas sombras sabihondas sumidas en recogido silencio,
hieráticas sobre sus culos en las butacas tapizadas de terciopelo azul oscuro.
¿Y?
Unos hacen, viven;
otro mira, manipula, destruye. Un día decide mirarse a sí mismo el mirón del
mundo: se aniquila.
La mística en
minifalda escandalosa parecía muy sorprendida: el asunto, hasta la forma, se
desviaba bastante de lo esperable. ¿Qué diablos pasa aquí? Le había desbaratado
el código, no la angustia, esa lanceta teológica con la que nos hiere de una u
otra forma los fotogramas bergmanianos.
A la entrepierna de la
confundida hubiese echado mano Boceto
si la angustia bergmaniana no le hubiera conducido a un mal sabor de boca, a
regiones paralizantes donde el sexo era olvidado por deprimente y estéril. ¡Y
pensar que toda esta estúpida anestesia sería aliviada al instante por
cualquier producto hispánico clasificado S!
Los años veinte son un
misterio en Berlín, en Alemania y en la misma Europa de por entonces, querida.
Desenredarlo costó cincuenta millones de muertos y una postguerra de escombros
grises, más negros que blancos, humillaciones y hambrunas, silencios excesivos
que a todos los pasados contendientes beneficiaban.
Qué film fascinante,
resulta todo excesivamente ruinoso en la película siendo tan legible, tan…
sueco y alemán a la vez, tan sombría la época: la vida en la cuerda floja, una
inflación de incertidumbres y desaciertos. Un golpe seco en el alma.
Como un tiro en la
boca.
(Fiodorov se ahorcará le anunciaba la serpiente emboscada a Boceto desde la pantalla: pero nada
hacía preverlo, todo lo que se gesta a nuestro alrededor queda invisible hasta
su alumbramiento, cuando nada hay que hacer ya, cuando todo se ha despojado de
incógnita y de incredulidad y la realidad se nos ofrece cruda, inevitable y
única, sin fisuras por donde entrever alternativas menos dolorosas.)
El huevo de la serpiente es una película
llena de trucos: rodada en Munich, que presta el a veces sórdido decorado, la
acción simula desarrollarse en un Berlín que se nutre de extravagancias a causa
de un tiempo que es tierra de nadie: cualquier futuro podía suceder, una u otra
historia a la deriva.
¿Y qué tiene eso de
raro? En el cine todo es truco, los suelos, las paredes y los techos (aunque
sean reales, ya no son), la luz (de
falso esplendor, apenas define tus rasgos al otro lado de la pantalla), los
personajes (que han dejado de ser personas), lo que dicen, lo que hablan entre
ellos (que es un discurso artificial, previamente organizado y manipulado sin
pudor), incluso los sentimientos y pensamientos que tienen son un truco.
¿Los pensamientos
también?
Por supuesto. Los
grandes directores saben cómo hacerlo, se valen de la mirada de los intérpretes
para confundirte. Hay pensamientos que se ven, flotan en torno a la cabeza del
pensador y los avisados podemos leer en ellos.
¡Qué me dices, gran
hombre blanco y sabio!
Bergman hubiese
preferido rodar la película en una ciudad imaginaria, una ciudad que no
existiera, una ciudad soñada, la de sus propias pesadillas nocturnas a pesar
del valium que se tomaba previsor antes de meterse en la cama, un lugar
fantasmagórico sin apenas referencias urbanas explícitas o reconocibles.
Ver la muerte cara a
cara… verla en el espejo, sentir al igual que Vergerus cómo la aniquilación te
va pudriendo la mirada hasta que desapareces y llega la oscuridad total, sin
rabia, sólo el asco.
¡Qué análisis
esclaredor! La mística le mira impasible.
Boceto sostiene la mirada.
La mística asiente
complacida.
De acuerdo, puedes
follarme tranquilamente, dice con los ojos.
Ni en tu casa ni en la
mía:
1978 (sin embargo,
ahora ya es posible adquirir píldoras anticonceptivas en la farmacia como quien
compra un paquete de caramelos mentolados, y hay revistas que regalan un condón
encapsulado en una bolsita de plástico junto con el ejemplar).
¿Y qué hacemos? Algún
sitio tendrá que ser el lugar del pecado, ¿no?
Como los rezos, fue
una relación a hurtadillas. Pero llegaron al fondo.
Cosas más difíciles se
han llevado a cabo: Bergman filmó Un
verano con Mónica sin una corona en el bolsillo y después de haber rodado
una serie de anuncios publicitarios para Bris,
una marca de jabón.
Detrás de toda mística
se amontona la ropa sucia.
Unos se casan siete
veces; otros, ni siquiera se reconcilian consigo mismos en el momento de su
muerte, como Boceto (presumiblemente
así ha de ser: nunca se ha sentido culpable de nada, o culpable convicto de
todo, que viene a ser lo mismo, y ninguna necesidad tiene de hacer las paces
con el que fue y está siendo, y qué decir cuando deje de ser… A rodar entre
tinieblas.)
Suelta la mano
ardiente de san Juan de la Cruz y se da de bruces contra la masa blanda y
cenicienta de Bergman, una babosa a veinticuatro imágenes por segundo que se
desliza lentamente sobre la corteza del espíritu herido de no se sabe qué,
quizá de Dios, cualquiera de ellos, que es la abstracción más fenomenal que ha
inventado la mente humana:
Adán al despertar, sobrecogido ante la magia del tiempo, creó el mundo y los dioses. Sería eterno.
Total, para acabar
acometiendo en una polvera juvenil del barrio de El Carmen a esta mística de
carnes quemantes que no llagadas, que precisa de disfraces para creer en el
mañana y sus ventajas y gracias, que son exactamente las de ayer, y a las que
es incapaz de ver en el hoy: carpe diem.
Introducirse en el
territorio Bergman, a pesar de tanto laberinto oscuro del alma y abigarramiento
de incertidumbres y angustias, de silencios mortificantes, resulta, no obstante,
como encontrarse desesperadamente solo en un vasto desierto sin nada a la
vista, ni cielo ni horizonte, y en el que tampoco existe la noción del tiempo,
ni hace frío ni calor, siempre al mediodía, un desierto como la misma muerte.
Mientras escribía el
guión de El huevo de la serpiente la
angustia de Ingman Bergman superó todos los límites: La angustia se revuelve en
mis entrañas, afirma. He hecho algo malo. ¿Terminará esto algún día? Yo no
entiendo qué he hecho pero me siento culpable.
Al parecer, defraudar
al fisco.
Ante un dolor de
muelas o la amenaza de la cárcel por mandato de la agencia de tributos no hay
metafísica que valga. La realidad y sus dardos envenenados, por muy prosaicos y
rastreros que sean, llaga tu conciencia mucho más que el enigma de existir y no
saber para qué.
Al final acabas en
harapos vivo o muerto. Esas galas que te adornan o te amortajan de tu mano se
pudren.
En el cine se esconde
mucho misticismo de cuerpos y almas en suspenso, con demasiada frecuencia sin
disfrazar, a las bravas, como esos pajilleros de rostro crispado con la mano
metida en la bragueta o las parejas sobonas y afanosas acariciándose con rabia
y mordiéndose los labios en la oscuridad de las últimas filas.
No hace falta ser
creyente para acabar en místico. Bergman era agnóstico y convirtió el silencio
de los dioses en angustia existencial (¿por qué no somos nosotros los dioses?)
al contrario que Dreyer, que andaba a la greña con la fe, atormentado por la
idea de perderla ante la visión de la injusticia y tan sobradas inmundicias del mundo (el dios creador que
deja su creación a la deriva y se desentiende de ella con absoluta indiferencia
y reprochable cinismo, pío, pío, yo no he sido, y a navegar con los ojos
cerrados por los universos, que hay para elegir a discreción).
Uno de nosotros, de
los que fuimos y somos, fue un falso humano confundido en el paisaje, fue un
dios vagando entre fogones y las pequeñas cosas, sin aspavientos: el melifluo y
acaso trastornado Johannes Borgen.
Ningún ateo debería
sentir miedo al vacío, a la nada, al revés de aquellos dos devorados por las
dudas y el temor, como no se tiene ningún miedo al más profundo de los sueños.
Todo ateo sabe de
sobra que hay que ser mortal, desaparecer
incluso de la tierra, del universo todo, para ser eterno sin compañía de
dioses.
Verdaderamente lascivo
este susurrar de Boceto al oído
cálido y enrojecido de la mística, que gira la cabeza hacia él con los ojos
semicerrados y la boca entreabierta que exhala un aliento denso y caliente
buscando su lengua, trémula toda ella, desfallecida, húmeda y palpitante de los
pies al cuello con los muslos abiertos, víctima en el altar aun con las bragas
sobre la carne pecadora.
En la polvera, a la
hora estipulada con los otros compinches de las folladas semanales por turno,
(15,30/19,15, viernes, su vez de esta semana) Boceto, para sus adentros, mientras hiende con su pene tieso por
una insólita erección, tan descomunal que le hace daño, la vagina pulsante de
la santa moderna y arremete una y otra vez con fuerza, como si quisiera partir
en dos (muere en sacrificio de tu dios, ofrenda es tu cuerpo, juguete animal
sólo de placer) esa vida fervorosa hecha de celuloides y el mínimo y algo
huesudo pubis de la bergmaniana, que es una llama de amor viva de cuerpo
desequilibrado por la lujuria desatada: poco éxtasis veo yo aquí y nada de
angustia escandinava, mucho goce carnal y orgasmos múltiples: y eyacula el
ateo, y piensa que en ese instante dialoga con el dios mirón y onanista, el
dios pequeño de ella estremecida lanzando sus gritos de arrebatada, pues él no
tiene en ningún altar dioses de especie indemostrable a quienes adorar y acalla
en el silencio supremo, nunca revelador de querencias o debilidades frente al
otro sexo, la jubilosa postración de la carne vencida, el desfallecimiento
insuperable: seamos un festín el uno para el otro, asegura desalmado a la presa
abatida el agotado Boceto, huérfano
de dioses, que baste con eso.
Por no tener no tiene
ni a Bergman vestido, desnudo o llorica, moralista o enredoso.
¡Qué manera de
enmarañar la realidad con nuestro desánimo, nuestra cortedad, nuestra
fragilidad de marionetas de cartón pintado o nuestras frustraciones!
Metafísica del sueño:
sabes quienes son los personajes que lo pueblan y danzan por ahí sin una lógica
aparente, de un lado a otro como sombras deslizantes y huidizas, pero no les
ves los rostros, siempre difusos, ni les oyes, nada anuncian antes de sus
apariciones abruptas, como salidos de cualquier esquina de las infinitas que
tiene la nada:
Se durmió… y abrió los
ojos, empezó a ver la ciudad extraña, él, pero no él, sin rostro, habla, y no
hay voz, y otros, y más otros, incluso monstruos sin quejarse ni gritar ante
ese espanto… del mismo sueño tan estrambótico e inquietante, todo tan mudo, en
silencio, sólo tu gemido al despertar.
¿Forma parte el sueño
de la realidad? De algo real nace, de ti y del puchero revuelto de tu mollera.
¿Y qué es la realidad?
La realidad es un
paseo corto o largo pero íntimo, secreto e intransferible por las cosas,
actividades, arficiones y personas que conoces. Más allá de eso, ¿qué nos
queda? Nebulosa y televisión.
¿Sabes, bergmaniana?,
si hubieran dioses, habría milagros, y no los hay. A mí me basta con comer (y
beber) tres veces al día y decapitar una mosca a la semana para reprimir mis
ansias revolucionarias o inquietudes metafísicas, allá cada cual con la
nomenclatura y sus problemas digestivos.
Bergmanianos: ¿cómo se
disfraza una mentira, una tara, una infamia? Sin ropajes de color chillón, a la
chita callando.
Bergmanianos: nadie
puede asir el humo, la sombra, el aire, el alma… aunque son.
Ya puestos, Tarkovski.
Uno no es siempre
exactamente lo que hace, puede ser un dios en el almuerzo y un diablo a la hora
de la cena.
De Bergman nunca
sabremos en qué lado del tablero se hallaba mientras movía las piezas, si
jugaba con blancas o negras.
Antonio Sánchez
Iglesias (1930-1978) se jugaría el destino a cara o cruz, a blancas o negras,
jugando con la Muerte o con quien fuese, si tuviera algo más de dinero del que
tiene en el bolsillo comprometido hasta el último duro: hay que pagar la
habitación de la pensión, el lavado de la ropa e incluso los remiendos a cargo
de la patrona, el bar donde engulle las grasientas comidas y cenas y la media
docena de cervezas que le estimulan y le empujan hablar de algo con alguien, no
importa quien, hombre o mujer tan solitario como él, para no sentirse del todo
solo y desamparado, el paquete de tabaco, el vino que le espabila por la noche,
el coñac que le embrutece por el día, una entrada de cine, la revista pornográfica,
calcetines…
Vigilaba edificios
nocturnos en los que jamás podría aspirar a vivir, edificios a medio hacer aún,
como él, que no es que esté deshecho pero sí desajustado, y que una vez
terminados serían perfectos para habitar.
Llegaba a la pensión
en el barrio de El Carmen pasadas las ocho de la mañana, después de haber hecho
una parada en Casa Vicente, un bar
restaurante de barrio aún con el aire enrarecido y la espesa humanidad de los
parroquianos de la noche anterior, a una manzana de allí, y al que ya no
dejaría de ser fiel como un perro que agradece una caricia por leve e
indiferente que sea. Se tomaba un café con leche y dos cruasanes recién hechos,
pero con un inequívoco sabor a mantequilla rancia y una textura que declaraba
sin ambages su masa congelada previa a un recalentamiento homicida. Dormía
hasta las dos de la tarde. Volvía al bar a engullir el menú del día, de más
olla de menudillos que de vaca, y dejaba pasar la tarde bebiendo cervezas que
combinaba con copas de coñac. Hablaba de fútbol con alguno, pero siempre
adivinaba una sonrisa de desdén en su efímero interlocutor que no sabía muy
bien a que era debido. ¿Todavía llevaba encima el olor carcelario? ¿O era que
su afán por hacer amigos le condenaba por iluso y botarate? ¿Se percibía
demasiado sus ganas de agradar? Cenaba un bocadillo pronto, a la europea, como informó otro sabiondo
de los que con sus codos hundían cada vez más en el suelo la barra, uno de esos
con mucha labia y sin nada que hacer. A las ocho de la tarde ya estaba a pie de
obra con la provisión de la bota de vino y algo para mascar sin melindres a
medianoche, y así hasta darse de morros contra los cruasanes industriales del
amanecer siguiente y la sopa de menudillos, el potaje de garbanzos y las judías
pintas con tocino al mediodía y el bocadillo de tortilla de jamón o de blanco y
negro con patatas al caer la tarde de invierno. En eso parece que iba a
consistir todo.
