lunes, 16 de enero de 2012

HESSE 40

En 1966, poco antes de que su padre muriera, le compró en una de las tiendas de anticuario que proliferan en Park Avenue una plegadera de plata con un galgo labrado en el mango. Hesse tenía dinero esa mañana. Había vendido un par de acuarelas sobre papel de tela a Seda&Stein.
Su padre, ese ente físico, opulento, esa carne serena y feliz tan próxima, de cara redonda de judío alemán, calvo, bonachón y un poco egoísta, como sólo puede serlo un alemán glotón y tranquilo. Y, ahora, un moribundo aburrido, asqueado, en la espera, un pacífico judío convencido, temeroso de Yahvé, de nuevo en la diáspora… final.
Al llegar a la casa familiar le faltaba el aliento, estaba sudorosa y se sentía a la vez trémula y feliz.
El hombre enfermo, enflaquecido y perplejo, cubierto por el taled, la vio precipitarse al salón, rejuveneciéndolo todo, rodeada todavía con el aire fresco de la calle. Ella le tendió el bonito paquete que envolvía el presente. Su padre preguntó por qué: no era su cumpleaños, ni había que celebrar ninguna onomástica. Tampoco iba a poder llevar demasiadas cosas en su próximo viaje…
Tal vez en ese que ahora emprendía, surcando el mar…
Dos días después de que su padre muriera, lejos del hogar, de la nueva patria, Hesse buscó por todos los cajones de la casa la plegadera labrada. Nunca la encontró. “Va en la nave egipcia con él.”
En las semanas siguientes dibujó simulacros: de un río, naves, perfiles, relieves, ornamentos.

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