domingo, 11 de febrero de 2024

73

En el 60 ya era Eva Hesse. Pero no era Hesse: estudiaba los colores, sus relaciones, sus caprichosas mezcolanzas. Volver al origen, a Alemania,  la desnudaría del todo y el mundo volvería a ser blanco y negro, o de grises hechuras:

y, ahora, vístete.

A los tres años el único asidero que tenía en el mundo era la mano de su hermana tan huérfana como ella, perdidas en las brumas de Holanda: solas en la noche del miedo y las brujas, del abandono y la indefensión absoluta. Los ojos infantiles grandes y negros no atinaban a entender nada. ¿Hasta qué grado de locura se puede llegar a los tres años? Las imágenes no se piensan. Es el terror, la sorpresa, la pura inocencia más insensata y temeraria: todo puede hacerte daño, puede hasta matarte sin dejar huella treinta años más tarde.

-¿Qué es lo mejor que puedo hacer por ti?

-Inventa mis diarios.

-Ese soy yo.

¿Cómo lo haces, Hesse?

¿Cómo lo haces tú?

Hay tres formar de escribir/ser artista: a ras del suelo, desde la tribuna, desde el pedestal… También existe otra más que suele silenciarse por su total inoperancia pública: la de quien escribe/hace arte para sí. (Una alquimia rara, auténtica y valiosa, sin crisol ni oraciones, con la mayor ambición del mundo, con ambición inconmensurable, con ambición inimaginable por quienes están al otro lado del tabuco del insaciable y ambiciosísimo novicio.)

Como ahora está muda (U-199), hablan por ella, la explican, la desnudan, la suponen, la imaginan, la contradicen, la falsean (para bien o para mal), la definen, la sentencian: dos millones de dólares.

Una obra excremencial, alumbrada por la mecánica del más eficaz alambique: come, digiere, defeca: he ahí lo superfluo, lo comprable.

Sarta: pusieron en sus manos neonatas un alambre flexible, brillante como la plata: fue ensartando los días, uno a uno (sin poder saltarse ninguno, esa fue la condición maléfica, y ojo con los martes), y por mucho que se empeñaba en construir una  forma propia, de ella y del mundo, a su conveniencia estética, el hilo delineaba a su modo, diabólicamente se retorcía en dobleces inesperadas, curvas insospechadas, quebradas insólitas… revelaba intrincadas geometrías.

Encerrada en una celda de blancores y metales, acompañada por la corte de sus últimos días indeseables, estériles, sin sentido:  fúnebres huéspedes que amanecían y anochecían a su lado  y que tomaban asiento frente a ella, como si fueran a pedirle explicaciones.

Anotaba algún error en sus cuadernos: “Mi intuición antes que la corrección o el concepto (que aún es niebla)…”

No es la intuición la enseña de lo femenino en contraposición a lo intelectual masculino, que suele ser sólo verborrea: hay mujeres que matan a sus hijos, y  hay aquellas niñas que adrede se pierden en el bosque fascinadas por la maldad que intuyen y aviva su sexo incipiente, y adolescentes hay que ocultan la húmeda lujuria de sus diarios tras la sonrisa infantil, y hay ancianas de perversas matemáticas, y….

La tarde de noviembre se oscureció de forma repentina y brutal: la piedra negra se alzaba a lo alto por todas partes. No importaba donde te escondieras. No importaba Nueva York como muralla defensiva, torre inexpugnable, el negror invadía tu sangre, envenenaba las miradas.

¿Eran los días circulares?, ¿trazaban una línea recta a lo desconocido, a lo alto, a lo bajo, al flanco izquierdo, al derecho, a lo anterior, a lo posterior…?

A la vez que nacía la obra, iba cultivando la incomprensión y el recelo de después, la herida de una indiferencia unánime que sólo cicatrizaría con la propia muerte… dramática.

Estos dos… Frustrada una por la vida; fracasado el otro por sus demasiadas andanzas de superviviente.

Veía su vida como una ficción en la que se entrometía no obstante, poderosa e invencible, la realidad; veía su vida ni incrédulo ni complaciente, la veía con pacífica perplejidad, al igual que don Quijote cuando atisba por la ventana de la imprenta y descubre como lo convierten en personaje de novela y lo exponen al mundo.

¿Piensas mucho tiempo en ti misma?

Mucho más que en los objetos.

No interpreta la materia. Ella es una intermediaria. Una usuaria de sus cualidades expresivas, texturales, complementarias. Como aquel que se sirve de un cacharro electrónico sin saber de qué se compone ni cómo se ha armado ni en qué consiste el milagro de su conformación pero lo utiliza provechosamente, a la perfección.

Ella… ¿una materia?

Ya en la galería los pedazos de la psique se dispersan por el sucio suelo de las pisadas de los testigos y los papeles de notas arrugados, se suspenden como motas de polvo en el hediondo aire viciado de los alientos, se diluye en el fondo acuoso de las miradas inertes.

¿De dónde nace el sentimiento? Del grumo y la gelatina de las vísceras, de ese pequeño volcán sanguinolento que no deja de supurar lava vivificante al rojo vivo desde el pubis hasta el cerebro.

¿Eres una chica de los 60?

¿Es tu biografía la huella que deja tu paso?

Pues, aunque no te lo creas, basta con eso.

Sé de la serpiente por las mudas de piel que deja atrás… ¿Me importará su destino?

Nada es demasiado para esta mujercita: asesores técnicos la previenen de los malentendidos y el error de los nuevos materiales, de sus caprichos y metamorfosis, de sus vapores malignos e invisibles, acaso mortales, pero…

Revuelve el látex con las manos y se engalana de fibras, impregnada de lo desconocido se interna en espesuras donde los nombres de las cosas han de ser inventados para que no las definan excluyentes.

La fibra de vidrio es su piel: pero no ve el mundo a través de los vapores.

¿Eres una chica de los 60?

Una chica joven y hermosa es perfecta para la muerte y sus conquistas logradas sin pausa ni resistencia cada mónada del tiempo, subraya su más alta magnificencia, su gran poder de Mandona Invencible: soy La Muerte. (Y vosotros, ¡mucho cuidado!)

Nunca hubo tierra firme bajo sus pies: su frágil equilibrio se asentaba sobre las beckettianas arenas movedizas.

Esta Penélope de los 30.000 agujeros que llena y desllena… pacientemente: cree ella en cada uno de sus actos, cueste lo que cueste, pese a quien pese

¿Eres una chica de los 60?

Con todas las de la ley.

Levanta el ánimo. El doctor Roberts te sube sobre sus hombros para que, por encima de las cabezas de la multitud oscura, veas el mejor de los espectáculos.

Kitchen, Bitch, Outer and inner Space

Faulkner, Pollock, la Shoah...

Sé buena chica…

¡Te haremos la “Reina del Youthquake”!

Sé buena chica y el tío Roberts te llenará los bolsillos de la trenka con caramelos de speed, cocaína, heroína, metanfetamina…

Eres una chica de los 60… ¿a lo Edie Sedgwick?

Es una chica a lo… ¡Hesse!

¡Menuda pieza!

¿Cuándo entró en la mayoría de edad? La primera vez que traspasó la entrada de la barraca de feria del psiquiatra.

Reflexiona el absurdo, medita las incongruencias del existir, y quizás sus leyes ocultas todavía no desveladas por nadie (aunque todo el mundo puede inventarse sus propias leyes inútiles): no se mueve por un acto reflejo, o, peor aún, por falsas intuiciones. “Reflexiona”, se dice acechada por las imaginaciones.

Qué épocas.

En la calle Cuatro los libreros te disparaban en toda la frente con su sonrisa sabihonda, y apostados y sudorosos en las esquinas del Uptown, de madrugada,  los jazzmen sacaban lo mejor de sus saxos y trompetas cuando no les pagaba nadie.

30 dólares mínimo en la reventa para ver los fugitivos desnudos de Oh, Calcuta.

En el Dowtown dispones de una buena provisión de adoquines.

Los verdaderos libros se escriben en los muros.

Warhol colecciona meadas en frascos numerados del 1 al 10 en orden decreciente de densidad, color  ámbar-amarillo y tono.

Habacuc: …pueblo feroz y arrebatado.

El Pentágono sólo desea (podéis creerme) la paz (del sepulcro).

El napalm es un fertilizante que enriquece los arrozales e hidrata las pieles de las niñas que se entrenan para el maratón.

Dios existe.

(No temas el futuro, Eva, tú eres lo más alejado que puede pensarse de las desdichas que han de malograr la corta vida de las esbeltas y maravillosas elegidas por los dioses de neón y las reinas por un día de los locales de moda en la noche neoyorquina: te hallas en las antípodas de esa suerte infausta de las rubias tontas del bote: vivirás cien años, venga, ¿quién puede desear tu mal?, ¡adelante!)

Morir… ahora que eres lista, en la barca del arte…, como los vikingos: ahora que tienes una cabeza de dragón de quita y pon.

Las chicas de tipo corriente como tú descubren constantemente por las aceras de Nueva York a las modelos de Vogue andando como diosas ausentes, innecesarias.

¿Por qué no morir de un tumor cerebral a los 34 años? Una… tiene el tiempo que tiene, ni un segundo más. Una… es lo que es sin remisión.

Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, vago y parlanchín, sin oficio ni beneficio, murió en Jerusalem a los 33 años durante una de las revueltas contra el poder de Roma y sus aliados acomodaticios.

Leo, el niño polaco del tercero izquierda, agoniza de leucemia a los 12 ante la mirada aterrada y de lacerante incredulidad de su madre.

Dios existe.

Los sesenta:

el neón ilumina la multitud de tonos del rojo

en las múltiples mezcolanzas de argón, mercurio y fósforo hallarás la inconmensurable paleta cromática

llamativo ingenio

combinaciones radiantes.

Ahora le horroriza la noche. La luz del sol parece ahuyentar la muerte, te abraza cálida, acogedora, inocente.

Le hacen daño los colores porque los oye.

Los neones nocturnos: una Nueva York de luces rojas y blancas, azul celeste, hueso, luces amarillas, indefinibles, vertiginosas.

Ese tipo (X) no ha hecho avanzar el arte ni un solo centímetro en las páginas de El Libro de la Historia del Arte: su obra, si puede calificarse de ese modo el conjunto de fatigosas convenciones plásticas que ha amontonado a lo largo de los años, permanece estancada como las aguas alquitranadas y malolientes de una charca… No me explico cómo no se ha podrido ya.

Malditas partes blandas… (pero eran precisos los sentimientos, las emociones). ¿Qué hay de una muñeca irrompible? Es una muñeca irrompible, a salvo de los niños traviesos y… de la muerte. ¡A jugar con ella durante toda la eternidad! Alma de alta densidad: titanio, cerámica, cromo-cobalto, polietileno…

¿Qué tal nos desenvolvemos en la nada, creadora de “nadas”?

Dios existe.

Comparecía ante los que iban a sobrevivirla: eran tan extraños como los muertos, y a ella le parecía que se hallaban tan lejos de lo real como ellos.

Los domingos por la mañana, soleados y plácidos, diferentes, acudían al Castle en Central Park. Papá alquilaba una barca. Ella observaba extasiada la pequeña proa que avanzaba sobre las aguas en un viaje infinito que ya sabía  donde la llevaba.

En el 64 metió la nariz en la antigua Factory de la calle 47. “Soy artista”, dijo. La miraban extrañadísimos, como un ser irreal, antes de echarla escaleras abajo sin contemplaciones.

En el 68 ya no miraba en derredor. Reflexionaba, que es mirar hacia adentro: “Hacen del objeto una escultura… ¿Por qué no hacen de la escultura un objeto?”

¿Quiere usted un retrato 101 x 101? ¿Fondo carne o rosado? Es usted la viva imagen de una polaroid. Una obra maestra que vamos rápidamente a manipular. Respecto a la orina, ¿de quién le parece mejor? ¿de hombre o de mujer?

Quedé con ese tipo, el español. A media tarde suele acudir a un bar de la calle 52 a tomarse un par de Jack Daniel’s y mirar a través del ventanal el discurrir de la gente por la acera. “En esto consiste todo”, dice de modo enigmático invadido por el desaliento con la voz ronca y apenas audible en cuanto me siento frente a él, siempre parapetado tras dos o tres libros sobre la mesa a la derecha de la copa de bourbon a medio escanciar, la mirada más allá de mí, perdida en un punto invisible y talveztambiénmuylejosdemuchomásalládetodo (sic).

Al cabo de una hora de silencio absoluto, me levanté mirándole con pena y salí a la calle, lejos de su estatismo criminal.

A usted nadie le ha quitado la peluca de la cabeza y la ha echado a los pies de la gente como le sucedió a Andy Warhol mientras firmaba libros en el Rizzoli de West Broadway. “Siempre sucede lo que más temes”, dijo el artista con resignación. (Y se escondió debajo de la capucha prestada, y ocultó la calva grande, y siguió firmando libros.)

¿Qué soy yo con esta mierda de “enfermedad” encima? Pero yo… trabajo (obro): una especie de mina a cielo abierto.

Viajó mucho etcétera.: la única geografía que me interesa realmente es la de “otro ser humano” (su mapa intelectual, emocional, sentimental, artístico… ¡sin fronteras!).

¿Hay belleza en la crueldad? Moría lenta, inexorablemente: el perfil de satinada transparencia se recorta en ese instante de eternidad contra la resplandeciente grisura y calidez de la tarde lluviosa de junio. Un tiempo sin pasado ni futuro, detenido en los ojos cerrados del recuerdo.

22-5-1970: El Fulgor… y El Silencio.

¿Qué ocurre si una muere en la noche o en el día durante uno de sus sueños?

Si no hay despertar que lo trunque…

El cuerpo se pudrió, pero… ahí la tienes, ¡de sueño en sueño!

Horrible mujer...

Mujer horrible, desdeñosa, cruel y vengativa...

La odio. Aún la odio.

Ni siquiera la ahorcaron.

Debieron haberla ahorcado...

Hasta la horca era demasiado poco para ella...

La odio..., la odio...., la odio...

