domingo, 6 de abril de 2025

7

 JD.:

Seguía en la contracultura, en los márgenes de una vida urbana que necesariamente debía llevarle, más tarde o más temprano, a un misticismo raro, a una retirada definitiva… Sus pinitos políticos, clandestinos y bastante arriesgados le decepcionaron muy pronto en cuanto soñó a la doncella como una diosa verde, terrenal, de piedra, de agua, de ilusión, de espejismo… Y fue a las montañas, a la droga del tomillo y del espliego, del aire, del árbol, de la retama y el romero… ¡Qué caudal de sorpresas!

Baja de la luna. Y tanto. Lástima que no le vieran en este momento, 2008, a él, a Boceto, esos dos fantasmas de sus hermanos: de ganso ganando él una pasta gansa en una facultad innecesaria que fabricaba cada curso inútiles gansos de por vida.

¿Qué tal el libro?

No está mal, no está mal… Hay cosa.

Quizás, él, un poco lunático.

Perdonad sus muchas faltas.

Te doy así… ¡y te envío a la luna de un mamporro!

¡Hombre de lunas!

Buenos días, hombre de universidades, hombre de letras, hombre...

El teatro le asustaba desde pequeño. A diferencia del cine, el teatro no engaña, es real, y respira, y habla, es de carne y hueso, hace ruido de veras, pueden olerse telas y maderas, la carne y la piel, hasta el sudor de los actores, aromas indefinibles, y aquella primera vez que asistía a una obra, escurrido en su butaca, de niño junto a sus padres serios y circunspectos, pensó con terror que en cuestión de minutos aquellas personas sobre el tablado le hablarían a él, o peor todavía, bajarían al patio de butacas, le agarrarían de un brazo y le llevarían allá arriba, lo exhibirían bajo la potente luz cegadora, y sería víctima de torturas y de chanzas, sería el hazmerreír de todos.

Buenos días, tapado.

Anotaciones manuscritas halladas cien años después de todas las catástrofes en un cajón del escritorio del despacho paterno:

Estudio de los tres hermanos.

Tres: trinidad, cada uno de ellos un carácter, un destino.

Carlos: Entre la nobleza y el sacrificio, la destrucción propia... inevitable. Pero el desengaño hubiera debido llevarle a la redención, al logro vital al menos. Su suicidio, en el fondo, no explica nada, quizá aburrimiento... o una furia terrible y silenciosa larvada durante años y vuelta al fin contra él mismo. Él era incomprensible para él.

JD.: Sus hermanos le llaman JD. porque es el único de los hermanos que tiene el nombre compuesto, y él nunca se decidió  por José o por David. No acabó nunca sus estudios, no acabó nunca nada. Si bien fue un negro leal y disciplinado. Huyó al final: ¿adónde? Más desaparecido incluso que propiamente muerto.

Ignacio: Este es un cínico y no menor: la complacencia, la farsa, la nada bien disfrazada. Ha conseguido el éxito… que es el mejor medio para fracasar absolutamente. Pero a él no le importará nunca tal cosa. Es capaz de sobrevivirse hasta a sí mismo. Ni huele su propia mierda que le inunda de los pies a la cabeza .

Para qué mentir, para qué el disimulo:

El teñido: érase una vez un pobre tipo que iba por la calle con el culo al aire. Un día, más lúcido de lo habitual debido a la especial luminosidad de esa epifánica mañana, pensó que si se lo pintaba de negro nadie advertiría que andaba por las calles con el culo al aire. Dicho y hecho. Compró un bote de pintura negra y se embadurnó las nalgas con sumo cuidado… Y ahora era un pobre tipo muy satisfecho de sí mismo que iba por las calles con el culo al aire pintado de negro.

Fuma, bebe.

Usted se está matando, le dijo la doctora algo gruesa y ojerosa, de cutis ceniciento, sin mirarle a los ojos, atenta a algún mensaje aparecido en ese instante en la pantalla del móvil.

Y usted también, que se hincha de potenciadores del sabor. Esa bata blanca sólo esconde una foca repleta de tóxicos, doctora de dudas e impotencias.

Sigue muy atenta con la vista fija en el móvil.

El paciente que salte por la ventana. Total…

Lo único claro es que ningún muerto vuelve a la vida, al menos de una forma física o reconocible. Todo lo demás puede ser posible. O la nada.

15 años. Largo me lo fiáis. A ver, ese Ferrero Rocher…

Noviembre de 1975.

¿Tú sabes lo que es una dictadura?

Le dio pena ese dictador, y algo parecido al asco, un enano engalanado de medallas, vocecilla, pitiminí:

Un manantial de sangre que se desbordaba por vía anal, bucal y nasal: aún en el palacio de El Pardo, lo enviarían a una cuasi-cuadra de caballos, desinfectada con prisas, para en secreto, con absoluta nocturnidad y alevosía, intervenirle quirúrgicamente y tratar de detener una hemorragia que ya amenazaba con invadirlo todo: privilegios, sinecuras, el poder… Su dios lo castigó y todavía sobrevivió 30 días de cruel, absurda y sanguinaria agonía.

Muere Franco al amanecer: noche anterior a la del jueves, por TV.: Objetivo Birmania. Errol Nacho Flynn de 15 años, al que el casco de acero le llega casi hasta la barbilla, liquida esa noche 100.000 japs como si nada, sin levantarse del sofá, somnoliento, ajeno a la historia y sus pequeñas o grandes debacles.

Todo es una selva ante la que hay que abrirse paso a machetazos. Él, puede.

¡Despertad, despertad!

Libertad, libertad (sin ira).

Los dos hermanos estaban ausentes de casa aquella noche memorable: uno en la cárcel; huido el otro.

Su padre con un libro entre las manos parecía una estatua, sin saber a qué atenerse, así hasta la madrugada, hasta la hora del desayuno: Españoles, Franco ha muerto, lloraba hiposo un fiscal criminal, gregario y taimado, con mil muertes en su conciencia, enmascarado a esas horas de político sentimental y llorón en la sórdida pantalla mezquina, grisácea, oscura.

La madre seguía dormida, inclinado el bello perfil sobre un hombro, con un ejemplar de Art Forum en el regazo, ya sólo era una figura que parecía pensar en cosas propias, las del futuro que dibujaba minuciosa y decididamente en su mente.

Recobrar las imágenes del pasado, pues así era como recordaba todo lo pretérito, casi sin palabras, sólo viñetas coloreadas de línea clara y mudas, paradójicamente como los tebeos de su primera infancia, provocaba en su ánimo efectos devastadores.

1976. Amnistía, libertad…

Estatut de autonomía. Crecen las ínfulas por algún punto cardinal. ¿Quién soy yo? (Bah, ¿cómo somos todos?)

Música de cantautores: se habían comprado un mayo del sesenta y ocho y a unos les venía largo y a otros les venía corto.

UHF.

En blanco y negro visionaban en la pequeña pantalla sus huraños y silenciosos hermanos películas de Losey y Kurosawa, de Welles, Buñuel y Lang, pero en la otra cadena casi clandestina, en la denominada crípticamente UHF (Ultra High Frequency). A finales de los sesenta, sin mando a distancia, había peleas a causa de ello sobrevolando el tresillo tapizado de tela floreada, la madre callada y a lo suyo con una sonrisa irónica en el rostro que no la favorecía en absoluto, el padre divertido, y él porfiando bravamente por ver Un, dos, tres, responda otra vez, regodeándose la vista en los sabrosos muslos de las azafatas gafudas, minifalderas sonrientes, de lúbricas bocas y miradas muy insinuantes y hasta lascivas a pesar de lo risueñas.

Escribía principios de inmensas novelas (de un folio y medio):

En lugar de entre las piernas, tenía el agujero en el cerebro.

A aquella perra que nunca dejaría de llamarle perro a él la olvidó, la olvidó completamente, y al recuperar los papeles muchos años después, antes de romperlos definitivamente al día siguiente, agregó a lápiz:

Al olvido, querida, damnatio memoriae.

A los quince años, ¿quién era él?: una biblioteca de once mil libros (a la que este personajillo aún no había añadido de su peculio un solo volumen salvo algún ejemplar de Lui que ocultaba tras los clásicos castellanos de Espasa), una buena asignación semanal, sin problemas en el colegio y, por añadidura, ya se veía en él un tío que apuntaba maneras, un tipo bien armado, un monster cocks.

Como dice la araña, descuélgate.

Se estruja el cerebro… de qué modo. Hasta él mismo se torna vulnerable a la vez que pedante en sus íntimas habladurías:

Ahora bien, se dijo Brell el Gran Pensador en ese diálogo interminable consigo mismo que no cesa desde que dejó de poner nombre a las cosas y empezó a reflexionar sobre ellas,  ¿es que existe alguien que pueda armonizar la relatividad general con la mecánica cuántica? ¿Cómo se concilian esos dos modelos básicos y transcendentales del saber humano y la cosmología concebible en nuestros días?

Ahí queda eso.

2001, una odisea del espacio.

En el 70 lo llevó su hermano JD. al Paz a ver película tan ensalzada por los chicos de la prensa, de la Turia y otros  críticos de Fotogramas, Reseña, Filmestudio: Te gustará. Salen naves estelares, robots inteligentes, viajes interplanetarios, extraños marcianos…. Sus 11 años no daban para mucho: se durmió bastante antes de la aparición del segundo de los monolitos en la luna. Arrepentido su hermano, al terminar la sesión, antes de dirigirse a casa, le llevó a un horno de Ruzafa para que reventara comiendo pasteles artesanos sin colorantes ni componentes artificiales: su hermano JD. era el monolito que inoculaba en su mente el chispazo evolutivo, fundamental.

Tú no te desalientas nunca, claro.

Ya de vuelta de todo, leyendo novelas nunca acertó a comprender la razón de que le contaran una historia convencional, un entramado que respetaba absolutamente la tríada del mecanismo contrastado a la perfección durante siglos (planteamiento, nudo y desenlace) por medio de un lenguaje, una forma y una estructura experimentales y hasta estrafalarios. Ya en lo más bajo: para descubrir al asesino o desvelar el secreto de la adúltera o revelar las corrupciones morales y sociales de la época sólo tienes que dejar las cosas como están en su debido lugar, sin sacarlas de quicio. Después del 1, el 2, y el 3, y el 4…

Debería imitar a Balzac en lugar de a Faulkner.

Pero Faulkner también contaba historias convencionales, a pesar de todo. Era la forma y la sintaxis la que ocultaba aquéllas.

Sí, pero…

Necesitas una habitación propia.

Una Royal fácilmente transportable.

En las tres casas chaflaneras (de soltero independiente, de recién casado, de padre perplejo) que había vivido Brell el Viejo coincidían las mismas características: que estuviera orientada en dirección este-sur, que hiciera esquina con ventanas a dos calles y que nunca estuviera a más de diez minutos andando del edificio del Ayuntamiento antiguo y del Ateneo Mercantil. Esa era una de sus manías dostoievskianas. La otra era releer todos los años centenares de páginas de Diario de un escritor del autor ruso en la versión de Rafael Cansinos Assens. Una manía más: gustaba de repetir a modo de estribillo la excusa a la que el mismo Dostoievski apelaba en uno de sus prólogos: Reconozco que esto es superfluo, pero como ya está escrito, dejémoslo.

Por lo demás, como diría el clásico, estaría fuera de lugar exigir claridad a personas de nuestro tiempo.

Y siempre, dos máquinas de escribir, por lo menos, presidiendo los lugares más principales de la casa, aunque casi siempre escribiese a mano, con estilográfica (odiaba los bolígrafos).

Y él, que ansiaba una habitación propia, pero no allí, en la casa paterna, en cualquier otra, no demasiado cerca, no demasiado lejos.

El amigo guionista de su padre, hijo natural de la República, bastardo feliz de una madre bellísima y un prohombre de la prensa, odiaba el cinematógrafo (así lo denominaba él), los crucigramas, todas esas revistas de pasatiempos inútiles. Prefería el alcohol y, antes de arruinarse físicamente acabado en la silla de ruedas con los ojos ya mortecinos, blancos, ciego del todo, leer a la vez un par de libros o tres o hasta cuatro a la semana mientras fumaba sin pausa auténticos habanos traídos directamente de Cuba en la valija de un diplomático, bohemio, poeta, gorrón y primo del gordo censor Sánchez Bella y pariente lejanísimo de él mismo.

¿Así que tú eres el pequeño de los Brell?

Lo era.

¿Te gustan los tebeos? (Pues claro.)

Ahora mismo puedo escribirte uno en la palma de tu mano. ¿Qué prefieres? ¿De hazañas bélicas, de guerreros y monstruos, de gánsters y rubias peligrosas, de bichitos parlantes, de viajeros en el espacio…?

Habla, chaval.

El amigo novelista de su padre que fabricaba desenlaces sin parar en mientes…

Continuará

Todo continúa a peor.

Continuó a peor.

No existe ningún buen final en la trama de la vida.

Tendría que haberse detenido. Continuará es una amenaza insuperable, sólo lo malo puede acaecerte ya… en los años:

El viejo Brell no descuidaba cierto sarcasmo cruel en los momentos de furia contenida que le poseyeron poco tiempo antes de morir, asqueado de su debilidad, de su impotencia por engatusar al mundo de nuevo, y en esos años ya sólo eran dos los habitantes de un hogar devastado, Brell, el Joven y él, el viejo Brell, el patriarca arrastrando la próstata por el pasillo, estafado por la vida, la familia, la universidad, el trabajo infolio que no concluiría y, sobre todo, por él mismo: De tener un hijo trágico, que muera a los 24 años montado en un porsche spyder estrellándose camino a la gloria... No como estos tan sabidos.

Sic transit gloria mundi, Carlos, El Ahorcado del tarot.

Tarot: volvió a The waste land: ¿qué puedes hacer cuando a tu alrededor te envuelve la asfixiante, angustiosa y monótona infinitud del desierto y ante ti sólo se alza el negro esqueleto de un árbol muerto y una soga a tus pies?

Cómo dice la presa de la araña, cuélgate.

Saca la lengua afuera.

Continuará… hacia atrás.

En 1978 Boceto montaría en su pegaso de oro: sustituyó el 600 de sus hermano por un 127 de color azul comprado por papá para mitigar el dolor del falso huérfano. La adquisición pronto atrajo a un montón variopinto de minifalderas de la facultad que revoloteaban en torno a él como moscas prestas a sucumbir en la untosa trampa azul del pérfido arácnido sobre neumáticos.

Los asientos traseros de aquel cacharro no tardarían en emanar un olor inclasificable. Innoble, diría Brell el Viejo tapándose las narices.

Brell el Joven, vacío de semen cada dos días, disimulaba a duras penas la risa.

Un optimista recalcitrante. Se aplicaba la ley de Moore con absoluta ligereza, hasta con impunidad si atendemos algunos de sus atropellos sexuales: cada año mi goce se duplica y el precio que pago por ello cada vez en ese mismo lapso de tiempo se rebaja a la mitad... Al final serán ellas las que te paguen el dry Martini, la gasolina, los libros, hasta la noche de amor.

Jamás olvidaba la máxima previsoria: no discutas jamás con una mujer con la ventana (o ventanilla) abierta. ¡Qué falta de carácter! En efecto, esa carencia te libra de muchas obligaciones y de casi todos los problemas.

Continuará un poquito adelante: con la debida contención que exige la materia.

Dyane 6, para gente encantadora.

(Él resistió hasta el final, el camarada más leal de Fiodorov, destrozado, casi partido en dos, luchando contra la muerte, queriendo vivir como fuera, pero después de catorce horas de lucha, murió, él, que era fuerte como un toro.

