domingo, 2 de septiembre de 2012

HESSE 71


Hay diferencias”, le dijo el judío de Williamsburg mirándola atentamente.
Ella sostenía la mirada y escondía su perplejidad.
Admiraba en sus solitarios recorridos por las calles transversales de la Quinta Avenida, un poco más debajo de Union Square, esas casas de ladrillo rojo o gris con las pequeñas escalinatas de piedra que conducen a las puertas sólidas y elegantes. Pero en su interior sólo imaginaba bibliotecas y ningún ser humano.

Y otro día deja atrás el zoo. Se aventura todavía más, hasta la 155 a la altura de Broadway que en su interminable trazado ya sólo es una calle sin gracia y como una postal inquietante de una Nueva York gris y desangelada a pesar de su aparente normalidad acechante. Tal vez el edificio de hechuras neoclásicas aparezca como un insólito paquebote mineral en medio de una periferia neoyorquina sin el esplendor callejero de más al sur. Vetusto y patético por su anclaje disparatado, al contemplarlo no puede por menos de pensarse un interior lleno de polvo, maderas viejas y penumbras atosigantes. Incrédulo, avanza hasta la entrada. Unos pocos minutos después descubrirá que el rancio edificio no es el miserable candil de luz del poema, sino que, cual una inmensa caja de caudales repleta de incontables tesoros, en la solitaria decrepitud de sus salas brillan los oros más resplandecientes: Goya, Velázquez, las primeras ediciones del Lazarillo, la Celestina, el Quijote de 1605, los dorados más cegadores de las tablas medievales españolas y la reciedumbre de sus tallas… 

Ray: “Sabes, yo nunca perdería ni un solo minuto escribiendo un maldito libro si no supiera de antemano que iban a venderse decenas de miles de ejemplares.”
Observo (y descubro posteriormente al pasar sus páginas) una edición (1951) apenas manoseada de The Necessary Angel de Wallace Stevens colocada encima de una pila de revistas viejas junto al mostrador, al alcance de cualquiera por unos míseros dólares:
“Pero tú tampoco quieres hacerte rico vendiendo libros…”
“Porque no los he escrito yo.”
“Bueno, ése también es mi lema: escribir y cobrar.”
“Tal vez lo sea. Pero te esfuerzas poco por ocultarlo. Sólo afanas unos centavos por ello.”
En efecto, negro, deberías escribir sobre niños que tienen un perro al que adiestran para convertirlo en una máquina de matar, tipos que beben un par de botellas de whisky al día y abofetean a una rubia tonta del bote, jovencitas de expresión angelical entregadas al onanismo más salvaje al atardecer, amas de casa aburridas con un revólver escondido debajo de la almohada e inventar de vez en cuando reportajes sobre asesinatos de ancianitas millonarias o museos inexistentes de cadáveres varios y venderlos al mejor postor.
Más te valiera.

Pero ella también tenía algo que raramente se aprecia en una artista de su época: sentido del humor.
No perdía demasiado el tiempo (a decir verdad, ni un solo minuto) lamentándose de que su mundo era un mundo de hombres: su obra contenía suficiente vitriolo para aniquilar a ambos géneros a la vez.
En fin, era una artista con pretensiones. Una ambición que, en aquellos magníficos años 50, era algo sumamente fácil de pisotear.

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