JD.:
Seguía en la
contracultura, en los márgenes de una vida urbana que necesariamente debía
llevarle, más tarde o más temprano, a un misticismo raro, a una retirada
definitiva… Sus pinitos políticos, clandestinos y bastante arriesgados le
decepcionaron muy pronto en cuanto soñó a la doncella como una diosa verde,
terrenal, de piedra, de agua, de ilusión, de espejismo… Y fue a las montañas, a
la droga del tomillo y del espliego, del aire, del árbol, de la retama y el
romero… ¡Qué caudal de sorpresas!
Baja de la luna. Y
tanto. Lástima que no le vieran en este momento, 2008, a él, a Boceto, esos dos fantasmas de sus
hermanos: de ganso ganando él una pasta gansa en una facultad innecesaria que
fabricaba cada curso inútiles gansos de por vida.
¿Qué tal el libro?
No está mal, no está
mal… Hay cosa.
Quizás, él, un poco
lunático.
Perdonad sus muchas
faltas.
Te doy así… ¡y te
envío a la luna de un mamporro!
¡Hombre de lunas!
Buenos días, hombre de
universidades, hombre de letras, hombre...
El teatro le asustaba
desde pequeño. A diferencia del cine, el teatro no engaña, es real, y respira,
y habla, es de carne y hueso, hace ruido de veras, pueden olerse telas y
maderas, la carne y la piel, hasta el sudor de los actores, aromas
indefinibles, y aquella primera vez que asistía a una obra, escurrido en su
butaca, de niño junto a sus padres serios y circunspectos, pensó con terror que
en cuestión de minutos aquellas personas sobre el tablado le hablarían a él, o
peor todavía, bajarían al patio de butacas, le agarrarían de un brazo y le
llevarían allá arriba, lo exhibirían bajo la potente luz cegadora, y sería
víctima de torturas y de chanzas, sería el hazmerreír de todos.
Buenos días, tapado.
Anotaciones
manuscritas halladas cien años después de todas las catástrofes en un cajón del
escritorio del despacho paterno:
Estudio de los tres
hermanos.
Tres: trinidad, cada
uno de ellos un carácter, un destino.
Carlos:
Entre la nobleza y el sacrificio, la destrucción propia... inevitable. Pero el
desengaño hubiera debido llevarle a la redención, al logro vital al menos. Su
suicidio, en el fondo, no explica nada, quizá aburrimiento... o una furia
terrible y silenciosa larvada durante años y vuelta al fin contra él mismo. Él era incomprensible para él.
JD.:
Sus hermanos le llaman JD. porque es el único de los hermanos que tiene el
nombre compuesto, y él nunca se decidió
por José o por David. No acabó nunca sus estudios, no acabó nunca nada.
Si bien fue un negro leal y disciplinado. Huyó al final: ¿adónde? Más
desaparecido incluso que propiamente muerto.
Ignacio:
Este es un cínico y no menor: la complacencia, la farsa, la nada bien
disfrazada. Ha conseguido el éxito… que es el mejor medio para fracasar
absolutamente. Pero a él no le importará nunca tal cosa. Es capaz de
sobrevivirse hasta a sí mismo. Ni huele su propia mierda que le inunda de los
pies a la cabeza .
Para qué mentir, para
qué el disimulo:
El teñido: érase una
vez un pobre tipo que iba por la calle con el culo al aire. Un día, más lúcido
de lo habitual debido a la especial luminosidad de esa epifánica mañana, pensó
que si se lo pintaba de negro nadie advertiría que andaba por las calles con el
culo al aire. Dicho y hecho. Compró un bote de pintura negra y se embadurnó las
nalgas con sumo cuidado… Y ahora era un pobre tipo muy satisfecho de sí mismo
que iba por las calles con el culo al aire pintado de negro.
Fuma, bebe.
Usted se está matando,
le dijo la doctora algo gruesa y ojerosa, de cutis ceniciento, sin mirarle a
los ojos, atenta a algún mensaje aparecido en ese instante en la pantalla del
móvil.
Y usted también, que
se hincha de potenciadores del sabor. Esa bata blanca sólo esconde una foca
repleta de tóxicos, doctora de dudas e impotencias.
Sigue muy atenta con
la vista fija en el móvil.
El paciente que salte
por la ventana. Total…
Lo único claro es que
ningún muerto vuelve a la vida, al menos de una forma física o reconocible.
Todo lo demás puede ser posible. O la nada.
15 años. Largo me lo
fiáis. A ver, ese Ferrero Rocher…
Noviembre de 1975.
¿Tú sabes lo que es
una dictadura?
Le dio pena ese
dictador, y algo parecido al asco, un enano engalanado de medallas, vocecilla,
pitiminí:
Un manantial de sangre
que se desbordaba por vía anal, bucal y nasal: aún en el palacio de El Pardo,
lo enviarían a una cuasi-cuadra de caballos, desinfectada con prisas, para en
secreto, con absoluta nocturnidad y alevosía, intervenirle quirúrgicamente y
tratar de detener una hemorragia que ya amenazaba con invadirlo todo:
privilegios, sinecuras, el poder… Su dios lo castigó y todavía sobrevivió 30
días de cruel, absurda y sanguinaria agonía.
Muere Franco al
amanecer: noche anterior a la del jueves, por TV.: Objetivo Birmania. Errol Nacho
Flynn de 15 años, al que el casco de acero le llega casi hasta la barbilla,
liquida esa noche 100.000 japs como
si nada, sin levantarse del sofá, somnoliento, ajeno a la historia y sus
pequeñas o grandes debacles.
Todo es una selva ante
la que hay que abrirse paso a machetazos. Él, puede.
¡Despertad, despertad!
Libertad, libertad
(sin ira).
Los dos hermanos estaban
ausentes de casa aquella noche memorable: uno en la cárcel; huido el otro.
Su padre con un libro
entre las manos parecía una estatua, sin saber a qué atenerse, así hasta la
madrugada, hasta la hora del desayuno: Españoles, Franco ha muerto, lloraba hiposo
un fiscal criminal, gregario y taimado, con mil muertes en su conciencia,
enmascarado a esas horas de político sentimental y llorón en la sórdida
pantalla mezquina, grisácea, oscura.
La madre seguía
dormida, inclinado el bello perfil sobre un hombro, con un ejemplar de Art Forum en el regazo, ya sólo era una
figura que parecía pensar en cosas propias, las del futuro que dibujaba
minuciosa y decididamente en su mente.
Recobrar las imágenes
del pasado, pues así era como recordaba todo lo pretérito, casi sin palabras,
sólo viñetas coloreadas de línea clara y mudas, paradójicamente como los tebeos
de su primera infancia, provocaba en su ánimo efectos devastadores.
1976. Amnistía,
libertad…
Estatut de autonomía. Crecen las ínfulas
por algún punto cardinal. ¿Quién soy yo? (Bah, ¿cómo somos todos?)
Música de cantautores:
se habían comprado un mayo del sesenta y ocho y a unos les venía largo y a
otros les venía corto.
UHF.
En blanco y negro
visionaban en la pequeña pantalla sus
huraños y silenciosos hermanos películas de Losey y Kurosawa, de Welles, Buñuel
y Lang, pero en la otra cadena casi clandestina, en la denominada crípticamente
UHF (Ultra High Frequency). A finales
de los sesenta, sin mando a distancia, había peleas a causa de ello
sobrevolando el tresillo tapizado de tela floreada, la madre callada y a lo
suyo con una sonrisa irónica en el rostro que no la favorecía en absoluto, el
padre divertido, y él porfiando bravamente por ver Un, dos, tres, responda otra vez, regodeándose la vista en los
sabrosos muslos de las azafatas gafudas, minifalderas sonrientes, de lúbricas
bocas y miradas muy insinuantes y hasta lascivas a pesar de lo risueñas.
Escribía principios de
inmensas novelas (de un folio y medio):
En lugar de entre las piernas, tenía el agujero en el
cerebro.
A aquella perra que nunca dejaría de llamarle perro a él la
olvidó, la olvidó completamente, y al recuperar los papeles muchos años
después, antes de romperlos definitivamente al día siguiente, agregó a lápiz:
Al olvido, querida, damnatio memoriae.
A los quince años,
¿quién era él?: una biblioteca de once mil libros (a la que este personajillo
aún no había añadido de su peculio un solo volumen salvo algún ejemplar de Lui que ocultaba tras los clásicos
castellanos de Espasa), una buena asignación semanal, sin problemas en el
colegio y, por añadidura, ya se veía en él un tío que apuntaba maneras, un tipo
bien armado, un monster cocks.
Como dice la araña,
descuélgate.
Se estruja el cerebro…
de qué modo. Hasta él mismo se torna vulnerable a la vez que pedante en sus
íntimas habladurías:
Ahora bien, se dijo
Brell el Gran Pensador en ese diálogo interminable consigo mismo que no cesa
desde que dejó de poner nombre a las cosas y empezó a reflexionar sobre
ellas, ¿es que existe alguien que pueda
armonizar la relatividad general con la mecánica cuántica? ¿Cómo se concilian
esos dos modelos básicos y transcendentales del saber humano y la cosmología
concebible en nuestros días?
Ahí queda eso.
2001, una odisea del espacio.
En el 70 lo llevó su
hermano JD. al Paz a ver película tan ensalzada por los chicos de la prensa, de
la Turia y otros críticos de Fotogramas, Reseña, Filmestudio: Te gustará. Salen naves
estelares, robots inteligentes, viajes interplanetarios, extraños marcianos….
Sus 11 años no daban para mucho: se durmió bastante antes de la aparición del
segundo de los monolitos en la luna. Arrepentido su hermano, al terminar la
sesión, antes de dirigirse a casa, le llevó a un horno de Ruzafa para que
reventara comiendo pasteles artesanos sin colorantes ni componentes
artificiales: su hermano JD. era el monolito que inoculaba en su mente el
chispazo evolutivo, fundamental.
Tú no te desalientas
nunca, claro.
Ya de vuelta de todo,
leyendo novelas nunca acertó a comprender la razón de que le contaran una historia
convencional, un entramado que respetaba absolutamente la tríada del mecanismo
contrastado a la perfección durante siglos (planteamiento, nudo y desenlace)
por medio de un lenguaje, una forma y una estructura experimentales y hasta
estrafalarios. Ya en lo más bajo: para descubrir al asesino o desvelar el
secreto de la adúltera o revelar las corrupciones morales y sociales de la
época sólo tienes que dejar las cosas como están en su debido lugar, sin
sacarlas de quicio. Después del 1, el 2, y el 3, y el 4…
Debería imitar a
Balzac en lugar de a Faulkner.
Pero Faulkner también
contaba historias convencionales, a pesar de todo. Era la forma y la sintaxis
la que ocultaba aquéllas.
Sí, pero…
Necesitas una
habitación propia.
Una Royal fácilmente
transportable.
En las tres casas
chaflaneras (de soltero independiente, de recién casado, de padre perplejo) que
había vivido Brell el Viejo coincidían las mismas características: que
estuviera orientada en dirección este-sur, que hiciera esquina con ventanas a
dos calles y que nunca estuviera a más de diez minutos andando del edificio del
Ayuntamiento antiguo y del Ateneo Mercantil. Esa era una de sus manías
dostoievskianas. La otra era releer todos los años centenares de páginas de Diario de un escritor del autor ruso en
la versión de Rafael Cansinos Assens. Una manía más: gustaba de repetir a modo
de estribillo la excusa a la que el mismo Dostoievski apelaba en uno de sus
prólogos: Reconozco que esto es
superfluo, pero como ya está escrito, dejémoslo.
Por lo demás, como
diría el clásico, estaría fuera de lugar exigir claridad a personas de nuestro
tiempo.
Y siempre, dos
máquinas de escribir, por lo menos, presidiendo los lugares más principales de
la casa, aunque casi siempre escribiese a mano, con estilográfica (odiaba los
bolígrafos).
Y él, que ansiaba una
habitación propia, pero no allí, en la casa paterna, en cualquier otra, no
demasiado cerca, no demasiado lejos.
El amigo guionista de
su padre, hijo natural de la República, bastardo feliz de una madre bellísima y
un prohombre de la prensa, odiaba el cinematógrafo (así lo denominaba él), los
crucigramas, todas esas revistas de pasatiempos inútiles. Prefería el alcohol
y, antes de arruinarse físicamente acabado en la silla de ruedas con los ojos
ya mortecinos, blancos, ciego del todo, leer a la vez un par de libros o tres o
hasta cuatro a la semana mientras fumaba sin pausa auténticos habanos traídos
directamente de Cuba en la valija de un diplomático, bohemio, poeta, gorrón y
primo del gordo censor Sánchez Bella y pariente lejanísimo de él mismo.
¿Así que tú eres el
pequeño de los Brell?
Lo era.
¿Te gustan los tebeos?
(Pues claro.)
Ahora mismo puedo
escribirte uno en la palma de tu mano. ¿Qué prefieres? ¿De hazañas bélicas, de
guerreros y monstruos, de gánsters y rubias peligrosas, de bichitos parlantes,
de viajeros en el espacio…?
Habla, chaval.
El amigo novelista de
su padre que fabricaba desenlaces sin parar en mientes…
Continuará…
Todo continúa a peor.
Continuó a peor.
No existe ningún buen
final en la trama de la vida.
Tendría que haberse
detenido. Continuará es una amenaza
insuperable, sólo lo malo puede acaecerte ya… en los años:
El viejo Brell no
descuidaba cierto sarcasmo cruel en los momentos de furia contenida que le
poseyeron poco tiempo antes de morir, asqueado de su debilidad, de su
impotencia por engatusar al mundo de nuevo, y en esos años ya sólo eran dos los
habitantes de un hogar devastado, Brell, el Joven y él, el viejo Brell, el
patriarca arrastrando la próstata por el pasillo, estafado por la vida, la
familia, la universidad, el trabajo infolio que no concluiría y, sobre todo,
por él mismo: De tener un hijo trágico, que muera a los 24 años montado en un
porsche spyder estrellándose camino a la gloria... No como estos tan sabidos.
Sic transit gloria mundi, Carlos, El
Ahorcado del tarot.
Tarot: volvió a The waste land: ¿qué puedes hacer cuando
a tu alrededor te envuelve la asfixiante, angustiosa y monótona infinitud del
desierto y ante ti sólo se alza el negro esqueleto de un árbol muerto y una
soga a tus pies?
Cómo dice la presa de
la araña, cuélgate.
Saca la lengua afuera.
Continuará… hacia atrás.
En 1978 Boceto montaría en su pegaso de oro:
sustituyó el 600 de sus hermano por un 127 de color azul comprado por papá para
mitigar el dolor del falso huérfano. La adquisición pronto atrajo a un montón
variopinto de minifalderas de la facultad que revoloteaban en torno a él como
moscas prestas a sucumbir en la untosa trampa azul del pérfido arácnido sobre
neumáticos.
Los asientos traseros
de aquel cacharro no tardarían en emanar un olor inclasificable. Innoble, diría
Brell el Viejo tapándose las narices.
Brell el Joven, vacío
de semen cada dos días, disimulaba a duras penas la risa.
Un optimista
recalcitrante. Se aplicaba la ley de Moore con absoluta ligereza, hasta con
impunidad si atendemos algunos de sus atropellos sexuales: cada año mi goce se
duplica y el precio que pago por ello cada vez en ese mismo lapso de tiempo se
rebaja a la mitad... Al final serán ellas las que te paguen el dry Martini, la gasolina, los libros,
hasta la noche de amor.
Jamás olvidaba la
máxima previsoria: no discutas jamás con una mujer con la ventana (o
ventanilla) abierta. ¡Qué falta de carácter! En efecto, esa carencia te libra
de muchas obligaciones y de casi todos los problemas.
Continuará un poquito adelante:
con la debida contención que exige la materia.
Dyane 6, para gente encantadora.
(Él resistió hasta el
final, el camarada más leal de Fiodorov,
destrozado, casi partido en dos, luchando contra la muerte, queriendo vivir como
fuera, pero después de catorce horas de lucha, murió, él, que era fuerte como
un toro.
El feliz propietario
de la montura es un hombre hecho a sí mismo a golpe de martillo, encerrado ocho
horas al día en un taller de plancha y pintura. Cada trastazo que propina el
martillo es una moneda que sirve para una educación intelectual: de aprendiz de
mecánico a estudiante de bachillerato; luego, tras varios años de universidad,
suelta el martillo de la mano (ojo, que no caiga en un pie, es el que paga los
estudios), arroja el sucio mono de trabajo a la basura, se anuda la corbata, da
lustre a los zapatos y cuelga la orla bien enmarcada y el diploma de
licenciatura en la pared de su primer despacho… y último.
¿No estamos en 1979?
Cuando los sueños a
punto están de cumplirse.
El Dyane 6 es rojo
como la sangre.
Un automóvil divertido
aunque imprevisible.
Después de una
sobremesa larga de café, licor y cigarrillos americanos no es aconsejable meter
la somnolencia en el interior de coche.
Pero el caballero
licenciado, antes aprendiz, desoyó el aviso.
Calada la máquina
perversa en un paso a nivel sin barreras, como la misma vida y sus fortunas o
fatalidades, las ruedas del automóvil desprecian los raíles que traen la
muerte, la desafían con una quietud pavorosa. Se han encallado. El choque del
tren es tan brutal que parte en dos al vehículo y a su ocupante.
Él era un tipo
encantador, de sonrisa rústica y generosa, y sabía lo que se llevaba entre
manos, y sólo tuvo una mudanza en la vida, no alcanzó ni la corrupción ni la falsedad
ni el desencanto tan común en época confusa y alborotada y presta al disfraz.)
Continuará…
(Fin.)
Respecto a Brell,
Brell se piensa… y se acepta. Y no juega al escondite con la muerte, la tiene
controladita mediante consejos médicos, químicas modernas y arreglos cirujanos,
siempre sumo vigilante de sí mismo.
¿Es que no había un
solo momento honorable, una acción noble en ninguno de los años de su vida
pasada?, se pregunta Brell realmente sorprendido, sin arrepentimiento, pues no
busca el perdón ni el olvido bienhechor. Los había, pero quedaban sepultados
bajo la costra de una conducta más general
y llena de actos y sucesos reprobables, siempre oscilando entre el
disparate, el cinismo y la cobardía moral, que diluía cualquier otro
comportamiento más encomiable o digno. Sólo recordaba lo malo, lo ruin que
había sido. Los azotes en el trasero eran las ráfagas de luz inesperadas
abiertas en la memoria relativas a cualquier lugar y cualquier momento que le
transportaban sin estridencias al pasado y alumbraban episodios envilecedores
que le hacían vomitar en la taza del váter sin esfuerzo. Jamás se absolvería:
penitencia: no volver a vivir jamás, y de hacerlo, en forma de pez ciego y
abisal en una oscuridad tan perfecta que la dentellada de otro pez más grande y
más depredador que viniera de forma inesperada, en cualquier instante, y dejar
de existir de nuevo… sin dolor.