Todo era el resto de su vida.
Ahora había cambiado
el atuendo lastimoso de pobre diablo aseado sin posibles (¡ese pelo aplastado
contra el cráneo por una colonia
excesivamente popular!), aquellos livianos aditamentos de oficinista o
menestral de respeto, por pesados refajos y eran la piel coriácea y reveladora
de su nueva condición: la chaqueta, la camisa y la corbata baratas se veían
sustituidas por una camiseta de lana, una camisa de felpa gruesa, un jersey de
cuello alto, unos pantalones de pana, unas botas de piel vuelta y un chaquetón
que pesaba un quintal y que al cabo de unos días, sin que él pudiera comprender
la razón, despedía un repugnante olor a podrido.
Era el asqueroso
invierno de enero ante unas brasas de fuego mezquino que en nada alimentaban,
pues muy poco se elevaban a un cielo negro y gélido, su pobre ambición: una
familia, un hogar, una salvación.
Entre la soledad, el
frío y el sucio e indigesto cocido: ése era su retrato más cabal.
¿Cómo explicar este
cuadro a una liebre muerta?
¿Tan malo era él?
Dos tercios de sus
cuarenta y ocho años los había pasado tras una puerta cerrada que impedía su
comprensión y hasta la visión de lo de
afuera, la realidad de una vida libre de muros y de la estricta obediencia a un
exigencia rutinaria día tras día, ese lugar del que tanto se hablaba en la
cárcel y que tipos como Fiodorov
luchaban por hacer de sus cuatro esquinas un acomodo para toda clase de hombres
como él mismo, Rojillo (saldrás
adelante, te lo digo yo, camarada Sánchez).
Allí estaba, como el
primer hombre primitivo en torno al fuego, acurrucado entre sus propios
pensamientos, los cigarrillos y los largos tragos a la bota de un vino espeso y
mareador que a no dudar en breve le agujerearía el estómago.
Seamos operativos,
dijo uno de los teóricos.
¿Y bien?, preguntó su
camarada (el tono demandaba una orden, una acción: ¿cuál?).
Enmudeció el primero.
El segundo se mantuvo
en un silencio neutro.
Cavilaban los dos. Las
manos quietas: pistoleros sin pistolas… pero con libro.
El progenitor de
Antonio Sánchez Iglesias el Rojillo,
anarquista de empuje y analfabeto por maldición, peón de brega, saqueador y asesino
al fin, en cuanto comenzó la guerra civil abandonó la CNT, dio un paso al
frente con indisimulado alborozo y se integró en la Columna de Hierro con el
oculto propósito de hallar el escenario adecuado que encubriera sus desmanes
atroces.
Campó a sus anchas
durantes tres largos años de orgiástica escabechina, sin ver ni a su mujer ni a
su hijo en una sola ocasión. Cargó sin miedo crímenes propios y ajenos con
absoluta indiferencia, violó mujeres y mató hombres cuanto le vino en gana, le
protegían la calaña que eran él y sus desatados cofrades y la confusa y
justiciera reivindicación que preconizaban: la revolución que sólo anidaba en
su loca y en su menguada imaginación le amparaba, el fin justifica los medios,
sentencian siempre sin remordimientos los cobardes y los culpables, los
imaginativos de desvaríos irreparables. Se manchó tanto de sangre que al final
dejó de lavarse, ¿para qué perder el tiempo?
Acabada la guerra, sus
escondites fueron de una inocencia insospechada. Dos semanas después de la entrada
de las tropas nacionales en Valencia es capturado y fusilado sin juicio previo
que valga junto a las tapias del cementerio de Campanar: le dispararon (y uno
del pelotón armado de fusil de campaña era un cura trabucaire sin sotana) a la
barriga, y se tomaron su tiempo pegando la hebra, ayer fue así, hoy es la
victoria, mañana será asá, antes de rematarlo tirado y aullando en el suelo
sujetándose las tripas que le brotaban del vientre.
No hay hombre que, por
haber nacido, no pierda la guerra de su vida aunque haya ganado todas las
batallas, afirmó al camarada Sánchez un Fiodorov
menos lúcido y más tópico de lo habitual bajo la venenosa y deprimente luz
blanca del austero despacho sindical que apestaba a cigarrillo barato y a la
ropa húmeda, pobre y raída de todos los siglos de opresión y rapacería.
¿Quién no ha sido malo
alguna vez?
(¿Con razones o sin
ellas?)
El inextricable niño y
posterior hombre redimido Bergman a los
cuatro años intentó matar en la cuna a su hermana recién nacida, deseó la
muerte de su hermano mayor para quedarse con sus juguetes, engañaba y hacía
sufrir a su madre a toda hora, incluso, ya adulto, la mortificó cruelmente una
semana antes de que ésta falleciese, todavía en la infancia persiguió con un
cuchillo de caza a un compañero de colegio con intención de clavárselo en la
espalda y no le importó lo más mínimo cuando supo de la grave enfermedad que
aquejó a su padre y que le puso en un tris de morir solo como un perro, aunque
eso, por suerte, nunca llegó a suceder.
Sin embargo, de niño y
adolescente, Bergman creía en el dios luterano, calvinista, protestante,
católico, en ese diosecillo que años más tarde le defraudaría a causa de su
omnipotencia desaprovechada, esterilizada e inútil, y que es lo que suele
ocurrir con el tiempo a todos los que se vuelven agnósticos e incrédulos ante tamaña traición cósmica: no
logran entender la pasividad de los dioses y su mezquino regocijo, puesto que
tanto les entretiene y debe complacerles su propia inacción frente a la visión
de un mundo mal hecho, ante la perdición y la injusticia terrenales que emergen
de uno u otro de sus puntos cardinales como géisers a un cielo silenciado por
decreto incomprensible.
Tal vez ese
descubrimiento (¿o mejor epifanía?) les autoriza a propinar mejores golpes a la
vida enemiga: de espiar traseros a través de la rendija del retrete común (¡ah,
Bergman, otro que hacía recaer la culpa en las criadas!, no así Boceto, que harto agradecido se prestaba
con ellas sumiso a sus domésticos entretenimientos) a aplastarle con todas sus
fuerzas una garrafa de cristal en la cabeza a su hermano que lo dejó k.o. y
ensangrentado en el suelo durante horas. Meses más tarde, tras una trifulca con
el mismo, de resulta de la cual perdió dos dientes, prendió fuego a su cama
mientras el otro dormía con la intención de quemarlo vivo.
Todo un espectáculo
para un dios menor o mayor: he ahí Caín y Abel redivivos en parajes de Thor.
¿Y qué hubo entre ese
niño Bergman terrible y su pequeña hermana?
Nada censurable, sólo
se entregaban a juegos vagamente culpables hasta que los celosos adultos
interpusieron entre los dos los miramientos del tabú y la represión.
Dejas de dar cuerda a
los dioses, y se paran de golpe, ya no hacen gracia y mucho menos esperas de
ellos protección alguna: estás listo para el placer, la indiferencia o la
angustia existencial. A elegir. Una vez salido de la adolescencia elige siempre
el placer, tontaina... también puede servir la indiferencia, pero nunca cargues a tus espaldas la gran mierda
metafísica.
¿Y respecto a ti?
El oráculo aconseja
con su voz grave de caverna paleolítica y experimentada frente a una naturaleza
demasiado reciente pero ya enemiga irreconciliable del ser: aprende a no
hablar; escribe lo que quieras, desprecia la lengua y escritura de los otros:
hombre blanco hablar con boca de serpiente y escribir ladino.
¿Y los indios?
Gente ajena, retorcida
y difícil, inescrutables, más gestuales que habladores: el decorado perfecto
para el western. No más.
La desgracia mayor es
saber lo que quieres y no saber cómo conseguirlo, aun con la mentira en los
labios y un arma, blanca o de pistón, en la mano.
Pues sé Bocetus el Insigne: extrae del cerebro
la razón y aún caliente y viscosa estrújala como si fuese un miserable papel
lleno de garabatos indescifrables y arrójala al cubo de la basura.
Que sea la Gracia con
sus hábiles dedos la que roce tu frente y nunca la Razón, esa complejísima y
tupida tela de araña en la que, investido como un post-Nietzsche cualquiera con
el cuchillo entre los dientes pero con la nariz pegada al televisor, es decir,
un imitador de lo peor, del montón, puedes caer prisionero y ser devorado por
la Locura.
¿Qué hay del Joven
Bergman?
¿Fue joven alguna vez?
Se ocultaba: levantaba
el brazo, gritaba ¡Heil Hitler!.
El que fue casado
siete veces y sumó a lo largo de los años cerca de una decena de hijos de los
que fue desprendiéndose uno a uno como si de unas molestas pústulas se tratara,
se entregó en su juventud (bíblica y…) ardorosamente a El Horrible Pecado de
Juventud, aunque pronto sustituyó a Madre Puño y sus Cinco Hijas (Capote dixit) por destinos más placenteros y,
desde luego, más adecuados a su sexualidad exacerbada.
El camarada y criminal
Sánchez (a) Rojillo no copuló con
mujer alguna hasta el mismo Año Internacional de su muerte: virgen salió del
correccional, virgen entró en la cárcel, virgen volvió a la calle tres veces y
de nuevo virgen acabó entre barrotes: sólo en el setenta y ocho, a punto él de
la cincuentena, celebraron exequias don Polla, la suya, y doña Coño, iza,
rabiza, colipoterra, vulpeja o lo que fuese, hembra y ramera al fin, la otra.
El sexo es una
desesperación, una llaga quemante, como el silencio de Dios, la angustia
existencial o el laberinto del ser entre la nada y la nada, una pasión inútil.
Bergman hubo de
apelar, qué remedio, a una, digamos accesible, joven (al menos, eso) alta, fea
y gorda con el pelo de color rubio ratón para desaguar encima de sus bragas de
lana toda la lujuria acumulada desde el inicio de la pubertad. Más adelante, a
pesar de su resistencia y sus muslos apretados, logró batirse y salir
victorioso de una vez todas contra el himen de su víctima. Así anduvo, de
eyaculación en eyaculación, durante algún tiempo. De cuando en cuando, en los
entreactos, le zurraba la badana a la gorda inofensiva e infeliz.
Luego, todo fue
bastante fácil para este Rousseau del alma… y de la carne.
¿Cómo empieza uno a
ser quien es?
Desde muy abajo, es la
única forma. Por ejemplo con un huevo duro, media barra de pan y seis coronas…
sólo que el sueco se coló en el escenario de un salto, así que únicamente había
que someterse a una representación en la comedia humana lo más hábilmente
posible. A rodar.
En el mundo todo son
máscaras.
Y en el teatro…
Demasiadas esposas,
demasiados hijos, demasiada arrogancia combinada con una demasiada
inconsciencia.
Entretanto, menú
Bergman jovenzuelo y pobretón: desayuno: una taza de té y seis galletas;
almuerzo: huevos con jamón y una taza de café muy cargado; cena: un pedazo de
carne poco hecha y una patata cocida.
Poco que contar de sus
posesiones: dos pares de pantalones, varias camisas de franela, tres jerséis,
dos pares de zapatos y ropa interior raída cuando no agujereada.
De modo que había que
pegar el salto. Y cuanto más impulso cogiera antes de caer de nuevo, mejor.
Quizás más abajo, mezclado
con el fango y el estiércol, aún hubiera alcanzado mayor gloria: Shakespeare
empezó pisando boñigas y cuidando caballos a las afueras de un teatro. Bergman
ya sin huevo duro, sin pan y sin coronas fue directo al proscenio y de allí,
colofón esperable, al aplauso.
Aprendió bien pronto a
hacerse obedecer sin remilgos. Tenía la vara del mando.
Comprendió que era un
gran artista, un verdadero creador: Yo era incapaz de decir la verdad.
No es lo mismo no
fiarse de una persona que de sus circunstancias, que pueden muy bien llevarle a
traicionarte.
Y era, por encima de
todo, un estoico de pacotilla: de ahí a escribir es todo uno.
Muchos vados ha
cruzado éste y en ninguno de ellos verdaderamente se ha mojado el culo: Yo,
querida, trabajo los siete días de la semana… Sólo Dios y los vagos descansan
el puto domingo.
Un carbón al rojo vivo
ha quemado tus labios y estragado tu boca, pero las palabras, aunque mudas,
siguen imborrables en tu interior.
Sólo que la gran
angustia, tan anidada en un Bergman o en un Sánchez, a todos desvela por igual:
la nada y la muerte… es probable que tengan que ver poco entre sí, y esa duda
engendra todos los temores mientras pasito a pasito te acercas a la hora final,
seas metafísico o vigilante de obras.
Esa angustia a unos,
confundiéndola con sus urgencias privadas y domésticas y engañándose a sí
mismos con la idea de un futuro mejor o menos degradante que el presente que
les oprime, les empuja a la catástrofe; a otros, luchando encarnizadamente
contra la ansiedad les conduce a la genialidad, pero también al sexo, al
desorden familiar y a la diarrea.
¿Qué puede esperarse
de un tipo que cuando niño se queda encerrado en un depósito de cadáveres sin
que eso le importe demasiado y deja pasar el tiempo contemplando la macabra y
silenciosa desnudez que le rodea bajo la luz lívida sin pedir auxilio?
¿Tú sabías que los
muertos, aun del todo muertos sin discusión posible, les crecen los pelos,
estiran los músculos, cambian de color, se tiran sonoros pedos?
¿Quién? ¿Yo?
¿Y a la cara de quién se
tiran esos pedos?
A la de sus deudos
vestidos de negro, que esperan heredar todo lo viejo, lo rancio y hasta lo
desechable y ruin que engorde sus faltriqueras de lágrima seca y falsa.
Otrosí, ¿y a quién le
estampan a la cara sonriente su exhalación culera y apestosa?
A todos los vivos tan
hediondos en la intimidad como ellos que expulsan sus pedos bien vestidos,
perfumados y acicalados ya en el infierno, perfectos para las llamas.
Muerto habemus.