No hay un momento de paz, todo respira tal intensidad que por fuerza te ves impelido a hacer algo memorable, agotador o sólo por unos minutos un ejercicio de supervivencia (detenerte junto a un semáforo y dejar que cambie de color varias veces sin mover un pie, meterte en un café y cerrar los ojos apoyado en la barra, leer el pobre texto de los llamativos carteles y rótulos luminosos que invaden como gritos la ciudad)… Hacer algo, y los débiles o los grandes cobardes hasta hacer un crimen que estaba cantado.

El movimiento es la mueca burlona de esta ciudad, ¿pero dónde diablos van? ¿No pueden pararse ni un momento? A diferencia de ellos, El Hombre del Pelo Blanco del Parque pasea con su mirada sin huir de ella, atado a las visiones, y anuda los tiempos del universo en una introspección lúcida y estéril:

Sabía de las divisiones del tiempo por los reflejos incipientes, pujantes o mortecinos que los cristales de los rascacielos atrapaban a lo largo de la jornada. Luego, las luces de la noche traían el terror, le borraban la sensación de estar viv@· pesar de las hirientes claridades de nítidos colores.

Si era una mujer sin historia, ¿para qué contar una historia? Y si la tuviera, ¿qué mejor que aun contándola hacerla invisible?

La silla desnuda, desvencijada y mugrienta de Tàpies se basta ella sola para contarnos todas las historias de todos los culos ahora ausentes que se sentaron en ella, al igual que la modesta silla de enea pintada de amarillo delata (¡por fin!) al artista holandés invisible, tranquilo, silencioso, gozoso, fumador-de-grandes-pipas-que-engañaran-el-hambre.

Escribes…

¿Funciona?

Podría funcionar.

Quizá si fumaras la A10528 de Dunhill, esa mezcla de 13 tabacos diferentes para pipa...

A rodar.

Frunció el entrecejo, pero inmediatamente lo desarrugó.

-Veré lo que puedo hacer -prometió.

Fronteras imaginarias entre seres humanos: más sutiles, más crueles, excluyentes sin necesidad de la dentellada pero con la furia en los ojos: el arte se transforma en cartel, en ideología, en confesonario: hablo de mí, hablo de ellos. (Pero ése es el mal arte... aunque, ¿cuál es la razón de ello? ¡La pistola a punto de liquidar a los otros! ¡Palabras como balas! El desprecio hacia los demás… que siempre por paradójico que resulte es el desprecio inconsciente a lo que uno representa, a lo que uno sabe de sí mismo que es.)

Su obra plástica habla de ella… ¡en tercerapersona (sic)!

A ver si aprendes.

R.Th.Y. siempre tenía junto a la caja registradora los libros más difíciles de vender, los más valiosos que reunía de los remates de las bibliotecas de los muertos… ¡Los utilizaba como moneda de cambio!

–Lo siento, chico, me he quedado sin suelto… Toma el Agee en lugar de las monedas…

-¿Qué no lo quieres? ¿Cómo que no lo quieres? ¡Vale mucho más que un par de centavos! ¡Coge el puto libro y aprende a leer antes de que sea demasiado tarde! ¡Lárgate de aquí, gilipollas!

-¿No sabes quién es Lardner…? ¿Y sabes lo que es un quarter? ¿y sabes lo que es un dólar? ¡Menudo cabrón!

-No es usted muy alto.

-No pude hacer nada por evitarlo.

(...)

-¿Cómo se llama?

-Reilly –-dije-. Doghouse Reilly.

Rothko escudriña la gran franja de color:

pero ¿esto significa algo?

No significa nada… ¡Es nada!

(Pero entonces… ¡lo expresa todo! Mi miedo, el vacío, la ausencia de dioses, el sentido último de las cosas…)

Cambiamos objetos muy educadamente: mi pedazo de madera expuesto en la galería no es sólo un pedazo de madera: sus mil dólares sólo son papel.

Ni trazas de un Deuteronomio en su obra libérrima y confusa, nada le sujeta, nada le atenaza, ninguna prohibición o decálogo la fustigan previamente en su concepción. Sólo consiente un Yahvé entrometido atisbando por encima de su hombro en los asuntos realmente intrascendentes: pero no le dejaría posar sus divinas manazas ni en un minúsculo grumo del látex de una de sus piezas en construcción.

Se puede vivir sin nada, como yo ahora (y la voz interior): ya no abrirán mi cabeza otra vez.

La noche no es el final (si hay sueños).

Un cromatismo telúrico a despecho de su fugacidad: parque rojo, cobrizo, amarillos refulgentes, el marrón caído. Un cielo frío y azul en lo alto. La mañana silenciosa y desierta anticipa la soledad y grisura de la tarde, la desolada noche. “Nada importante”, se dice ese hombre solitario, esa fractura de todo alrededor.

Tu cuerpo no te pertenece: es la creación de un dios (se confiesa la judía). Luego todo arte es una réplica, una queja, un desafío, tal vez un deseo de suplantar lo prohibido.

Aunque, ¿por qué crear?

El pensamiento es la verdadera traición a ese dios.

La creación termina por asestarle el golpe definitivo: yo también soy un dios.

La venganza divina es el tiempo… Sutil, invisible como él.

 “Sólo tienes un día por delante… Y lo piensas hoy, ahora, una eternidad infinitamente lejos de la eternidad de mañana: ¡Un día por delante! ¡Todo un futuro!”

De visita turístico-cultural en el Greenwich Village:

allá por los años cincuenta (los maravillosos años cincuenta):

marzo del 53:

en el 44 de la 16 Oeste:

-¿Mister William Faulkner?

-No, soy mister Frank.

-¿Mister Waldo Frank?

-No, soy mister Faulkner.

¡Estos realquilados de mierda a golpe de máquina de escribir!

Estimada señora Plainfield:

Mi esposa tiene un modo de sacarme de quicio como jamás he visto otro...

El espacio… la página. También la tierra de nadie que separa las palabras les otorga sentido, las esclarece en la línea, en el período, en el párrafo, en…

Y en otra ocasión, en Horatio Street:

Una noche de noviembre de 1953 en The Disaster, en pleno Village, donde-todo-el-mundo-quería-ser-famoso-a-costa-de-lo-que-fuese, William Faulkner y Dylan Thomas se hallaban sentados uno frente a otro con la mirada baja, sin perder de vista ni un segundo los dos dobles de whisky encima de la mesa. Se admiraban muchísimo, pero no tenían nada que decirse. Al cabo de un rato de incómodo silencio, Thomas se levantó del asiento (no sin antes apurar el vaso hasta las heces) y abandonó el local sin despedirse siquiera con una inclinación de cabeza. Tres días más tarde, Dylan Thomas estaba muerto. Faulkner no asistió al servicio fúnebre. Se marchó con una de sus discípulas más aplicadas de la que estaba medio enamorado a ver Cyrano de Bergerac: “Tu nombre suena en mi corazoooooooón…”

(El tipo andaba impresionándola con ardides tales.)

(¡Qué tiempos de hombres con sombreros de fieltro conduciendo coches grandes y relucientes como naves acuáticas! Caballerosos y seductores con trajes a rayas cruzados y con el sempiterno cigarrillo entre los labios que siempre cedían el paso a la dama frente a las entradas o las salidas de los vestíbulos de los teatros, de los cines, de los restaurantes o de las habitaciones de los hoteles donde por fin, al cabo de unas cuantas sacudidas, se hacían con su cálida vagina. Al día siguiente volvían a ser el vaquero tosco y sucio más rápido del oeste que escupía torcido y que, tumbado en la hierba recibiendo el tibio sol de la pradera de lejano horizonte, no dejaba de echar el ojo a las apestosas vacas pastando en las proximidades.)

Más adelante (post68):

A punto de morir:

“¿Ese sonido…?”

“Una mística.”

El decaimiento de la época alumbra los exotismos, lo extraño que no es sino sólo lo desconocido: las cuerdas del sitar de Ravi Shankar acarician los oídos occidentales abiertos a los fugaces inciensos de lo nuevo, lo impostado. (Esa joroba de los 60 llena de agujeros, como la mochila pobre y deshilachada de un astroso beatnik.)

Retocaría colores, dijo (probablemente equivocada) entonces, cuando ya era tarde.

Había algo lacaniano en ella, tan lejos de lo feminista y tan aturdida por lo femenino: “Me siento como una especie de médium: alguien (algo) habla en mí.”

Sólo un judío y un católico pueden ser profundamente freudianos, ¡creer en la conciencia!

Ella espolvoreaba esa maldición con unos toques de absurdidad.

Porque en el fondo le interesaba el absurdo, no lo surrealista.

Terminaba la obra: la volvía loca rastrear los vínculos, ninguno de ellos conducente a lo biográfico. Y todo lo suyo, ante los ojos aterrorizados de Andre, Judd, Flavin…, tan implicado en el desorden, tan revestido de una plástica sucia, tanto que hasta desprendía malos olores, y envenenaba.

Era una pintora. Dejó de serlo: aplicaba el látex a los objetos con sus propias manos: es como pintar con los dedos (dijo sin creer demasiado en el objeto, pero sin pinceles intermediarios).

No creaba con los ojos. “Necesito tocar.”

“Era una mañana de luz suave, apenas frágiles veladuras entreveradas en el aire gris del cielo…”

Qué pálida impresión. Lo que yo quiero, lo que quiero…

Un color…un color a lo… ¡A las viñetas de Action Comic!

¿Qué hay detrás de  Hang up? Confiésalo de una vez: tus abuelos quemados, la locura, el suicidio de tu madre, tu divorcio, la muerte de tu padre, tus miedos, el horror que presientes que aun invisible es tan palpable y sólido como la carne indefensa…

Si existe todo ello en esa pieza, entonces no es nada. Si es preciso que represente a algo, entonces no es nada. Si a través de su conformación arbitraria e inconsciente hay que colegir una transformación emocional, sentimental o psicológica, entonces no es nada. Si es imagen de algo, abstracto o concreto, entonces no es nada.

Hang up sólo es. Como el rojo o el azul.

Bonita biblioteca: libros de tapa dura con sobrecubierta de colores chillones y cortes entintados: de gris, de verde, de amarillo, de rosa.

(Llamativas portadas: los grandes nombres…)

Entran ganas de abrirlos… ¿Leerlos?

Familia Picasso en limpios colores planos: el negro de los cabellos y los grandes y almendrados ojos negros, las pieles blancas y grises o azules, triángulos verdes, manos rojas, atuendos marrones y amarillos, rectángulos, los conos, los deformes círculos y las ovoides esferas.

Los actuales diseños de lo bello no admiten réplica: frente el cuadro, te ofrezco la libertad… de pensar lo que quieras.

Dios es el interlocutor: mira de qué manera te contradice el hijo: emborrona tus espantajos (pues, ¿quién osa hablar de La Única Forma Bella?).

Sé obscena. ¿Eras obscena?

Falos, lluvia dorada, penes anillados, besos negros, vaginas desmenuzadas, los grandes úteros vacíos, ovarios como cápsulas agrietadas, la gelatina de los humores (cardinales y falsos: sangre, bilis, pituita, agua; o sólo líquidos, viscosos, pegajosos como los flujos y el semen, acaso la sangre), que se deslizan sobre la carne herida del pecho y los muslos macilentos. “Yo he visto todo eso a través de sus obras”, dijeron los seres enfermos. “Yo he visto ansiedad”, dijo el hombre ciego. “Yo he visto mi terror gritando en su cara”, dijo la mujer muda. “Yo he visto la voz de Dios”, dijo el hombre sordo.

La familia Picasso algo maltrecha, de irregular continente: papá, mamá, helen, yo: una barata reproducción en papel de periódico.

A tu alrededor no hay nada perfecto porque no existe la forma perfecta: practica el desorden, ni siquiera el curso de la sangre obedece a la ley estética: fluye su plasma por vericuetos de arbitraria anatomía y chocante hidrografía.

Lo simétrico en ti… una cuestión de equilibrio, pura dinámica que en el fondo ignora las bondades de la plástica.

Domingo. Maldito domingo. 2 de julio de 1961: un calor asfixiante no impide que abra las páginas de sus libros de escueta sintaxis, palabras certeras, al milímetro, las justas: al grano, muchacho, decía cada una de sus líneas. Y la pata de conejo. Y la petaca llena de whisky y el puñetazo en los morros al hijoputa que estorba en cualquier terraza de París cuando tú estás con un lápiz en la mano mirando la hoja blanca de la libreta…

Jueves. 4 de julio de 1963. En la librería The Green Train:

-¿Qué haces aquí? Es la fiesta nacional, chica.

-Odio las fiestas.

-Soy un librero, no una biblioteca. ¿Qué buscas, pues?

-The Soft Machine.

-Andas con retraso. Una pequeña penitencia te vendrá bien. De rodillas.

-Venial, en todo caso.

Afuera, la calle hierve.

De mis diarios del pasado sólo me interesan las mentiras que ingenuamente yo tomaba por verdades inalterables.

2-7-59: pinta rostros que ocultan las máscaras:

“La televisión es para los negros”, había dicho tiempo atrás. Pero ahora, viejo y celebrado, nobel y enaltecido, mister Faulkner no se perdía ni uno solo de los Car 54, Where Are You?

“Lo malo de hacerte vieja es que al final te cuesta lo indecible desprenderte de las cosas viejas”, había escrito… ¡a los veinte años!

Al otro lado de la ventana, la luz y su compás desmentía el tiempo estancado de adentro. No dejaba de pensar, moribunda y lúcida, pero atenazada ya por el pánico de saberse tan próxima al olvido de sí misma, al olvido de todo, palpando la nada, sintiéndola como un agua espesa y negra donde se sumergiría como en el sueño más crucial: no dejaba de pensar.

Al otro lado de la ventana, afuera, los otros, las dentelladas.

El anciano escritor veía la televisión, pero él era uno de los más sabrosos e infatigables hontanares de sus citas a pesar de sus veleidades y claudicaciones: “Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor.”

“Hola, dolor”, saludaba todos los días al desvanecerse la última penumbra de la noche el espectro (ella misma) del espejo de luz fría y marina del cuarto de baño a la joven mujer de la cabeza vendada y grandes ojos abatidos (esa, ¿era ella?).

Al otro lado de la ventana:

“Mejor me hubiera ido casándome con un rabino o un matarife ritual.” 