Tuve una infancia de
excesos. Ahora, querida, en plena juventud creadora, muy en mi papel de apuesto
profesor y erudito concienzudo, puedes dar fe de ello, soy todo un caballero
mesurado, hasta parco. Y esa entradilla, las risas de ella (ella que era todas las conquistas de Boceto, las de ahora, las habidas y las
que vendrían) que tintinaban cantarinas por encima de las copas llenas de vino hasta
la vírgula, bastaban momentos y un par de copas después para que el apuesto profesor se metiera
entusiásticamente acompañado bajo las sábanas nupciales de su propia cama, en
su propio dormitorio y en su propio hogar (la nupcia oficial bien lejos de allí,
del nupcio y la seducida). Era tan fácil entonces como ahora…, se decía el niño
tonto del presente de cuarenta y ocho años mirando (como siempre) estúpidamente
el vaso vacío de vino.
Como el tipo que come
jamón sin pensar lo más mínimo en el triste destino del cerdo desde que nace
inocente y a veces aún lechal ya degollado, asado, comido, digerido, cagado…
Adiós, adiós.
Padre, al final de todo ¿sólo queda el dolor?
¡El dolor? ¡Qué es el
dolor? Eso pasa pronto. La muerte, que dijo el otro, sólo es un ratito. Lo
peor, querido hijo, mierdecilla vivito y coleando, es el recuerdo, las imágenes
indecentes del pasado, los hechos tan punibles, la desfachatez de creer que
existe la perfección, el perdón, el olvido.
1971.
Mediados de
septiembre. Los colegios aún no han abierto las puertas del nuevo curso. Pero
la familia Brell ha vuelto con desgana a la Valencia todavía veraniega desde La
Cañada de los grandes pinos, del cielo tenue, el aire claro y limpio y el
tiempo moroso. Se acabó el veraneo, las mañanas transparentes y azules, la
bicicleta, la paella a leña del domingo, las siestas con Rocambole, Sherlock Holmes,
Guerra y paz, y el penetrante aroma
de los jazmines nocturnos del jardín regados por su padre mientras silba El príncipe Igor o El Continental, la pedrería blanquiazul de las constelaciones del
cielo de la noche profunda que él, aún no somnoliento, contempla yacente con
los ojos abiertos al infinito en la liosa y difícil hamaca de madera y lona.
¿Se le acumulan los
problemas? ¿Los malos momentos no parecen acabar nunca? ¿Le asaltan
pensamientos suicidas? Coja un kayak y recorra el profundo Colorado.
Nada más tarminar la
comida del domingo, mamá ha salido de la casa, sin apresurarse pero decidida,
muy arreglada, guapa y seria, al sol severo de las primeras horas de la tarde
septembrina, como de transición.
Los hermanos,
cualquiera sabe adónde paran.
A los once años la
novela de sobremesa que emite la televisión en blanco y negro, tediosa,
lentísima, le aburre hasta matarle.
Va y viene por
pasillos y habitaciones.
Ocioso, su figura
empieza a ser un fastidio para él, para los espejos, para…
Su padre, ya de él
realmente molesto a media tarde, eterna, macilenta, desoladora, le aconseja al
joven y desganado Brell lo que recomendaba a las niñas flaubert de cinco años la señora Venus Carolina Paula a la
hora de la merienda: Anda, termínate el cola-cao de una vez y vete a jugar con
tus escritores.
Duérmete, niño.
O vete al ficus.
O coge un kayak y
recorre el profundo Colorado.
Las horas se hacen
largas, extrañan por eternas.
Abre el libro. Lo
cierra. Escribe algo: Qué tontería. Rompe los escrito. Se asoma a la ventana
que da a la calle del lado este ya en la sombra vespertina, flanqueada de
grandes arces. Vuelve a abrir el libro (Martin
Eden o Demian). Vuelve a cerrar
el libro. Vuelve a mirar por la ventana, esta vez la que da a la calle del sur
aún dorada, transitada por pausados viandantes, siluetas de andares sosegados.
Tic-tac, tic-tac,
sentencia el reloj de pared en el escritorio de su padre, donde allí se esconde
entre papeles, ballena blanca,
silencioso e inescrutable.
El tiempo se hace
materia, desde lo invisible se adensa.
3 a 5: hora del tigre.
Coge un kayak y
recorre el profundo Colorado.
Vuelve a abrir el
libro (Los pilotos de altura).
5 a 7: hora de la
liebre.
Coge un kayak y
recorre el profundo Colorado.
Vuelve a abrir el
libro (A orillas del alto Yangtze: El
joven Fu se detuvo en la estrecha acera delante de la casa de dos pisos de Dai,
en el Camino de los Silleros, en Chungking, y miró en torno suyo…
7 a 9: hora del
dragón.
Hacía no más que cinco
años de aquella primera noche en la que, en el Camino de los Silleros, se
asombraba de las maravillas de esta ciudad. Sólo bien le había sucedido aquí,
aunque en ocasiones jugó con el peligro, y por dos veces cuando menos, la
ciudad, con un brusco cambio de disposición en contrario, amenazó arruinarle.
Pero esas veces fueron pocas…
Se levantó sin hacer
ruido, deslizándose hasta la ventana. A través del enrejado del hierro, pudo
ver la cálida luna de verano. Bajo sus rayos, los tejados que cobijaban a un
millón de chungkineses aparecían bellamente obscuros. Por el momento había
desaparecido toda suciedad y miseria, y el Lin y el Yangtze, como por arte de
magia, habían trocado sus cenagosos torrentes en arroyos de plata derretida.
Durante dos o tres horas perduraría este resplandor sobrenatural, y después,
otro amanecer tocaría su clarín para todos los que trabajaban.
El corazón del joven
Fu saltó de gozo al pensarlo. Mañana, su madre Fu Be Be regresaría para compartir
su buena fortuna. Mañana empezaría a dar pruebas a Tang de lo que era capaz.
¡Mañana!… ¡Ay! La vida era buena.
FIN
Ya la noche, hela aquí
de nuevo.
9 a 11: hora de la
serpiente.
Vuelve la normalidad,
las cosas en su sitio, sin serpientes.
La puerta de la casa
se abre a los viajeros nocturnos, se cierra tras ellos, se abre, se cierra,
renuevan el aire de los pasillos, refrescan paredes y muebles; la madre, los
hermanos…, el olor sedoso de la noche aún de estío. Y, por fin, el padre que
sale de las tinieblas del fondo de la casa con la negra capa ondeando a sus
espaldas y su ambigua sonrisa de ángel negro mimado.
Cena.
Estudio 1.
Ironside.
Manix.
Los vengadores.
El Santo.
Un dos, tres, responda otra vez.
Galas del sábado.
Usted puede ser el asesino.
Gran Parada.
Despedida, oración y
cierre.
Buenas noches, buenas
noches.
Mañana será otro día.
Buenas noches, buenas
noches.
Soñaba muy pronto
después de quedarse dormido:
Sociedad de lo
natural, de los bosques… de los árboles. Un árbol le dijo en perfecto silencio a otro…
Y tú, ¿cómo lo sabes?
Porque yo entiendo a
los árboles, nos hablamos entre sí con la boca cerrada.
Te faltan las hojas.
Por eso soy un hombre que habla con los árboles…
De otra forma…
De otra forma sería yo un árbol que habla con un hombre.
Otra selva atraía más
sus incursiones aventureras: la desordenada biblioteca generacional. Sus
hermanos remozarían decididamente con los años aquella vieja y descomunal
colección de libros que se contaban por miles y que, salvo los libros de arte y
estética en varios idiomas (un millar entre biografías, estudios analíticos,
ensayos más o menos enjundiosos, historias y manuales en inglés y francés
predominantemente), de historia (otro millar), filosofía (varios centenares
contando autores y glosistas que incluían una Summa Theológica, robada cuando joven por Brell el Viejo de la
biblioteca de la casa abadía de una aldea turolense, y una edición castellana
del Leviatan impresa en el XVIII
atesorada por un antepasado de los Gay), libros de viaje, de crítica literaria
y multitud de novelas francesas, inglesas y rusas y la totalidad de los
clásicos universales y castellanos parecía haberse estancado al llegar a la
mitad del siglo XX. Ningún autor español o sudamericano sucedía a Darío,
Galdós, Valera, Blasco (todo el fondo de él en la editorial Prometeo), Machado,
Azorín, Unamuno, Valle, Baroja (¿Qué pasa con Baroja? Lo que no pasa con otros.
¿Otros? Galdós, por ejemplo o el esteta de Valle… Aunque de éste defenderé
hasta la muerte Luces de Bohemia como
la obra capital del teatro del siglo XX y las que quedan por escribir en el
XXI.), Lorca, Ortega, Alfonso Reyes, Larreta o Lugones.., y un tal Borges (el un tal Borges con uno solo de sus libros
de cuentos-ensayos, Historia de la
eternidad, a causa con toda probabilidad de una referencia, como de pasada,
de Cansinos Assens –autor muy querido sin explicaciones por el abuelo paterno
extinto- en una de sus compilaciones de autores americanos), y otros tantos
(prácticamente ignorados por todos los miembros de la casa Brell, pues intonsos
quedarían hasta ese momento) como Heredia, Gómez de Avellaneda, Asunción Silva
... Sólo algún nombre aislado como Delibes o Laforet, Martín Gaite, Sender y Cela, Elena Quiroga y Sánchez Ferlosio
(compras sin duda de la madre) se añadían a unos nombres previos a la misma
República, tal el propio Gómez de la Serna y reliquias venerandas como Gabriel
Miró, Fernández Florez y Pérez de Ayala, casi ocultos entre una variopinta
mezcolanza de centenares de volúmenes que, publicados en Nueva Colección Afrodita, aglutinaba a Zamacois, Felipe Trigo,
Alberto Insúa y hasta el procaz El
caballero audaz y los inevitables Zahonero, Pedro Mata, López Bago y Hoyos y Vinent (los listos
hermanitos Brell pronto descubrieron los amarillentos y frágiles ejemplares de
la sicalíptica Fru-Fru mal
disimulados por el viejo Brell –y coleccionados por el viejísimo doctor don
Bernardo Brell Vicent- detrás de la primera hilera del Espasa). Pero la
polvorienta biblioteca reunida durante décadas por los Brell antiguos y
modernos (las grandes encuadernaciones ubicadas en lo alto contenían
colecciones de La Esfera, Museo de las Familias, La Ilustración Española y Americana, Mundo
Gráfico y años completos de Las
Provincias y El Mercantil Valenciano,
amontonadas por los Brell las cuatro primeras y por los Gay durante lustros los
grandes tomos de los periódicos) hilaba una cronología universal desde griegos
y romanos, comenzaba a tensarse en Montaigne, Cervantes y Shakespeare (ambos
completos: existían en la casa siete ediciones del Quijote, tres de ellas
ilustradas, y dos versiones traducidas de la obra total del enigmático e
improbable inglés) y se estiraba en Voltaire, Rousseau, Sterne, Goethe
(traducido, ¡cómo no, en cuatro gruesos tomos en papel biblia por Cansinos), Stendhal,
La Regenta, Hojas de hierba, Wilde y Thackeray hasta Mann, Hemingway, Dos
Passos, Gide y Zweig. Alguna concesión de la época se había colado en los
estantes, títulos no censurados, de
lectura sosegada: Wasermann, Pearl S. Buck, Bromfield, Saroyan, Vickie Baum,
Kazantzakis… ¡y hasta un inocuo Yerby, un frívolo Cecil Roberts y una
detestable Ayn Rand! Sería a finales de los
sesenta, cuando la avanzadilla suicida de los dos primogénitos, agotadas sus
lecturas juveniles, rayando el acné y los diecisiete y dieciocho años,
pertrechados de una buena paga semanal, iniciaron compras desmesuradas de
novedades (en Viridiana, La Araña, Dau al Set, Punto y Coma,
y la Dávila del pasaje Sangre) y
numerosos ejemplares de saldo y de viejo en París-Valencia,
El asilo del libro o rebuscando en
los oscuros rimeros de la librería Madrid
o en la de la plaza Lope de Vega, y comenzaron a añadir, desbordadas las
paredes de sus dormitorios cubiertas de pósters de grupos musicales –pronto
arrancados y directos al cubo de la basura-, nuevas estanterías a las vestustas
librerías familiares diseminadas por toda la casa. Pilas de libros de bolsillo
comenzarían a amontonarse en las esquinas, en los ángulos más insospechados de
pasillos y habitaciones de aquella casa desmesurada de 200 metros cuadrados y
seis ventanales anclada entre Gran Vía Ramón y Cajal y Jesús.
Corrientes de aire
nuevo despejaron la espesura de los rincones de la antigua biblioteca. Uno de
los hermanos alargaría la nómina de los autores españoles hasta Martín Santos;
el otro, un día, un día cualquiera de abril de 1972, incluyó el tomo de tapas negras de la
colección Áncora y Delfín de La Saga/Fuga
de J.B. en la sección de escritores españoles contemporáneos (el padre
disimularía su desconcierto ya desde las primeras páginas adormecedoras (dixit) chanceándose de tales
experimentaciones con verdadera mala sombra:
Así que va de whisky…,
se chanceaba.
El viejo Brell
abominaba de todo lo nuevo que se adentraba en su vida. Aceptaba cierto tipo de
evolución, el progreso de la a a la b, de la y a la z, pero los
intrusismos inesperados, alevosos, le ponían enfermo. Detestaba lo novedoso, la
sorpresa, lo desconocido. Sin embargo, él nunca lo habría aceptado por un raro
pudor, lo cual no dejaba de mortificarle cuando hacía examen de conciencia,
puesto que el mismo hecho de ocultar su desagrado ante los demás ya le definía
como un retrógrado sin paliativos y, además, inconfeso: acariciaba uno a uno el
centenar de volúmenes en rústica, ya amarillentos y hasta carcomido alguno de
ellos, editados por la Compañía Iberoamericana de la Librería Fernando Fe.
¿Quién diablos es este
tipo?
JD. había dejado sobre
la mesa del salón El innombrable, una
edición de Alianza muy adelgazada de páginas, con una cubierta de significado
hermético. El viejo Brell hojeó algunas
páginas, leyó unas líneas aquí y allá. Abandonó al instante su lectura.
El experimentalismo de
la novela a partir de 1970 trastorna un tipo de reflexión, el de Brell el
Viejo, que a duras penas puede conciliarse con el nuevo tratamiento del
discurso novelesco y las formas procesuales de un texto que no tolera tregua
alguna: es estar en constante pie de guerra: si aún bromeaba con el Cela de Oficio de Tinieblas, el Heautontimorumenos de J. Leyva le
transformaría de golpe en un censor incendiario: un marzo ventoso arrojó el libro a las llamas crepitantes e inocentes
de la falla ardiendo de su calle… sin alevosía, con nocturnidad.
Pero su derrota era
inevitable: en seguida, como una invasión inesperada, como a traición,
entrarían los hispanoamericanos por la ventana invitándole a jugar con la
lectura a la rayuela o a perderse por la selva idiomática de Lezama, Vargas,
Donoso, Onetti, Alejo Carpentier y García Márquez.
Joder, qué tropa, tuvo
que admitir.
Una edición argentina
de Rueda del Ulysses había aparecido
sobre el inocente sofá de las sobremesas y las veladas televisivas de la noche
un día de octubre de 1970. No suscitó ningún comentario del patriarca, pero sí
del ama de casa que, al menos, empezó a leerlo (así parecía declararlo el punto
de lectura en forma de una hada rosa con una varita mágica que despedía un
plateado polvo de estrellas–andanada irónica para joder a los mirones-). Nunca
se supo si llegó al final de sus páginas. (Lo hizo. Huida ya del hogar, Boceto descubriría en uno de los cajones
del buró del dormitorio matrimonial unas notas de su puño y letra acerca del
monólogo de Molly Bloom: la bola del mundo rodaba perezosa y sensual sobre el
lecho adúltero, tibio, con el olor de la humanidad, de las axilas y entrepiernas,
del acre olor del sexo, la naricita joyceana metida en el agujero oscuro del
ano de Nora, la Calladita, la carne pervertida por el tiempo, las cinco mil
palabras enredadas al compás del sexo abierto y sucio como el rodar de la
Tierra, resquebrajada su piel de crímenes, lujuria, dolor e inconsciencia.)
Otro día, fue La muerte de Virgilio.
Y otro, El hombre sin atributos.
Y Abasalom, Absalom.
Y otro El gran Gatsby.
Y Gran sertón: veredas.
Y Berlín Alexander Plazt.
Para rematar: Ser americanos, de la Stein.
¿Quiénes son todos
estos?
¡Menuda caballería
desbocada…!
Dejarían legado.
¡Puta progenie!
Y volvía
invariablemente a sus Conversaciones con
Goethe, de Eckermann, sin necesidad de traducción, pues leía sin obstáculo
ninguno en alemán (el alemán de Paul Klee).
Curiosa reacción, no
obstante, puesto que don Bernardo Brell Ferrer, en cuestiones de arte, iba tres
pasos más allá de los surrealistas, Picasso, Duchamp, Henry Moore y Klee y
admitía sin reticencias el informalismo de los cincuenta y sesenta europeos y
la aparición de los expresionistas abstractos norteamericanos. El trabajo de su
vida: Paul Klee: desentráñalo hasta la medula: dale la vuelta a su piel enferma
y descubre todos los colores, formas y sueño interiores. Eso avalaba la
modernidad de sus gustos plausibles, pero…
A Faulkner oponía el
Malaparte de Kaputt o el Doctor Faustus de Mann; a Cortázar, el Automoribundia de Ramón Gómez de la
Serna, quien para vivir necesitaba muy poco porque se cortaba el pelo muy de
vez en cuando. (Y, además, este mismo, sólo tomaba vino los sábados por la
noche y su distracción más conocida era dar
una vuelta.)
A Weiss confrontaba el
padre a Buero Vallejo y el sólido Miller, y de bracete de la madre alguna noche
de sábado se acercaba el santo matrimonio al Olympia o al Principal para
asistir bien atentos a una sesión de La
Fundación o El sueño de la razón
o la enésima versión de Muerte de un
viajante.
