jueves, 2 de agosto de 2012

HESSE 67


Has acabado.

En el dinner.
Antes, frente al espejo del baño: la has acicalado, la has vestido de manera correcta para evitar malos entendidos a esas horas de todos los pecados.
No sin cierta comicidad siniestra, la has amonestado: “Puesto que es imposible huir de ti y tu maldición aunque me matara, te llevaré conmigo a cuestas. Como siempre.”
Así que cerráis la puerta tras de sí las dos siamesas ocultas bajo el único maquillaje.
La luz amarilla que atraviesa la curva cristalera da a dos calles desiertas, acentúa  la fría soledad de la noche a la vez que revela en una semipenumbra los sórdidos escaparates de las tiendas cerradas.
El camarero viste uniforme blanco y encasqueta su cabeza pelona una gorra de dos puntas de estilo marinero; friega unos vasos tras el mostrador y atiende con la mirada la petición de un tipo con el sombrero ladeado sobre la frente y los brazos acodados en la barra. Otro tipo, sentado asimismo en un taburete de espaldas a la calle, tiene la mirada fija en el sexto whisky, el penúltimo del día.
Resulta amenazador que los dos sombreros de fieltro que cubren las cabezas de estos dos tipos posiblemente taciturnos sean idénticos, como si ambos fuese cofrades de la panda armada de los abatidos sin remedio.
Miss  Lonelyhearts, huyamos de aquí sólo con lo puesto. Ni tú ni yo somos unas zorras estúpidas.”

Atrapada, pero ¿en qué?
Mira que no saberlo todavía.
Sólo sensaciones extrañas. A bocanadas respiras un aire también extraño, como si unas veces te quemara la garganta y otras te helara los pulmones.

Es aire de otro planeta, un elemento de imprecisa definición, de símbolo y peso atómicos ignotos.
¿Qué química es ésta?
No oxígeno.
No Tierra.
Cierras los ojos. Y la lava ora azul, ora verde, que se vierte desde las sombras te anega con dulzura, sin causar el menor dolor, sin angustia.

Y te dices que todos mienten: nada va a sobrevivirte. Ni tan siquiera aquello que has creado con tus propias manos, ni tus seres queridos (si los tienes), ni los objetos que has amontonado, tampoco los lugares que has amado… Nada puede sobrevivirte porque nunca habrán existido para ti, ni siquiera tu misma. Ante tus ojos se extiende la Gran Obra, un catálogo, tu nombre de artista en escueta pero rotunda tipografía impreso en papel cuché, las fotografías que avalan tu creación. Nada de ello habrá existido… (Pregúntale si acaso al Universo en su viaje de vuelta, de tan magnífico y vertiginoso repliegue, que fue de todo aquello.)

Moribunda, pero no muerta. Todavía no quieres perder el control, o al menos no todo el control, de aquello que te concierne: enviad el correo, regad las plantas, vigilad la correcta disposición de mis obras en la galería, airead mi estudio de cuando en cuando, atended las facturas del banco. La vida sigue su curso pujante y sin miedo, sana, incorregible. Todos tus amigos son ahora un factótum solícito y obediente que empieza a saber más de lo que debiera de hospitales y tumores. En eso les ha convertido la infección que propaga tu estado calamitoso, en un factótum gigante cada vez más sabio en la complacencia pero también en la fatalidad.
¿Cómo no aferrarme a la vida? ¡Hasta con desesperación! Morir demasiado pronto es infinitamente más cruel que morir demasiado tarde.

¿Qué recuerdo tumbada en la cama, mientras el inmenso universo cae lentamente sobre mí? Recuerdo que vi una película que he olvidado en un antiguo cine de Brooklyn decorado a la moda de los años veinte, con el techo pintado de azul oscuro y tachonado de puntos dorados que simulaban las estrellas: se apagaban las luces de la sala y temías no despertar nunca.

La cama de la habitación del hospital envuelta en sombras, bajo la luz cenicienta, bañada de sol: rodante y portátil de enfermos, heridos, muertos o… salvados. Todos desconocidos: el paciente, ese bulto que aún late, el de la 123, la 213, la 321…

Todos somos la obra maestra desconocida debajo de un cuerpo sucio, maloliente y corrupto (pero que aún late).

