En el 60 ya era Eva Hesse. Pero no era Hesse: estudiaba los colores, sus relaciones, sus caprichosas mezcolanzas. Volver al origen, a Alemania, la desnudaría del todo y el mundo volvería a ser blanco y negro, o de grises hechuras:
y, ahora, vístete.
A los tres años el único asidero que tenía en el
mundo era la mano de su hermana tan huérfana como ella, perdidas en las brumas
de Holanda: solas en la noche del miedo y las brujas, del abandono y la
indefensión absoluta. Los ojos infantiles grandes y negros no atinaban a
entender nada. ¿Hasta qué grado de locura se puede llegar a los tres años? Las
imágenes no se piensan. Es el terror, la sorpresa, la pura inocencia más
insensata y temeraria: todo puede hacerte daño, puede hasta matarte sin dejar
huella treinta años más tarde.
-¿Qué es lo mejor que
puedo hacer por ti?
-Inventa mis diarios.
-Ese soy yo.
¿Cómo lo haces, Hesse?
¿Cómo lo haces tú?
Hay tres formar de
escribir/ser artista: a ras del suelo, desde la tribuna, desde el pedestal…
También existe otra más que suele silenciarse por su total inoperancia pública:
la de quien escribe/hace arte para sí. (Una alquimia rara, auténtica y valiosa,
sin crisol ni oraciones, con la mayor ambición del mundo, con ambición
inconmensurable, con ambición inimaginable por quienes están al otro lado del
tabuco del insaciable y ambiciosísimo
novicio.)
Como ahora está muda
(U-199), hablan por ella, la explican, la desnudan, la suponen, la imaginan, la
contradicen, la falsean (para bien o para mal), la definen, la sentencian: dos
millones de dólares.
Una obra excremencial,
alumbrada por la mecánica del más eficaz alambique: come, digiere, defeca: he
ahí lo superfluo, lo comprable.
Sarta: pusieron en sus
manos neonatas un alambre flexible, brillante como la plata: fue ensartando los
días, uno a uno (sin poder saltarse ninguno, esa fue la condición maléfica, y
ojo con los martes), y por mucho que se empeñaba en construir una forma propia, de ella y del mundo, a su
conveniencia estética, el hilo delineaba a su modo, diabólicamente se retorcía
en dobleces inesperadas, curvas insospechadas, quebradas insólitas… revelaba
intrincadas geometrías.
Encerrada en una celda
de blancores y metales, acompañada por la corte de sus últimos días
indeseables, estériles, sin sentido:
fúnebres huéspedes que amanecían y anochecían a su lado y que tomaban asiento frente a ella, como si
fueran a pedirle explicaciones.
Anotaba algún error en
sus cuadernos: “Mi intuición antes que la corrección o el concepto (que aún es
niebla)…”
No es la intuición la
enseña de lo femenino en contraposición a lo intelectual masculino, que suele
ser sólo verborrea: hay mujeres que matan a sus hijos, y hay aquellas niñas que adrede se pierden en
el bosque fascinadas por la maldad que intuyen y aviva su sexo incipiente, y adolescentes
hay que ocultan la húmeda lujuria de sus diarios tras la sonrisa infantil, y
hay ancianas de perversas matemáticas, y….
La tarde de noviembre
se oscureció de forma repentina y brutal: la piedra negra se alzaba a lo alto
por todas partes. No importaba donde te escondieras. No importaba Nueva York
como muralla defensiva, torre inexpugnable, el negror invadía tu sangre,
envenenaba las miradas.
¿Eran los días
circulares?, ¿trazaban una línea recta a lo desconocido, a lo alto, a lo bajo,
al flanco izquierdo, al derecho, a lo anterior, a lo posterior…?
A la vez que nacía la
obra, iba cultivando la incomprensión y el recelo de después, la herida de una
indiferencia unánime que sólo cicatrizaría con la propia muerte… dramática.
Estos dos… Frustrada
una por la vida; fracasado el otro por sus demasiadas andanzas de
superviviente.
Veía su vida como una
ficción en la que se entrometía no obstante, poderosa e invencible, la
realidad; veía su vida ni incrédulo ni complaciente, la veía con pacífica
perplejidad, al igual que don Quijote cuando atisba por la ventana de la
imprenta y descubre como lo convierten en personaje de novela y lo exponen al
mundo.
¿Piensas mucho tiempo
en ti misma?
Mucho más que en los
objetos.
No interpreta la
materia. Ella es una intermediaria. Una usuaria de sus cualidades expresivas,
texturales, complementarias. Como aquel que se sirve de un cacharro electrónico
sin saber de qué se compone ni cómo se ha armado ni en qué consiste el milagro
de su conformación pero lo utiliza provechosamente, a la perfección.
Ella… ¿una materia?
Ya en la galería los
pedazos de la psique se dispersan por el sucio suelo de las pisadas de los
testigos y los papeles de notas arrugados, se suspenden como motas de polvo en
el hediondo aire viciado de los alientos, se diluye en el fondo acuoso de las
miradas inertes.
¿De dónde nace el
sentimiento? Del grumo y la gelatina de las vísceras, de ese pequeño volcán
sanguinolento que no deja de supurar lava vivificante al rojo vivo desde el
pubis hasta el cerebro.
¿Eres una chica de los
60?
¿Es tu biografía la
huella que deja tu paso?
Pues, aunque no te lo
creas, basta con eso.
Sé de la serpiente por
las mudas de piel que deja atrás… ¿Me importará su destino?
Nada es demasiado para
esta mujercita: asesores técnicos la previenen de los malentendidos y el error
de los nuevos materiales, de sus caprichos y metamorfosis, de sus vapores
malignos e invisibles, acaso mortales, pero…
Revuelve el látex con
las manos y se engalana de fibras, impregnada de lo desconocido se interna en
espesuras donde los nombres de las cosas han de ser inventados para que no las
definan excluyentes.
La fibra de vidrio es
su piel: pero no ve el mundo a través de los vapores.
¿Eres una chica de los
60?
Una chica joven y
hermosa es perfecta para la muerte y sus conquistas logradas sin pausa ni
resistencia cada mónada del tiempo, subraya su más alta magnificencia, su gran
poder de Mandona Invencible: soy La Muerte. (Y vosotros, ¡mucho cuidado!)
Nunca hubo tierra
firme bajo sus pies: su frágil equilibrio se asentaba sobre las beckettianas
arenas movedizas.
Esta Penélope de los
30.000 agujeros que llena y desllena…
pacientemente: cree ella en cada uno de sus actos, cueste lo que cueste, pese a
quien pese
¿Eres una chica de los
60?
Con todas las de la
ley.
Levanta el ánimo. El
doctor Roberts te sube sobre sus hombros para que, por encima de las cabezas de
la multitud oscura, veas el mejor de los espectáculos.
Kitchen, Bitch, Outer and inner Space…
Faulkner, Pollock,
la Shoah...
Sé buena chica…
¡Te haremos la “Reina
del Youthquake”!
Sé buena chica y el
tío Roberts te llenará los bolsillos de la trenka con caramelos de speed,
cocaína, heroína, metanfetamina…
Eres una chica de los
60… ¿a lo Edie Sedgwick?
Es una chica a lo…
¡Hesse!
¡Menuda pieza!
¿Cuándo entró en la
mayoría de edad? La primera vez que traspasó la entrada de la barraca de feria
del psiquiatra.
Reflexiona el absurdo,
medita las incongruencias del existir, y quizás sus leyes ocultas todavía no
desveladas por nadie (aunque todo el mundo puede inventarse sus propias leyes
inútiles): no se mueve por un acto reflejo, o, peor aún, por falsas
intuiciones. “Reflexiona”, se dice acechada por las imaginaciones.
Qué épocas.
En la calle Cuatro los
libreros te disparaban en toda la frente con su sonrisa sabihonda, y apostados
y sudorosos en las esquinas del Uptown, de madrugada, los jazzmen
sacaban lo mejor de sus saxos y trompetas cuando no les pagaba nadie.
30 dólares mínimo en
la reventa para ver los fugitivos desnudos de Oh, Calcuta.
En el Dowtown dispones
de una buena provisión de adoquines.
Los verdaderos libros
se escriben en los muros.
Warhol colecciona
meadas en frascos numerados del 1 al 10 en orden decreciente de densidad,
color ámbar-amarillo y tono.
Habacuc: …pueblo feroz y arrebatado.
El Pentágono sólo
desea (podéis creerme) la paz (del sepulcro).
El napalm es un
fertilizante que enriquece los arrozales e hidrata las pieles de las niñas que
se entrenan para el maratón.
Dios existe.
(No temas el futuro,
Eva, tú eres lo más alejado que puede pensarse de las desdichas que han de
malograr la corta vida de las esbeltas y maravillosas elegidas por los dioses
de neón y las reinas por un día de los locales de moda en la noche neoyorquina:
te hallas en las antípodas de esa suerte infausta de las rubias tontas del
bote: vivirás cien años, venga, ¿quién puede desear tu mal?, ¡adelante!)
Morir… ahora que eres
lista, en la barca del arte…, como los vikingos: ahora que tienes una cabeza de
dragón de quita y pon.
Las chicas de tipo
corriente como tú descubren constantemente por las aceras de Nueva York a las
modelos de Vogue andando como diosas
ausentes, innecesarias.
¿Por qué no morir de
un tumor cerebral a los 34 años? Una… tiene el tiempo que tiene, ni un segundo
más. Una… es lo que es sin remisión.
Jesús de Nazaret, el
hijo del carpintero, vago y parlanchín, sin oficio ni beneficio, murió en
Jerusalem a los 33 años durante una de las revueltas contra el poder de Roma y
sus aliados acomodaticios.
Leo, el niño polaco
del tercero izquierda, agoniza de leucemia a los 12 ante la mirada aterrada y
de lacerante incredulidad de su madre.
Dios existe.
Los sesenta:
el neón ilumina la
multitud de tonos del rojo
en las múltiples
mezcolanzas de argón, mercurio y fósforo hallarás la inconmensurable paleta
cromática
llamativo ingenio
combinaciones
radiantes.
Ahora le horroriza la
noche. La luz del sol parece ahuyentar la muerte, te abraza cálida, acogedora,
inocente.
Le hacen daño los
colores porque los oye.
Los neones nocturnos:
una Nueva York de luces rojas y blancas, azul celeste, hueso, luces amarillas,
indefinibles, vertiginosas.
Ese tipo (X) no ha
hecho avanzar el arte ni un solo centímetro en las páginas de El Libro de la
Historia del Arte: su obra, si puede calificarse de ese modo el conjunto de
fatigosas convenciones plásticas que ha amontonado a lo largo de los años,
permanece estancada como las aguas alquitranadas y malolientes de una charca…
No me explico cómo no se ha podrido ya.
Malditas partes
blandas… (pero eran precisos los sentimientos, las emociones). ¿Qué hay de una
muñeca irrompible? Es una muñeca irrompible, a salvo de los niños traviesos y…
de la muerte. ¡A jugar con ella durante toda la eternidad! Alma de alta
densidad: titanio, cerámica, cromo-cobalto, polietileno…
¿Qué tal nos
desenvolvemos en la nada, creadora de “nadas”?
Dios existe.
Comparecía ante los
que iban a sobrevivirla: eran tan extraños como los muertos, y a ella le
parecía que se hallaban tan lejos de lo
real como ellos.
Los domingos por la
mañana, soleados y plácidos, diferentes,
acudían al Castle en Central Park. Papá alquilaba una barca. Ella observaba
extasiada la pequeña proa que avanzaba sobre las aguas en un viaje infinito que
ya sabía donde la llevaba.
En el 64 metió la
nariz en la antigua Factory de la
calle 47. “Soy artista”, dijo. La miraban extrañadísimos, como un ser irreal,
antes de echarla escaleras abajo sin contemplaciones.
En el 68 ya no miraba
en derredor. Reflexionaba, que es mirar hacia adentro: “Hacen del objeto una
escultura… ¿Por qué no hacen de la escultura un objeto?”
¿Quiere usted un
retrato 101 x 101? ¿Fondo carne o rosado? Es usted la viva imagen de una polaroid. Una obra maestra que vamos
rápidamente a manipular. Respecto a la orina, ¿de quién le parece mejor? ¿de
hombre o de mujer?
Quedé con ese tipo, el español. A media tarde
suele acudir a un bar de la calle 52 a tomarse un par de Jack Daniel’s y mirar
a través del ventanal el discurrir de la gente por la acera. “En esto consiste
todo”, dice de modo enigmático invadido por el desaliento con la voz ronca y
apenas audible en cuanto me siento frente a él, siempre parapetado tras dos o
tres libros sobre la mesa a la derecha de la copa de bourbon a medio escanciar,
la mirada más allá de mí, perdida en un punto invisible y
talveztambiénmuylejosdemuchomásalládetodo (sic).
Al
cabo de una hora de silencio absoluto, me levanté mirándole con pena y salí a
la calle, lejos de su estatismo criminal.
A usted nadie le ha
quitado la peluca de la cabeza y la ha echado a los pies de la gente como le
sucedió a Andy Warhol mientras firmaba libros en el Rizzoli de West Broadway. “Siempre sucede lo que más temes”, dijo
el artista con resignación. (Y se escondió debajo de la capucha prestada, y
ocultó la calva grande, y siguió firmando libros.)
¿Qué soy yo con esta mierda de “enfermedad” encima? Pero yo… trabajo
(obro): una especie de mina a cielo
abierto.
Viajó mucho etcétera.: la única geografía que me
interesa realmente es la de “otro ser humano” (su mapa intelectual, emocional,
sentimental, artístico… ¡sin fronteras!).
¿Hay belleza en la crueldad? Moría lenta,
inexorablemente: el perfil de satinada transparencia se recorta en ese instante
de eternidad contra la resplandeciente grisura y calidez de la tarde lluviosa
de junio. Un tiempo sin pasado ni futuro, detenido en los ojos cerrados del recuerdo.
22-5-1970: El Fulgor… y El Silencio.
¿Qué ocurre si una muere en la noche o en el día
durante uno de sus sueños?
Si no hay despertar que lo trunque…
El cuerpo se pudrió, pero… ahí la tienes, ¡de
sueño en sueño!
Horrible
mujer...
Mujer
horrible, desdeñosa, cruel y vengativa...
La
odio. Aún la odio.
Ni
siquiera la ahorcaron.
Debieron
haberla ahorcado...
Hasta
la horca era demasiado poco para ella...
La
odio..., la odio...., la odio...