Los primogénitos terribles: El teatro de
Arthur Miller, Buero, Osborne y Williams enviaron, quizás cruelmente, al sueño de
los justos a Benavente y Mihura: adiós, adiós; no tardarían Adamov, Genet,
Ionesco y Arrabal en suceder a aquéllos otros también y con el mismo aire
chulesco: adiós, adiós.
Canta gallo acorralado.
Sócrates espera sentado sobre un cubo blanco en
sabio silencio tu entrada al patio de butacas.
Empieza la función.
Eres un caballo.
Eres yerma enredada en
la viscosa malla de los prejuicios, tus propias represiones.
Eres el Hombre
Elefante. (Siempre en claroscuro.)
En perfecto silencio
reposaba en un sillón El ruido y la furia
una mañana pacífica, bañada su sobria cubierta por el primer sol, inocente, sin
culpa.
El Sartre literato y
hasta lírico, poético (olvidado el confuso y anfetamínico autor-filósofo: Así, en la medida en que el para-sí es su
propia falta como denegación, correlativamente a su ímpetu hacia sí mismo, el
ser se le desvela como fondo del mundo como cosa-utensilio, y el mundo surge
como fondo indiferenciado de
complejos indicativos de utensilidad…), propiciaba la discusión y el debate
enriquecedor, una dialéctica más basada en las contradicciones de la época.
Había sus más y sus
menos:
JD. defendía con uñas
y dientes Las palabras; Carlos, el
teatro político del grisáceo Brecht (pero también papá y mamá serían
entretenidos espectadores sabatinos de Los
secuestradores de Altona... ¡y en plena dictadura!)
Empezaba uno con el
Sartre maoísta e inextricable, de retorcidos argumentos tras la iluminación
social, y acababa en la plaza de Tiananmen conjurando la violencia de los
tanques en mangas de camisa y con las manos limpias.
La amistad de un
librero es el bien más preciado de este mundo.
Entraban bajo cuerda
(del largo y ancho mostrador lleno de papelotes y albaranes de entrega, de
pequeños rimeros de libros….):
Señas de identidad, en la edición
mexicana de Joaquin Mortiz.
Si te dicen que caí, también editada en
México, en Novaro...
Juan sin tierra.
El clásico de Brenan.
La síntesis histórica
de Pierre Vilar.
El pequeño libro pardo del general.
Todo el catálogo de Ruedo Ibérico.
Operación Ogro.
Los nombres criminales del franquismo.
La Banca y el franquismo.
El Eército y Franco.
La Iglesia y Franco.
La Medicina y Franco.
La
Educación y Franco.
La
Moda y Franco.
El
Cine y Franco.
La
Música y Franco.
La
Literatura y Franco.
El bricolage y Franco.
La Televisión y Franco.
El
flamenco y Franco.
Los
toros y Franco.
El
Fútbol y Franco.
La
Gastronomía y Franco.
El Ajedrez y Franco…
UN LIBRO AYUDA A TRIUNFAR
(TVE, 1969).
Los tiempos están cambiando.
Como hubiera dicho un
personaje de Blasco, un llauro
receloso y taimado de L’Horta, los
ojillos de reptil entrecerrados, los labios firmes, la quietud mineral del
depredador, quieta apenas la boca:
Paciencia y mala
intención. (El tiempo, el mejor juez.)
Tenía Boceto una extraordinaria capacidad para
meterse en cierto tipo de problemas: aquellos que genera un gusto excesivo por
las relaciones sociales. Más tarde o más temprano, un libro, una copa de más,
un saludo de menos, un comentario aparentemente inocuo pero que no tardaba en
revelarse hiriente, provocaban una dialéctica de buenas maneras pero obtusa,
distanciadora y finalmente de irreparable solución: como caballeros bien
educados se daban la espalda hasta nunca jamás.
Pero todo esto
importaba antes. Más aún todo lo concerniente a lo literario.
Lo gnómico en todas
las actividades de Boceto ya es sólo
un arcaísmo, una antigualla que le trae al fresco.
Nos hallamos, respecto
a él, y quien sabe si también en relación a su tiempo, en la Era del Cinismo
Controlado.
Todo puede ocurrir.
Todo es posible (aunque no ocurra). Basta con la imaginación.
¿Una coincidencia
casual? ¿O una coincidencia compleja casual? Detrás de todo esto hay algo
encubierto, una intención, una ofensa, una proposición indeseable, un interés:
las miradas se tornas frías, hoscas, se desvían de los ojos del interlocutor.
El reto se disuelve en el silencio, la enemistad ya es profunda, manifiesta la
divergencia de ambos derroteros.
Díganos joven Brell
¿acaso fue la lubricidad el motor de sus acciones, la causa o casualidad de su
desafortunado destino?
Sin duda, el sexo, el
cinismo y el pensamiento gratificante de la muerte (El Gran Sueño Eterno) han sido los combustibles más exitosos para
el funcionamiento de mi cerebro.
Aún sigues vivo…
Y absuelto, indemne y
a salvo, y busco como buen necio con mi lámpara de aceite un tipo o una tipa
que, al menos, iguale mi ruindad y nos acompañemos en soledad y en vicio
desaforado nuestro largo viaje a la
nada.
¿No tienes hijos?
No.
Mujer, ve a París,
coge el metro hasta el Père Lachaise (húmedo, gris, inhóspito bosque de árboles
viejos, mármoles y sepulcros) y tócale los cojones a monsieur Victor Noir.
Paula, escribió Brell
el Joven ya viejísimo en su diario del extrañamente cálido, demasiado cálido,
diciembre de 2051, frisando los 91 años (consejos médicos, químicas modernas,
arreglos cirujanos, azar genético) podía haber sido una buena escritora:
pensaba lo que veía, poco veía lo que pensaba... Lástima, no le dio tiempo,
murió en el 2048, a los ochenta años justos, sin hijos… Acabó siendo una,
digamos, Script doctor. Nos habíamos
divorciado en el año del señor de 2023. A la vejez, viruelas. Luego se jubiló
(aunque finalmente había acabado de freelance,
autónoma y autodependiente). En el 2035 viajó hasta Los Ángeles, una mega
ciudad que ya había desbordado toda clase de límites. Posteriormente, cuando
escapó de aquella desmesura urbana, alguna buena nueva tuve de ella: experta
jugadora de póquer en Miami, ludópata en los clandestinos casinos de El Paso,
metomentodo en Ciudad Juárez (quería escribir el reportaje de su vida y escapó
por los pelos de que no la quemaran viva por puro sadismo), vieja borracha
estafada por los niñatos mexicanos de la frontera con los que se acostaba…
Pocas noticias en suma, y un tiempo después supe de su muerte debido a una mala
hibernación que le había costado un dineral. Mala suerte. (Una pequeña
licencia: mensajes de ultratumbra.)
Yo no soy ahora el que
me mira desde el espejo (puede haber transcurrido una eternidad): eso fue
antes, hasta podría estar muerto cuando aún empezaba a brotar mi imagen en el
espejo.
Otro querría ser, pero
era el que era.
Con buena o mala
suerte (que siempre, hasta ese momento, era buena, demasiado buena).
Disponía del alinde:
lo poco parece mucho; lo pequeño, grande.
Cinismo puro y duro:
En los momentos de
desaliento, a la menor contrariedad, con los bolsillos llenos de billetes, se
animaba a sí mismo con una de las frases librescas que prefería entre todas: No podrán con nosotros, Tom. Saldremos
adelante, porque la gente siempre sale adelante,
y nosotros somos la gente. Luego, sonreía por lo bajo, a punto de salir a
la calle, mezclarse con la gente y
derrochar ese montón de dinero que tan poco esfuerzo le suponía ganar en copas,
algún que otro libro… La invitación depravada a la alumna menos advertida.
Y en los malos tiempos
escapaba a París.
Siempre… queda eso.
¿Qué libro? ¿De qué
época?
No sé. Estaría escrito
hacia el sesenta y cinco, en Barcelona. Podías encender los cigarrillos en las
farolas de gas. Una ciudad algo desastrada, que olía a humo y ropa usada, a piedras
viejas.
Ese libro es…
¿Y eso?
Entre otras:
Mais, qui sont tes amis?
Des copains que j’ai connus au café.
Des Espagnols?
Oui.
J’aime pas les Espagnols. Je n’aime les gens
d’aucun pays sous-développé. Ils
sont tous petits et horriblement sales.
Qué época.
Unos años más
adelante:
A las 7,45 de la
mañana del día 4 de mayo de 1976 de un gris turbio, martes, nuestro joven
amigo, por mandato de papá Brell, se hallaba apostado frente al quiosco La
Conquista, aún con la persiana bajada, de la calle Jesús esquina Gran Vía: no
vengas sin ese periódico (El País).
Pero España seguía oliendo a incienso y pólvora. Guárdate de las miradas,
pequeño Brell, comprueba en derredor si alguien acecha. Compró dos ejemplares
del diario recién aparecido, con olor a plomo y futuro (20 pesetas), y un nuevo
fascículo (el número 163) de la enésima Historia
del Arte que ordenada en volúmenes consecutivos y encuadernada debidamente,
pronto se añadiría a las doscientas ya existentes en el hogar de Los Brell (Dios proteja esta casa de los
hundimientos… y a la de abajo también).
Respecto al periódico
inaugural de la nueva era, después de haberlo examinado por arriba y por abajo
en su totalidad, calibrando negritas y titulares, pie de fotos, columnas,
editorial, crítica de televisión, crucigrama, su padre sentó cátedra: parece
alemán... el diseño quiero decir.
Y, a partir de
entonces: Anda, niño, vete a La Conquista y compra El País.
Como el que compra una
botella de clarete a granel en la taberna de la esquina al empezar la jornada o
una docena de huevos en el colmado.
Día tras día.
El país. Número 1.
En la primera portada:
la carota bondadosa de un marqués (ladino).
El País. 500 años de
historia.
Tan
nuevo –tan pronto gastado y viejo- ese papel del periódico aún no entreabierto,
plegadas sobre sí mismas todas las mentiras y falsas suposiciones del día.
Boceto: 16 años: ambos, la historia y él,
crecían a la vez.
Cien años más tarde.
El tipo es natural. Tiene sus remordimientos, algún
escrúpulo ante la barbarie científica, deductiva o inductiva.
Ciencia versus Naturaleza.
Considera a tu
semejante como un animal, un animal de la peor y más sanguinaria especie. Lo
es. No pongas tus puercas manos sobre él, pero si cae, cae, y hasta el fondo
del abismo si esa es su infausta suerte: 100 millones de animales utilizados
con fines experimentales son sacrificados cada año en el mundo por ese animal
tan igual a ti. Sometidos a procedimientos de dolor, sufrimiento, estrés
inaguantable y angustia hasta la muerte, proporcionan datos clínicos a los humanos
que hacen progresar la investigación sobre cualquier tipo de cáncer, las
enfermedades cardiovasculares y la diabetes llamada la del gordo. ¿Qué eres tú para un animal? El animal que tú ves en
él. Cuídate de sus dentelladas, que vendrán. ¿Qué eres tú: un mono, un conejo,
una gallina, una rata, un ratón, un pez? Muere de dolor y en patético silencio el pez. Tú podrías ser asimismo un
gato, un perro, un caballo, un burro abierto en canal sin anestesia, en
silencio. Ningún investigador mira a los ojos del torturado mientras trabaja,
aleja la vista de esas pupilas brillantes y aterrorizadas.
¡Ah, el patético
silencio del pez! ¡Qué mudez terrorífica!
Kaputt, libro que el patriarca oponía a… (en
fin):
¿No ha visto nunca guantes de piel de perro?
Los perros son generosos.
Tapizaba sus sillones con la piel de seres humanos.
¡La piel de los judíos no sirve para nada!
Se oía aullar con
frecuencia a un perro. Parecía una voz de una tristeza pura y casi humana en la
clara noche de un frío cruel, bajo un cielo sereno y profundo salpicado de
estrellas.
¡Ah, los canes rojos
del Dnieper!
A aquellos perros los
adiestraban para encontrar alimento debajo de los tanques. Una vez en la línea
del frente, luego de haberlos tenido sin comer durante días, colocaban
explosivos sobre sus lomos y los dejaban libres para que se precipitaran contra
los tanques enemigos. Apenas se metían debajo de las panzas de acero buscando
comida, estallaba el tanque por los aires a la vez que el perro quedaba
destrozado en mil pedazos.
Sabe una cosa, cuando
todos los perros hayan sido exterminados, se utilizarán niños para ese cometido
guerrero y crucial, serán ellos, hambrientos y desesperados, los que revienten
con la bomba atada a la espalda buscando un trozo de hamburguesa.
Bah, todos son de la misma
raza, hombres y perros… ¡Hijos de perra!
Cien años antes.
¡Un negro por aquí!
¡Tan lejos del barrio chino! (Ese marine americano despistado en busca de
putas…)
Será un paria, un
distraído, un tipo al que le han robado los 40 acres y la mula.
Los únicos negros que
por entonces se veían por la ciudad (lejos del siempre exótico barrio chino),
salvo algún guineano que, después de la independencia de su país en 1968 gozara
de una sinecura y de una flagrante vagancia alcohólica en la CNS o en la Casa
del Chavo, eran futbolistas del Valencia o del Levante como el cañonero Waldo o
el festivo y malogrado Walter.
Qué años.
¿Y qué me dices de los
actuales?
Paula como un
asteroide de órbita excéntrica… Cualquiera sabe por donde caerá, una especie de
gran calabaza capaz de engañar al más avispado apareciendo de improviso en el
sitio menos esperado, la sombra del águila amenazando sobre tu cabeza de
repente, cayendo inevitable sobre la pobre rata.
Ahora ella y yo
estamos en un punto de una especie de Lagrange, a un millón y medio de
kilómetros uno del otro: zona de nadie donde la gravedad de ella y la mía se
neutralizan.
¡Te has enamorado de
Laura!
Nunca fue verdad.
Peor. No te imaginas
cuánto de peor.
Laura vendrá a cenar.
Gracias te damos Señor
nuestro Dios por estos alimentos que tan graciosamente pones en nuestra boca.
Mi infidelidad,
querida, engrandece nuestro matrimonio: todas las que follé han sido mujeres
tan hermosas y deseables como tú.
Dijo el conde.
¿Quién era el conde,
rancio hidalgo castellano?
(Su olor a casa
cerrada, a triste palomino, a ajo, a ropa vieja.)
Un Yuste barojiano,
pero terriblemente cínico y amoral, creyéndose eterno, menos estoico, más
epicúreo, menos vencido que un antonio azorín, derrotado y cabizbajo,
indiferente a su mediocridad, comiendo sobre grasientos manteles de hule
cocidos infectos, tortillas insalubres, embutido criminal.
Ese, hijoputa, eres
tú.
Te equivocas como una
loca.
Esa frase, asonante y
despectiva, era la declaración de guerra. Las hostilidades eran inmediatas, las
armas arrojadizas de las que ella se aprovisionaba podían ser desde un libro,
unas tijeras, un zapato, hasta… ¡una silla! El hacía acopio de insultos, esa su
munición de medroso, amante de la escaramuza y la deserción en el combate: se
parapetaba tras un rimero de libros.
De una calma
portentosa, saludable: la que hacía gala al quedar atrapado en un ascensor o ya
en la calle, cuando descubría que se había dejado las llaves dentro de la casa,
o al sufrir el enésimo gatillazo mientras sorbía los pezones de la joven
doctoranda con futuras aspiraciones a una titularidad del departamento (una de
ellas, la que fuere) y perseguía informes
favorables.
¿Y esto?, surgía la
voz casi infantil de la desnudez tendida.
Esto, querida, es un
orgasmo intelectual, ¿a qué mancillarte con mis fluidos a esta temprana hora de
la mañana?
El pobre apéndice
colgaba muy explícitamente ante los
ojos húmedos y decepcionados de la sirena universitaria.
A esa hora tardía en
que todo, seres y objetos, parecía detenido en un inmenso bostezo.
Un furor extraño, el
paso (y el peso) de la vida.
No me atrevería a
robarle los caramelos a un niño pero, por su bien, por su vida de mamoncete,
que se mantenga lejos de mí.
Las horas se hacen
largas, extrañan por eternas… (Se decía.)
Aborrecía su padre
especialmente a Proust, pero más de una vez fue sorprendido con uno de los
siete tomos de la versión de Alianza de bolsillo de la recherche.
¿Me estás espiando,
mierdecilla?
Releía una y otra vez,
pero nunca siguiendo el orden cronológico, los tomos de la correspondencia de
Flaubert en La Pléiade. No había
ningún secreto que explicara la absoluta maestría de Madame Bovary; sólo la tenacidad de la mula, el trabajo constante
como de 30 negros a la vez que terminaba doblegando la cortedad o pobreza de la
idea y la estiraba mediante el talento hasta la genialidad.
Continuará… (treinta años más
tarde):
Hanna: acompañada de
un joven sonriente.
Le pareció un buen
tipo, un inglés en su semana de veraneo, buen chaval de clase baja, honrada, puteada y proletaria de cabeza rapada
y de carrillos orondos y rosados, frente estrecha y provisto de pequeños ojos
de azul desvaído, anémicos, y gordonzuelas pantorrillas, un tipo joven como
esos miles y miles de proletarios o estudiantes menesterosos de Birmingham,
Cardiff o Leicester que viajan a España con medio centenar de libras en el
bolsillo del indecente pantalón pirata para hincharse de alcohol adulterado y
matarse tirándose al vacío desde el balcón oxidado de un hotel barato a orillas
de la costa mediterránea cada día con más mierda universal estancada en sus
playas: el salto del ángel algo deslavazado. A la morgue. Y de allí vuelo
directo del cadáver a la casita británica. Adiós, adiós.
De un día para otro,
siempre era el otro: una suerte de llevadera procrastinación que no alcanzaba a
frustrarle. El verdadero fuelle del buen trabajo es la buena disposición de
ánimo.
Apagaba el ordenador.
Trabajar sin ganas no tiene sentido.
Escudriñaba la
pantalla negra, seca del fluido milagroso: ni siquiera brotaba un milagro, tan
alcance de la mano de cualquier don nadie en nuestros días con un Word process entre los dientes y los
fructíferos comandos del cortar y pegar
entre bambalinas.
¿Qué no sabrán ya,
ellos, mis leales alumnos, todas las historias que salen y saldrán de mis
labios? ¿A qué improvisar? Me tienen muy comprometido con mis principios y
saberes para andar cambiando puntos de vista o cualquier estrategia
historicista metodológica que les confunda. Doblegados al discurso conocido, ¿a
qué experimentar?, ¿a qué confundir?
