sábado, 11 de agosto de 2012

HESSE 70


La dama cumple cuarenta, cincuenta años… (que tu no cumplirás).
Esa imagen que devuelve el espejo: eres tú irreconocible, aumentados los desperfectos, el camino a la caricatura del niño, el camino de vuelta, lo inverso: el  monstruo sin cuello y ojos desorbitados y pelos como alambres que pintarrajea el picasso de cuatro años.
Coge el barro de tu esencia y majestad:
Borra las arrugas de la expresión, levanta las cejas, elimina las bolsas de los ojos, desecha la sobra repelente de grasa y de piel en los párpados, aumenta los pómulos, corrige las orejas, remodela el cartílago auricular, reduce el caballete de la nariz, armoniza las facciones, sensualiza los labios, endereza los pechos, alisa el vientre, redefine la cintura y las caderas, recoloca los músculos abdominales, hazte el culo respingón, redondéalo, absorbe los líquidos de los brazos y las piernas, alivia las hinchazones, muda la dentadura en blancores esplendentes…
Un desnudo perfecto (el de la luna).
El enigmático canon de Policleto arriba patético a esa pepona henchida de rellenos y ocultas cicatrices de la mujer retocada y envilecida por la misma imagen que proyecta.
Del mono al hombre/de la mujer al mono.
Todo sea por las bellas simetrías: un punto axial verdaderamente humano: muñecas de siete cabezas y media… Pero, ¿y la gracia? ¿Qué les infunde la vida y las libra de un hieratismo quirúrgico?
Helas aquí tan perfectas e inútiles como jarrones chinos, con sus almas de acero, tan innecesarias en su belleza impostada y sus ojos crueles.
Dijo: “Es una cuestión de evolución.” (En el interior cálido de uno de los apartamentos de un edificio de piedra en el West Side, propiedad de una de sus amigas ricas e… inteligentes. Afuera cae la nieve, y los grandes ventanales semicirculares dejan ver la grisura atemorizante de los 10 grados bajo cero neoyorquinos de un enero polar.)
El tema se ha impuesto en el discurso de canapés, licores dulces, café árabe y té con leche de estas mujeres de la perfecta línea y los volúmenes adecuados, sabuesas y presbiterianas, y hasta puede que entre ellas se mezcle alguna acomodada y extraviada exmiembro del YWCA. Las exposiciones argumentales no dejan de ser atinadas a pesar del ambiente de bricolaje intelectual que deparan la colección de pintura contemporánea, los libros caros y lujosos sobre los sofás y los sillones de cuero teñidos de rojo y los vasos cortos coloreados por el mejor whisky de malta. La sonrisa estereotipada, el gesto medido –una corrección que sólo es una más de las convenciones de ese mundo sigiloso de gente con paciencia y sin incertidumbres, de grandes patrimonios y fortuna sin límites-, la soltura del rico sin grandes estropicios físicos en sus vísceras todavía y, en consecuencia, sin plebeyos temores en el horizonte: a la caza y captura del artista indefenso y atemorizado de la mediocridad de su vida hasta ese momento: te comprarán por un puñado de monedas, créeme: déjate robar el alma. En el fondo, es una tregua generosa: la dama desciende de la torre del homenaje y olisquea los entresijos de una de sus súbditas: Eva Hesse, la pequeña judía artista, por ejemplo. Estas mismas mujeres ornamentadas y peripuestas con arte palaciego que observan a Hesse como un bicho adorable y poseedor de ideas chocantes son maniquíes sin arrugas de una estética urbana ambulante y referencial, neceseres de una amplia cultura no del todo desdeñable que aguardan a que esta moderna Mary Shelley alumbre el frankenstein de trastos y cables capaz de renovar la plástica del día (a lo más, de la semana). Los ojos maliciosos dibujan en su fugaz chispazo las expectativas futuras que han de entusiasmarlas a la vez que halagar su confianza.
Pero cuesta imaginar el paso atrás desde esta figura neoyorquina, parlante, ritual, acartonada y falsa hasta el efebo griego o la robusta afrodita tan naturales. Ninguna huella evolutiva parece atestiguar el salto en un sentido u otro del kuroi a Policleto, de quien sólo conocemos las réplicas de mármol de los copistas que, como es norma sin excepción, son artesanos sin talento.
La búsqueda de la perfección es tan vana como la búsqueda del absoluto.
Mejor la gracia, el gesto al vuelo, el ademán inocente, un ethos espontáneo y feliz que rehúye lo artificioso y el cálculo, una venus naturalis ya desprovista de ropajes y tabúes pero aún no corrompida por el propio temor al cuerpo e indiferente a sus desperfectos al paso del tiempo.
Puesto que las cosas bellas son difíciles, no hace falta, Fidias, como bien supiste ver, que revistas de oro a la diosa Minerva para que sea más diosa.
Te bastó con el marfil y la piedra que, asimismo, tan bellos son a la vista. Le bastó al pintor el simulado color de la carne.
Presas codiciadas del lienzo o la piedra, pocos favores reciben más allá de la mirada del sabio, del diletante o del solitario. La sutil cadencia del déhanchement basta para fustigar el deseo ante una naturaleza muerta por inmóvil y de fingida carnalidad. Es el regalo que ellas devuelven: la complacencia estéril, la fatiga esteta o los placeres ocultos.
Al paso del tiempo, sólo una anacrónica draperie mouillée, inteligente y calculada, manierista del todo, comprada en las más caras boutiques o descubierta en los magníficos y dorados shop fronts realza los encantos de aquellas sofisticadas neoyorquinas clientas del lujo, el cuero oloroso y las mejores sedas, coleccionistas de obras de arte contemporáneo y animadoras del té de las cinco.

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