No hay un momento de paz, todo respira tal
intensidad que por fuerza te ves
impelido a hacer algo memorable, agotador o sólo por unos minutos un ejercicio
de supervivencia (detenerte junto a un semáforo y dejar que cambie de color
varias veces sin mover un pie, meterte en un café y cerrar los ojos apoyado en
la barra, leer el pobre texto de los llamativos carteles y rótulos luminosos
que invaden como gritos la ciudad)… Hacer algo, y los débiles o los grandes
cobardes hasta hacer un crimen que estaba cantado.
El movimiento es la mueca burlona de esta
ciudad, ¿pero dónde diablos van? ¿No pueden pararse ni un momento? A diferencia
de ellos, El Hombre del Pelo Blanco del Parque pasea con su mirada sin huir de ella, atado a las visiones, y anuda
los tiempos del universo en una introspección lúcida y estéril:
Sabía de las divisiones del tiempo por los
reflejos incipientes, pujantes o mortecinos que los cristales de los
rascacielos atrapaban a lo largo de la jornada. Luego, las luces de la noche
traían el terror, le borraban la
sensación de estar viv@·
pesar de las hirientes claridades de nítidos colores.
Si era una mujer sin historia, ¿para qué contar
una historia? Y si la tuviera, ¿qué mejor que aun contándola hacerla invisible?
La silla desnuda, desvencijada y mugrienta de
Tàpies se basta ella sola para contarnos todas las historias de todos los culos
ahora ausentes que se sentaron en ella, al igual que la modesta silla de enea
pintada de amarillo delata (¡por fin!) al artista holandés invisible,
tranquilo, silencioso, gozoso,
fumador-de-grandes-pipas-que-engañaran-el-hambre.
Escribes…
¿Funciona?
Podría funcionar.
Quizá si fumaras la A10528 de Dunhill, esa
mezcla de 13 tabacos diferentes para pipa...
A rodar.
Frunció
el entrecejo, pero inmediatamente lo desarrugó.
-Veré lo que puedo hacer -prometió.
Fronteras imaginarias
entre seres humanos: más sutiles, más crueles, excluyentes sin necesidad de la
dentellada pero con la furia en los ojos: el arte se transforma en cartel, en
ideología, en confesonario: hablo de mí,
hablo de ellos. (Pero ése es el mal arte... aunque, ¿cuál es la razón de
ello? ¡La pistola a punto de liquidar a los otros! ¡Palabras como balas! El
desprecio hacia los demás… que siempre por paradójico que resulte es el
desprecio inconsciente a lo que uno representa, a lo que uno sabe de sí mismo
que es.)
Su obra plástica habla
de ella… ¡en tercerapersona (sic)!
A ver si aprendes.
R.Th.Y. siempre tenía
junto a la caja registradora los libros más difíciles de vender, los más
valiosos que reunía de los remates de las bibliotecas de los muertos… ¡Los
utilizaba como moneda de cambio!
–Lo siento, chico, me
he quedado sin suelto… Toma el Agee en lugar de las monedas…
-¿Qué no lo quieres?
¿Cómo que no lo quieres? ¡Vale mucho más que un par de centavos! ¡Coge el puto
libro y aprende a leer antes de que sea demasiado tarde! ¡Lárgate de aquí,
gilipollas!
-¿No sabes quién es
Lardner…? ¿Y sabes lo que es un quarter?
¿y sabes lo que es un dólar? ¡Menudo cabrón!
-No
es usted muy alto.
-No pude hacer nada por evitarlo.
(...)
-¿Cómo se llama?
-Reilly –-dije-. Doghouse Reilly.
Rothko escudriña la
gran franja de color:
pero ¿esto significa
algo?
No significa nada… ¡Es
nada!
(Pero entonces… ¡lo
expresa todo! Mi miedo, el vacío, la ausencia de dioses, el sentido último de
las cosas…)
Cambiamos objetos muy
educadamente: mi pedazo de madera expuesto en la galería no es sólo un pedazo de madera: sus mil
dólares sólo son papel.
Ni trazas de un Deuteronomio en su obra libérrima y
confusa, nada le sujeta, nada le atenaza, ninguna prohibición o decálogo la
fustigan previamente en su concepción. Sólo consiente un Yahvé entrometido
atisbando por encima de su hombro en los asuntos realmente intrascendentes: pero no le dejaría posar sus divinas
manazas ni en un minúsculo grumo del látex de una de sus piezas en construcción.
Se puede vivir sin nada, como yo ahora (y la voz interior):
ya no abrirán mi cabeza otra vez.
La noche no es el
final (si hay sueños).
Un cromatismo telúrico
a despecho de su fugacidad: parque rojo, cobrizo, amarillos refulgentes, el
marrón caído. Un cielo frío y azul en lo alto. La mañana silenciosa y desierta
anticipa la soledad y grisura de la tarde, la desolada noche. “Nada
importante”, se dice ese hombre solitario, esa fractura de todo alrededor.
Tu cuerpo no te
pertenece: es la creación de un dios (se confiesa la judía). Luego todo arte es
una réplica, una queja, un desafío, tal vez un deseo de suplantar lo prohibido.
Aunque, ¿por qué
crear?
El pensamiento es la
verdadera traición a ese dios.
La creación termina
por asestarle el golpe definitivo: yo también soy un dios.
La venganza divina es
el tiempo… Sutil, invisible como él.
“Sólo tienes un día por delante… Y lo piensas
hoy, ahora, una eternidad infinitamente lejos de la eternidad de mañana: ¡Un
día por delante! ¡Todo un futuro!”
De visita
turístico-cultural en el Greenwich Village:
allá por los años
cincuenta (los maravillosos años cincuenta):
marzo del 53:
en el 44 de la 16
Oeste:
-¿Mister William Faulkner?
-No, soy mister Frank.
-¿Mister Waldo Frank?
-No, soy mister Faulkner.
¡Estos realquilados de
mierda a golpe de máquina de escribir!
Estimada
señora Plainfield:
Mi esposa tiene un modo de sacarme de quicio como jamás he
visto otro...
El espacio… la página.
También la tierra de nadie que separa las palabras les otorga sentido, las
esclarece en la línea, en el período, en el párrafo, en…
Y en otra ocasión, en
Horatio Street:
Una noche de noviembre
de 1953 en The Disaster, en pleno Village,
donde-todo-el-mundo-quería-ser-famoso-a-costa-de-lo-que-fuese, William Faulkner
y Dylan Thomas se hallaban sentados uno frente a otro con la mirada baja, sin
perder de vista ni un segundo los dos dobles de whisky encima de la mesa. Se
admiraban muchísimo, pero no tenían nada que decirse. Al cabo de un rato de
incómodo silencio, Thomas se levantó del asiento (no sin antes apurar el vaso hasta las heces) y abandonó el local sin
despedirse siquiera con una inclinación de cabeza. Tres días más tarde, Dylan
Thomas estaba muerto. Faulkner no asistió al servicio fúnebre. Se marchó con
una de sus discípulas más aplicadas de la que estaba medio enamorado a ver Cyrano de Bergerac: “Tu nombre suena en mi corazoooooooón…”
(El tipo andaba
impresionándola con ardides tales.)
(¡Qué tiempos de
hombres con sombreros de fieltro conduciendo coches grandes y relucientes como
naves acuáticas! Caballerosos y seductores con trajes a rayas cruzados y con el
sempiterno cigarrillo entre los labios que siempre cedían el paso a la dama
frente a las entradas o las salidas de los vestíbulos de los teatros, de los
cines, de los restaurantes o de las habitaciones de los hoteles donde por fin,
al cabo de unas cuantas sacudidas, se hacían con su cálida vagina. Al día
siguiente volvían a ser el vaquero tosco y sucio más rápido del oeste que
escupía torcido y que, tumbado en la hierba recibiendo el tibio sol de la
pradera de lejano horizonte, no dejaba de echar el ojo a las apestosas vacas
pastando en las proximidades.)
Más adelante (post68):
A punto de morir:
“¿Ese sonido…?”
“Una mística.”
El decaimiento de la
época alumbra los exotismos, lo extraño que no es sino sólo lo desconocido: las cuerdas del sitar de Ravi Shankar acarician los
oídos occidentales abiertos a los fugaces inciensos de lo nuevo, lo impostado.
(Esa joroba de los 60 llena de agujeros, como la mochila pobre y deshilachada
de un astroso beatnik.)
Retocaría colores,
dijo (probablemente equivocada) entonces, cuando ya era tarde.
Había algo lacaniano
en ella, tan lejos de lo feminista y tan aturdida por lo femenino: “Me siento
como una especie de médium: alguien (algo) habla
en mí.”
Sólo un judío y un
católico pueden ser profundamente freudianos, ¡creer en la conciencia!
Ella espolvoreaba esa
maldición con unos toques de absurdidad.
Porque en el fondo le
interesaba el absurdo, no lo surrealista.
Terminaba la obra: la
volvía loca rastrear los vínculos, ninguno
de ellos conducente a lo biográfico. Y todo lo suyo, ante los ojos
aterrorizados de Andre, Judd, Flavin…, tan implicado en el desorden, tan
revestido de una plástica sucia, tanto que hasta desprendía malos olores, y
envenenaba.
Era una pintora. Dejó
de serlo: aplicaba el látex a los objetos con sus propias manos: es como pintar
con los dedos (dijo sin creer demasiado en el objeto, pero sin pinceles
intermediarios).
No creaba con los ojos. “Necesito tocar.”
“Era una mañana de luz
suave, apenas frágiles veladuras entreveradas en el aire gris del cielo…”
Qué pálida impresión.
Lo que yo quiero, lo que quiero…
Un color…un color a
lo… ¡A las viñetas de Action Comic!
¿Qué hay detrás de Hang
up? Confiésalo de una vez: tus abuelos quemados, la locura, el suicidio de
tu madre, tu divorcio, la muerte de tu padre, tus miedos, el horror que
presientes que aun invisible es tan palpable y sólido como la carne indefensa…
Si existe todo ello en esa pieza, entonces no es
nada. Si es preciso que represente a algo, entonces no es nada. Si a través de
su conformación arbitraria e inconsciente hay que colegir una transformación
emocional, sentimental o psicológica, entonces no es nada. Si es imagen de
algo, abstracto o concreto, entonces no es nada.
Hang up sólo es.
Como el rojo o el azul.
Bonita biblioteca:
libros de tapa dura con sobrecubierta de colores chillones y cortes entintados:
de gris, de verde, de amarillo, de rosa.
(Llamativas portadas:
los grandes nombres…)
Entran ganas de
abrirlos… ¿Leerlos?
Familia Picasso en
limpios colores planos: el negro de los cabellos y los grandes y almendrados
ojos negros, las pieles blancas y grises o azules, triángulos verdes, manos
rojas, atuendos marrones y amarillos, rectángulos, los conos, los deformes
círculos y las ovoides esferas.
Los actuales diseños
de lo bello no admiten réplica: frente el cuadro, te ofrezco la libertad… de
pensar lo que quieras.
Dios es el
interlocutor: mira de qué manera te contradice el hijo: emborrona tus
espantajos (pues, ¿quién osa hablar de La Única Forma Bella?).
Sé obscena. ¿Eras
obscena?
Falos, lluvia dorada, penes anillados, besos
negros, vaginas desmenuzadas, los grandes úteros vacíos, ovarios como cápsulas
agrietadas, la gelatina de los humores (cardinales y falsos: sangre, bilis,
pituita, agua; o sólo líquidos, viscosos, pegajosos como los flujos y el semen,
acaso la sangre), que se deslizan sobre la carne herida del pecho y los muslos
macilentos. “Yo he visto todo eso a través de sus obras”, dijeron los seres
enfermos. “Yo he visto ansiedad”, dijo el hombre ciego. “Yo he visto mi terror
gritando en su cara”, dijo la mujer muda. “Yo he visto la voz de Dios”, dijo el
hombre sordo.
La familia Picasso algo maltrecha, de irregular
continente: papá, mamá, helen, yo: una barata reproducción en papel de
periódico.
A tu alrededor no hay
nada perfecto porque no existe la forma perfecta: practica el desorden, ni
siquiera el curso de la sangre obedece a la ley estética: fluye su plasma por
vericuetos de arbitraria anatomía y chocante hidrografía.
Lo simétrico en ti…
una cuestión de equilibrio, pura dinámica que en el fondo ignora las bondades
de la plástica.
Domingo. Maldito
domingo. 2 de julio de 1961: un calor asfixiante no impide que abra las páginas
de sus libros de escueta sintaxis, palabras certeras, al milímetro, las justas:
al grano, muchacho, decía cada una de sus líneas. Y la pata de conejo. Y la
petaca llena de whisky y el puñetazo en los morros al hijoputa que estorba en
cualquier terraza de París cuando tú estás con un lápiz en la mano mirando la
hoja blanca de la libreta…
Jueves. 4 de julio de
1963. En la librería The Green Train:
-¿Qué haces aquí? Es
la fiesta nacional, chica.
-Odio las fiestas.
-Soy un librero, no
una biblioteca. ¿Qué buscas, pues?
-The Soft Machine.
-Andas con retraso.
Una pequeña penitencia te vendrá bien. De rodillas.
-Venial, en todo caso.
Afuera, la calle
hierve.
De mis diarios del
pasado sólo me interesan las mentiras que ingenuamente yo tomaba por verdades
inalterables.
2-7-59: pinta rostros
que ocultan las máscaras:
“La televisión es para
los negros”, había dicho tiempo atrás. Pero ahora, viejo y celebrado, nobel y
enaltecido, mister Faulkner no se perdía ni uno solo de los Car 54, Where Are You?
“Lo malo de hacerte
vieja es que al final te cuesta lo indecible desprenderte de las cosas viejas”,
había escrito… ¡a los veinte años!
Al otro lado de la
ventana, la luz y su compás desmentía el tiempo estancado de adentro. No dejaba
de pensar, moribunda y lúcida, pero atenazada ya por el pánico de saberse tan
próxima al olvido de sí misma, al olvido de todo, palpando la nada, sintiéndola
como un agua espesa y negra donde se sumergiría como en el sueño más crucial:
no dejaba de pensar.
Al otro lado de la
ventana, afuera, los otros, las dentelladas.
El anciano escritor
veía la televisión, pero él era uno de los más sabrosos e infatigables
hontanares de sus citas a pesar de sus veleidades y claudicaciones: “Entre el
dolor y la nada, prefiero el dolor.”
“Hola, dolor”,
saludaba todos los días al desvanecerse la última penumbra de la noche el
espectro (ella misma) del espejo de luz fría y marina del cuarto de baño a la
joven mujer de la cabeza vendada y grandes ojos abatidos (esa, ¿era ella?).
Al otro lado de la
ventana:
“Mejor me hubiera ido
casándome con un rabino o un matarife ritual.”