El feliz propietario de la montura es un hombre hecho a sí mismo a golpe de martillo, encerrado ocho horas al día en un taller de plancha y pintura. Cada trastazo que propina el martillo es una moneda que sirve para una educación intelectual: de aprendiz de mecánico a estudiante de bachillerato; luego, tras varios años de universidad, suelta el martillo de la mano (ojo, que no caiga en un pie, es el que paga los estudios), arroja el sucio mono de trabajo a la basura, se anuda la corbata, da lustre a los zapatos y cuelga la orla bien enmarcada y el diploma de licenciatura en la pared de su primer despacho… y último.

¿No estamos en 1979?

Cuando los sueños a punto están de cumplirse.

El Dyane 6 es rojo como la sangre.

Un automóvil divertido aunque imprevisible.

Después de una sobremesa larga de café, licor y cigarrillos americanos no es aconsejable meter la somnolencia en el interior de coche.

Pero el caballero licenciado, antes aprendiz, desoyó el aviso.

Calada la máquina perversa en un paso a nivel sin barreras, como la misma vida y sus fortunas o fatalidades, las ruedas del automóvil desprecian los raíles que traen la muerte, la desafían con una quietud pavorosa. Se han encallado. El choque del tren es tan brutal que parte en dos al vehículo y a su ocupante.

Él era un tipo encantador, de sonrisa rústica y generosa, y sabía lo que se llevaba entre manos, y sólo tuvo una mudanza en la vida, no alcanzó ni la corrupción ni la falsedad ni el desencanto tan común en época confusa y alborotada y presta al disfraz.)

Continuará… (Fin.)

Respecto a Brell, Brell se piensa… y se acepta. Y no juega al escondite con la muerte, la tiene controladita mediante consejos médicos, químicas modernas y arreglos cirujanos, siempre sumo vigilante de sí mismo.

¿Es que no había un solo momento honorable, una acción noble en ninguno de los años de su vida pasada?, se pregunta Brell realmente sorprendido, sin arrepentimiento, pues no busca el perdón ni el olvido bienhechor. Los había, pero quedaban sepultados bajo la costra de una conducta más general  y llena de actos y sucesos reprobables, siempre oscilando entre el disparate, el cinismo y la cobardía moral, que diluía cualquier otro comportamiento más encomiable o digno. Sólo recordaba lo malo, lo ruin que había sido. Los azotes en el trasero eran las ráfagas de luz inesperadas abiertas en la memoria relativas a cualquier lugar y cualquier momento que le transportaban sin estridencias al pasado y alumbraban episodios envilecedores que le hacían vomitar en la taza del váter sin esfuerzo. Jamás se absolvería: penitencia: no volver a vivir jamás, y de hacerlo, en forma de pez ciego y abisal en una oscuridad tan perfecta que la dentellada de otro pez más grande y más depredador que viniera de forma inesperada, en cualquier instante, y dejar de existir de nuevo… sin dolor.

Tuve una infancia de excesos. Ahora, querida, en plena juventud creadora, muy en mi papel de apuesto profesor y erudito concienzudo, puedes dar fe de ello, soy todo un caballero mesurado, hasta parco. Y esa entradilla, las risas de ella (ella que era todas las conquistas de Boceto, las de ahora, las habidas y las que vendrían) que tintinaban cantarinas por encima de las copas llenas de vino hasta la vírgula, bastaban momentos y un par de copas después para que el apuesto profesor se metiera entusiásticamente acompañado bajo las sábanas nupciales de su propia cama, en su propio dormitorio y en su propio hogar (la nupcia oficial bien lejos de allí, del nupcio y la seducida). Era tan fácil entonces como ahora…, se decía el niño tonto del presente de cuarenta y ocho años mirando (como siempre) estúpidamente el vaso vacío de vino.

Como el tipo que come jamón sin pensar lo más mínimo en el triste destino del cerdo desde que nace inocente y a veces aún lechal ya degollado, asado, comido, digerido, cagado… Adiós, adiós.

 Padre, al final de todo ¿sólo queda el dolor?

¡El dolor? ¡Qué es el dolor? Eso pasa pronto. La muerte, que dijo el otro, sólo es un ratito. Lo peor, querido hijo, mierdecilla vivito y coleando, es el recuerdo, las imágenes indecentes del pasado, los hechos tan punibles, la desfachatez de creer que existe la perfección, el perdón, el olvido.

1971.

Mediados de septiembre. Los colegios aún no han abierto las puertas del nuevo curso. Pero la familia Brell ha vuelto con desgana a la Valencia todavía veraniega desde La Cañada de los grandes pinos, del cielo tenue, el aire claro y limpio y el tiempo moroso. Se acabó el veraneo, las mañanas transparentes y azules, la bicicleta, la paella a leña del domingo, las siestas con Rocambole, Sherlock Holmes, Guerra y paz, y el penetrante aroma de los jazmines nocturnos del jardín regados por su padre mientras silba El príncipe Igor o El Continental, la pedrería blanquiazul de las constelaciones del cielo de la noche profunda que él, aún no somnoliento, contempla yacente con los ojos abiertos al infinito en la liosa y difícil hamaca de madera y lona.

¿Se le acumulan los problemas? ¿Los malos momentos no parecen acabar nunca? ¿Le asaltan pensamientos suicidas? Coja un kayak y recorra el profundo Colorado.

Nada más tarminar la comida del domingo, mamá ha salido de la casa, sin apresurarse pero decidida, muy arreglada, guapa y seria, al sol severo de las primeras horas de la tarde septembrina, como de transición.

Los hermanos, cualquiera sabe adónde paran.

A los once años la novela de sobremesa que emite la televisión en blanco y negro, tediosa, lentísima, le aburre hasta matarle.

Va y viene por pasillos y habitaciones.

Ocioso, su figura empieza a ser un fastidio para él, para los espejos, para…

Su padre, ya de él realmente molesto a media tarde, eterna, macilenta, desoladora, le aconseja al joven y desganado Brell lo que recomendaba a las niñas flaubert de cinco años la señora Venus Carolina Paula a la hora de la merienda: Anda, termínate el cola-cao de una vez y vete a jugar con tus escritores.

Duérmete, niño.

O vete al ficus.

O coge un kayak y recorre el profundo Colorado.

Las horas se hacen largas, extrañan por eternas.

Abre el libro. Lo cierra. Escribe algo: Qué tontería. Rompe los escrito. Se asoma a la ventana que da a la calle del lado este ya en la sombra vespertina, flanqueada de grandes arces. Vuelve a abrir el libro (Martin Eden o Demian). Vuelve a cerrar el libro. Vuelve a mirar por la ventana, esta vez la que da a la calle del sur aún dorada, transitada por pausados viandantes, siluetas de andares sosegados.

Tic-tac, tic-tac, sentencia el reloj de pared en el escritorio de su padre, donde allí se esconde entre papeles, ballena blanca, silencioso e inescrutable.

El tiempo se hace materia, desde lo invisible se adensa.

3 a 5: hora del tigre.

Coge un kayak y recorre el profundo Colorado.

Vuelve a abrir el libro (Los pilotos de altura).

5 a 7: hora de la liebre.

Coge un kayak y recorre el profundo Colorado.

Vuelve a abrir el libro (A orillas del alto Yangtze: El joven Fu se detuvo en la estrecha acera delante de la casa de dos pisos de Dai, en el Camino de los Silleros, en Chungking, y miró en torno suyo…

7 a 9: hora del dragón.

Hacía no más que cinco años de aquella primera noche en la que, en el Camino de los Silleros, se asombraba de las maravillas de esta ciudad. Sólo bien le había sucedido aquí, aunque en ocasiones jugó con el peligro, y por dos veces cuando menos, la ciudad, con un brusco cambio de disposición en contrario, amenazó arruinarle. Pero esas veces fueron pocas…

Se levantó sin hacer ruido, deslizándose hasta la ventana. A través del enrejado del hierro, pudo ver la cálida luna de verano. Bajo sus rayos, los tejados que cobijaban a un millón de chungkineses aparecían bellamente obscuros. Por el momento había desaparecido toda suciedad y miseria, y el Lin y el Yangtze, como por arte de magia, habían trocado sus cenagosos torrentes en arroyos de plata derretida. Durante dos o tres horas perduraría este resplandor sobrenatural, y después, otro amanecer tocaría su clarín para todos los que trabajaban.

El corazón del joven Fu saltó de gozo al pensarlo. Mañana, su madre Fu Be Be regresaría para compartir su buena fortuna. Mañana empezaría a dar pruebas a Tang de lo que era capaz. ¡Mañana!… ¡Ay! La vida era buena.

FIN

Ya la noche, hela aquí de nuevo.

9 a 11: hora de la serpiente.

Vuelve la normalidad, las cosas en su sitio, sin serpientes.

La puerta de la casa se abre a los viajeros nocturnos, se cierra tras ellos, se abre, se cierra, renuevan el aire de los pasillos, refrescan paredes y muebles; la madre, los hermanos…, el olor sedoso de la noche aún de estío. Y, por fin, el padre que sale de las tinieblas del fondo de la casa con la negra capa ondeando a sus espaldas y su ambigua sonrisa de ángel negro mimado.

Cena.

Estudio 1.

Ironside.

Manix.

Los vengadores.

El Santo.

Un dos, tres, responda otra vez.

Galas del sábado.

Usted puede ser el asesino.

Gran Parada.

Despedida, oración y cierre.

Buenas noches, buenas noches.

Mañana será otro día.

Buenas noches, buenas noches.

Soñaba muy pronto después de quedarse dormido:

Sociedad de lo natural, de los bosques… de los árboles. Un árbol le dijo en perfecto silencio a otro…

Y tú, ¿cómo lo sabes?

Porque yo entiendo a los árboles, nos hablamos entre sí con la boca cerrada.

Te faltan las hojas.

Por eso soy un hombre que habla con los árboles

De otra forma…

De otra forma sería yo un árbol que habla con un hombre.

Otra selva atraía más sus incursiones aventureras: la desordenada biblioteca generacional. Sus hermanos remozarían decididamente con los años aquella vieja y descomunal colección de libros que se contaban por miles y que, salvo los libros de arte y estética en varios idiomas (un millar entre biografías, estudios analíticos, ensayos más o menos enjundiosos, historias y manuales en inglés y francés predominantemente), de historia (otro millar), filosofía (varios centenares contando autores y glosistas que incluían una Summa Theológica, robada cuando joven por Brell el Viejo de la biblioteca de la casa abadía de una aldea turolense, y una edición castellana del Leviatan impresa en el XVIII atesorada por un antepasado de los Gay), libros de viaje, de crítica literaria y multitud de novelas francesas, inglesas y rusas y la totalidad de los clásicos universales y castellanos parecía haberse estancado al llegar a la mitad del siglo XX. Ningún autor español o sudamericano sucedía a Darío, Galdós, Valera, Blasco (todo el fondo de él en la editorial Prometeo), Machado, Azorín, Unamuno, Valle, Baroja (¿Qué pasa con Baroja? Lo que no pasa con otros. ¿Otros? Galdós, por ejemplo o el esteta de Valle… Aunque de éste defenderé hasta la muerte Luces de Bohemia como la obra capital del teatro del siglo XX y las que quedan por escribir en el XXI.), Lorca, Ortega, Alfonso Reyes, Larreta o Lugones.., y un tal Borges (el un tal Borges con uno solo de sus libros de cuentos-ensayos, Historia de la eternidad, a causa con toda probabilidad de una referencia, como de pasada, de Cansinos Assens –autor muy querido sin explicaciones por el abuelo paterno extinto- en una de sus compilaciones de autores americanos), y otros tantos (prácticamente ignorados por todos los miembros de la casa Brell, pues intonsos quedarían hasta ese momento) como Heredia, Gómez de Avellaneda, Asunción Silva ... Sólo algún nombre aislado como Delibes o Laforet, Martín Gaite,  Sender y Cela, Elena Quiroga y Sánchez Ferlosio (compras sin duda de la madre) se añadían a unos nombres previos a la misma República, tal el propio Gómez de la Serna y reliquias venerandas como Gabriel Miró, Fernández Florez y Pérez de Ayala, casi ocultos entre una variopinta mezcolanza de centenares de volúmenes que, publicados en Nueva Colección Afrodita, aglutinaba a Zamacois, Felipe Trigo, Alberto Insúa y hasta el procaz El caballero audaz y los inevitables Zahonero, Pedro Mata,  López Bago y Hoyos y Vinent (los listos hermanitos Brell pronto descubrieron los amarillentos y frágiles ejemplares de la sicalíptica Fru-Fru mal disimulados por el viejo Brell –y coleccionados por el viejísimo doctor don Bernardo Brell Vicent- detrás de la primera hilera del Espasa). Pero la polvorienta biblioteca reunida durante décadas por los Brell antiguos y modernos (las grandes encuadernaciones ubicadas en lo alto contenían colecciones de La Esfera, Museo de las Familias, La Ilustración Española y Americana, Mundo Gráfico y años completos de Las Provincias y El Mercantil Valenciano, amontonadas por los Brell las cuatro primeras y por los Gay durante lustros los grandes tomos de los periódicos) hilaba una cronología universal desde griegos y romanos, comenzaba a tensarse en Montaigne, Cervantes y Shakespeare (ambos completos: existían en la casa siete ediciones del Quijote, tres de ellas ilustradas, y dos versiones traducidas de la obra total del enigmático e improbable inglés) y se estiraba en Voltaire, Rousseau, Sterne, Goethe (traducido, ¡cómo no, en cuatro gruesos tomos en papel biblia por Cansinos), Stendhal, La Regenta, Hojas de hierba, Wilde y Thackeray hasta Mann, Hemingway, Dos Passos, Gide y Zweig. Alguna concesión de la época se había colado en los estantes,  títulos no censurados, de lectura sosegada: Wasermann, Pearl S. Buck, Bromfield, Saroyan, Vickie Baum, Kazantzakis… ¡y hasta un inocuo Yerby, un frívolo Cecil Roberts y una detestable Ayn Rand! Sería a finales de los sesenta, cuando la avanzadilla suicida de los dos primogénitos, agotadas sus lecturas juveniles, rayando el acné y los diecisiete y dieciocho años, pertrechados de una buena paga semanal, iniciaron compras desmesuradas de novedades (en Viridiana, La Araña, Dau al Set, Punto y Coma, y la Dávila del pasaje Sangre) y numerosos ejemplares de saldo y de viejo en París-Valencia, El asilo del libro o rebuscando en los oscuros rimeros de la librería Madrid o en la de la plaza Lope de Vega, y comenzaron a añadir, desbordadas las paredes de sus dormitorios cubiertas de pósters de grupos musicales –pronto arrancados y directos al cubo de la basura-, nuevas estanterías a las vestustas librerías familiares diseminadas por toda la casa. Pilas de libros de bolsillo comenzarían a amontonarse en las esquinas, en los ángulos más insospechados de pasillos y habitaciones de aquella casa desmesurada de 200 metros cuadrados y seis ventanales anclada entre Gran Vía Ramón y Cajal y Jesús.

Corrientes de aire nuevo despejaron la espesura de los rincones de la antigua biblioteca. Uno de los hermanos alargaría la nómina de los autores españoles hasta Martín Santos; el otro, un día, un día cualquiera de abril de 1972,  incluyó el tomo de tapas negras de la colección Áncora y Delfín de La Saga/Fuga de J.B. en la sección de escritores españoles contemporáneos (el padre disimularía su desconcierto ya desde las primeras páginas adormecedoras (dixit) chanceándose de tales experimentaciones con verdadera mala sombra:

Así que va de whisky…, se chanceaba.

El viejo Brell abominaba de todo lo nuevo que se adentraba en su vida. Aceptaba cierto tipo de evolución, el progreso de la a a la b, de la y a la z, pero los intrusismos inesperados, alevosos, le ponían enfermo. Detestaba lo novedoso, la sorpresa, lo desconocido. Sin embargo, él nunca lo habría aceptado por un raro pudor, lo cual no dejaba de mortificarle cuando hacía examen de conciencia, puesto que el mismo hecho de ocultar su desagrado ante los demás ya le definía como un retrógrado sin paliativos y, además, inconfeso: acariciaba uno a uno el centenar de volúmenes en rústica, ya amarillentos y hasta carcomido alguno de ellos, editados por la Compañía Iberoamericana de la Librería Fernando Fe.

