jueves, 24 de diciembre de 2009

Heroína (0)

Hoy, sin venir a cuento (quizás el sueño de anoche), pensé en B., en quien más esperanzas de éxito supuse, en T.B., la más destruida...


Tal vez ella llegó a pensar que no volvería a buscarla, que la abandonaba en la bruma, el asco y la angustia para siempre, en ese maldito apartamento silencioso, opresivo y minúsculo que tocaba el cielo sucio y frío del invierno, escuchando una sonata de piano que acribillaba el alma, que desertaba de su última hora y mis últimos años jóvenes y embarullados, que escapaba de aquel agujero siniestro lleno de libros y dolor, de miedo y degradación, de insomnio y pesadillas, lleno de pinturas pretenciosas y un televisor siempre encendido con el volumen sofocado, con revistas ilustradas por todas partes y ceniceros desbordados, llenos de vasos a medio beber de vino blanco, de alimentos precocinados y botellas vacías de whisky, de llamadas a media noche y amaneceres de helado terror, de ropas manchadas de excrementos, de jeringuillas usadas y folios en blanco, que definitivamente me marchaba para siempre a algún lugar desconocido, nuevo, lejano del todo huyendo de aquel aire irrespirable de telarañas. Pero al cabo de unas horas ya estaba otra vez allí, como si en realidad no me hubiese movido de la ventana, mirando afuera, a la calle limpia y blanca de nieve, de espaldas al estercolero de polvo y de trastos que oscurecían el pequeño salón, sin decir ninguna palabra, encerrado con ella y más cobarde, retraído e inútil que nunca.

Una mañana abrí las ventanas de par en par. La saqué de la cama. La bañé a conciencia. La vestí con primor. La obligué a comer algo. Luego, antes de las diez, salimos del apartamento. No preguntó adónde la llevaba. Afuera el frío era terrible, como la fuerza de un cristal que se hendía en el pecho haciéndolo pedazos, pero hacía sol, y el cielo era azul. La atmósfera, de una pureza extraordinaria, era como una inmesa lente que transparentaba el mundo nítido y sin máculas, como trazado por el filo de un buril. Caminamos un rato, lentamente pero con decisión, hasta las orillas del Sena, que resplandecía tan noble como un espejo antiguo. Con ella a mi lado, sin querer mirarla, notaba apenas su presencia, la levedad de su cuerpo abrigado por ropas oscuras que la sepultaban en una maraña silenciosa.

En las salas del Musèe d'Orsay...

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