Fumata negra.
Y después de eso,
instálate en el horizonte (el lugar que siempre has querido habitar, donde no
hay nadie, solo tú, andante infatigable), lee aquellos libros que debes leer y
todavía no has leído, purifica tu espíritu (es decir, tranquiliza tu ánimo),
medita, acepta la nada y, si hubo dones, agradece al mundo lo que fue tu vida
insignificante y sus encantamientos rodando por él.
La vida, sí, como
sueño o pesadilla: lo otro es publicidad.
Mueres… y no entras en
la nada, sino en una pesadilla eterna de la que nunca lograrás despertar: el
castigo por haber nacido. Leve penitencia, si sueño, sería entonces la angustia
existencial, tan efímera a la postre.
Adelante, adelante, no
hay más que ponerse en marcha, suele decirse el depresivo, y permanece mudo y
quieto, atascado en la parálisis, se deja caer
en el vacío que lo engulle, y siente todo su cuerpo en carne viva por
una tortura interior, una angustia suprema contra la que nada puede hacer, ni
darle un manotazo siquiera, porque anda revoloteando y hurgando con el tridente
desde las tripas hasta los sesos.
¡Si supieras lo que te
aguarda después de muerto alejarías de ti toda melancolía! ¿Por qué has hecho
de la vida una sepultura, infeliz, la lápida que te ha enterrado en ti mismo,
sumido en lo más profundo de tu herida?
No pudo ser
naturalmente nuestro Boceto, así que
se convirtió sin reserva ni escrúpulo alguno en un cínico que descubrió que la
vida era un juguete con el que podía
entretenerse a sus anchas el tiempo que le tocara en suerte, podía convertir
aquella, la propia existencia, incluso en el juguete más barato y simple: hacer
de ella un caleidoscopio, un trozo de cartón, pedazos de cristal coloreados y
un par de espejitos y así, incluso de esa forma tan pueril, se divertiría.
Boceto y el cine; Boceto y la literatura; Boceto
y el arte, Boceto y la historia, Boceto y su contemporaneidad…
Historias domésticas
de pre-Boceto: 16/1/1978, lunes,
16,30, Barrio chino, Cinema Palacio. Nuestro héroe se regala una sesión doble
protagonizada por la prometedora, apetitosa y seductora actriz Sandra
Mozarovsky: Tren especial para Hitler
(0) y Abortar en Londres (0).
Un par de tipos
oscuros, con la cabeza gacha, aguardan frente a la taquilla. Uno de ellos, el
que tiene justo delante de él, de baja estatura e incipiente calva frailuna en
el cogote, viste una chaqueta cuyo corte parece haber perpetrado un matarife
cuchillo en mano, y apesta a lo que uno juraría que es el terrible Varón Dandy: Sánchez, vigilante de
obras.
¿Dónde diablos me mete
mi Hyde cuando el mundo todo carece de color?, se pregunta el docto adolescente,
solapado aficionado a un cine soez y cochambroso de barrio.
El arte, la escritura,
la creación en suma, dejó de tener interés para él en cuanto se encaró frente
al espejo roto que eran sus idas y venidas a ninguna parte. Había sido de niño
y de adolescente un soñador, lo había seguido siendo hasta que el cinismo
recompuso mal que bien la imagen especular que de él mismo tenía y se reconoció
sin remordimientos en un espejo a lo largo del camino, de repente recompuesto e
inmaculado como por arte de magia. ¿No es el mismo espejo una magia, una imagen
misteriosa que te engaña? Descubrió enseguida que un tipo de esa especie fuera
de sus sueños no es nada en el ámbito de la imaginación y lo creativo: sueñas
que eres, pero no eres; sueñas que creas, pero no haces, sueñas cosas
magníficas que nunca van a materializarse, tu mirada parece inteligente pero
sólo es la mueca y la duda socrática del miope que a duras penas distingue lo
que se halla a su alrededor.
La realidad, después
de todo, es lo único que te queda. Adelante, adelante, que sólo es un rodar.
¿El alma? Bah, una
herida abierta entre las vísceras que de cuando en cuando te da la lata pero a
la que es fácil engañar con los placeres del cuerpo. Al alma se le esteriliza
con los sentidos, y no con todos a la vez, con un par de ellos es suficiente
para neutralizarla.
¿Así que te gusta
Bergman?
La mística de cuerpo
espléndido sonríe ambigua, y con éstas nunca sabes a qué atenerte más allá de
la cama y lo que de veras enciende su piel: tal vez podrías conducirle a las
mayores perversidades. La sonrisa de la Gioconda: ¿se está burlando de mí o ese
mirar intrigante es el de una mujer que únicamente está posando? La mística
sólo es una excusa para el seductor Boceto
de dieciocho años provisto de una cultura de aluvión demasiado abundante y
demasiado enredada para su edad, una más de las que ya labran su disimulada
desidia, se disipará pronto en la bruma de sus días inútiles: ve con Dios,
hermana, y ella, la mística moderna, de la mano de Ingmar Bergman desaparece
como por ensalmo al igual que las otras de más adelante que han de sucederle,
todas, tan silenciosamente.
Treinta años más
tarde, todavía lejos de los bastidores, en medio del escenario, a cara
descubierta sin maquillaje, bien iluminada por las candilejas: no me arrepiento
porque no me perdono. Y hasta le parece sentir el aplauso unánime que despierta
en el gran espacio poblado y oscuro.
Yo nunca me he ido.
¿De dónde?
Será de él mismo. Se
mira en el espejo con saña, mea culpa,
veía esos ojos oscuros y era inevitable no ver ahí adentro un albañal, una
cueva de ponzoñas.
Treinta años más tarde
miraba en el mismo espejo y el azogue le devolvía la imagen de un delincuente
pedantuelo y corrompido de dieciocho años sin ningún escrúpulo que le
oprimiese, y entonces se atizaba de lo lindo, sin piedad, con desprecio: te
diré algo, amigo, y no hace falta que tomes nota, sólo piensa en ello, con
suerte tú también te harás viejo, pero sólo con suerte, de lo contrario te
morirás de un cáncer en el cerebro antes de los cuarenta, de un infarto bestial
a destiempo, de un accidente de tráfico o, en el peor de los casos, colgado de
una soga en una triste habitación cuando descubras por sorpresa, completamente
aterrado, que eres un mierda, un patético mierda al que le sobran todos los
años de naderías, folladas rijosas, comilonas y borracheras por delante. Y
ahora, amigo, que el diablo te acompañe y olvida, si puedes, que eres tan
insignificante y jodidamente fastidioso e inútil como una mosca.
¿Y qué tengo que ver
yo ahora con aquel enmascarado de tres al cuarto?
Más de lo que
imaginas.
Deja de mirar en el
maldito y traidor espejo de la obscenamente atildada madrastra y se aferra a un
mínimo de sensatez, aquella que le permite no despegarse de sí mismo ni de su
oculta naturaleza: yo no cambio jamás las cosas que funcionan bien, lo
contrario es de estúpidos o tipos y tipas que se han divorciado y van de mal en
peor.
Podrían ir mejor esas
cosas. ¡Quién sabe!
Imposible. Nunca
cambian de rumbo en tu huida a la torpeza, y siempre, como es lo natural,
terminan a farolazo limpio.
Mira a través del
caleidoscopio: bonito embrollo a discreción… y en tecnicolor y muy entretenido:
¡oh espejito, espejito!, y éste le
devolvía la faz más agraciada del mundo... sólo que no era la de él,
ajado por las corrupciones.
Abre la ventana:
colores más naturales, parecen incluso oler, es la materia del mundo… pero
también con el adose irremediable de la pestilencia de la humanidad, su
ridícula presunción, sus cosas rastreras ahí mezcladas, idas, venidas.
Su ligazón a sus
contemporáneos es meramente superficial, le molestan y hasta le irritan,
querría la realidad para él solo, sin estorbos.
Sin embargo a veces,
¿sería un sueño reiterado, de esos que aunque cambien de forma son siempre los
mismos?, se pensaba andando entre los
árboles bajo una lluvia delicada, gratamente audible, levemente perfumada por
el aire del bosque, sin saber de dónde venía ni adónde iba, buscaba un alma ajena.
Si de colores
hablamos, hasta la noche más oscura de san Juan es un azul profundo… del que
llegan armados hasta los dientes los dioses a lomos de nubes celestes y se
cuelan en tu celda monacal o en tu chabolo.
Y no se puede estar
todo el tiempo en el mundo sin vivirlo, encerrado entre barrotes o entre muros,
en constante aunque silenciosa alerta, no basta con vigilarlo en todo momento
por si en un descuido tuyo te hiere.
Esos misticismos a lo
bergman no son sino leves depresiones, algunos malentendidos de uno con la vida
y las inevitables decepciones menores que de cuando en cuando embargan a un
creador solitario y sufriente con el látigo en una mano y la pluma en la otra.
Pero Ingmar Bergman se
encontraba muy a gusto rodando anuncios de jabón a pesar de que el producto le
parecía francamente repugnante. Le pagaban un buen dinero por ello. Son
geniales, dictaminaba al visionarlos, vanagloriándose de su propio trabajo. Su
entusiasmo era flagrante, incluso obsceno. Hasta se descubrió a sí mismo como
un hombre de buen humor al rodarlos, algo que jamás le ocurrió en sus más de
cincuenta películas.
Shokunin: artesano en busca de la perfección.
Murió pegado a su
antigua linterna mágica, insular, cansado, muy viejo, nunca olvidado.
No
importa el destino del viaje. Voy en tren. En algún momento se detendrá. El
final del trayecto lo sé. Pero tampoco me importa esto, al menos de momento. Lo
que verdaderamente me distrae es observar el paisaje a través de la ventanilla
y lo que ocurre, si ocurre algo verdaderamente reseñable, durante el viaje, y
si tendré la posibilidad de relacionarme con algún pasajero, sólo uno, de los
que me acompañan, siquiera con la mirada recíproca de ambos, tal vez
insinuante, incluso de súplica: tócame si eres real…, mon frère, lecteur… O una conversación interesante o trivial, qué
más da, un intercambio mental entre dos seres humanos... un, no sé cómo
decirlo, con los labios sellados, ¿sabes? El destino final, insisto, es lo de
menos, porque ya sé cual es.
Le dijo: Huye como de
la televisión basura de esas novelas a las que se les nota en exceso el manual
de instrucciones que ya anuncian sus primeras páginas para que al lector le
permita alcanzar el entretenimiento más convencional a partir del tercer
párrafo del segundo capítulo, porque esta clase de novelas se estructuran,
naturalmente, en capítulos encabezados por su correspondiente número romano,
que engalana lo suyo el entramado capitular.
Y también que cuando
más solo se sentía era cuando estaba acompañado de varias personas, porque
entonces ya no se sentía él mismo, y
pensaba que tampoco podría ser nunca
por el motivo que fuese cualquiera de esas personas con las que estaba
departiendo ese rato aparentemente banal, de modo que él, su yo, brillaba por
su ausencia, era como una cáscara vacía, y no sabía a qué atenerse, no sabía…
Y: Él no conservaba su
ropa vieja, ni sus cepillos usados.
¿Y eso?
¿Por qué llevar a
cuestas los desperdicios?
Y, más adelante del
diálogo, el inquisitivo interrogador: ¿Y usted por qué conserva los libros una
vez leídos?
Porque uno siempre
cree que en algún momento de más adelante los va a necesitar.
Así es como se
amontonan y se cubren de polvo esos, vamos a llamarlos de ese modo,
cachivaches. ¿Y eso suele sucederle muy a menudo?
¿El qué?
Abrir de nuevo las
páginas de los libros ya leídos.
Por lo general, no. De
hecho, una vez terminados de leer, olvido donde los coloco y no logro descubrir
su paradero por más que me esfuerce. Es un completo misterio. Al cabo del
tiempo, cuando ya ni sabía por qué los buscaba, al primer estante que le echaba
un vistazo me ponía delante de las narices el volumen de marras invisible hasta
ese instante.
Es usted muy poco
práctico, y hasta confundido, creo.
Un comprador
compulsivo de ellos que no repara en gastos… No me cuesta admitir esa
definición.
Unamuno le reprendería
severamente: si quieres leer muchos libros compra pocos.
No era un hombre muy
pródigo en el aspecto económico el señor Unamuno.
Le convendría no
despilfarrar el dinero. En la lectura conviene ser comedido y evitar el
hartazgo que acaba por nublar la memoria.
¿Qué clase de hombre
es usted entonces? Mucho escatima este deslenguado sin riesgo. Muy seguro está
de lo que dice. Debe ser uno de esos amigos con el que vas a cenar y a la hora
de pagar la cuenta le preguntas, ¿a quien le toca hoy?, y él, antes de apurar
el resto de la copa del caro brebaje, te responde con una media sonrisa, a ti,
por supuesto, y tú le miras, y te muerdes la lengua, y no replicas, como de
costumbre.
Una pausa.
Es un viaje
entretenido éste, reconoce el inquisidor.
Un trayecto por
ferrocarril da para mucho juego, y no se suelen dejar cabos sueltos.
Rezuma usted
literatura por todos los poros de la piel.
¿Por dónde andamos?
Aunque algo apretados,
por el vagón restaurante. Y usted por la tercera copa.
No importa.
Previsoramente me procuré una plaza en el coche cama de los elegidos y una
espaciosa maleta llena de libros, al igual que solía hacer el amigo Kien en sus
salidas domésticas cuando abandonaba su sancta
santórum. Sé de sobra desde el día que nací con quien me las tengo que
ventilar. Ya no está uno para muchos trotes y menos para renquear en coche de
colleras a solas con sus pensmientos por esos mundos del Diablo disfrazado de
Dios.
No blasfeme, arderá
usted en el fuego del infierno.
¿Qué no será este
viaje el que allí nos lleve?
Y usted el mismo
diablo. Pero yo con un libro en la mano, al igual que…
Ver el mundo desde la
ventanilla de tu casa, sentado y calentito al costado de la mesa camilla, tan
redonda e infinita como aquel pero nunca imprevisible y desazonador, verlo como
asiste uno a las sandeces mayúsculas de la televisión de un día laborable, un
martes 21, por ejemplo, ver como pasa la vida y sus habitantes efímeros, como
si fueran ellos y sus correrías un paisaje con gracia a veces y otras veces no,
ver como todos esos pasajeros felices o infelices, depende del momento, van
directos a la olla apagada de Pedro Botero o al algodonoso rosa o azul pero
inmenso vacío en forma de nube de Dios.