Señores, hablemos de
Kandinsky.
Y con auténtico
cinismo de vía estrecha se decía: el mejor remedio para una resaca.
Exitus.
¿Qué noticias nos
traerá esta mañana Negroponte?
Amigo, pronto
tendremos cerebros intercambiables.
No sé si podría
resistir un amasijo de sangre, vísceras y carne ajenos a mí, tal vez su olor me
resultara nauseabundo por mucha au de
cologne de 100 pavos con que me anegara.
Pero ser otro, de
cuando en cuando, sería fascinante. Un estafador, un fantomas, un hombre astuto y sin escrúpulos con la máscara del
anonimato más excelso, fértil y, sobre todo, impune.
Andar y desandar
mundos y vidas, naufragar en mil vicisitudes bizantinas, tener entre los brazos
a la mujer amada, perderla, recobrarla, la historia contemporánea y
rocambolesca de aquella recóndita Teágenes
y Cariclea, una recidiva juvenil que irrumpe con el mayor de los
engatusamientos a partir de cierta edad madura.
La primera copa de
media tarde abre un capítulo de insospechadas consecuencias. Para ello hay que
abandonar la casa y cerrar la puerta tras de sí, salir extramuros, deslizarse
al acontecimiento: Adiós, cariño. Volveré pronto.
Envainose la espada,
miró de soslayo, tocose el sombrero…
Huye a los mares procelosos.
Más allá de la puerta blindada de la casa se halla la aventura. Es fácil si
Cariño ha salido antes que tú, o tiene intención de hacerlo inmediatamente
después y no necesita tu compañía para nada, para nada absolutamente: dispone
de sus propias tarjetas de crédito. El problema existe, y habrá que
solucionarlo como sea, si Cariño se encuentra aburrida y tu escapada vespertina
provoca su irritación o, tal como anden las cosas y la presión mercurial del
barómetro de su desasosiego, una ira incontenible. Mas, aléjate de las ventanas
cuando des comienzo a la cháchara lastimera: Cariño, todo va a ser distinto a
partir de ahora, aseguras con el llavero (el florete de los cien luises romántico y duelista) en la mano.
Desafía, pues, las borrascas del cielo
enemigo. A Cariño no le convence la insincera proclamación de intenciones:
Eres tú, hijo de puta, el que tiene que ser distinto a partir de ahora. Lo
demás puede seguir igual hasta el día del Juicio Final. Tampoco era para tanto,
resumía Boceto ajustándose la levita,
acariciando el puño de plata repujada de su bastón-estoque (a la vez que
pensaba en el próximo trasiego de las copas nocturnas): Ni que uno fuese su… lucro cesante. Se verían por la noche.
Incluso podrían tocarse. De vuelta de las
tormentas y lances desusados del mundo de la noche. Paula, cariño, mil
galimatías para tus guiones podría yo inspirarte al arribar después de mis
andanzas y encontronazos diversos, maltrecho y lúcido, a Ítaca, a tu húmedo,
tibio y lascivo regazo.
(…)
Hoy nuestro joven
vizconde viene de los cielos tristes y sucios de París sin disimular su interior
regocijo: por fin Baccarat había caído rendida en sus brazos. Allí mismo, en el
palacete que la intrigante se había hecho construir próximo a la calle
Fortunée, acariciados por la densa y perfumada penumbra que ya se enseñoreaba
del gabinete de las tres chimeneas, encendido por la pasión y el desbordante
placer él, desfallecida y entregada ella, la poseyó con furia calculada sobre
el diván rojo… tres, cuatro veces. (Otra eyaculación precoz con sabor a bourbon
que a nuestra joven heroína Paula, hastiada e insatisfecha, la convenció
definitivamente de la conveniencia y justicia de sus sórdidas excursiones al
sexo lejos del lecho conyugal: ¡a tomar vientos, payaso!)
No quieres que salga.
Eso es lo que quieres. No quieres que un sencillo paseo alivie mi tedio.
Cariño permanece muda,
aburrida: la tarde es gris, absurda.
Entonces, ¿qué
quieres? ¿Qué me quede en casa? ¿Eso es lo que quieres? ¿Quieres eso? Porque si
es eso lo que quieres me quedo en casa. ¿Lo quieres así? ¿Qué quieres en
realidad? Di lo que quieras pero ¿querrás hacerme el favor de decirme a las
claras lo que quieres? ¿Quieres hacerme ese favor? ¿Quieres decirme qué es lo
que quieres? Aunque bien está que te preguntes de cuando en cuando, si no te
importa, cariño, qué es lo que quiero yo.
Una atmósfera de
pesado silencio, callada hostilidad, amenaza latente, furia contenida.
Así que…
Alzó la cabeza,
dirigió una mirada a la figura oscura y embozada sentada en el pescante y, con
un gesto desdeñoso de la mano, arrojó unas monedas, despidió el coche de punto,
y volvió sobre sus pasos, se despojó de la capa. Ya en el gabinete, se abrigó
con el brocado elegante de la bata de seda, se preparó una copa de Jerez,
sentose en el sillón junto a la ventana con las cortinas descorridas, aún
bañado por la serena luz del atardecer…
Cogió el libro de
horas en encuadernación monástica en media piel sobre tabla, suntuoso in octavo de cortes entintados en rojo y
fascinantes guardas en papel de aguas...
Entretuvo la tarde
leyendo las esclarecedoras misivas de finales del año del Señor de 1909, a
decir verdad algo indecorosas, de un enamorado James Joyce a su querida
mujercita Nora Barnacle a la que imagina, calenturiento el tipo sin venir a
cuento, masturbándose el coño en el
retrete, defecando mientras él la
observaba con deleite, regocijándose
con el hedor y sudor de su culo, a la
vez que le chupa el frondoso y rojo coño, que nunca deja de recordar aquella
noche que le dio por el culo tanto tiempo mientras de su ano salían
chisporroteando sonoros y cochinos pedos y él pensaba que era maravilloso
joderse a una mujer pedorra, que en
un cuarto lleno de mujeres tirándose pedos él reconocería de inmediato uno de
los suyos ya que es un poco como un pedo de niña y no el húmedo y ventoso de
las mujeres gordas, en fin, que el hombre estaba muy contento porque su putita quería que se la follara por la
boca y que podría correrse hasta desmayarse, aunque no podía evitar que, al
estar alejado de ella, distrajera sus ocios haciéndose
tal cantidad de pajas que hasta miedo le daba mirarse la picha después de
tantas horas que había estado cascándosela.
Habla mudita: no lo
haría hasta el 6 de octubre de 1927, mientras ambos asistían a una hilarante
representación en el teatro Wagner. Entonces impuso sus condiciones
inapelables: Harás exactamente lo que yo te orden, babearás como un perro, te
arrastrarás sobre tu propia mierda, beberás mi orina…
Escapar, escapar del
todo…
¿A lo rural? ¿Al
tomillo y el berrocal?
Quia.
Entonces, ¿a la vasta
mar océana?
A la Nueva York
babilónica. Perderse en esa selva de cemento de oro y cristal de diamantes, en
los mil laberintos de los sucesos modernos, las mil y una aventuras urbanas,
los mil y dos lances de fortuna.
¿Nueva York?
A esa Gran Babilonia
de la bruma, el pecado y el dinero.
¿Aventurero tú? Querido,
tú, precisamente tú, sólo podrías alimentarte realmente del contenido de los doggy bag que te proporcionaran las
almas caritativas robándoselos a sus perros.
Finalmente, serías
menos que un puto perro. Un auténtico y andrajoso beckettiano.
Joyce, querido, no me
pongas las cosas tan difíciles.
Un nuevo arte cuyos
significantes prevalecen sobre…
Una nueva literatura
en la que, aunque se cuente algo, esto sea lo de menos, una forma de escribir
en la que una línea te lleve a otra sin solución de continuidad.
¿Quién piensa en el
significado?
Profesor, háblenos de
Goya.
Y Lucientes.
(En esas estamos.)
En efecto, querido, la
Web es una red donde quedan atrapados los incautos, un tejido maléfico y
viscoso que los apresa y los inmoviliza, una tela de araña en la que quedan
cautivos, reconocibles y fichados de por vida: y son maleantillos de tres al
cuarto. Carne de cañón: mainstream.
Toda su vida se puede
almacenar en un millón de sms. Podría entenderse todo de una forma algo
descacharrante: ola cm sts.
Todas las vidas se
pueden almacenar en un sms: nc n vlcia.
Al principio escriben
así.
Al final terminan
hablando así.
(Ennoblecen los
gruñidos sin saber los porqués.)
Una peste del peor
negror. O… un acierto lingüístico de incalculables consecuencias futuras para el
desarrollo global de las comunicaciones orales.
Nos hallamos de vuelta
a los orígenes, justo en el umbral de una Nueva Era del Gruñido.
Empieza uno comiéndose
unas vocales y acaba a mordiscos con su interlocutor.
Vuelve al trabajo. La
tarea, ingente, dota de sentido tu vida y revela tu lealtad a los ancestros:
justifica tu existencia, honra a tu padre… En cuanto a tu madre…
Una jerga críptica
sustituye a un lenguaje claro, conciso y fielmente descriptivo, razonable, en
suma. Pero la jerga se impone con el fin primordial de ocultar significados al
lector y, de este modo, al tiempo que torna hermética y misteriosa (y, por
tanto, presuntamente valiosa) una obra artística dota de un aura de sabiduría a
su autor: qué genio de la plástica, qué lumbrera.
Qué profundo, dice
admirada una, una de tantas a la que ha echado el ojo, que le oye como si engullera una hamburguesa.
Todo continuará hacia delante o hacia atrás.
Mareado por el humo
fétido del celtas corto que fumaban
como descosidos sus dos hermanos él, más papanatas y mucho más joven, se inició
con Gitanes, pero una subida de la
asignación semanal permitió la compra de los primeros rubios, Camel y
Pall Mall, Kent y Benson and Hedges, la extravagancia del Kool, la distinción del Players.
Luego, enviciado del todo, ya nada le apartaría del Lucky Strike sin filtro hasta entrado el siglo XXI y sus
prohibiciones, cuando su afición a las barras de los bares nocturnos y el
aburrimiento y el frío o el calor de las calles pudo con las ganas imperiosas
de fumar y le mantenía con el trasero pegado en los incómodos taburetes,
hinchándose de alcohol el hígado y manteniendo limpios sus pulmones: prohibido
fumar entre cuatro paredes: un ataúd.
Teoría del caos.
(Consecuencias: hago esto, y más allá, mucho más allá, el desastre…)
¿España te mata?
Venga, por Dios. Tú eres España. No fumes.
Cuanto más se aferraba
al tiempo, y el tiempo eran las cosas, las sensaciones, los hechos, los deseos
siempre consumidos, más se deslizaba en él y más aprisa rodaba el mundo que lo
llevaba consigo sin comprender lo que realmente vivía, inmovilizado en su
tejido sutil e inexorable como una presa atónita en la tela de araña que nunca
le dejaría escapar en su viaje a la negrura cósmica.
¿Cómo engañarlo?
Nunca. Ay, ojalá fuese
real aquel nunc fluens…
¿Cómo detenerlo?
Imposible. Si acaso,
olvidarlo mientras te dejas atrapar por
los recuerdos.
Esta pascua tuya que sólo te lleva donde
todos van, y eso es lo malo, que no existe la diferencia ni la exclusividad de
un destino disímil (agamenón o porquero),
¿qué creías, que eras especial?. Sólo llegarás a lo que eres y eres de la misma materia que ellos y como
ellos en el final…
Y a pesar de los
disfraces, a despecho del ridículo narcisimo, de los rasgos diferenciadores (barbas simbólicas, distintivos como la
trenca, la pana, la bota militar), se trata de la Marcha Sinfónica de los
muertos a plazos: todos a una.
Cada mañana, al abrir
los ojos, la luz del amanecer ilumina la moneda de oro en tu mano, mira a ver
lo que haces con ella, trueque, pérdida o ganancia, pues a lo largo del día irá
perdiendo el brillo, se irá disipando su metal hasta que la oscuridad de la
medianoche la haga desaparecer del todo.
La realidad es lo de
afuera de ti. Cierras las ventanas y se acabó el espectáculo.
Es lo mismo, sigues
pagando por lo que no quieres ver, eres prisionero de ella.
Te encierras en la más
absoluta oscuridad.
Sigues pagando.
Incluso muerto, cuando
para ti ya no eres nada, sigues siendo una realidad para los otros. Sigues
pagando en forma de recuerdo, descendientes, los objetos que dejas tras de ti…
Sigues en la realidad que siempre, paradójicamente, estuvo más allá de ti.
Qué tiempos nuevos,
que bellas profesiones.
Diseñadora de jardines
verticales.
Arquitecto de
interiores: animal eterno.
Vitela: piel de animal
no nato; por ejemplo, la piel del feto de un cordero.
Tales tactos regalan
de delicadez las tapas de mis libros.
Profesor, háblenos de
su libro.
Ya se pierde su origen
mismo… que iniciara el patriarca de mi antiquísima saga. De bruma son sus
comienzos indefinibles… Habrá que adentrarse en la espesura.
Ja, ja, ja… ¡Qué
triste reírse uno a solas!
Una especie de códice Voynich que nadie sabe en que lengua
está escrito, ni con qué intención… Todo un misterio pues hasta lo que allí se
nos cuenta e ilustra no forma parte de este mundo… reconocible, al menos. Un
bofetón a la jeta del erudito.
Así que, Klee.
De 2008 continuará un poco más allá del Año
Primero de la Cruzada.
En el 36, Mambrú no
fue a la guerra. No tenía bastantes años para ello. Hacía pinitos por su
cuenta, allá en el palacete de las dos torres: fantaseaba, aunque ya era
consciente del negror que le caería encima si ganaban los nacionales, que
ganaron:
No me matarán –dijo el
bachiller Bernardo Brell Ferrer agarrado al máuser y protegido por el casco de
acero que casi le llegaba hasta el mentón de hombre duro de dieciséis años,
yacente en la cama, soñando despierto-. Estoy a salvo en esta maldita guerra, y
el mundo será testigo de mis heroicidades.
Pero pueden matarte.
No moriré. Se lo
prometí a mi madre.
Pero ¿y si te matan?
Te digo que eso no va
a pasar. Es imposible. ¿No comprendes? Si me matan mi madre nunca volverá a
creer en mí.
Desnudo, sólo envuelto
con la bandera (pero, ¿cuál de ellas?), ya ennoblecida por la sangre derramada
de su cuerpo herido (pero no muerto definitivo, sólo herido, herido… ¡ah, las
valerosas y bellas enfermeras!), yace sobre la negra tierra también sangrante
de heridas y pólvora, respira, lucha por vivir, aleja su garganta del barro...,
es un héroe…
El calor de julio incendia
ya a esta hora temprana la ventana de la habitación, abierta de par en par
desde primeras horas de la noche, hasta el lecho llega el olor dulzón del
jazmín, la tierra resquebrajada y sedienta de las ramblas, el aire seco de las
colinas de alrededor. ¡Qué dieciséis años los de papá Brell en plena guerra!
La Guerra.
Toma (Tolle, lege), dijo su padre que no fue a
la guerra (¿Adónde vais con tantas prisas? ¡A la guerra, a la guerra!) al
tenderle con suficiencia los dos tomos de Hugh Thomas cuando, a la sazón, él, el futuro Boceto, contaba quince años sabiendo un
poco de un limitado todo, novelas francesas del XIX, rusas del mismo siglo,
Hemingway, Hamsun...
La guerra… ¡que aún
querían ganar sus hermanos con Triunfo
bajo el brazo y escondidos bajo la pana y una barba amazónica!
La revancha era una
barba descuidada, unas botas militares compradas de segunda mano, jamás sufrir
un noticiario de televisión, escapar de cuando en cuando a Perpignan a ver
películas, traficar libros prohibidos, la pintada ácrata y nocturna,
pasear con gesto
conspirativo por las calles inocentes y atestadas de la ciudad.
Papá: los dinosaurios
estamos un poquito más allá… o menos, pero ¡qué más da!
Cuando desperté el…
Así que los hijos con
las guerras de nuestros antepasados… Bueno.
Luego, la página
blanca…
El rico y el pobre
están presos en la misma cárcel. La única diferencia es que el rico pasa mejor
y más confortable el ratito. ¡Qué tontería ganar una guerra!
¿Qué cárcel es esa?
El tiempo, y todos
estamos en el corredor fatídico: la condena es la muerte.
¿La última cena?
Huevos estrellados con
patatas fritas.
A la horca.
Este no caía de pie
como los gatos. Este no caía, no caía nunca, no caía.
Nunca es suficiente.
¿Cuántos años tienes?
Treinta y siete.
Demasiados. Ya he vivido lo bastante.
Nunca es suficiente.
Aunque vivieras mil años, nunca es suficiente. Lo bastante no existe.
¿Qué importa que un
gato viva siete vidas?
Y setenta más, y siete
veces setenta más.
Nuestro hombre se colaba de cuando en
cuando en sus adentros, se exploraba: he aquí la vegija, he aquí el bazo, he
aquí un riñón, he aquí los pulmones, he aquí el glotis, he aquí el pensamiento…
Demoras el final, pero
eso es todo.
Lo interesante no es
descubrir el sentido de la vida, sino el de la muerte: seré eterno aun sin
cuerpo maloliente, vivo, crudo.
En realidad, sería el
mismo sentido, de haberlo… o de poder hacerse con él.
Nada es bastante.
Un gato, entrometido,
furtivo y sigiloso, ha pisado el lienzo aún con la pintura tierna.
Herr Paul Klee abandona la cama al despuntar
las primeras luces. Se adentra en el estudio aún en penumbras y enciende la
lámpara que cuelga del techo.
Imposible no descubrir
la pintura emborronada.
Maravilloso efecto.
Es un gato:
El Rey de la Creación.
No la toques más que así es la rosa.
Klee abarca todos los
sentidos. El hombre condenado a muerte prematuramente, y él lo sabe, acapara
todas las razones, hasta aquellas que se esconden tras los enigmas más crueles.
Tiene el entendimiento, y los modos y la razón de ser de las cosas. Y, luego,
aplica la pintura, configura los universos.
¿Qué sentido tiene
esto?
Es.
Su verdadero sentido
es ser sin ninguna otra atribución.
Basta con eso: ser:
animal, vegetal, un cuadro.
