Estrategias Para los Nuevos Tiempos de una
Estética del Derribo.
Ininteligible: “Haceos la guerra es el fin: el proyecto es no ganarla.”
Ironía es el dibujo del boceto. Humor es la
obra acabada en posición de firmes y a vuestras órdenes en la galería.
Una estética sin canon, sin referentes, lejos
del combate de la provocación y las lógicas conocidas… ¿Cómo osas enjuiciarla,
cretino? ¿Qué vara de medir? ¿Qué romana con que sopesar? ¿Qué tiempo de
Greenwich para datar?
Ahora estás en el verdadero camino, aquel que
te precipita en el producto cultural de asimilación más grosero. Tu obra es una
geometría y una física impensables contaminadas por la locura, el absurdo, el
terror y la muerte.
Podría contar muchas cosas, pero todas ellas de
sopetón, a trompicones, sin pausas, sin orden ni concierto. ¿No es
contradictorio? En efecto, lo es. El Escritor Desordenado (que tanto parecido
guarda con La Artista Desordenada) cuando se sienta a una mesa que se tambalea
nunca deja pasar veinte segundos antes de calzar una de sus patas. Luego, tranquilamente,
espera su consumición y despliega las páginas del Times.
D.: enseguida te das cuenta de que no es un
verdadero artista: uno de esos tipos (y tipas) que a los cuarenta años aún se
están buscando en los ojos de los otros.
Pelucas.
“Querida, ante todo no perdamos las formas.”La quimio desnuda hasta de los pensamientos.
Frente el espejo: se prueba una docena de postizos. Y nada cambia la tristeza de sus bellos ojos. Nada.
Los puentes… Jamás los cruzo.
Como suele decirse, nunca he estado al otro
lado de nada.
Escapas del “lugar”, de la ciudad enferma.
Huyes a la montaña lejos de la parálisis y la obsesión. Esa noche duermes de un
tirón. Al amanecer del día siguiente descubres que una densa y silenciosa
niebla fría se cierne sobre el valle. Una inquietud mineral te inmoviliza.
Estás aterrada. El “lugar” no sirve. Es inútil que huyas. Llevas contigo el
terror.
La primera luz de la mañana se filtraba a
través de las cortinas corridas como una amenaza que pronto se convertiría en
un hecho cruel: esa luz cenicienta y fría presagiaba todos los peligros que
acechaban afuera del cálido, silencioso y aparentemente inexpugnable
dormitorio.
Todo lo que importaba o tenía interés para ella
carecía de significado (y puede que hasta de razón) en esos momentos: ellos,
sin ser enemigos, realizarían su propia obra a lo largo de las varias décadas
que iban a sobrevivirla, y probablemente sin saber su nombre.
Jugar al escondite con la muerte: buscaba
extrañas guaridas vírgenes aún de su presencia, de sus huellas: próximo a los
muelles del Hudson, se alzaba un edificio estrecho y destartalado de ladrillos
de color marrón sucio de veinte plantas dividido en un centenar de apartamentos
minúsculos y oscuros donde se ocultaban decenas de recién llegados a la
tristeza.
Ahora tiene los ojos abiertos, lo que es raro,
pues ya vive tan hacia adentro que todo lo exterior no es sino una luz que
fatiga y hasta duele, un manchón
quemante que impide la paz. Lo que ve es blanco: el techo, un vacío en lo alto
que ni siquiera desmiente la materia de su concreción. Nada hay ahí. Ya no
interesa ni al diablo que, aburrido, ha apartado la vista de ella, una presa
fácil y desdeñable.
“El diablo sólo hace ofertas, la gracia de los
engaños sublimes o la dádiva del placer tosco del cuerpo. Y enseguida se bate
en retirada… El que castiga es Dios.”
Los pequeños delitos diarios (siempre contra
ella).