De modo que Tarkovski,
el más grande, al decir de Bergman (el más grande en lo suyo, acotamos nosotros). Veremos.
Se puede ser profundo…
utilizando un lenguaje trivial o, peor aún, predecible, ya manido a causa de su
pobreza reflexiva por la inmensa mayoría
que se supone poéticamente a sí misma única e intransferible y que acaba
definiéndose mediante un surtido de expresiones ridículas por enfáticas y
pretenciosas.
Ya hemos dejado atrás la pausa, me temo.
Está bien que busques
sentido al arte, quizás sea esa tu misión como creador, lector o espectador,
pero es un disparate (ya que vivo no lo sabrás jamás) buscarle un sentido a la
vida, así que todo aquello, el arte, la creación, blablablá, blablablá, no vale
para nada una vez estés muerto o dormido eternamente (?), porque si en verdad
existe para todos nosotros algo más allá de ese cierre definitivo del mundo de
los mortales alcanzará una dimensión tan extraordinaria que superaría todo lo
imaginable y, desde luego, los escupitajos de la poesía, la novela y el
chafarrinón plástico... y ese abuso
tenaz y embrollador del lenguaje que es la filosofía siempre en meditación
sobre el vacío.
En lo concerniente a
los grandes temas del ser vivo, su principio, su existencia y su final, no
existe explicación alguna que escape de la pura abstracción o la palabrería más
superflua por reincidente.
Bonito paisaje desde
la ventanilla (mesa camilla) de un tren con destino irrevocable.
De acuerdo, la vida es
una mentira, constatan las viejas plañideras en tu momento final, y tú, en el
camastro, asientes sin mover un ápice la cabeza, con la piltrafa del alma que
aún te queda entre las vísceras… Pero si descrees de esa mentira en tanto estás
vivo, incluso moribundo, ¿qué te queda?
De Solaris (4), el de Tarkovski, por supuesto, no pierdas un solo
segundo mencionando el remake del dos
mil dos, me gustó la adaptación que hace de la novela de Lem, a pesar de que el
escritor mostrara sus reticencias, y, por encima de todo, la posibilidad de
recrear materializándolos los recuerdos de quienes se hallan en la órbita del
oceánico planeta misterioso con dos soles, un mundo inescrutable con conciencia
propia capaz de manipular asimismo la conciencia de sus indefensos visitantes.
¿Todo esto no destila
misticismo a raudales?
Así lo pensaba
Bergman, y lo dejó dicho: El más grande.
Regando un árbol seco.
¿De qué nos sirve?
El infinito ese gesto
inútil con la regadera en la mano, atávico, ancestral, agua sobre lo muerto, lo
sobrante, para nada, y, sin embargo, en su futilidad se alza eucarístico y
sagrado en un acto volitivo de rebeldía que nos trasciende mediante su estéril
intención como seres humanos incapaces de suponernos y recrearnos en la nada:
sucédete a ti mismo, aliméntate de ti, crece de nuevo.
El hombre como una
pasión inútil, un curioso animal cósmico, sartriano, sin destino.
Hay… algo, más allá,
algo… ¡tan alejado de todos los dioses y sus mandamientos inventados!
Acepto la tierra sin
dioses (analfabetos, bestiales, sanguinarios, orgullosos, despóticos, falsos,
cobardones, arrojan la piedra y esconden la mano, inútiles, hipócritas pues
predican el bien y hacen el mal, perversos… sólo máscaras con todo ese decorado
de lentejuelas en venta en los mercadillos de la gente más crédula, precaria
y desprevenida), pero me es imposible
aceptar el universo sin dioses (poderosos, sutiles y limpios como el aire azul
más allá de todos los cielos terrestres con sus turbulencias y mezquindades
humanas).
La admiración que
Bergman sentía por Tarkovski era semejante a la admiración que sentía Tarkovski
por Bergman.
No hay hogar
invulnerable para estos místicos atormentados que no logran ni siquiera
esconderse de sí mismos, había susurrado ladinamente Boceto al oído de la mística (y agregó con el aliento espeso y al
rojo vivo, taimado más que nunca, ¿pero querrían conseguirlo?) lo que facilitó
el último polvo entre estos dos farsantes que ya los dejó exhaustos de uno y de
otra.
Los tiempos cambian:
la mística, en 2008, es una cuarentona sin maquillajes culturales que valgan,
sin un Boceto estimulante:
divorciada, dos hijos, funcionaria apacible en la Subdelegación del Gobierno,
un edificio en forma de gigantesco dado lleno de agujeros pegado al
aparcamiento de unos grandes almacenes, lo que le permite, compinchada con los
otros compañeros de planta y despacho, bastantes escapaditas solapadas a las
tiendas de moda y satisfacer así su ansia consumista.
La casa, el refugio,
la cueva donde optas por morir solo y en silencio mientras desentrañas inquieto
los letreros estación a estación del itinerario postrero que te devuelve a la
nada, la nada, sí, pues otro lugar, otro destino,
no eres capaz de entender, y ese recinto rocoso no te protege, es tan
vulnerable y frágil como tú, abierto a la lluvia, al fango, al fuego: 1978, qué
lejos.
No hay escondite
posible. Y el sueño, donde te crees a salvo de todo mal y de tu propia
violencia, puede convertirse en la peor pesadilla que termine por desbaratarte
completamente cuando el amanecer se abate sobre ti antes del desayuno: ni
siquiera tienes ganas de purificarte bajo la ducha, deshacerte del olor
corporal, esa pestilencia primitiva de tu origen animal: 1978 todavía, qué
lejos.
Bueno, algo que
descubre uno con el tiempo es que todas las modas son absurdas: sólo tienes que
comprobar cómo vestíamos décadas atrás. Patético.
Éramos otros cuerpos…
y otras almas.
Cada disfraz, a su
tiempo.
El cuerpo se va
cubriendo al paso de los años, nunca deja de hacerlo, se disfraza a sí mismo de
distinto jaez, al contrario que el alma, que se va desnudando hasta dejarte
solo ante el espejo, una imagen fofa a pesar de los ropajes extravagantes con
que lo sepultas, terrible la expresión acobardada de tu rostro, ahí, frente a esa
réplica cruel, esa vestimenta de galas vanas, y tú devorado por el tiempo, más
allá de la mitad del viaje a ninguna parte, lleno de grosuras o deprimentes y
huesudas delgadeces.
Un muerto tendría
muchas cosas que contar, ahora bien, ¿con qué lengua, y cómo esa voz?
Te recibe ya
traspasada la puerta de la nada, es invisible, pero tú lo ves, no sientes voz alguna, pero tú lo oyes, te alecciona riguroso, y, por su condición de eterno, -como
tú mismo a partir de ese instante que ya no eres visible ni audible-, hostil a
cualquier frivolidad, la eternidad es una cosa muy seria y de infinito alcance
donde no caben las zarandajas humanas: amigo, voy a darte un par de
instrucciones que debes seguir a rajatabla, como, por ejemplo, no comunicarte
en absoluto con el mundo de los vivos por
ningún medio o procedimiento, ya
sea electrónico o mecánico, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, deja que vengan, ya se
enterarán en qué acaba todo lo de abajo, por fin soltados de una maldita vez de
la mano de Mammón, quien guía sus manos y sus peores intenciones y los entrega
perverso y astuto a los afanes fútiles.
Finalmente, salvo los
más lerdos e inconscientes, a la vista de la enfermedad, la vejez y la muerte
que se abate irremediablemente sobre sus semejantes y sobre uno mismo, todo
humano termina convirtiéndose en un buda,
un triste pedazo de carne voluminosa o en huesos de mirada turbia, vacía, que
asume la pérdida de todo, hasta de su conciencia.
Tarkovski se tenía
como un cineasta, pero también como un escritor. Es decir, algo que daba que
pensar no sin cierto recelo, o temor incluso: alguien definió una vez a un
escritor estándar de un modo muy inteligente: la vida de un escritor la
componen tres asuntos, escribir, leer y… y… Ah, sí, ya me acuerdo, eso otro,
vivir.
En Sacrificio los personajes que aparecen y
desaparecen deambulan como fantasmas. Quizá lo sean. Todos llevan un enigma a
cuestas… y el silencio al que se entregan es más elocuente que las palabras o
los acertijos sombríos que profieren de cuando en cuando. Sin embargo, la
última palabra, es la primera de todas. El verbo que tanto conjuga en la
tierra.
¿Tarkovski?, se
preguntaba la mística con gracioso desconcierto, ya sin ínfulas, con su cultura
a medias tan expuesta al tirón de orejas.
Uno llega a Bergman,
pero repetir la zozobra con Tarkovski...
(Agrégale Dreyer.)
¿Qué todo esto no se
arreglaría, como decía aquel, con un paseo bajo la lluvia del crepúsculo y, más
tarde, frente a los leños ardiendo en la chimenea, beber hasta perder el
sentido? Uno tiene sus armas cuando las cosas se tuercen para combatir a la…
vida.
La amenaza se ha
cumplido, al parecer. El cataclismo definitivo. ¿Por qué temerle? Eso nos
uniría a todo en idéntica desgracia. Clamorosamente colectiva. Todos a una,
haya cielo o infierno. ¿Acaso no vivimos bajo la constante amenaza de la
muerte? Los ves moverse delante de ti, en la pantalla y es difícil creer que
sepan adónde van esos pequeños holocaustos humanos, parecen levitar dentro de
un sueño... ¡que no es el tuyo! Actores inesperados de sus propios actos,
reniegan de su pasado, de sus elecciones equivocadas, de sus engaños, todos
ellos, excepto los que aún son demasiado inocentes, reivindican una vida nueva
en el sentido más dantesco. El fuego alienta nuevas fertilidades.
No les tortura la idea
de la muerte en realidad. Lo que les devora es el miedo a la muerte, vivir con
ese miedo, que es la forma más lastimosa de dejar de vivir. Algunos, en el
escenario bergmaniano, estancados en la angustia
perpetua, se matan sólo por librarse del miedo a morir que les inutiliza como
seres vivientes.
En realidad, ¿está
seco el árbol?: turbación y desconsuelo.
Se yergue humilde y
desnudo al cielo grisáceo.
¿Habría resurrección?
¿Por qué privar del agua milagrosa a esas raíces ocultas, el agua de la vida
que penetra hasta su guarida de tierra, oscuridad y… renacimiento?
Tarkovski era un
místico que leía a Montaigne entre la duda y la fe, entre la desconfianza, el
desencanto y el escepticismo, pero también asido a la esperanza de que no todo
estará perdido a lo largo de los siglos venideros después de él y de los miles
y miles de seres humanos que mueren el mismo día y puede que a la misma hora y
en el mismo minuto que él: tú, riega el árbol, una manera de allegar a una
teología ascética que impida cualquier tipo de recriminación por parte del ateo
y del creyente.
Sacrificio empieza como un
sueño, el sueño de otro, ¿o de nadie en particular?, culmina con un despertar,
tal vez en la realidad, y asistimos a una amnesia colectiva de lo que ha sido en
el celuloide y hemos contemplado (fin de la película), que como todo lo onírico
se disipa mucho antes de que muera el día y vuelva la noche.
¿Y si se trata de un
caso de pareidolia?
En el mundo que te
empeñas por ver todo es una irrealidad, sólo tú la ves, descubres lo
inexistente, lo imaginado por una concentración visual que harta de ti te
engaña para que la dejes en paz y cierres los ojos de tu mente desvariada de
una vez, formas que brotan de tu cerebro y no de las imágenes inagotables pero reales de que te surte el mundo: todo lo
que tú crees que ves carece de significado, es nada si te niegas a ver lo que es:
el perfil de aquella montaña no dibuja el perfil de tu padre en su lecho de
muerte; esa mancha, esa grieta, las rayas que tanto te han intrigado en el muro
adensado por el color del atardecer hasta tal punto que ves lo que no es, la produce tu imaginario pueril e inconsistente,
no configuran, sólo para tus ojos, la
faz de dios, uno de ellos, cualquiera de los muchos que infestan la cabeza de
los seres humanos; esas dos ramas que se cimbran al viento no son dos amantes
que se abrazan, sólo son las ramas de un chopo que el aire une y separa como si
tal cosa… tan natural.
¿Qué no será el mundo
el decorado exclusivo de cada uno?
¿El rojo que yo veo es
el rojo que tú ves?
¿Qué es el rojo?
¡Utiliza palabras para
describirlo!
¡Qué necedad aberrante
el intentarlo!
Todos sabemos la
cualidad del azul y a qué llamamos azul, todos somos capaces de identificar el
mismo color… pero ¿vemos todos idéntico azul?
Nadie es capaz de
definir un color, únicamente se le puede describir con una comparanza
valiéndose del lenguaje, esa trampa, en términos abstractos, que es palabrería
prescindible con la que antes abrirías los ojos del entendimiento a una piedra
que a un ciego.
Cada ser vivo, humano
y hasta animal, es un actor, se dice Boceto
desenvainando la espada, y echa a un lado de la espalda la capa y el embozo,
ajusta el chambergo hasta las cejas. A salvo el cuerpo y su nombre de las
miradas inoportunas y la censura, ni una sola herida sobre la carne que tanto
le deleita, instrumento de goce, alimento de los sentidos: sobre mis espaldas
nada, sobre mi conciencia todo, el mundo como escenario. Allá va él en tromba
por las aceras atestadas de inocentes y gente de poco saber, las ansias muy
disimuladas nada delatan, cortesana y brillante la mirada y el arma y el placer
a punto:
Si es vuestro deseo
que sonría, sonrío; si os plazco más apenado, afligido me habéis de ver; si
gustáis de yacer conmigo, el lecho y el vino embriagador nos esperan, madame, puesto que soy sólido y líquido
a la vez. El mundo de escenario, y él como un actor que combinase mil papeles,
presto a engatusar con un millón de galas los ojos de los otros, cualquier
indumentaria le vale: quizá esa sea la mejor manera de disfrazar con el olvido
y combatir con el desprecio la crueldad de una existencia de irremediable y
fatal terminación que poco a poco, y eso con suerte, te despoja de identidad,
de consciencia y hasta de las huellas y la memoria que siquiera brevemente
dejas en tus medidas correrías por la corteza de aquel mundo (inmundo)
fabricado de telones de fondo alzados de colorines y simulacros.
Non sequitur.