Deberíamos alimentarnos los dos de aquello que sin duda ninguna va a constituir un verdadero reconstituyente. Hay un bar con tres grandes ventanales en la calle 12 con la Séptima, los asientos son cómodos, inmejorables las vistas a un bullicio contagioso, fluyente la vida, los deseos, las ambiciones:

-Un par de filet mignon, por favor, y para un ella un vaso de chianti y para mí un bourbon, Jack Daniel’s si es posible.

Al otro lado de la ventana:

El ajetreo constante de la calle y sus leyes urbanas tan conocidas (jamás unos ojos se encuentran con otros ojos, nadie se toca en la marea colorista y muda) fuera de su incesante corriente y siendo un observador a salvo (o atónito) de sus afanes hasta actúa de analgésico.

“Por el tubo puede estar circulando algún tipo de fluido: sangre, linfa, agua…”, dijo el crítico eminente rascándose la barbilla.

¿Pero en verdad estamos ante su cuerpo?

Su obra no era metáfora de nada

Ella era la metáfora.

“Retrocedió dos pasos atrás. Miraba sin perplejidad el conjunto de inimaginables objetos desparramados por el suelo. No estaba desconcertado, sólo ponía un interés inusitado por allegar a penetrar en algún significado (o algunos significados), pero no trascendental, sólo una pista, meros indicios, una huella de aquella lejana decisión artística que le pusiera en camino de cierta comprensión del hecho plástico que ahora póstumamente se enfrentaba a sus ojos contemporáneos. Podía entreverse un mosaico en todo aquello; ahora bien, ¿era necesario que cada una de sus partes aunque relacionadas unas con otras con aparente solución de continuidad conformaran una imagen global y un sentido unitario contrastados? Debería bastar, entonces, una sugestión, esa simpleza, buena o mala, inane o fértil, que produjese en el espectador tal encandilamiento que pudiera desprenderse con toda naturalidad del deseo de encontrar un significado”. 

Basta con la fe, se había dicho tantas veces. Pero el día que comprendas que también puedes prescindir de la fe para aceptar las obras de arte de la modernidad, habrás culminado con éxito la evolución de tu educación artística. Una aceptación no es un acatamiento; es, simplemente, la conciencia del juego que en todo lo concerniente a la vida prevalece.

“Todos los dioses son imperfectos.” Le hubiera gustado pensarlo en el mismo instante de morir. Pero esa certidumbre le asaltaba antes de hora, aún no rodeada de los olores clínicos, cuando sin dejar de trabajar en su obra ni un segundo todavía debería creer en alguna de las divinidades que pueblan la oscuridad infinita y tal vez eterna. Creer en un dios es, en cierto modo, vengarse de él, pues el reproche aflora en los labios de inmediato: siempre lo hallarás culpable por el uso ruin de su pretendida omnisciencia, como aquel novelista que se ampara en la trama y las anécdotas para zarandear sin ton ni son a sus inocentes personajes y perpetra impunemente sus crímenes literarios.

¡Qué mudanzas! Y de un día para otro.

Una obra de arte alejada de lo replicante puede dar lugar a millares de interpretaciones (entre las que alguna de ellas debe ser la correcta, pero se lo deberían transmitir entonces al artista a fin de que éste supiera a qué atenerse y felicitarse a sí mismo por tal consecución, podría hacerlo hasta alborozado), aunque sólo las impermeables a los símbolos llevan la adherencia de lo cabal, por muy paradójico que resulte esto ante su indescifrable sentido: Godot no es Dios. Es Godot.

¿Para qué expresar lo inexpresable?

Precisamente porque es una misión imposible.

A diferencia de otros valores, cualesquiera que fueren, la estética del hombre, su absurda creación, sus dominios y sus impotencias, sus angustias y finitud, es suficiente para un artista con esa reflexión siempre inabarcable. Basta con el ser, algo que hasta ahora no se ha comprendido del todo. ¿Por qué se es? Al parecer, ningún otro ser vivo se sume en interrogaciones lacerantes: la propia existencia los zarandea o los mece, los destruye como náufragos complacientes con su destino efímero.

De modo que en lugar del subterfugio del símbolo abraza lo tangible a despecho de su inefable apariencia, merodea en torno a una estética imposible, de inimaginables asideros e impenetrables razones y le confiere el atavío más estrafalario: incluso te sería lícito llegar al fraude.

“Mi obra, esos trastos malolientes que pareces despreciar, es el desarrollo tangencial de la esencia de mi ser”, dijo sin rubor. No me gusta pronunciar la palabra “alma”, que se me antoja como una charca, un estancamiento acuático lleno de pequeños bichos tóxicos y otros microorganismos invisibles.

 Al Oyente le nubló el rostro la sombra de una duda: pero, ¿dudaba de él mismo, de sus propios pensamientos, o de ella, de sus palabras? ¿O dudaba de los dos, de sus tareas fraudulentas?

Lacan extraía la piedra…

Lacan: era un impostor: no creía en la filosofía. Iba directo a lo práctico, es decir, a revelar las supercherías, cuando es esto lo que nos hace verdaderamente felices.

Sólo nos concierne lo inconsciente. Pero eso sólo es la otra cara de la moneda, la que nunca cae a la vista y… te hace ganar la apuesta.

Era Jackson Pollock quien tenía toda la razón: eligió la audacia, se adentró en la locura (del cuello de la botella) y se lanzó a la muerte en una furiosa y encarnizada cabalgada hacia el fin de la noche.

Yo sólo soy un intérprete que cree en lo que crean sus manos (unas manos de Orlac): están autorizadas a perpetrar cualquier cosa.

Los tres agujeros en la cabeza aún no me han arrojado al desaliento, todavía soy ajena al peor de los desahucios, a la autocompasión. Sé, lo supe desde antiguo, que siempre se muere hoy, diez años antes, cuatro años después, este año, ahora, hoy, en este mismo instante.

¿Ha bastado mi vida? Dicen que 10.000 horas trabajando en algo acaba convirtiéndote en un experto.

¿Mi opus-1? Rayaazul.

(Rayaazul, DG-1.)

¿Cómo está el parque a estas horas?

(Minueto en sol Mayor, K-1.)

No se oye voz humana ni canto de pájaro.

El aire oscila algunas ramas silenciosas y desnudas.

Ternaria luz, primitiva, escondiéndose, rehaciéndose. Y luego, la oscuridad.

El crepúsculo de invierno gris azulado, frío, de metálica herida, insobornable a la piedad, a la soledad, al hastío te ha cpgido del pescuezo. Las luces deslizantes de las calzadas mojadas y las ruidosas autopistas envueltas en vertiginosos rayos verdes y rojos hacen temible la helada noche que ya se cierne sobre los fugitivos y los desahuciados, a ti, decapitado escritorzuelo.

Ya en la calle. No nieva, pero hay nieve sucia y dura sobre las aceras y los arcenes. ¿Dónde esconderse?

-La porquería que publican -dijo-. Estaba leyendo un artículo acerca de ese Costello. Sí, al parecer lo saben todo sobre Costello... Como yo de Helena de Troya.

-¿En qué puedo servirle?

Me miró de pies a cabeza, con lentitud.

-Tarzán montado en una gran moto roja –-dijo.

-¿Cómo...?

-Usted, Marlowe. Tarzán montado en una gran moto roja. ¿Le han maltratado mucho?

-Algo hubo. Pero ¿le importa a usted eso?

Ella: sí, caminaba bajo la nieve, sin la presencia del viento, bajo una blanca mansedumbre que no rompía ningún sonido, ni siquiera el claxon de un coche invisible ni la sirena implacable de una ambulancia que nunca sabes si salva de la desgracia o anuncia la fatalidad, o la estridencia (siempre a lo lejos) de un camión de bomberos que se lanza vertiginoso por las calzadas mojadas a su lugar de encuentro con la catástrofe, una mudez sobrenatural en la hora nocturna e invernal cuando los seres de esta ciudad de urgencias y continuo desvelo se sienten más indefensos, quizás acobardados en sus pequeños apartamentos atestados de cosas innecesarias al comprender el escaso premio que representan esos momentos de sosiego después de una jornada de fatigas e inclemencias, de ambiciosos proyectos y mediocres realidades, camina envuelta en el silencio bajo la nieve que mitiga su zozobra, que acaso la reconcilie un poco con la muerte al pensar en las respuestas que espera recibir tras ella (porque ella, condenada inocente, sí espera una respuesta), camina sin prisas porque ahora ya conoce lo que abren todas las puertas y el modo como se cierran definitivamente tras su espalda, camina bajo la mansa nieve que es como una pausa, que la sume en un estado larvario, y todo parece en suspenso, detenido en el tiempo, y piensa que ojalá fuese eternamente así, sin volver jamás al pasado pero también sin aventurarse nunca al futuro y sus añagazas malignas.

Instrucciones muy urgentes para antes de morir (pero ésta fue una ocurrencia ya en la infancia):

diseña una casa imaginaria con cosas y ocupaciones imaginarias donde vivir imaginariamente de muerta, pero tendrás que abrir la puerta (así que atina con la llave de la imaginación) justo en el momento preciso en que la de la vida se cierra (de golpe y a cajas destempladas o despaciosamente y con chirriante sonido de madera polvorienta de siglos).

Mientras, él intentaría conseguir cien pavos en la librería de Frances Stelof:

-Se trata de un asunto de autoedición.

-Tendremos que pensarlo.

-Puedo exhibirme en el escaparate como curiosidad publicitaria en beneficio de la librería durante una semana: en pelota viva con un ejemplar de Finnegans Wake tapando los genitales… a modo de hoja adánica.

-Interesante…

Wise Men Fish Here.

Envió un primoroso curriculum manuscrito: “… También redacté media docena de críticas literarias para revistas de segundo orden (como, por ejemplo,  El Pavo) bajo el seudónimo de Max Misper.”

A juicio del señor Hunter S. Thompson un escritor debe ser capaz de hacer algo más que escribir: disparar al aire (o contra el policía con la multa en la mano o contra el predicador que te regala un ejemplar de la Biblia o contra el tipo que interrumpe tus ratos de ocio o contra tu propia cabeza), beber hasta el éxtasis, aprender a boxear, jugar al póquer o… quedarse en pelotas con la picha floja delante de la chica de turno y reír como un loco. Todo menos tender la mano.

Mantén vivo tú este cadáver exquisito.

-Vas a ser una buena chiquita -murmuró con su rostro pegado al de ella-. No podrás salir de aquí y no vas a gritar. ¿Has entendido? Nada de gritos. Te daré una tunda y te romperé los dientes. Te pegaré de tal forma que no podrás gritar jamás.

Porque uno nunca recuerda los libros que ha comprado y permanecen escondidos debajo de los ya leídos, los que en realidad ama y una y otra vez termina releyendo, los que ganan todas las batallas saboteando la lectura insana de los otros recién llegados con olor a plomo de la imprenta, aún con los pañales limpios, lloriqueando desde sus portadas chillonas para que los compren (peor aún, para que los adopten).

Eva Hesse leyó Berlin Alexanderplatz (me dijo) a lo largo de una semana de verano, horas antes del anochecer, junto a la ventana abierta que casi dejaba entrar desde la calle las largas y verdes ramas de las acacias de limpias y pujantes hojas que brillaban a la luz crepuscular, pues no dejó de llover ni una sola tarde de esa semana en Nueva York. Nunca vi ese ejemplar, estoy seguro de ello, pero a juzgar por los comentarios de sus allegados (que lo juraban), sus páginas estaban profusamente subrayadas y con anotaciones al margen.

“Al final vemos otra vez al tipo, muy cambiado, hecho un  desastre y sin una perra gorda, pero erguido…” (Camino del Parque arrastrando un trozo de metal, algo muy parecido a una vieja máquina de escribir despedazada).

“Un hombre tiene unos ojos, y en ese hombre hay muchas cosas, y todas desordenadas, puede pensar un infierno de cosas…”

“Sabe que está perdido. Sigue sin entender nada de nada.”

Y celebré a los muertos, porque muertos estaban.

Al final:

Biberkopf: “No hay nada más que contar de su vida.”

¿Era él el gordo, grasiento y tosco Bib…?

Él cuidaba las formas. ¡Un ojo a la funerala a la tipa…! ¡Y llena la panza atiborrándose de carne, patatas y cerveza!

(¿Acaso no se la hincha él a base de hamburguesas y los apestosos hot-dogs que vende el tipo ese de Bryant Park?)

Existía sin crímenes mayores. Se entregaba a los menores.

Y, además, con los dos brazos.

La existencia es lo que es, y eso es todo lo que tienes que admitir.

Y, ahora, rompe el ticket de la entrada (hazlo trizas).

Lo que se aprende de veras en esta vida, dijo (estoy seguro de ello), es a morir, a ir viendo como se te va el vivir.

“Y entonces sí, notó un temblor que no nacía dentro de ella y supo que la leve agitación de sus manos y la parálisis ardorosa que tensaba la piel de la cara eran el reflejo del pánico, de la certeza en que una fuerza desconocida y extraña traspasaba su carne en ese momento y la invadía sin remedio, que definitivamente la tierra se abría bajo sus pies y la alejaba del cielo y el aire se pudría y que ella debía enfrentarse con sus pocas armas de combate a encarar el desafío, aún indescifrable, al que le obligaba un mal irrevocable y bien acorazado de estratagemas y ruindad: Dios sólo te dio ojos para que vieras la grandeza de sus obras.”

Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarle y le mataré...

Acaba tus días, si es que puedes, conduciendo 12 horas cada jornada un Checker modelo A-11 pintado de amarillo (destruidos sin remisión al cabo de 500.000 kilómetros de rodaje) por las calles y avenidas de Nueva York, transportando a gente que no conoces a sitios extraños, tipos anónimos hasta casi parecer irreales sentados detrás de tu cogote y de quienes lo único humano reconocible son los gruñidos que emiten al hablar a solas y los monosílabos que a modo de saludo profieren al entrar en el coche y al abonar la carrera, acaba en un movimiento continuo entre cordilleras de cemento, hierro y cristal, inocente preso de un perpetuum mobile anterior y posterior a ti, no confiando en nadie, no viendo nada, no pensando y envenenándote de hot-dogs al mediodía y bebiendo brandy hasta reventar cuando ya el día se esconde en la noche.