¿Quién diablos es este tipo?

JD. había dejado sobre la mesa del salón El innombrable, una edición de Alianza muy adelgazada de páginas, con una cubierta de significado hermético. El viejo Brell  hojeó algunas páginas, leyó unas líneas aquí y allá. Abandonó al instante su lectura.

El experimentalismo de la novela a partir de 1970 trastorna un tipo de reflexión, el de Brell el Viejo, que a duras penas puede conciliarse con el nuevo tratamiento del discurso novelesco y las formas procesuales de un texto que no tolera tregua alguna: es estar en constante pie de guerra: si aún bromeaba con el Cela de Oficio de Tinieblas, el Heautontimorumenos de J. Leyva le transformaría de golpe en un censor incendiario: un marzo ventoso arrojó el libro a las llamas crepitantes e inocentes de la falla ardiendo de su calle… sin alevosía, con nocturnidad.

Pero su derrota era inevitable: en seguida, como una invasión inesperada, como a traición, entrarían los hispanoamericanos por la ventana invitándole a jugar con la lectura a la rayuela o a perderse por la selva idiomática de Lezama, Vargas, Donoso, Onetti, Alejo Carpentier y García Márquez.

Joder, qué tropa, tuvo que admitir.

Una edición argentina de Rueda del Ulysses había aparecido sobre el inocente sofá de las sobremesas y las veladas televisivas de la noche un día de octubre de 1970. No suscitó ningún comentario del patriarca, pero sí del ama de casa que, al menos, empezó a leerlo (así parecía declararlo el punto de lectura en forma de una hada rosa con una varita mágica que despedía un plateado polvo de estrellas–andanada irónica para joder a los mirones-). Nunca se supo si llegó al final de sus páginas. (Lo hizo. Huida ya del hogar, Boceto descubriría en uno de los cajones del buró del dormitorio matrimonial unas notas de su puño y letra acerca del monólogo de Molly Bloom: la bola del mundo rodaba perezosa y sensual sobre el lecho adúltero, tibio, con el olor de la humanidad, de las axilas y entrepiernas, del acre olor del sexo, la naricita joyceana metida en el agujero oscuro del ano de Nora, la Calladita, la carne pervertida por el tiempo, las cinco mil palabras enredadas al compás del sexo abierto y sucio como el rodar de la Tierra, resquebrajada su piel de crímenes, lujuria, dolor e inconsciencia.)

Otro día, fue La muerte de Virgilio.

Y otro, El hombre sin atributos.

Y Abasalom, Absalom.

Y otro El gran Gatsby.

Y Gran sertón: veredas.

Y Berlín Alexander Plazt.

Para rematar: Ser americanos, de la Stein.

¿Quiénes son todos estos?

¡Menuda caballería desbocada…!

Dejarían legado.

¡Puta progenie!

Y volvía invariablemente a sus Conversaciones con Goethe, de Eckermann, sin necesidad de traducción, pues leía sin obstáculo ninguno en alemán (el alemán de Paul Klee).

Curiosa reacción, no obstante, puesto que don Bernardo Brell Ferrer, en cuestiones de arte, iba tres pasos más allá de los surrealistas, Picasso, Duchamp, Henry Moore y Klee y admitía sin reticencias el informalismo de los cincuenta y sesenta europeos y la aparición de los expresionistas abstractos norteamericanos. El trabajo de su vida: Paul Klee: desentráñalo hasta la medula: dale la vuelta a su piel enferma y descubre todos los colores, formas y sueño interiores. Eso avalaba la modernidad de sus gustos plausibles, pero…

A Faulkner oponía el Malaparte de Kaputt o el Doctor Faustus de Mann; a Cortázar, el Automoribundia de Ramón Gómez de la Serna, quien para vivir necesitaba muy poco porque se cortaba el pelo muy de vez en cuando. (Y, además, este mismo, sólo tomaba vino los sábados por la noche y su distracción más conocida era dar una vuelta.)

A Weiss confrontaba el padre a Buero Vallejo y el sólido Miller, y de bracete de la madre alguna noche de sábado se acercaba el santo matrimonio al Olympia o al Principal para asistir bien atentos a una sesión de La Fundación o El sueño de la razón o la enésima versión de Muerte de un viajante.

Los primogénitos terribles: El teatro de Arthur Miller, Buero, Osborne y Williams enviaron, quizás cruelmente, al sueño de los justos a Benavente y Mihura: adiós, adiós; no tardarían Adamov, Genet, Ionesco y Arrabal en suceder a aquéllos otros también y con el mismo aire chulesco: adiós, adiós.

Canta gallo acorralado.

Sócrates espera sentado sobre un cubo blanco en sabio silencio tu entrada al patio de butacas.

Empieza la función.

Eres un caballo.

Eres yerma enredada en la viscosa malla de los prejuicios, tus propias represiones.

Eres el Hombre Elefante. (Siempre en claroscuro.)

En perfecto silencio reposaba en un sillón El ruido y la furia una mañana pacífica, bañada su sobria cubierta por el primer sol, inocente, sin culpa.

El Sartre literato y hasta lírico, poético (olvidado el confuso y anfetamínico autor-filósofo: Así, en la medida en que el para-sí es su propia falta como denegación, correlativamente a su ímpetu hacia sí mismo, el ser se le desvela como fondo del mundo como cosa-utensilio, y el mundo surge como fondo indiferenciado de complejos indicativos de utensilidad…), propiciaba la discusión y el debate enriquecedor, una dialéctica más basada en las contradicciones de la época.

Había sus más y sus menos:

JD. defendía con uñas y dientes Las palabras; Carlos, el teatro político del grisáceo Brecht (pero también papá y mamá serían entretenidos espectadores sabatinos de Los secuestradores de Altona... ¡y en plena dictadura!)

Empezaba uno con el Sartre maoísta e inextricable, de retorcidos argumentos tras la iluminación social, y acababa en la plaza de Tiananmen conjurando la violencia de los tanques en mangas de camisa y con las manos limpias.

La amistad de un librero es el bien más preciado de este mundo.

Entraban bajo cuerda (del largo y ancho mostrador lleno de papelotes y albaranes de entrega, de pequeños rimeros de libros….):

Señas de identidad, en la edición mexicana de Joaquin Mortiz.

Si te dicen que caí, también editada en México, en Novaro...

Juan sin tierra.

El clásico de Brenan.

La síntesis histórica de Pierre Vilar.

El pequeño libro pardo del general.

Todo el catálogo de Ruedo Ibérico.

Operación Ogro.

Los nombres criminales del franquismo.

La Banca y el franquismo.

El Eército y Franco.

La Iglesia y Franco.

La Medicina y Franco.

La Educación y Franco.

La Moda y Franco.

El Cine y Franco.

La Música y Franco.

La Literatura y Franco.

El bricolage y Franco.

La Televisión y Franco. 

El flamenco y Franco.

Los toros y Franco.

El Fútbol y Franco.

La Gastronomía y Franco.

El Ajedrez y Franco…

UN LIBRO AYUDA A TRIUNFAR

(TVE, 1969).

Los tiempos están cambiando.

Como hubiera dicho un personaje de Blasco, un llauro receloso y taimado de L’Horta, los ojillos de reptil entrecerrados, los labios firmes, la quietud mineral del depredador, quieta apenas la boca:

Paciencia y mala intención. (El tiempo, el mejor juez.)

Tenía  Boceto una extraordinaria capacidad para meterse en cierto tipo de problemas: aquellos que genera un gusto excesivo por las relaciones sociales. Más tarde o más temprano, un libro, una copa de más, un saludo de menos, un comentario aparentemente inocuo pero que no tardaba en revelarse hiriente, provocaban una dialéctica de buenas maneras pero obtusa, distanciadora y finalmente de irreparable solución: como caballeros bien educados se daban la espalda hasta nunca jamás.

Pero todo esto importaba antes. Más aún todo lo concerniente a lo literario.

Lo gnómico en todas las actividades de Boceto ya es sólo un arcaísmo, una antigualla que le trae al fresco.

Nos hallamos, respecto a él, y quien sabe si también en relación a su tiempo, en la Era del Cinismo Controlado.

Todo puede ocurrir. Todo es posible (aunque no ocurra). Basta con la imaginación.

¿Una coincidencia casual? ¿O una coincidencia compleja casual? Detrás de todo esto hay algo encubierto, una intención, una ofensa, una proposición indeseable, un interés: las miradas se tornas frías, hoscas, se desvían de los ojos del interlocutor. El reto se disuelve en el silencio, la enemistad ya es profunda, manifiesta la divergencia de ambos derroteros.

Díganos joven Brell ¿acaso fue la lubricidad el motor de sus acciones, la causa o casualidad de su desafortunado destino?

Sin duda, el sexo, el cinismo y el pensamiento gratificante de la muerte (El Gran Sueño Eterno) han sido los combustibles más exitosos para el funcionamiento de mi cerebro.

Aún sigues vivo…

Y absuelto, indemne y a salvo, y busco como buen necio con mi lámpara de aceite un tipo o una tipa que, al menos, iguale mi ruindad y nos acompañemos en soledad y en vicio desaforado  nuestro largo viaje a la nada.

¿No tienes hijos?

No.

Mujer, ve a París, coge el metro hasta el Père Lachaise (húmedo, gris, inhóspito bosque de árboles viejos, mármoles y sepulcros) y tócale los cojones a monsieur Victor Noir.

Paula, escribió Brell el Joven ya viejísimo en su diario del extrañamente cálido, demasiado cálido, diciembre de 2051, frisando los 91 años (consejos médicos, químicas modernas, arreglos cirujanos, azar genético) podía haber sido una buena escritora: pensaba lo que veía, poco veía lo que pensaba... Lástima, no le dio tiempo, murió en el 2048, a los ochenta años justos, sin hijos… Acabó siendo una, digamos, Script doctor. Nos habíamos divorciado en el año del señor de 2023. A la vejez, viruelas. Luego se jubiló (aunque finalmente había acabado de freelance, autónoma y autodependiente). En el 2035 viajó hasta Los Ángeles, una mega ciudad que ya había desbordado toda clase de límites. Posteriormente, cuando escapó de aquella desmesura urbana, alguna buena nueva tuve de ella: experta jugadora de póquer en Miami, ludópata en los clandestinos casinos de El Paso, metomentodo en Ciudad Juárez (quería escribir el reportaje de su vida y escapó por los pelos de que no la quemaran viva por puro sadismo), vieja borracha estafada por los niñatos mexicanos de la frontera con los que se acostaba… Pocas noticias en suma, y un tiempo después supe de su muerte debido a una mala hibernación que le había costado un dineral. Mala suerte. (Una pequeña licencia: mensajes de ultratumbra.)

Yo no soy ahora el que me mira desde el espejo (puede haber transcurrido una eternidad): eso fue antes, hasta podría estar muerto cuando aún empezaba a brotar mi imagen en el espejo.

Otro querría ser, pero era el que era.

Con buena o mala suerte (que siempre, hasta ese momento, era buena, demasiado buena).

Disponía del alinde: lo poco parece mucho; lo pequeño, grande.

Cinismo puro y duro:

En los momentos de desaliento, a la menor contrariedad, con los bolsillos llenos de billetes, se animaba a sí mismo con una de las frases librescas que prefería entre todas: No podrán con nosotros, Tom. Saldremos adelante, porque la gente siempre sale adelante, y nosotros somos la gente. Luego, sonreía por lo bajo, a punto de salir a la calle, mezclarse con la gente y derrochar ese montón de dinero que tan poco esfuerzo le suponía ganar en copas, algún que otro libro… La invitación depravada a la alumna menos advertida.

Y en los malos tiempos escapaba a París.

Siempre… queda eso.

¿Qué libro? ¿De qué época?

No sé. Estaría escrito hacia el sesenta y cinco, en Barcelona. Podías encender los cigarrillos en las farolas de gas. Una ciudad algo desastrada, que olía a humo y ropa usada, a piedras viejas.

Ese libro es…

¿Y eso?

Entre otras:

Mais, qui sont tes amis?

Des copains que j’ai connus au café.

Des Espagnols?

Oui.

J’aime pas les Espagnols. Je n’aime les gens d’aucun pays sous-développé. Ils sont tous petits et horriblement sales.

Qué época.

Unos años más adelante:

A las 7,45 de la mañana del día 4 de mayo de 1976 de un gris turbio, martes, nuestro joven amigo, por mandato de papá Brell, se hallaba apostado frente al quiosco La Conquista, aún con la persiana bajada, de la calle Jesús esquina Gran Vía: no vengas sin ese periódico (El País). Pero España seguía oliendo a incienso y pólvora. Guárdate de las miradas, pequeño Brell, comprueba en derredor si alguien acecha. Compró dos ejemplares del diario recién aparecido, con olor a plomo y futuro (20 pesetas), y un nuevo fascículo (el número 163) de la enésima Historia del Arte que ordenada en volúmenes consecutivos y encuadernada debidamente, pronto se añadiría a las doscientas ya existentes en el hogar de Los Brell (Dios proteja esta casa de los hundimientos… y a la de abajo también).

Respecto al periódico inaugural de la nueva era, después de haberlo examinado por arriba y por abajo en su totalidad, calibrando negritas y titulares, pie de fotos, columnas, editorial, crítica de televisión, crucigrama, su padre sentó cátedra: parece alemán... el diseño quiero decir.

Y, a partir de entonces: Anda, niño, vete a La Conquista y compra El País.

Como el que compra una botella de clarete a granel en la taberna de la esquina al empezar la jornada o una docena de huevos en el colmado.

Día tras día.

El país. Número 1.

En la primera portada: la carota bondadosa de un marqués (ladino).

El País. 500 años de historia.

Tan nuevo –tan pronto gastado y viejo- ese papel del periódico aún no entreabierto, plegadas sobre sí mismas todas las mentiras y falsas suposiciones del día.

Boceto: 16 años: ambos, la historia y él, crecían a la vez.

Cien años más tarde.

El tipo es natural. Tiene sus remordimientos, algún escrúpulo ante la barbarie científica, deductiva o inductiva.

Ciencia versus Naturaleza.

Considera a tu semejante como un animal, un animal de la peor y más sanguinaria especie. Lo es. No pongas tus puercas manos sobre él, pero si cae, cae, y hasta el fondo del abismo si esa es su infausta suerte: 100 millones de animales utilizados con fines experimentales son sacrificados cada año en el mundo por ese animal tan igual a ti. Sometidos a procedimientos de dolor, sufrimiento, estrés inaguantable y angustia hasta la muerte, proporcionan datos clínicos a los humanos que hacen progresar la investigación sobre cualquier tipo de cáncer, las enfermedades cardiovasculares y la diabetes llamada la del gordo. ¿Qué eres tú para un animal? El animal que tú ves en él. Cuídate de sus dentelladas, que vendrán. ¿Qué eres tú: un mono, un conejo, una gallina, una rata, un ratón, un pez? Muere de dolor y en patético  silencio el pez. Tú podrías ser asimismo un gato, un perro, un caballo, un burro abierto en canal sin anestesia, en silencio. Ningún investigador mira a los ojos del torturado mientras trabaja, aleja la vista de esas pupilas brillantes y aterrorizadas.

¡Ah, el patético silencio del pez! ¡Qué mudez terrorífica!

Kaputt, libro que el patriarca oponía a… (en fin):

¿No ha visto nunca guantes de piel de perro?

Los perros son generosos.

Tapizaba sus sillones con la piel de seres humanos.

¡La piel de los judíos no sirve para nada!