(Boceto ya desnudo, ni un gesto de más, ni una mirada de menos, coloca
con esmero la ropa –la espada, la capa, las botas de espuelas de oro- en el
galán de noche, minutos antes de hincar la verga ya en plena erección en la
cálida vaina.)
Amiga mística, yo soy
de los que se planchan los calzoncillos.
¿De veras haces eso?
Si yo te contara lo
que hago en mi tiempo libre una vez he rezado el rosario…
Non sequitur.
Otros poetas poco
místicos, muy afamados y muy ingleses, aunque lejos del noble laurel, de versos
prosaicos, contundentes, coloquiales, sin reservas pueriles, se atreven a
escribir o, al menos, a imaginar poemas sobre unas infantes lascivas con acné: Mirar como unas colegialas se lo comen la
una a la otra mientras uno –¿él mismo?-
las flagela.
Interesante, mister
Larkin, una cara fofa, un huevo con gafas esculpido en manteca es lo que
fabrica el espejo ante sus ojos, a su propio decir de arrojado poeta que asume
perfectamente su figura desastrada al igual que se envanece a escondidas de su
biografía sobresaliente, pues es un tipo incisivo, de los que desnuda al mundo
hasta dejarlo en cueros vivos: sólo los muy inteligentes como él pueden ser
grandes poetas, los demás, las menores inteligencias, es posible que alcancen a
escribir buenos poemas, es decir, mercancía de segunda, de la clase que uno
podría escribir si deseara hacerlo, se tomara su tiempo y tuviera a alguien a
quien dirigirse o alguna otra razón práctica, ya que los vates de domingo y
fiestas de guardar aspiran en secreto a un reconocimiento por ínfimo que éste
sea, ¡quieren que les lean!, pero ¿adónde nos conduce esto?, ¿al aire azul?
¿Y cómo mueren estos
poetas inteligentes, grandes, estos bardos aclamados ya en vida que esperan a
la noche y agazapados en las sombras negras arrojan la bolsa de basura en el
contenedor, un menester ruin y claudicante, un poeta que, mira por donde, también es fabricante de desperdicios,
orines y mierda?
¿Adónde nos conduce
esto?
Al cuerpo mondo y
lirondo, puesto que a él, la máquina que te hace pensar, andar y sentir, al
cabo es sólo animalidad, no le importan los siglos, ni la vestidura de moda ni
la corrección que impone la urbanidad de su tiempo, se las trae al fresco que
seas profesor que se vale de Goya (y Lucientes) en tu lucrativo oficio de
probada hipnosis o que impartas estériles estudios culturales vaya uno a saber
metido en qué agujero de prestigioso nombre y onerosa matrícula, o que, ya
despojado de las cadenas de la represión interiorizada, puedas reventar del
todo una noche de Wakpurgis como un obsceno, grasiento y pestilente goliardo,
tal un Fassbinder cualquiera si sustituyes a la colegiala de faldita escocesa y
piernas de seda por un marinero borracho, pervertido y sin duchar desde hacía
días con el pantalón ajustado marcando paquete.
Non sequitur.
Enero de 1978
(todavía), lunes, 30:
Antonio Sánchez
Iglesias, el criminal, y su hartazgo cotidiano, inamovible, cinema Pompeya,
sesión doble de tarde, y en la barriga el terrible arroz del mediodía, y la
boca anegada por el regusto del Veterano y los dientes más amarillos que ayer
pero menos que mañana por la tosca nicotina de los celtas:
Colegialas lesbianas y el placer de pervertir
(0).
El colegio de la muerte (0), con la aparición estelar aunque breve
de nuestra heroína Sandra Mozarovsky.
No conduce al aire azul el tema, no, no.
Le lleva a uno
directamente a alimentarse de batidos industriales y a engullir varias botellas
de vino tinto barato. Y así todos los días, concienzudamente.
El ejemplo que tienes
delante de ti tampoco es muy estimulante que digamos: tu chica se harta de sándwiches de tomate y vasos de ginebra desde que
amanece hasta que se desploma en la piltra: todo un poema por escribir si su chico aún tuviera ganas de agarrar la
pluma y clavarla sobre el papel como si fuera una espada (los hay que escriben
enrabietados, cada palabra una herida que infieren a alguien, no importa a
quien, de la tinta tan antigua brota la sangre reciente, cálida, olorosa, nunca inocente).
¿Huele la metafísica?
¿Huele el misticismo?
La vida, real, huele, incluso apesta si uno no
adoptase las pertinentes medidas higiénicas, todo en ella huele, olores
contradictorios, la mosca se deleita en el olor a mierda, el gato te bufa y se
echa para atrás al percibir la colonia en tu piel que tapa olores desastrosos,
el perro huye de tu aliento podrido.
Lo mítico no huele si
no te sumerges en el incienso o en cualquier otra droga odorífera, pero el
hombre y la mujer místicos huelen a la misma carnalidad que te construye a ti.
La tibia entrepierna de la mística bergmaniana donde hundes la boca despide un
olor denso y acre ante el aditivo de su condición, el tufo de la materia humana,
que el desvarío y fragor del sexo encubre y perfuma y disimula esa su otredad
de bestia pestífera que degenera día a día hasta su pudrición. ¿Justifica eso
la desafección hacia la vida de uno o a la de los otros? ¿Nos ennoblece la
poesía?
(¿Viste copulador
desalmado, cinéfilo corrupto, un campo
infinito de hilos rojos entre los
muslos bergmanianos?)
A veces el instinto se
rompe, pero mientras eso no suceda, hay que seguir.
Y uno sigue
beckettnianamente, o con el misticismo a cuestas, o sin él.
Tampoco hace falta que
ames la vida. Basta con que la utilices en un sentido u otro, y los hay
innumerables, a conveniencia. No temas el castigo: los de tu saga siempre salen
bien librados.
Enero de 1978
(todavía), lunes, 30, qué tedio el de los dieciocho años, Boceto, la tarde larga, de aire frío y gris, cegadas las ganas de
todo, hacia todo, ¿qué le falta para ser como sus hermanos?
Xerea: El espejo: a qué lugares le lleva a uno
el hastío…
Ese punto de vista es
tan válido como cualquiera de los otros puntos de vista que se opongan a él… en
la escritura y en el cine.
¿Por qué Bergman
concibió, escribió y dirigió El espejo?
Yo estaba extrañamente
tranquilo entonces. Era la época de la serenidad. Podía vivir en el campo y, si
hubiese querido, dedicarme por fin a la tierra, criar cerdos y ocas, cultivar
un huerto, mandarlo todo al diablo. Un hombre en libertad poco necesita más
allá de sus manos. Un hombre puede reducir todos los enigmas a los cuatro
elementos eternos, tan visibles, tan indispensables: fuego, tierra, aire, agua:
volvía al origen.
Una vida sencilla y
sincrética, el libro y la col, el baño diario y el estiércol eterno, el aire de
la mañana, el rumor de los árboles, el canto de los pájaros y la música de
Bach, Purcell, Pergolesi…
(No así JD., ahora tan
desnudo bajo el sol, su piel dura, como una costra, tan embadurnado de lo
telúrico, geólogo sólo de lo palpable: la tierra es la tierra, y basta, y
punto.)
Rodé El espejo porque pude hacerlo
sintiéndome tan libre como siempre me quise, libre como es capaz de sentirse
uno en ciertos momentos de la infancia en la que la ida y la vuelta no
significan gran cosa.
Pero al final (y no
demasiado al final) de ese idilio con la naturaleza, el pasado y la infancia
esperanzada, eterna, se halla la muerte. La verdadera libertad, hasta absoluta,
el lujo de la vida, es posible que sólo la proporcione la inconsciencia, vivir
plenamente en ella y no poner nombre a los temas del mundo, y en especial nunca
a los más fáciles… ¡a los abstractos!
La muerte ni siquiera
es el precio por haber vivido.
Lo trágico no es que
la vida acabe para ti, sino que la vida continúe después de ti… y más trágico
todavía que sea tan fácil imaginarlo de ese modo, algo que te parece tan
perfectamente comprensible, aceptarlo sin más y no volverte loco. Es la nada
que sucede a continuación de la muerte lo que racionalmente cuesta admitir,
pues aún viniendo de ella, nunca en realidad has sabido de ella: sólo en vida comprendes su esencia
descomunal.
Ya en los mismos
títulos de crédito:
¿Adónde me he metido
yo? ¿Qué Virgilio toma mi mano? ¿A qué infiernos y angustias me ha conducido el
aburrimiento, mi desidia inoportuna tan propia del maldito enero? ¿Y si me
escapo? Apenas cuento en toda la sala dos docenas de espectadores, un
montoncido de chiflados torturados por sus ambiciones intelectualoides. ¿A
quién le iba a extrañar si pongo pies en polvorosa?
Pero afuera está gris,
y hace frío, y en casa esa luz eléctrica tan odiosa…
¿Y a éste como le
devuelve la imagen el espejo? ¿De cuerpo entero?, ¿fracturado, hecho trizas,
sin rostro…?
El hombre de la cámara
(y de la pluma) hurga en su pasado, revuelve un poco (basta con eso) la
asquerosa infancia, revive juventudes, anuda en la soga que va a ahorcarlo
aspectos lesivos recuperados de su biografía.
Un padre es fácil de
aniquilarte por completo. ¿Cómo puede un poeta luchar con las palabras tan
cabalmente unidas, soldadas hacia un objetivo hermoso o profundo, tú que
siempre serás para aquél un amasijo de pañales sucios?
Prefieres pensar, vaya
el diablo a saber por qué, que la creación de tu padre, sea la que fuere, no
duda en descrearte a ti: una vez muerto, su sombra alargada seguirá
oscureciendo tus días te escondas donde te escondas: una familia, hijos, un
empleo, amantes, una huida de todo...
Y ese tipo sin voz,
pues le basta la memoria, ante el fuego, pisando la nieve, zarandeado por el
viento del pasado… el lento pozero mortífero veneno del tiempo, a todas horas
contigo, adelgazando costillas, secando músculos, estragando la piel...
Ya eras así en la
infancia, y también en la adolescencia, dos ponzoñas de las que te es imposible
librarte, siempre has sido el mismo, y el hombre que ahora eres ha unido esos
pedazos mal que bien, eres una configuración de detalles y recuerdos,
pensamientos imposibles (Yo he visto levitar a mamá; Pushkin, lee una carta en
el idioma de otro compatriota consignando el recelo que le suscita la condición
rusa; y España, al otro lado del mundo, en lucha, tal rememoración de algo
lejano y poderoso, y él, que ha visto su futuro en… el pasado tan impreso en el
mismo presente… Todo en esa película se figura una evocación de algo pretérito
pero, y eso es lo sorprendente, como si su protagonista estuviese recordando el
porvenir, lo que ha vivido en un mundo verdaderamente extraño, surreal.).
Se castiga, dice de sí
mismo: El protagonista de El espejo es un ser débil, egoísta,
incapaz de sentir por el prójimo un amor desinteresado, carente de una meta
para sí mismo. Su única justificación son las convulsiones del alma que padece
al final de sus días, para reconocer (¿sufrir?) de esa manera la deuda no
pagada que ha contraído con la vida.
El espejo está fruncido de trozos de belleza y misterio, pero
cada uno de ellos por un lado, sin que exijan una unidad para su entendimiento:
el azar es inconexo.
In diebus illis.
Personajes
fuera de una historia, deliberadamente inextricables sin ella, como sólo una
forma, manchas de color, un balbuceo, una voz en off, no se necesita más: un sistema de comunicación creativa
insólito, verlos simplemente vivir (escenas, sucesos, relaciones) sin
comprender qué determina sus actos, sin
saber donde van (¿importa algo?), si es que se dirigen a alguna parte, de donde
vienen (¿y qué?), ni siquiera es preciso entender su idioma (gruñidos sordos,
indiferencias reiteradas, desplantes de silencio), sus nobles o toscas
apariencias: deambulantes somos por una vida que es el territorio del sueño de
uno de los miles de miles de millones de dioses que zascandilean por el
universo aliviando su eternidad (una eternidad de verdad, no pascaliana, sin
cielo ni infierno) con la creación de sus juguetitos: te jodiste, amigo carnal
(carne: lo que se pudre, puramente accesorio, una pequeña herramienta para el
ocio), eres una figuración y, luego, adiós, muñecón.
Mejor juguete de
dioses que una inutilidad: padre, he tenido mala suerte, se quejaba con la voz
hueca de un hombre hueco animado por una maquinaria interior (un muelle, una
bisagra, tres tornillos) en exceso elemental, aunque a su dios eso le daba lo
mismo (o era que no hacía una a derechas aun siendo de juguete; fuere lo que
fuese, en su vida todo quedaba multiplicado por cero, y todo por cero es cero).
Pero dejemos a los
dioses y sus entretenimientos, y más aún a los humanos, en su penosa
conmiseración hacia sí mismos.
Creemos sin objeciones
que un ser humano es real, y que, por tanto, su existencia, sus idas y venidas,
también lo es en ese espacio inconmensurable que llamamos vida: en torno a él
se enhebran miles de sucesos, de interrelaciones, de pensamientos, de visiones
fantásticas o contrastables objetivamente. Pero todo eso es puro material
inconexo, trivial o enjundioso, vaya usted a saber, confuso y equívoco, revuelto, una mixtura sin hilos que la
corrijan y logren plasmar en mayor o menor medida una coherencia que le otorgue
un origen y un fin plausibles, todo semeja una mezcolanza que habría que
ordenar para hallar un sentido…
Pero, ¿por qué
empeñarse en clasificar, ubicar, concertar ese material? ¿Por qué organizarlo?
Su propia evidencia
sin orden ni concierto ya lo justifica: El
espejo: todo al revés de la imagen.
En muchas creaciones
(de dioses ociosos o las de los mismos juguetes humanos que a lo largo del
tiempo han alcanzado a manufacturar sus propios cachivaches de esparcimiento:
literarios, fílmicos, artísticos, musicales) el contrasentido es la clave y lo
paradójico de sus sustantivos y la insolencia de sus predicados su arte
verdadero.
Toda creación (El séptimo sello, El espejo, Sacrificio) es
un fin en sí misma. Lo demás es una recreación que ya no concierne a su creador.
