sábado, 28 de agosto de 2010

Una academia (1)

En los últimos días de su vida Beyle se había encerrado en un silencio obstinado que no claudicó un solo instante ni a la confidencia ni al último deseo, al antojo o al temor. No prosperaba en él ninguna curiosidad, ningún interés mundano ni recelo del más allá. Brell lo miraba postrado en la cama, inmóvil y con los ojos cerrados, con los ojos abiertos a veces, sin despegar los labios, sin proferir ninguna queja, y pensaba que lo único que deseaba el viejo era perder la memoria del todo y morir cuanto antes. Su mujer se arrastraba pesadamente de la cocina a la cama del moribundo, trastabillando entre los cantos de los muebles, apoyándose medrosa en las paredes abombadas pintadas de blanco, en silencio igual que él. Una sonrisa de pena y dolor, quizás de acatamiento, afloraba de cuando en cuando en la boca de la anciana. Tres años después, cuando ella también murió lejos de Montes, junto al mar, en una pequeña ciudad de industria y aluvión de emigrantes, encerrada en una habitación oscura, entre oprobios callados y sombras de familiares con caras de seriedad y de asco, de urgencia y fastidio, aún llevaba clavada en el alma la causa de su mutismo de tantos años en Montes, de su retiro y prolongada sumisión y del brillo ávido y acaso maligno en los ojos.
Momentos antes de morir se irguió como pudo de la almohada, llevó adelante el rostro demacrado y todavía logró inquirir con el estertor ronco de caverna de la muerte el destino de calamidad que hubiera querido para todos en Montes después que irrumpieran en su vida las injustas desgracias de la muerte terrible del padre, de la misma muerte terrible de suicida del hijo: "¿Se han muerto todos ya? ¿Mueren ellos? ¿Muere Montes?" No murió en paz, a diferencia de Beyle. Beyle agonizó sin dolor y sin asombro.
El día de su muerte no reconoció a Brell ni a nadie. Tal vez en su infinito cansancio ni siquiera reconoció a la muerte. Afuera de la casa hacía calor y llovía. Era un día gris y bochornoso de julio. Brell se sintió incómodo ante parientes que le miraban recelosos y que a él le costaba respetar. Enterraron al viejo a la mañana siguiente, en el pequeño cementerio de atrás del pueblo, en la misma ladera del cerro que abriga a Montes de los vientos del norte, bajo una lluvia fina e interminable, cálida y sonora.
Esa tarde Brell, sin que hubiera relación con la muerte de la mañana, después de un pensar agitado que no concluyó en nada, decidió en un arranque instintivo la suerte de su vida para mal o para bien, pues nunca lo sabremos, y se encaminó "sin nada en las manos", como indicó T.B., a las montañas abrumadas por la lluvia.
(Cuando una semana después fue ella a Montes a encararse con la casera, liquidar una deuda pequeña y recoger las pertenencias de Brell, libros y papeles en realidad, renunció a descubrirlo en cualquier lugar entre los árboles. Recogió todo y abandonó Montes sin hablar con nadie. "Era ambición lo de Brell, no era desaliento", me dijo de vuelta a una ciudad asfixiante, azotada por el calor. Y añadió:
"Ha desaparecido completamente."
En días sucesivos, como a cuentagotas, T.B. me mostraría apuntes, páginas de notas varias y algunas cartas, y también unos dibujos muy imperfectos, de un raro candor. Hizo alguna confidencia, seria y tranquila.
Más tarde, en pleno verano, T.B. y yo nos fuimos a Deiá. T.B. quería pintar tierra adentro, pero empujada por las olas del mar y "sintiendo el aire griego de la ribera", y a mí me daba igual estar en cualquier sitio junto a ella. Hablamos muy poco de Brell, y un tiempo después creo que hasta lo olvidamos, o fingimos con especial fortuna que lo olvidamos.)

Muchos meses antes de ese día de entierro y escapada, cuando respirar para Beyle era ya morirse, pero todavía vivo, Brell le contaba sus aventuras con la gente de la sierra, y el rostro de Beyle se animaba al considerar la ocurrencia o la tontería, la invención y la realidad.
"Esto es asunto de tu imaginación", le decía el casi moribundo Beyle.
"Le aseguro que no”, respondía el otro sin el menor gesto de enfado, incluso divertido por el desconcierto del viejo.
"No puedo imaginarte entre la mierda seca de las cabras."
"Le enseño cosas. También ella a mí."
"Esa muchacha salió como el padre. ¿Cómo es?"
"Nunca le he visto la cara."
Lo que el viejo Beyle jamás habría de imaginar, pues el alcance de ese futuro se escondía más allá de su propia muerte, es que al final no sólo el deterioro de su memoria le iba borrando los días, los sufrimientos y los trabajos del pasado, así como la huella eterna del tiempo iba también deteriorando las casas, las gentes, los campos y las montañas de Montes, sino que una erosión repentina y fatal anegaría el lugar confundiendo su saga para siempre: Montes acabaría con los años encenagado por las aguas de un pantano de mezquinas dimensiones que ni siquiera, quién lo iba a decir, dejaba adivinar la espadaña del campanario, tan grande que parecía, ni la veleta de hierro negro en forma de ave fabulosa, ni nada de nada, y que andando el tiempo el paraje fue objeto del recreo y esparcimiento foráneos, con bancadas pintadas de rojo y papeleras metálicas para excursionistas de ciudad que llegaban en buen número en fechas de descanso escolar y durante los meses de verano. Muy pronto, el lugar alcanzaría cierto renombre. El nuevo trazado de la carretera comarcal facilitaba el acceso y la visita aburrida y cansina del domingo. No era raro ver en cualquier época la llegada de automóviles arrastrando remolques, y tiendas de campaña con lonas de colores chillones diseminadas bajo los pinos rectos, podados y limpios, alineadas en los pasillos rectilíneos de grava, gente anónima y festiva dispersa indolentemente por las inmediaciones de las aguas del pantano, un balsón de orilla incierta, feo y desigual, de aguas turbias y mansas en cuyo seno se escondía el mapa de Montes, la traza de sus calles, callejas y plazas, y de sus casas y graneros, de sus pajares y cuadras. Sólo el cementerio silencioso como las aguas, aún lejos de los márgenes, era el veraz testimonio de la vida antigua y desaparecida, y mostraba sin pudor el espectáculo de sus cipreses negros y enhiestos al cielo, las hileras de los nichos en hornacinas de ladrillo rojo: el recuerdo de Montes, los restos de la memoria, o el despojo.

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