sábado, 28 de agosto de 2010

Una academia (2)

Desde las altas cimas de la sierra Brell observaría allá lejos, muy lejos, la presa gris y el agua sucia, el trajín de los excursionistas, la naturaleza falsa, como si de un cuadro retocado se tratara, el bullicio de una gente acotada entre mesas de piedra, paelleros sucios de ceniza y una fuente de tres caños adornada de azulejos siempre rodeada de niños correteando y hombres y mujeres con bidones de plástico en las manos.
A salvo en las planicies elevadas de la cadena montañosa, sin dolor por el recuerdo, sin ánimo para nada nuevo, libre y no pobre, o pobre y quién sabe cómo, sin que nada ni nadie pueda modificar su paisaje y su figura, su voluntad y sus días buenos o malos, Brell mira hacia abajo, tan hacia abajo que todo el panorama termina difuminado por la pálida luz del sol y la distancia. Azotado por el viento, sin fatiga, sin el alboroto del crimen o la mentira, sin ansia de novedad, pleno del sol y del árbol, del silencio y del trabajo y de la vida, ataviado como la tierra, de su mismo afán, Brell es ya de un profundo enraizamiento. Hombre de sierra y de sol, padre de dos hijos, hembra y varón, en trabajos... sin nombre. Por fin, oscuro. (Con esa mirada..., esta tierra.)
Está a salvo en la serranía, allá en lo alto donde nada hay de curiosidad para la gente de abajo, arriba donde el bosque es de incómodo andar y la expresión de la naturaleza se graba en los ojos pujante de colores y de trazos vigorosos y heridores de luz, donde toda la raya es tosca y la forma inabarcable, donde se anda a solas y de veras.
Pasa el tiempo, y es lo mismo. Sucede a la noche el día, el calor y la luz al frío y la lluvia, y así siempre. No se culmina una obra del color de la realidad, de la verdadera esencia del rumor del aire silbando entre el follaje y los arbustos, de la fijeza del tronco venerable y sólido hundido en la tierra rica de la materia de la vida. Jamás se concluye un cuadro así.
"Los únicos que han de sobrevivir han de ser ellos, los de la sierra, los que viven en el aire", presentía Panes. "Hay planes antiguos que condenan a todo este pueblo, a toda su mala o buena gente. Los días están contados", decía sin añoranza, evocando unos años de atrás que sólo conducían a ese destino funesto y a ningún otro.
Pero ya hacía mucho tiempo de esa conversación. Panes, muerto y enterrado, acude a la memoria de Brell en colores asepiados, de formas fugaces, imprecisas, casi borradas del todo. Brell lo sabe muerto de recordarlo vivo, o medio vivo.
Era en aquel tiempo que Panes le relataba a Brell los trabajos y los días de la invisible Silvia Jara, pastora, artista, callada y sin rostro, cuando el antiguo rabadán, que va dejando la piel a tiras mientras arrastra las piernas pavorosamente hinchadas, sabe que su propia condena como hombre es mucho más rotunda y próxima, y mucho más cruel, y los padecimientos del cáncer ya han eliminado su interés por aguantar una vida inmóvil, recelosa y agónica, y disipado también la afición al grosero espionaje sobre sus paisanos. El pantano, la gente y el Montes del futuro bajo las aguas estancadas, sucias, verdes, sin encantamiento, le importan a Panes poco menos que nada.
Un Brell reivindicativo, que no dejaba de atosigarle con preguntas, advertía que era mucha la gente de fuera que se oponía a la presa. Panes le contestaba sin miramiento: toda oposición en este asunto es un antojo de desocupados, vulgares romancerismos, una fiesta para ideales de escaso apremio. ¡Esa algarabía tonta... terminará siendo tan sólo un titular pasajero de periódico!
Las aguas ahogarán el pueblo de Montes: "Habrá dinero, casa nueva en otro sitio y otra mentira, mayor o peor fortuna, y eso será todo. El tiempo seguirá, rueda y rueda la feria de la vida, y cada día es un caballo."
De igual modo Beyle le hablaba a Brell del injusto castigo, cuando todo era aún tan real que los campos yermos del monte, la lujuria vegetal de la huerta, los sarmientos negruzcos y retorcidos que mostraban una desnudez de penuria bajo el sol inclemente del secano y los sembrados y bancales desahuciados entre pinos y espesas encinas no auguraban ni por asomo para las casas y las plazuelas de Montes el silencio marino de después. La gente del litoral quería agua para su industria, para su ocio, para sus bocas...: “Aquí todos somos viejos, una cochambre, con un pie en la tumba y otro en el infierno."
Pero Beyle murió antes que Montes. Casi en vísperas de la invasión bestia y mecánica, chirriante y ostentosa de las excavadoras y las grúas, de los grandes contenedores metálicos y los camiones de ruido ensordecedor. Antes que el polvo fino y amarillo empezara a esparcirse por entre las estrechas calles de Montes cada día más mudas y desiertas. Sin embargo, llegó adivinar que Brell acabaría viviendo en la montaña, que nada ni nadie iba a impedírselo y que sobraban las preguntas. Casi adivinó el mismo día de su muerte que Brell decidiría de una vez su destino sin arte ni ingenio, con paz y con trabajo. Tal vez, si fuese cierta la verdad de todo, habría mirado desde el otro lado de la muerte a ese Brell difuso, equívoco y sin talento alejándose del pueblo condenado bajo la lluvia en busca de todas las certezas que únicamente la tierra, la verdadera naturaleza, podían darle, a un Brell que ya luchaba por mezclarlo todo en el tiempo sin orden ni concierto, fundirse en el solo embrollo del ir y venir de los días y las noches.

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