La habitación está libre. Las sábanas limpias. La cama lista. Días, tardes, noches, vigilias. Lo excepcional sólo es lo diferente.
El agua que vierte el grigo del lavabo sabe a miedo, a desconocido.
Estás muerta: olvida los espejos.
Pues mi muerte todo lo precinta, a partir de ahora mi vida y mis actos serán figuraciones. Incluso mi obra será, y será más real que lo pude haber sido yo, lo cual es una absoluta insolencia habiendo desaparecido su creadora. Nada de mis cosas, aun con la huella de mis dedos, emitirá el más leve pulso de la vida que fui, pero serán, habrán adquirido una identidad atroz dueñas por fin de sí mismas, sin intermediarios.
¿Qué se esconde en esa inmovilidad, en esa expresión relajada y seria de su rostro detenido en el tiempo para siempre? ¿Qué hay más allá del velo tétrico que ahora se superpone a la piel del rostro? ¿Está viajando? ¿Cuánto tiempo dura ese viaje? ¿Miles de años? ¿Un suspiro (!)? ¿Qué clase de cósmica maravilla se oculta tras los párpados cerrados? ¿Lleva consigo los millones y millones de visiones, palabras y pensamientos acaudalados durante su anterior existencia ese cuerpo yacente, quieto y muerto, viajero acaso?
“El universo, alcanzado el límite de su espacio, se contraerá en un viaje de retorno al origen donde todo hubo de empezar miles de millones de años atrás”, afirmó.
Bien, le contestó ella en su lecho de muerte (pero todavía lejos de las flores), en ese caso nos veremos a la vuelta.

Tras el gesto. O la simple disposición objetual. La elección de un material, todas las opciones desechadas: el trasfondo de todo ello remite al abismo en estas circunstancias. (¡Oh!, ¿podrías suavizar la grieta de los ojos, alejar su espanto, llenarlos de alborozo?). Leo a Dickinson, la prisionera feliz, de una dulce sobriedad. El blanco. La luz. A través de la ventana el horizonte verde y plácido se fusiona el con el azul de un cielo libre de dioses y profetas pleno de incógnitas.
¿Qué cociente extraigo de todo esto? El error. El cociente laborioso (contando con los dedos, ¡ja!) que sólo es una simbólica simplificación.

Voy a desmenuzarme. Como hubiera podido hacerlo Montaigne perfectamente. Este pedacito no lo quiero; este otro te lo cambio; me quedo con estos dos, aquel te lo regalo.

El Maquinista: “¿Y después de la máquina de escribir?”
Raymond Th. Yeats, poeta, escribidor de epitafios y oficiante: “Cómprate una bandeja de comida con compartimientos. Con eso y 20 dólares y un par de sablazos a los amigos durante dos meses (c. 1968) se puede ir tirando.”

Charla en Princeton. Tras una liviana presentación: “Quiero ser yo misma, y selecciono todos aquellos materiales tradicionales o no que contribuyen a que ese deseo sea posible en la mejor medida. Eso es todo cuanto me propongo. La objetividad en el arte no es una de mis metas.”
“Y, sin embargo…”, comienza a argüir una estudiante con el pelo afro.
De vuelta a Manhattan. Crisis de ansiedad en el interior del túnel Holland. “No será nada”, dice F., medio vuelto hacia ella desde el asiento de delante.  Hesse trata de tragar saliva, pero la garganta le duele atrozmente. “Claro”, responde sustado S., quien conduce. A Hesse parece que se le va la cabeza de un lado a otro. Un súbito pinchazo en el pecho le obliga a inclinarse contra el asiento del copiloto. Se golpea la frente con el respaldo, y sin saber muy bien lo que está pasando, vomita sobre sus pies una especie de moco sanguinolento. Al paso raudo del automóvil las luces vertiginosas del túnel acrecientan una sensación de total desamparo, como si la condujeran a un lugar maldito, el más infernal de todos. 

Quieren que hable de su obra: “Desentráñala. Ponla patas para arriba. Miéntenos sobre ella.”
“Pero yo sólo quiero hablar de mí (contra mí).”
Todo lo demás son disfraces: arte… ¡del disimulo, solapamientos!
“Les diré algo, vivo de mi salario anual como profesora auxiliar en la universidad. Eso asciende a poco más de 7.000$. Esa es la realidad, que hace que todo lo demás parezca un juego… Los ratos de ocio que una dedica a construir juguetes para alienados.”

A principios de los años cincuenta iba y venía a la Escuela de Artes Visuales de Yale montada en una Schswinn con una bolsa lo menos parecida a una mochila llena de libros sujeta a la espalda, cuando aún creía que iba a ser escritora a despecho de sus estudios de arte. Y más de una vez, en alguna de sus correrías por el norte de la ciudad, cruzaría imprudentemente el George Washington zarandeado por el viento (podía sentir como se estremecía el pavimento bajo las ruedas) y flanqueada de automóviles que rugían y rodaban a su lado sin el menor miramiento hacia su fragilidad.

T.: sin un gesto de vacilación la enfoca con la cámara mirando a través del visor de la Nikon. Algo ocurre en las entrañas de ese maléfico artilugio. Pero ella nunca sabrá la extraña maquinación acaecida después del clic, como un gemido mecánico en el interior de la oscuridad.
Despierta empapada en sudor: “Ya. Estás muerta.”
Desde la bimah su padre la acusa con ferocidad, públicamente, a los ojos de todo el mundo que abarrota la sinanoga, de algo de lo que no es culpable en absoluto.

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