Deberíamos alimentarnos
los dos de aquello que sin duda ninguna va a constituir un verdadero
reconstituyente. Hay un bar con tres grandes ventanales en la calle 12 con la
Séptima, los asientos son cómodos, inmejorables las vistas a un bullicio
contagioso, fluyente la vida, los deseos, las ambiciones:
-Un par de filet mignon, por favor, y para un ella
un vaso de chianti y para mí un
bourbon, Jack Daniel’s si es posible.
Al otro lado de la
ventana:
El ajetreo constante
de la calle y sus leyes urbanas tan conocidas (jamás unos ojos se encuentran
con otros ojos, nadie se toca en la marea colorista y muda) fuera de su
incesante corriente y siendo un observador a salvo (o atónito) de sus afanes
hasta actúa de analgésico.
“Por el tubo puede
estar circulando algún tipo de fluido: sangre, linfa, agua…”, dijo el crítico
eminente rascándose la barbilla.
¿Pero en verdad
estamos ante su cuerpo?
Su obra no era metáfora de nada…
Ella era
la metáfora.
“Retrocedió dos pasos atrás. Miraba sin
perplejidad el conjunto de inimaginables objetos desparramados por el suelo. No
estaba desconcertado, sólo ponía un interés inusitado por allegar a penetrar en
algún significado (o algunos significados), pero no trascendental, sólo una
pista, meros indicios, una huella de aquella lejana decisión artística que le
pusiera en camino de cierta comprensión del hecho plástico que ahora
póstumamente se enfrentaba a sus ojos contemporáneos. Podía entreverse un
mosaico en todo aquello; ahora bien, ¿era necesario que cada una de sus partes
aunque relacionadas unas con otras con aparente solución de continuidad
conformaran una imagen global y un sentido unitario contrastados? Debería
bastar, entonces, una sugestión, esa simpleza, buena o mala, inane o fértil,
que produjese en el espectador tal encandilamiento que pudiera desprenderse con
toda naturalidad del deseo de encontrar
un significado”.
Basta con la fe, se
había dicho tantas veces. Pero el día que comprendas que también puedes prescindir de la fe para aceptar las obras de arte de la
modernidad, habrás culminado con éxito la evolución de tu educación artística.
Una aceptación no es un acatamiento; es, simplemente, la conciencia del juego
que en todo lo concerniente a la vida prevalece.
“Todos los dioses son
imperfectos.” Le hubiera gustado pensarlo en el mismo instante de morir. Pero
esa certidumbre le asaltaba antes de hora, aún no rodeada de los olores
clínicos, cuando sin dejar de trabajar en su obra ni un segundo todavía debería
creer en alguna de las divinidades que pueblan la oscuridad infinita y tal vez
eterna. Creer en un dios es, en cierto modo, vengarse de él, pues el reproche
aflora en los labios de inmediato: siempre lo hallarás culpable por el uso ruin
de su pretendida omnisciencia, como aquel novelista que se ampara en la trama y
las anécdotas para zarandear sin ton ni son a sus inocentes personajes y
perpetra impunemente sus crímenes literarios.
¡Qué mudanzas! Y de un
día para otro.
Una obra de arte
alejada de lo replicante puede dar lugar a millares de interpretaciones (entre
las que alguna de ellas debe ser la correcta, pero se lo deberían transmitir
entonces al artista a fin de que éste supiera a qué atenerse y felicitarse a sí
mismo por tal consecución, podría hacerlo hasta alborozado), aunque sólo las
impermeables a los símbolos llevan la adherencia de lo cabal, por muy
paradójico que resulte esto ante su indescifrable sentido: Godot no es Dios. Es
Godot.
¿Para qué expresar lo
inexpresable?
Precisamente porque es
una misión imposible.
A diferencia de otros
valores, cualesquiera que fueren, la estética del hombre, su absurda creación,
sus dominios y sus impotencias, sus angustias y finitud, es suficiente para un
artista con esa reflexión siempre inabarcable. Basta con el ser, algo que hasta
ahora no se ha comprendido del todo. ¿Por qué se es? Al parecer, ningún otro ser vivo se sume en interrogaciones
lacerantes: la propia existencia los zarandea o los mece, los destruye como
náufragos complacientes con su destino efímero.
De modo que en lugar
del subterfugio del símbolo abraza lo tangible a despecho de su inefable
apariencia, merodea en torno a una estética imposible, de inimaginables
asideros e impenetrables razones y le confiere el atavío más estrafalario:
incluso te sería lícito llegar al fraude.
“Mi obra, esos trastos
malolientes que pareces despreciar, es el desarrollo tangencial de la esencia
de mi ser”, dijo sin rubor. No me gusta pronunciar la palabra “alma”, que se me
antoja como una charca, un estancamiento acuático lleno de pequeños bichos
tóxicos y otros microorganismos invisibles.
Al Oyente le nubló el rostro la sombra de una
duda: pero, ¿dudaba de él mismo, de sus propios pensamientos, o de ella, de sus
palabras? ¿O dudaba de los dos, de sus tareas fraudulentas?
Lacan extraía la
piedra…
Lacan: era un
impostor: no creía en la filosofía.
Iba directo a lo práctico, es decir, a revelar las supercherías, cuando es esto
lo que nos hace verdaderamente felices.
Sólo nos concierne lo
inconsciente. Pero eso sólo es la otra cara de la moneda, la que nunca cae a la
vista y… te hace ganar la apuesta.
Era Jackson Pollock
quien tenía toda la razón: eligió la
audacia, se adentró en la locura (del cuello de la botella) y se lanzó a la
muerte en una furiosa y encarnizada cabalgada hacia el fin de la noche.
Yo sólo soy un
intérprete que cree en lo que crean sus manos (unas manos de Orlac): están
autorizadas a perpetrar cualquier cosa.
Los tres agujeros en
la cabeza aún no me han arrojado al desaliento, todavía soy ajena al peor de
los desahucios, a la autocompasión. Sé, lo supe desde antiguo, que siempre se
muere hoy, diez años antes, cuatro
años después, este año, ahora, hoy, en este mismo instante.
¿Ha bastado mi vida?
Dicen que 10.000 horas trabajando en algo acaba convirtiéndote en un experto.
¿Mi opus-1? Rayaazul.
(Rayaazul, DG-1.)
¿Cómo está el parque a
estas horas?
(Minueto en sol Mayor, K-1.)
No se oye voz humana
ni canto de pájaro.
El aire oscila algunas
ramas silenciosas y desnudas.
Ternaria luz,
primitiva, escondiéndose, rehaciéndose. Y luego, la oscuridad.
El crepúsculo de invierno gris azulado, frío, de
metálica herida, insobornable a la piedad, a la soledad, al hastío te ha cpgido
del pescuezo. Las luces deslizantes de las calzadas mojadas y las ruidosas
autopistas envueltas en vertiginosos rayos verdes y rojos hacen temible la
helada noche que ya se cierne sobre los fugitivos y los desahuciados, a ti,
decapitado escritorzuelo.
Ya en la calle. No
nieva, pero hay nieve sucia y dura sobre las aceras y los arcenes. ¿Dónde
esconderse?
-La
porquería que publican -dijo-. Estaba leyendo un artículo acerca de ese
Costello. Sí, al parecer lo saben todo sobre Costello... Como yo de Helena de
Troya.
-¿En
qué puedo servirle?
Me
miró de pies a cabeza, con lentitud.
-Tarzán
montado en una gran moto roja –-dijo.
-¿Cómo...?
-Usted,
Marlowe. Tarzán montado en una gran moto roja. ¿Le han maltratado mucho?
-Algo
hubo. Pero ¿le importa a usted eso?
Ella: sí, caminaba
bajo la nieve, sin la presencia del viento, bajo una blanca mansedumbre que no
rompía ningún sonido, ni siquiera el claxon de un coche invisible ni la sirena
implacable de una ambulancia que nunca sabes si salva de la desgracia o anuncia
la fatalidad, o la estridencia (siempre a lo lejos) de un camión de bomberos
que se lanza vertiginoso por las calzadas mojadas a su lugar de encuentro con
la catástrofe, una mudez sobrenatural en la hora nocturna e invernal cuando los
seres de esta ciudad de urgencias y continuo desvelo se sienten más indefensos,
quizás acobardados en sus pequeños apartamentos atestados de cosas innecesarias
al comprender el escaso premio que representan esos momentos de sosiego después
de una jornada de fatigas e inclemencias, de ambiciosos proyectos y mediocres
realidades, camina envuelta en el silencio bajo la nieve que mitiga su zozobra,
que acaso la reconcilie un poco con la muerte al pensar en las respuestas que
espera recibir tras ella (porque ella, condenada inocente, sí espera una
respuesta), camina sin prisas porque ahora ya conoce lo que abren todas las
puertas y el modo como se cierran definitivamente tras su espalda, camina bajo
la mansa nieve que es como una pausa, que la sume en un estado larvario, y todo
parece en suspenso, detenido en el tiempo, y piensa que ojalá fuese eternamente
así, sin volver jamás al pasado pero también sin aventurarse nunca al futuro y
sus añagazas malignas.
Instrucciones muy
urgentes para antes de morir (pero ésta fue una ocurrencia ya en la
infancia):
diseña una casa
imaginaria con cosas y ocupaciones imaginarias donde vivir imaginariamente de
muerta, pero tendrás que abrir la puerta (así que atina con la llave de la
imaginación) justo en el momento preciso en que la de la vida se cierra (de
golpe y a cajas destempladas o despaciosamente y con chirriante sonido de
madera polvorienta de siglos).
Mientras, él
intentaría conseguir cien pavos en la librería de Frances Stelof:
-Se trata de un asunto
de autoedición.
-Tendremos que
pensarlo.
-Puedo exhibirme en el
escaparate como curiosidad publicitaria en beneficio de la librería durante una
semana: en pelota viva con un ejemplar de Finnegans
Wake tapando los genitales… a modo de hoja adánica.
-Interesante…
Wise Men Fish Here.
Envió un primoroso
curriculum manuscrito: “… También redacté media docena de críticas literarias
para revistas de segundo orden (como, por ejemplo, El Pavo)
bajo el seudónimo de Max Misper.”
A juicio del señor
Hunter S. Thompson un escritor debe ser capaz de hacer algo más que escribir:
disparar al aire (o contra el policía con la multa en la mano o contra el
predicador que te regala un ejemplar de la Biblia o contra el tipo que interrumpe
tus ratos de ocio o contra tu propia cabeza), beber hasta el éxtasis, aprender
a boxear, jugar al póquer o… quedarse en pelotas con la picha floja delante de
la chica de turno y reír como un loco. Todo menos tender la mano.
Mantén vivo tú este
cadáver exquisito.
-Vas
a ser una buena chiquita -murmuró con su rostro pegado al de ella-. No podrás
salir de aquí y no vas a gritar. ¿Has entendido? Nada de gritos. Te daré una
tunda y te romperé los dientes. Te pegaré de tal forma que no podrás gritar
jamás.
Porque uno nunca
recuerda los libros que ha comprado y permanecen escondidos debajo de los ya
leídos, los que en realidad ama y una y otra vez termina releyendo, los que
ganan todas las batallas saboteando la lectura insana de los otros recién
llegados con olor a plomo de la imprenta, aún con los pañales limpios,
lloriqueando desde sus portadas chillonas para que los compren (peor aún, para que los adopten).
Eva Hesse leyó Berlin Alexanderplatz (me dijo) a lo
largo de una semana de verano, horas antes del anochecer, junto a la ventana
abierta que casi dejaba entrar desde la calle las largas y verdes ramas de las
acacias de limpias y pujantes hojas que brillaban a la luz crepuscular, pues no
dejó de llover ni una sola tarde de esa semana en Nueva York. Nunca vi ese
ejemplar, estoy seguro de ello, pero a juzgar por los comentarios de sus
allegados (que lo juraban), sus páginas estaban profusamente subrayadas y con
anotaciones al margen.
“Al final vemos otra
vez al tipo, muy cambiado, hecho un
desastre y sin una perra gorda, pero erguido…” (Camino del Parque
arrastrando un trozo de metal, algo muy parecido a una vieja máquina de
escribir despedazada).
“Un hombre tiene unos
ojos, y en ese hombre hay muchas cosas, y todas desordenadas, puede pensar un
infierno de cosas…”
“Sabe que está perdido. Sigue sin entender nada
de nada.”
Y celebré a los muertos, porque muertos estaban.
Al final:
Biberkopf: “No hay
nada más que contar de su vida.”
¿Era él el gordo,
grasiento y tosco Bib…?
Él cuidaba las formas.
¡Un ojo a la funerala a la tipa…! ¡Y llena la panza atiborrándose de carne,
patatas y cerveza!
(¿Acaso no se la
hincha él a base de hamburguesas y los apestosos hot-dogs que vende el tipo ese de Bryant Park?)
Existía sin crímenes
mayores. Se entregaba a los menores.
Y, además, con los dos
brazos.
La existencia es lo
que es, y eso es todo lo que tienes que admitir.
Y, ahora, rompe el
ticket de la entrada (hazlo trizas).
Lo que se aprende de
veras en esta vida, dijo (estoy seguro de ello), es a morir, a ir viendo como
se te va el vivir.
“Y entonces sí, notó
un temblor que no nacía dentro de ella y supo que la leve agitación de sus
manos y la parálisis ardorosa que tensaba la piel de la cara eran el reflejo
del pánico, de la certeza en que una fuerza desconocida y extraña traspasaba su
carne en ese momento y la invadía sin remedio, que definitivamente la tierra se
abría bajo sus pies y la alejaba del cielo y el aire se pudría y que ella debía
enfrentarse con sus pocas armas de combate a encarar el desafío, aún
indescifrable, al que le obligaba un mal irrevocable y bien acorazado de
estratagemas y ruindad: Dios sólo te dio ojos para que vieras la grandeza de
sus obras.”
Voy
a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su
aspecto. Pero voy a encontrarle y le mataré...
Acaba tus días, si es
que puedes, conduciendo 12 horas cada jornada un Checker modelo A-11 pintado de
amarillo (destruidos sin remisión al cabo de 500.000 kilómetros de rodaje) por
las calles y avenidas de Nueva York, transportando a gente que no conoces a
sitios extraños, tipos anónimos hasta casi parecer irreales sentados detrás de
tu cogote y de quienes lo único humano reconocible son los gruñidos que emiten
al hablar a solas y los monosílabos que a modo de saludo profieren al entrar en
el coche y al abonar la carrera, acaba en un movimiento continuo entre
cordilleras de cemento, hierro y cristal, inocente preso de un perpetuum mobile anterior y posterior a
ti, no confiando en nadie, no viendo nada, no pensando y envenenándote de hot-dogs al mediodía y bebiendo brandy
hasta reventar cuando ya el día se esconde en la noche.