También puedes acabar embriagado por la locura caminante llamada Walser, caminando bajo la nieve impertérrito a través de calles y calles nocturnas y acercándote cada vez más y más a la absoluta nada a medida que diriges los pasos hacia la fría muerte ataviada de blanca madrugada. (Inexpresivo, sin una mueca de displicencia en el rostro, sin la menor señal de temor, mudo y sin reproches.)

Sé buen acólito. Obedece las reglas (las que mejor te acomoden).

Templa el vino el corazón (Eclesiástico, 31-31).

¿Qué vida es la de los que del todo carecen de vino? (Eclesiástico, 31-33).

Toda sabiduría viene del Señor (Eclesiástico, 1-1).

Da tus pies a sus cepos y tu cuello a su argolla (Eclesiástico, 6-25).

Humilla mucho tu alma… (Eclesiástico, 7-19).

Y entonces sí, notó un temblor…

-¿Quién es el que conmigo va?

-No es el amigo.

-Es… Abstracto.

Una vez fuiste concreta, reconocible, discernible:

En el  650 West 172 (c.1941), cuando entonces, cuando Picasso temblaba ante la que se le venía encima: a los 5 años habla con muñecas, juega al ajedrez con su hermana, come patatas y verduras, no le gusta la leche (toma tu vasito de leche negra), no le gusta la carne ni las sopas, “lo mejor son las espinacas”, dormía abrazada a la almohada, se trae libros ilustrados de la biblioteca (al final de ese año “ya no le gustaban las muñecas”) y le gusta ir al Museo de Historia Natural antes de ir a correr en Central Park. Veinte años más tarde, la carne sigue sin gustarle, no juega al ajedrez, duerme abrazada a la almohada (a su calor impostado y “frío”), continúa comiendo espinacas, la leche no puede ni verla (toma tu vasito de leche negra), coge libros prestados de la Biblioteca Pública y cuando sale del Museo de Historia Natural (al que no deja de acudir un par de veces al mes) se encierra en el estudio a pintar (porque, en el 61, sólo pinta), que es una forma más de jugar. ¿Y de amores? Ya es sabia en eso, y altanera: “El auténtico amor es una carnicería en su expresión más literal, querido.”

Hazme invisible, mas no muerta. A un lado de La Mesa de las Ideas, bajo la luz cenital de penumbra, he de colocar la calavera, mi calavera ya descarnada, símbolo de vanitas, de mi extraña y misteriosa poquedad.

Rastrea hechos del pasado… Jamás ha de presentarse ante ella como una exquisita sucesión de miniaturas realzadas por el luminoso azul, sino como una caótica mezcolanza de representaciones inconexas de la que te será arduo difícil sacar algún sentido.

Y, ahora, puesto que soy Invisible y Consciente, he de dibujar maravillosas entelequias de aristotélico influjo sobre livianos papiros o en rudos pergaminos sin importar el precio de sus hechuras.

En el espejo: encerrada en el plano: ni por delante ni por detrás existe escapatoria (pero ahora es una prisionera del azogue que no desearía salir jamás de la engañosa celda).

En el espejo: habita en él a salvo, pues sólo se halla en peligro si en él se contempla, si se hace realidad.

¿Autorretrato?¡Oh, tiene un ojo caído… el derecho!

¡También El Falso Escritorzuelo Cronista! ¡Desde los cinco años!

Ya tenemos una cosa en común: ¡a por ella!

No mirarse nunca en él: ese personaje desmiente a la que eres verdaderamente, la que puebla tu interior desconocido, misterioso y único, no hay posible concordancia con la que te crees y la que representas a los ojos de los demás ¿Qué saben ellos? ¿Qué sabe el espejo de ti?: una imagen al revés de una encarnadura desajustada con tu conciencia y tu pensamiento, una envoltura grotesca incapaz de mostrarte y mucho menos de ser tú.

En Central Park una no se aburre nunca… si no va aburrida. Porque yo iba directa a la degradación: yo era de las que utilizaba lo que entendíais como arte para expresar mis propias angustias y celebraciones. Como otros muchos demiurgos burlones os he hecho caer en la trampa: traficabais con mi nombre en 1971 y mercáis con mis obras en 2013. En 2050 habré suplantado inexorablemente a algún dios menor…

Os obstináis en el engaño: el arte sólo sirve a los artistas.

El tipo entra en La Librería: ya no compra libros: compra cuadernos Moleskine.

Acude al MOMA: pero sólo en la tienda mira con ojos escrutadores en torno a sí: compra una camiseta con nominal serigrafía en la parte delantera:                 

Busca una retórica. Busca una estética.

El caso es buscar (nunca encontrar).

Una posesión que atestigüe ese día, esa hora… A Él. Respecto al arte (curiosas conversaciones de sobremesa).

Sale a la calle con la bolsa de papel después de haber pagado sin la menor intención de echar un vistazo a las salas donde poder deambular frente a unos cuadros de los que nadie te prohibió jamás que no fueras sacrílego y desdeñoso si así te placiera. (Pero también respetuoso.)

Cuando sea un espíritu incorpóreo, de silenciosas trastadas, mis paseos por las salas de los museos serán interminables, como la vida interminable de los seres que los habitan, seres dobles y que dan mucho juego a la divagación: los que los pintaron cuando fueron reales (y no incorpóreos como, al igual que yo, son ahora) y los que se hallan encerrados en los cuadros, pobres diablos que nunca traspasarán el muro de la incorporeidad, condenados a una visibilidad perenne de la que nunca podrán escabullirse.

Tiene trece años: “Me gustan las esculturas porque están quietas, a diferencia de un mundo donde todo se agita, se mueve hasta con desesperación, como buscando su lugar definitivo que jamás encuentran. Las pinturas tampoco se mueven, pero es difícil saber lo que hay detrás, y tiene que imaginarlo, como si al artista le hubiera entrado pereza por terminar las cosas.”

A los treinta raspaba de la memoria los recuerdos que pudieran sosegarla.

“Tengo que volver a Brooklyn”, se decía. “Tengo que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.” Allí había dejado a su primer novio, un dibujante de cómics que vivía en la calle 5 con la Quinta Avenida, en Park Slope, un chico judío de origen alemán, como ella, que contaba historias tristes mediante una narración gráfica que apenas intercalaba tres o cuatro bocadillos por página: relataba con las imágenes porque estaba convencido que todas las palabras son innecesarias si organizas lo visual de forma que el lector (en esta ocasión, casi espectador) se vea obligado él mismo a agregar los diálogos a las viñetas. Sus historias siempre eran de finales desdichados, repletas de personajes mudos y confusos que brujuleaban de una página a otra sin saber exactamente adónde ir y siempre víctimas de unas peripecias de las que nunca salían con bien pero tampoco con daños irremediables. En suma, unas historias de lo cotidiano en las que no pasaba nada que no fuera lo habitual en un ser humano corriente: los dibujados vivían, trabajaban y morían en una megaciudad donde la crueldad se revestía con la apariencia de lo normal. Bien. Aunque quizás abusara un poco del escenario plural de una atmósfera gris y oscura encajada entre rascacielos (algo torcidos).

 “¿Qué habrá sido de él?, se preguntó divertida. Hablaba con ese acento brooklynese que convertía el idioma inglés en lo más parecido al Esperanto del siglo XXI. “Hace mil años le presté un par de libros (entre ellos el Carpe Diem, de Bellow) que nunca me devolvió. Esa sería una perfecta coartada para andar tras su pista…” Y una mañana de lluvia suave, templada, al final de la primavera, coge el metro en la calle Grand y aterriza en la Séptima Avenida. Pero después de andar un buen rato por calles flanqueadas de árboles y seculares casas de dos y tres plantas de ladrillo rojo, ensoñadora bajo un paraguas azul ultramar, permitiendo que los recuerdos del pasado enmarañaran aún más el presente, sin decidirse realmente a nada (ni siquiera intentó acercarse a la calle 5), terminó dando vueltas por las colinas arboladas de Prospect Park y emocionándose viendo rodar el tiovivo de mil colores bajo la luz gris y la leve llovizna acogedora… Respecto a su antiguo amor apenas salida de la adolescencia, quién sabe, quizás sobreviviera con las ilusiones de antaño encerrado en El Hotel Existencia de mister Auster, en compañía de mister Harry Dunkel (a) Harry Brightman, incapaz de haberse creado su propio Hotel Existencia (al contrario que ella, que es capaz de apropiarse de todas las buenas ideas en un santiamén) y leyendo por prescripción facultativa del doctor S. La conciencia de Zeno, un magnífico estudio de las posibilidades de cualquier lenguaje y sus limitaciones para penetrar en la realidad de las cosas y comenzar a volar más allá de la mera definición. 

El arte no es secreto. Tal vez la técnica…

8-11-69: se llama así este día, este minúsculo fragmento de tiempo. Llama a la puerta. No abro. Sé que estás ahí. Ni un solo ruido, ni respirar siquiera, no estoy en ninguna parte. Insiste. Incluso puede abrir la puerta. Y qué, no me verá, ya me he desvanecido en el silencio.

Noviembre me hace la gracia de su eternidad:

Un domingo oscuro y silencioso sin lluvia, de mediados de noviembre de ese mismo 1969, supo con seguridad que moriría antes de un año, que el diablo que se agazapaba en su interior tenía siete vidas y ella sólo una. Se acercó al baño y se plantó frente el espejo: se sorprendió a sí misma en la luz submarina sonriéndose no de felicidad pero sí con complaciente beatitud.

¿Y después qué?

Cualquier Higginson que acabe aseando los desperfectos:

-¿Quién eres? ¿Qué pretendes?

-Soy El Glosador. Ni siquiera tocaré con mis manos nada tuyo, ningún objeto, ni el más mínimo residuo. Mi cometido es esencialmente taxonómico, una simple dilucidación de la vastedad connotativa del material con el que trabajabas. Pero es posible que hasta acabe alumbrando un nuevo lenguaje adyacente a tu obra… Y, después de todo, mister Higginson no lo hizo tan mal al parecer.

-Quién sabe…

-Sí… quién sabe.

Su escritura es documental, digamos.

Creí que era literaria.

Entonces me interesaría todavía menos.

Entonces, ¿qué?

No hay entonces.

Los verdes ojos de Carlota María Egan parecían contemplar el futuro.

Huye despacio sobre la nieve, a lo Walser.

Salva los muros de Herisau, deja atrás el sanatorio del mundo.

Verano del 69. Después de haber mangoneado por segunda vez en su cerebro. Nada más despertar se dio cuenta aún en la noche que respiraba aire caliente. El lecho temblaba. Cerró los ojos: se sentía como mecida por aguas pegajosas y tibias. Permaneció tendida durante horas sin abrir los ojos, despierta. Al mediodía la temperatura sobrepasaba ampliamente los treinta grados. El calor húmedo y asfixiante había calcinado cualquier resquicio de esperanza. No podía huir ni al pasado ni al futuro. Tras los párpados se hallaba el rojo más vivo. Era materia inerte en el vórtice de un incendio invisible, un pedazo de algo candente, algo indefinible por su fiereza calina. Creyó que la piel de su cuerpo hervía y que empezaba a derretirse. A primeras horas de la tarde el tiempo se detuvo por fin.

Ahora era una muerta en vida.

Ningún dios sabe hablar.

También El Artista debe callar.

Otra madrugada, la oscuridad le tocaba. Percibía sobre la carne desnuda el contacto cálido y leve, envolvente. Esa extravagancia le asustó de tal forma que canceló todos sus compromisos y se encerró en el estudio mientras llegaba la noche, pero temía tanto a ésta que se negó a apagar la luz eléctrica hasta el gris amanecer del día siguiente. Nunca volvió a experimentar un fenómeno similar en el tiempo que aún le quedaba por vivir, de manera que al final comprendió la naturaleza del visitante incorpóreo que posaba sobre ella su aura como anticipo de las misteriosas sensaciones que le aguardaban y que estaban negadas a todos los vivos.

Pero otra tarde del lejano verano de 1954, en la estación del metro de Times Square, agachada mientras recogía una de las fichas caída en el suelo, alguien le palmeó en las nalgas. Se levantó electrizada para descubrir al osado, pero la indignación que sentía le encegazaba de tal modo que no vio en absoluto a nadie a su alrededor, y era la infernal hora punta, cuando miles de pasajeros se entremezclan entre ellos yendo de un lado a otro, tropezándose brazos y piernas, sólo atentos a sus destinos particulares, tan comunes por otra parte: en torno a ella sólo había vacío, nadie, un espacio silencioso y desierto nada más que invadido por la luz amarilla, gastada, y el aire que respiraba, quizás más espeso que el de hacía unos segundos. Aturdida, buscó el refugio de la pared. Tardó varios minutos en reponerse, con los ojos cerrados, presa de gran agitación y totalmente desconcertada. Cuando finalmente volvió a abrir los párpados la visión se había normalizado por completo. Frente a ella, que permanecía apoyada en la pared y aún con miedo de ponerse a andar, la marea de gente iba de aquí para allá indiferente a sus temores y perplejidades, despreocupados de esa jovencita anónima (y hasta invisible) cuyo mareo debía achacarse a su desarreglo mensual.

¡El Diablo y sus travesuras!

A eso del mediodía me arrojaron del camión de heno.

Versión número 29 de Cuadrado Negro.

Lo veo.

¿Qué tal Blanco sobre Blanco?

Más acertado.

Creer en la utopía es aceptar tu ineficacia en el presente.

Creer en la utopía es dejar las cosas para más adelante.

Creer en la utopía es el precio que pagas por tu pobreza de ahora.

Creer en la utopía es creer en un gemelo futuro inexistente.

Creer en la utopía es un cheque en blanco a tu acreedor.

Creer en la utopía es entregarte a tus enemigos (y tenlo por seguro, tienes muchos).

Manos a la obra: ella no cree que trabajar cansa.

Ella no cree:

Ora et labora.

Los hechos:

¿Cuándo aprendió a dibujar?

Mire usted… Tenía yo, a la sazón…

Allan Stone: dibujos:

la estructura de lo que vendrá más tarde, el desnudo armazón donde asentar las ideas.

¿Y eso?

En el Parque de Atracciones eso significa un bono de diez viajes en El Tren de la Bruja.

La Aprendiza querría saber más, comprender mejor, construir la pesadilla o el sueño.

Enhebra bien el discurso, es la tipografía lo que enrarece todo.