Warhol pedía a sus
amigos que orinaran encima de sus cuadros. Por la pátina y esas cosas, las
texturas, sabes, esas cosas, sabes… Hay que ver las guarradas que llevan a cabo
algunos artistas: unos descubren el cuadro puesto del revés debajo de la
ventana; otros aplauden las andanzas de un gato enmierdando los óleos… La orina
que prefería Warhol como sugestivo excipiente en sus obras era la proveniente
de uno de los miembros con problemas de urea de la Factory de la última etapa
(tal vez fuera, paradójicamente, la perteneciente a Holly Woodlawn, el que él era
ella). Ese ambiguo meado dotaba a los cuadros de un barniz sobrenatural,
inefable.
El Troceador Francis
Bacon estrujaba las fotografías hasta sangrarlas, hasta hacerlas carne
putrefacta, un alarido, una perversión cromática y un retorcimiento plástico
que revelaba intolerables pesadillas pero también atroces insomnios y el
influjo desesperanzador de la grisura homicida del mismo amanecer de todos los
días. Luego, le daba color a esa tortura.
También él, Boceto, se ha trocerado con saña desde
hace muchos años. Quizás desde siempre, aunque al principio, al principio de
todo, él no lo sabía: uno es niño, y sonríe con facilidad, y espera todo lo
bueno de la vida…
He aquí el comienzo
del verano.
Mañanas de cristal,
tardes marinas, noches mullidas y cálidas. Todo parece de agua, puro y transparente,
sin mácula.
Mediodía en la alta
tierra.
A esta hora, aprieta
el calor. El aire parece tornarse polvo. Los árboles, los pinos sobre todo, y
los geranios y el romero, la albahaca y el tomillo, exhalan un olor seco y
penetrante, de tal densidad que podría paladearse.
De pronto, el aire de
levante esclarece la atmósfera, la limpia de las adherencias del oeste, despeja
el cielo de neblinas, recupera de la memoria el olor de la tierra y la
infancia, la adolescencia.
De repente, el último verano…
En La Cañada, área
residencial estival en la que se diseminan modestos pinares sobre terrenos
apenas ondulados, de mínimas colinas, una decena de kilómetros al norte de la
ciudad asfixiante casi paralizada en la tregua agosteña, atrae las miradas de
los paseantes un viejo chalet de los años treinta construido por Bernardo Brell
Vicent, médico, hijo del maestro Bernardo Brell Albert y padre de Bernardo
Brell Ferrer, catedrático de historia del arte, abuelo de Boceto profesor de historia del arte... En fin.
El viejo chalet de La
Cañada nunca se vendería ni antes ni después de esas cuatro generaciones, se
arruinaba por sí mismo año tras año bajo el peso de las propias viejas piedras
que lo alzaban y el abrazo reptante de la hiedra que ocultaba gran parte de las
fachadas y cercaban ventanas, resquebrajaba suelos reventados por la fuerza
telúrica, apenas iba nadie ya por allí desde que el corazón sencillo de la
abuela Amparo dejó de latir en el lejano año de todas las infamias de 1973,
silenciosa y tranquila. Fue, como la tildaba irreflexiblemente su hijo, Brell
el Viejo, anodina (por ello, sin que él, su hijo, jamás lo supiera, más sabia
que nadie, hasta flaubertiana): pasado residual de aquella familia desaparecida
de los Brell eran el jardín descuidado que rodeaba la casa, la balsa levantada
un metro y medio sobre la tierra en la parte de atrás de la vivienda, la hierba
húmeda que refrescaba y oscurecía cualquier rincón, la sombra olorosa de los
grandes árboles piñoneros y los limoneros, las espaciosas, sombrías y frescas
habitaciones interiores de la casona veraniega que entrado el siglo XXI aún se
erguía orgullosa y en plena decadencia en una calle estrecha flanqueada de los
grandes y altos pinos centenarios de troncos arqueados cuyas gruesas raíces
pugnaban por salir al sol bajo el pavimento irregular, abombado, de losas
agrietadas a punto de partirse en pedazos.
La verja de rejas
negras con punta de lanza que salvaguardaba el chalet de los ociosos viandantes
veraniegos de la estrecha acera todavía inspiraba el respeto debido a su
solera. Aun en ruinas, nadie se atreve a profanar su silencio, la oscuridad
polvorienta de adentro.
El enrejado oscuro y
vegetal de las copas de los árboles, a uno y otro lado de la puerta de hierro,
era como un dosel de verdor por encima de la entrada a la casa con techado de
cuatro aguas de tejas musgosas ennoblecidas por la lluvia de los años coronado
por un pequeño pináculo en forma de piña de cerámica vidriada de color azul que
destellaba bajo el sol esplendente de la infancia:
Pórtate bien, y te
llevaremos a la casa encantada de chocolate de la abuelita.
Pórtate bien y te
compraremos una bicicleta azul de tres marchas.
Pórtate bien y verás
el cielo abierto.
¡Pórtate bien sobre
todas las cosas…!
El benjamín se portaba
todo lo mal que podía, menudo cabroncete. Pero…
¿Ha pasado el tiempo?
Papá Brell encendía el
motor del 1500, maniobraba la palanca de cambios sujeta a la barra del volante
y en menos de dos minutos abandonaban la Gran Vía, cruzaban el ancho cauce seco
del río y en compañía de mamá, callada y pensativa tras sus gafas de sol como
era usual, enfilaban la pista de Ademuz en dirección Liria hasta La Cañada,
hacia las colinas difuminadas del horizonte donde la abuelita Amparo, sonriente
y bondadosa a todas horas, de apacibles ojos azules, se dejaría comer y hasta
despedazar entre achuchones cariñosos por el lobezno Brell y la brillante
hilera de sus dientes de leche.
Las bicicletas son para el verano.
La bicicleta azul,
reluciente, veloz montura del intrépido jinete, de tres marchas y sillín de
cuero marrón se apoyaba contra una de las tapias blancas que circundaban el
espacioso jardín que rodeaba el chalet.
Y, al conciliar el
sueño por la noche, soñaba el cielo abierto y también azul, las grandes y
níveas nubes se abrían al firmamento de las ilusiones más descabelladas
imaginadas durante las horas de la prosaica realidad diurna, un prodigio que
mostraba todas las maravillas que se le ofrecían al otro lado de la bóveda celestial, pues así era como se llamaba el cielo en los libros, y
los libros, como decía papá, suelen tener toda la razón del mundo, incluso los
más arbitrarios, disparatados e inútiles.
En el 70 sus hermanos
ni le tocaban: No queríamos estropearte, enano.
Hubieran podido
romperle en mil pedazos.
Estos dos con la
fetidez de la pólvora negra de la catacumbas y la clandestinidad llegaban al
chalet ya bien entrada la mañana
iluminada por el sol benigno del domingo, festivo y familiar, solían
aparecer invariablemente a la hora de la ortodoxa paella valenciana, mil veces
reiterada: diez ingredientes (incluido el agua), ni uno más, y el aire, y la
luz, y el olor limpio y penetrante de la leña y el humo blanquecino y fragante
como graciosos añadidos, componentes milagrosos imposibles de controlar, pues
iban a su modo, que terminaban de lograr por misteriosa casualidad un prodigio
de exquisita sencillez gastronómica.
Nosotros prepararemos
la sangría, decían sin ocultar las risas los dos lobos hirsutos recién huidos
de la ciudad y sus trincheras, desprendiéndose con calma del casco de acero y
de las armas, del kaláshnikov, del racimo de granadas sujetas a la cintura, del
largo y temible machete, del olor a sangre…
Y entonces papá Brell
disponía el aceite, comenzaba a dorar las piezas del pollo y del conejo, medía
el fuego de las ramas de naranjo ardiendo bajo la trébede.
El aire, seco aunque
tenue, como un liviano velo que empañara las colinas que despuntaban por encima
de las tapias, se impregnaba del aroma balsámico de la madera que ardía
suavemente crepitante, de la enredada y mareadora vegetación de alrededor, de
los pinos cercanos con sus copas estremecidas levemente por la brisa cálida del
mediodía y, sobre todo, del olor sabroso de la carne friendo en el aceite de
oliva.
El aire olía a agua, a
tierra, a piedra, a árbol, pero…
(Todo pasado es una
extravagancia.)
El sol huele, solía
repetir esas mañanas Brell el Joven, Niño Bañado de Luz, con la inocencia de
sus nueve años, ante la mirada sorprendida, interrogante y comprensiva de los
demás.
Y era verdad, el sol, terrestre y próximo, olía.
El sol era la materia…
hasta kleeiana. Por así decir.
Nada de gestos melosos
con éste, con el pequeño Brell, decretarían los dos barbudos en tanto saqueaban
un tinto de buen cuerpo de la surtida despensa de la abuelita repleta de
frascos de compotas y mermeladas, de latas de atún y caballa, de mejillones
escabechados y marinos berberechos, de botecitos de especias y saquitos de
hierbas del monte, tomillo, hierbabuena, ajedrea, hinojo, maría luisa, menta,
romero.
Nada de
sentimentalismos, se juramentaban los dos guerrilleros mirándose entre sí
fríamente. Estamos en la edad del hierro. Ya habrá tiempo para fortalecerlo a
este gusano de nueve años: preparadito y con valor lo dejaremos en la lucha
final.
Era una época en la
que la tibieza era un crimen.
En una época que
callar era miserable y hablar un peligro, una sentencia, quizás una muerte de
resultas de un tiro disparado accidentalmente de un arma reglamentaria.
Cada uno, sus
excursiones; a cada cual, según su experiencia. Cada uno a su tiempo.
¡Y qué tiempos parias
de la Tierra, famélica legión!
Una de las armas más
mortíferas era la máquina de escribir. Se vigilaba de cerca el uso criminal que
podía perpetrarse con ella.
Casi estuvieron a
punto de prohibirse…, aseguraba uno.
¿Político él?
Sus hermanos estaban
locos.
¿Has probado alguna
vez el porrazo en las costillas de una barra de hierro recubierta de cuero
propinado por un gris todavía
exaltado por los dos carajillos de la sobremesa?
¿Nos hemos vuelto
todos locos?
La tarea de los marxistas es oponer de la manera más serena
y exacta la apreciación de las fuerzas reales de clase y los hechos indudables
al gimoteo y el pánico de los filisteos del reformismo y de los filisteos del
radicalismo.
En efecto, estaban
locos:
A los diez días de
interrogatorio a cargo de seis miembros de la Brigada Político Social estabas
tan negro de la cabeza a la punta de los pies como un aborigen de Malí.
Entonces te dejaban en paz en una celda hedionda, sin comida, con las costillas
rotas, tirado en el suelo lleno de excrementos y meadas, respirando a duras
penas a causa del dolor insoportable, sin agua con la que al menos lavarte la
sangre, aterrorizado y oyendo los gemidos y gritos angustiosos de los otros
presos junto a ti, pegados como sombras a las paredes y a los que te costaba
reconocer como camaradas tuyos…
Expediente BIS-nº.
124/07-1971-V-JDGB.
18 de julio de 1971.
Dirección General de Seguridad.
El detenido José-Daniel García Bernardo, natural de Valencia
y residente en la misma, ha sido trasladado a las dependencias policiales de la
Comisaría Central de esta ciudad, donde se le someterá por los agentes de
Seguridad del Estado al interrogatorio correspondiente. Con posterioridad será
puesto a disposición judicial en el plazo que marca la ley de seguridad ciudadana.
En el domicilio del subversivo la Brigada de Investigación
Social ha intervenido diversos libros y folletos de carácter delictivo, dos
cuchillos afilados de cocina, determinados objetos punzantes como tenedores,
unas tijeras y una máquina de escribir oculta en su funda. Igualmente se ha
procedido a incautarse una bolsa de plástico hallada en el cuarto de baño que
contenía envases de fármacos y varios estuches de píldoras; dicha bolsa de
plástico (La Botica del Mercat, S.L.) de color azul transparente con su
contenido íntegro se entrega al Departamento de Estupefacientes para su
análisis. Asimismo, se le han requisado varios cientos de pesetas y algunas
monedas que escondía en un cajón del escritorio y diversas revistas extranjeras
de naturaleza pornográfica en la mesilla de noche del dormitorio (European
Cinema, Le Monde, Time, The Illustrated London News, Paris-Match, L’Express
etc.).
25 de julio de 1971.
En esta fecha el detenido, José-Daniel García Bernardo, en
un descuido de los miembros del Cuerpo Superior de Policía, se arrojó al vacío
por la ventana del cuarto de interrogaciones, que permanecía abierta debido al
intenso calor de estos días, estrellándose contra el suelo del patio interior
del edificio de la Jefatura. El detenido murió en el acto.
A pesar de lo exhaustivo y escrupuloso de los
interrogatorios a los que fue sometido el sospechoso por espacio de una semana
antes de su desgraciada muerte no ha sido posible por parte de este servicio de
investigación obtener información alguna que se considere digna de interés
policial.
27 de julio de 1971.
Luego de la pertinente autopsia y los obligados trámites
administrativos, se entrega el cadáver de José-Daniel Garcia Bernardo a su
familiares a fin de que procedan a darle cristiana sepultura.
Tolle, lege.
Una Remington… una
ametralladora.
Ah, los viejos
tiempos, contra algo, contra todo, contra lo que fuera…
Ah, la fácil mecánica
de las cosas, el dulce tiempo ido…
Su padre, aún cabeza
de familia entonces, de la familia por entero, regía las conductas, la economía
familiar, las idas y venidas de los vástagos, dominaba los sucesos, alguna
extravagancia del destino: Las cosas hay que tomarlas con calma, decía, y
afilaba parsimonioso y pensativo la punta de uno de sus lápices, veladamente
perplejo, como si le extrañara que un acto tan sencillo como ese le procurara
tamaña sensación de bienestar.
Sí, trabajaba con
lápices. Lápices alemanes. Siempre. Escribía en folios de excelente papel
Galgo. Leía lo escrito. Borraba. Escribía. Corregía. Siempre con lápiz. Luego,
pésimo mecanógrafo, pasaba las páginas a máquina con exasperante lentitud… El
cuento de nunca acabar.
Ah, la vieja
Remington…
Miraba poco en torno a
sí. ¿Preveía la escapada definitiva de una mujer muy superior a él? ¿El fiasco
de los hijos creciendo hacia algo que le costaba entender?
Eres un desarraigado,
le dijo sin abrir la boca su hijo Carlos, enfurecido en silencio por algún
comentario paterno frente el televisor, a la hora peligrosa de la cena.
Desarraigo: cuando uno
se vuelve hacia sí, huye.
Sí, pero ¿de qué? Y,
por otra parte, ¿no es el desarraigo el triunfo de la voluntad?
Sé solo, sé nada, sé
en el aire, a salvo del mundo y cerca de la tierra.
Sin raíces.
Los últimos diez años
de su vida: Klee. Un perpetuum mobile
imposible, inalcanzable… Él, el viejo Brell, lo sabía.
Interminable: por eso
era feliz trabajando en esos folios.
Y, ahora, es invierno,
y el cielo frío impenetrable, la tarde oscura entre los libros de texto de una
tristeza insuperable, amarilla, duradera hasta la hora de irse a la cama.
Todo es una
escenografía. Las líneas, el color, las formas finales, y los objetos y hasta
las palabras que se las lleva el viento, es una escenografía tus relaciones,
tus amoríos, tus ganancias, el decorado urbano de tus idas y venidas. Tu padre,
Klee; tu madre, que hará de la fama tardía simplemente una huida constante a
ninguna parte, los pintarrajos que la ocultaban; tus hermanos, de sus guerras
perdidas que a la postre a nadie importaron; escenografía la tuya aquellos tus
recuerdos siempre malos que hieren el frágil presente rebosante de artimañas
consumistas, de coartadas de tres el cuarto, hieren que mata el recuerdo del
suceso canalla, de la podredumbre que a pesar de todos los esfuerzos esconde la
liviana gasa del olvido, tus mentiras, tus traiciones, la resignación…
Qué más da. Apura el
Martini, y a la noche, la cena, el sueño… No, no el sueño, la inconsciencia, el
desmayo.
Laura vendrá a cenar.
Pues, La última cena.
Y anduvo por el huerto
de Getsamaní, entre olivos milenarios (¿?), chorreantes de plata lunar…
Etcétera, etcétera.
Camarero, más de lo
mismo.
¿Qué es lo mismo,
amigo?
Curiosamente, piensas,
tú eres Jesús y eres Judas y hasta el testigo Pedro, el dilecto Juan...
Eres el olivo de ramas
inextricables, verdes y grises, o grises y negras, ese tronco renegrido, bajo y
retorcido donde ahorcarse a dos palmos del suelo, desdeñando la tierra tan
próxima a los pies descalzos y sucios, a la piel agrietada, a la carne pronto
corrupta.
Qué mal gusto: Carlos
se colgó, se arrojó al gran vacío, apenas a un metro por encima del suelo
pero… consciente, atado a las raíces de
la tierra.
Ese tronco viejo y
rugoso eres tú.
¿Qué tarde fue esa de
verano, de invierno, de otoño… de cruel primavera?
Andas (anduve, mejor…, cuando entonces,
cuando…) las aceras de una ciudad de 165.000 árboles, alguno de ellos con más
de 450 años de antigüedad, y ni siquiera en tu infancia subiste a uno de ellos.
Era el mejor lugar para un escondite infantil… No, preferías buscar raíces
oscuras, hasta tenebrosas.
Anda, le expulsaba su
padre harto de sus reproches silenciosos, de su aburrimiento acusador, ve a
perderte al ficus del Parterre, criatura…
Anda. Pero no subía a
lo alto, bajaba a lo oscuro.
He aquí el cumpleaños
más deseado:
Y tú, ¿qué quieres
para tus dieciocho años?
(Votar, ya se podía, y
era algo insulso, hasta patético a veces…)
Pues… un pinball.
Oxidado e inútil, sin
posible reparación, allí se esconde el deseo de aquel Ignacio Brell, mayor de
edad, soltero, estudiante, residente en Valencia…, cubierto de telarañas y
sombras polvorientas en el cuarto trastero del chalet de los abuelos: la abuela
Amparo, atónita pero solícita y entregada al cariño del joven déspota, encargó
aquella máquina de flippers, la pagó
al contado y ordenó que la colocaran en un ángulo del dormitorio del nieto,
pobre huérfano, con el padre ora huraño ora burlón, la madre volandera montada
en una escoba, los hermanos en pleno desconcierto transitorio, ya con las
banderas a medio desplegar, rapadas las barbas…
Cara a la pared,
dándole al flipper.
¿Qué iba a salir de
todo ello?