También puedes acabar
embriagado por la locura caminante llamada Walser, caminando bajo la nieve
impertérrito a través de calles y calles nocturnas y acercándote cada vez más y
más a la absoluta nada a medida que diriges los pasos hacia la fría muerte
ataviada de blanca madrugada. (Inexpresivo, sin una mueca de displicencia en el
rostro, sin la menor señal de temor, mudo y sin reproches.)
Sé buen acólito.
Obedece las reglas (las que mejor te acomoden).
Templa el vino el
corazón (Eclesiástico, 31-31).
¿Qué vida es la de los
que del todo carecen de vino? (Eclesiástico,
31-33).
Toda sabiduría viene
del Señor (Eclesiástico, 1-1).
Da tus pies a sus
cepos y tu cuello a su argolla (Eclesiástico,
6-25).
Humilla mucho tu alma…
(Eclesiástico, 7-19).
Y entonces sí, notó un temblor…
-¿Quién es el que
conmigo va?
-No es el amigo.
-Es… Abstracto.
Una vez fuiste
concreta, reconocible, discernible:
En el 650 West 172 (c.1941), cuando entonces, cuando Picasso temblaba ante la que se le
venía encima: a los 5 años habla con muñecas, juega al ajedrez con su hermana,
come patatas y verduras, no le gusta la leche (toma tu vasito de leche negra), no le gusta la carne ni las sopas,
“lo mejor son las espinacas”, dormía abrazada a la almohada, se trae libros
ilustrados de la biblioteca (al final de ese año “ya no le gustaban las
muñecas”) y le gusta ir al Museo de Historia Natural antes de ir a correr en
Central Park. Veinte años más tarde, la carne sigue sin gustarle, no juega al
ajedrez, duerme abrazada a la almohada (a su calor impostado y “frío”),
continúa comiendo espinacas, la leche no puede ni verla (toma tu vasito de leche negra), coge libros prestados de la
Biblioteca Pública y cuando sale del Museo de Historia Natural (al que no deja
de acudir un par de veces al mes) se encierra en el estudio a pintar (porque,
en el 61, sólo pinta), que es una
forma más de jugar. ¿Y de amores? Ya
es sabia en eso, y altanera: “El auténtico amor es una carnicería en su
expresión más literal, querido.”
Hazme invisible, mas
no muerta. A un lado de La Mesa de las Ideas, bajo la luz cenital de penumbra,
he de colocar la calavera, mi calavera
ya descarnada, símbolo de vanitas, de
mi extraña y misteriosa poquedad.
Rastrea hechos del
pasado… Jamás ha de presentarse ante ella como una exquisita sucesión de
miniaturas realzadas por el luminoso azul, sino como una caótica mezcolanza de
representaciones inconexas de la que te será arduo difícil sacar algún sentido.
Y, ahora, puesto que soy Invisible y Consciente,
he de dibujar maravillosas entelequias de aristotélico influjo sobre livianos
papiros o en rudos pergaminos sin importar el precio de sus hechuras.
En el espejo: encerrada en el plano: ni por delante ni por detrás existe escapatoria (pero ahora es una prisionera del azogue que no desearía salir jamás de la engañosa celda).
En el espejo: habita en él a
salvo, pues sólo se halla en peligro si en él se contempla, si se hace
realidad.
¿Autorretrato?¡Oh,
tiene un ojo caído… el derecho!
¡También El Falso Escritorzuelo Cronista! ¡Desde
los cinco años!
Ya tenemos una cosa en
común: ¡a por ella!
No mirarse nunca en
él: ese personaje desmiente a la que eres verdaderamente, la que puebla tu
interior desconocido, misterioso y único, no hay posible concordancia con la
que te crees y la que representas a los ojos de los demás ¿Qué saben ellos?
¿Qué sabe el espejo de ti?: una imagen al revés de una encarnadura desajustada
con tu conciencia y tu pensamiento, una envoltura grotesca incapaz de mostrarte
y mucho menos de ser tú.
En Central Park una no se aburre nunca… si no va
aburrida. Porque yo iba directa a la degradación: yo era de las que utilizaba
lo que entendíais como arte para expresar mis propias angustias y
celebraciones. Como otros muchos demiurgos burlones os he hecho caer en la
trampa: traficabais con mi nombre en 1971 y mercáis con mis obras en 2013. En
2050 habré suplantado inexorablemente a algún dios menor…
Os obstináis en el engaño: el arte sólo sirve a los artistas.
El tipo entra en La Librería: ya no compra
libros: compra cuadernos Moleskine.
Acude al MOMA: pero
sólo en la tienda mira con ojos escrutadores en torno a sí: compra una camiseta
con nominal serigrafía en la parte delantera:
Busca una retórica. Busca una estética.
El caso es buscar (nunca encontrar).
Una posesión que
atestigüe ese día, esa hora… A Él. Respecto al arte (curiosas conversaciones de sobremesa).
Sale a la calle con la
bolsa de papel después de haber pagado sin la menor intención de echar un
vistazo a las salas donde poder deambular frente a unos cuadros de los que
nadie te prohibió jamás que no fueras sacrílego y desdeñoso si así te placiera.
(Pero también respetuoso.)
Cuando sea un espíritu
incorpóreo, de silenciosas trastadas, mis paseos por las salas de los museos
serán interminables, como la vida interminable de los seres que los habitan,
seres dobles y que dan mucho juego a la divagación: los que los pintaron cuando
fueron reales (y no incorpóreos como, al igual que yo, son ahora) y los que se
hallan encerrados en los cuadros, pobres diablos que nunca traspasarán el muro
de la incorporeidad, condenados a una visibilidad perenne de la que nunca
podrán escabullirse.
Tiene trece años: “Me
gustan las esculturas porque están quietas, a diferencia de un mundo donde todo
se agita, se mueve hasta con desesperación, como buscando su lugar definitivo
que jamás encuentran. Las pinturas tampoco se mueven, pero es difícil saber lo
que hay detrás, y tiene que imaginarlo, como si al artista le hubiera entrado
pereza por terminar las cosas.”
A los treinta raspaba
de la memoria los recuerdos que pudieran sosegarla.
“Tengo que volver a
Brooklyn”, se decía. “Tengo que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.” Allí
había dejado a su primer novio, un dibujante de cómics que vivía en la calle 5
con la Quinta Avenida, en Park Slope, un chico judío de origen alemán, como
ella, que contaba historias tristes mediante una narración gráfica que apenas
intercalaba tres o cuatro bocadillos por página: relataba con las imágenes
porque estaba convencido que todas las palabras son innecesarias si organizas
lo visual de forma que el lector (en esta ocasión, casi espectador) se vea obligado él mismo a agregar los diálogos a
las viñetas. Sus historias siempre eran de finales desdichados, repletas de
personajes mudos y confusos que brujuleaban de una página a otra sin saber
exactamente adónde ir y siempre víctimas de unas peripecias de las que nunca
salían con bien pero tampoco con daños irremediables. En suma, unas historias
de lo cotidiano en las que no pasaba nada que no fuera lo habitual en un ser
humano corriente: los dibujados vivían, trabajaban y morían en una megaciudad
donde la crueldad se revestía con la apariencia de lo normal. Bien. Aunque
quizás abusara un poco del escenario plural de una atmósfera gris y oscura
encajada entre rascacielos (algo torcidos).
“¿Qué habrá sido de él?, se preguntó
divertida. Hablaba con ese acento brooklynese
que convertía el idioma inglés en lo más parecido al Esperanto del siglo XXI.
“Hace mil años le presté un par de libros (entre ellos el Carpe Diem, de Bellow) que nunca me devolvió. Esa sería una
perfecta coartada para andar tras su pista…” Y una mañana de lluvia suave,
templada, al final de la primavera, coge el metro en la calle Grand y aterriza
en la Séptima Avenida. Pero después de andar un buen rato por calles
flanqueadas de árboles y seculares casas de dos y tres plantas de ladrillo
rojo, ensoñadora bajo un paraguas azul ultramar, permitiendo que los recuerdos
del pasado enmarañaran aún más el presente, sin decidirse realmente a nada (ni
siquiera intentó acercarse a la calle 5), terminó dando vueltas por las colinas
arboladas de Prospect Park y emocionándose viendo rodar el tiovivo de mil
colores bajo la luz gris y la leve llovizna acogedora… Respecto a su antiguo
amor apenas salida de la adolescencia, quién sabe, quizás sobreviviera con las
ilusiones de antaño encerrado en El Hotel Existencia de mister Auster, en
compañía de mister Harry Dunkel (a) Harry Brightman, incapaz de haberse creado
su propio Hotel Existencia (al contrario que ella, que es capaz de apropiarse
de todas las buenas ideas en un santiamén) y leyendo por prescripción
facultativa del doctor S. La conciencia
de Zeno, un magnífico estudio de las posibilidades de cualquier lenguaje y
sus limitaciones para penetrar en la realidad de las cosas y comenzar a volar
más allá de la mera definición.
El arte no es secreto.
Tal vez la técnica…
8-11-69: se llama así
este día, este minúsculo fragmento de tiempo. Llama a la puerta. No abro. Sé
que estás ahí. Ni un solo ruido, ni respirar siquiera, no estoy en ninguna
parte. Insiste. Incluso puede abrir la puerta. Y qué, no me verá, ya me he
desvanecido en el silencio.
Noviembre me hace la
gracia de su eternidad:
Un domingo oscuro y
silencioso sin lluvia, de mediados de noviembre de ese mismo 1969, supo con
seguridad que moriría antes de un año, que el diablo que se agazapaba en su
interior tenía siete vidas y ella sólo una. Se acercó al baño y se plantó
frente el espejo: se sorprendió a sí misma en la luz submarina sonriéndose no
de felicidad pero sí con complaciente beatitud.
¿Y después qué?
Cualquier Higginson
que acabe aseando los desperfectos:
-¿Quién eres? ¿Qué
pretendes?
-Soy El Glosador. Ni
siquiera tocaré con mis manos nada tuyo, ningún objeto, ni el más mínimo
residuo. Mi cometido es esencialmente taxonómico, una simple dilucidación de la
vastedad connotativa del material con el que trabajabas. Pero es posible que
hasta acabe alumbrando un nuevo lenguaje adyacente a tu obra… Y, después de
todo, mister Higginson no lo hizo tan mal al parecer.
-Quién sabe…
-Sí… quién sabe.
Su escritura es
documental, digamos.
Creí que era
literaria.
Entonces me
interesaría todavía menos.
Entonces, ¿qué?
No hay entonces.
Los
verdes ojos de Carlota María Egan parecían contemplar el futuro.
Huye despacio sobre la nieve, a lo Walser.
Salva los muros de Herisau, deja atrás el
sanatorio del mundo.
Verano del 69. Después
de haber mangoneado por segunda vez en su cerebro. Nada más despertar se dio
cuenta aún en la noche que respiraba aire caliente. El lecho temblaba. Cerró
los ojos: se sentía como mecida por aguas pegajosas y tibias. Permaneció
tendida durante horas sin abrir los ojos, despierta. Al mediodía la temperatura
sobrepasaba ampliamente los treinta grados. El calor húmedo y asfixiante había
calcinado cualquier resquicio de esperanza. No podía huir ni al pasado ni al
futuro. Tras los párpados se hallaba el rojo más vivo. Era materia inerte en el
vórtice de un incendio invisible, un pedazo de algo candente, algo indefinible
por su fiereza calina. Creyó que la piel de su cuerpo hervía y que empezaba a
derretirse. A primeras horas de la tarde el tiempo se detuvo por fin.
Ahora era una muerta
en vida.
Ningún dios sabe
hablar.
También El Artista
debe callar.
Otra madrugada, la
oscuridad le tocaba. Percibía sobre
la carne desnuda el contacto cálido y leve, envolvente. Esa extravagancia le
asustó de tal forma que canceló todos sus compromisos y se encerró en el
estudio mientras llegaba la noche, pero temía tanto a ésta que se negó a apagar
la luz eléctrica hasta el gris amanecer del día siguiente. Nunca volvió a
experimentar un fenómeno similar en el tiempo que aún le quedaba por vivir, de
manera que al final comprendió la naturaleza del visitante incorpóreo que
posaba sobre ella su aura como anticipo de las misteriosas sensaciones que le
aguardaban y que estaban negadas a todos los vivos.
Pero otra tarde del
lejano verano de 1954, en la estación del metro de Times Square, agachada mientras
recogía una de las fichas caída en el suelo, alguien le palmeó en las nalgas.
Se levantó electrizada para descubrir al osado, pero la indignación que sentía
le encegazaba de tal modo que no vio en
absoluto a nadie a su alrededor, y era la infernal hora punta, cuando miles
de pasajeros se entremezclan entre ellos yendo de un lado a otro, tropezándose
brazos y piernas, sólo atentos a sus destinos particulares, tan comunes por
otra parte: en torno a ella sólo había vacío, nadie, un espacio silencioso y desierto nada más que invadido por
la luz amarilla, gastada, y el aire que respiraba, quizás más espeso que el de
hacía unos segundos. Aturdida, buscó el refugio de la pared. Tardó varios
minutos en reponerse, con los ojos cerrados, presa de gran agitación y
totalmente desconcertada. Cuando finalmente volvió a abrir los párpados la visión se había normalizado por
completo. Frente a ella, que permanecía apoyada en la pared y aún con miedo de
ponerse a andar, la marea de gente iba de aquí para allá indiferente a sus
temores y perplejidades, despreocupados de esa jovencita anónima (y hasta
invisible) cuyo mareo debía achacarse a su desarreglo mensual.
¡El Diablo y sus
travesuras!
A
eso del mediodía me arrojaron del camión de heno.
Versión número 29 de Cuadrado Negro.
Lo veo.
¿Qué tal Blanco sobre Blanco?
Más acertado.
Creer en la utopía es
aceptar tu ineficacia en el presente.
Creer en la utopía es
dejar las cosas para más adelante.
Creer en la utopía es
el precio que pagas por tu pobreza de ahora.
Creer en la utopía es
creer en un gemelo futuro inexistente.
Creer en la utopía es
un cheque en blanco a tu acreedor.
Creer en la utopía es
entregarte a tus enemigos (y tenlo por seguro, tienes muchos).
Manos a la obra: ella
no cree que trabajar cansa.
Ella no cree:
Ora et labora.
Los hechos:
¿Cuándo aprendió a dibujar?
Mire usted… Tenía yo, a la sazón…
Allan Stone: dibujos:
la estructura de lo
que vendrá más tarde, el desnudo armazón donde asentar las ideas.
¿Y eso?
En el Parque de
Atracciones eso significa un bono de
diez viajes en El Tren de la Bruja.
La Aprendiza querría
saber más, comprender mejor, construir la pesadilla o el sueño.
Enhebra bien el
discurso, es la tipografía lo que enrarece todo.