Se oía aullar con frecuencia a un perro. Parecía una voz de una tristeza pura y casi humana en la clara noche de un frío cruel, bajo un cielo sereno y profundo salpicado de estrellas.

¡Ah, los canes rojos del Dnieper!

A aquellos perros los adiestraban para encontrar alimento debajo de los tanques. Una vez en la línea del frente, luego de haberlos tenido sin comer durante días, colocaban explosivos sobre sus lomos y los dejaban libres para que se precipitaran contra los tanques enemigos. Apenas se metían debajo de las panzas de acero buscando comida, estallaba el tanque por los aires a la vez que el perro quedaba destrozado en mil pedazos.

Sabe una cosa, cuando todos los perros hayan sido exterminados, se utilizarán niños para ese cometido guerrero y crucial, serán ellos, hambrientos y desesperados, los que revienten con la bomba atada a la espalda buscando un trozo de hamburguesa.

Bah, todos son de la misma raza, hombres y perros… ¡Hijos de perra!

Cien años antes.

¡Un negro por aquí! ¡Tan lejos del barrio chino! (Ese marine americano despistado en busca de putas…)

Será un paria, un distraído, un tipo al que le han robado los 40 acres y la mula.

Los únicos negros que por entonces se veían por la ciudad (lejos del siempre exótico barrio chino), salvo algún guineano que, después de la independencia de su país en 1968 gozara de una sinecura y de una flagrante vagancia alcohólica en la CNS o en la Casa del Chavo, eran futbolistas del Valencia o del Levante como el cañonero Waldo o el festivo y malogrado Walter.

Qué años.

¿Y qué me dices de los actuales?

Paula como un asteroide de órbita excéntrica… Cualquiera sabe por donde caerá, una especie de gran calabaza capaz de engañar al más avispado apareciendo de improviso en el sitio menos esperado, la sombra del águila amenazando sobre tu cabeza de repente, cayendo inevitable sobre la pobre rata.

Ahora ella y yo estamos en un punto de una especie de Lagrange, a un millón y medio de kilómetros uno del otro: zona de nadie donde la gravedad de ella y la mía se neutralizan.

¡Te has enamorado de Laura!

Nunca fue verdad.

Peor. No te imaginas cuánto de peor.

Laura vendrá a cenar.

Gracias te damos Señor nuestro Dios por estos alimentos que tan graciosamente pones en nuestra boca.

Mi infidelidad, querida, engrandece nuestro matrimonio: todas las que follé han sido mujeres tan hermosas y deseables como tú.

Dijo el conde.

¿Quién era el conde, rancio hidalgo castellano?

(Su olor a casa cerrada, a triste palomino, a ajo, a ropa vieja.)

Un Yuste barojiano, pero terriblemente cínico y amoral, creyéndose eterno, menos estoico, más epicúreo, menos  vencido que un antonio azorín, derrotado y cabizbajo, indiferente a su mediocridad, comiendo sobre grasientos manteles de hule cocidos infectos, tortillas insalubres, embutido criminal.

Ese, hijoputa, eres tú.

Te equivocas como una loca.

Esa frase, asonante y despectiva, era la declaración de guerra. Las hostilidades eran inmediatas, las armas arrojadizas de las que ella se aprovisionaba podían ser desde un libro, unas tijeras, un zapato, hasta… ¡una silla! El hacía acopio de insultos, esa su munición de medroso, amante de la escaramuza y la deserción en el combate: se parapetaba tras un rimero de libros.

De una calma portentosa, saludable: la que hacía gala al quedar atrapado en un ascensor o ya en la calle, cuando descubría que se había dejado las llaves dentro de la casa, o al sufrir el enésimo gatillazo mientras sorbía los pezones de la joven doctoranda con futuras aspiraciones a una titularidad del departamento (una de ellas, la que fuere) y perseguía informes favorables.

¿Y esto?, surgía la voz casi infantil de la desnudez tendida.

Esto, querida, es un orgasmo intelectual, ¿a qué mancillarte con mis fluidos a esta temprana hora de la mañana?

El pobre apéndice colgaba muy explícitamente ante los ojos húmedos y decepcionados de la sirena universitaria.

A esa hora tardía en que todo, seres y objetos, parecía detenido en un inmenso bostezo.

Un furor extraño, el paso (y el peso) de la vida.

No me atrevería a robarle los caramelos a un niño pero, por su bien, por su vida de mamoncete, que se mantenga lejos de mí.

Las horas se hacen largas, extrañan por eternas… (Se decía.)

Aborrecía su padre especialmente a Proust, pero más de una vez fue sorprendido con uno de los siete tomos de la versión de Alianza de bolsillo de la recherche.

¿Me estás espiando, mierdecilla?

Releía una y otra vez, pero nunca siguiendo el orden cronológico, los tomos de la correspondencia de Flaubert en La Pléiade. No había ningún secreto que explicara la absoluta maestría de Madame Bovary; sólo la tenacidad de la mula, el trabajo constante como de 30 negros a la vez que terminaba doblegando la cortedad o pobreza de la idea y la estiraba mediante el talento hasta la genialidad.

Continuará… (treinta años más tarde):

Hanna: acompañada de un joven sonriente.

Le pareció un buen tipo, un inglés en su semana de veraneo, buen chaval de clase baja,  honrada, puteada y proletaria de cabeza rapada y de carrillos orondos y rosados, frente estrecha y provisto de pequeños ojos de azul desvaído, anémicos, y gordonzuelas pantorrillas, un tipo joven como esos miles y miles de proletarios o estudiantes menesterosos de Birmingham, Cardiff o Leicester que viajan a España con medio centenar de libras en el bolsillo del indecente pantalón pirata para hincharse de alcohol adulterado y matarse tirándose al vacío desde el balcón oxidado de un hotel barato a orillas de la costa mediterránea cada día con más mierda universal estancada en sus playas: el salto del ángel algo deslavazado. A la morgue. Y de allí vuelo directo del cadáver a la casita británica. Adiós, adiós.

De un día para otro, siempre era el otro: una suerte de llevadera procrastinación que no alcanzaba a frustrarle. El verdadero fuelle del buen trabajo es la buena disposición de ánimo.

Apagaba el ordenador. Trabajar sin ganas no tiene sentido.

Escudriñaba la pantalla negra, seca del fluido milagroso: ni siquiera brotaba un milagro, tan alcance de la mano de cualquier don nadie en nuestros días con un Word process entre los dientes y los fructíferos comandos del cortar y pegar entre bambalinas.

¿Qué no sabrán ya, ellos, mis leales alumnos, todas las historias que salen y saldrán de mis labios? ¿A qué improvisar? Me tienen muy comprometido con mis principios y saberes para andar cambiando puntos de vista o cualquier estrategia historicista metodológica que les confunda. Doblegados al discurso conocido, ¿a qué experimentar?, ¿a qué confundir?

Señores, hablemos de Kandinsky.

Y con auténtico cinismo de vía estrecha se decía: el mejor remedio para una resaca.

Exitus.

¿Qué noticias nos traerá esta mañana Negroponte?

Amigo, pronto tendremos cerebros intercambiables.

No sé si podría resistir un amasijo de sangre, vísceras y carne ajenos a mí, tal vez su olor me resultara nauseabundo por mucha au de cologne de 100 pavos con que me anegara.

Pero ser otro, de cuando en cuando, sería fascinante. Un estafador, un fantomas, un hombre astuto y sin escrúpulos con la máscara del anonimato más excelso, fértil y, sobre todo, impune.

Andar y desandar mundos y vidas, naufragar en mil vicisitudes bizantinas, tener entre los brazos a la mujer amada, perderla, recobrarla, la historia contemporánea y rocambolesca de aquella recóndita Teágenes y Cariclea, una recidiva juvenil que irrumpe con el mayor de los engatusamientos a partir de cierta edad madura.

La primera copa de media tarde abre un capítulo de insospechadas consecuencias. Para ello hay que abandonar la casa y cerrar la puerta tras de sí, salir extramuros, deslizarse al acontecimiento: Adiós, cariño. Volveré pronto. 

Envainose la espada, miró de soslayo, tocose el sombrero…

Huye a los mares procelosos. Más allá de la puerta blindada de la casa se halla la aventura. Es fácil si Cariño ha salido antes que tú, o tiene intención de hacerlo inmediatamente después y no necesita tu compañía para nada, para nada absolutamente: dispone de sus propias tarjetas de crédito. El problema existe, y habrá que solucionarlo como sea, si Cariño se encuentra aburrida y tu escapada vespertina provoca su irritación o, tal como anden las cosas y la presión mercurial del barómetro de su desasosiego, una ira incontenible. Mas, aléjate de las ventanas cuando des comienzo a la cháchara lastimera: Cariño, todo va a ser distinto a partir de ahora, aseguras con el llavero (el florete de los cien luises romántico y duelista) en la mano. Desafía, pues, las borrascas del cielo enemigo. A Cariño no le convence la insincera proclamación de intenciones: Eres tú, hijo de puta, el que tiene que ser distinto a partir de ahora. Lo demás puede seguir igual hasta el día del Juicio Final. Tampoco era para tanto, resumía Boceto ajustándose la levita, acariciando el puño de plata repujada de su bastón-estoque (a la vez que pensaba en el próximo trasiego de las copas nocturnas): Ni que uno fuese su… lucro cesante. Se verían por la noche. Incluso podrían tocarse. De vuelta de las tormentas y lances desusados del mundo de la noche. Paula, cariño, mil galimatías para tus guiones podría yo inspirarte al arribar después de mis andanzas y encontronazos diversos, maltrecho y lúcido, a Ítaca, a tu húmedo, tibio y lascivo regazo.

(…)

Hoy nuestro joven vizconde viene de los cielos tristes y sucios de París sin disimular su interior regocijo: por fin Baccarat había caído rendida en sus brazos. Allí mismo, en el palacete que la intrigante se había hecho construir próximo a la calle Fortunée, acariciados por la densa y perfumada penumbra que ya se enseñoreaba del gabinete de las tres chimeneas, encendido por la pasión y el desbordante placer él, desfallecida y entregada ella, la poseyó con furia calculada sobre el diván rojo… tres, cuatro veces. (Otra eyaculación precoz con sabor a bourbon que a nuestra joven heroína Paula, hastiada e insatisfecha, la convenció definitivamente de la conveniencia y justicia de sus sórdidas excursiones al sexo lejos del lecho conyugal: ¡a tomar vientos, payaso!)

No quieres que salga. Eso es lo que quieres. No quieres que un sencillo paseo alivie mi tedio.

Cariño permanece muda, aburrida: la tarde es gris, absurda.

Entonces, ¿qué quieres? ¿Qué me quede en casa? ¿Eso es lo que quieres? ¿Quieres eso? Porque si es eso lo que quieres me quedo en casa. ¿Lo quieres así? ¿Qué quieres en realidad? Di lo que quieras pero ¿querrás hacerme el favor de decirme a las claras lo que quieres? ¿Quieres hacerme ese favor? ¿Quieres decirme qué es lo que quieres? Aunque bien está que te preguntes de cuando en cuando, si no te importa, cariño, qué es lo que quiero yo.

Una atmósfera de pesado silencio, callada hostilidad, amenaza latente, furia contenida.

Así que…

Alzó la cabeza, dirigió una mirada a la figura oscura y embozada sentada en el pescante y, con un gesto desdeñoso de la mano, arrojó unas monedas, despidió el coche de punto, y volvió sobre sus pasos, se despojó de la capa. Ya en el gabinete, se abrigó con el brocado elegante de la bata de seda, se preparó una copa de Jerez, sentose en el sillón junto a la ventana con las cortinas descorridas, aún bañado por la serena luz del atardecer…

Cogió el libro de horas en encuadernación monástica en media piel sobre tabla, suntuoso in octavo de cortes entintados en rojo y fascinantes guardas en papel de aguas...

Entretuvo la tarde leyendo las esclarecedoras misivas de finales del año del Señor de 1909, a decir verdad algo indecorosas, de un enamorado James Joyce a su querida mujercita Nora Barnacle a la que imagina, calenturiento el tipo sin venir a cuento, masturbándose el coño en el retrete, defecando mientras él la observaba con deleite, regocijándose con el hedor y sudor de su culo, a la vez que le chupa el frondoso y rojo coño, que nunca deja de recordar aquella noche que le dio por el culo tanto tiempo mientras de su ano salían chisporroteando sonoros y cochinos pedos y él pensaba que era maravilloso joderse a una mujer pedorra, que en un cuarto lleno de mujeres tirándose pedos él reconocería de inmediato uno de los suyos ya que es un poco como un pedo de niña y no el húmedo y ventoso de las mujeres gordas, en fin, que el hombre estaba muy contento porque su putita quería que se la follara por la boca y que podría correrse hasta desmayarse, aunque no podía evitar que, al estar alejado de ella, distrajera sus ocios haciéndose tal cantidad de pajas que hasta miedo le daba mirarse la picha después de tantas horas que había estado cascándosela.

Habla mudita: no lo haría hasta el 6 de octubre de 1927, mientras ambos asistían a una hilarante representación en el teatro Wagner. Entonces impuso sus condiciones inapelables: Harás exactamente lo que yo te orden, babearás como un perro, te arrastrarás sobre tu propia mierda, beberás mi orina…

Escapar, escapar del todo…

¿A lo rural? ¿Al tomillo y el berrocal?

Quia.

Entonces, ¿a la vasta mar océana?

A la Nueva York babilónica. Perderse en esa selva de cemento de oro y cristal de diamantes, en los mil laberintos de los sucesos modernos, las mil y una aventuras urbanas, los mil y dos lances de fortuna.

¿Nueva York?

A esa Gran Babilonia de la bruma, el pecado y el dinero.

¿Aventurero tú? Querido, tú, precisamente tú, sólo podrías alimentarte realmente del contenido de los doggy bag que te proporcionaran las almas caritativas robándoselos a sus perros.

Finalmente, serías menos que un puto perro. Un auténtico y andrajoso beckettiano.

Joyce, querido, no me pongas las cosas tan difíciles.

Un nuevo arte cuyos significantes prevalecen sobre…

Una nueva literatura en la que, aunque se cuente algo, esto sea lo de menos, una forma de escribir en la que una línea te lleve a otra sin solución de continuidad.

¿Quién piensa en el significado?

Profesor, háblenos de Goya.

Y Lucientes.

(En esas estamos.)

En efecto, querido, la Web es una red donde quedan atrapados los incautos, un tejido maléfico y viscoso que los apresa y los inmoviliza, una tela de araña en la que quedan cautivos, reconocibles y fichados de por vida: y son maleantillos de tres al cuarto. Carne de cañón: mainstream.

Toda su vida se puede almacenar en un millón de sms. Podría entenderse todo de una forma algo descacharrante: ola cm sts.

Todas las vidas se pueden almacenar en un sms: nc n vlcia.

Al principio escriben así.

Al final terminan hablando así.

(Ennoblecen los gruñidos sin saber los porqués.)

Una peste del peor negror. O… un acierto lingüístico de incalculables consecuencias futuras para el desarrollo global de las comunicaciones orales.

Nos hallamos de vuelta a los orígenes, justo en el umbral de una Nueva Era del Gruñido.

Empieza uno comiéndose unas vocales y acaba a mordiscos con su interlocutor.

Vuelve al trabajo. La tarea, ingente, dota de sentido tu vida y revela tu lealtad a los ancestros: justifica tu existencia, honra a tu padre… En cuanto a tu madre…

Una jerga críptica sustituye a un lenguaje claro, conciso y fielmente descriptivo, razonable, en suma. Pero la jerga se impone con el fin primordial de ocultar significados al lector y, de este modo, al tiempo que torna hermética y misteriosa (y, por tanto, presuntamente valiosa) una obra artística dota de un aura de sabiduría a su autor: qué genio de la plástica, qué lumbrera.