Boceto. De pies a cabeza.
Anda, recuerda,
rememora antiguos hechos, habla memoria, ensucia un poco más el pasado con la
desfachatez del presente ingfame.
A Boceto la idea de la muerte, esa desaparición total en la nada absoluta,
le tranquilizaba sorprendentemente… Pero no era algo tan extraño, amaba la
vida, sí, disfrutaba de ella cuanto podía, acaparaba sus dones a manos llenas…
Aunque, el solo pensamiento de una vida enferma le aterraba: él nunca sería
capaz de pagar ningún precio por la vida más allá de lo razonable y humanamente
admisible. El cáncer, caer postrado en la cama indefinidamente mientras el
cuerpo se llagaba, se licuaba en líquidos apestosos, acabar abotargado en la
tristeza o la locura profundas oliendo tu propio cadáver era, sin duda,
demasiado: se dejaría morir a las primeras de cambio sin pagar un céntimo por
prolongar el decaimiento o la agonía inevitables. Padecer una vida a punto de
pudrirse era innoble y cobarde, sólo un espectáculo circense para médicos a los
que ni les iba ni les venía tu conciencia ni tu unicidad ni el fardo de todos
los sucesos de tu existencia pasada: sólo eres un amasijo de carne y dolor en
el que meter sus narices adecuadamente asépticas y teclear ante la pantalla del
ordenador donde aparece tu historial clínico sus impresiones de entomólogo con
bata blanca valiéndose de una literatura
médica (literatura de andar por casa).
Ese idiota con ardides
juglarescos… Retándole a él… ¡a él que andaba en mester de clerecía!
Destruye lo senequista…
¿Cómo?
Huye de la intemperie,
de lo precario…
La muerte…
Literalmente, devoraba los libros de medicina del abuelo médico:
Qué demonios u otros
entes no tendrás tú en el cerebro si en una microscópica gota de saliva
maquinan, acechan, resuelven 100.000.000 millones de bacterias.
En el colegio agustino
e inútil:
Todos los padres
médicos, abogados, industriales, ingenieros y hasta un procurador en Cortes
(Familia, Municipio y Sindicato), y las señoras: amas de casa; alguna, la
excepción –una o dos-, regentando una boutique,
una peluquería de postín, cronista de moda, locutora de radio…
¿Profesión de tu
padre?
Tarda en contestar.
Desfigura el mundo,
tan gris y rutinario. ¡Sé valiente!
Él, niño imaginativo e
imprevisible, ha dado con la respuesta demoledora, la que va a distinguirle de
por vida ante sus incrédulos condiscípulos y sus padres atareados en usos y ganancias convencionales, el áura y el
prestigio asegurados durante milenios, qué contundencia, que afortunada
invención:
Vendedor de camiones.
Siguiente pregunta
(para ir aclarando las cosas e intenciones de los alumnos por desasnar):
¿Qué quieres ser de
mayor?
Eterno.
Ültima, definitiva
pregunta insolente:
¿Quién puede impedir
lo que quieres ser?
Nadie. Sólo yo.
Respuesta correcta.
Directo al triunfo (y al Cuadro de Honor colgado en el vestíbulo desbordante de
mármoles y el lujo esplendente de la entrada principal del colegio).
Ve a los muros del
templo, cuelga tus exvotos, cuelga tu alma, arráncate el corazón, cuélgalo,
arráncate la vida, cuélgate…
Don u ofrenda hacia
los dioses.
(Mató al tipo ése que
le incordiaba… Colgó su cuerpo desencuadernado, desangrado y muerto y rígido e
inerte y acartonado y tieso por los siglos de los siglos amén en el muro del
templo, lo colgó con toda religiosidad a la manera de un exvoto, hasta lo lavó
y lo peinó con esmero antes de clavarlo en una pared que era un verdadero collage en forma de objetos singulares,
sórdidos, poco refinados algunos -una muleta, un apéndice nadando en un líquido
espeso en el interior de un frasco, una dentadura postiza-; simplemente
agradecidos otros -un mechón de tu
cabello, un pañuelo rosa con tu nombre grabado…-: gracias, dios mío, único
e omnipotente, por las gracias recibidas, los odios satisfechos, las venganzas
colmadas.)
En fin: llegó a
Londres el fool’s day y antes del
mediodía gris y deprimente como el despertar del viejo, un tipo ya le había
vendido la Wakefield Tower por 1.500
libras. Una ganga.
Te han estafado. ¡Y en
Harrods, idiota!
Pusósele blanca la color.
¿Pues, comprar un
hijo? Quizás con ropa de marca, la gasolina del coche, las parrandas de fin de
semana…
¿Un hijo? ¿Una hija?
Ni lo pienses, malvada
mujer…
Hijos… Uno querrá
asesinarte recién iniciada la adolescencia por acostarte con su madre (y eso lo
saben hasta los niñatos que en el cine se tragan ad nauseam Star Wars a la vez que un contenedor de
palomitas); la otra, a los veinte años, con hipócritas arrumacos, algún sábado
por la tarde que te coja con la guardia baja, en plena digestión tú con el
habano en la mano, intentará sacarte los cuartos que te queden para pagarse un
rejuvenecimiento de vagina o un blanqueamiento de ano. ¡Cate!
¿Cómo te sientes?
Con esperanza de ser
mucho mejor pasado un tiempo.
Como una película
rodada sin sonido directo.
Como una película compuesta
a la perfección días después en la sala de doblaje.
Ensueño de sobremesa
sabatina (con la hija bien lejos fornicando con niñatos inexpertos, y el hijo…
¡bah!):
En su último viaje a
USA, al mismo centro del imperio, enfangado de su misma esencia, metido de
lleno en pleno núcleo, en la misma hirviente magma de su crisol, rodeado de rednecks y mujeres rubias, bellas y muy
gordas, se trasegó en cinco días diez galones de cerveza y cuatro kilos de
filetes de cerdo rebozado (triste destino el del cerdo).
Fuera donde fuese, el
tipo huele que apesta a chivo expiatorio. A su lado podías estar seguro que
todos los palos iba a recibirlos él, y hasta todas tus culpas.
Como Jules Renard, ya
sabes el final del continuará: ¡No
serás nada, no serás nada!
Seré especial,
sentenció.
¿Era comprador de periódicos?
Años vendrán en que
para comprar un ejemplar tendrás que buscar un quiosco en cinco kilómetros a la
redonda más allá de tu domicilio, y si lo encuentras, date por satisfecho si el
vendedor de chucherías y revistuchas con gadgets no se ríe delante de tus
barbas ante la frívola pretensión de leer un diario en papel.
Y no como eso, esos…
Esos tienen Internet
como una infección en plena sangre, correteando junto con las células, la
linfa, el plasma:
Internet os hará
libres: formas parte de un sistema: tú eres el sistema: una prodigiosa señal de
alerta y custodia desata toda una persecución (de la que eres incapaz de
librarte, te seguirán hasta el fin del mundo, que es precisamente la puerta de
tu dormitorio, la misma silla donde fondeas tu culo y tus artes masturbatorias
mantenido por papá y mamá): saben las carpetas que abres, los archivos que
husmeas, las huellas que rastreas: saben con quien comunicas, quien se comunica
contigo, qué dices, y hasta lo que no dices: saben en qué pierdes el tiempo y
en qué eres peligroso para ellos: saben incluso la manera de borrar tus lápices
de memoria o apropiarse de su contenido, alterar tus bases de datos… Saben
montar una tienda de campaña dentro de tu ordenador y esperar con el cuchillo
entre los dientes: como un fruto maduro, ya caerás.
Dijo el otro:
Yo, dijo subrayando todo lo posible el
pronombre (sonó como el golpe implacable de un martillo), sólo leo novelas
gráficas. O sea, lo que antes se llamaban cómics; o sea, tebeos; o sea, monos… Algunos se dan cuenta a los
cuarenta años que el chupete que perdieron, y al que con tanto gusto se
aferraban de mamones, se encuentra en la guardería… ¡y allá que vuelven!
Son los que consumen
palomitas y se distraen viendo películas de acción y ruido, trompazos,
persecuciones y efectos especiales.
Él, aun con el libro
en las manos, tenía otras opciones, quizás demasiadas.
No conocía los
límites. Ordenaba, no pedía, un gran reserva, no saboreaba, no se regalaba: a
la trágala. Así, todo. El clásico tipo que no tarda ni cinco minutos cuando
llega a casa en caer como un sucio fardo en el cubo de la basura. Perversiones
ocultas, difíciles de adivinar.
¿Cuándo desterrará de
sí esas torvas inclinaciones?
Nunca. ¿Por qué
hacerlo?
Esa es la penitencia
por todas (que son muchas) las regalías diurnas.
Desde la pubertad,
todo son epifanías.
14 años: adiós, Pippi
Calzaslargas. Llegas demasiado tarde, se dice nuestro héroe con la tranca en
posición de combate y con un Playboy
en la mano abierto por las páginas más obscenas (nunca por el artículo de Gore
Vidal o Mailer o Updike).
Cuántas maravillas me
rodean, exclama en pleno éxtasis pero en voz baja: susurra a sus propias
orejas.
De mayor (¿cuánto de
mayor?) opinará lo contrario: sólo le rodeaba la mierda, una gran mierda en el
cielo y en la tierra.
De mayor resucitó de
entre los muertos el niño escéptico que ya fue:
Creer en Dios es
fácil: sólo tienes que cerrar los ojos y taparte la nariz.
Y, ¿ahora qué?
El tiempo…
Y el espacio…
Qué cosas…
(En Junco. Ya anocheciendo. BOCETO al camarero:
Escuche, amigo, he de
irme. Le dejo al cuidado de las bolsas. Volveré por ellas más tarde. Cobre
todas las consumiciones de la señora y las mías y guárdese estos cinco pavos
para usted.
CAMARERO a Boceto:
Como guste el señor.
Mi turno es hasta las doce de la noche. Estarán a buen recaudo.
Espero que sí: son mi
cena de hoy, y quien sabe si la comida de los dos días de después.)
¿Qué estás
vomitando, Boceto?
Sale. Como
si estuviera viajando al Tíbet, correteando por Lhasa: a buen paso deja Ruzafa
y camina hasta Barcas.
Recoge el
coche del aparcamiento del Corte Inglés de Sorolla, no sin antes…
¡aprovisionarse de víveres en el supermercado!
(Embustero: conciencia
del pasado más que del presente.)
Hora de volver al
castillo.
Pregúntaselo a Watson…
Deep Blue superado: acaba en la cacharrería.
Ya lo dijeron.
Lo repetiremos:
Escribió alguien:
Preguntaron al mayor y más capaz ordenador existente en el mundo (2008):
¿Dios existe?
Ahora, sí, contestó.
El mundo está lleno de
dioses… vivos y coleando.
Desea algo con todas
tus fuerzas y todo, absolutamente todo, hará que consigas ese algo, aprende
doña Eugenia Espina de su filósofo favorito Paulo Coelho (compra sus libros en
El Corte Inglés, lo cual ya es una garantía de prestigio social), el gran gurú
que dirige sus pasos, sus pensamientos, su alma toda.
¿Desear?, ¿desear el
qué?
Diario secreto.
Anotaciones sobre papá, Brell el Viejo:
Hoy he contemplado la
fotografía que conservaba mi padre entre las páginas de una novela de aventuras
de James Oliver Curwood: unos niños en Auschwitz, con sus trajes de rayas y sus
gorros de presidiarios, con los rostros casi pegados a la alambrada de espinos.
Una fotografía blanca, gris, negra… asepiada, que despide un olor raro, a papel
profanado no tanto por el tiempo como por las cosas y sucesos de los días
actuales. Los chiquillos miraban a la cámara, y todo lo que ésta captaba
parecía sombrío, helador, como si la niebla amenazante que se cernía sobre esos
pequeños seres pronto hiciese irrumpir de no se sabía dónde una crueldad
inusitada que acabaría con ellos sin remedio. Uno de los niños, a la derecha de
la imagen, ofrecía un aspecto orondo, verdaderamente gordo, y la cara redonda
como una luna… Pensé que, a rápidas dentelladas, como una rata, comería a
escondidas antes del amanecer la carne todavía tibia de sus compañeros de
barracón muertos por la noche y aún yacentes en sus camas …
Lo que llegamos a
saber de un hombre es muy poca cosa, prácticamente nada: sólo su vida.
Debería engordar unos
diez kilos o más…, se dice luego de haber leído con atención sesudos estudios
de universidades suecas y norteamericanas acerca de la conveniencia de andar un
poco pasado de grasas. Ventajas:
-tardarás más en eyacular durante el dalequetepego (menos testosterona, más
estrógeno, mayor nivel de serotonina) (mira ese tipo, tan delgado… ¡bah, un
eyaculador precoz!)
-tu corazón se halla
mejor defendido (a mayor masa magra, menor mortalidad)
-un IMC alto te aleja
de la depresión y, por tanto, del suicidio
-cuanto más grasa en
el abdomen más lejos te encontrarás de la artritis reumatoide y mejorarás la
sensibilidad de la insulina.
Qué te parece, te
dices mirándote en el espejo, sin grasas pero hinchado como un globo por las
putas verduras, las asquerosas legumbres y los kilos de piel contaminada de
manzanas y peras…
¿Qué va a ser? –suelen
preguntarle solícitos.
Empecemos por un
Martini bien preparado.
No lo dude usted.
Y un par de montaditos
con anchoas al aceite.
Podríamos añadir una
cazuelita de gambas marinadas. Y unas tostaditas calientes con una capita de
sobrasada de ibérico.
Sea. Y vaya
disponiendo medio kilo de filetes de vaca japonesa poco hechos.
¿Ayudaría un rioja
gran reserva?
Sin duda ninguna.
Y de postre un buen
batido de Prozac:
Sabe, amigo, un
estudio de una universidad japonesa de cuyo nombre no me acuerdo afirma que la
toma continuada de fluoxetina hace que el cerebro rejuvenezca y mejore su
capacidad cognitiva… hasta prácticamente retroceder a la misma idiotez del
bebé. Aunque, aseguran, uno tiene la posibilidad de detener el viaje alucinante
a una edad intermedia, digamos veinte años, no nos vamos a poner pañales y
babear a estas alturas.
¿Tal cosa asevera?
Como lo oye.
¡Qué demonios! ¡Qué
época!
Sus hermanos… En lugar
de libros de poesía (Blas de Otero, Dylan Thomas, Cernuda, Gil de Biedma,
Stevens, Mallarmé, Neruda…) y novelas enrevesadas y cine en blanco y negro con
subtítulos tendrían que haber coleccionado elepés del macarra de Lou Reed: los
habría, él, Boceto, agradecido,
elevados a los altares por siempre y para siempre. Todas las noches les
rezaría, él, devoto Boceto, gracias,
gracias, gracias queridos hermanos por los dones recibidos.
Con el sonsonete
Brell, dale que dale, y casi sin que te apercibas de ello, como una lluvia
fina, continua, inapreciable, que termina empapando, que finalmente te cala, te
agujerea hasta llegar al alma.
Brell se hace más
Brell cada día que pasa. Hasta que, finalmente, deje de ser Brell para siempre:
Boceto sin remisión.
Serendipia… y ósmosis.
Todo lo que sabe ha
sido por causa de una feliz casualidad, por que ha llegado a él sin esperarlo,
sin método (ni de él mismo ni del más mínimo esfuerzo por conseguirlo) o
simplemente por ósmosis (aunque siempre ha recibido más que ha dado).
Tecnológicamente,
estoy muy al día, sabes.
¿De veras?
Puedes jurarlo… ¿O es
que lo dudas?
Hombre, considerando
que el CES de Las Vegas te planta delante de tus narices más de veinte mil
productos y artilugios de la más reciente innovación cada año… Ya me contarás.
La verdadera felicidad
no tardará en llegar, ya se palpa con la yema de los dedos… Cien mil horas de
música y cinco mil películas archivadas en chismes tan pequeños como el
llavero… y una pantalla enrrollable de
TV de ciento veinticinco pulgadas y cien gramos de peso… Y el coche que ruede
sin las manos en el volante mientras tú, centauro digital, fornicas en el
asiento trasero con una mujer de carne y hueso, toda calidez, tibieza y
respiración y latidos.
Sobre mis espaldas, nada; sobre mi conciencia, todo.
Una vez muerto…
Busca un hombre, como
el buen Diógenes…
¿Cuál es la diferencia
en esta época, o en otra pasada o aún por la que ha de venir?
¿Qué excusa tenía la
culpa en cualquiera de ellas?:
unos, gasean hasta la
muerte a seres humanos (Auschwitz)
otros, los queman
vivos (Dresde)
y aún hay que los
entierran a la callada (todas las épocas).
La conciencia.
El agua que se escurre
entre los dedos, con la frialdad del hielo aún, pronta a desaparecer en la
tierra golosa, hambrienta de todo, de líquidos y puses, de sangre, de
cadáveres.
(Como el arte fímero
de Harbin: catedrales y palacios, burdeles y mataderos).
Brevísimo instante.
Qué mas da, te dices,
llevas la cartela pegada al culo:
ojo con este
un juego de palabras
una declaración de
intereses.
Cada cual…
Bueno: el secreto
mejor guardado de Boceto:
exoplanetas. Eso es. Se ha convertido en un entusiasta, un experto del tema.
Una insuperable colección de libros, documentos y artículos de revistas de
dudosa reputación abona día tras día su interés. Una ilusión ¿la posibilidad de
la existencia de vida inteligente en otro planeta donde las cosas sucedan de
otra manera, en otro tiempo tecnológico, más arcaico o más avanzado? Ser tú
mismo… ¿otro? Bah, serías el mismo que viste y calza, incluso siendo animal,
planta o piedra serías lo mismo.
Los dioses celebraban
consejo, se escribe en la Ilíada con
gran acierto aunque con poca credulidad para el lector.
¿Se ha escrito algo
que no se halle en esas páginas de seres humanos excepcionales?
El hombre de hielo.
Prueba y error, así
sucede la vida: el hombre de hielo sueña a menudo con la precariedad de su
naturaleza, lo quebradizo de su voluntad, la fractura diaria de su identidad de
cristal. El hombre de hielo sueña (y teme) tantas veces en su indefensión
inevitable, análoga a ese desamparo que ofrece el pájaro que descubres en medio
de la acera, desvalido y tembloroso, que enfermo de muerte, incapaz de volar,
ni siquiera tiene ya fuerzas para a pequeños brincos esconderse en cualquier
rincón del suelo huyendo de la última crueldad del mundo, el pisotón, las manos
despiadadas de un niño transeúnte.
