lunes, 2 de julio de 2012
HESSE 66
En U154 mi disfraz es un pez
dorado que surca los cielos verdes de agua dejando atrás, muy atrás, el cáncer.
Me deslizo a la velocidad encantada de la luz. Cuarenta y dos años después de
mi muerte, en DocumentaK13 (2012): el concepto ha desaparecido. No importa si
lo que se exhibe es arte o no. En esa conjetura se cifra precisamente su
intención. Desconcertar conciencias. Desbaratarlas. Así que enseguida descubres
el juego. Un juego a veces inteligente. El artista ha sido secularizado, puedes
replicarle perfectamente: tus manos pecadoras ya no me impresionan, ni tus
falsas religiones, y nada de sagrado emana de ti. A partir de ese momento, la
obra de arte (que lo es porque de esa forma se declara con la debida
antelación) adquiere un sentido festivo, ritual, dionisíaco. Y entonces, al
contemplar la obra maestra del siglo XXI
tumbada en el suelo o colgada de la pared o parpadeando en la pantalla de un
monitor, vuelves a sentir aquella maravillosa e inquietante sensación de
orfandad, miedo y misterio que te embargaba al trapasar el umbral de madera con
olor a ceniza salubre y, vacilante y confiada, por unas pocas monedas te
adentrabas en la oscuridad iniciática de la barraca de feria en el parque de
atracciones de Coney Island, entre murmullos alegres y el son de mar. Se fundía
tu espíritu expectante en una experiencia que mucho tenía de magia pero también
de fraude: pasabas de lo real a lo imaginario… que también era real. Ahora el
precio de aquel ingenioso juego de espejos, de aquella ilusión orgiástica,
solitaria y misérrima, genera millones de dólares.
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