Pero cuando empezamos a trabajar en El espejo no
quisimos de un modo consciente, por simple principio, programar mediante un
guión riguroso la película. Para mí, en este caso, resultaba mucho más
importante percatarme de cómo de una forma u otra se iba «organizando» la
propia película, ella sola, durante el rodaje (…) El guión no proporciona otra
cosa que material para la reflexión… Resultó dificilísimo dejar claro que
detrás de la película no había otra intención, una intención oculta, cifrada, tras
las imágenes.
Lo
que ves, es.
Lo
que lees, es.
Lo
que escribes, escrito está.
Toda
creación es una (auto) biografía: el solo hecho de llevarla a cabo así lo constata.
¿Arte?
¿Creación? ¿Hallar el sentido a algo muy subsidiario del motor de la vida que lo
propicia, lo sustancia y lo ampara sin saber para qué propósito y que como si
de una broma colosal se tratara tampoco éste tan principal lo tiene?:
…a
tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing.
Enero,
maldito enero, imprecan los que siempre desean ir por esos mundos de blanca
nieve bajo el soniquete de cancioncillas babosas disfrazados de Navidad,
escondidos detrás de la gordura del berzas de papá noel o de la solemne
impostura de un rey mago (tales atavíos han de engañar hasta a la tía de la
guadaña, que pase de largo), es en la única lógica que les da por creer, y
luego la escapada de semana santa y luego la playa del verano y luego… otra vez
la Navidad: esa machacona ordenación les ahuyenta de la mente su frágil
condición y su triste final.
En
enero del 78 el cuerpo de Sandra Mozarovsky ya había alcanzado la última fase
de pudrición, se amojamaba la piel sobre un esqueleto astillado a causa de la
brutal caída entre las flores de antes del amanecer con la regadera en la mano
y el espanto en la mirada incrédula todavía antes del impacto sobre el suelo y
de sumirse en la oscuridad.
Non sequitur.
Pero
Sánchez ahí la tiene de cuerpo entero en la pantalla cuantas veces quiera, y
también la posee envuelto en esa otra oscuridad tan íntima, silenciosa y tenaz,
toda para sus ojos, la tiene ahí mismo, danzando desnuda, entradita en carnes y
voluptuosa entre las llamas de la hoguera que a duras penas en el relente
calienta sus miembros, la tiene jibarizada y dinámica en el interior del cerebro
ardiente por el vinazo, una muñequita enquistada en los sesos con la que podría
jugar día tras día y noche tras noche sin cansarse: ahora te visto, ahora te
desvisto, te tengo de rodillas, te tengo a conciencia bajo el peso de mis
deseos, de cualquier antojo cruel.
Sánchez
sólo piensa lo que ve, nunca ve lo que piensa, en ese mondongo jamás ha puesto
las manos, las cosas son lo que son, de modo que, lejos de cualquier misticismo
del que nunca sabrá nada de nada, tan apegado a lo terrenal y lo primario él, está
absolutamente convencido que todo el placer y el dolor que siente en esta vida
se lo proporciona el cuerpo, y la figura de esa adolescente de ojos verdes que
ya no existe pero que aún es, vamos, que está viva, y mejor todavía, que jamás
va a envejecer merced a las imágenes que el cine perpetúa como si tal cosa, le
tiene obsesionado por completo: si él pudiera ser el diablo podría resucitarla…
de carne y hueso, cálida y real, tenerla ahí, a su lado, tan tibia, en esa
noche de frío, vino y escombros, una noche que sería muy especial para ella por
extraña, incluso misteriosa, soy un tipo interesante, sabes, me he pasado más
de la mitad de mi vida en la trena, la de bestias que ha conocido uno… ¡pero
que te voy a contar yo a ti, si eres rusa!
Sánchez,
después del fuego, el vino y la larga noche, cuando se veía en el espejo
macilento de su habitación no veía su frente ni el escaso cabello pegado al
cráneo, ni su boca de labios prietos, ni las mejillas ni los pómulos cetrinos,
ni el resto del cuerpo blancuzco de hombros caídos y piernas curvas que
abominaba: clavaba la mirada en sus ojos turbios y agotados y ya sabía todo:
¡cuánto has envejecido…! Pero ¿aún hay tiempo? se preguntaba sin saber muy
bien, si lo hubiera, para qué.
Una
condición trágica… la suya con la vida ya colmada de expectativas y una
esperanza cada vez más nebulosa, si él, asido a un improbable estado místico,
no hubiese pensado lo que veía a su alrededor cada mañana al despertar y se
hubiese entregado a fantasías, a ensoñar lo imposible en lugar de verse: la luz sucia, la estrechez del
cuarto, la cama vieja, la ropa informe, las terribles digestiones de vinazo y
comistrajos diarios, sus propias averías de hombre casi cincuentón, y sobre
todo, por la semejanza con lo real, en la figura desmañada que le devolvía la
luna del armario y que se le antojaba que hasta desprendía un olor fétido, las
cosas son como son, como las ven las tripas.
Non sequitur.
¿Y
como acaba ese enero/78 por donde él ha empezado a deambular como un hombre
libre vestido de pobretón mal aseado con el pegajoso olor a colonia de hortera
endomingado?
Dicebamus hesterna die.
Con
Jumbos Jet que explosionan en el
cielo rellenitos de pasajeros, alimento de los dioses.
Con
asesinatos de periodistas.
Con
muertes de escritores que creíamos (eran) inmortales.
Con
carreras de automovilismo.
Con
países que quieren fabricar bombas atómicas y entierran a torturados y
desaparecidos bajo capas de cemento o los lanzan desde nueve mil metros de
altura al océano que los revienta en mil pedazos.
Con
satélites militares que caen del cielo.
Navegamos
por la tierra y su firmamento azulino con la jarcia completa. De nada nos hemos
de privar. Bien repletas las alforjas para alivio del estómago mientras los
ojos se complacen ante las imágenes de los fascinantes sucesos preferentemente
sangrientos y desdichados que produce el mejor de los mundos posibles.
Es
todo un espectáculo del que Sánchez no se entera, porque él no come palomitas
(aunque sí babea ante la Mozarovsky): su círculo terrenal, de momento, es tan
pequeñito que enseguida es recorrido por sus pasos de paria directo al dolor:
de la hoguera y la noche ancestrales a la pensión con olor a puchero de enfermo
y coliflor frita.
¿Y
cómo nos empieza febrero?
Con
un cómico especialista en charlotadas disfrazado de payaso en camisón estampado
de flores amarillas y tocado con un gorro en forma de cucurucho de color rojo
que huye por la ventana de una policía de las de cachiporra en mano y carente
por completo de sentido del humor.
Pues
seguimos en las mismas.
Lo
mejor sería saldar cuentas y cerrar el negocio (el mundo).
De
nada valdría. Fatalidad o no, hay cuerda para rato. Incluso con una hecatombe
nuclear, la cosa va para largo. El hombre es animal tenaz: pasados millones de
años y aliviada la conmoción atómica, despejados los cielos del polvo y la
oscuridad, cerradas sus grietas y recompuestas las heridas de la tierra y
calmadas las aguas, el humano, mejor o peor racional ahora, bestia guerrera y
depredadora siempre, volvería a asomar la patita desde cualquier organismo
sobreviviente invocando a nuevos dioses acaso menos exóticos que los actuales y
no tardaría en instituirse de nuevo como rey depredador de la naciente
creación.
El
hombre, que es cenizas, y de ellas resurge, es una anomalía muy persistente en
la naturaleza.
Tal
vez termine recalando esa estirpe recalcitrante y ávida en otros sitios
estelares alejados de la tierra.
¡Qué
descansada vida sería ésta, pues, para nosotros los etéreos!
Un no rompido sueño, un día puro,
alegre quiero, no quiero ver el ceño vanamente severo de a quien la sangre
ensalza o el dinero.
Sutiles
e invisibles.
Ah,
pero con los pies en la tierra incluso siendo personajes que no personas.
El
frío nos hermana, enero, dice febrero.
Es
la noche sin casa, sólo tablones, ni sombras, un negror denso en todo.
Es
un frío tan bestial que congela el alma, te despoja de humanidad y te convierte
en un animal inerte en medio de la negrura, un ser sin pasiones ni recuerdos,
inmerso en un presente que todo lo inunda de animosidad y desesperanza bajo la
cuchilla de un punzante relente de desolación. Sólo te acompaña un miedo
irrefrenable sumido en la soledad invernal, periférica de todo lo humano, eres
como los escombros y las cosas a medio hacer que rodean tu fogata y tu
desamparo: eres como un animal al que la desesperación y el asco aboca a sus
peores y más torcidos instintos.
¿Preferible
la cárcel?
Preferible
ser animal de corral… aunque lo sea cercado de barras y puertas de hierro y a
toque de silbato: sabes donde estás y que mañana comerás y que tal vez no sea
demasiado bazofia lo que te ponen debajo de las narices tres veces al día y lo
tragues sin prisas, paciente como una bestia amansada, y sabes que la noche
solitaria y fría se queda más allá de los muros: adentro convives con lobos,
pero no eres su pieza elegida y presta para ser despedazada, les da lo mismo tu
vida y tu muerte, les eres indiferente e inútil, eres incomestible y nulo. En
la cárcel, uno, si no es nadie en absoluto en nada y su firma por los pelos no
es una equis o la huella del índice estampados en un papel, es tan invisible
como los tipos libres que ahora pasan a tu lado por la calle y puede que mañana
estén muertos sin que importe lo más mínimo para que siga su curso esa riada de
gente oscura que es la de todos los días (o puede que murieran ayer aquellos
tipos, y por ahí andan con la mirada vacía y la cartera o la llave inglesa en
la mano y aún les dura la cuerda para el rato de hoy hasta que, una vez en
casa, después de la cena y su horita de televisión se meten en la cama y desaparecen para
siempre).
La
tierra (la Tierra) traga lo que sea menester.
Jonás
en el interior de la ballena. Tres días y tres noches que han sido toda su
vida.
¿No
te digirió?
Yo
era como la piedra: protege del exterior.
No
mueres, pero he ahí que la cárcel te ha vomitado a una playa de cemento y lucha
constante donde impera lo injusto y la astucia, la crueldad del azar o lo
bestia de la competencia.
Y,
ahora, ¿qué?
Demasiadas
noches donde la mirada a la nada es la imprecisión en todo, lo indefinible,
demasiado frío, demasiado la mente en blanco, las manos ausentes, inservibles,
el corazón de cristal a punto de resquebrajarse y el alma, cosa de dioses a
escondidas, que nada apacigua y revuelve la sangre a tontas y a locas.
(Nunca
leo cuentos de hadas. Aunque sigo creyendo en las hadas. Lo que ya no me creo
son los cuentos.)
Tampoco
resiste su propio olor, mucho peor que el del chabolo, que nada tiene de hada, demasiado humano. Y en cuanto al olor
del mundo…
¿Qué
hacer?
Fiodorov pide paciencia. ¿Acaso no la tuvo Lenin?
De
momento, camarada, ya no tienes antecedentes. (Ni eso tienes.)
La
amnistía te ha dejado con toda la ropa interior blanca, impoluta: ni penas, ni
cargos, ni delitos. Ahora ya eres dueño de ti: a la calle, anónimo y sin la
joroba de las culpas. De lo que no te exonera es de la lucha por la vida, la busca de todos los días.
Sigue
absorto con la vista clavada en las escuetas llamas de la fogata. En verdad,
¿esto era todo más allá de la derrota prematura, aquella que marcaba tu frente
desde el mismo nacimiento?
Una
cavilación.
Fiodorov olvida las reivindicaciones salariales, los despidos
improcedentes y los finiquitos desvergonzados y se coge la tarde libre: la
actualidad es la que es, duda entre El
hombre que pudo reinar, Investigaciones
sobre un ciudadano libre de toda sospecha, La jauría humana, Sueños de
seductor y Primera Plana.
Son
títulos perfectos para una España renacida o… equívoca, pues en aquella época
imperaba el radicalismo en cualquier propuesta social y política que se terciera,
lo que más tarde o más temprano haría de la ambigüedad la marca de agua de
cualquier actividad ideológica. Todo se tornó equívoco, un malentendido
mayúsculo. Y algunos vivales empezaron a vivir del cuento y la desorientación
general a partir de entonces.
Lo
mejor, una vez la guerre est fini, es
meterse en un cine y creerse lo que te están contando. Y en cuanto salgas de la
sala, aún un poco anestesiado, vuelves a ese descreimiento resignado que
sosiega tu espíritu. Desplegar una caridad funcionarial hacia otros seres
humanos, pasarles la mano por el lomo, es el principio de la desesperación
total para algunos tipos que padecen una sensibilidad especial: de ahí, a la
soga; de ahí, a lo tragicómico. Finales inesperados.
En
la oscuridad de un cine nadie es perfecto: ni uno ni otro.
Pero
encogido y a salvo en tu butaca, de platea o de gallinero, no existe el
peligro. Seas Fiodorov o
Sánchez.
Cada
uno su preferencia, para gustos los colores.
Ya
he visto todas las películas de la Mozarovsky.
Pues
cambia de tercio.
La
pereza de uno, qué se le va a hacer con las obsesiones, no es fácil librarse de
ellas, la costumbre de las mismas imágenes, la manía inveterada de lo
socorrido, detenerse con la vista y la imaginación en ese desnudo de mujer
nuevo, terso y limpio recién ultimado, tan prometedor, limadas las
incongruencias de la adolescencia. No desea uno salir de esa figuración, de ese
ensueño carnal.
Tienes
donde elegir en ese desvestir generalizado de la española que cuando besa…
(Ya
nos lo certificó doña Eugenia con su Louis Vuitton del bracete muchas páginas
atrás: España se ha convertido en una puta de mil cabezas... y once mil coños,
o un millón de ellos, al aire, e incluso rasurados para mayor apetencia de la
boca y la lengua del varón. ¡Qué ocurrencias las de esta dama de alta cuna… de baja cama!)
Ya
ha salido del cine: cae una llovizna triste, fría, laborable, de principios de
febrero, un mes engañador.
Taciturno,
anda sin importarle la lluvia menuda.
Y
ahora, al llegar a la pensión, echas el cerrojo a la puerta de tu habitación
que apesta a cerrado y bajo la odiosa luz eléctrica te la cascas delante de la
luna del armario, y después, con el tiempo justo, te largas relajadito y a
punto hacia la hoguera del vigilante: manos a la obra de la noche.
Ha
cesado el cielo de gotear.
Casi
no se ve al hombre caminante, tapado bajo ropaje tan basto y ancho que le
alcanza a las cejas.
