domingo, 21 de abril de 2013

HESSE 108


Todo ahora es excepcional, la menor incidencia, la palabra más insulsa, el hecho más inocuo. Se han dimensionado las escalas más nimias de lo cotidiano. Hasta duelen las miradas de los otros por su insufrible ambigüedad.

Algo ha roto la normalidad de los días, las pequeñas añagazas del tiempo, los humanos pasatiempos. ¡Y de un modo tan fácil, tan cruel y silenciosamente!

 Definitivamente se instala en el rechazo. Pero esa obstinación la ennoblece.

Por debajo de la calle Once. Recorre con parsimonia las calles arboladas y en calma (adonde fuera imposible que el futuro llegase), admirando la vida, creyendo en ella como jamás lo hiciera.

Nada a su alrededor se ha alterado. Algunos saben de tu condena, pero para otros eres una figura más en el tablero, puede que protagonista de un movimiento memorable… o de una clamorosa torpeza.

El tumor es verde.
Informe.
Un arte con vida propia.

Entonces, al igual que un rayo de sol en un día de tormenta oscuro y frío ilumina fugazmente el valle, así puede acaecer durante la contemplación de una de mis obras, se produce una suerte de revelación empática, un “blue-clearing” que descifra siquiera brevemente los significados y sentimientos más ocultos que me embargaban en el momento de concebirlas.

¿Cómo ha desaprovechado el honor de ser visitada por una cancerosa terminal? Un tesoro de sensaciones, sentimientos, sustos y hasta reflexiones se han ido por el coladero. No obstante, vuelve a pulsar el timbre, incrédula todavía de la ofensa perpetrada por un tipo que, en el fondo, no vale un ardite. ¡Desairarla de ese modo tan vulgar!
(Esa noche, ya en casa, comprende que la cita se acordó para el día siguiente.)
La Paseante termina bajo la marquesina de una esquina, sin saber que hacer. Son las siete de la tarde de un miércoles de marzo. Un cielo gris, casi terrenal, del que desciende una lluvia silenciosa que parece haberlo petrificado todo a su alrededor, se cierne bajo y amenazador, lleno de castigos. No se oye nada en la calle, hasta el impenitente claxon de los coches ha enmudecido. Se diría que un manto de silencio anega de una desmesurada melancolía todo Manhattan, como si las aguas de los ríos que la circundan vertiesen a sus pétreas y metálicas riberas la vida primitiva de otros tiempos.

¿Cuáles serían sus últimos recuerdos hasta que gradualmente se abisme en la inconsciencia?

Una gravitación que comenzase a ascender…

Pero aun en ese trastorno del arte moderno ella sigue las normas secretas, como si balbuciese plegarias, se aplica concienzuda a una labor semiorante que revela coincidencias sospechosas (tal vez inquietantes) con aquel fardo de los rituales, oficios, rezos e invocaciones a las que se entregaba el padre judío, ortodoxo cumplidor en la espesura de la sinagoga.

¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso?
No conocer a quien está detrás de la obra: ésa sería una buena manera de emitir un juicio a salvo de la crueldad o la inocencia de la mirada.
Un arte no analizable. Significativo. Visual.

Ahora que no hay tiempo para nada…
Porque aunque esto dure, ya no es lo mismo. La conciencia de la finitud ha dado paso a su “hecho”, a su realidad imperativa. Es una lanzada al corazón categórica. Está aquí, contigo, en tu mismo aliento, fluye por el torrente de tu sangre, ensucia tu piel y pudre tu carne. Todo parece verse a través de la muerte, de sus ojos desfallecientes y fríos. Y una es testigo de la pálida imagen de la vida que la rodea desde un extrañamiento poderoso y estéril, incontenible, desde una lejanía y aspereza ruines.

Es el sueño enfermo. No es el sueño de una “enferma”. El mismo sueño está trastornado y anda en enredos con maremagnos difíciles de entender incluso conociendo el disparate de su esencia, su propia materia de confusión y fragmentariedad. Este sueño que se aposenta en mi cerebro se anuda y se desata en morbideces insufribles, en fiebres que traspasan hasta la más loca, sucia y cruel pesadilla.
Un delirio pánico se ha enseñoreado de mi vida. Ya no puedo soñar despierta. La vida se ha descarnado hasta los mismos huesos amarillos y secos, sin sustancia.

A medida que lucho contra la congoja voy reduciéndome en jirones, deshilachándome hasta que un día me sorprenda desplomada en el suelo.

Y ella que se dolía de agravios imaginados y las leves humillaciones pasajeras, de las pequeñas ofensas y de la indiferencia inocua de los demás hacia su trabajo, de todas aquellas menudencias irritantes que una vida normal  depara a lo largo de un solo día. He aquí que la mayor estafa y crueldad estaban por llegar, aquello que verdaderamente subraya su inesperada (por impensable) e irreductible vulnerabilidad. Era crédula, como todo ser humano. Lo era porque nadie está preparado para enfrentarse en el fragor o somnolencia de la juventud, no a la idea, sino al hecho físico e irrevocable de la muerte.
1967: el mundo ya no será como hasta ahora: ha empezado la Era Acuario.
Lo ha leído en el  “West” de Los Angeles Times.
Ella no se lo cree.
Ha descubierto a Kline borracho saliendo de una pensión de mala muerte de la Tercera Avenida, trastabillando y con los ojos inyectados en sangre, perdiéndose enseguida de su vista entre la gente. Ha visto a De Kooning con su cabello dorado en Central Park: una mujer delgada y bella lloraba suplicante con el rostro vuelto hacia él que la empujaba hacia atrás. Más de una vez ha cedido el paso en la 69 a Rothko, un miope absorto que se tambalea por las aceras sin miedo a los encontronazos con los demás viandantes. Todo está en orden, se dice. Todo va bien.
Todo va bien (acorde los tiempos).

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