Conocer el mundo y sus
misterios no ha de valerte para una perfecta comunión con la vida: tal
experiencia no exige la comprensión de la naturaleza así como al instinto le
repugna el freno de la erudición.
Signos, caracteres,
círculos, líneas… Ese vocabulario sin orden ni concierto es suficiente para
entregarse a la tarea ímproba de expresar lo inexpresable.
¿Conoces los secretos
de la naturaleza? Su materia invisible organiza lo visible.
Pero Henry James lo
advertía: “Hay profundidades.” También Lowry lo mencionaba.
Demasiado fatigaste el
cerebro.
¿Qué conjuros
pronuncias para que se desprendan de tinieblas todos los conocimientos?
Pero es muda: trabaja
con las manos.
Pomposo lenguaje, pero
pomposa y engalanada es la muerte pero aún menos pomposa que algunas vidas…
inútiles.
Muéstralas.
¿El qué?
Las cosas de tus
manos.
¿Cómo?
Con tu aprecio por lo
ininteligible.
Nigromante, ¿para qué
quieres adivinar el futuro? ¿Pues no sabías que el futuro siempre es el final?
¿A qué muertos
invocas?
A mis ascendientes, a los suicidas, a los
olvidados, a los exilados, a los desheredados, a los despreciados, a los
anónimos…
12/septiembre/2008: Pues...
Erase una vez que un futurible gran escritor dejó escrito
(obviamente, no podía ser de otro modo) que escribir era encontrar soluciones y
no problemas, de modo que escribió un novelón dostoievskiniano de más de mil
páginas pero con crucigramas y juegos de palabras e ingeniosos diálogos y
situaciones chocantes y personajes al borde del abismo por no saber ni lo que
eran y cuyas peripecias acaecían en un planeta como la Tierra pero todavía más raro
que la Tierra y páginas y razonamientos múltiples y diálogos y enumeraciones y
descripciones y sucesos y anécdotas y reflexiones de esa índole...
El, el futurible de La Gran Novela Americana, no logró
descifrar las soluciones, así que se ahorcó con la soga de los problemas
alrededor del cuello como aquel que tiene un mal día (la cuestión es pasar el
ratito).
¿Qué pasó?
Pche, que he tenido un momento tonto...
Y esto es todo, queridos inscritos en este fútil taller de
escritura creativa, donde nunca ninguno de vosotros, ingenuos mostrencos con el
bolígrafo bic en la mano garrapateando hojas amarillas, os jugaréis el
pescuezo...
Qué fáusticos
entretenimientos: todo lo tuyo ha de desvanecerse en el aire al igual que el
humo, disolverse como el polvo y confundirse con los suelos sin llegar... a los
cielos.
Con quien has pactado
(contigo misma, en verdad, pues no sé de ninguna otra fuerza) te ha conducido a
la confusión: ¿qué crees que legas después de tu muerte sino unos trastos que
hieden a laboratorio pueril? Me dirás que todo es confusión, pues el dios que
crea el mundo crea al diablo, pero todo eso son paparruchas. La preocupación
real del hombre es su propia condición llena de secretos y que no entiende. Esa
reflexión ronda una y otra vez su mente, y en cuanto el arte, donde tú te has
metido tan graciosamente, cesa de representar los escenarios que le circundan
no le queda más remedio que indagar en lo indecible, en lo invisible, en lo
inevitable, pues. Ni hay dios ni hay mundo ni hay diablo. Una vez hayas
sucumbido nada fue antes y nada es después. Lo hermético no es lo exterior
donde tropiezan tus ojos; son tus cavilaciones las que te enredan y los
despojos de tu fracaso la obra que tienes la desfachatez de exhibir a nuestra
mirada.
Ha entendido la regla:
ha quedado claro de una vez por todas que el mundo, lo que a partir de ahora se
mueve más allá de ella, se ha convertido en algo superfluo, inapreciable o
simplemente anodino e insustancial, como esa música ambiental de los malls a la que nadie presta atención.
Clausura
definitivamente el exterior. Lo monacal es el silencio. La obra se explicará
sola.
A partir de entonces…
El verdadero reloj que
marcaba el paso del tiempo era el deseo de hacer las cosas bien, obtener buenos
resultados. Ahora despreciaba la aprobación de los otros o la hipotética
proyección pública de su trabajo. El ajuste debía venir del esfuerzo encarnizado por hacer posible su obra
lejos de los convencionalismos y la rendición (incondicional y absoluta) ante
la usurpación de referentes ya contrastados y la concordia espiritual que podía
alcanzarse en el ánimo de un creador satisfecho por el logro derivado de aquel
esfuerzo.
Escribe Yahvé del
derecho y del revés, maga, y no conseguirás nada:
Mira al menos en tu
interior: abrirás la puerta a un océano de imaginaciones, y a ninguna de ellas
la refrena la discreción. Tus dos opciones se limitan al exceso, que son los
despropósitos y la ropavejería con que ofendes nuestro entendimiento, o a la
renuncia, que es el silencio y tu propia obra de arte que eres tú misma. Nada
tengo que venderte, la ciega naturaleza está a punto de robártelo todo: no eres
Margarita, temerosa de su tosquedad; pero tampoco la inconsciente y bella
Helena que engarza floridos discursos en tierras alemanas.
(Desprecia curiosamente
la razón y la ciencia, las supremas conquistas de los hombres… Dejaré que se
complazca con artilugios de pacotilla y magia potagia… ¡que a tanto engaño ha
de llevarle!)
-¿Acaso no serás tú
Mefistófeles?
-Yo, querida, tampoco
tengo donde caerme muerto.
El Viejo Bromista en
Los Cielos observa a sus criaturas, las expone a la vicisitud, a la maldición y
al humano engaño y mantiene los labios sellados. Luego, ya interpelará a El
Diablo, que irrumpe ante Su Presencia chorreando sangre por los ojos, fatigado
de maldad y oliendo todo él a semen podrido:
-¿De dónde vienes,
crápula de los cojones, que no sabía nada de ti?
-De bajar a la Tierra
y darme una vuelta por ella.
-Supongo
que ese joven no sabe que estás casada conmigo.
-No seas idiota -dijo Lola cansada- ¿Crees tú posible que yo
alardee precisamente de eso?
No es precisamente un
mensaje high definition.
No aspiraba a serlo.
Volvamos a Higginson:
¿Habrá una suerte de editing?
¿Correcciones y
componendas ajenas en mis obras…?
Una especie de aliño (por
así decir).
No ha de haber en este
mundo una fuerza de tal magnitud para convertir mi “no” en “sí”.
Febrero/1944: La niña
sonriente esconde una individualista de cuidado; además, los otros deberían
abrevar en charcas diferentes:
Del cuaderno de notas del Humboldt Junior High
School:
Respeto a los derechos
de los otros: U.
Trabajo en equipo: U.
(U.: unsatisfactory.)
¿Sabe alguien quién es? Sabes lo que piensas de
ti mismo, pero eso no significa que sepas quien eres.
22-5-1970: antes de
quedarse dormida y morir al cabo de siete días: “En el futuro nunca pasa nada.”
Con qué ansia respira
el moribundo, cómo se deja invadir por la bocanada de aire, cómo atrapa esa
ración paliativa de alivio y de vida, de pausa atenuante, de resistencia ante
la presencia ladrona de la muerte.
Atenazaba el presente,
como si agarrara del pescuezo a la gallina condenada al puchero.
Pero…
Entre
las cuatro y las seis, no había nada que hacer: estaba entregado a sus malditas
plantas, así que algo tendría que ocurrírseme.
¿Cómo se abarca esta
ciudad?
¿Cómo encajar todas
sus piezas?
Al fin y al cabo, un
día en Nueva York.
La mañana, la tarde y
la noche.
Tal pasatiempo.
Los hay que un buen
día se apartan de la corriente, se exilan en los bordillos, se detienen
cortésmente a un lado de la calle a fin de no impedir el trasiego constante de
los otros y estorbar su andar. Bajan los brazos. Sonríen beatíficos mirando sin
ver el desfile continuo e indetenible de los demás. Luego, se dan la vuelta y
desaparecen. Y a mí me gustaría seguir a cada uno de estos desertores hasta sus
casas, averiguar qué será de ellos a partir de entonces, en ese momento que…
¿empieza o acaba todo?
1956: 20 años: ¿vas a
necesitar a partir de ahora un Living
Playtex…?
¡Seguro que no!
No es nada artificiosa
esta chica (espera 10 años más y verás), y la artesanía a la que se entrega con
gran aplicación rebaja los humos, pues requiere atención debida, paciencia y
hasta humildad.
Ella, todavía no.
Y, luego, pues no le
dio tiempo.
Como adivinó la
tediosa… estudiosa:
la muerte va mucho más
allá que la memoria de los hombres: te borrará del todo.
Vivió en la antigüedad… etcétera.
(Todo lo que sabemos
de la antigüedad es que ocurrió: nadie de nuestra época estuvo allí. Incluso
podían haberse falsificado todas sus ruinas en alguna pequeña ciudad china del
siglo XXI… ¡Etcétera!)
(1962: B. regalo: Mohn und Gedächtnis. “Otro judío
sobreviviente… -pero se había equivocado de palabra: ¡perseverante!-)
(“Hablas como los asesinos de tu madre, y ello te ha de conducir al
sacrificio.”)
Sé generosa: absuelve
a la lengua.
“Sé muy bien cómo
eres, porque eres… inescrutable”, afirmó. Y a renglón seguido se puso a...
¡explicar mi trabajo!
A ella, que tiene ocho
ojos como las arañas. ¡Qué te parece!
2/1970.
El regreso del viajero
después de un largo viaje cerciora la
futilidad de lo que ha de acaecer cuando la ausencia definitiva; pero ese mismo
retorno parece certificar al menos cierto engaño, la magia de trampear con el
tiempo y el espacio: pareces salida de una chistera.
Me envían postales (Lippard,
LeWitt, Andre…) de España y otros países mediterráneos, donde nunca estuve.
(Esa picardía de garantizar lo inexistente
para el destinatario allende la ausencia mediante una prueba baladí, artimaña a cargo de cualquier
desaprensivo si así gustase.)
¿Rima tu obra con el
mundo?
Rima el bodegón, la
marina, el paisaje, la naturaleza muerta y hasta el retrato crudo y brutal rima
en las piernas viejas abiertas, en los vientres abultados, en los pechos
exhaustos, en los penes doblados, en los torsos flácidos, en las vulvas
rosáceas y colgadas...
La rima
(planteamiento, nudo y desenlace), ese jueguecillo fónico que tan sólo
satisface al ignorante reiterado de nuestros días que busca complacer sus oídos
y entendederas mediante rancias pero agradables consonancias. (Dijo).
Se necesitan muchos
más que cinco libros como biblioteca particular para andar por el mundo, señor
Witold Gombrowicz, aunque a usted le bastasen (comprensiblemente) El ser y la nada de Sartre, un manual de
filosofía en español, una historia de la música, una antología de libros de
Heidegger y otro más que nunca logró esclarecerse a pesar de que, póstumamente,
como debe de ser en el mundo académico, se celebraran para su averiguación congresos, seminarios,
mesas redondas e interminables debates.
Se necesita algo más
que una tela colgando del techo para denominarla “arte”.
En efecto, se necesita
creerlo.
Existen los grandes
misterios.
Misterio es aquello
que, al cabo del tiempo, termina resolviéndose: sólo lo secreto es oscuro.
La obra de uno para
muy pocos, muchos menos que aquellos to
the happy fews, muchísimos menos.
Otra vez dijo (el
amigo de ambos, de ella y de Allan Ginsberg) que probablemente Pull May Daisy, fue vista por no más de
once personas. (Él, El Decidor, era una de ellas; ella, no: andaba donde debía
estar: trabajando).
“Pero eso”, dijo otro,
“ni siquiera alcanza la categoría de agravio.” En efecto, rebaja todavía más al
creador.
-¿Pintas y aún quieres
que acudamos a ver tus engendros?
-¿Escribes y aún
pretendes que encima te leamos?
Piensas… ¿a gritos?
¡Valientes engreídos!
El aguafiestas ya lo
dejó bien clarito:
“Lo que hace sólo
tiene sentido para usted, y no para los otros. Es como una fortaleza
inexpugnable que no podrán traspasar nunca, adentrarse en ese sentido oculto,
coriáceo, impermeable. Pero los otros deben aceptar, a la vez que contemplan
aquello que hace, que sólo tenga sentido para usted y no para ellos. Y eso es
bastante para explicar cualquier tipo de arte y justificar cualquier tipo de
artista, incluida usted.”
Nadie está loco: con mayor o menor acierto sólo
actuamos. Todos. Uno se vuelve loco de veras, pero loco de atar, cuando deja de
actuar: se le han venido abajo los palos del sombrajo, y en ocasiones sin que
apenas se dé cuenta.
El artista es el más
cuerdo de los humanos: su éxito depende de su capacidad histriónica y del rol
secundario al que relega (jamás en primer plano) a los contempladores de su
obra, pues él, es El Gran Actor, al que nadie chupa cámara.
Tan cuerdos somos…
¡que hasta logramos confundir a los demás con nuestro perfil más atractivo!
¿Tiene sentido el
mundo?
Sin duda, lo tiene: empezó y ha de acabar. Es
todo cuanto hace falta para que lo tenga.
¡Por Dios…!
Deje en paz a Dios (es
lo que más le satisface), pues es el más cuerdo de todos: una obra de arte no
tiene por qué ser perfecta. Además, entérese de una vez, querido amigo, Dios y
el Diablo son la misma cosa… sólo que a veces bebe demasiado y hace trastadas,
como cualquier hijo de vecino novelista que se adueña de la vida y hacienda de
sus personajes; tal mister Faulkner y otros ilustres beodos atados a su máquina
de escribir.
¡Qué mundo de locos!
¡Y dale!
¿Qué si no?
Un mundo de cuerdos
que bastantes esfuerzos hacen para no recordar a cada instante que será su
propio cuerpo (esa encarnadura de blandos tejidos y fluidos y estructura de
huesos que los sostiene) lo que los va a destruir, lo que les va a robar el
Alma (charquita maloliente y escurridiza de bien nutrido légamo…).
Pon el cuerpo del
revés: crustáceo.
Sácale los forros.
Descubre su esqueleto
al sol.
Oculta sus órganos que
pronto se pudren a la luz.
Muestra la estructura
monda y lironda, sin los jirones despreciables de la carne (¡tan accesoria!).
Ahorca en el aire
limpio de la mañana o espeso de la tarde el armazón sin alma de unas criaturas
que a la postre es lo únicamente físico (nada-metafísico) lo que les destruye.
