sábado, 8 de septiembre de 2012

HESSE 73

Los muertos no resucitan.
Pero tampoco los vivos nacen dos veces.
¿Cómo podría un hombre no ser de su siglo?

¿Y el recuerdo…?”
Trató de recordar, y finalmente mintió: “Una madre envuelta en armiño y con una orquídea en la mano exhalando el perfume elegante de la noche.”

El cuento de…:
“¿Existe Dios?”
Y la máquina respondió: “Ahora, sí.”

Una mitomanía llevada al exceso: cada piedra hincha más la nomenclatura del desperdicio intelectual.
“Paso por la 55 Este. La Côte Basque, apunté con un lápiz en un cuaderno de la época de Nueva York.
El local me fascina, todo invita a penetrar en su interior. Pero la entrada me está vedada.
Capote, aviva el recuerdo.
Capote haciendo gansadas en “Laugh in”.
Aunque enseguida Hesse se apodera de la escena. Ella es el escenario.
(En el 75 Ray me malvendería sin el menor gesto de preocupación un Esquire de saldo que incluía entre sus páginas el relato completo del mismo nombre.)
(Lápiz: fácil de borrar lo escrito. “Yo no he sido”, dijo, todavía con la goma en la mano y la vista baja.)

Perdida el aura, me queda la resignación mía y la lástima mejor o peor disimulada de los otros. ¿Qué puede irradiar ahora mi rostro? Perdida la batalla, sólo mansedumbre.

Haber sido una modesta pintora de retratos de gentes sin importancia social (sólo individuos)… para poder reconocerme mejor a mísma. Ese desafío menor… ¿hubiera bastado para salvarme?

El entusiasmo, saberse inocente, encararse a las personas y las cosas con la mirada principesca del niño… que a la vez, por pura diversión picassiana, se permite la licencia de convertirse en siervo siempre que lo desea.

Todo lo que a una le rodea es la metamorfosis. La aterradora muda de lo vivo en vivo, cambiante. Hasta que un día los soles interiores que nos hacen sagrados agotan su combustible y se apagan hasta morir, pues lo mudable también está condenado a desaparecer.

El arte de Penélope: la salva el prolongar la misión, la espera, pero la espera misma es el antídoto. Mientras espero, no muero. Ser una scheherazade entretenida, una cuentista que alarga la noche y ante sus ojos se despliegan en la llanura nocturna yuxtaposiciones, entretelas, trenzados, tramados, enredos…

Querida, hay mucho trabajo que afrontar dentro de tu cabecita. Necesitas una buena “chimney-sweeping”. Y vamos a empezar ahora mismo.

¿Cuándo sabré que estoy curada?”
“Usted no sufre y, puesto que no lo consigue, es sufrir lo que de veras ansía. Sólo cuando sufra habrá empezado a sanar.”
(Entretanto, la psiquiatra engulle a la semana un buen puñado de píldoras rojas.)

No se fía de la percepción sensorial. Todos sus recuerdos se rebelan ante lo que ve, se diría que se revuelven encabritados entre sus sesos. De modo que la visión es modificada primero. Luego, la trastorna. Finalmente, la suplanta con emociones estéticas.

La doctora duerme apaciblemente esa noche atiborrada de Seconal, la piel desnuda y suave envuelta en elegantes sábanas Porthault.

Se esclarece mediante silencios, y eso dice mucho en relación a su obra. Teme las palabras. La chica hacendosa y lista que manoseaba a toda hora el Fowler’s English Usage y el Webster’s más pesado de la serie había llegado a aterrorizarse por el sentido equívoco de las palabras.

Alelada ante “This is Show Business”.
“Si yo supiera…”
Poco antes de morir sonreía: en una ocasión, aun colegiala, acompañada de tres compinches de su misma aula, estuvo tres horas frente al Hotel RitzTower con un cuaderno abierto y una estilográfica esperando la salida de la señorita Harriet Brown. Cuando esto sucedió y la mujer alta y delgada cruzó la calle al lado de la pandilla de escrutadoras, ninguna de éstas se atrevió a hacer el menor gesto. Se quedaron mirando inmóviles e incapaces de decir una sola palabra cómo la mujer envuelta en una gabardina larga y de color verde, con un sombrero de ala encasquetado en la cabeza y zapatos de tacón plano se perdía, anónima y solitaria, entre el río de la gente.