Conocer el mundo y sus misterios no ha de valerte para una perfecta comunión con la vida: tal experiencia no exige la comprensión de la naturaleza así como al instinto le repugna el freno de la erudición.

Signos, caracteres, círculos, líneas… Ese vocabulario sin orden ni concierto es suficiente para entregarse a la tarea ímproba de expresar lo inexpresable.

¿Conoces los secretos de la naturaleza? Su materia invisible organiza lo visible.

Pero Henry James lo advertía: “Hay profundidades.” También Lowry lo mencionaba.

Demasiado fatigaste el cerebro.

¿Qué conjuros pronuncias para que se desprendan de tinieblas todos los conocimientos?

Pero es muda: trabaja con las manos.

Pomposo lenguaje, pero pomposa y engalanada es la muerte pero aún menos pomposa que algunas vidas… inútiles.

Muéstralas.

¿El qué?

Las cosas de tus manos.

¿Cómo?

Con tu aprecio por lo ininteligible.

Nigromante, ¿para qué quieres adivinar el futuro? ¿Pues no sabías que el futuro siempre es el final?

¿A qué muertos invocas?

A mis ascendientes, a los suicidas, a los olvidados, a los exilados, a los desheredados, a los despreciados, a los anónimos…

12/septiembre/2008: Pues...

Erase una vez que un futurible gran escritor dejó escrito (obviamente, no podía ser de otro modo) que escribir era encontrar soluciones y no problemas, de modo que escribió un novelón dostoievskiniano de más de mil páginas pero con crucigramas y juegos de palabras e ingeniosos diálogos y situaciones chocantes y personajes al borde del abismo por no saber ni lo que eran y cuyas peripecias acaecían en un planeta como la Tierra pero todavía más raro que la Tierra y páginas y razonamientos múltiples y diálogos y enumeraciones y descripciones y sucesos y anécdotas y reflexiones de esa índole...

El, el futurible de La Gran Novela Americana, no logró descifrar las soluciones, así que se ahorcó con la soga de los problemas alrededor del cuello como aquel que tiene un mal día (la cuestión es pasar el ratito).

¿Qué pasó?

Pche, que he tenido un momento tonto...

Y esto es todo, queridos inscritos en este fútil taller de escritura creativa, donde nunca ninguno de vosotros, ingenuos mostrencos con el bolígrafo bic en la mano garrapateando hojas amarillas, os jugaréis el pescuezo...

Qué fáusticos entretenimientos: todo lo tuyo ha de desvanecerse en el aire al igual que el humo, disolverse como el polvo y confundirse con los suelos sin llegar... a los cielos.

Con quien has pactado (contigo misma, en verdad, pues no sé de ninguna otra fuerza) te ha conducido a la confusión: ¿qué crees que legas después de tu muerte sino unos trastos que hieden a laboratorio pueril? Me dirás que todo es confusión, pues el dios que crea el mundo crea al diablo, pero todo eso son paparruchas. La preocupación real del hombre es su propia condición llena de secretos y que no entiende. Esa reflexión ronda una y otra vez su mente, y en cuanto el arte, donde tú te has metido tan graciosamente, cesa de representar los escenarios que le circundan no le queda más remedio que indagar en lo indecible, en lo invisible, en lo inevitable, pues. Ni hay dios ni hay mundo ni hay diablo. Una vez hayas sucumbido nada fue antes y nada es después. Lo hermético no es lo exterior donde tropiezan tus ojos; son tus cavilaciones las que te enredan y los despojos de tu fracaso la obra que tienes la desfachatez de exhibir a nuestra mirada.

Ha entendido la regla: ha quedado claro de una vez por todas que el mundo, lo que a partir de ahora se mueve más allá de ella, se ha convertido en algo superfluo, inapreciable o simplemente anodino e insustancial, como esa música ambiental de los malls a la que nadie presta atención.

Clausura definitivamente el exterior. Lo monacal es el silencio. La obra se explicará sola.

A partir de entonces…

El verdadero reloj que marcaba el paso del tiempo era el deseo de hacer las cosas bien, obtener buenos resultados. Ahora despreciaba la aprobación de los otros o la hipotética proyección pública de su trabajo. El ajuste debía venir del esfuerzo encarnizado por hacer posible su obra lejos de los convencionalismos y la rendición (incondicional y absoluta) ante la usurpación de referentes ya contrastados y la concordia espiritual que podía alcanzarse en el ánimo de un creador satisfecho por el logro derivado de aquel esfuerzo. 

Escribe Yahvé del derecho y del revés, maga, y no conseguirás nada:

Mira al menos en tu interior: abrirás la puerta a un océano de imaginaciones, y a ninguna de ellas la refrena la discreción. Tus dos opciones se limitan al exceso, que son los despropósitos y la ropavejería con que ofendes nuestro entendimiento, o a la renuncia, que es el silencio y tu propia obra de arte que eres tú misma. Nada tengo que venderte, la ciega naturaleza está a punto de robártelo todo: no eres Margarita, temerosa de su tosquedad; pero tampoco la inconsciente y bella Helena que engarza floridos discursos en tierras alemanas.

(Desprecia curiosamente la razón y la ciencia, las supremas conquistas de los hombres… Dejaré que se complazca con artilugios de pacotilla y magia potagia… ¡que a tanto engaño ha de llevarle!)

-¿Acaso no serás tú Mefistófeles?

-Yo, querida, tampoco tengo donde caerme muerto.

El Viejo Bromista en Los Cielos observa a sus criaturas, las expone a la vicisitud, a la maldición y al humano engaño y mantiene los labios sellados. Luego, ya interpelará a El Diablo, que irrumpe ante Su Presencia chorreando sangre por los ojos, fatigado de maldad y oliendo todo él a semen podrido:

-¿De dónde vienes, crápula de los cojones, que no sabía nada de ti?

-De bajar a la Tierra y darme una vuelta por ella.

-Supongo que ese joven no sabe que estás casada conmigo.

-No seas idiota -dijo Lola cansada- ¿Crees tú posible que yo alardee precisamente de eso?

No es precisamente un mensaje high definition.

No aspiraba a serlo.

Volvamos a Higginson:

¿Habrá una suerte de editing?

¿Correcciones y componendas ajenas en mis obras…?

Una especie de aliño (por así decir).

No ha de haber en este mundo una fuerza de tal magnitud para convertir mi “no” en “sí”.

Febrero/1944: La niña sonriente esconde una individualista de cuidado; además, los otros deberían abrevar en charcas diferentes:

Del cuaderno de notas del Humboldt Junior High School:

Respeto a los derechos de los otros: U.

Trabajo en equipo: U.

(U.: unsatisfactory.)

¿Sabe alguien quién es? Sabes lo que piensas de ti mismo, pero eso no significa que sepas quien eres.

22-5-1970: antes de quedarse dormida y morir al cabo de siete días: “En el futuro nunca pasa nada.”

Con qué ansia respira el moribundo, cómo se deja invadir por la bocanada de aire, cómo atrapa esa ración paliativa de alivio y de vida, de pausa atenuante, de resistencia ante la presencia ladrona de la muerte.

Atenazaba el presente, como si agarrara del pescuezo a la gallina condenada al puchero.

Pero…

Entre las cuatro y las seis, no había nada que hacer: estaba entregado a sus malditas plantas, así que algo tendría que ocurrírseme.

¿Cómo se abarca esta ciudad?

¿Cómo encajar todas sus piezas?

Al fin y al cabo, un día en Nueva York.

La mañana, la tarde y la noche.

Tal pasatiempo.

Los hay que un buen día se apartan de la corriente, se exilan en los bordillos, se detienen cortésmente a un lado de la calle a fin de no impedir el trasiego constante de los otros y estorbar su andar. Bajan los brazos. Sonríen beatíficos mirando sin ver el desfile continuo e indetenible de los demás. Luego, se dan la vuelta y desaparecen. Y a mí me gustaría seguir a cada uno de estos desertores hasta sus casas, averiguar qué será de ellos a partir de entonces, en ese momento que… ¿empieza o acaba todo?

1956: 20 años: ¿vas a necesitar a partir de ahora un Living Playtex…?

¡Seguro que no!

No es nada artificiosa esta chica (espera 10 años más y verás), y la artesanía a la que se entrega con gran aplicación rebaja los humos, pues requiere atención debida, paciencia y hasta humildad.

Ella, todavía no.

Y, luego, pues no le dio tiempo.

Como adivinó la tediosa… estudiosa:

la muerte va mucho más allá que la memoria de los hombres: te borrará del todo.

Vivió en la antigüedad… etcétera.

(Todo lo que sabemos de la antigüedad es que ocurrió: nadie de nuestra época estuvo allí. Incluso podían haberse falsificado todas sus ruinas en alguna pequeña ciudad china del siglo XXI… ¡Etcétera!)

(1962: B. regalo: Mohn und Gedächtnis. “Otro judío sobreviviente… -pero se había equivocado de palabra: ¡perseverante!-)

(“Hablas como los asesinos de tu madre, y ello te ha de conducir al sacrificio.”)

Sé generosa: absuelve a la lengua.

“Sé muy bien cómo eres, porque eres… inescrutable”, afirmó. Y a renglón seguido se puso a... ¡explicar mi trabajo!

A ella, que tiene ocho ojos como las arañas. ¡Qué te parece!

2/1970.

El regreso del viajero después de un largo viaje  cerciora la futilidad de lo que ha de acaecer cuando la ausencia definitiva; pero ese mismo retorno parece certificar al menos cierto engaño, la magia de trampear con el tiempo y el espacio: pareces salida de una chistera.

Me envían postales (Lippard, LeWitt, Andre…) de España y otros países mediterráneos, donde nunca estuve. (Esa picardía de garantizar lo inexistente para el destinatario allende la ausencia mediante una prueba baladí, artimaña a cargo de cualquier desaprensivo si así gustase.)

¿Rima tu obra con el mundo?

Rima el bodegón, la marina, el paisaje, la naturaleza muerta y hasta el retrato crudo y brutal rima en las piernas viejas abiertas, en los vientres abultados, en los pechos exhaustos, en los penes doblados, en los torsos flácidos, en las vulvas rosáceas y colgadas...

La rima (planteamiento, nudo y desenlace), ese jueguecillo fónico que tan sólo satisface al ignorante reiterado de nuestros días que busca complacer sus oídos y entendederas mediante rancias pero agradables consonancias. (Dijo).

Se necesitan muchos más que cinco libros como biblioteca particular para andar por el mundo, señor Witold Gombrowicz, aunque a usted le bastasen (comprensiblemente) El ser y la nada de Sartre, un manual de filosofía en español, una historia de la música, una antología de libros de Heidegger y otro más que nunca logró esclarecerse a pesar de que, póstumamente, como debe de ser en el mundo académico, se celebraran  para su averiguación congresos, seminarios, mesas redondas e interminables debates.

Se necesita algo más que una tela colgando del techo para denominarla “arte”.

En efecto, se necesita creerlo.

Existen los grandes misterios.

Misterio es aquello que, al cabo del tiempo, termina resolviéndose: sólo lo secreto es oscuro.

La obra de uno para muy pocos, muchos menos que aquellos to the happy fews, muchísimos menos.

Otra vez dijo (el amigo de ambos, de ella y de Allan Ginsberg) que probablemente Pull May Daisy, fue vista por no más de once personas. (Él, El Decidor, era una de ellas; ella, no: andaba donde debía estar: trabajando).

“Pero eso”, dijo otro, “ni siquiera alcanza la categoría de agravio.” En efecto, rebaja todavía más al creador.

-¿Pintas y aún quieres que acudamos a ver tus engendros?

-¿Escribes y aún pretendes que encima te leamos?

Piensas… ¿a gritos?

¡Valientes engreídos!

El aguafiestas ya lo dejó bien clarito:

“Lo que hace sólo tiene sentido para usted, y no para los otros. Es como una fortaleza inexpugnable que no podrán traspasar nunca, adentrarse en ese sentido oculto, coriáceo, impermeable. Pero los otros deben aceptar, a la vez que contemplan aquello que hace, que sólo tenga sentido para usted y no para ellos. Y eso es bastante para explicar cualquier tipo de arte y justificar cualquier tipo de artista, incluida usted.”

Nadie está loco: con mayor o menor acierto sólo actuamos. Todos. Uno se vuelve loco de veras, pero loco de atar, cuando deja de actuar: se le han venido abajo los palos del sombrajo, y en ocasiones sin que apenas se dé cuenta.

El artista es el más cuerdo de los humanos: su éxito depende de su capacidad histriónica y del rol secundario al que relega (jamás en primer plano) a los contempladores de su obra, pues él, es El Gran Actor, al que nadie chupa cámara.

Tan cuerdos somos… ¡que hasta logramos confundir a los demás con nuestro perfil más atractivo!

¿Tiene sentido el mundo?

Sin duda, lo tiene: empezó y ha de acabar. Es todo cuanto hace falta para que lo tenga.

¡Por Dios…!

Deje en paz a Dios (es lo que más le satisface), pues es el más cuerdo de todos: una obra de arte no tiene por qué ser perfecta. Además, entérese de una vez, querido amigo, Dios y el Diablo son la misma cosa… sólo que a veces bebe demasiado y hace trastadas, como cualquier hijo de vecino novelista que se adueña de la vida y hacienda de sus personajes; tal mister Faulkner y otros ilustres beodos atados a su máquina de escribir.

¡Qué mundo de locos!

¡Y dale!

¿Qué si no?

Un mundo de cuerdos que bastantes esfuerzos hacen para no recordar a cada instante que será su propio cuerpo (esa encarnadura de blandos tejidos y fluidos y estructura de huesos que los sostiene) lo que los va a destruir, lo que les va a robar el Alma (charquita maloliente y escurridiza de bien nutrido légamo…).

Pon el cuerpo del revés: crustáceo.

Sácale los forros.

Descubre su esqueleto al sol.

Oculta sus órganos que pronto se pudren a la luz.

Muestra la estructura monda y lironda, sin los jirones despreciables de la carne (¡tan accesoria!).

Ahorca en el aire limpio de la mañana o espeso de la tarde el armazón sin alma de unas criaturas que a la postre es lo únicamente físico (nada-metafísico) lo que les destruye.