Tengo una casa en la Luna. A veces, con el tazón
del desayuno en la mano, recién levantado, todavía sin afeitar, miro por una de
sus tres ventanas la Tierra iluminada por el sol: no parece verse nada anormal
esta mañana, todo parece en orden, gritos y disparos, fuego y hambrunas, y
delimita su majestuoso halo azul las fronteras inviolables de siempre, gira con
lentitud en el espacio su redondez labrada por miles de millones de años…
Una noche turística
soñó la heroína viajera solamente en grises: el color de la piedra, se dijo.
Pero ella temía la
piedra.
(El látex acaricia, y
la resina pastosa y blanda, deslizante y dúctil amansa la mirada.)
Hesse se sintió
perdida, disuelta en la grisura prolongada de París durante septiembre de 1964:
del jueves 3 al lunes 14: Rodin y Brancusi; el museo de uno, donde el verdín
del bronce se confundía con el verde follaje; el taller minúsculo del otro,
orden(anzas) íntimo, pero no eran verdaderamente recintos sagrados, sólo el
lugar, el vaciado de los fantasmas:
el del místico, el del genial artesano.
Sería la noche del 7
(01 a.m.): noche de brujas.
15/9/64:
(“Roma, que se
mostraba al sol ruidosa, desnuda del todo a pesar del tráfico y sus crispados
habitantes, algo sucia, espléndida… al fin de un largo viaje.”(Roma, de mil
piedras y pinos seculares como su historia.)
¿París? ¿Roma?
¿Hamburgo? ¿Basilea? ¿Bruselas? ¿Londres?
Estás en Tierra de
Nadie. Si te mantienes en silencio nadie adivina nada de nada: eres extranjera
en cualquier lugar, pero en secreto.
-Una
cosa detrás de la otra... Lo primero que voy a hacer en cuanto me vaya de aquí
es visitar a tu mujer, y me acostaré con ella sin tardanza (...)
-Y
lo segundo que voy a hacer -dije- es algo que debiera haber hecho hace tiempo.
Voy a descargar las dos recámaras de esta escopeta en tus podridas tripas.
Y
lo hice.
No
se murió en seguida, pero lo hizo muy aprisa. Quise que durara todavía unos
segundos, lo bastante para relamerme con las tres o cuatro patadas que le
propiné. Puede que penséis que no está bien pegar a un hombre que se está
muriendo, y es posible que tengáis razón...
(Postales desde
España.)
¿Países? Sé tú la
rezagada, la que los ve chapotear en el lodo de la identidad con el manojo de
las plumas coloreadas de la tribu en la mano. Ni la pintura es una bandera, ni
la escultura una lanza, y toda teoría es inocente. El mejor artista es aquel
que más pronto ha retornado a la infancia ondeando un trapo blanco en son de
paz: dibújalos de frente, sin cuello, con manos y pies de alambre y pelo de
púas, pero a todos ponles la misma cara
de espantapájaros o de calabaza iluminada.
Eso mismo he estado
haciendo durante estos dos últimos años de artista: espantapájaros que alejaran
a los creyentes de los buenos pensamientos:
-No se asemeja a nada
que hubiera visto con anterioridad, en cosas propias del arte o no.
-Ése es un buen
principio.
-¿Qué clase de artista
quedamos en que era?
-¡Pche!
-Adelante alguna
pista, algo habrá que decir…
-Digamos que sus
elucubraciones surgen de las postrimerías…
-¿Postrimerías? ¡Qué
diablos!
-Muerte, juicio,
infierno y gloria.
-Si atisbáramos
minuciosamente hasta lograríamos dar con el dedo manchado de tinta del
Pantocrátor.
-Un arte sagrado…
-Ya, ya…
(Hesse: “Finalmente,
un artista se halla en todas partes -después de él incluso-: una especie de
gato de Schrödinger, vigilante pero complaciente con cualquier clase de
interpretación acerca de su destino: muerto o vivo, ¡qué más da!”)
-Un arte cuando menos
curioso, puesto que exige en cualquier momento la presencia del artista…
milenio arriba, milenio abajo.
-¿?
-Al menos para
atestiguar su condición.
-Gatos que se
desintegran al tiempo que sonríen en el espacio, gatos muertos/vivos, gatos
vivos/muertos… ¡Extravagancias sin fin!
-¡Magnífico! Sobre
todo cuando los payasos augustos sólo inspiran lástima y a los clowns ya les ha
perdido del todo su cansina afectación de eruditos a la violeta. Tales payasos
ya no nos hacen la menor gracia. En cuanto al payaso Malasombra…
Verbigracia:
Te acercas con sigilo
(no vaya a ser que saque las uñas) al montón de partículas (puedes contar los
trillones de ellas: no falta ni una sola), soplas (ni siquiera te hace falta el
barro o la costilla) y al otorgarle tu aliento creador… ¡albricias!: he ahí el
gato con sus dos ojos dorados, sus cuatro patas y sus siete vidas; mimoso, alza
el rabo mientras le acaricias el lomo, ronronea satisfecho ante tan loca
eternidad...
-Esta teoría me queda
grande, pues yo no soy artista. Me dedico a cosas más pequeñas.
-Como el gato que no
es gato y se limita a ocultar la suma exacta e impronunciable de sus átomos a
fin de distraer un ratito al personal y conceder la gracia de su figura al
paisaje vistiendo el muñeco.
Echa un vistazo a la
caja de esta pobre Eva Hesse: tu adusta (o interesada o estupefacta o incrédula
o irritada) mirada convierte lo que ves, modifica las reglas, ampara el
desatino o el prodigio: tú eres el significado: has sido el medio para la cosa (¿es arte o no es arte?… ¡No haber
abierto la caja!
En fin, todo es tan
ambiguo.
Su Underwood, ¿era de
teclas blancas o negras?
Ambigüedad…
Requiere las dos caras
de… la moneda.
¡Quien tuviera una
gemela! Anda, guapa, termina lo que yo he empezado.
¿Por delante o por
detrás?
Vuelve a poner las manos
sobre la obra. Sin suplicios, hechicera. El arte es la paz, y las visiones:
Hacia 1400, el
anacoreta Julian de Norwich llevó sus ojos sin aprensión al pequeño objeto del
tamaño de una simiente que El Visitante había depositado en la palma de su
mano.
-¿Qué es esto?
-Es todo cuanto es
hecho.
Se entrega a curiosos
alfabetos.
Oculta su letrería
tras el pensamiento, aunque éste se desmenuce en físicos antojos.
Su (tcga) en el que
trajina de la mañana a la noche es su falta absoluta de código; es infalible el
efecto sorprendente de esa improvisación, y es una entre miles de millones de
posibilidades. Quizá más, pues no exige el dibujo perfecto y a cada exhibición
resulta una imagen (por infinitesimal que sea la diferencia) distinta al
montaje de la anterior.
Hasta su total
destrucción sus piezas son una novedad a lo largo de su existencia objetual:
mudan, se niegan a sí mismas al salir a la luz, se reciclan, se alteran, a
pesar de que jamás renieguen de su forma primitiva. (Lo que busca un explorador
en su convulso camino adelante, abriéndose paso en lo desconocido, es el camino
que ha dejado atrás.)
Hesse, el ojo de
Argos: Hesse la de los cuatro ojos, o los cincuenta, o los cien, que controla
en todo momento La Creación.
Cada día se baña esta diosa de la modernidad en
las aguas que vierte la fuente de Canato, precisamente cerca de la localidad
griega de Argos: cada noche se acuesta virgen.
A la salida del sol,
convoca a los fenómenos uránicos: cósmicos, telúricos.
Adelante, adelante:
manos a la obra.
En tales asuntos se
reconoce.
Mi obra soy yo. Nada
de mi vida, ni la desdicha ni el temor, ni el éxito ni la felicidad, nada de
aquello que incluso carece de visibilidad, ha de serle ajeno, pues brota de lo
que sienten mis ojos.
¿De veras te asemejas al tieso engrudo que
mancilla la pared?, ¿al corrompido látex?, ¿a la hedionda resina?
Autorretrato:
(De auto- y retrato).
1.m.
Dícese del retrato de
una persona hecho por ella misma:
Ese ejercicio
narcisista de escrutarse a sí mismo… o adornarse, fingirse, admirarse, complacerse,
disfrazarse, (ocultarse).
Acopias en tu lista de
sucesos influyentes además de alas de mosca y pulidos y veteados guijarros de
playa o quién sabe qué otros antojos y cachivaches, la atenta contemplación de
muchos de aquellos que indagaron (o no) en ellos mismos: Giotto (plasmado el
rostro entre gentes devotas y anónimas), Durero (galán y talentoso), Velázquez
(de porte cortesano irresistible), Rembrandt (precario pintor de encargo sin
modelos), Delacroix (guerrero anónimo), Van Gogh (37 veces intentó imitarse
pincel en mano), Schiele (qué atónito personaje), Cézanne (seriedad ante todo,
monsieur), Picasso (el de los mil deseos y un solo rostro poderoso), Klee
(geómetra de los sueños), Lucien Freud (cuya desnudez lo esconde mejor que
cualquier atavío)…
¿Qué autorretratos son
ésos los de Duchamp, Pollock, Rothko, Andre y compañía?
¿Dónde están?
Hesse, ¿acaso es tu
autorretrato la varilla 1278 de Accession
III, o tal vez te hallas desintegrada en los átomos que se acumulan en el
vacío que enmarcan los listones de cuerda y bramante envueltos en vendas de
hospital de Hang Up? ¿Son las líneas
y pliegues de tu piel los enredos de fibra de vidrio que cuelgan en Right After?
“Conócete a ti mismo”,
advierte la máxima secular, y tú… te deshaces, te embrollas, nos confundes.
También sé cómo te
construyes: plagias las mil formas del caos, del absurdo, de lo grotesco.
Bonita manera de definirse. Aunque, bien mirado, ¿no es una manera justa la de
devolver al mundo sus bufonadas criminales, el azar infausto que parece
gobernarlo todo a despecho de unas leyes naturales de matemática perversión?:
gira sobre sí misma la Tierra y gira en torno al sol, y todo en adecuadas
distancias, con adecuado movimiento, a su tiempo, y nace y muere la célula y es
el viento, y el agua, y la piedra y el color de la sangre y el vuelo del ave, y
nada de ello escapa al decreto de su materia y de su sustancia, del prodigio
inicial e impuesto de su condición.
Pensar que es una
farsante es imposible, pues es de tal magnitud su desafío que el engaño, la
burla consciente, sería lo admirable. De modo no imperceptible, ya que cada
mañana asiste a sutiles pero notorias modificaciones en su carácter (se vuelve
retraída y reflexiva, como invadida de una reconfortante melancolía), cala en
ella lo esencial, poco a poco, como el pacífico bienestar que se siente con el
libro en las manos en el crepúsculo de invierno cuando el frío queda al otro
lado de los cristales y adentro de la estancia protege el calor envolvente y
visible de la chimenea, si bien el desplante barroco de sus materiales y la
osadía de sus estrafalarias combinaciones pudieran sepultar aquel propósito de
despojar a su obra y aun de ella misma lo superfluo y lo denotativo (inútil por
ya reiterado). Y lo esencial estricto, finalmente, acaba en invisible,
intocable, indemostrable. Si hubiera vivido cien años, se habría sumado al
automatismo vital, mudo y reiterado de un Bartleby: escogería el silencio, sin
un ademán, sin un gesto. Una negación
irreversible ante las cosas mundanas, un no hacer nada en absoluto por haberlo
comprendido todo: Hesse. Ni siquiera tendría nombre de pila, como aquel
Bartleby que ya ni prefería estar vivo y el solo hecho de pensar en comer le
infligía una cruel tortura. Hesse a secas (Hesse, como todo el mundo, que diría
comprensivo y universal monsieur Erik Satie), pero con ganas de vivir.
Viví treinta y cuatro
años. No fue suficiente:
“Hay una vida tras la
muerte de uno, y uno que es el mismo, vuelve a vivir y recuerda muchas cosas de
su anterior vida, la primera. Luego, cuando muera de nuevo, se habrá acabado
todo pues ya no volverá a nacer nunca más. Sé todo esto porque soy capaz de
pensarlo y tengo muchos recuerdos de
cosas que no he vivido.
Pero más tarde, sola,
lejos ya de los fastos de la arrogancia del enfermo terminal exhibiéndose ante
los rostros circunspectos de los otros pensó, no sin experimentar una especie
de terror desconocido, de saberse perdida enteramente, que “entonces, cuando muera la segunda vez, todo habrá
terminado de verdad y para siempre jamás.”
(Ella, que se hubiera
conformado tan solo con estar viva dentro de una casa de piedra violeta y
ventanas de madera pintada de blanco.)
La nada.
(La idea de la nada es
de una falsedad intelectual abrumadora: nadie,
después de su nacimiento, ha sido nada: la imaginamos como un largo un
sueño pero en el que nunca dejamos de ser
lo que realmente somos, seres vivos, en coma o en la pesadilla; sólo
después de muertos nos precipitamos a la verdadera nada, mucho más nada que aquella que precedía a nuestro
nacimiento, puesto que ahora, en
tanto vivos, somos conscientes de ella.)
Una experiencia
potencial:
Hemos atisbado en la
sima de tu ser hasta alcanzar una potencia de 10¯¹5 metros, allá donde los protones y los electrones imponen una
zarabanda inextricable, y donde las fronteras de lo visible e invisible se
confabulan para dar paso a lo desconocido, adonde la física comienza a ser un
puñado de símbolos abstractos. En tal lugar no se visualiza lo misterioso, es el misterio, y se presiente la
existencia no del milagro sino de una sabiduría inefable, una componenda que
proviene de la energía y las fuerzas más hondas de la estrella. Fuiste átomo y
molécula antes, y antes una arquitectura tan sutil que hasta exigía su propio
alfabeto y no su forma para ser, y
aun antes, cuando la visión humana hubiera requerido ya sólo un aumento óptico de una magnitud próxima a una potencia de
10¯5 metros, revestías la apariencia de una célula, y todavía antes, a una
distancia de 10¯¹ metros hemos apreciado la exquisita tela que preserva tu
carne de las agresiones más alevosas, y mucho más antes, ahora a una distancia
de 10-8 metros, hemos visto tu casa de azul y blanco iluminada girando en la
negrura espacial, pero antes de todo lo anterior, alejados a 10¹4 metros (cien
mil millones de kilómetros), desde un exterior negro y silencioso hemos podido
contemplar la estrella y las elipses de sus escoltas, entre ellos tu planeta…
Te diré que a un billón de kilómetros nada de lo que te concierne significa
algo: una estrella solitaria que destaca de los otros miles de millones de
estrellas y emite un poderoso fulgor: el que te ha dado la vida, aunque a 10¹8
metros no sea sino una mota de polvo que brilla tan débilmente que apenas es
perceptible en un firmamento de estrellas tan comunes como ella, y mucho menos
a 10²² metros donde sólo has de ver en la infinitud del cosmos las galaxias
donde anidan esas estrellas.