Cada
sombra tiene nombre. Y hasta tiene un oficio. Se juntan, se superponen, pero
cada una es por sí misma, podrías hasta formarlas en una hilera marcial,
ponerlas a andar a tu servicio. Un ejército de sombras que…
Y
así va pasando el guardián de los escombros el tiempo negro y frío, casi
abrazado al fuego que apenas enciende su rostro, hasta el amanecer siempre
lento, de un blancuzco angustioso y sucio, estremecido y anclado como un
espantapájaros a la entrada sin puertas de ese edificio en construcción que
nunca parece avanzar a oscuras o a la luz del día.
A
esta edad ya me sobran todas las heridas, podrían decir estos dos (y aun el
tercero, Boceto, en discordia) al
unísono. Cada sombra tiene su hombre.
En
cualquier caso, Sánchez no dejó de llevar entre los dientes durante unos meses
el certificado de buena conducta: Yo, señor, he sido un recluso modelo.
Los
pensamientos envejecen, al igual que el cuerpo. Un día se marchitan, se apagan
y mueren, y todo lo que se esconde entre las paredes del cráneo sólo son
lugares comunes, frases hechas y televisión basura.
Cada
vez que me paro a pensar que una vez, la primera de todas las veces, la
mayúscula, fui el mejor entre quinientos millones de semejantes luchando por
serlo me pregunto (y le pregunto) a la madre única y lactante de todos los
dioses, ¿cómo pudo suceder tal cosa? La respuesta, fácil: ¡como serían
aquellos!
(Ningún
lenguaje construye la realidad, contribuye únicamente a interpretarla.)
Ser
negro, ¿es un caso identitario de una especie de alma y de distinta naturaleza
o es en el hombre y la mujer una simple pigmentación?
Non sequitur.
Boceto: Paula, querida, treinta años más tarde de aquel mil
novecientos setenta y ocho, donde ni tu ni yo pudimos vernos ni siquiera en los
sueños más hermosos, nos hallamos hoy tan distantes, tan inhabitables en el
espacio de cada cual, que casi parecemos azules el uno para el otro.
Paula: Un azul pitufo.
Por
entonces, Boceto miraba por encima
del hombro al barbudo de mirada atrabiliaria con el libro de Miller en la mano:
¡Paleto!, él, que hacía años que frecuentaba tales compañías, pasaba ya a la
acción directa y digital, a la jodienda sin malas traducciones sudamericanas
llenas de erratas en hojas amarillentas de libros mal encuadernados y tapa de
una miserable fragilidad.
Hay
una mora…, había insinuado uno, maestro de obras siempre oliendo a yeso, a
maderamen, con el ducados en la mano de dedos amarillentos.
¿A
qué esconder la verdad?, se preguntó el vigilante.
Virgen
hasta hoy, que ya es, había confesado, y al poco se avergonzó. No de darle a la
mano, que eso día sí y día no, depende, pero sí de mujer, quiso dejar claro a
la concurrencia, lo que aún estropeó más el asunto y desató las carcajadas.
¡Joder,
no me lo puedo creer!, exclamó el maestro de obras.
Tú
no sabes lo que es la trena.
Desde
los catorce años en correccionales y reformatorios... ¿de qué iban a
reformarle, a corregirle?
Bastante
hizo salvando el culo hasta hoy de las embestidas de los bujarrones y maricones
a la fuerza por el encierro continuado.
Así
están las cosas.
Puede
ahora cambiarlas; hay dinero, aunque poco, y ganas, muchas, que después de
todo, ya puestos, serán billetes seguros a la semana.
Hay
una mora, repitió el embajador piadoso sin importarle ahora la sorpresa de los
otros burlones (ahítos ya del mismo agujero sabatino) que ha de hacerte feliz.
Es cariñosa y sabia.
Bien
lavada la entrepierna y enjuagados con brío el cuello los sobacos y los pies,
sin camiseta adolescente (él, tan varonil en los detalles, o eso cree) se
coloca bien ajustado el lastimoso eslip de un blanco turbador (comprado en
Barato de Gracia, que los vende casi a peso), viste el único pantalón de caída
correcta, se enfunda el grueso jersey azulón de cuello redondo (tiene dos, el
otro, de horrible color marrón, sufre los estropicios del trabajo diario y
huele a chamusquina), culmina el atuendo con la chaqueta única sólo para
feriados, se inunda de Varón dandy de pies a cabeza, los billetes guardados en
un bolsillo interior, sin limpiabotas al alcance pero todo en orden, aunque le
tiemblan las piernas al cuarentón cuando sale de la pensión camino del
desvirgue.
¿Y?
Todo
bien, el condón lo pone la mora… ¡Te lo pone con la boca, ja, ja, ja!
Un
reluciente 127 de color azul, propiedad recién adquirida por el maestro de
obras, quizá de ahí la euforia que le permite ser condescendiente con el
pasmado vigilante nocturno, lleva al hombre virgen sin la sempiterna madre puño
y sus cinco hijas al lugar donde los sueños se cumplen.
Allá
vamos: las luces rosa de neón del Alba
Dorada, en la noche todavía indecisa, entre el ocaso rojo y las franjas
oscuras de las nubes, se adivinan prometedoras en el horizonte que se eleva por
encima de la carretera: hay que apresurarse, a las ocho de vuelta al tajo y a
la hoguera, al vinazo que anestesia del frío y la penuria.
La
mora, algo ojerosa, con las dos pupilas negras que sobresalen enigmáticas de
los círculos violetas, les sonreía detrás de la barra. Tenía el cabello crespo
y profuso negrísimo, la boca de labios encendidos, las mejillas pálidas y
hundidas, era menuda y de poca teta, toda ella de movimientos calmos y
ceremoniosos. Cuando sirvió los quintos de cerveza, que costaron cada uno como
una botella de whisky de importación en el supermercado, el maestro de obras le
hizo una seña y la mora juntó su cabeza a la de él sin delatar la menor
curiosidad (el cliente siempre tiene razón, suele decir Anthony, el chulo protector, y ninguna de las putas de Alba Dorada es quien para objetarle nada
al macarra con mucho mundo a las espaldas y muchas tenebrosas experiencias, a
su decir) que le susurró unas palabras al oído. Y entonces, sí, la mora se echó
para atrás con expresión de extrañeza, pero sin sorpresa abusiva, sin asomo de
incredulidad burlona, sin aspavientos fuera de lugar (de un lugar como ese).
Miró
hacia el otro, al acompañante silencioso del maestro de obras y ahora celestino
y maestro de ceremonias de puticlub, sin buscar sus ojos, sólo contemplaba la
figura encogida pegada a la barra y el culo quieto en el taburete, bebiendo a
sorbitos espaciados del cuello del botellín.
Pobre
hombre. Y eso es lo que era por fuera cubierto con sus ropones de risa y sus
cuatro pelos a raya encubriendo la calva; pobre hombre… que no lo era por
dentro, como no lo son todos esos que, aunque lo pierdan por ello
definitivamente, de una vez por todas quieren cambiar a lo bruto el destino
reventados por el hartazgo de una maldad invisible que les estruja día a día y
les deja en el sitio del alma, que ya murió de los venenos y un hilillo de hiel
y un asco homicida, lo humano.
Pobre
puta, menuda y ratonil, que tan distinta es a la sabrosa Mozarovsky y, además,
mora. Se da el vigilante de noche ánimos de hombretón sin escrúpulos, tosco y
acomplejado sin embargo por mucho disimulo que se gaste con la cervecita inocua
en la mano: pero es un coño y hay que aprender a llenarlo, se dice.
Se
mueve entre lo bravucón y la lujuria patética de un mozalbete de almacén de
dieciséis años tan virgen como él.
Aún
no sabe a qué carta quedarse, con cual acertar mejor en su papel de primerizo.
La
mora se acerca hasta él muy despacio, acogedora, inofensiva, tan provocadora,
le parece que de ella le alcanza un olor penetrante a incienso.
Me
llamo Fátima.
El
vigilante de obras persiste en su mutismo, nervioso, la mira esquinado.
Primero
te la mamo y luego me la metes hasta el fondo. ¿Vale?
¿Cuánto?
Todo
lo que llevaba en los bolsillos (salva, por poco, el peluco).
Suben
escaleras arriba. El culo prieto de ella guía los ojos absortos de él.
El
maestro de obras espera sentado frente la barra, tontea con una puta en
minifalda con el pelo basto teñido de un rubio pajizo, tetona y de piernas
gordas y cortas que poco esbeltecen los zapatos de altísimo tacón y que había
aparecido de repente en sustitución de Fátima, la mora, en el arte de sonsacar
la pasta a los no folladores acodados con sus gracias y su mala sombra en la
barra.
¿No
vas a invitarme a una copa?
Más
que una voz es una ronquera que saliera filtrada de una caverna llena de
detritus y malos olores.
Fuera
miserias, se dice el maestro de obras, acordándose de su flamante 127 azul,
nuevecito, a las puertas de ese localucho de carretera a ninguna parte que, se
da cuenta precisamente en ese instante, huele a triste, a una espesura de
alcoholes, sudor rancio, perfumes inclasificables y a humo de tabaco.
Venga,
ponme un Veterano.
Yo
tomaré un Calisay (en realidad, agua azucarada empañada con jugo de limón: esa
mixtura no lograría disfrazar el auténtico Cointreau o cualquier otra bebida de
mayor precio que costease la invitación).
Tienes
unos ojos preciosos, miente el propietario del coche nuevo después de vaciar de
un trago la mitad de la copa de coñac.
¿Qué
iba a decir un tipo que sabía de sobra cuando un edificio podía caerse abajo en
un santiamén?
La
puta esboza una sonrisa cansada, somnolienta, sin ganas, no a punto de venirse abajo. Engulle un poco del asqueroso mejunje.
Otra
copa, Charlie.
Las
que hagan falta, jefe.
¿Sabes,
Charlie? Hace treinta años, en el setenta y ocho, nos regalaron a los españoles
un nuevo catón. Algunos incluso se lo aprendieron de memoria y progresaron lo
suyo. Hay que estar a la altura de los tiempos, hay tipos que siempre están en
la línea de salida con el nudo de esa corbata que engaña más que otra cosa
perfectamente ajustado al cuello como su media sonrisa que serena su semblante
y sus ojos brillantes de la codicia inevitable.
No
sé de que me habla, jefe. Yo nací en el ochenta y ocho.
¿Tú
sabes quién era don Francisco Franco Bahamonde?
¿Quién?
¿Yo?
Lo
verdaderamente interesante del mundo empieza el día que entras en él, todo lo
viejuno de atrás y lo que quede después de ti… ¿qué importancia tiene?
Buena
cosecha, añada inmejorable, pero de más noble pedigrí la de aquellos padres de
la patria ahora (2008 de Nuestro Señor, año de gacetilleros y columnistas)
unos, los más, enterrados, y los pocos otros que aún mal respiran, ya con un
pie en la tumba y otro en el limbo.
Yo
he visto a esos tipos escribiendo ese catón: caramelos para todos, y agachaban
la cerviz los desheredados de la tierra en busca de los rutilantes envoltorios…
¡vacíos!
¡Qué
lujo y quien lo trujo!
Mis
primeras letras, bromeaba Sánchez cuando los albañiles se chanceaban de él al
soltar trebejos y dejarlo a solas con la noche y el esqueleto de cemento y
hierro a su espalda.
Ahora
sólo te falta aprender a escribir sin faltas de ortografía.
Juntar
palotes, fácil (pero no engañes dotándolos de sentido, una maniobra abocada a
la falsedad y tan vacía en el fondo como despojarlo de él), no veo la
dificultad.
Un
caso de curiosa inversión aquel catón-Constitución que había que leer de la
primera a la última de sus páginas sagradas: al paso del tiempo se han
invisibilizado los palotes de sus hojas: nos quedamos in albis.
¿Pues
qué no lo escribieron sobre doble piedra inmemorial cual Moisés a mandato
divino?
Quia,
a los años, y no muchos, papel de estraza para envolver la media docena de
sardinas que has de asar para la cena o los menudillos para la cacerola del
mediodía.
Úntalos
esos palotes con jugo de limón.
Entonces
sale borrón, un manchón ininteligible.
Aviados
estamos con este papel mojado.
Pero
ahí lo tienes, expuesto en urna de cristal y oro sobre facistol de nogal en
salón alfombrado, entre tapices de glorias pasadas de nuestra historia para admiración de
propios y extraños.
Vale
más el estropajo que el fregado.
En
esas andamos en las Españas del setenta y ocho, del ochenta y ocho y del dos
mil ocho. Un círculo vicioso… que he visto en todas partes del mundo salvo en
aquellas en las que nadie sabe leer, y menos escribir, y disfrutan a sus tontas
y a sus locas.
Si
vuelcas el ocho, dos ojos.
Para
lo que hay que ver.
El
tuerto sería el nueve.
Yo
ese año, en el setenta y ocho, vi lo que no debía, Charlie. A la interesada en
lo mío, que bien lo palpaba y lamía a sus anchas (¿Y no molestan ahí colgando?
Pues, no. ¿Y cuando se pone dura no duele? A veces un dolorcillo, pero en
cuanto te corres vuelven las aguas a su cauce. Qué cosas.), le acerqué la lupa
de cuatro aumentos a la vulva, le entreabrí cuidadosamente los labios mayores y
menores con los dedos y estuve fisgando un buen rato por el interior de su
vagina. Puaf. Qué te voy a contar. Entendí que lo que atrae más a los hombres
que la mierda a las moscas es la mujer toda que lo que esconde en el pubis,
entre las piernas, ese canalillo húmedo y confuso de pliegues y de variados
matices cromáticos tendentes a lo sanguinolento. En realidad, deseas a la
portadora de ese galimatías y la gracia de su figura, su boca jugosa y sus
tetas, su trasero, sus muslos, sus ojos que te miran exhausta al término del
placer. Su cuerpo, el aura inefable de su forma en definitiva. Esa es la magia.
Lo otro, aquello, joven barman, sólo
es anatomía.
Pasa
página.
Diez
años atrás el tiempo, en lugar de clarificar las cosas, las enturbia más
todavía.
El
joven barman no es capaz de
imaginarse un mundo sin él: sería como una película en blanco y negro, gente
gris que va de aquí para allá sin interesar a nadie habitante como él, a pesar
de que en el presente ande trasegando copas, en un futuro en tecnicolor y
sonido estéreo, una película muda además, para que lo enredes todo sin darte
cuenta.