Qué profundo, dice admirada una, una de tantas a la que ha echado el ojo, que le oye como si  engullera una hamburguesa. 

Todo continuará hacia delante o hacia atrás.

Mareado por el humo fétido del celtas corto que fumaban como descosidos sus dos hermanos él, más papanatas y mucho más joven, se inició con Gitanes, pero una subida de la asignación semanal permitió la compra de los primeros rubios, Camel y  Pall Mall, Kent y Benson and Hedges, la extravagancia del Kool, la distinción del Players. Luego, enviciado del todo, ya nada le apartaría del Lucky Strike sin filtro hasta entrado el siglo XXI y sus prohibiciones, cuando su afición a las barras de los bares nocturnos y el aburrimiento y el frío o el calor de las calles pudo con las ganas imperiosas de fumar y le mantenía con el trasero pegado en los incómodos taburetes, hinchándose de alcohol el hígado y manteniendo limpios sus pulmones: prohibido fumar entre cuatro paredes: un ataúd.

Teoría del caos. (Consecuencias: hago esto, y más allá, mucho más allá, el desastre…)

¿España te mata? Venga, por Dios. Tú eres España. No fumes.

Cuanto más se aferraba al tiempo, y el tiempo eran las cosas, las sensaciones, los hechos, los deseos siempre consumidos, más se deslizaba en él y más aprisa rodaba el mundo que lo llevaba consigo sin comprender lo que realmente vivía, inmovilizado en su tejido sutil e inexorable como una presa atónita en la tela de araña que nunca le dejaría escapar en su viaje a la negrura cósmica.

¿Cómo engañarlo?

Nunca. Ay, ojalá fuese real aquel nunc fluens

¿Cómo detenerlo?

Imposible. Si acaso, olvidarlo mientras te dejas atrapar por los recuerdos.

Esta pascua tuya que sólo te lleva donde todos van, y eso es lo malo, que no existe la diferencia ni la exclusividad de un destino disímil (agamenón o porquero), ¿qué creías, que eras especial?. Sólo llegarás a lo que eres y eres de la misma materia que ellos y como ellos en el final…

Y a pesar de los disfraces, a despecho del ridículo narcisimo, de los rasgos diferenciadores (barbas simbólicas, distintivos como la trenca, la pana, la bota militar), se trata de la Marcha Sinfónica de los muertos a plazos: todos a una.

Cada mañana, al abrir los ojos, la luz del amanecer ilumina la moneda de oro en tu mano, mira a ver lo que haces con ella, trueque, pérdida o ganancia, pues a lo largo del día irá perdiendo el brillo, se irá disipando su metal hasta que la oscuridad de la medianoche la haga desaparecer del todo.

La realidad es lo de afuera de ti. Cierras las ventanas y se acabó el espectáculo.

Es lo mismo, sigues pagando por lo que no quieres ver, eres prisionero de ella.

Te encierras en la más absoluta oscuridad.

Sigues pagando.

Incluso muerto, cuando para ti ya no eres nada, sigues siendo una realidad para los otros. Sigues pagando en forma de recuerdo, descendientes, los objetos que dejas tras de ti… Sigues en la realidad que siempre, paradójicamente, estuvo más allá de ti.

Qué tiempos nuevos, que bellas profesiones.

Diseñadora de jardines verticales.

Arquitecto de interiores: animal eterno.

Vitela: piel de animal no nato; por ejemplo, la piel del feto de un cordero.

Tales tactos regalan de delicadez las tapas de mis libros.

Profesor, háblenos de su libro.

Ya se pierde su origen mismo… que iniciara el patriarca de mi antiquísima saga. De bruma son sus comienzos indefinibles… Habrá que adentrarse en la espesura.

Ja, ja, ja… ¡Qué triste reírse uno a solas!

Una especie de códice Voynich que nadie sabe en que lengua está escrito, ni con qué intención… Todo un misterio pues hasta lo que allí se nos cuenta e ilustra no forma parte de este mundo… reconocible, al menos. Un bofetón a la jeta del erudito.

Así que, Klee.

De 2008 continuará un poco más allá del Año Primero de la Cruzada.

En el 36, Mambrú no fue a la guerra. No tenía bastantes años para ello. Hacía pinitos por su cuenta, allá en el palacete de las dos torres: fantaseaba, aunque ya era consciente del negror que le caería encima si ganaban los nacionales, que ganaron:

No me matarán –dijo el bachiller Bernardo Brell Ferrer agarrado al máuser y protegido por el casco de acero que casi le llegaba hasta el mentón de hombre duro de dieciséis años, yacente en la cama, soñando despierto-. Estoy a salvo en esta maldita guerra, y el mundo será testigo de mis heroicidades.

Pero pueden matarte.

No moriré. Se lo prometí a mi madre.

Pero ¿y si te matan?

Te digo que eso no va a pasar. Es imposible. ¿No comprendes? Si me matan mi madre nunca volverá a creer en mí.

Desnudo, sólo envuelto con la bandera (pero, ¿cuál de ellas?), ya ennoblecida por la sangre derramada de su cuerpo herido (pero no muerto definitivo, sólo herido, herido… ¡ah, las valerosas y bellas enfermeras!), yace sobre la negra tierra también sangrante de heridas y pólvora, respira, lucha por vivir, aleja su garganta del barro..., es un héroe…

El calor de julio incendia ya a esta hora temprana la ventana de la habitación, abierta de par en par desde primeras horas de la noche, hasta el lecho llega el olor dulzón del jazmín, la tierra resquebrajada y sedienta de las ramblas, el aire seco de las colinas de alrededor. ¡Qué dieciséis años los de papá Brell en plena guerra!

La Guerra.

Toma (Tolle, lege), dijo su padre que no fue a la guerra (¿Adónde vais con tantas prisas? ¡A la guerra, a la guerra!) al tenderle con suficiencia los dos tomos de Hugh Thomas cuando, a la sazón, él, el futuro Boceto, contaba quince años sabiendo un poco de un limitado todo, novelas francesas del XIX, rusas del mismo siglo, Hemingway, Hamsun...

La guerra… ¡que aún querían ganar sus hermanos con Triunfo bajo el brazo y escondidos bajo la pana y una barba amazónica!

La revancha era una barba descuidada, unas botas militares compradas de segunda mano, jamás sufrir un noticiario de televisión, escapar de cuando en cuando a Perpignan a ver películas, traficar libros prohibidos, la pintada ácrata y nocturna,

pasear con gesto conspirativo por las calles inocentes y atestadas de la ciudad.

Papá: los dinosaurios estamos un poquito más allá… o menos, pero ¡qué más da!

Cuando desperté el…

Así que los hijos con las guerras de nuestros antepasados… Bueno.

Luego, la página blanca…

El rico y el pobre están presos en la misma cárcel. La única diferencia es que el rico pasa mejor y más confortable el ratito. ¡Qué tontería ganar una guerra!

¿Qué cárcel es esa?

El tiempo, y todos estamos en el corredor fatídico: la condena es la muerte.

¿La última cena?

Huevos estrellados con patatas fritas.

A la horca.

Este no caía de pie como los gatos. Este no caía, no caía nunca, no caía.

Nunca es suficiente.

¿Cuántos años tienes?

Treinta y siete. Demasiados. Ya he vivido lo bastante.

Nunca es suficiente. Aunque vivieras mil años, nunca es suficiente. Lo bastante no existe.

¿Qué importa que un gato viva siete vidas?

Y setenta más, y siete veces setenta más.

Nuestro hombre se colaba de cuando en cuando en sus adentros, se exploraba: he aquí la vegija, he aquí el bazo, he aquí un riñón, he aquí los pulmones, he aquí el glotis, he aquí el pensamiento…

Demoras el final, pero eso es todo.

Lo interesante no es descubrir el sentido de la vida, sino el de la muerte: seré eterno aun sin cuerpo maloliente, vivo, crudo.

En realidad, sería el mismo sentido, de haberlo… o de poder hacerse con él.

Nada es bastante.

Un gato, entrometido, furtivo y sigiloso, ha pisado el lienzo aún con la pintura tierna.

Herr Paul Klee abandona la cama al despuntar las primeras luces. Se adentra en el estudio aún en penumbras y enciende la lámpara que cuelga del techo.

Imposible no descubrir la pintura emborronada.

Maravilloso efecto.

Es un gato:

El Rey de la Creación.

No la toques más que así es la rosa.

Klee abarca todos los sentidos. El hombre condenado a muerte prematuramente, y él lo sabe, acapara todas las razones, hasta aquellas que se esconden tras los enigmas más crueles. Tiene el entendimiento, y los modos y la razón de ser de las cosas. Y, luego, aplica la pintura, configura los universos.

¿Qué sentido tiene esto?

Es.

Su verdadero sentido es ser sin ninguna otra atribución.

Basta con eso: ser: animal, vegetal, un cuadro.

Warhol pedía a sus amigos que orinaran encima de sus cuadros. Por la pátina y esas cosas, las texturas, sabes, esas cosas, sabes… Hay que ver las guarradas que llevan a cabo algunos artistas: unos descubren el cuadro puesto del revés debajo de la ventana; otros aplauden las andanzas de un gato enmierdando los óleos… La orina que prefería Warhol como sugestivo excipiente en sus obras era la proveniente de uno de los miembros con problemas de urea de la Factory de la última etapa (tal vez fuera, paradójicamente, la perteneciente a Holly Woodlawn, el que él era ella). Ese ambiguo meado dotaba a los cuadros de un barniz sobrenatural, inefable.

El Troceador Francis Bacon estrujaba las fotografías hasta sangrarlas, hasta hacerlas carne putrefacta, un alarido, una perversión cromática y un retorcimiento plástico que revelaba intolerables pesadillas pero también atroces insomnios y el influjo desesperanzador de la grisura homicida del mismo amanecer de todos los días. Luego, le daba color a esa tortura.

También él, Boceto, se ha trocerado con saña desde hace muchos años. Quizás desde siempre, aunque al principio, al principio de todo, él no lo sabía: uno es niño, y sonríe con facilidad, y espera todo lo bueno de la vida…

He aquí el comienzo del verano.

Mañanas de cristal, tardes marinas, noches mullidas y cálidas. Todo parece de agua, puro y transparente, sin mácula.

Mediodía en la alta tierra.

A esta hora, aprieta el calor. El aire parece tornarse polvo. Los árboles, los pinos sobre todo, y los geranios y el romero, la albahaca y el tomillo, exhalan un olor seco y penetrante, de tal densidad que podría paladearse.

De pronto, el aire de levante esclarece la atmósfera, la limpia de las adherencias del oeste, despeja el cielo de neblinas, recupera de la memoria el olor de la tierra y la infancia, la adolescencia.

De repente, el último verano

En La Cañada, área residencial estival en la que se diseminan modestos pinares sobre terrenos apenas ondulados, de mínimas colinas, una decena de kilómetros al norte de la ciudad asfixiante casi paralizada en la tregua agosteña, atrae las miradas de los paseantes un viejo chalet de los años treinta construido por Bernardo Brell Vicent, médico, hijo del maestro Bernardo Brell Albert y padre de Bernardo Brell Ferrer, catedrático de historia del arte, abuelo de Boceto profesor de historia del arte... En fin.

El viejo chalet de La Cañada nunca se vendería ni antes ni después de esas cuatro generaciones, se arruinaba por sí mismo año tras año bajo el peso de las propias viejas piedras que lo alzaban y el abrazo reptante de la hiedra que ocultaba gran parte de las fachadas y cercaban ventanas, resquebrajaba suelos reventados por la fuerza telúrica, apenas iba nadie ya por allí desde que el corazón sencillo de la abuela Amparo dejó de latir en el lejano año de todas las infamias de 1973, silenciosa y tranquila. Fue, como la tildaba irreflexiblemente su hijo, Brell el Viejo, anodina (por ello, sin que él, su hijo, jamás lo supiera, más sabia que nadie, hasta flaubertiana): pasado residual de aquella familia desaparecida de los Brell eran el jardín descuidado que rodeaba la casa, la balsa levantada un metro y medio sobre la tierra en la parte de atrás de la vivienda, la hierba húmeda que refrescaba y oscurecía cualquier rincón, la sombra olorosa de los grandes árboles piñoneros y los limoneros, las espaciosas, sombrías y frescas habitaciones interiores de la casona veraniega que entrado el siglo XXI aún se erguía orgullosa y en plena decadencia en una calle estrecha flanqueada de los grandes y altos pinos centenarios de troncos arqueados cuyas gruesas raíces pugnaban por salir al sol bajo el pavimento irregular, abombado, de losas agrietadas a punto de partirse en pedazos.

La verja de rejas negras con punta de lanza que salvaguardaba el chalet de los ociosos viandantes veraniegos de la estrecha acera todavía inspiraba el respeto debido a su solera. Aun en ruinas, nadie se atreve a profanar su silencio, la oscuridad polvorienta de adentro.

El enrejado oscuro y vegetal de las copas de los árboles, a uno y otro lado de la puerta de hierro, era como un dosel de verdor por encima de la entrada a la casa con techado de cuatro aguas de tejas musgosas ennoblecidas por la lluvia de los años coronado por un pequeño pináculo en forma de piña de cerámica vidriada de color azul que destellaba bajo el sol esplendente de la infancia:

Pórtate bien, y te llevaremos a la casa encantada de chocolate de la abuelita.

Pórtate bien y te compraremos una bicicleta azul de tres marchas.

Pórtate bien y verás el cielo abierto.

¡Pórtate bien sobre todas las cosas…!

El benjamín se portaba todo lo mal que podía, menudo cabroncete. Pero…

¿Ha pasado el tiempo?

Papá Brell encendía el motor del 1500, maniobraba la palanca de cambios sujeta a la barra del volante y en menos de dos minutos abandonaban la Gran Vía, cruzaban el ancho cauce seco del río y en compañía de mamá, callada y pensativa tras sus gafas de sol como era usual, enfilaban la pista de Ademuz en dirección Liria hasta La Cañada, hacia las colinas difuminadas del horizonte donde la abuelita Amparo, sonriente y bondadosa a todas horas, de apacibles ojos azules, se dejaría comer y hasta despedazar entre achuchones cariñosos por el lobezno Brell y la brillante hilera de sus dientes de leche.

Las bicicletas son para el verano.

La bicicleta azul, reluciente, veloz montura del intrépido jinete, de tres marchas y sillín de cuero marrón se apoyaba contra una de las tapias blancas que circundaban el espacioso jardín que rodeaba el chalet.

Y, al conciliar el sueño por la noche, soñaba el cielo abierto y también azul, las grandes y níveas nubes se abrían al firmamento de las ilusiones más descabelladas imaginadas durante las horas de la prosaica realidad diurna, un prodigio que mostraba todas las maravillas que se le ofrecían al otro lado de la bóveda celestial, pues así era como se llamaba el cielo en los libros, y los libros, como decía papá, suelen tener toda la razón del mundo, incluso los más arbitrarios, disparatados e inútiles.

En el 70 sus hermanos ni le tocaban: No queríamos estropearte, enano.

Hubieran podido romperle en mil pedazos.

Estos dos con la fetidez de la pólvora negra de la catacumbas y la clandestinidad llegaban al chalet ya bien entrada la mañana  iluminada por el sol benigno del domingo, festivo y familiar, solían aparecer invariablemente a la hora de la ortodoxa paella valenciana, mil veces reiterada: diez ingredientes (incluido el agua), ni uno más, y el aire, y la luz, y el olor limpio y penetrante de la leña y el humo blanquecino y fragante como graciosos añadidos, componentes milagrosos imposibles de controlar, pues iban a su modo, que terminaban de lograr por misteriosa casualidad un prodigio de exquisita sencillez gastronómica. 