Pasado,
presente, futuro…
¿Te
ves realmente bien ahora? ¿Cuál es la visión perfecta?
10º
metros: a 1 metro, pues, donde la mirada se reconcilia con la escala del
hombre, medida de todas las cosas (de las
que son, en tanto son, y de las que no son, en tanto no son).
Eva
Hesse imagina las mil cosas que sabemos y que hemos creado y se resiste a
pensar que otros hombres y mujeres del pasado, con méritos y talentos,
esfuerzos y sacrificios mucho mayores que los de centenares de millones de
seres de épocas de después, sean ignorantes del todo de una evolución
tecnológica y conceptual que ha llevado a desvelar múltiples misterios y
conquistar territorios físicos e intelectuales inimaginables. ¿Cómo aceptar que
Sócrates, Copérnico o Cristóbal Colón estuvieran condenados a no saber de las
galaxias o de los elementos periódicos? ¿No es de suprema injusticia que
Enmanuel Kant no supiera en vida de los límites del universo conocido cuando sí
intuyó perfectamente la existencia de las galaxias? ¿Cómo soportar la idea de
que cualquier personajillo que a duras penas extraería el cociente de una
división (si es que alguna vez aprendió a dividir) maneja mediante fáciles
sistemas máquinas de calcular tan complejas y componentes físicos tan
intrincados que ni Pitágoras ni Aristóteles jamás hubieran sospechado de su
posible existencia? ¿Cómo conciliar la idea de que Newton nunca sabrá la teoría de la relatividad o de que Einstein no
pudiese contemplar los primeros pasos del hombre en la luna? Si cada ser sólo
es testigo de su tiempo, de nada sirve haber sido un eslabón de la cadena. ¿No
han de saber el Dante ni Shakespeare ni Cervantes su constante nombradía en los
siglos que les sucedieron?
Eva Hesse rechaza que el
genio del pasado no alcance a comprobar las consecuencias seculares de su
genialidad, incluso le repugna la idea de que los habitantes de un pasado y un
presente (el de ella misma) no puedan admirar los mundos y las eras que todavía
han de prolongarse durante miles de millones de años después de ellos.
¿Acaso no se remata a los caballos?
Eva Hesse prefiere creer
que ha de sobrevivir a la muerte por los siglos de los siglos.
Eva
Hesse es inmortal (se dice). Y, débilmente, de nuevo sonríe a la habitante azul
del espejo, porque es inútil que intente borrarla de allí, hacerla desaparecer
de algún modo si una y otra vez se
enfrenta a ella misma observándose en
ese cristal revelador.
Le
subyuga esa imagen que morirá con ello, lo oculto,
aquella cavilación de palabras silenciadas. ¿Cómo ver lo oculto? Con la
invención. ¿Cómo es? Como lo inventes: absurdo, grotesco, inesperado.
Lo
oculto es: estaba… invisible (hasta
ese momento).
Ha
pactado el silencio aprobatorio entre las dos. Y el perfecto diálogo que ya
queda en su vida es decididamente el que convoca a ellas a solas, bajo esa luz
desleída de azules.
(Apaga
la luz: “Sé que estás ahí”, advierte a las sombras de delante de ella donde
supone que se yergue la celada, tan presta al intercambio de despropósitos a la
otra parte del azogue. “Aunque no te vea, estás tan quieta en tu sitio como yo
en el mío.” Se hace a un lado: “Ahora sí que ya no estás.” Sale del cuarto de
baño, en absoluta oscuridad, sin cerrar la puerta tras ella.)
El
ejercicio del arte es una forma de mirarse en el espejo, un juego o diálogo tan
narcisista que a la larga puede acabar en el aborrecimiento: una se muestra en
el espejo como se muestra en el arte: una suerte de exhibición, una mascarada a
través de un peor o mejor maquillaje.
Ha
conquistado ese juego. Estoy/no estoy. Me veo/no me veo. Hola/adiós.
En
la obra de arte: me escondo/no me escondo.
Retrato
de un caballero, de una dama, de un joven (en barroco marco del XVII con
moldura en pan de oro): seguramente el
retrato se parece al retratado, pero seguramente también al artista.
Su
espejo de artista, el del estudio, es pobre, rectangular, un pobre cristal
azogado enmarcado de mínimo y desnudo bisel encima de la pequeña pila del
lavabo, colgado a la escarpia clavada en la baldosa.
Eh,
¿adónde estás?
Enciende
la luz.
Te
veo distinta a ayer.
Pues
eres tú.
Es…
la enfermedad. Por dentro soy la misma.
Ese
es el problema de hacernos con un personaje. Sólo debería visualizarse lo que
hacemos, y no lo que somos y aparentamos.
Te
noto tan diferente, tan “extraña” a quien yo creo ser en este momento.
Es
un error muy común: atisbar por las rendijas equivocadas.
Hasta
mañana (replicó con ligero enfado).
Hasta
mañana, le dijo el espejo.
Buenas
noches.
Buenas
noches: apaga la luz.
(Pues
aunque el espejo se ha despoblado de su presencia, prendida la luz sigue
atrapando los objetos y la forma del espacio desierto, de los baldosines
azules, de la cortina azul de la ducha, del pequeño estante de madera pintado
de azul donde se posan el vaso con el cepillo de plástico azul con las cerdas
azules y el tubo del dentífrico, dos peines, el cepillo de carey del pelo, el
toallero metálico azul, la toalla ¡azul!… Qué visión terrorífica durante todas
las horas de la noche, pensaría el espejo, sin poder hacer nada, aguantando esa
imagen detenida, invariable, reiterada, inamovible en el azul heridor de la
noche eléctrica.)
Apaga
la luz.
Estas
últimas semanas, ¿no será el sheol?
Con los ojos cerrados vagas de un lado a otro, de la cama al lavabo, de la casa
a la calle, del café al hospital, del libro a la locura del pensamiento
estéril, encanallado en un sacrificio carente de sentido y sin honor: el
hediondo objeto, la materia fecal y obscena apresa la luz de los vatios, se adueña
y erige por encima del espíritu que nunca
debía morir. Y los espectadores se mueven alrededor, escudriñan, interpelan
a lo inerte y lo mudo: ven un objeto, y me ven a mí, y no lo saben.
Con los ojos cerrados,
ven, diosa, conviérteme en piedra, ni cuerpo violado ni infatigable espíritu.
Apaga
la luz.
Enciende
la luz.
Hola,
de nuevo.
Aquí
estamos las dos.
¿Sabes?, ahora cada vez
más me parezco a ti… Estoy cansada, como si de un momento a otro me fuera a
sumir en un sueño profundo. Es cierto, me reconozco en esas ojeras y en el
rictus incrédulo de la boca, los pómulos afilados, en la palidez espectral, en
la oscuridad de tus ojos…
Me
alegro, gemela. Aquellas disidencias entre lo que veías y
lo que sentías no eran embarazo deseable: no somos tres: pues yo (tu reflejo) y
tú agotan el cupo. La que parlotea incesante desde tu interior es la que no
ha sido para el mundo: invisible y lejos
de lo tangible. ¿Quién la conoce? ¿Quién
sabe de verdad de esta insurrecta? Allí dentro no para quieto ni un instante el
pensamiento. Una corriente tan fluida como la sangre, tan adentro… ¿adentro… de
qué?
Las obras de arte son
las pústulas, lo excremental de ese adentro, su imagen (¿verdadera?) tal vez, aunque no importa que
no sea así, y crecen desde ese sinsentido palabrero y silencioso (que tampoco
importa demasiado que no sea así). El único arte es ese ensimismamiento que
produce hacer arte: un juego de niños
mientras la tarde se apaga más allá de la ventana y la languidez se apodera de
las horas, de la carne infantil ahíta ya del sol del día y los pequeños
misterios y las ocurrencias, fatigada ya de ese día que se desviste del dorado
tornándose gris oscuro, sucio, teñido de la nocturnidad de las lámparas sin
alicientes salvo el del sueño.
Apaga la luz.
Odian los espejos el
pensamiento, aquello que no han de atrapar jamás, odian los sentimientos que no
son capaces de escenografíar, las emociones que no logran radiografiar, los
odios y los afectos que las expresiones disimulan…. En efecto, para ti,
artificio simplón, yo sólo soy una máscara: lo pavoroso por desinhibido y
libérrimo, hasta cruel y hasta perverso y hasta repugnante y hasta criminal,
que habla incontenible entre órganos y huesos, nervios y vísceras permanece
secreto a las visiones que proporcionas (tú única virtud), al mundo natural de
las cosas que reflejas, te es extraño y no aflora mediante ese trivial
mecanismo que activa tu precaria máquina de figuraciones, y de nada te sirve en
este caso la zalamería que empleas en inducir a los incautos que se deleitan contemplándose
al juego del autómata, aquel que, en
el complicado arte del ajedrez, a despecho de la torpeza de sus adversarios,
provoca con sus lances deliberadamente mal resueltos que ganen la partida
ellos, los lerdos: son insensibles a su decrepitud, a las arrugas, al cerco de
fatiga que rodea los ojos, a la mirada borrosa: ¡dejan de ver el tiempo a causa
de tus ardides!
Porque
los espejos sí engañan, taimados fabricantes de tragantonas miserables: ése soy
yo. ¡Quía! Lo que ves, ni lo puedes tocar.
Se
mira en el espejo y no se ve, porque lo que ve está fuera de ella, y va a desintegrarse y quedarse en nada por
siempre y para siempre. Es como una figura de hielo que al sol del mediodía se
ha de disipar sin dejar rastro.
Ella
no es eso.
Ella
no es tan fácil.
Habló
del horizonte, como si fuera el futuro, que no tiene tampoco rastro: allá en la
lejanía, donde nunca se alcanza, donde la reverberación del sol levanta
traslúcidas humaredas capaces de corporeizar los sueños, el espejismo.
Pero
los espejos sólo muestran el pasado, lo que anda tras de ti.
En
Nueva York no se ve de ninguna manera el horizonte, que sólo son los lados que
te flanquean en las andanzas interminables. Millones de los andantes, al
término del día, lo principal que han ganado es precisamente eso: un día más
que estuvieron vivos. Y eso parece ser todo. No se acuestan felices, pero
tampoco resignados. Creen en el nuevo día que ha de amanecer. “Todo un día por
delante”, se dicen. Cierran los ojos y duermen, confiados y condenados.
A
la mañana siguiente, depende del clima, Nueva York amanece roja y pegajosa, o
blanca y gélida, o azul, dorada y gris a la vez y con una brisa fresca que da
ganas de todo porque estás con el ánimo de creértelo todo.
¿Cuál es la trama? (de
ese libro). (Argumento.)
¿Cuál es el trama? (de
esa pintura). (Tema.)
¿Cuál es la trama? (de
tu vida). (Dolor.)
¿Cuál es la trama? (de
tu biografía). (Arte.)
“La trama es lo que
menos importa… Una anda entre la gente, y hace cosas con las manos, y absorbe
formas y colores con la mirada tranquila, y luego…”, creo que llegó a decir,
aunque su voz era tan débil que apenas resultaba audible, algo en verdad
deprimente, pues era como si las palabras musitadas vinieran amortajadas con la
blancura de las sábanas.
(“Y la voz que parecía
brotar del mismo sudario…” Etcétera, etcétera.)
Del Diario: “Si una trama no acaba en muerte (y tampoco es
necesario saber qué caminos la han conducido hasta a ella), es falsa. La
realidad es un breve intervalo de sensaciones que experimentan gente destinada
a morir sin excepción ninguna: la trama es algo tan invisible como lo
cotidiano. Lo excepcional es lo contrario (que vida tan animada, dice el muerto
en accidente de aviación, o de automóvil, o perdido en la selva, o ahogado en
el mar, o en una habitación de la planta de oncología, o…)
No
hay trama en la escultura de Eva Hesse; ¿tema?, oculto, quizá el tuyo,
cualquiera, el que seas capaz de imaginar.
Pero
él, que nada tenía salvo una máquina de escribir que cada día se oxidaba de
silencio más y más, era andante infatigable, y hablaba para sí en rústico, como
si estuviera en los campos del Señor: estas son tierras de mucho viento, de
aguaceros, de nevadas que agrietan las venas.
Ella
trabaja lo inusual, que es la forma verdadera de dar con lo esencial, o al
menos con lo sobresaliente.
El
armazón invisible de sus obras fue el tóxico, invisible y letal.
Otro
escribió
(Todesfuge)
con
la lengua que lo mató
la
misma primavera del mismo año:
sobrevivimos
porque la herida se ha cerrado por fuera (aunque nos va pudriendo por dentro),
sangra
en la oscuridad
encerrada
la herida
oculta
a todos los ojos
hasta
que hace enfermar todo el cuerpo.
Invocaba
a cosas raras, puesto que la normalidad le había vuelto la espalda.
¡Oh,
Cosa, vuelve tu piedad hacia mí…!
Los
dioses no existen, qué tontería, son mucho menos que la luna, a la que a veces,
aun brillando de esplendente desnudez,
solitaria en el cielo de la noche, ni se mira.
Hesse
pensaba en la luz lunar, una tintura tétrica sobre las cosas de la tierra,
sobre los objetos solos y las componendas de objetos que ella tramaba sobre los
suelos y las paredes. La luz artificial los agraviaba; la luz solar los dañaba:
el reflejo selenita bastaría para revelarlos en su perfecta dimensión de
novedad, en su verdad y necesidad más auténticas.
Ella
ya vivía como en esa luz: sólo le llegaba el reflejo de las cosas y de los
seres, una endeble emisión de la vida de afuera brutal y ambiciosa de la que
poco a poco comenzaba a sentirse foránea. Era mucho mejor así. Encerrada en su
estudio todo le llegaba amortiguado, y no iba a amilanarla la lluvia y la
completa oscuridad que en esa primavera del 70 acortaba de pronto las tardes.
La
realidad platónica se halla confundida, pues es sin duda esta palidez serena y
silenciosa que huye del escalpelo tosco del sol que todo lo ciega y lo hiere de
luz, la cara de la verdad… La sombra ni ha sido ni se corrompe, al contrario
que la carne del cuerpo que es pronto devorada por una podredumbre, y que es
como un artificio tan efímero que hasta impalpable parece en ocasiones a pesar
de su pujanza y su vocerío, de esa verticalidad que tan poderosa se muestra
pero que se desmorona al suelo al leve aleteo de la mínima ave, es como una
llama que se eleva pero es sólo un fuego que muere al menor soplo: la muerte es
una flor que florece sólo una vez, dijo el poeta suicida en esa misma primavera
del 70, y lo dejó bien probado con su muerte por agua (él, Celan, Crane,
Storni, Woolf... gallardos y altos como tú).
