jueves, 6 de febrero de 2014

HESSE 132

(Beethoven, al final de su vida, ya sólo imaginaba la música: ¿qué sonidos habrían brotado de aquellas postreras ocurrencias? Tal vez se hubiera sentido horrorizado de haber podido oír lo que escribía en el papel pautado nacido en absoluto silencio, una  potencia desconocida, inaudita, que irrumpía poderosa, inesperada.)
En el desvelo, cercada por la noche, Hesse ve sus obras futuras, con la imaginación trajina la materia y los espacios, las formas y su ordenación; pero también anticipa los teatros y escenarios del arte absurdo de cincuenta años después.
Comprende ahora que desde lo oscuro de los tiempos lo litúrgico, si bien alejado o no de cualquier tipo de solemnidad y estrictos reglados, ha prevalecido y salvado el arte hasta su siglo de lo gratuito: el que sobreviniera tras ella, de ella misma como artista, desdeñoso con el ritual, escéptico ante su carácter esencial, sólo apelaría en el mejor de los casos al ingenio, y en el peor de ellos al divertimento o al espectáculo transitorio. Ni siquiera un trivial pitagorismo se hallaría presente en ese arte inclinado ante intereses espurios y alejados de todo ceremonial.
El símbolo, los significados ocultos (que tampoco ella consideraba necesarios, y así lo admitía en ocasiones), de haberlos (aunque los artistas del futuro no se resistirían a proclamarlo de ese modo), no serían en tales obras sino un adose posterior a la imagen y sus construcciones materiales, y nunca el origen de su existencia plástica.
Hacía muchos años ya del descrédito que suscitaba la sola mención de la palabra “inspiración”: ésta se había convertido en un simple estado de ánimo, bueno o malo, jovial o huraño, que acompañaba el motor real de cualquier ejercicio de orden plástico o intelectual: trabajo y esfuerzo, tiempo y maquinación.
¿Acaso no se forjaba antiguamente el bronce a mano? No había soplo divino, ni seráficos cuchicheos al oído.
Ella había endurecido sus manos en los potingues químicos. No la arredró nunca esa forja venenosa que modelaba sus ocurrencias. Nadie le dictaba la advertencia o el consejo: libraba sus batallas y su desconocimiento a solas. Los peligros de su aventura no habían sido previstos: a esta diosa, atenta únicamente a prodigios antes inimaginables y nunca vigilante de la viveza del fuego que alentaba las visiones ajenas, y que con gusto dejaría apagar, la enterraría viva el azar infausto (pero también su audacia).
Y, por fin… desaparece el nimbo (que tanto has supuesto alrededor de tu mollera, oh, santa).
Deja atrás el arte… tan viejo, tan manido, tan caído en manos ruines, codiciosas e inconscientes, circenses, mediocres.
Y sonríes desdeñosa, das media vuelta y sales, te alejas sin volver la vista atrás, tras de ti cierras la puerta de una vez. Descanse en paz El Arte. Definitivamente.
A rodar.
La gran artista no necesitaba materiales de ninguna clase: por fin su cuerpo, su mismo peso físico, era su material (el tacto sobre la piel de los otros, el pulso de la sangre, el respirar, la mirada, el gesto, el movimiento, el sabor en el paladar, el hablar, el vestir, el comer, el leer, el temblor del amor, el soñar), el arte único que proyectaba invencible (puesto que era de verdad): sin ataduras ya, sin concesiones a lo manual e incluso a lo intelectual.
Basta el sol en la cara. La caricia leve del aire cálido, terrenal, ¡oh, madre tierra!
El cuerpo es la verdadera religión: has alcanzado el arte más excelso. Sin necesidad de pintarlo, tatuarlo, disfrazarlo, violarlo. El cuerpo era la jaula de cristal de su alma de artista.
El cuerpo podía sonar diferente, no obstante.
Un cuerpo actuante, lejos de la pasividad del moribundo o del anciano.
Otras lo vieron…
Ana, la niña que voló agarrada a las alas de Campanilla.
-Señor Andre, debería explicarse.
-No sabría cómo hacerlo.
-Ella voló.
-¿Y qué culpa tenía yo si ella tenía la cabeza llena de pájaros?
El pincel… quiero decir el escoplo, el martillo, el cuchillo, el hacha, la sierra, el soplete de Ana Mendieta era su carne y hasta su sangre y sus lágrimas de desheredada:
Tu última obra… ¿el estropicio de la carne despachurrada sobre el pavimento estridente, canalla y sucio de cincuenta metros más abajo de la ventana?
He ahí la heroína del paisaje, la huella térmica del alma.
¿No se había purgado lo suficiente leyendo El evangelio de Sri Ramakrisná y las inocentadas del yogui de Yogananda?:
jamás perdía el tiempo entregada a pueriles fanatismos: profanaba su cuerpo con el maquillaje y la violencia. En sus “obras” escondía la mente, la fábrica de la idea: mostraba el cuerpo, banco de pruebas inagotable, el rescoldo despreciable del fuego invisible de la carne mortal y pronto olvidada.
Un enigma, La Gran Caída Final (ante los ojos fríos, racionales y cerrados de un poeta sin gramática).
El guardafrenos no pudo evitar a tiempo que el tren descarrilara:
otra que voló.
La Heroína Posterior a Hesse encuentra acomodo en la misma y profunda huella de su cuerpo desnudo en la tierra pura de la mañana o atrapada en la corteza milenaria del árbol: esta vestal sin hogar propio alienta el fuego sagrado del arte mediante el latido de su sangre y su carne herida o mancillada.
¿El legado de tamaños y artísticos empeños?:
70 películas en súper8 y 9.000 diapositivas de sus manoseos con el cuerpo divino (a imagen y semejanza de Eva en el Paraíso).
No se echa para atrás ante el sacrificio: el de ella como cuerpo de mujer universal (injuriada, humillada, agraviada, golpeada, ultrajada y finalmente asesinada), o el del animal degollado por sus propias manos y cuya sangre, que ella misma vierte sobre el pubis creador y los muslos desnudos, purifica su carne, discurre por la negra pelambrera y los surcos exteriores del molde fabricante de hombres.
No recula esta camarada de Peter Pan ante un planeta viviente del aire y la luz, de la tierra y el fuego: con esos materiales y lo funesto del fin en La Capital del Mundo es fácil labrar una leyenda: cualquier menudencia del pasado (del pasado de la heroína) adquiere dimensiones colosales:
“Aquí puso su mano.”
“Ella salía al amanecer camino a las Grandes Rocas. No regresaba hasta la puesta del sol (la hora sagrada).”
“Esas líneas sobre la piedra inmemorial las trazaron sus dedos de artista.”
“Sentía preferencia por la habitación 108 de cualquier hotel.”
“Sus pies desnudos se posaron en el polvo amarillo de ese camino a las cuevas del agua.”
“Puñados de esa tierra negra la he visto yo coleccionar.”
“Alzaba su perfil al sol majestuoso de la mañana, al sol poderoso e invencible, padre y verdadero dios de todos nosotros.”
“Era silenciosa, pero sus ojos hablaban.”
“Víctima y victimario se fusionaban en ella indisolublemente: su propuesta es radical y estremecedora: se mezcla la sangre inocente con la sangre culpable.”
¿Cuál es tu patria?
La tierra y el sol.
Con ellos, hablaba (escondida a los ojos de Maroya).

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