Nosotros prepararemos la sangría, decían sin ocultar las risas los dos lobos hirsutos recién huidos de la ciudad y sus trincheras, desprendiéndose con calma del casco de acero y de las armas, del kaláshnikov, del racimo de granadas sujetas a la cintura, del largo y temible machete, del olor a sangre…

Y entonces papá Brell disponía el aceite, comenzaba a dorar las piezas del pollo y del conejo, medía el fuego de las ramas de naranjo ardiendo bajo la trébede.

El aire, seco aunque tenue, como un liviano velo que empañara las colinas que despuntaban por encima de las tapias, se impregnaba del aroma balsámico de la madera que ardía suavemente crepitante, de la enredada y mareadora vegetación de alrededor, de los pinos cercanos con sus copas estremecidas levemente por la brisa cálida del mediodía y, sobre todo, del olor sabroso de la carne friendo en el aceite de oliva.

El aire olía a agua, a tierra, a piedra, a árbol, pero…

(Todo pasado es una extravagancia.)

El sol huele, solía repetir esas mañanas Brell el Joven, Niño Bañado de Luz, con la inocencia de sus nueve años, ante la mirada sorprendida, interrogante y comprensiva de los demás.

Y era verdad, el sol, terrestre y próximo, olía.

El sol era la materia… hasta kleeiana. Por así decir.

Nada de gestos melosos con éste, con el pequeño Brell, decretarían los dos barbudos en tanto saqueaban un tinto de buen cuerpo de la surtida despensa de la abuelita repleta de frascos de compotas y mermeladas, de latas de atún y caballa, de mejillones escabechados y marinos berberechos, de botecitos de especias y saquitos de hierbas del monte, tomillo, hierbabuena, ajedrea, hinojo, maría luisa, menta, romero.

Nada de sentimentalismos, se juramentaban los dos guerrilleros mirándose entre sí fríamente. Estamos en la edad del hierro. Ya habrá tiempo para fortalecerlo a este gusano de nueve años: preparadito y con valor lo dejaremos en la lucha final.

Era una época en la que la tibieza era un crimen.

En una época que callar era miserable y hablar un peligro, una sentencia, quizás una muerte de resultas de un tiro disparado accidentalmente de un arma reglamentaria.

Cada uno, sus excursiones; a cada cual, según su experiencia. Cada uno a su tiempo.

¡Y qué tiempos parias de la Tierra, famélica legión!

Una de las armas más mortíferas era la máquina de escribir. Se vigilaba de cerca el uso criminal que podía perpetrarse con ella.

Casi estuvieron a punto de prohibirse…, aseguraba uno.

¿Político él?

Sus hermanos estaban locos.

¿Has probado alguna vez el porrazo en las costillas de una barra de hierro recubierta de cuero propinado por un gris todavía exaltado por los dos carajillos de la sobremesa?

¿Nos hemos vuelto todos locos?

La tarea de los marxistas es oponer de la manera más serena y exacta la apreciación de las fuerzas reales de clase y los hechos indudables al gimoteo y el pánico de los filisteos del reformismo y de los filisteos del radicalismo.

En efecto, estaban locos:

A los diez días de interrogatorio a cargo de seis miembros de la Brigada Político Social estabas tan negro de la cabeza a la punta de los pies como un aborigen de Malí. Entonces te dejaban en paz en una celda hedionda, sin comida, con las costillas rotas, tirado en el suelo lleno de excrementos y meadas, respirando a duras penas a causa del dolor insoportable, sin agua con la que al menos lavarte la sangre, aterrorizado y oyendo los gemidos y gritos angustiosos de los otros presos junto a ti, pegados como sombras a las paredes y a los que te costaba reconocer como camaradas tuyos…

Expediente BIS-nº. 124/07-1971-V-JDGB.

18 de julio de 1971.

Dirección General de Seguridad.

El detenido José-Daniel García Bernardo, natural de Valencia y residente en la misma, ha sido trasladado a las dependencias policiales de la Comisaría Central de esta ciudad, donde se le someterá por los agentes de Seguridad del Estado al interrogatorio correspondiente. Con posterioridad será puesto a disposición judicial en el plazo que marca la ley de seguridad ciudadana.

En el domicilio del subversivo la Brigada de Investigación Social ha intervenido diversos libros y folletos de carácter delictivo, dos cuchillos afilados de cocina, determinados objetos punzantes como tenedores, unas tijeras y una máquina de escribir oculta en su funda. Igualmente se ha procedido a incautarse una bolsa de plástico hallada en el cuarto de baño que contenía envases de fármacos y varios estuches de píldoras; dicha bolsa de plástico (La Botica del Mercat, S.L.) de color azul transparente con su contenido íntegro se entrega al Departamento de Estupefacientes para su análisis. Asimismo, se le han requisado varios cientos de pesetas y algunas monedas que escondía en un cajón del escritorio y diversas revistas extranjeras de naturaleza pornográfica en la mesilla de noche del dormitorio (European Cinema, Le Monde, Time, The Illustrated London News, Paris-Match, L’Express etc.).

25 de julio de 1971.

En esta fecha el detenido, José-Daniel García Bernardo, en un descuido de los miembros del Cuerpo Superior de Policía, se arrojó al vacío por la ventana del cuarto de interrogaciones, que permanecía abierta debido al intenso calor de estos días, estrellándose contra el suelo del patio interior del edificio de la Jefatura. El detenido murió en el acto.

A pesar de lo exhaustivo y escrupuloso de los interrogatorios a los que fue sometido el sospechoso por espacio de una semana antes de su desgraciada muerte no ha sido posible por parte de este servicio de investigación obtener información alguna que se considere digna de interés policial.

27 de julio de 1971.

Luego de la pertinente autopsia y los obligados trámites administrativos, se entrega el cadáver de José-Daniel Garcia Bernardo a su familiares a fin de que procedan a darle cristiana sepultura.

Tolle, lege.

Una Remington… una ametralladora.

Ah, los viejos tiempos, contra algo, contra todo, contra lo que fuera…

Ah, la fácil mecánica de las cosas, el dulce tiempo ido…

Su padre, aún cabeza de familia entonces, de la familia por entero, regía las conductas, la economía familiar, las idas y venidas de los vástagos, dominaba los sucesos, alguna extravagancia del destino: Las cosas hay que tomarlas con calma, decía, y afilaba parsimonioso y pensativo la punta de uno de sus lápices, veladamente perplejo, como si le extrañara que un acto tan sencillo como ese le procurara tamaña sensación de bienestar.

Sí, trabajaba con lápices. Lápices alemanes. Siempre. Escribía en folios de excelente papel Galgo. Leía lo escrito. Borraba. Escribía. Corregía. Siempre con lápiz. Luego, pésimo mecanógrafo, pasaba las páginas a máquina con exasperante lentitud… El cuento de nunca acabar.

Ah, la vieja Remington…

Miraba poco en torno a sí. ¿Preveía la escapada definitiva de una mujer muy superior a él? ¿El fiasco de los hijos creciendo hacia algo que le costaba entender?

Eres un desarraigado, le dijo sin abrir la boca su hijo Carlos, enfurecido en silencio por algún comentario paterno frente el televisor, a la hora peligrosa de la cena.

Desarraigo: cuando uno se vuelve hacia sí, huye.

Sí, pero ¿de qué? Y, por otra parte, ¿no es el desarraigo el triunfo de la voluntad?

Sé solo, sé nada, sé en el aire, a salvo del mundo y cerca de la tierra.

Sin raíces.

Los últimos diez años de su vida: Klee. Un perpetuum mobile imposible, inalcanzable… Él, el viejo Brell, lo sabía.

Interminable: por eso era feliz trabajando en esos folios.

Y, ahora, es invierno, y el cielo frío impenetrable, la tarde oscura entre los libros de texto de una tristeza insuperable, amarilla, duradera hasta la hora de irse a la cama.

Todo es una escenografía. Las líneas, el color, las formas finales, y los objetos y hasta las palabras que se las lleva el viento, es una escenografía tus relaciones, tus amoríos, tus ganancias, el decorado urbano de tus idas y venidas. Tu padre, Klee; tu madre, que hará de la fama tardía simplemente una huida constante a ninguna parte, los pintarrajos que la ocultaban; tus hermanos, de sus guerras perdidas que a la postre a nadie importaron; escenografía la tuya aquellos tus recuerdos siempre malos que hieren el frágil presente rebosante de artimañas consumistas, de coartadas de tres el cuarto, hieren que mata el recuerdo del suceso canalla, de la podredumbre que a pesar de todos los esfuerzos esconde la liviana gasa del olvido, tus mentiras, tus traiciones, la resignación…

Qué más da. Apura el Martini, y a la noche, la cena, el sueño… No, no el sueño, la inconsciencia, el desmayo.

Laura vendrá a cenar.

Pues, La última cena.

Y anduvo por el huerto de Getsamaní, entre olivos milenarios (¿?), chorreantes de plata lunar… Etcétera, etcétera.

Camarero, más de lo mismo.

¿Qué es lo mismo, amigo?

Curiosamente, piensas, tú eres Jesús y eres Judas y hasta el testigo Pedro, el dilecto Juan...

Eres el olivo de ramas inextricables, verdes y grises, o grises y negras, ese tronco renegrido, bajo y retorcido donde ahorcarse a dos palmos del suelo, desdeñando la tierra tan próxima a los pies descalzos y sucios, a la piel agrietada, a la carne pronto corrupta.

Qué mal gusto: Carlos se colgó, se arrojó al gran vacío, apenas a un metro por encima del suelo pero…  consciente, atado a las raíces de la tierra.

Ese tronco viejo y rugoso eres tú.

¿Qué tarde fue esa de verano, de invierno, de otoño… de cruel primavera?

Andas (anduve, mejor…, cuando entonces, cuando…) las aceras de una ciudad de 165.000 árboles, alguno de ellos con más de 450 años de antigüedad, y ni siquiera en tu infancia subiste a uno de ellos. Era el mejor lugar para un escondite infantil… No, preferías buscar raíces oscuras, hasta tenebrosas.

Anda, le expulsaba su padre harto de sus reproches silenciosos, de su aburrimiento acusador, ve a perderte al ficus del Parterre, criatura…

Anda. Pero no subía a lo alto, bajaba a lo oscuro.

He aquí el cumpleaños más deseado:

Y tú, ¿qué quieres para tus dieciocho años?

(Votar, ya se podía, y era algo insulso, hasta patético a veces…)

Pues… un pinball.

Oxidado e inútil, sin posible reparación, allí se esconde el deseo de aquel Ignacio Brell, mayor de edad, soltero, estudiante, residente en Valencia…, cubierto de telarañas y sombras polvorientas en el cuarto trastero del chalet de los abuelos: la abuela Amparo, atónita pero solícita y entregada al cariño del joven déspota, encargó aquella máquina de flippers, la pagó al contado y ordenó que la colocaran en un ángulo del dormitorio del nieto, pobre huérfano, con el padre ora huraño ora burlón, la madre volandera montada en una escoba, los hermanos en pleno desconcierto transitorio, ya con las banderas a medio desplegar, rapadas las barbas…

Cara a la pared, dándole al flipper.

¿Qué iba a salir de todo ello?

Boceto. De pies a cabeza.

Anda, recuerda, rememora antiguos hechos, habla memoria, ensucia un poco más el pasado con la desfachatez del presente ingfame.

A Boceto la idea de la muerte, esa desaparición total en la nada absoluta, le tranquilizaba sorprendentemente… Pero no era algo tan extraño, amaba la vida, sí, disfrutaba de ella cuanto podía, acaparaba sus dones a manos llenas… Aunque, el solo pensamiento de una vida enferma le aterraba: él nunca sería capaz de pagar ningún precio por la vida más allá de lo razonable y humanamente admisible. El cáncer, caer postrado en la cama indefinidamente mientras el cuerpo se llagaba, se licuaba en líquidos apestosos, acabar abotargado en la tristeza o la locura profundas oliendo tu propio cadáver era, sin duda, demasiado: se dejaría morir a las primeras de cambio sin pagar un céntimo por prolongar el decaimiento o la agonía inevitables. Padecer una vida a punto de pudrirse era innoble y cobarde, sólo un espectáculo circense para médicos a los que ni les iba ni les venía tu conciencia ni tu unicidad ni el fardo de todos los sucesos de tu existencia pasada: sólo eres un amasijo de carne y dolor en el que meter sus narices adecuadamente asépticas y teclear ante la pantalla del ordenador donde aparece tu historial clínico sus impresiones de entomólogo con bata blanca valiéndose de una  literatura médica (literatura de andar por casa).

Ese idiota con ardides juglarescos… Retándole a él… ¡a él que andaba en mester de clerecía!

Destruye lo senequista…

¿Cómo?

Huye de la intemperie, de lo precario…

La muerte… Literalmente, devoraba los libros de medicina del abuelo médico:

Qué demonios u otros entes no tendrás tú en el cerebro si en una microscópica gota de saliva maquinan, acechan, resuelven 100.000.000 millones de bacterias.

En el colegio agustino e inútil:

Todos los padres médicos, abogados, industriales, ingenieros y hasta un procurador en Cortes (Familia, Municipio y Sindicato), y las señoras: amas de casa; alguna, la excepción –una o dos-, regentando una boutique, una peluquería de postín, cronista de moda, locutora de radio…

¿Profesión de tu padre?

Tarda en contestar.

Desfigura el mundo, tan gris y rutinario. ¡Sé valiente!

Él, niño imaginativo e imprevisible, ha dado con la respuesta demoledora, la que va a distinguirle de por vida ante sus incrédulos condiscípulos y sus padres atareados en usos  y ganancias convencionales, el áura y el prestigio asegurados durante milenios, qué contundencia, que afortunada invención:

Vendedor de camiones.

Siguiente pregunta (para ir aclarando las cosas e intenciones de los alumnos por desasnar):

¿Qué quieres ser de mayor?

Eterno.

Ültima, definitiva pregunta insolente:

¿Quién puede impedir lo que quieres ser?

Nadie. Sólo yo.

Respuesta correcta. Directo al triunfo (y al Cuadro de Honor colgado en el vestíbulo desbordante de mármoles y el lujo esplendente de la entrada principal del colegio).

Ve a los muros del templo, cuelga tus exvotos, cuelga tu alma, arráncate el corazón, cuélgalo, arráncate la vida, cuélgate…

Don u ofrenda hacia los dioses.

(Mató al tipo ése que le incordiaba… Colgó su cuerpo desencuadernado, desangrado y muerto y rígido e inerte y acartonado y tieso por los siglos de los siglos amén en el muro del templo, lo colgó con toda religiosidad a la manera de un exvoto, hasta lo lavó y lo peinó con esmero antes de clavarlo en una pared que era un verdadero collage en forma de objetos singulares, sórdidos, poco refinados algunos -una muleta, un apéndice nadando en un líquido espeso en el interior de un frasco, una dentadura postiza-; simplemente agradecidos otros -un mechón de tu cabello, un pañuelo rosa con tu nombre grabado…-: gracias, dios mío, único e omnipotente, por las gracias recibidas, los odios satisfechos, las venganzas colmadas.)

En fin: llegó a Londres el fool’s day y antes del mediodía gris y deprimente como el despertar del viejo, un tipo ya le había vendido la Wakefield Tower por 1.500 libras. Una ganga.

Te han estafado. ¡Y en Harrods, idiota!

Pusósele blanca la color.

¿Pues, comprar un hijo? Quizás con ropa de marca, la gasolina del coche, las parrandas de fin de semana…

¿Un hijo? ¿Una hija?

Ni lo pienses, malvada mujer…

Hijos… Uno querrá asesinarte recién iniciada la adolescencia por acostarte con su madre (y eso lo saben hasta los niñatos que en el cine se tragan ad nauseam Star Wars a la vez que un contenedor de palomitas); la otra, a los veinte años, con hipócritas arrumacos, algún sábado por la tarde que te coja con la guardia baja, en plena digestión tú con el habano en la mano, intentará sacarte los cuartos que te queden para pagarse un rejuvenecimiento de vagina o un blanqueamiento de ano. ¡Cate!