Tengo una casa en la Luna. A veces, con el tazón del desayuno en la mano, recién levantado, todavía sin afeitar, miro por una de sus tres ventanas la Tierra iluminada por el sol: no parece verse nada anormal esta mañana, todo parece en orden, gritos y disparos, fuego y hambrunas, y delimita su majestuoso halo azul las fronteras inviolables de siempre, gira con lentitud en el espacio su redondez labrada por miles de millones de años…

Una noche turística soñó la heroína viajera solamente en grises: el color de la piedra, se dijo.

Pero ella temía la piedra.

(El látex acaricia, y la resina pastosa y blanda, deslizante y dúctil amansa la mirada.)

Hesse se sintió perdida, disuelta en la grisura prolongada de París durante septiembre de 1964: del jueves 3 al lunes 14: Rodin y Brancusi; el museo de uno, donde el verdín del bronce se confundía con el verde follaje; el taller minúsculo del otro, orden(anzas) íntimo, pero no eran verdaderamente recintos sagrados, sólo el lugar, el vaciado de los fantasmas: el del místico, el del genial artesano.

Sería la noche del 7 (01 a.m.): noche de brujas.

15/9/64:

(“Roma, que se mostraba al sol ruidosa, desnuda del todo a pesar del tráfico y sus crispados habitantes, algo sucia, espléndida… al fin de un largo viaje.”(Roma, de mil piedras y pinos seculares como su historia.)

¿París? ¿Roma? ¿Hamburgo? ¿Basilea? ¿Bruselas? ¿Londres?

Estás en Tierra de Nadie. Si te mantienes en silencio nadie adivina nada de nada: eres extranjera en cualquier lugar, pero en secreto.

-Una cosa detrás de la otra... Lo primero que voy a hacer en cuanto me vaya de aquí es visitar a tu mujer, y me acostaré con ella sin tardanza (...)

-Y lo segundo que voy a hacer -dije- es algo que debiera haber hecho hace tiempo. Voy a descargar las dos recámaras de esta escopeta en tus podridas tripas.

Y lo hice.

No se murió en seguida, pero lo hizo muy aprisa. Quise que durara todavía unos segundos, lo bastante para relamerme con las tres o cuatro patadas que le propiné. Puede que penséis que no está bien pegar a un hombre que se está muriendo, y es posible que tengáis razón...

(Postales desde España.)

¿Países? Sé tú la rezagada, la que los ve chapotear en el lodo de la identidad con el manojo de las plumas coloreadas de la tribu en la mano. Ni la pintura es una bandera, ni la escultura una lanza, y toda teoría es inocente. El mejor artista es aquel que más pronto ha retornado a la infancia ondeando un trapo blanco en son de paz: dibújalos de frente, sin cuello, con manos y pies de alambre y pelo de púas,  pero a todos ponles la misma cara de espantapájaros o de calabaza iluminada.

Eso mismo he estado haciendo durante estos dos últimos años de artista: espantapájaros que alejaran a los creyentes de los buenos pensamientos:

-No se asemeja a nada que hubiera visto con anterioridad, en cosas propias del arte o no.

-Ése es un buen principio.

-¿Qué clase de artista quedamos en que era?

-¡Pche!

-Adelante alguna pista, algo habrá que decir…

-Digamos que sus elucubraciones surgen de las postrimerías…

-¿Postrimerías? ¡Qué diablos!

-Muerte, juicio, infierno y gloria.

-Si atisbáramos minuciosamente hasta lograríamos dar con el dedo manchado de tinta del Pantocrátor.

-Un arte sagrado…

-Ya, ya…

(Hesse: “Finalmente, un artista se halla en todas partes -después de él incluso-: una especie de gato de Schrödinger, vigilante pero complaciente con cualquier clase de interpretación acerca de su destino: muerto o vivo, ¡qué más da!”)

-Un arte cuando menos curioso, puesto que exige en cualquier momento la presencia del artista… milenio arriba, milenio abajo.

-¿?

-Al menos para atestiguar su condición.

-Gatos que se desintegran al tiempo que sonríen en el espacio, gatos muertos/vivos, gatos vivos/muertos… ¡Extravagancias sin fin!

-¡Magnífico! Sobre todo cuando los payasos augustos sólo inspiran lástima y a los clowns ya les ha perdido del todo su cansina afectación de eruditos a la violeta. Tales payasos ya no nos hacen la menor gracia. En cuanto al payaso Malasombra…

Verbigracia: 

Te acercas con sigilo (no vaya a ser que saque las uñas) al montón de partículas (puedes contar los trillones de ellas: no falta ni una sola), soplas (ni siquiera te hace falta el barro o la costilla) y al otorgarle tu aliento creador… ¡albricias!: he ahí el gato con sus dos ojos dorados, sus cuatro patas y sus siete vidas; mimoso, alza el rabo mientras le acaricias el lomo, ronronea satisfecho ante tan loca eternidad...

-Esta teoría me queda grande, pues yo no soy artista. Me dedico a cosas más pequeñas.

-Como el gato que no es gato y se limita a ocultar la suma exacta e impronunciable de sus átomos a fin de distraer un ratito al personal y conceder la gracia de su figura al paisaje vistiendo el muñeco.

Echa un vistazo a la caja de esta pobre Eva Hesse: tu adusta (o interesada o estupefacta o incrédula o irritada) mirada convierte lo que ves, modifica las reglas, ampara el desatino o el prodigio: tú eres el significado: has sido el medio para la cosa (¿es arte o no es arte?… ¡No haber abierto la caja!

En fin, todo es tan ambiguo.

Su Underwood, ¿era de teclas blancas o negras?

Ambigüedad…

Requiere las dos caras de… la moneda.

¡Quien tuviera una gemela! Anda, guapa, termina lo que yo he empezado.

¿Por delante o por detrás?

Vuelve a poner las manos sobre la obra. Sin suplicios, hechicera. El arte es la paz, y las visiones:

Hacia 1400, el anacoreta Julian de Norwich llevó sus ojos sin aprensión al pequeño objeto del tamaño de una simiente que El Visitante había depositado en la palma de su mano.

-¿Qué es esto?

-Es todo cuanto es hecho.

Se entrega a curiosos alfabetos.

Oculta su letrería tras el pensamiento, aunque éste se desmenuce en físicos antojos.

Su (tcga) en el que trajina de la mañana a la noche es su falta absoluta de código; es infalible el efecto sorprendente de esa improvisación, y es una entre miles de millones de posibilidades. Quizá más, pues no exige el dibujo perfecto y a cada exhibición resulta una imagen (por infinitesimal que sea la diferencia) distinta al montaje de la anterior.

Hasta su total destrucción sus piezas son una novedad a lo largo de su existencia objetual: mudan, se niegan a sí mismas al salir a la luz, se reciclan, se alteran, a pesar de que jamás renieguen de su forma primitiva. (Lo que busca un explorador en su convulso camino adelante, abriéndose paso en lo desconocido, es el camino que ha dejado atrás.)

Hesse, el ojo de Argos: Hesse la de los cuatro ojos, o los cincuenta, o los cien, que controla en todo momento La Creación.

Cada día se baña esta diosa de la modernidad en las aguas que vierte la fuente de Canato, precisamente cerca de la localidad griega de Argos: cada noche se acuesta virgen.

A la salida del sol, convoca a los fenómenos uránicos: cósmicos, telúricos.

Adelante, adelante: manos a la obra.

En tales asuntos se reconoce.

Mi obra soy yo. Nada de mi vida, ni la desdicha ni el temor, ni el éxito ni la felicidad, nada de aquello que incluso carece de visibilidad, ha de serle ajeno, pues brota de lo que sienten mis ojos.

¿De veras te asemejas al tieso engrudo que mancilla la pared?, ¿al corrompido látex?, ¿a la hedionda resina?

Autorretrato:

(De auto- y retrato).

1.m.

Dícese del retrato de una persona hecho por ella misma:

Ese ejercicio narcisista de escrutarse a sí mismo… o adornarse, fingirse, admirarse, complacerse, disfrazarse, (ocultarse).

Acopias en tu lista de sucesos influyentes además de alas de mosca y pulidos y veteados guijarros de playa o quién sabe qué otros antojos y cachivaches, la atenta contemplación de muchos de aquellos que indagaron (o no) en ellos mismos: Giotto (plasmado el rostro entre gentes devotas y anónimas), Durero (galán y talentoso), Velázquez (de porte cortesano irresistible), Rembrandt (precario pintor de encargo sin modelos), Delacroix (guerrero anónimo), Van Gogh (37 veces intentó imitarse pincel en mano), Schiele (qué atónito personaje), Cézanne (seriedad ante todo, monsieur), Picasso (el de los mil deseos y un solo rostro poderoso), Klee (geómetra de los sueños), Lucien Freud (cuya desnudez lo esconde mejor que cualquier atavío)…

¿Qué autorretratos son ésos los de Duchamp, Pollock, Rothko, Andre y compañía?

¿Dónde están?

Hesse, ¿acaso es tu autorretrato la varilla 1278 de Accession III, o tal vez te hallas desintegrada en los átomos que se acumulan en el vacío que enmarcan los listones de cuerda y bramante envueltos en vendas de hospital de Hang Up? ¿Son las líneas y pliegues de tu piel los enredos de fibra de vidrio que cuelgan en Right After?

“Conócete a ti mismo”, advierte la máxima secular, y tú… te deshaces, te embrollas, nos confundes.

También sé cómo te construyes: plagias las mil formas del caos, del absurdo, de lo grotesco. Bonita manera de definirse. Aunque, bien mirado, ¿no es una manera justa la de devolver al mundo sus bufonadas criminales, el azar infausto que parece gobernarlo todo a despecho de unas leyes naturales de matemática perversión?: gira sobre sí misma la Tierra y gira en torno al sol, y todo en adecuadas distancias, con adecuado movimiento, a su tiempo, y nace y muere la célula y es el viento, y el agua, y la piedra y el color de la sangre y el vuelo del ave, y nada de ello escapa al decreto de su materia y de su sustancia, del prodigio inicial e impuesto de su condición.

Pensar que es una farsante es imposible, pues es de tal magnitud su desafío que el engaño, la burla consciente, sería lo admirable. De modo no imperceptible, ya que cada mañana asiste a sutiles pero notorias modificaciones en su carácter (se vuelve retraída y reflexiva, como invadida de una reconfortante melancolía), cala en ella lo esencial, poco a poco, como el pacífico bienestar que se siente con el libro en las manos en el crepúsculo de invierno cuando el frío queda al otro lado de los cristales y adentro de la estancia protege el calor envolvente y visible de la chimenea, si bien el desplante barroco de sus materiales y la osadía de sus estrafalarias combinaciones pudieran sepultar aquel propósito de despojar a su obra y aun de ella misma lo superfluo y lo denotativo (inútil por ya reiterado). Y lo esencial estricto, finalmente, acaba en invisible, intocable, indemostrable. Si hubiera vivido cien años, se habría sumado al automatismo vital, mudo y reiterado de un Bartleby: escogería el silencio, sin un ademán, sin un  gesto. Una negación irreversible ante las cosas mundanas, un no hacer nada en absoluto por haberlo comprendido todo: Hesse. Ni siquiera tendría nombre de pila, como aquel Bartleby que ya ni prefería estar vivo y el solo hecho de pensar en comer le infligía una cruel tortura. Hesse a secas (Hesse, como todo el mundo, que diría comprensivo y universal monsieur Erik Satie), pero con ganas de vivir.

Viví treinta y cuatro años. No fue suficiente:

“Hay una vida tras la muerte de uno, y uno que es el mismo, vuelve a vivir y recuerda muchas cosas de su anterior vida, la primera. Luego, cuando muera de nuevo, se habrá acabado todo pues ya no volverá a nacer nunca más. Sé todo esto porque soy capaz de pensarlo y tengo muchos recuerdos de cosas que no he vivido.

Pero más tarde, sola, lejos ya de los fastos de la arrogancia del enfermo terminal exhibiéndose ante los rostros circunspectos de los otros pensó, no sin experimentar una especie de terror desconocido, de saberse perdida enteramente, que “entonces, cuando muera la segunda vez, todo habrá terminado de verdad y para siempre jamás.”

(Ella, que se hubiera conformado tan solo con estar viva dentro de una casa de piedra violeta y ventanas de madera pintada de blanco.)

La nada.

(La idea de la nada es de una falsedad intelectual abrumadora: nadie, después de su nacimiento, ha sido nada: la imaginamos como un largo un sueño pero en el que nunca dejamos de ser lo que realmente somos, seres vivos, en coma o en la pesadilla; sólo después de muertos nos precipitamos a la verdadera nada, mucho más nada que aquella que precedía a nuestro nacimiento, puesto que ahora, en tanto vivos, somos conscientes de ella.)

Una experiencia potencial:

Hemos atisbado en la sima de tu ser hasta alcanzar una potencia de 10¯¹5 metros, allá donde los protones y los electrones imponen una zarabanda inextricable, y donde las fronteras de lo visible e invisible se confabulan para dar paso a lo desconocido, adonde la física comienza a ser un puñado de símbolos abstractos. En tal lugar no se visualiza lo misterioso, es el misterio, y se presiente la existencia no del milagro sino de una sabiduría inefable, una componenda que proviene de la energía y las fuerzas más hondas de la estrella. Fuiste átomo y molécula antes, y antes una arquitectura tan sutil que hasta exigía su propio alfabeto y no su forma para ser, y aun antes, cuando la visión humana hubiera requerido ya sólo un aumento óptico de una magnitud próxima a una potencia de 10¯5 metros, revestías la apariencia de una célula, y todavía antes, a una distancia de 10¯¹ metros hemos apreciado la exquisita tela que preserva tu carne de las agresiones más alevosas, y mucho más antes, ahora a una distancia de 10-8 metros, hemos visto tu casa de azul y blanco iluminada girando en la negrura espacial, pero antes de todo lo anterior, alejados a 10¹4 metros (cien mil millones de kilómetros), desde un exterior negro y silencioso hemos podido contemplar la estrella y las elipses de sus escoltas, entre ellos tu planeta… Te diré que a un billón de kilómetros nada de lo que te concierne significa algo: una estrella solitaria que destaca de los otros miles de millones de estrellas y emite un poderoso fulgor: el que te ha dado la vida, aunque a 10¹8 metros no sea sino una mota de polvo que brilla tan débilmente que apenas es perceptible en un firmamento de estrellas tan comunes como ella, y mucho menos a 10²² metros donde sólo has de ver en la infinitud del cosmos las galaxias donde anidan esas estrellas.