 New York Post. Entre los chismes y comidillas sobre personajes: todas las fotografías del periódico reproducían obras suyas. Hasta las más difíciles e incluso aquellas todavía por realizar. Despierta.

Podría hacerme con un buen lote de suministros en Canal Street. Empezar otra obra… Acabarla, en realidad, puesto que la he concluido en mi cabeza (a pesar del enemigo que circula en su interior a sus anchas y a sus locas). Sólo queda materializarla… La materia… Pero, no…
¡Qué fatiga corroborar de nuevo la magia!
Primun vivere
Vuelve, ebriedad.

¿Cómo se escribe un bestseller? Con folios de diverso color: blanco, el primer borrador; amarillo, el segundo; azul para corregir los diálogos y “enderezar” personajes; rosa para urdir la trama…

No sé escribir a máquina, dijo el tipo desafiante. Y depositó estruendosamente sobre la mesa el enorme paquete de folios manuscritos. 
Le eché un vistazo a aquel mamometro con irreprimible aprensión. Todas las páginas estaban cruzadas de borrones y tachaduras y manchas inclasificables. En un mismo folio, aunque a duras penas a causa de la letra enrevesada y difícil, descubrí siete faltas de ortografía.
Era una trampa.
En realidad, había que revisar todo el texto, y el tipo quería ahorrarse el salario del negro.
No soy mecanógrafo, amigo. Vaya usted al servivio público de mecanografía del Park Sheraton.

¿Qué ocurriría si enfermaba?
Tenía pocas alternativas a su alcance: algún medicucho que tuviera la andrajosa consulta en uno de los sucios edificios de apartamentos de la Tercera Avenida. 25 pavos a cambio de una receta legal que le salve de la tumba.

Lejos de la culta Europa y de monsieur François Truffaut. Diciembre del 66.
Deambula dominada por un temor inexplicable por la calle 44. La tarde es fría y oscura, extrañamente silenciosa. Una cola inmensa de personas con ganas de gastarse dos dólares se estira desde las taquillas del Criterion hasta el final de la manzana y desaparece por una esquina: “Valley of the dolls”.

Es un falso turista.
Vagabundea con el Times debajo del brazo y un hot-dog en la mano.
Por la Quinta Avenida, se detiene a la altura de Broadway, frente el edificio Gilbert con su Papá Noel a destiempo montando guardia en la entrada.
Durante un rato se queda mirando a la gente, ajena por completo a El Gran Inquisidor con su Times y el hot-dog ya en el interior de su estómago envenenando las tripas.
Y, ahora, vete a alguno de los teatros de los alrededores de Broadway. Apóstate a la salida de la puerta de actores. O acude a Radio City una noche de estreno. Colecciona autógrafos. Da un sentido a tu vida. Regálate un ramos de rosas blancas. Dedica una tarde entera de tu vida comiendo chocolatinas, bebiendo whisky y viendo viejas películas de los años treinta y cuarenta en el Yesterday Channel. Sé feliz, chica. La vida son cuatro días. Y quizás, en este momento, lo mejor ha tomado las de Villadiego, sin ganas ya de ocuparse de ti.

Podía luchar contra todo. O casi todo. Pero el cáncer no tenía rostro. Y tampoco sabías lo que pensaba. Nunca adivinabas por donde te iba a venir el  golpe.

Indice Karnofsky: 90%.
No será fácil derrotarte.

A diferencia de muchos de los jóvenes de generaciones posteriores que la sucederían, ella no quería estar mejor: quería ser mejor, y eso era todo, pues siempre pensó que lo demás le vendría dado por añadidura.

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