Despierta, muchacho,
le decía su hermano José David en una de las sesiones del Xerea… Pero se durmió, se durmió del todo, se quedó muerto viendo
trenes checoslovacos poco o nada vigilados… hasta el momento (su hermano le
zarandeó vigorosamente en ese instante) en que estampan un sello entintado en
el maravilloso culo en blanco y negro de la complaciente chica (y eso en la
España del setenta y tres).
Despertó entonces.
Ajá.
Maneja el ordenador y
los flujos incesante de información de Internet con gran habilidad y… escaso
criterio.
Otra definición de…
él:
Una especie de
Rousseau pensante que no escribiera una sola línea.
(Su hermano José David
sería un Rilke pero de poemas salvajes lejos de lo pusilánime y una imagen de
la naturaleza paternalista, madre virgen, versos manchados de tierra y sudor y
hasta de semen…)
(Carlos, nada poeta,
ni una estrofa, ni una línea: sería el poema auténtico y único que, sin tema ni
identidad, hubiera celebrado Gil de Biedma.) (¡Un diario!)
Cualquier sabe en qué
termina uno convirtiéndose al margen de envejecer..
Hay indicios, sí,
pero…
¿Quién puede saberlo?
La imaginación no basta: tú eres quien menos entiende tu propia decadencia,
eres ciego a ella.
He aquí que sale a la
calle el gran justador, armado con la sola y loca correría de su pensamiento.
Día 24: la tarjeta a punto de hincharse otra vez. Vamos bien. Así son las
cosas. ¡Pena morirse!
Andando el tiempo
Paula debería convertirse en una de esas viejas algo ensimismadas e indignas a
las que les gusta vestir de rojo… ¡o de blanco comunión!
Sustituye la angustia,
ese ineluctable apósito soldado al existir que señalara Unamuno, por la ironía
y una especie de divertido (aunque pasivo) aturdimiento.
Disimula.
¿Cómo lo pasamos?
De categoría.
No seamos falsos: una
unta su pluma en el fluido de las calles, en el vocerío de las gentes, su
discurrir, dijo la guionista inflamada por el vino blanco traidor que maridaba
a la perfección con la lubina y el aderezo de la exquisita sencillez de la salsa.
La falsedad es la
omisión, hurtar al espectador lo que no
debe verse por pretendidos prejuicios morales.
Paula: Como sucede en
las novelas de Corín Tellado y en las de otros y otras de parecida relea pero
mucho menos entretenidas que aquélla, donde los hombres besan apasionadamente a las mujeres pero nunca
las penetran ni por delante ni por detrás…
Por fortuna, las
series actuales nos muestran el mundo, la realidad social tal cual es sin
escamoteos ni pudibundas elipsis, como la vida misma, como el ser humano que,
merced a las penetraciones (subrayado
nuestro), se sobrevive a sí mismo, se sucede, se multiplica: y haré tu
descendencia como el polvo de la tierra, y si hay quien pueda contar el polvo
de la tierra, ése será quien pueda contar tu descendencia.
Interior, dormitorio juvenil de la chica.
Luz crepuscular, satinada, que no permite definir del todo a los protagonistas u objetos de la habitación, pero si adivinarlos, sobre todo a los dos chicos.
Marta, desnuda sobre las sábanas. Compone una figura graciosa y apetitosa,
rebulle insinuante, provocadora. A la derecha de la cámara, al lado de la cama,
un espejo refleja la imagen difusa de Borja, también desnudo, con la cabeza
gacha, con las manos manipulando en sus genitales (en ningún caso debemos vislumbrar
el pene presumiblemente erecto del chico).
Borja:
¡Puto condón! ¡Aún me va a desinflar la polla!
Marta:
Tú enchúfala como es debido. Ahora no la jodamos otra vez… (se ríe).
Voz
en of: Bastaba con jodieran el uno con el otro…
Fundido
en negro.
Boceto encuentra definitivamente su
expresión verbal a través del cinismo y el sarcasmo, es afilado en ello,
mordiente, sin complejos, pero a la vez es un cobarde que simula una bohemia
intelectual y emocional que a duras penas tapa su verdadera condición y su
cómodo tejemaneje, digamos, profesional: aferrado a la tabla de salvación del
sueldo mensual del funcionario docente: el día 25 de cada mes tira de la cadena
del váter y tiende la mano. A rodar.
¿Un farsante? Ni
siquiere tiene que reconocerlo al tercer Martini. Le basta el primero.
Un farsante sin
necesidad de espejo.
Un farsante, ante todo
únicamente para él. Los demás le traen sin cuidado: sus imaginaciones y
conjeturas no le ayudan a respirar, y él come por sí solo, su rastro es una
copa vacía tras él.
Tal vez, la maría, un poco de ácido en alguna
ocasión, las anfetas cuando anduvo trajinando en la tesis doctoral, el speed (y sólo entonces) de aquel verano
devastador… Ahí acaban los paraísos artificiales… salvo el pensar en sí mismo,
el alcohol lenitivo, apaciguador (al menos en su caso)…, una forma como otra
cualquier de gestionar la angustia, hasta el dolor, y el miedo… el mismo
tiempo, el hastío o la fugacidad. Vinum
laetificat cor hominis.
Y el tomo de
Baudelaire bien cogido en la mano.
Embriagaos. Hay que
estar siempre ebrios. Todo consiste en eso para no sentir el horrible paso del
tiempo que os curva hacia la tierra. Tenéis que embriagaros sin tregua. Pero,
¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como gustéis… Pero embriagaros.
Y luego, obediente,
leyó una vez más la historia del español y el vino, del español y el taimado
Paganini, del español y el paisano fabricante de tumbas.
Siete mil millones de
seres humanos pueblan el planeta en la actualidad, y a lo largo de los cuatro
mil millones de años de su existencia, y sólo desde hace varias docenas de
milenios, más de cien mil millones han nacido, vivido y muerto en él. ¿Qué
crees que tienes tú de especial?
Que soy uno de ellos.
Bueno, también que
como Estebanillo González él era un hombre de buen humor.
¡Cómo no serlo! El
tipo pasaba sus buenos rato con una mocita de pocos años y muchas astucias.
Pero también es un
ejemplar único: no mejor, peor o igual: único. Siendo gemelo de uno o de cien
mil millones: único. Y eso es así: esa combinación genética y molecular que le
hacía exactamente un individuo. No
habría jamás otro como él, ni lo hubo antes que él, aunque eso no tenía nada de
especial.
¿A qué ese empeño de
creer que eres tú y el mundo? Uno y el Universo. Nada hay de empeño, en
realidad, es, simplemente, una presunción, la dolorosa constatación de que con
nadie puede compartir lo incomprensible, lo inconmensurable, el terror de la
nada de antes y después: una simple moneda en circulación.
Porque en su relación
con el mundo no puede intervenir nadie más, porque en esa reflexión crucial
todos despoblamos a la tierra de ellos, de los otros, que también harán lo mismo, porque eso es, exactamente, un individuo, porque… En
fin.
Nadie tiene nada de
especial: se es uno de ellos, vivo o muerto.
Y paseó con la mocita
por las calles de París.
Presta atención a los
sueños.
Anoche soñé con
cuervos, pero no eran del todo negros, eran más bien de tonalidades grises.
Igual no era cuervos.
Lo eran, la voz casi
de ultratumba lo corroboraba: cuervos le rodeaban tendido en el suelo (de esto
último no estoy muy seguro, pues yo me contemplo de pie, algo acobardado… o
quizá… ¡volando a ras del suelo!).
En su época, digamos,
norteamericana, Brell el Joven, quien se creía muy especial, estaba leyendo en
inglés (todavía a duras penas) The
catcher in the ray.
¿Quién era aquel
escritor que dijo que metería todos los personajes de Salinger, incluido el
propio Salinger, en una máquina de picar carne y los trituraría con saña hasta
hacerlos desaparecer?, preguntó intempestivamente a media tarde de un lunes aún
soleado de diciembre Brell el Joven a Brell el Viejo.
Sería Hemingway.
No lo creo, a este le
bastaría aplastar la compañía Salinger con uno solo de sus cojones sin
necesidad de utilizar una picadora.
¿Qué tienen los
personajes de Salinger que tanto molestan?
Son unos
marisabidillas.
¿Y esa es una razón
lógica para hacer con ellos embutido?
No para mí, pero para
el otro…: bocadillos de tebeo.
En fin, todo esto es
tan antiguo como la maldita época de Hapworth
16, 1924 y hasta la del maldito invierno del 78.
Para el otro… capaz de
matarse (un escalofrío le detiene en seco).
Entonces, durante el
invierno del 78, trabajaban padre e hijo (los espíritus santos de los otros dos
hermanos mandaban en arrepentimientos, acciones, reconvenciones, dimes,
diretes, politiqueos tediosos hasta la rendición final de ambos…) codo con codo
en la gran habitación recayente al sur, hasta que el sol en su recorrido
cruzaba el ventanal y desaparecía por el oeste no sin antes haber iluminado
cálidamente los centenares y centenares de volúmenes en los estantes. Una
atmósfera dorada y plácida, confortable, de una serenidad analgésica pero a la
vez estimulante para el trabajo intelectual, se adueñaba por entero de la
estancia sagrada y todo, objetos, mobiliario, libros bañados por el resplandor
de oro denso, hasta la respiración, se impregnaba de una rara mesura aun cuando
hasta allí se alcanzara a oír, aunque muy amortiguado, el tráfico incesante de
afuera, el trajinar callejero.
El 78, el Año Internacional del Criminal.
Brell el Viejo leía
por encima, muy por encima, los trabajos universitarios del vástago ante la
indiferencia (e insolencia) juvenil de este, que observaba retador a su padre.
El catedrático no iba a censurar (ahora
ya no) y mucho menos corregir lo más mínimo al recién universitario, allá
se las apañe el novicio: incluso toleraba los dislates más extravagantes: todo arte moderno es arte de improvisación.
Esa frase la pescó al vuelo. Le sorprendió algo, pero se guardó para sí la
calificación. Andaba, como ya eternamente, con su Klee: sin saber por dónde tirar.
Ya puestos, podía
haber escrito arte moderno de
distracción, de ingenio. A punto estuvo de coger el rotulador rojo.
Pero todo esto son
ocurrencias, trivialidades.
Y en cuanto se
encendían las luces eléctricas, el joven Brell abandonaba el salón, tomaba una
ducha, se vestía con rapidez, acaparaba sin calcular cantidad monedas y
billetes del cuenco de alabastro japonés sobre la librería del vestíbulo, donde
su padre los dejaba al alcance de quien lo necesitase, y escapaba a alguno de
los tugurios del barrio del Carmen. El otro se preparaba un exiguo bocadillo de
atún con tiras de pimientos de lata y seguía entre papelotes hasta la hora de
engullir esa cena tan frugal e insípida. Luego se iba a leer a la cama un par
de horas. Esta es una casa de fantasmas, se decía al tiempo que apuraba la copa
de whisky, cerrando el libro, sumido en el silencio de un hogar solo de libros
lleno, ausente de voces, antes de dormirse y jurarse a sí mismo que no soñaría,
que no iba a soñar, que al diablo el sueño descorazonador, la pesadilla, y
también el rayo mortificador y súbito de la cuchilla afilada de algún recuerdo
que a traición le retornaba a un pasado del que poco o nada quería rescatar
salvo librarse de sus heridas gitanas. Y se dormía con la luz encendida, a
solas, cuando ya había asesinado con infinita paciencia todos los recuerdos,
uno a uno, se sumía en una negritud del todo vacía, sólo la réplica de la
muerte: el sueño de la nada dentro de la nada.
Padre e hijo tenían
sus botines. Escondites inocuos tras las decenas y decenas de hileras de
libros: La Traca, oculta celosamente
por el viejo Brell detrás de los grandes lomos azules de Summa Artis, por ejemplo. Respecto al joven Brell: livianas
travesuras como la superflua Candy, y
su colección vergonzante de ejemplares de PlayBoy
y los más crudos y detallistas Penthouse diseminados en el fondo oscuro
de las baldas que permitían los libros en vertical. En todo caso, perlas para
robar las había habido siempre en aquella ingente biblioteca: los álbumes
plagados de damas violentas e insaciables de Eric Staton que… la madre ahora
huida compraba en sus viajes a Londres y París, (y también pertenecían a su
madre o, al menos, a la familia de ella, unos volúmenes descabalados, herencia
paterna además de una buena cantidad de joyas de excelente trabajo de platero, Las Mujeres en la Intimidad, que
sugerían toda la voluptuosidad de la época del fiacre y la luz de gas, el
folletín, la querida, el arroyo…), los infantiles cromos de La Pandilla Basura, del inefable
Spiegelman, propiedad residual del benjamín, prohibidos en su infancia por un
prurito de decencia estética que asaltara al patriarca, y que no dudaba en
confiscar las groseras viñetas a la vez que le ponía en las manos: (Tolle, lege), Zalacaín el aventurero…
Irradiaba ese papel coutché, sus láminas en blanco y negro,
coloreadas algunas de ellas, obscenidad tan ingenua, sensualidad tan llamativa
a despecho de las apenas entrevistas morbideces femeninas, que su atmósfera
recargada e impúdica, alevosa, de toscas sutilezas, trastornaba por
completamente al furtivo y despreocupado de sigilos Nacho Brell.
Las Mujeres en la
Intimidad
“Efectivamente,
las hay que son de la piel del diablo.
Esa
laxitud del cuerpo en la siesta…, la lascivia de la hora.
A nuestros suscriptores:
Estos portfolios en excelente papel coutché, sin denigrar a
otras publicaciones, son los que más resonancia tienen y mejor acogida
encuentran en el público. Éste sabe muy bien lo que se hace. Entre comprar un
libro ñoño de poesías modernistas donde unos cuantos vates decadentes torturan
su ingenio para no decir nada, ó comprar un cuaderno de LAS MUJERES EN LA
INTIMIDAD, el público ha optado por lo segundo. Todo lo que no sea espaciar el
ánimo, es perjudicial y contraproducente. Estas publicaciones
tienen una misión que cumplir en la bibliografía moderna. No
todo ha de ser enrevesadas filosofías y retóricas
gongoristas que en vez de distraer aburren y á veces son perjudiciales. Para
completar la serie de conocimientos humanos que en la vida son indispensables,
estos portfolios son de un valor indiscutible, porque conocer á LAS MUJERES EN
LA INTIMIDAD es una de las ciencias más precisas. Crean ustedes que el que
conozca bien á las mujeres tiene
noventa probabilidades contra ciento para no llegar á ser víctima de ellas. Y
si estos lujosos portofolios SUPERSICALÍPTICOS vienen á cumplir semejante
misión, crean ustedes que hay que reconocer sus méritos y su utilidad. ¿Verdad
que sí?
El sueño de una soltera
(empezó a escribir pre-Boceto en uno
de sus cuadernos escolares destinado a albergar sus obras maestras de
literatura erótica):
“Sobre poco más o
menos, todas sueñan lo mismo mientras llevan una mano a la entrepierna..
“En esas cabecitas
de rizos rubios como el oro, o de bucles negros como el azabache…”
A los doce años,
mientras sus hermanos entraban y salían de la Librería española de la calle del
Sena, en París, y provistos de barbas bien granadas se dejaban ver por el
entorno de Ruedo Ibérico, el mamífero-carnívoro
pre-Boceto ya había descubierto la
biblioteca secreta de su padre. Rechazaba con impaciencia las novelas francesas
e inglesas sin grabados ni ilustraciones. Iba directo al grano, con la polla en
una mano y rebuscando con la otra en las oscuridades de detrás de los libros.
No tardó en darse de
bruces con el diluvio universal.
(Tolle, lege), decretaban los padres agustinos, y, previo pago obligado, depositaban en las manos
pecadoras y adolescentes de Brell Gay y demás caterva masturbadora de sus condiscípulos
(4º-B) Energía y Pureza, libraco
infame perpetrado por un chiflado húngaro obispo y castrador, que auguraba para
el gran masturbador daliniano además
de la locura y la ceguera, el desprecio
de Dios y un triste final:
Manchado y viscoso por la lujuria
incontenible jamás entrarás en el Paraíso.
Mira tú, en cuestiones
de sexo estando ese paraíso inagotable en la tierra, ¡háblame a mí del otro…!
Que te den.
Él, que debería ser
presa fácil e inerme de las páginas de Stevenson, el capitán Marryatt, Poe o
incluso perdido de la mano de Oliver Curwood por los grandes espacios de los
bosques del norte y las tierras del hielo o en busca del oro imposible de Jack
London que zascandileaba más o menos por los mismos espacios.
Y… ¡pobre Séverine!
Ya la había olvidado.
(Tolle, lege): y un día la mano pecadora saca polvorienta y ajada
por el tiempo más clandestino la excitante L’Academie
des Dames de detrás de los tomos
de la Británica, y otro día desempolva Histoires
D’Hommes et de Dames inocentemente disimulada entre la Histoire de la Littérature Française de Lanson y Histoire de l’écrit, y otro día hinca en
Les livres d’Enfer, y una mañana ociosa de pleno verano se ocupa con verdadero
frenesí de Memoires of a Woman of
Pleasure, y una tarde, a solas en casa, cae en repetidas postraciones con Fureurs Utérines de Marie Antoinette abierto a toda página sobre el regazo,
y otro día vuelve a yacer con Fanny Hill,
y una noche revive con absoluta crueldad La
filosofía en el tocador (Dolmance:
“Me gusta que hayas dicho “pecar”, querida niña, porque es un placer tan grande
como el joder. Al fin y al cabo, cualquiera puede joder, pero hace falta ser un
libertino auténtico para encontrar también placer en hacer el mal por gusto.” Eugenia: “Pues eso es precisamente lo
que quiero.” Saint Ange: “¿Qué
crimen, nenita? ¿Un robo? ¿Un asalto?” Eugenia
-sonríe perversa-: “Un asesinato.” Dolmance:
“¿Empiezas muy alto tú, no?” Saint Ange:
¿Y ya tienes una víctima?” Eugenia -sonríe
con mayor perversidad aún-: “Mi madre.”), y descubre, pero como ardillita
astuta, deja en su escondite para el tiempo de escasez, The Lustful Turk, The New
Epicurean, Les onze mille verges, Les Chansons de Bilitis, Histoire
de l’oeil, el Sade completo escoltado por una docena de tomos de La
Pléiade, y más atrás las Normas y Tesis
del manual de Urbanidad para Jovencitas…
Somera lista que sepultaría en el más hondo y definitivo olvido las taimadas
intenciones del reprimido magiar por hacer del pequeño Brell El Escudriñador un
eunuco funcional.