Pasado, presente, futuro…

¿Te ves realmente bien ahora? ¿Cuál es la visión perfecta?

10º metros: a 1 metro, pues, donde la mirada se reconcilia con la escala del hombre, medida de todas las cosas (de las que son, en tanto son, y de las que no son, en tanto no son).

Eva Hesse imagina las mil cosas que sabemos y que hemos creado y se resiste a pensar que otros hombres y mujeres del pasado, con méritos y talentos, esfuerzos y sacrificios mucho mayores que los de centenares de millones de seres de épocas de después, sean ignorantes del todo de una evolución tecnológica y conceptual que ha llevado a desvelar múltiples misterios y conquistar territorios físicos e intelectuales inimaginables. ¿Cómo aceptar que Sócrates, Copérnico o Cristóbal Colón estuvieran condenados a no saber de las galaxias o de los elementos periódicos? ¿No es de suprema injusticia que Enmanuel Kant no supiera en vida de los límites del universo conocido cuando sí intuyó perfectamente la existencia de las galaxias? ¿Cómo soportar la idea de que cualquier personajillo que a duras penas extraería el cociente de una división (si es que alguna vez aprendió a dividir) maneja mediante fáciles sistemas máquinas de calcular tan complejas y componentes físicos tan intrincados que ni Pitágoras ni Aristóteles jamás hubieran sospechado de su posible existencia? ¿Cómo conciliar la idea de que Newton nunca sabrá la teoría de la relatividad o de que Einstein no pudiese contemplar los primeros pasos del hombre en la luna? Si cada ser sólo es testigo de su tiempo, de nada sirve haber sido un eslabón de la cadena. ¿No han de saber el Dante ni Shakespeare ni Cervantes su constante nombradía en los siglos que les sucedieron?

Eva Hesse rechaza que el genio del pasado no alcance a comprobar las consecuencias seculares de su genialidad, incluso le repugna la idea de que los habitantes de un pasado y un presente (el de ella misma) no puedan admirar los mundos y las eras que todavía han de prolongarse durante miles de millones de años después de ellos.

¿Acaso no se remata a los caballos?

Eva Hesse prefiere creer que ha de sobrevivir a la muerte por los siglos de los siglos.

Eva Hesse es inmortal (se dice). Y, débilmente, de nuevo sonríe a la habitante azul del espejo, porque es inútil que intente borrarla de allí, hacerla desaparecer de algún modo si una y otra vez se enfrenta a ella misma observándose en ese cristal revelador.

Le subyuga esa imagen que morirá con ello, lo oculto, aquella cavilación de palabras silenciadas. ¿Cómo ver lo oculto? Con la invención. ¿Cómo es? Como lo inventes: absurdo, grotesco, inesperado.

Lo oculto es: estaba… invisible (hasta ese momento).

Ha pactado el silencio aprobatorio entre las dos. Y el perfecto diálogo que ya queda en su vida es decididamente el que convoca a ellas a solas, bajo esa luz desleída de azules.

(Apaga la luz: “Sé que estás ahí”, advierte a las sombras de delante de ella donde supone que se yergue la celada, tan presta al intercambio de despropósitos a la otra parte del azogue. “Aunque no te vea, estás tan quieta en tu sitio como yo en el mío.” Se hace a un lado: “Ahora sí que ya no estás.” Sale del cuarto de baño, en absoluta oscuridad, sin cerrar la puerta tras ella.)

El ejercicio del arte es una forma de mirarse en el espejo, un juego o diálogo tan narcisista que a la larga puede acabar en el aborrecimiento: una se muestra en el espejo como se muestra en el arte: una suerte de exhibición, una mascarada a través de un peor o mejor maquillaje.

Ha conquistado ese juego. Estoy/no estoy. Me veo/no me veo. Hola/adiós.

En la obra de arte: me escondo/no me escondo.

Retrato de un caballero, de una dama, de un joven (en barroco marco del XVII con moldura en pan de oro): seguramente el retrato se parece al retratado, pero seguramente también al artista.

Su espejo de artista, el del estudio, es pobre, rectangular, un pobre cristal azogado enmarcado de mínimo y desnudo bisel encima de la pequeña pila del lavabo, colgado a la escarpia clavada en la baldosa.

Eh, ¿adónde estás?

Enciende la luz.

Te veo distinta a ayer.

Pues eres tú.

Es… la enfermedad. Por dentro soy la misma.

Ese es el problema de hacernos con un personaje. Sólo debería visualizarse lo que hacemos, y no lo que somos y aparentamos.

Te noto tan diferente, tan “extraña” a quien yo creo ser en este momento.

Es un error muy común: atisbar por las rendijas equivocadas.

Hasta mañana (replicó con ligero enfado).

Hasta mañana, le dijo el espejo.

Buenas noches.

Buenas noches: apaga la luz.

(Pues aunque el espejo se ha despoblado de su presencia, prendida la luz sigue atrapando los objetos y la forma del espacio desierto, de los baldosines azules, de la cortina azul de la ducha, del pequeño estante de madera pintado de azul donde se posan el vaso con el cepillo de plástico azul con las cerdas azules y el tubo del dentífrico, dos peines, el cepillo de carey del pelo, el toallero metálico azul, la toalla ¡azul!… Qué visión terrorífica durante todas las horas de la noche, pensaría el espejo, sin poder hacer nada, aguantando esa imagen detenida, invariable, reiterada, inamovible en el azul heridor de la noche eléctrica.)

Apaga la luz.

Estas últimas semanas, ¿no será el sheol? Con los ojos cerrados vagas de un lado a otro, de la cama al lavabo, de la casa a la calle, del café al hospital, del libro a la locura del pensamiento estéril, encanallado en un sacrificio carente de sentido y sin honor: el hediondo objeto, la materia fecal y obscena apresa la luz de los vatios, se adueña y erige por encima del espíritu que nunca debía morir. Y los espectadores se mueven alrededor, escudriñan, interpelan a lo inerte y lo mudo: ven un objeto, y me ven a mí, y no lo saben.

Con los ojos cerrados, ven, diosa, conviérteme en piedra, ni cuerpo violado ni infatigable espíritu.

Apaga la luz.

Enciende la luz.

Hola, de nuevo.

Aquí estamos las dos.

¿Sabes?, ahora cada vez más me parezco a ti… Estoy cansada, como si de un momento a otro me fuera a sumir en un sueño profundo. Es cierto, me reconozco en esas ojeras y en el rictus incrédulo de la boca, los pómulos afilados, en la palidez espectral, en la oscuridad de tus ojos…

Me alegro, gemela. Aquellas disidencias entre lo que veías y lo que sentías no eran embarazo deseable: no somos tres: pues yo (tu reflejo) y tú agotan el cupo. La que parlotea incesante desde tu interior es la que no ha  sido para el mundo: invisible y lejos de lo tangible. ¿Quién la conoce?  ¿Quién sabe de verdad de esta insurrecta? Allí dentro no para quieto ni un instante el pensamiento. Una corriente tan fluida como la sangre, tan adentro… ¿adentro… de qué?

Las obras de arte son las pústulas, lo excremental de ese adentro, su imagen  (¿verdadera?) tal vez, aunque no importa que no sea así, y crecen desde ese sinsentido palabrero y silencioso (que tampoco importa demasiado que no sea así). El único arte es ese ensimismamiento que produce hacer arte: un juego de niños mientras la tarde se apaga más allá de la ventana y la languidez se apodera de las horas, de la carne infantil ahíta ya del sol del día y los pequeños misterios y las ocurrencias, fatigada ya de ese día que se desviste del dorado tornándose gris oscuro, sucio, teñido de la nocturnidad de las lámparas sin alicientes salvo el del sueño.

Apaga la luz.

Odian los espejos el pensamiento, aquello que no han de atrapar jamás, odian los sentimientos que no son capaces de escenografíar, las emociones que no logran radiografiar, los odios y los afectos que las expresiones disimulan…. En efecto, para ti, artificio simplón, yo sólo soy una máscara: lo pavoroso por desinhibido y libérrimo, hasta cruel y hasta perverso y hasta repugnante y hasta criminal, que habla incontenible entre órganos y huesos, nervios y vísceras permanece secreto a las visiones que proporcionas (tú única virtud), al mundo natural de las cosas que reflejas, te es extraño y no aflora mediante ese trivial mecanismo que activa tu precaria máquina de figuraciones, y de nada te sirve en este caso la zalamería que empleas en inducir a los incautos que se deleitan contemplándose al juego del autómata, aquel que, en el complicado arte del ajedrez, a despecho de la torpeza de sus adversarios, provoca con sus lances deliberadamente mal resueltos que ganen la partida ellos, los lerdos: son insensibles a su decrepitud, a las arrugas, al cerco de fatiga que rodea los ojos, a la mirada borrosa: ¡dejan de ver el tiempo a causa de tus ardides!

Porque los espejos sí engañan, taimados fabricantes de tragantonas miserables: ése soy yo. ¡Quía! Lo que ves, ni lo puedes tocar.

Se mira en el espejo y no se ve, porque lo que ve está fuera de ella, y va a desintegrarse y quedarse en nada por siempre y para siempre. Es como una figura de hielo que al sol del mediodía se ha de disipar sin dejar rastro.

Ella no es eso.

Ella no es tan fácil.

Habló del horizonte, como si fuera el futuro, que no tiene tampoco rastro: allá en la lejanía, donde nunca se alcanza, donde la reverberación del sol levanta traslúcidas humaredas capaces de corporeizar los sueños, el espejismo.

Pero los espejos sólo muestran el pasado, lo que anda tras de ti.

En Nueva York no se ve de ninguna manera el horizonte, que sólo son los lados que te flanquean en las andanzas interminables. Millones de los andantes, al término del día, lo principal que han ganado es precisamente eso: un día más que estuvieron vivos. Y eso parece ser todo. No se acuestan felices, pero tampoco resignados. Creen en el nuevo día que ha de amanecer. “Todo un día por delante”, se dicen. Cierran los ojos y duermen, confiados y condenados.

A la mañana siguiente, depende del clima, Nueva York amanece roja y pegajosa, o blanca y gélida, o azul, dorada y gris a la vez y con una brisa fresca que da ganas de todo porque estás con el ánimo de creértelo todo.

¿Cuál es la trama? (de ese libro). (Argumento.)

¿Cuál es el trama? (de esa pintura). (Tema.)

¿Cuál es la trama? (de tu vida). (Dolor.)

¿Cuál es la trama? (de tu biografía). (Arte.)

“La trama es lo que menos importa… Una anda entre la gente, y hace cosas con las manos, y absorbe formas y colores con la mirada tranquila, y luego…”, creo que llegó a decir, aunque su voz era tan débil que apenas resultaba audible, algo en verdad deprimente, pues era como si las palabras musitadas vinieran amortajadas con la blancura de las sábanas.

(“Y la voz que parecía brotar del mismo sudario…” Etcétera, etcétera.)

Del Diario: “Si una trama no acaba en muerte (y tampoco es necesario saber qué caminos la han conducido hasta a ella), es falsa. La realidad es un breve intervalo de sensaciones que experimentan gente destinada a morir sin excepción ninguna: la trama es algo tan invisible como lo cotidiano. Lo excepcional es lo contrario (que vida tan animada, dice el muerto en accidente de aviación, o de automóvil, o perdido en la selva, o ahogado en el mar, o en una habitación de la planta de oncología, o…)

No hay trama en la escultura de Eva Hesse; ¿tema?, oculto, quizá el tuyo, cualquiera, el que seas capaz de imaginar.

Pero él, que nada tenía salvo una máquina de escribir que cada día se oxidaba de silencio más y más, era andante infatigable, y hablaba para sí en rústico, como si estuviera en los campos del Señor: estas son tierras de mucho viento, de aguaceros, de nevadas que agrietan las venas.

Ella trabaja lo inusual, que es la forma verdadera de dar con lo esencial, o al menos con lo sobresaliente.

El armazón invisible de sus obras fue el tóxico, invisible y  letal.

Otro

escribió

(Todesfuge)

con la lengua que lo mató

la misma primavera del mismo año:

sobrevivimos porque la herida se ha cerrado por fuera (aunque nos va pudriendo por dentro),

sangra en la oscuridad

encerrada la herida

oculta a todos los ojos

hasta que hace enfermar todo el cuerpo.

Invocaba a cosas raras, puesto que la normalidad le había vuelto la espalda.

¡Oh, Cosa, vuelve tu piedad hacia mí…!

Los dioses no existen, qué tontería, son mucho menos que la luna, a la que a veces, aun brillando de esplendente desnudez,  solitaria en el cielo de la noche, ni se mira.

Hesse pensaba en la luz lunar, una tintura tétrica sobre las cosas de la tierra, sobre los objetos solos y las componendas de objetos que ella tramaba sobre los suelos y las paredes. La luz artificial los agraviaba; la luz solar los dañaba: el reflejo selenita bastaría para revelarlos en su perfecta dimensión de novedad, en su verdad y necesidad más auténticas.

Ella ya vivía como en esa luz: sólo le llegaba el reflejo de las cosas y de los seres, una endeble emisión de la vida de afuera brutal y ambiciosa de la que poco a poco comenzaba a sentirse foránea. Era mucho mejor así. Encerrada en su estudio todo le llegaba amortiguado, y no iba a amilanarla la lluvia y la completa oscuridad que en esa primavera del 70 acortaba de pronto las tardes.

La realidad platónica se halla confundida, pues es sin duda esta palidez serena y silenciosa que huye del escalpelo tosco del sol que todo lo ciega y lo hiere de luz, la cara de la verdad… La sombra ni ha sido ni se corrompe, al contrario que la carne del cuerpo que es pronto devorada por una podredumbre, y que es como un artificio tan efímero que hasta impalpable parece en ocasiones a pesar de su pujanza y su vocerío, de esa verticalidad que tan poderosa se muestra pero que se desmorona al suelo al leve aleteo de la mínima ave, es como una llama que se eleva pero es sólo un fuego que muere al menor soplo: la muerte es una flor que florece sólo una vez, dijo el poeta suicida en esa misma primavera del 70, y lo dejó bien probado con su muerte por agua (él, Celan, Crane, Storni, Woolf... gallardos y altos como tú).