No la absuelve del castigo el sentirse la más
desheredada de la tierra: la mujer calva se mira en el espejo terrible que nada
modifica ni atempera de la imagen. Una copia crucial del viaje Final.
Aparece Morris en Los Tiempos de la Ira frente
al estudio. Artista o chatarrero, un vaquero grasiento y sin afeitar,
inteligente y buen escritor. Irrumpe a lomos de un Studebaker ruidoso que
ejecuta un giro a la izquierda a modo de saludo y detiene la marcha con un
frenazo chirriante. El centauro alza las gafas oscuras más allá de la frente y
mira a la princesa que descubre su llegada a través de la ventana: acaban
comiendo un sándwich de rosbif con patatas fritas y dos coca-colas envueltos
por el rompecabezas Hesse: múltiples objetos. “Ante todo, teoría”, advierte el
astuto gañán sin dejar de engullir y escudriñar a su alrededor, empapándose del
arte de la fatalidad.
Todo ahora es excepcional, la menor incidencia,
la palabra más insulsa, el hecho más inocuo. Se han dimensionado las escalas
más nimias de lo cotidiano. Hasta duelen las miradas de los otros por su
insufrible ambigüedad.
Algo ha roto la normalidad de los días, las
pequeñas añagazas del tiempo, los humanos pasatiempos. ¡Y de un modo tan fácil,
tan cruel y silenciosamente!
Definitivamente se instala en el rechazo. Pero
esa obstinación la ennoblece.
Por debajo de la calle Once. Recorre con
parsimonia las calles arboladas y en calma (adonde fuera imposible que el
futuro llegase), admirando la vida, creyendo en ella como jamás lo hiciera.
Nada a su alrededor se ha alterado. Algunos
saben de tu condena, pero para otros eres una figura más en el tablero, puede
que protagonista de un movimiento memorable… o de una clamorosa torpeza.
Entonces, al igual que un rayo de sol en un día
de tormenta oscuro y frío ilumina fugazmente el valle, así puede acaecer
durante la contemplación de una de mis obras, se produce una suerte de
revelación empática, un “blue-clearing” que descifra siquiera brevemente los
significados y sentimientos más ocultos que me embargaban en el momento de
concebirlas.
¿Cómo ha desaprovechado el honor de ser
visitada por una cancerosa terminal? Un tesoro de sensaciones, sentimientos, sustos
y hasta reflexiones se han ido por el coladero. No obstante, vuelve a pulsar el
timbre, incrédula todavía de la ofensa perpetrada por un tipo que, en el fondo,
no vale un ardite. ¡Desairarla de ese modo tan vulgar!
(Esa noche, ya en casa, comprende que la cita
se acordó para el día siguiente.)La Paseante termina bajo la marquesina de una esquina, sin saber qué hacer. Son las siete de la tarde de un miércoles de marzo. Un cielo gris, casi terrenal, del que desciende una lluvia silenciosa que parece haber petrificado todo a su alrededor, se cierne bajo y amenazador, lleno de castigos. No se oye nada en la calle, hasta el impenitente claxon de los coches ha enmudecido. Se diría que un manto de silencio anega de una desmesurada melancolía todo Manhattan, como si las aguas de los ríos que la circundan vertiesen a sus pétreas y metálicas riberas la vida primitiva de otros tiempos.
¿Cuáles serían sus últimos recuerdos hasta que
gradualmente se abisme en la inconsciencia?
Una gravitación que comenzase a ascender…
Pero aun en ese trastorno del arte moderno ella
sigue las normas secretas, como si balbuciese plegarias, se aplica concienzuda
a una labor semiorante que revela coincidencias sospechosas (tal vez
inquietantes) con aquel fardo de los rituales, oficios, rezos e invocaciones a
las que se entregaba el padre judío, ortodoxo cumplidor en la espesura de la
sinagoga.
¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso?
No conocer a quien está detrás de la obra: ésa
sería una buena manera de emitir un juicio a salvo de la crueldad o inocencia
de la mirada.
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