¿Y
los amanuenses de los derechos y los deberes grabados en letra capitular de
ornatos y oros?
Los placeres e duIzores
desta vida trabajada
que tenemos, non son sino
corredores, e la muerte,
la celada en que caemos.
Amancebados
con el buen yantar y un beber muy escogido, se celebran a sí mismos en largas y
plácidas sobremesas y liban de las copas balón de un licor sin falsificar (no
como aquellas letras) en las manos. Saben los troneras de corbata éstos
regalarse bien. Todos ellos maman de la misma vaca... aunque de distintas
tetas. Panzudos unos, canosos otros, qué lucidos en sus ternos, cerebros privilegiados,
intocables lejos del pringue de la penuria, el desencanto y de las almas en la
intemperie a las que destinan sus buenas intenciones que nunca se supo que
aliviaran a ningún desheredado: letra muerta a pesar del oropel.
El
mal teatro de la televisión los rebaja un algo a estos señorucos de la pluma de
oro y politiquería de gabinete: en nuestro siglo todo el mundo aparece en la
televisión, la puta, el adúltero y el que amaestra ranas, y no hay lugar a la
sorpresa ni a la admiración. Si al menos a estos politicastros les saliera un
rabo por encima del culo, despidieran fuego por las orejas… Ni eso.
Se
fueron al cielo o al infierno sin decir ni mu al personal, ya silenciados por
el retiro y el olvido.
Algunos
aún están en camino de uno o de otro.
Duran
los condenados, se estañan a la prebenda. Pero se van, aunque a regañadientes
se les viene encima los palos del sombrajo que desbarata la parca, muy
asustados por el presentimiento de la nada que les va a sepultar.
Barman,
yo en el setenta y ocho ya hice mía, tan joven y no poco listo, la máxima
spinozista: caute: tuve hermanos
mayores y desastrados, fui universitario, supe en seguida y a otro perro con
ese hueso de la concordia universal: al hermano mediano le lamía las heridas;
al primogénito le sonsacaba toda la letra y la cavilación que podía, que eran
bastante. Así hasta que hicieron mutis de las tablas de la vida y se los tragó
el foro para siempre, adiós, adiós. A mí me reservaron el papel principal,
protagonista absoluto de mis hechos, y fui todo cautela, sinuoso y lo
suficientemente descreído para hallar goce en lo nimio y en lo desmesurado y
que pesque cotufas en el golfo quien quiera perder los días y que todos los
redentores de la tierra se ahoguen en su propia baba, que a mí se me da una
higa.
¿Teatro
el setenta y ocho?
De
los dos pelajes posibles con que se cubre frente a candilejas tan engañosas:
del que se ve y del que se imprime: teatro del que se lee y teatro que te deja
con las orejas abiertas a pie de obra. Pero siempre teatro el de la vida, drama
o comedia, farsa o tragedia.
Hubieron
fortunas varias, de las buenas y las malas. En el saco de un año cabe mucho.
Si
fuera chistera de mago…
Quién
sabe, sería un reparto más honroso.
El
azar nunca es inocente sin ser culpable, que ya es paradoja, elige al tuntún
sin importar méritos o deméritos: queda bien cebado, le dice a uno que pasaba
por allí; y a otro, que también pasaba por allí: anda y que te maten. Así, por
las buenas, sin pensarlo dos veces, a lo loco, como un dios ciego y sordo a las
humanas servidumbres. A uno le toca la China y a otro la naranja. Todo es
imprevisto y en estas lides nadie sabe nada de nada.
Qué
estilo el del siglo. ..
El
de un año a solas, sus trazas, no se nota nada si el mundo no se hunde a tus
pies, y aun en ese trance superlativo en poco se distingue de los siguientes
que han de sucederle: los humanos mueren, nacen, siguen viviendo los más… Gira
y gira la roca azul en torno a su estrella, sumidas ambas en la cósmica negrura
indescifrable tachonada de intrigantes lucecitas y millones de oscuros planetas
que, quién sabe si…
¿El
setenta y ocho? Para unos, comedia; para otros, tragedia; para todos, farsa.
Voy
a escribirles una carta a los Reyes Magos. Pero ahora de verdad. No voy a pedir
juguetes. Voy a pedir almas muertas a las que resucitar y leerles la cartilla.
Cuanto
bueno por aquí…
Lo
que no se comen los ratones aparece por los rincones... más disparatados.
¿Mereciste
cielo o infierno prohombre, ilustre, egregio, politicón insigne?
¿Quién
en la tierra, todavía vivo de arriba abajo, palpándose las carnes, oliendo su
misma piel limpia o sucia, sabe eso, recompensa o castigo?
Nadie.
Con
Papini hemos topado. Limbo. Que es donde todos acaban, vivos y muertos. Déjate
de un Juicio Universal: en el Hades, tu vecino el del segundo, resignado
pensionista, Miguel Ángel, Hitler o Juan XXIII, terminan siendo excrementos
para las coles o las lechugas de tres copas. Y ahí fue la gran o pequeña
existencia, en eso quedó.
Nada
más lejos de ello mi argumento: todavía eres carne de hemeroteca, de manera que
antes suscitas opinión que juicio. Tu carota de prócer sabihondo y satisfecho
asoma de incontables fotografías, solo o peor acompañado, siempre muy bien
vestido, y, en ocasiones, sacado de la huesa, hasta te pasean un rato por la
pantalla del televisor, orondo y de mirar disimulado, de palabra fácil
contestas a todo dios que te interpela sin borrar la sonrisa, que ya es
difícil: tu oficio de charlatán, embaucador con buenas, medianas o malas
razones facilita el papelón.
Mira,
aquel fue y ya no es ni será. No somos nadie, que lloran las plañideras.
Dejó
impronta.
Bah,
las palabras se las llevó el viento, lo que escribió como norma de ley y quedó
en fuego fatuo y volandero hoy no manda nada en la selva humana (española).
Pero
el tipo fue historia: deja huella en ese libraco polvoriento (que, al cabo,
nada significa) que tantos de un tiempo de más adelante estudian creyendo que
descifran unas claves que sólo son palabrería cronológica y cenizas.
Se
lo cree él a solas. Ni eso fue cuando el planeta se plante: hasta aquí hemos
llegado, mil millones de años arriba, mil millones abajo. Un suspiro (un
bostezo) para el cosmos.
¿Cuál
es mi castigo, pues?
Se
acabaron los banquetes, la fiesta del sexo, la armadura (tan feble) del dinero
frente a la adversidad, el desdén a lo inferior, el poder del ministerio: estás
muerto, que es condición de cadáver.
Era
humo todo. Lo sé ahora.
Menos
necio eres de muerto que de vivo.
Cualquier
sitio es bueno para aprender.
Yo
pensaba que a éstos, ni el morir los cura,
pero la muerte a todos cuadra: estos que eran ilustres huelen igual de podrido.
Setenta
y ocho: cada uno con su baedecker, la
biblia, el manifiesto comunista, el catón-Constitución que nada serio
constituye a pesar de su aparatosa conclusión (ahora ilustrado de primorosos
arabescos en sus márgenes, como los antiguos miniados), los fascículos de la
Vida sexual sana, el manual de instrucciones del nuevo televisor en color…
Los
vientos de la mora están dejando a Sánchez exhausto de color y de dineros, cada
día más sediento de los flujos de la bereber. Ahora comprende por qué la soñaba
con mil rostros cada noche en su celda: era real.
Cada
uno con su tema.
Andamos
por febrero.
Curioso,
para saber (saberlo todo) hay que retroceder hasta el origen.
Si
Sánchez supiera (que no sabe) se sentiría como el gato de Schödinger, ni dentro
ni fuera… de estas páginas.
Si
la mora Fátima, que es mujer de muy pocas palabras, hembra de acción total en
todo, supiera hablarle mejor, aun con el silencio, le diría al pobre hombre que
ella no es una puta, que hace de puta y el dinero que consigue con esas pintas
y esos morros pecadores servirá para sacar a sus padres y a un hermano pequeño
del pozo de Mahbes donde malviven sin ninguna esperanza, quietos e inertes como
las piedras, atados como minerales al amanecer y al atardecer sin pausa que
detenga el tiempo ni progreso hacia nada: todo lo mismo día a día, se ven como
se ve una roca bajo el sol, cambia la luz solamente, atados a la tierra, mudos,
inmóviles.
En
cinco años, con el dinero ahorrado y a buen recaudo, cierro el coño (como
aquella que baja la persiana de la mercería) y me vuelvo a mi país: esto lo ha
dicho en voz alta, para que Sánchez no se haga torpes ilusiones respecto a
ella, que ya es demasiada frecuentación la de éste por el Alba Dorada para acabar tumbándose sobre sus tetas, colar el
colgajo medio enhiesto en el agujero, resoplar un ratito y echarse en seguida a
un lado como si le hubiese pasado un camión por encima.
El
otro asiente con su cabeza medio calva y sus ojillos achinados, prietos los
labios como dominado por una secreta decisión, porque el pobre hombre que quiso
dejar de serlo y murió en el empeño anda maquinando un futuro prometedor en el
que quepan la mora redimida y él, penado reciclado que fue y honesto vigilante
nocturno que es en los corrientes.
Cinco
años nada menos, para entonces, quién sabe… Con un colt en cada mano, sin miedo
y a verlas venir, desgraciado del que se ponga por delante.
A
los chulos no les gusta nada una querencia tan llamativa y una tarifa sin
bajos, eso sí, pero también sin altos, lo que de algún modo puede mermar el
negocio por dejar a cualquier caprichoso deseoso de extravagancias con la
cartera hinchada de billetes a la luna de Valencia. La competencia es dura como
para andar dejando cabos sueltos. En la recua de putas hay bastante donde
trajinar en asuntos de jodienda, y alguna de ellas hasta superan a la mora en
su arte de camastrona, a qué esa fijación del vigilante de obras, de seguro que
impide que clientes de mayor faltriquera y con fantasías salpimentadas de todos
los vicios inconfesos propios de morería que ellos puedan imaginar apoquinen
con holgura, comienza a pensar el proxeneta con el cubilete de dados vacío en
la mano. Hay que arreglar esto, se promete el rufián, un tal Anthony que empieza a bostezar de
aburrimiento a partir del mediodía, harto ya de los cigarrillos y los dados.
Ese fulano que me marea a la mora dos veces a la semana por cuatro pesetas es
carne de barra y no de puta, concluye cabizbajo. Que se la menee atiborrado de
cerveza en su escondrijo.
Non sequitur.
Muchos
somos carne de barra, aunque presumo que eso es mucho mejor que ser carne de
cañón, Charlie, que imagino que es la que sirve para hacer albóndigas. En fin,
alguien dijo que como fuera de casa en ningún sitio, de modo que escancia, no
echemos a perder la noche.
Mañana
será otra noche.
Lo
que pienso es más importante que lo que vivo, y vivo lo mío, a eso me ha
condenado un dios resabiado, demasiada acción intrascendente, un exceso de
menudeo por las cuevas de la inanidad. Tu silencio, Charlie, aprueba mis
palabras. Eso confirma mis sospechas de que estoy frente a un
experimentado barman: monosilábico que
soporta con estoicismo la elocuencia ajena.
Le
han medio llenado otra vez la copa, y la hora es la adecuada para el ingenio
mediano y las menores ocurrencias: otra vez se ha librado de él, él mismo, y el tiempo ha dado un
acelerón, y luego otro más, y por fin aminora su prisa, y todo es más fácil, ya
no estás ni eres en el tiempo, es él quien te lleva a su velocidad de antojo
inexplicable y armónico sobre una luz que es todo amabilidad y buenas maneras,
que embellece de golpe todo lo que ilumina, todo transcurre con absoluta
armonía, sin sobresaltos ni brusquedades, como a lomos de una ligera, cálida brisa.
¿Es
el jefe escritor?, pregunta el joven barman. Despliega lengua muy fina el
parroquiano.
¿Escribir,
querido? Tate, tate. Con uno que hubo en la familia ya fue bastante zarpazo, y
así anda ahora aquel, a ras del suelo. Por lo demás, joven, sepa usted que aún
resuena en mis oídos el estampido de escopeta de Key West y el pistoletazo en
aquella capital de las cenizas de las Batuecas. La lista de escribidores
reventados a sí mismos a tiros se posa como una sombra lúgubre sobre toda
pluma, máquina de escribir o artefacto que valga para ese menester que tanto se
perpetra a escondidas.
Me
pareció, dice el Charlie como excusándose: hay que andar con pies de plomo con
estos tipos y a estas horas, todo (un gesto, una mirada, la palabra
inconveniente) termina despidiendo un aire de sospecha, de doble sentido, hasta
de beligerancia, que puede desencadenar una trifulca).
¿Cuáles
son las reglas del juego.
¿Y
quién lo sabe? Dejó de escribir porque es un oficio sin metro, como ya observó
don Pío Baroja.
Otra
industria gobierna los días de Boceto:
no hay duda de que existe cierto arte en no acabar nunca nada, abandonar poco
después de haber empezado cualquier tarea o, mejor aún, dejarla a mitad: el
resto, la conclusión, ya me lo sé, ¿a qué seguir, pues?, se mienten con toda
tranquilidad los de esta calaña.
La
de cosas que podría escribir un Charlie cualquiera acerca de aquellos
monologuistas del otro lado de la barra con el culo pegado al cemento del
taburete, y hasta podría escribirlas perfectamente. Ahora que, si escribes bien
desde un principio, digamos desde secundaria, ten cuidado, ponte en guardia,
puede que al final sólo consigas ser un escritor que escribe bien, y eso es un
medio sin mensaje bastante pobretón.
¿Cuáles
son las reglas del juego? ¿Hay por ahí un catón de fuste que al mismo tiempo
sea intercambiable?
¿El ruido y la furia? ¿La montaña mágica? ¿Las olas? ¿Juan sin tierra?
¿El castillo? ¿Gran sertón: veredas? ¿Espadas
como labios? ¿Trilce? ¿La tierra baldía? ¿Paradiso? ¿Rayuela? ¿Ulises? ¿Emma Zunz? ¿Matadero Cinco?
¿El amor en los tiempos del cólera?…
Mucho
cuidado hay que tener con los libros. Ya dijo uno que fue prolijo en conjeturas
y poco amigo de tochos interminables que las cosas duran más que la gente:
delatarán tu ralea, tu desgana e
impericia y, por encima de todo ello, tu ingenuidad.

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