¿Cómo te sientes?

Con esperanza de ser mucho mejor pasado un tiempo.

Como una película rodada sin sonido directo.

Como una película compuesta a la perfección días después en la sala de doblaje.

Ensueño de sobremesa sabatina (con la hija bien lejos fornicando con niñatos inexpertos, y el hijo… ¡bah!):

En su último viaje a USA, al mismo centro del imperio, enfangado de su misma esencia, metido de lleno en pleno núcleo, en la misma hirviente magma de su crisol, rodeado de rednecks y mujeres rubias, bellas y muy gordas, se trasegó en cinco días diez galones de cerveza y cuatro kilos de filetes de cerdo rebozado (triste destino el del cerdo).

Fuera donde fuese, el tipo huele que apesta a chivo expiatorio. A su lado podías estar seguro que todos los palos iba a recibirlos él, y hasta todas tus culpas.

Como Jules Renard, ya sabes el final del continuará: ¡No serás nada, no serás nada!

Seré especial, sentenció.

¿Era comprador  de periódicos?

Años vendrán en que para comprar un ejemplar tendrás que buscar un quiosco en cinco kilómetros a la redonda más allá de tu domicilio, y si lo encuentras, date por satisfecho si el vendedor de chucherías y revistuchas con gadgets no se ríe delante de tus barbas ante la frívola pretensión de leer un diario en papel.

Y no como eso, esos…

Esos tienen Internet como una infección en plena sangre, correteando junto con las células, la linfa, el plasma:

Internet os hará libres: formas parte de un sistema: tú eres el sistema: una prodigiosa señal de alerta y custodia desata toda una persecución (de la que eres incapaz de librarte, te seguirán hasta el fin del mundo, que es precisamente la puerta de tu dormitorio, la misma silla donde fondeas tu culo y tus artes masturbatorias mantenido por papá y mamá): saben las carpetas que abres, los archivos que husmeas, las huellas que rastreas: saben con quien comunicas, quien se comunica contigo, qué dices, y hasta lo que no dices: saben en qué pierdes el tiempo y en qué eres peligroso para ellos: saben incluso la manera de borrar tus lápices de memoria o apropiarse de su contenido, alterar tus bases de datos… Saben montar una tienda de campaña dentro de tu ordenador y esperar con el cuchillo entre los dientes: como un fruto maduro, ya caerás.

Dijo el otro:

Yo, dijo subrayando todo lo posible el pronombre (sonó como el golpe implacable de un martillo), sólo leo novelas gráficas. O sea, lo que antes se llamaban cómics; o sea, tebeos; o sea, monos… Algunos se dan cuenta a los cuarenta años que el chupete que perdieron, y al que con tanto gusto se aferraban de mamones, se encuentra en la guardería… ¡y allá que vuelven!

Son los que consumen palomitas y se distraen viendo películas de acción y ruido, trompazos, persecuciones y efectos especiales.

Él, aun con el libro en las manos, tenía otras opciones, quizás demasiadas.

No conocía los límites. Ordenaba, no pedía, un gran reserva, no saboreaba, no se regalaba: a la trágala. Así, todo. El clásico tipo que no tarda ni cinco minutos cuando llega a casa en caer como un sucio fardo en el cubo de la basura. Perversiones ocultas, difíciles de adivinar.

¿Cuándo desterrará de sí esas torvas inclinaciones?

Nunca. ¿Por qué hacerlo?

Esa es la penitencia por todas (que son muchas) las regalías diurnas.

Desde la pubertad, todo son epifanías.

14 años: adiós, Pippi Calzaslargas. Llegas demasiado tarde, se dice nuestro héroe con la tranca en posición de combate y con un Playboy en la mano abierto por las páginas más obscenas (nunca por el artículo de Gore Vidal o Mailer o Updike).

Cuántas maravillas me rodean, exclama en pleno éxtasis pero en voz baja: susurra a sus propias orejas.

De mayor (¿cuánto de mayor?) opinará lo contrario: sólo le rodeaba la mierda, una gran mierda en el cielo y en la tierra.

De mayor resucitó de entre los muertos el niño escéptico que ya fue:

Creer en Dios es fácil: sólo tienes que cerrar los ojos y taparte la nariz.

Y, ¿ahora qué?

El tiempo…

Y el espacio…

Qué cosas…

(En Junco. Ya anocheciendo. BOCETO al camarero:

Escuche, amigo, he de irme. Le dejo al cuidado de las bolsas. Volveré por ellas más tarde. Cobre todas las consumiciones de la señora y las mías y guárdese estos cinco pavos para usted.

CAMARERO a  Boceto:

Como guste el señor. Mi turno es hasta las doce de la noche. Estarán a buen recaudo.

Espero que sí: son mi cena de hoy, y quien sabe si la comida de los dos días de después.)

¿Qué estás vomitando, Boceto?

Sale. Como si estuviera viajando al Tíbet, correteando por Lhasa: a buen paso deja Ruzafa y camina hasta Barcas.

Recoge el coche del aparcamiento del Corte Inglés de Sorolla, no sin antes… ¡aprovisionarse de víveres en el supermercado!

(Embustero: conciencia del pasado más que del presente.)

Hora de volver al castillo.

Pregúntaselo a Watson…

Deep Blue superado: acaba en la cacharrería.

Ya lo dijeron.

Lo repetiremos:

Escribió alguien: Preguntaron al mayor y más capaz ordenador existente en el mundo (2008):

¿Dios existe?

Ahora, sí, contestó.

El mundo está lleno de dioses… vivos y coleando.

Desea algo con todas tus fuerzas y todo, absolutamente todo, hará que consigas ese algo, aprende doña Eugenia Espina de su filósofo favorito Paulo Coelho (compra sus libros en El Corte Inglés, lo cual ya es una garantía de prestigio social), el gran gurú que dirige sus pasos, sus pensamientos, su alma toda.

¿Desear?, ¿desear el qué?

Diario secreto. Anotaciones sobre papá, Brell el Viejo:

Hoy he contemplado la fotografía que conservaba mi padre entre las páginas de una novela de aventuras de James Oliver Curwood: unos niños en Auschwitz, con sus trajes de rayas y sus gorros de presidiarios, con los rostros casi pegados a la alambrada de espinos. Una fotografía blanca, gris, negra… asepiada, que despide un olor raro, a papel profanado no tanto por el tiempo como por las cosas y sucesos de los días actuales. Los chiquillos miraban a la cámara, y todo lo que ésta captaba parecía sombrío, helador, como si la niebla amenazante que se cernía sobre esos pequeños seres pronto hiciese irrumpir de no se sabía dónde una crueldad inusitada que acabaría con ellos sin remedio. Uno de los niños, a la derecha de la imagen, ofrecía un aspecto orondo, verdaderamente gordo, y la cara redonda como una luna… Pensé que, a rápidas dentelladas, como una rata, comería a escondidas antes del amanecer la carne todavía tibia de sus compañeros de barracón muertos por la noche y aún yacentes en sus camas …

Lo que llegamos a saber de un hombre es muy poca cosa, prácticamente nada: sólo su vida.

Debería engordar unos diez kilos o más…, se dice luego de haber leído con atención sesudos estudios de universidades suecas y norteamericanas acerca de la conveniencia de andar un poco pasado de grasas. Ventajas:

-tardarás  más en eyacular durante el dalequetepego (menos testosterona, más estrógeno, mayor nivel de serotonina) (mira ese tipo, tan delgado… ¡bah, un eyaculador precoz!)

-tu corazón se halla mejor defendido (a mayor masa magra, menor mortalidad)

-un IMC alto te aleja de la depresión y, por tanto, del suicidio

-cuanto más grasa en el abdomen más lejos te encontrarás de la artritis reumatoide y mejorarás la sensibilidad de la insulina.

Qué te parece, te dices mirándote en el espejo, sin grasas pero hinchado como un globo por las putas verduras, las asquerosas legumbres y los kilos de piel contaminada de manzanas y peras…

¿Qué va a ser? –suelen preguntarle solícitos.

Empecemos por un Martini bien preparado.

No lo dude usted.

Y un par de montaditos con anchoas al aceite.

Podríamos añadir una cazuelita de gambas marinadas. Y unas tostaditas calientes con una capita de sobrasada de ibérico.

Sea. Y vaya disponiendo medio kilo de filetes de vaca japonesa poco hechos.

¿Ayudaría un rioja gran reserva?

Sin duda ninguna.

Y de postre un buen batido de Prozac:

Sabe, amigo, un estudio de una universidad japonesa de cuyo nombre no me acuerdo afirma que la toma continuada de fluoxetina hace que el cerebro rejuvenezca y mejore su capacidad cognitiva… hasta prácticamente retroceder a la misma idiotez del bebé. Aunque, aseguran, uno tiene la posibilidad de detener el viaje alucinante a una edad intermedia, digamos veinte años, no nos vamos a poner pañales y babear a estas alturas.

¿Tal cosa asevera?

Como lo oye.

¡Qué demonios! ¡Qué época!

Sus hermanos… En lugar de libros de poesía (Blas de Otero, Dylan Thomas, Cernuda, Gil de Biedma, Stevens, Mallarmé, Neruda…) y novelas enrevesadas y cine en blanco y negro con subtítulos tendrían que haber coleccionado elepés del macarra de Lou Reed: los habría, él, Boceto, agradecido, elevados a los altares por siempre y para siempre. Todas las noches les rezaría, él, devoto Boceto, gracias, gracias, gracias queridos hermanos por los dones recibidos.

Con el sonsonete Brell, dale que dale, y casi sin que te apercibas de ello, como una lluvia fina, continua, inapreciable, que termina empapando, que finalmente te cala, te agujerea hasta llegar al alma.

Brell se hace más Brell cada día que pasa. Hasta que, finalmente, deje de ser Brell para siempre: Boceto sin remisión.

Serendipia… y ósmosis.

Todo lo que sabe ha sido por causa de una feliz casualidad, por que ha llegado a él sin esperarlo, sin método (ni de él mismo ni del más mínimo esfuerzo por conseguirlo) o simplemente por ósmosis (aunque siempre ha recibido más que ha dado).

Tecnológicamente, estoy muy al día, sabes.

¿De veras?

Puedes jurarlo… ¿O es que lo dudas?

Hombre, considerando que el CES de Las Vegas te planta delante de tus narices más de veinte mil productos y artilugios de la más reciente innovación cada año… Ya me contarás.

La verdadera felicidad no tardará en llegar, ya se palpa con la yema de los dedos… Cien mil horas de música y cinco mil películas archivadas en chismes tan pequeños como el llavero…  y una pantalla enrrollable de TV de ciento veinticinco pulgadas y cien gramos de peso… Y el coche que ruede sin las manos en el volante mientras tú, centauro digital, fornicas en el asiento trasero con una mujer de carne y hueso, toda calidez, tibieza y respiración y latidos.

Sobre mis espaldas, nada; sobre mi conciencia, todo.

Una vez muerto…

Busca un hombre, como el buen Diógenes…

¿Cuál es la diferencia en esta época, o en otra pasada o aún por la que ha de venir?

¿Qué excusa tenía la culpa en cualquiera de ellas?:

unos, gasean hasta la muerte a seres humanos (Auschwitz)

otros, los queman vivos (Dresde)

y aún hay que los entierran a la callada (todas las épocas).

La conciencia.

El agua que se escurre entre los dedos, con la frialdad del hielo aún, pronta a desaparecer en la tierra golosa, hambrienta de todo, de líquidos y puses, de sangre, de cadáveres.

(Como el arte fímero de Harbin: catedrales y palacios, burdeles y mataderos).

Brevísimo instante.

Qué mas da, te dices, llevas la cartela pegada al culo:

ojo con este

un juego de palabras

una declaración de intereses.

Cada cual…

Bueno: el secreto mejor guardado de Boceto: exoplanetas. Eso es. Se ha convertido en un entusiasta, un experto del tema. Una insuperable colección de libros, documentos y artículos de revistas de dudosa reputación abona día tras día su interés. Una ilusión ¿la posibilidad de la existencia de vida inteligente en otro planeta donde las cosas sucedan de otra manera, en otro tiempo tecnológico, más arcaico o más avanzado? Ser tú mismo… ¿otro? Bah, serías el mismo que viste y calza, incluso siendo animal, planta o piedra serías lo mismo.

Los dioses celebraban consejo, se escribe en la Ilíada con gran acierto aunque con poca credulidad para el lector.

¿Se ha escrito algo que no se halle en esas páginas de seres humanos excepcionales?

El hombre de hielo.

Prueba y error, así sucede la vida: el hombre de hielo sueña a menudo con la precariedad de su naturaleza, lo quebradizo de su voluntad, la fractura diaria de su identidad de cristal. El hombre de hielo sueña (y teme) tantas veces en su indefensión inevitable, análoga a ese desamparo que ofrece el pájaro que descubres en medio de la acera, desvalido y tembloroso, que enfermo de muerte, incapaz de volar, ni siquiera tiene ya fuerzas para a pequeños brincos esconderse en cualquier rincón del suelo huyendo de la última crueldad del mundo, el pisotón, las manos despiadadas de un niño transeúnte.

Despierta, muchacho, le decía su hermano José David en una de las sesiones del Xerea… Pero se durmió, se durmió del todo, se quedó muerto viendo trenes checoslovacos poco o nada vigilados… hasta el momento (su hermano le zarandeó vigorosamente en ese instante) en que estampan un sello entintado en el maravilloso culo en blanco y negro de la complaciente chica (y eso en la España del setenta y tres).

Despertó entonces.

Ajá.

Maneja el ordenador y los flujos incesante de información de Internet con gran habilidad y… escaso criterio.

Otra definición de… él:

Una especie de Rousseau pensante que no escribiera una sola línea.

(Su hermano José David sería un Rilke pero de poemas salvajes lejos de lo pusilánime y una imagen de la naturaleza paternalista, madre virgen, versos manchados de tierra y sudor y hasta de semen…)

(Carlos, nada poeta, ni una estrofa, ni una línea: sería el poema auténtico y único que, sin tema ni identidad, hubiera celebrado Gil de Biedma.) (¡Un diario!)

Cualquier sabe en qué termina uno convirtiéndose al margen de envejecer..

Hay indicios, sí, pero…

¿Quién puede saberlo? La imaginación no basta: tú eres quien menos entiende tu propia decadencia, eres ciego a ella.

He aquí que sale a la calle el gran justador, armado con la sola y loca correría de su pensamiento. Día 24: la tarjeta a punto de hincharse otra vez. Vamos bien. Así son las cosas. ¡Pena morirse!

Andando el tiempo Paula debería convertirse en una de esas viejas algo ensimismadas e indignas a las que les gusta vestir de rojo… ¡o de blanco comunión!

Sustituye la angustia, ese ineluctable apósito soldado al existir que señalara Unamuno, por la ironía y una especie de divertido (aunque pasivo) aturdimiento.

Disimula.

¿Cómo lo pasamos?

De categoría.

No seamos falsos: una unta su pluma en el fluido de las calles, en el vocerío de las gentes, su discurrir, dijo la guionista inflamada por el vino blanco traidor que maridaba a la perfección con la lubina y el aderezo de la exquisita sencillez de la salsa.

La falsedad es la omisión, hurtar al espectador lo que no debe verse por pretendidos prejuicios morales.

Paula: Como sucede en las novelas de Corín Tellado y en las de otros y otras de parecida relea pero mucho menos entretenidas que aquélla, donde los hombres besan apasionadamente a las mujeres pero nunca las penetran ni por delante ni por detrás…

Por fortuna, las series actuales nos muestran el mundo, la realidad social tal cual es sin escamoteos ni pudibundas elipsis, como la vida misma, como el ser humano que, merced a las penetraciones (subrayado nuestro), se sobrevive a sí mismo, se sucede, se multiplica: y haré tu descendencia como el polvo de la tierra, y si hay quien pueda contar el polvo de la tierra, ése será quien pueda contar tu descendencia.