Poco después, tampoco requería del grabado o la ilustración
para abundar en el conocimiento profundo de las mujeres: leería de un tirón El amante de lady Chatterley y curiosas traducciones argentinas y
mexicanas de las novelas de Miller y Durrell y el diario secreto de Anais Nin a
la vez que, por increíble que le pareciera a su padre cuando se lo confesó años
más tarde entre risas, también metió la nariz en los infumables desvaríos de El
Caballero Audaz y demás tropa sicalíptica
de los años veinte y treinta españoles.
Ninguno de ellos
superaba el momento ese cuando Henry Miller le pone la polla delante de la boca
a Anais Nin y ella, sin acertar a decir nada, escandalizada (ella, que lamía el
sexo de June como si en ello le fuese la vida), a diferencia de Lady Chatterly,
que cumpliría debidamente con Mellors, se levantó de la cama como si le
hubiesen golpeado con un látigo.
Aunque no desdeñaba
alguna incursión de cuando en cuando en el abundante material gráfico
pretendidamente artístico que atesoraban algunos anaqueles más al alcance de
los ojos, precisamente por esa presunta condición estética que se le atribuía a
sus artistas, como por ejemplo la prodigada por Beardsley (de quien manosearía
una y otra vez The Yellow Book), los
dibujos a tinta de Martin Van Maele, las aguadas de Rodin o las secretas
acuarelas de Renoir o las más desmelenadas de Grosz y hasta las absolutamente
anatómicas de Egon Schiele:
penes desnudos y
erectos, mayestáticos, vaginas abiertas y clamorosas, rosadas como boca de
serpiente, labios rojos de Eva.
Libros de papá y mamá,
notas de papá, libros de JD., libros de Fiodorov…
Ya es tiempo de que aprovisione con una modesta aportación la biblioteca
familiar, se dice el benjamín.
(En 1986, su padre aun
coló de tapadillo Opus Pistorum, tras
los volúmenes de los trópicos y la
trilogía rosa, unas pulcras ediciones
de Alfaguara de hacía casi diez años, manoseados por todos los de aquella casa
a su debida hora.)
1979. 17 de Diciembre.
Lunes. 18,45.
No hace frío. Una
tarde, ya del todo anochecida, pero nada invernal. Se enfunda la Artic-Parka
marrón de Woolrich. Ha sido su regalo navideño, así que no desaprovecha la
ocasión de exhibirla.
Habrá que compensar.
Librería París-Valencia, calle Pelayo.
Lo que vale un nobel.
175 pesetas.
¿Tenéis algo de
Odiseus Eulysis (sic)?
Lo tenemos… pero
porque interpretamos tus errores parlantes como buenos libreros que somos,
novicio lector desalmado y chapucero.
No entiendo.
Espera y verás,
trabucador.
Qué patente lo incomprensible.
Regresó a casa lo más
aprisa posible.
Padre, gran presente
te ofrezco.
Dime, mierdecilla.
Su padre cogió el
libro de salmos, delgado, breve, será poesía… Lo confundió con un poeta
religioso:
¿Elytis?
Lo era, como Klee, Rothko… de esa estirpe.
Consumatum est!
Su padre no era
predicativo. Nunca lo fue.
Apáñatelas como
puedas.
Paradójicamente en
arte sólo sería lenguaje el denominado abstracto, aquel que se hallaba libre de
referencias visuales y formales reconocibles, por cuanto el arte representativo
sería una imitación sin más de la naturaleza e incluso de los sentimientos y
emociones que ésta nos inspira. El realismo se apropia de mecanismos de
percepción y desciframientos ajenos, contrastados y perfectamente asumidos, en
tanto que el arte de la abstracción elabora una nueva sintaxis, estructura un
entendimiento de su guirigay formalista y matérico cual una nueva escritura
cuyo discurso inteligible descansara asimismo,
provocativamente, en la tríada del sujeto, verbo y predicado.
¿Qué me dices de las
declinaciones?
Si me acercas ese
lápiz soy capaz de señalarte el lugar exacto de las cinco en el puto cuadro sin
miedo a equivocarme.
¿Qué me dices de la
muerte del arte?
Nadie sabe lo que es la muerte del arte. Lo que está muerto
es lo que realmente ha desaparecido: las máquinas de escribir, los abridores de
lata, los tubos catódicos de la televisión, las cabinas telefónicas, las cintas
magnéticas, el dos caballos, los celtas cortos, la revista Triunfo, tu padre, tu madre, hasta dios desapareció en cuanto
cumpliste siete años… Lo que sucede es que hemos vuelto al hombre de las
cavernas. Eso es todo. La misma oscuridad, el temor a la magia… digital o a la
propia y más desmesurada de la naturaleza.
Apáñatelas como
puedas. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?
Te vas, al cielo o al
infierno, pero te vas.
(Con la misma gracia
con la que has venido.)
Un día te vas adonde
nunca estuviste antes. Adiós, adiós.
Uno mira más allá de
la noche… y no encuentra nada, salvo más astros y más vacío en las otras
noches. Entonces, mira dentro de sí… Y también en azul, casi negro, porque uno
eso es lo que quiere: azul (cuajado de estrellas) descubriéndose en el fondo de
la noche.
¿Por qué este lenguaje
y no otro? ¿Esta forma y no otra?
Por su
correspondencia, solamente por eso.
¿Correspondencia?
Puedes llamarlo
contenido. O un sueño.
Llámalo sueño.
Sueño… Entonces, lo
llamo sueño.
Sueño. Con los ojos
abiertos.
En seguida aprendió lo
que debía llevar entre manos: en lugar de Siddhartha,
Miller; en lugar de Updike, Mailer… Quevedo en lugar de Góngora. Y un baroja por dos galdós. Lo quieras o no toda cultura es intercambiable.
Hasta donde pude,
disimulé lo que realmente había que
disimular: eres exactamente, más que un individuo, un bourgeois.
Mientras él leía Las inquietudes de Shanti Andía...
Sus hermanos…
Si uno buceaba con su
francés de bachiller Le Nouvel
Observateur (JD.), el otro ya oficiaba de bombardero con Triunfo en la mano atrayendo con ese
culo en colores a otras y otros incendiarios vestidos de pana, jersey de punto
grueso y botas militares.
¿Y nuestro pequeño
Brell?
Reunió a lo largo de
su infancia y primera adolescencia cerca de 3.500 piezas de Lego, pero todo lo
que construía a lo largo, ancho y alto presentaba formas irregulares,
estructuras raras, figuras imposibles, desatinos asimétricos…
(Velaba el cristal con
su aliento, dibujaba una geometría no euclidiana, impensable, que nada
representaba, al menos a nada conocido. Luego, todo se disipaba y el cristal
recuperaba su virtud transparente, su, digamos, pureza: Así la tierra, pensaba
de mayor, de irrecuperable ya, cuando todo ser vivo, animal o racional,
desaparezca de su superficie.)
Las inquietudes de Shanti Andía…:
Las condiciones en las que se desliza la vida actual hacen a la mayoría de la
gente opaca y sin interés. Hoy, a casi nadie le ocurre algo digno de ser
contado en papeles…)
… sus hermanos
entraban y salían de las dependencias de la Brigada Político Social una y otra
vez, una y otra vez…
Un bucle muy
irritante.
(…)
Puesto que trabajando en común cada uno teme trabajar más que los otros… Este
temor de trabajar un poco más llega a su más alto grado de comicidad (quizás
hasta de tragicomedia) cuando el autor relata cómo las mujeres que viven en una
misma casa poseen enseres domésticos comunes y pertenecen a una misma familia,
lavan cada una de ellas la parte de la mesa en la cual comen; o cuando ordeñan
las vacas por turno para recoger la leche para su niño.
Mis hermanos estaban
locos, le aseguraba al terapeuta, que le miraba impasible.
Qué te parece.
Eran comunistas. Lo
fueron siempre. Una etiqueta, una camisa de marca.
(Una moda.)
¿Y?
Uno se mató y al otro
lo sepultó la tierra. Nada, pues, ha podido crecer de ellos.
Hijos de su época.
Aunque, quien sabe,
quizá del tragado por la tierra algún día germinen zanahorias, berros, una
lechuga, unas haberas…, todo es posible.
¿Y usted?
Pche (resabio de
exclamación de las lecturas de Baroja).
Algo creerá acerca de
usted mismo…
Un optimista al que
todo le sabe a mierda y no le importa morir: si en estos momentos cayera una
bomba atómica (o dos, o tres) sobre esta ciudad, yo sería el único apestoso
superviviente… Soy una especie de Ginko Biloba.
Resulta usted muy
ingenioso como argumentista, aunque algo presuntuoso.
¿De veras se lo
parece?, replica con una pedantería irritante al tipo de la pipa, quien, si se
lo propusiera, no tardaría ni un segundo en hacerle llorar.
Sin embargo, yo le
tengo por un espíritu quebradizo, pronto a romperse a la menor contrariedad, a
estallar en mil pedazos. Es una sensación que no puedo evitar cuando lo tengo
frente a mí. Supongo que este estado suyo será algo provisional… aunque veo que
se alarga demasiado. En usted todo parece estancado. Una charca maloliente, si
quiere que le diga, y sí que quiere, porque le conozco muy bien y sé que le
interesa, por tanto desconocerse a sí mismo, todo lo que le concierne. En todo
caso, ha tenido mucha suerte, mucha más de la que hubiera merecido su cinismo y
el sarcasmo con que disfraza su apatía moral o de cualquier otra clase. Jamás
ha tenido problemas económicos ni se ha visto asediado por ninguna intemperie,
su familia le ha amparado en todo instante y la huida de su madre, en el fondo,
le trae al pairo. Tiene el trabajo cómodo y haragán por el que siempre
suspiraba. Tiene todo el tiempo libre del mundo, y la conciencia en paz,
incluso la tiene bien acallada en el asunto de Hanna Schmidt. El clásico tipo
que no deja que nada alborote a su alrededor. Nada de enredos, a pesar de que
usted se las apaña muy bien para enredar a los demás. Su matrimonio funciona,
probablemente funcionará siempre; tanto su mujer como usted son unos pactistas,
saben lo que quieren, y lo que quieren ya lo tienen, no hay por qué cambiar los
muebles de sitio. En cuando a sus hermanos… se valió de ellos mientras pudo.
Pero eso fue todo. Si uno resucitara, y el otro asomara la cabeza por algún
agujero, no le sorprendería nada. ¿Qué hay? ¿Ya de vuelta? En fin, amigo,
tenemos mucho trabajo por delante, si es que no se le ocurre dejarlo a medias,
como casi todo lo que emprende, me temo. Por hoy, hemos terminado. Hasta el
jueves que viene. A la misma hora. Y, por favor, la próxima vez que venga
quítese de encima esa capa de caolín con la que se mueve usted de un lado a
otro. Deje las plumas más brillantes de su guardarropía mental para ocasiones
más prometedoras. Aquí no hay nada digno de provecho. Al menos nada de aquello
que usted pueda creer que cotiza al alza. Y el ingenio, a la escupidera, dorada
o no, que para eso sirve.
No sé si creerle. Y
aunque así lo hiciera, ¿qué importa eso? Sobrellevo bien esta tragicomedia
desde que adquirí uso de razón.
Hoy por hoy, en su
vida sobra usted, amigo, y eso es imposible, desaparecería. Habrá que ser
original, arreglarlo de algún modo. y el único que se me ocurre de momento es
sacarle los cuartos todo lo que pueda en cada sesión. Así aprenderá a tomarnos
en serio… a los dos.
Trato hecho.
Quid pro quo.
Y no se le ocurra
investirse con la gravedad del comulgante. Durante mucho tiempo esto va a ir
manga por hombro.
Estamos en agraz.
Por mucho que corra,
no es el futuro lo que se estampa contra sus narices, sigue en el presente.
Más que escribir, por
encima incluso de ello, me interesa ese artilugio, la Xerox Document Binder
120: le engulles tus paridas escritas y, previo pago, te las devuelve por la
ranura de abajo en forma de libro: impreso, encuadernado y listo para el
anaquel… ¿De quién?
Salió a escena:
¡autor, autor!
El nombre, la imagen,
el rostro.
Guardaba todos sus
libros en interminables y polvorientos anaqueles… ¡escondidos en una cripta!
Que nadie los
mancillará… ni leyéndolos.
Disfrutaba perdiendo
el tiempo. Un verdadero intelectual: ¡El
sol, el sol!, exclamaba Sartre ya al final de su vida, cuando un rayo de
luz atravesando la ventana se vertió sobre el escritorio, sobre los papelotes
garabateados… Y era suficiente con eso.
¿Qué día es hoy?
Martes.
Quien lo diría.
Pues habrá que ir un
par de horas a la facultad y soltar el discursito. ¡Que remedio! Panem lucranda.
Encerrado en el gabinete de trabajo. ¡Qué hermosa
definición! ¡Qué de resonancias mágicas, sugeridoras, tan placenteras! ¡Qué
lugar fantástico y acogedor! ¡Qué refugio lleno de reposo, imaginaciones,
secretos…! El escritorio de noble madera, la elegante biblioteca, la chimenea
de piedra, las alfombras suaves y señoriales que amortiguan los pasos, la
estancia perfumada y sólida, la copa de burdeos en la mano, entrada la noche…
¡Qué tipo!
Es como el otoño, de
mucho matiz.
¿El futuro, dijo?
No te ayudaría nada estar en el futuro: tu presente sería el
pasado, al que tanto temes y te repugna y querrías olvidar por completo.
No es tan ingenuo de
protagonizar imágenes suyas que le rescaten de su absoluta mediocridad, sólo
debida a su inmensa pereza y a su desgana vital. Así que, no se contempla en el
fondo ambarino de la copa, no se descubre de perfil en las sombras de su
habitación en penumbras, no se cree diana de las asechanzas y corrupciones de
un mundo hostil y en constante enemiga con él. Es, simplemente. Sólo es.
No se interroga
demasiado sobre sí mismo, no se piensa de él como un acto fallido… Las cosas
suceden. Eso es todo. Déjalo correr.
Imperfecto.
Incorregible.
(Olvidable del todo.)
¿Mis padres?
Tuvo que tenerlos.
Al menos, una madre…
Buena gente. No me
metieron en una cesta y me dejaron a la puerta de un convento de monjas un frío
día de enero al filo de la medianoche. Apechugaron como era su deber. Fui
creciendo. No lo hicieron del todo mal… Hasta que…
Un barco a la deriva
sin tierra ni horizonte a la vista.
Naturalmente, sin ni
siquiera en la mano un mapa de toscos trazos que revelen el escondrijo donde se
oculta el tesoro en la isla maravillosa.
Ni tampoco una rosa de
los vientos que no te mienta, que te haga creer en lo inimaginable, que sí, que
el horizonte no es invisible, y se toca, puedes untarte con él, tan etéreo que
parece más allá de las aguas, que sí.
Pues ese viaje es toda
una aventura. Sólo le falta una botella de ron debajo del brazo, un parche en
un ojo y una pata de palo. Y doce años recién cumplidos.
A los doce años es
cuando puedes asombrar al mundo: rebatir al sumo sacerdote, confundir al sabio,
avergonzar a los dioses, hacer temblar los cimientos de todos los templos.
¿Cómo te llamas?
Jesús.
Pero ¿tú no eres Nacho, el pequeño de los Brell,
Ignatius Brell el Joven?
Arribar, al menos, a
playas desconocidas, doradas, verdes, azules.
(A solas, sin moverte
de la cama.)
(Como por ensalmo.)
¡Qué niño! ¡Qué
fenómeno!
Brotó de las entrañas
de la tierra y rompieron el molde.
Su aspecto engaña,
crudo y suave, acariciante: debería llevar un cartel golgado del cuello: ojo,
que muerde.
Un niño que desde muy
pronto supo dar importancia a los aspectos fisiológicos del ser humano:
necesitaba olerlo todo, tocarlo todo, enredarse en todo.
Da gracias a los
dioses de tanta magnificencia, de los dones, de la acción, de tu inaudita e
infinita imaginación.
Eres afortunado, se
dice con la vista enmarañándose con el laberíntico y tremendo ficus del
Parterre, frente a unas raíces monstruosas que continúan inspirándole la misma
fascinación hipnótica que sentía en su más tierna (sensible) infancia.
He tenido suerte,
piensa, y se imagina oculto en alguna oquedad del tronco, invisible en lo
oscuro y hondo de alguna grieta de la desmesura arbórea, los pasadizos
sombríos, subterráneos, húmedos, intrincados:
¿Mis padres? Buena
gente, hasta que…
En fin, qué podemos
decir.
Y en una época que…
Lóbrega, lóbrega.
Todo favorece al
hombre de negocios, al emprendedor, al tipo que invierte bien en el horror, en
el goce, en el deterioro físico y mental o en el ocio. El mercado todo lo
convierte en un activo, financiero o industrial. Échale la zarpa.
Hoy, pongamos en el
arte, aunque andando el tiempo también será en cualquier sector, el de
alimentación por ejemplo, se vende hasta la mierda, y no a escaso precio.
Cotiza lo suyo.
Sabe, son múltiples
las manera de beneficiarse de la crueldad del mundo, del azar pernicioso, de la
triste condición mortal de los humanos con fecha de caducidad.
¿Tu padre no era
vendedor de camiones?
Eso fue hace un siglo.
Ahora se dedica al miedo. Tiene una agencia de seguridad estructurada en dos
divisiones. En una de ellas, la social, lúdica y comercial, así podríamos
denominarla, se integran cerca de cuatro mil agentes, informadores y vigilantes
armados dedicados a mantener el orden sea como fuere en bancos y entidades
financieras, en centros comerciales y salas de espectáculos, en cines y
teatros; en tanto que en la otra, dedicada en exclusiva a la protección y prevención del crimen cibernético, la
componen cerca de dos mil informáticos y analistas cuyos emolumentos se cifran
en la cantidad de veces que bloquean los ataques de los hackers, de ahí los excelentes resultados contables y empresariales
de la división. Bien sabes que los terroristas se han adueñado del planeta a
través de un fusil de asalto, de un ordenador o un teléfono móvil, que tanto
da. El golpe puede alcanzarte en el sitio más insospechado (en el avión, en el
tren, en el autobús, en la terraza de una cafetería, en una discoteca, en tu
cuenta bancaria, en tus archivos electrónicos más íntimos, puede esconderse
hasta debajo de tu cama con el alfanje en la mano…)
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