Alguien en posesión de mis ojos.

Ser como ellos, pero de verdad mudo, porque lo sublime tiende a la mudez más tenaz: la elocuencia de los objetos calla lo trivial pero exagera lo excéntrico.

Ese mutismo, casi siempre infranqueable, bajo su inerte apariencia puede proferir la blasfemia o musitar la plegaria.

Contra lo que pudiera pensarse, el silencio pertinaz brega contra la pretendida inviolabilidad de la realidad objetiva. A la chita callando, menoscaba una supuesta prevalencia real de lo que es frente al guirigay de las mil opiniones opuestas. Por encima de una u otra visión, tal vez no exista la visión perfecta, única e irrebatible.

Tu ojo frente a la Nada está.

Smithson, que no veía nada sacramental en la Tierra, la vaciaba.

(En El Silencio.)

Judd reiteraba una construcción límpida (reordenaba el Génesis).

(En El Silencio.)

Otro apelaba a la ordenación numérica sin simbolismo ninguno y a la límpida desnudez del acero para allegar a la abstracción total.

(En El Silencio.)

Y aun otro encendía la sustancia de los tubos huecos, atrapaba la luz en formas simples, rígidas y de chocante lógica para ordenar un espacio que amparado en la desnudez repudiaba una multiplicación innecesaria.

(En El Silencio.)

Busca una palabra que no relate ni señale el mundo:

“Hablo sólo para expresar mi mudez”: la palabra nada más que como signo de su existencia gráfica, ese prodigio de palabra huérfana con que se hace el poema y no labra ningún significado posible porque su cualidad sobresaliente es la absoluta ausencia de él.

El Arte es el silencio, sólo las voces interiores del obrante y el recipiendario pugnan contra la solidez de sus muros.

Sobran las palabras, y El Andante, lejos de espabilarse, en sus lentos caminares y estériles reflexiones se convierte en destinatario silente de Grandes Prodigios:

En su camino a poniente la luz del sol variable, quebradiza o pujante, oblicua y agónica, traza en las piedras y los espejos de cristal ciudades distintas sin necesidad de abandonar la calle que recorres de punta a punta, la 52 por ejemplo: dejas atrás el desmesurado y compacto River House y sin desviarte ni unos metros, machaconamente en línea recta, acompañas los cambiantes rayos en lo alto hasta el mismo Hudson sin sentir el hambre ni la sed...(“Que acabe el día...”)

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”

Poco lenguaje tengo para este tropel incesante de pensamientos, esta avalancha de imágenes (unas discernibles; otras, difusas como la voz lejana): la palabra inagotable rota por la suprema incoherencia de la visión interior/exterior.

Esos trastos llenan la nada…

(¡Y esa es la forma de la nada!)

(Rellena la nada…)

(Existen millones de hacerlo: tan concebibles como los millones de figuras que se le oponen.)

“Su obra ni siquiera es un puzzle, sus variantes la invalidan…”

Antes al contrario: la subliman.

El verdadero puzzle no existe (a menos que escamotees varias piezas del dibujo original). El desbarajuste anterior a su recomposición desmiente su condición caótica, y el posterior ordenamiento ya era una predeterminación indeseable en un acto creativo verdaderamente inspirado, ajeno al amaño y disconforme con la mera habilidad o un paciente e inútil entretenimiento.

-Convengamos en que se trata de un puzzle…

-Está bien, un puzzle verdadero, sin un modelo de referencia plástica en la parte frontal de la caja contenedora… No existe una figura, paisaje o escena que replicar.

-Entonces, ¿cómo es posible…?

-Su única razón de ser, amigo, es precisamente intentar una conformación que…¡no existe!

-Intentarlo y no conseguirlo jamás…

-El resultado multimillonario, cualquiera de sus combinaciones posibles, es el puzzle, un dibujo que siempre será correcto, o al menos irrefutable.

24 años (noviembre): “¿Qué ocurre ahí adentro?”: Ya eres muy mayor para no saber qué diablos está pasando:

Separan las piernas, entreabren los labios de la vagina, atisban, luego inspeccionan más minuciosamente, ponderan… Darán con el dolor (extraño, oscuro, tan interior).

Puede volver a casa.

(Aun lejos de la seriedad patológica, pero ya joven malherida, recela de la ironía y el ingenio al considerarlos sustitutivos poco valiosos respecto a otras cualidades con las que pertrecharse frente el arte y la propia existencia, que tal vez requieran de una actitud que aunque crítica sea a la vez realmente constructiva: básicamente la ironía niega, y el ingenio, que muchas veces suple faltas de cultura, es facultad muy cerca casi siempre de lo frívolo.)

Soldada a la levedad insoportable del Diario (pues no es a su pesar La Gran Muralla, Inexpugnable, Defensiva y Explicativa que siempre ha creído de ese desabrido manojo de hojas sueltas manuscritas): se examina, se analiza a ella misma en tercera persona. Este inventario de palabras mucho desmerece en comparación con los objetos, utensilios y materiales hediondos que sepultan tu mesa de trabajo: ¡las palabras no huelen!, ¡ni pueden tocarse!

Tan perspicaz para lo que no le interesa, tan ingenua como pretender que no le importa lo más mínimo aparecer en el Who’s Who, tan honesta como para llevar su trabajo hasta el final… Demasiadas lidias.

El Diario rebaja la vida a un simulacro: ninguno huele a sangre.

Afortunadamente: “Odio ver la televisión. Quiero hacer cosas, no ver cómo otros las hacen.”

¡Ay de quién se atreva a modelar su pensamiento, a adulterar la realidad que penetran sus ojos…!

Tiene millones de toneladas de barro encerradas a buen recaudo en la bolsa craneal. ¡Tiene material de sobra dentro de sí! ¡Sólo necesita un buen armazón resistente y flexible a la vez para ponerse a trabajar!

En el 134 de Bowery, las horas vuelan.

Lee lo justo. Hay que obrar.

Mira tu rostro (lo ha mirado muchas veces, y descompuesto, desencajado, alterado, crucificado): no se descubre nada en su expresión, (aunque) todo se descubre en su expresión. Puede perfectamente hacer una máscara expresionista o un retrato a lo Leonardo o una abstracción de él: requiere color y raya.

“Al principio me utilicé de modelo.” Mentira: miraba demasiado adentro, donde está la nada y está el todo y una tiene que inventar la fealdad si es menester huir de lo decorativo. Lo de adentro es feo, viscoso, pestilente: bello, inaudito, complaciente.

Ella lo convierte en despropósito, y otros (Dalí) en hojalata dorada.

Ella desdeña el acero corten (una oxidación al cabo resistente, tan alejada de lo efímero) y las vigas de doble T (asociaciones indeseables): elige los grumos de sangre que, fuera del búnker del cuerpo, a la luz del sol se resecan y ennegrecen hasta que la lluvia y el viento terminan haciéndolos desaparecer.

¿Qué queda de una al final? El agujero tapado donde enterraron sus huesos o el lugar en el que aventaron sus cenizas. La huella deleble de su sangre, tan encerrada que estaba, se torna invisible del todo. Ni tan siquiera es tinta simpática: no ha de florecer a la tibia luz del sol, no se revelará a reactivo o conjuro algunos, a ningún ruego, a ninguna lágrima.

Santificada: todo lo que atrás ha sobrevivido adquiere la dimensión de inusitada celebración. ¿Lo basurable en los sucios rincones del estudio de Bowery? ¡Oh, no… son reliquias!

Una vez que Beuys paseaba la liebre (más inspirado por tanto de lo habitual) redujo todo arte a una sola cosa: cuestión.

La cuestión es.

Ningún árbol tiene el mismo número de hojas.

En Nueva York se hablan 800 lenguas. ¿Eres capaz de entenderlas todas?

También el arte es un lenguaje.

¿Qué haces, Atenea?

Una de las mil tareas. Puedo improvisar cualquiera de ellas, y en el modo que me plazca.

(Pues es entretenimiento.)

La industria del arte exige conocimiento, inteligencia y pericia.

Artesana de las Bellas Artes.

Hilas y tejes: tareas… ¡femeninas!

Ja.

Right After.

Oh, esas absurdas geometrías… aterradoras, me llenan de pavor, invaden mis sueños de pesadillas:

Telas de Araña.

Esa prisión de sedas malignas, de pringues malolientes que tapizan la celda… de los hospitales, de los manicomios, de las cárceles, de los cementerios.

Un laberinto sin salida (¿dónde estuvo la entrada?).

Un vagabundo, inexplicablemente, ha encontrado su lugar: se sienta en el otro extremo del banco Green y le mira con atención; él, por su parte, evita fijar sus ojos en el tipo: un escalofrío de terror le recorre de pies a cabeza, como si brotase de la misma piedra del asiento, al pensar que ese es el que ha venido del futuro a saludarle y contemplarle enfrascado en sus haikus.

Buscaba El Argonauta lejos de aquellas ocurrencias infecundas a una Hesse benefactora: tiempos aquellos que las diosas desprendían de tu cuerpo agotado y polvoriento los harapos de tus viajes y aventuras, te bañaban en aguas cristalinas perfumadas con los pétalos de las flores y las hierbas del monte, te ungían con aceites…

Por mi parte, te diré lo que quieres oír:

“La repelente abstracción y lo ininteligible en tu obra descartan la posible existencia de un proyecto moral, social e ideológico, y las referencias ocultas, o la ausencia de ellas, la invalidan como ejemplo de un ejercicio ético mas no como discurso intelectual de plurales sentidos al margen de su consideración plástica.”

Pasaba el tiempo, y retornaban los terrores infantiles.

Hay hombres y mujeres invisibles en esta ciudad. Miles de ellos. Millones de ellos. Y nos observan, pero no se entrometen, sólo te contemplan en tu vagar urbano. Vayas donde vayas allí están sus ojos de Argos. “¿No notáis su viscosa presencia en las calles, deslizándose entre la gente y los coches, entrando y saliendo tranquilamente por las puertas…? Pululan en el entramado del metro de Columbus Circle, en los vestíbulos de los cines, en las escaleras mecánicas de Macy’s y Sears, en Puglia nadando en la laguna viscosa del tomate y el queso fundido de la pizza, mirando por encima de tu hombro en Strand, atrapando tus palabras codo con codo contigo en el interior de las cabinas telefónicas… No respiran, no abren la boca, no hablan, y yo noto sus alientos, la tibia cercanía de sus cuerpos etéreos, los enfermizos fluidos inodoros… Lo realmente peligroso son los semáforos; es entonces cuando…”

Podemos empezar.

-Aparta la luz de su cara…

-O apágala…

-¿Mejor así…?

-Entre penumbras…

-Ahora ya puede hablar, si es que lo desea…

-¿Se siente cómoda…?

-No debe temer nada. Esto no es un juicio. Se halla usted entre amigos.

-Tampoco hace falta que se explique bien… Muy bien, quiero decir. Bastará con un breve comentario.

-Estamos impacientes…

¿Urgencias expresivas?

El cochino tiempo…

Ya se rompió la alianza con él:

“Lo que impulsaba mi obra en el último año de mi vida fue una especie de deadline: la fiesta ha terminado.”

Hacía de la geometría un drama, una fuga… ¡y todo lo contrapuntístico que pudiera!

(“¿A lo Bach?”)

(“¡Corre, corre…!”)

Del orden, entresacaba una componenda esquizofrénica.

De la forma, extraía un desafío inaugural (yo sería la primera en horadar el espacio, malbaratarlo).

Traducía lo oscuro convirtiéndolo en absurdo.

De la metáfora, hacía un esclarecimiento: lo que ves es lo que es.

Cuando los espejos se rompieron, por mil sitios se vertieron las aguas: ahora ya eres una mujer fragmentada, ya no necesitas contemplarte.

Jamás la niña ha de rehacerse: su tumoración que la hace grande la degrada, multiplica su forma, empequeñece su santa inocencia.

De tu muerte infeliz… cui bono?

Lapidarium:

Trabajo sobre las manos de un genio. (Sol LeWitt diseñó la máquina-mesa donde visualizo la idea de mis obras.)

En la estación del metro de la calle 8 con Broadway hay una mancha de humedad entre el techo y la pared que recuerda el perfil de tu padre.

Bastante antes de morir, supe de C.A. que iba a casarse con una mujer-víctima-del-arte: voló, voló la mexicana.

Utilizo tinta Pelikan. Acopio frascos grandes, como los dibujantes de tebeos, pues a la larga resultan más económicos que esos ridículos tinterillos para aficionados donde untar las puntas del pincel o la plumilla.

Busco (y compro y rompo) retratos míos hechos por fotógrafos anónimos.

Papá: “Mira a la cámara.” (Mírales a ellos… A vosotros, todos los de la tierra de dentro de 50 años, 100 años, 1000 años…)

Demasiado peligrosa desde la infancia: se había creado una vida imaginaria a los nueve años, pero no era una existencia donde dominara la felicidad y se cumplieran los sueños. Inventó hasta la bruja, los duendes, los ahorcados y las sombras malignas, los sobresaltos detrás de los oscuros arbustos, los mares de niebla a ras del suelo que apenas le dejaban ver sus propios pies caminando por el suelo verde del bosque.

¿Es la que creía que era? ¿Qué es ser artista? Creerse que lo es.

“Mira a la cámara”, instaba papá.

Y Evchen cree todo lo que está detrás del ojo de la cámara: los años, las décadas, los siglos, los milenios de después de ella, las admiraciones… La memoria.

“Soy única, soy irrepetible.”

¿Activaba en aquel entonces la risueña mirada de aquella niña los monstruos y las silenciosas sierpes de ahora que horadan y carcomen los tejidos de su cerebro?

Ese ejército (¿del pasado?, ¿del presente?) sigiloso e invasor va a destruirte. Venido de la predestinación o la simple casualidad se ha infiltrado en ti desde algún poder maligno y avanza en tu interior como un implacable gusano ciego se abre camino bajo tierra en la oscuridad, sin razón y porque sí, con perseverancia homicida.

Estaba ya allí la larva asesina, oculta en los entresijos de La Niña Risueña.

 



· Audancia tipográfica manifiestamente mejorable.

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