Alguien
en posesión de mis ojos.
Ser
como ellos, pero de verdad mudo, porque lo sublime tiende a la mudez más tenaz:
la elocuencia de los objetos calla lo trivial pero exagera lo excéntrico.
Ese
mutismo, casi siempre infranqueable, bajo su inerte apariencia puede proferir
la blasfemia o musitar la plegaria.
Contra
lo que pudiera pensarse, el silencio pertinaz brega contra la pretendida
inviolabilidad de la realidad objetiva. A la chita callando, menoscaba una
supuesta prevalencia real de lo que es frente al guirigay de las mil
opiniones opuestas. Por encima de una u otra visión, tal vez no exista la visión perfecta, única e irrebatible.
Tu
ojo frente a la Nada está.
Smithson,
que no veía nada sacramental en la Tierra, la vaciaba.
(En
El Silencio.)
Judd
reiteraba una construcción límpida (reordenaba el Génesis).
(En
El Silencio.)
Otro
apelaba a la ordenación numérica sin simbolismo ninguno y a la límpida desnudez
del acero para allegar a la abstracción total.
(En
El Silencio.)
Y
aun otro encendía la sustancia de los tubos huecos, atrapaba la luz en formas
simples, rígidas y de chocante lógica para ordenar un espacio que amparado en
la desnudez repudiaba una multiplicación innecesaria.
(En
El Silencio.)
Busca
una palabra que no relate ni señale el mundo:
“Hablo
sólo para expresar mi mudez”: la palabra nada más que como signo de su
existencia gráfica, ese prodigio de palabra huérfana con que se hace el poema y
no labra ningún significado posible porque su cualidad sobresaliente es la
absoluta ausencia de él.
El Arte es el silencio,
sólo las voces interiores del obrante y el recipiendario pugnan contra la
solidez de sus muros.
Sobran las palabras, y El
Andante, lejos de espabilarse, en sus lentos caminares y estériles reflexiones
se convierte en destinatario silente de Grandes Prodigios:
En su camino a poniente la luz del sol
variable, quebradiza o pujante, oblicua y agónica, traza en las piedras y los
espejos de cristal ciudades distintas sin necesidad de abandonar la calle que
recorres de punta a punta, la 52 por ejemplo: dejas atrás el desmesurado y
compacto River House y sin desviarte ni unos metros, machaconamente en línea
recta, acompañas los cambiantes rayos en
lo alto hasta el mismo Hudson sin sentir
el hambre ni la sed...(“Que acabe el día...”)
“¿Sabes
lo que significa Häagen-Dazs?”
Poco
lenguaje tengo para este tropel incesante de pensamientos, esta avalancha de
imágenes (unas discernibles; otras, difusas como la voz lejana): la palabra
inagotable rota por la suprema incoherencia de la visión interior/exterior.
Esos
trastos llenan la nada…
(¡Y
esa es la forma de la nada!)
(Rellena
la nada…)
(Existen
millones de hacerlo: tan concebibles como los millones de figuras que se le
oponen.)
“Su
obra ni siquiera es un puzzle, sus variantes la invalidan…”
Antes
al contrario: la subliman.
El
verdadero puzzle no existe (a menos que escamotees varias piezas del dibujo
original). El desbarajuste anterior a su recomposición desmiente su condición
caótica, y el posterior ordenamiento ya era una predeterminación indeseable en
un acto creativo verdaderamente inspirado, ajeno al amaño y disconforme con la
mera habilidad o un paciente e inútil entretenimiento.
-Convengamos
en que se trata de un puzzle…
-Está
bien, un puzzle verdadero, sin un
modelo de referencia plástica en la parte frontal de la caja contenedora… No
existe una figura, paisaje o escena que replicar.
-Entonces,
¿cómo es posible…?
-Su
única razón de ser, amigo, es precisamente intentar una conformación que…¡no
existe!
-Intentarlo
y no conseguirlo jamás…
-El
resultado multimillonario, cualquiera de sus combinaciones posibles, es el puzzle, un dibujo que siempre será
correcto, o al menos irrefutable.
24 años (noviembre):
“¿Qué ocurre ahí adentro?”: Ya eres muy mayor para no saber qué diablos está
pasando:
Separan las piernas,
entreabren los labios de la vagina, atisban, luego inspeccionan más
minuciosamente, ponderan… Darán con el dolor (extraño, oscuro, tan interior).
Puede volver a casa.
(Aun lejos de la
seriedad patológica, pero ya joven malherida, recela de la ironía y el ingenio
al considerarlos sustitutivos poco valiosos respecto a otras cualidades con las
que pertrecharse frente el arte y la propia existencia, que tal vez requieran
de una actitud que aunque crítica sea a la vez realmente constructiva:
básicamente la ironía niega, y el
ingenio, que muchas veces suple faltas de cultura, es facultad muy cerca casi
siempre de lo frívolo.)
Soldada a la levedad insoportable del Diario
(pues no es a su pesar La Gran Muralla, Inexpugnable, Defensiva y Explicativa
que siempre ha creído de ese desabrido manojo de hojas sueltas manuscritas): se
examina, se analiza a ella misma en tercera persona. Este inventario de
palabras mucho desmerece en comparación con los objetos, utensilios y
materiales hediondos que sepultan tu mesa de trabajo: ¡las palabras no huelen!,
¡ni pueden tocarse!
Tan perspicaz para lo
que no le interesa, tan ingenua como pretender que no le importa lo más mínimo
aparecer en el Who’s Who, tan honesta
como para llevar su trabajo hasta el
final… Demasiadas lidias.
El Diario rebaja la
vida a un simulacro: ninguno huele a sangre.
Afortunadamente: “Odio
ver la televisión. Quiero hacer cosas, no ver cómo otros las hacen.”
¡Ay de quién se atreva
a modelar su pensamiento, a adulterar la realidad que penetran sus ojos…!
Tiene millones de
toneladas de barro encerradas a buen recaudo en la bolsa craneal. ¡Tiene
material de sobra dentro de sí! ¡Sólo necesita un buen armazón resistente y
flexible a la vez para ponerse a trabajar!
En el 134 de Bowery, las horas vuelan.
Lee lo justo. Hay que obrar.
Mira
tu rostro (lo ha mirado muchas veces, y descompuesto, desencajado, alterado, crucificado): no se descubre nada en su
expresión, (aunque) todo se descubre en su expresión. Puede perfectamente hacer
una máscara expresionista o un retrato a lo Leonardo o una abstracción de él:
requiere color y raya.
“Al
principio me utilicé de modelo.” Mentira: miraba demasiado adentro, donde está
la nada y está el todo y una tiene
que inventar la fealdad si es menester huir de lo decorativo. Lo de adentro es feo, viscoso, pestilente:
bello, inaudito, complaciente.
Ella
lo convierte en despropósito, y otros (Dalí) en hojalata dorada.
Ella
desdeña el acero corten (una oxidación al cabo resistente, tan alejada de lo efímero) y las vigas de doble T (asociaciones indeseables): elige los
grumos de sangre que, fuera del búnker del cuerpo, a la luz del sol se resecan
y ennegrecen hasta que la lluvia y el viento terminan haciéndolos desaparecer.
¿Qué
queda de una al final? El agujero tapado donde enterraron sus huesos o el lugar
en el que aventaron sus cenizas. La huella deleble de su sangre, tan encerrada
que estaba, se torna invisible del todo. Ni tan siquiera es tinta simpática: no
ha de florecer a la tibia luz del sol, no se revelará a reactivo o conjuro
algunos, a ningún ruego, a ninguna lágrima.
Santificada:
todo lo que atrás ha sobrevivido adquiere la dimensión de inusitada
celebración. ¿Lo basurable en los sucios rincones del estudio de Bowery? ¡Oh,
no… son reliquias!
Una
vez que Beuys paseaba la liebre (más inspirado por tanto de lo habitual) redujo
todo arte a una sola cosa: cuestión.
La
cuestión es.
Ningún
árbol tiene el mismo número de hojas.
En
Nueva York se hablan 800 lenguas. ¿Eres capaz de entenderlas todas?
También
el arte es un lenguaje.
¿Qué
haces, Atenea?
Una
de las mil tareas. Puedo improvisar cualquiera de ellas, y en el modo que me
plazca.
(Pues
es entretenimiento.)
La
industria del arte exige conocimiento, inteligencia y pericia.
Artesana
de las Bellas Artes.
Hilas
y tejes: tareas… ¡femeninas!
Ja.
Right After.
Oh, esas absurdas
geometrías… aterradoras, me llenan de pavor, invaden mis sueños de pesadillas:
Telas de Araña.
Esa
prisión de sedas malignas, de pringues malolientes que tapizan la celda… de los
hospitales, de los manicomios, de las cárceles, de los cementerios.
Un
laberinto sin salida (¿dónde estuvo la entrada?).
Un
vagabundo, inexplicablemente, ha encontrado su lugar: se sienta en el otro
extremo del banco Green y le mira con atención; él, por su parte, evita fijar
sus ojos en el tipo: un escalofrío de terror le recorre de pies a cabeza, como
si brotase de la misma piedra del asiento, al pensar que ese es el que ha venido del futuro a saludarle y contemplarle
enfrascado en sus haikus.
Buscaba
El Argonauta lejos de aquellas ocurrencias infecundas a una Hesse benefactora:
tiempos aquellos que las diosas desprendían de tu cuerpo agotado y polvoriento
los harapos de tus viajes y aventuras, te bañaban en aguas cristalinas
perfumadas con los pétalos de las flores y las hierbas del monte, te ungían con
aceites…
Por
mi parte, te diré lo que quieres oír:
“La
repelente abstracción y lo ininteligible en tu obra descartan la posible
existencia de un proyecto moral, social e ideológico, y las referencias
ocultas, o la ausencia de ellas, la invalidan como ejemplo de un ejercicio
ético mas no como discurso intelectual de plurales sentidos al margen de su
consideración plástica.”
Pasaba
el tiempo, y retornaban los terrores infantiles.
Hay hombres y mujeres
invisibles en esta ciudad. Miles de ellos. Millones de ellos. Y nos observan,
pero no se entrometen, sólo te contemplan en tu vagar urbano. Vayas donde vayas
allí están sus ojos de Argos. “¿No notáis su viscosa presencia en las calles,
deslizándose entre la gente y los coches, entrando y saliendo tranquilamente
por las puertas…? Pululan en el entramado del metro de Columbus Circle, en los
vestíbulos de los cines, en las escaleras mecánicas de Macy’s y Sears, en
Puglia nadando en la laguna viscosa del tomate y el queso fundido de la pizza,
mirando por encima de tu hombro en Strand, atrapando tus palabras codo con codo
contigo en el interior de las cabinas telefónicas… No respiran, no abren la
boca, no hablan, y yo noto sus alientos, la tibia cercanía de sus cuerpos
etéreos, los enfermizos fluidos inodoros… Lo realmente peligroso son los
semáforos; es entonces cuando…”
Podemos empezar.
-Aparta la luz de su cara…
-O apágala…
-¿Mejor así…?
-Entre penumbras…
-Ahora ya puede hablar, si es que lo
desea…
-¿Se siente cómoda…?
-No debe temer nada. Esto no es un
juicio. Se halla usted entre amigos.
-Tampoco hace falta que se explique
bien… Muy bien, quiero decir. Bastará con un breve comentario.
-Estamos impacientes…
¿Urgencias expresivas?
El cochino tiempo…
Ya se rompió la alianza con él:
“Lo que impulsaba mi obra en el
último año de mi vida fue una especie de deadline:
la fiesta ha terminado.”
Hacía de la geometría un drama, una
fuga… ¡y todo lo contrapuntístico que pudiera!
(“¿A lo Bach?”)
(“¡Corre, corre…!”)
Del orden, entresacaba una
componenda esquizofrénica.
De la forma, extraía un desafío
inaugural (yo sería la primera en horadar el espacio, malbaratarlo).
Traducía lo oscuro convirtiéndolo en
absurdo.
De la metáfora, hacía un
esclarecimiento: lo que ves es lo que es.
Cuando los espejos se rompieron, por
mil sitios se vertieron las aguas: ahora ya eres una mujer fragmentada, ya no
necesitas contemplarte.
Jamás la niña ha de rehacerse: su
tumoración que la hace grande la degrada, multiplica su forma, empequeñece su
santa inocencia.
De tu
muerte infeliz… cui bono?
Lapidarium:
Trabajo sobre las
manos de un genio. (Sol LeWitt diseñó la máquina-mesa donde visualizo la idea
de mis obras.)
En la estación del
metro de la calle 8 con Broadway hay una mancha de humedad entre el techo y la
pared que recuerda el perfil de tu padre.
Bastante antes de
morir, supe de C.A. que iba a casarse con una mujer-víctima-del-arte: voló,
voló la mexicana.
Utilizo tinta Pelikan.
Acopio frascos grandes, como los dibujantes de tebeos, pues a la larga resultan
más económicos que esos ridículos tinterillos para aficionados donde untar las
puntas del pincel o la plumilla.
Busco (y compro y
rompo) retratos míos hechos por fotógrafos anónimos.
Papá: “Mira a la
cámara.” (Mírales a ellos… A
vosotros, todos los de la tierra de dentro de 50 años, 100 años, 1000 años…)
Demasiado peligrosa
desde la infancia: se había creado una vida imaginaria a los nueve años, pero
no era una existencia donde dominara la felicidad y se cumplieran los sueños.
Inventó hasta la bruja, los duendes, los ahorcados y las sombras malignas, los
sobresaltos detrás de los oscuros arbustos, los mares de niebla a ras del suelo
que apenas le dejaban ver sus propios pies caminando por el suelo verde del
bosque.
¿Es la que creía que era?
¿Qué es ser artista? Creerse que lo es.
“Mira a la cámara”, instaba papá.
Y Evchen cree todo lo que está detrás del ojo de la cámara: los años,
las décadas, los siglos, los milenios de después de ella, las admiraciones… La memoria.
“Soy única, soy
irrepetible.”
¿Activaba en aquel
entonces la risueña mirada de aquella niña los monstruos y las silenciosas sierpes
de ahora que horadan y carcomen los tejidos de su cerebro?
Ese ejército (¿del
pasado?, ¿del presente?) sigiloso e invasor va a destruirte. Venido de la
predestinación o la simple casualidad se ha infiltrado en ti desde algún poder
maligno y avanza en tu interior como un implacable gusano ciego se abre camino
bajo tierra en la oscuridad, sin razón y porque sí, con perseverancia homicida.
Estaba ya allí la
larva asesina, oculta en los entresijos de La Niña Risueña.
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