Interior, dormitorio juvenil de la chica.

Luz crepuscular, satinada, que no permite definir del todo a los protagonistas u objetos de la habitación, pero si adivinarlos, sobre todo a los dos chicos.
Marta, desnuda sobre las sábanas. Compone una figura graciosa y apetitosa, rebulle insinuante, provocadora. A la derecha de la cámara, al lado de la cama, un espejo refleja la imagen difusa de Borja, también desnudo, con la cabeza gacha, con las manos manipulando en sus genitales (en ningún caso debemos vislumbrar el pene presumiblemente erecto del chico).

Borja: ¡Puto condón! ¡Aún me va a desinflar la polla!

Marta: Tú enchúfala como es debido. Ahora no la jodamos otra vez… (se ríe).

Voz en of: Bastaba con jodieran el uno con el otro…

Fundido en negro.

Boceto encuentra definitivamente su expresión verbal a través del cinismo y el sarcasmo, es afilado en ello, mordiente, sin complejos, pero a la vez es un cobarde que simula una bohemia intelectual y emocional que a duras penas tapa su verdadera condición y su cómodo tejemaneje, digamos, profesional: aferrado a la tabla de salvación del sueldo mensual del funcionario docente: el día 25 de cada mes tira de la cadena del váter y tiende la mano. A rodar.

¿Un farsante? Ni siquiere tiene que reconocerlo al tercer Martini. Le basta el primero.

Un farsante sin necesidad de espejo.

Un farsante, ante todo únicamente para él. Los demás le traen sin cuidado: sus imaginaciones y conjeturas no le ayudan a respirar, y él come por sí solo, su rastro es una copa vacía tras él.

Tal vez, la maría, un poco de ácido en alguna ocasión, las anfetas cuando anduvo trajinando en la tesis doctoral, el speed (y sólo entonces) de aquel verano devastador… Ahí acaban los paraísos artificiales… salvo el pensar en sí mismo, el alcohol lenitivo, apaciguador (al menos en su caso)…, una forma como otra cualquier de gestionar la angustia, hasta el dolor, y el miedo… el mismo tiempo, el hastío o la fugacidad. Vinum laetificat cor hominis.

Y el tomo de Baudelaire bien cogido en la mano.

Embriagaos. Hay que estar siempre ebrios. Todo consiste en eso para no sentir el horrible paso del tiempo que os curva hacia la tierra. Tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como gustéis… Pero embriagaros.

Y luego, obediente, leyó una vez más la historia del español y el vino, del español y el taimado Paganini, del español y el paisano fabricante de tumbas.

Siete mil millones de seres humanos pueblan el planeta en la actualidad, y a lo largo de los cuatro mil millones de años de su existencia, y sólo desde hace varias docenas de milenios, más de cien mil millones han nacido, vivido y muerto en él. ¿Qué crees que tienes tú de especial?

Que soy uno de ellos.

Bueno, también que como Estebanillo González él era un hombre de buen humor.

¡Cómo no serlo! El tipo pasaba sus buenos rato con una mocita de pocos años y muchas astucias.

Pero también es un ejemplar único: no mejor, peor o igual: único. Siendo gemelo de uno o de cien mil millones: único. Y eso es así: esa combinación genética y molecular que le hacía exactamente un individuo. No habría jamás otro como él, ni lo hubo antes que él, aunque eso no tenía nada de especial.

¿A qué ese empeño de creer que eres tú y el mundo? Uno y el Universo. Nada hay de empeño, en realidad, es, simplemente, una presunción, la dolorosa constatación de que con nadie puede compartir lo incomprensible, lo inconmensurable, el terror de la nada de antes y después: una simple moneda en circulación.

Porque en su relación con el mundo no puede intervenir nadie más, porque en esa reflexión crucial todos despoblamos a la tierra de ellos, de los otros, que también harán lo mismo, porque eso es, exactamente, un individuo, porque… En fin.

Nadie tiene nada de especial: se es uno de ellos, vivo o muerto.

Y paseó con la mocita por las calles de París.

Presta atención a los sueños.

Anoche soñé con cuervos, pero no eran del todo negros, eran más bien de tonalidades grises.

Igual no era cuervos.

Lo eran, la voz casi de ultratumba lo corroboraba: cuervos le rodeaban tendido en el suelo (de esto último no estoy muy seguro, pues yo me contemplo de pie, algo acobardado… o quizá… ¡volando a ras del suelo!).

En su época, digamos, norteamericana, Brell el Joven, quien se creía muy especial, estaba leyendo en inglés (todavía a duras penas) The catcher in the ray.

¿Quién era aquel escritor que dijo que metería todos los personajes de Salinger, incluido el propio Salinger, en una máquina de picar carne y los trituraría con saña hasta hacerlos desaparecer?, preguntó intempestivamente a media tarde de un lunes aún soleado de diciembre Brell el Joven a Brell el Viejo.

Sería Hemingway.

No lo creo, a este le bastaría aplastar la compañía Salinger con uno solo de sus cojones sin necesidad de utilizar una picadora.

¿Qué tienen los personajes de Salinger que tanto molestan?

Son unos marisabidillas.

¿Y esa es una razón lógica para hacer con ellos embutido?

No para mí, pero para el otro…: bocadillos de tebeo.

En fin, todo esto es tan antiguo como la maldita época de Hapworth 16, 1924 y hasta la del maldito invierno del 78.

Para el otro… capaz de matarse (un escalofrío le detiene en seco).

Entonces, durante el invierno del 78, trabajaban padre e hijo (los espíritus santos de los otros dos hermanos mandaban en arrepentimientos, acciones, reconvenciones, dimes, diretes, politiqueos tediosos hasta la rendición final de ambos…) codo con codo en la gran habitación recayente al sur, hasta que el sol en su recorrido cruzaba el ventanal y desaparecía por el oeste no sin antes haber iluminado cálidamente los centenares y centenares de volúmenes en los estantes. Una atmósfera dorada y plácida, confortable, de una serenidad analgésica pero a la vez estimulante para el trabajo intelectual, se adueñaba por entero de la estancia sagrada y todo, objetos, mobiliario, libros bañados por el resplandor de oro denso, hasta la respiración, se impregnaba de una rara mesura aun cuando hasta allí se alcanzara a oír, aunque muy amortiguado, el tráfico incesante de afuera, el trajinar callejero.

El 78, el Año Internacional del Criminal.

Brell el Viejo leía por encima, muy por encima, los trabajos universitarios del vástago ante la indiferencia (e insolencia) juvenil de este, que observaba retador a su padre. El catedrático no iba a censurar (ahora ya no) y mucho menos corregir lo más mínimo al recién universitario, allá se las apañe el novicio: incluso toleraba los dislates más extravagantes: todo arte moderno es arte de improvisación. Esa frase la pescó al vuelo. Le sorprendió algo, pero se guardó para sí la calificación. Andaba, como ya eternamente, con su Klee: sin saber por dónde tirar.

Ya puestos, podía haber escrito arte moderno de distracción, de ingenio. A punto estuvo de coger el rotulador rojo.

Pero todo esto son ocurrencias, trivialidades.

Y en cuanto se encendían las luces eléctricas, el joven Brell abandonaba el salón, tomaba una ducha, se vestía con rapidez, acaparaba sin calcular cantidad monedas y billetes del cuenco de alabastro japonés sobre la librería del vestíbulo, donde su padre los dejaba al alcance de quien lo necesitase, y escapaba a alguno de los tugurios del barrio del Carmen. El otro se preparaba un exiguo bocadillo de atún con tiras de pimientos de lata y seguía entre papelotes hasta la hora de engullir esa cena tan frugal e insípida. Luego se iba a leer a la cama un par de horas. Esta es una casa de fantasmas, se decía al tiempo que apuraba la copa de whisky, cerrando el libro, sumido en el silencio de un hogar solo de libros lleno, ausente de voces, antes de dormirse y jurarse a sí mismo que no soñaría, que no iba a soñar, que al diablo el sueño descorazonador, la pesadilla, y también el rayo mortificador y súbito de la cuchilla afilada de algún recuerdo que a traición le retornaba a un pasado del que poco o nada quería rescatar salvo librarse de sus heridas gitanas. Y se dormía con la luz encendida, a solas, cuando ya había asesinado con infinita paciencia todos los recuerdos, uno a uno, se sumía en una negritud del todo vacía, sólo la réplica de la muerte: el sueño de la nada dentro de la nada.

Padre e hijo tenían sus botines. Escondites inocuos tras las decenas y decenas de hileras de libros: La Traca, oculta celosamente por el viejo Brell detrás de los grandes lomos azules de Summa Artis, por ejemplo. Respecto al joven Brell: livianas travesuras como la superflua Candy, y su colección vergonzante de ejemplares de PlayBoy y los más crudos y detallistas Penthouse diseminados en el fondo oscuro de las baldas que permitían los libros en vertical. En todo caso, perlas para robar las había habido siempre en aquella ingente biblioteca: los álbumes plagados de damas violentas e insaciables de Eric Staton que… la madre ahora huida compraba en sus viajes a Londres y París, (y también pertenecían a su madre o, al menos, a la familia de ella, unos volúmenes descabalados, herencia paterna además de una buena cantidad de joyas de excelente trabajo de platero, Las Mujeres en la Intimidad, que sugerían toda la voluptuosidad de la época del fiacre y la luz de gas, el folletín, la querida, el arroyo…), los infantiles cromos de La Pandilla Basura, del inefable Spiegelman, propiedad residual del benjamín, prohibidos en su infancia por un prurito de decencia estética que asaltara al patriarca, y que no dudaba en confiscar las groseras viñetas a la vez que le ponía en las manos: (Tolle, lege), Zalacaín el aventurero

Irradiaba ese papel coutché, sus láminas en blanco y negro, coloreadas algunas de ellas, obscenidad tan ingenua, sensualidad tan llamativa a despecho de las apenas entrevistas morbideces femeninas, que su atmósfera recargada e impúdica, alevosa, de toscas sutilezas, trastornaba por completamente al furtivo y despreocupado de sigilos Nacho Brell.

Las Mujeres en la Intimidad

“Efectivamente, las hay que son de la piel del diablo.

Esa laxitud del cuerpo en la siesta…, la lascivia de la hora.

A nuestros suscriptores:

Estos portfolios en excelente papel coutché, sin denigrar a otras publicaciones, son los que más resonancia tienen y mejor acogida encuentran en el público. Éste sabe muy bien lo que se hace. Entre comprar un libro ñoño de poesías modernistas donde unos cuantos vates decadentes torturan su ingenio para no decir nada, ó comprar un cuaderno de LAS MUJERES EN LA INTIMIDAD, el público ha optado por lo segundo. Todo lo que no sea espaciar el ánimo, es perjudicial y contraproducente. Estas publicaciones tienen una misión que cumplir en la bibliografía moderna. No todo ha de ser enrevesadas filosofías y retóricas gongoristas que en vez de distraer aburren y á veces son perjudiciales. Para completar la serie de conocimientos humanos que en la vida son indispensables, estos portfolios son de un valor indiscutible, porque conocer á LAS MUJERES EN LA INTIMIDAD es una de las ciencias más precisas. Crean ustedes que el que conozca bien á las mujeres tiene noventa probabilidades contra ciento para no llegar á ser víctima de ellas. Y si estos lujosos portofolios SUPERSICALÍPTICOS vienen á cumplir semejante misión, crean ustedes que hay que reconocer sus méritos y su utilidad. ¿Verdad que sí?

El sueño de una soltera (empezó a escribir pre-Boceto en uno de sus cuadernos escolares destinado a albergar sus obras maestras de literatura erótica):

   “Sobre poco más o menos, todas sueñan lo mismo mientras llevan una mano a la entrepierna..

   “En esas cabecitas de rizos rubios como el oro, o de bucles negros como el azabache…”

A los doce años, mientras sus hermanos entraban y salían de la Librería española de la calle del Sena, en París, y provistos de barbas bien granadas se dejaban ver por el entorno de Ruedo Ibérico, el mamífero-carnívoro pre-Boceto ya había descubierto la biblioteca secreta de su padre. Rechazaba con impaciencia las novelas francesas e inglesas sin grabados ni ilustraciones. Iba directo al grano, con la polla en una mano y rebuscando con la otra en las oscuridades de detrás de los libros.

No tardó en darse de bruces con el diluvio universal.

(Tolle, lege), decretaban los padres agustinos, y, previo pago obligado, depositaban en las manos pecadoras y adolescentes de Brell Gay y demás caterva masturbadora de sus condiscípulos (4º-B) Energía y Pureza, libraco infame perpetrado por un chiflado húngaro obispo y castrador, que auguraba para el gran masturbador daliniano además de la locura y la ceguera, el desprecio de Dios y un triste final:

Manchado y viscoso por la lujuria incontenible jamás entrarás en el Paraíso.

Mira tú, en cuestiones de sexo estando ese paraíso inagotable en la tierra, ¡háblame a mí del otro…!

Que te den.

Él, que debería ser presa fácil e inerme de las páginas de Stevenson, el capitán Marryatt, Poe o incluso perdido de la mano de Oliver Curwood por los grandes espacios de los bosques del norte y las tierras del hielo o en busca del oro imposible de Jack London que zascandileaba más o menos por los mismos espacios.

Y… ¡pobre Séverine!

Ya la había olvidado.

(Tolle, lege): y un día la mano pecadora saca polvorienta y ajada por el tiempo más clandestino la excitante L’Academie des Dames de detrás de los tomos de la Británica, y otro día desempolva Histoires D’Hommes et de Dames inocentemente disimulada entre la Histoire de la Littérature Française de Lanson y Histoire de l’écrit, y otro día hinca en Les livres d’Enfer, y una mañana ociosa de pleno verano se ocupa con verdadero frenesí de Memoires of a Woman of Pleasure, y una tarde, a solas en casa, cae en repetidas postraciones con Fureurs Utérines de Marie Antoinette abierto a toda página sobre el regazo, y otro día vuelve a yacer con Fanny Hill, y una noche revive con absoluta crueldad La filosofía en el tocador (Dolmance: “Me gusta que hayas dicho “pecar”, querida niña, porque es un placer tan grande como el joder. Al fin y al cabo, cualquiera puede joder, pero hace falta ser un libertino auténtico para encontrar también placer en hacer el mal por gusto.” Eugenia: “Pues eso es precisamente lo que quiero.” Saint Ange: “¿Qué crimen, nenita? ¿Un robo? ¿Un asalto?” Eugenia -sonríe perversa-: “Un asesinato.” Dolmance: “¿Empiezas muy alto tú, no?” Saint Ange: ¿Y ya tienes una víctima?” Eugenia -sonríe con mayor perversidad aún-: “Mi madre.”), y descubre, pero como ardillita astuta, deja en su escondite para el tiempo de escasez, The Lustful Turk, The New Epicurean, Les onze mille verges, Les Chansons de Bilitis, Histoire de l’oeil, el Sade completo escoltado por una docena de tomos de La Pléiade, y más atrás las Normas y Tesis del manual de Urbanidad para Jovencitas… Somera lista que sepultaría en el más hondo y definitivo olvido las taimadas intenciones del reprimido magiar por hacer del pequeño Brell El Escudriñador un eunuco funcional.

Poco después, tampoco requería del grabado o la ilustración para abundar en el conocimiento profundo de las mujeres: leería de un tirón El amante de lady Chatterley y curiosas traducciones argentinas y mexicanas de las novelas de Miller y Durrell y el diario secreto de Anais Nin a la vez que, por increíble que le pareciera a su padre cuando se lo confesó años más tarde entre risas, también metió la nariz en los infumables desvaríos de El Caballero Audaz y demás tropa sicalíptica de los años veinte y treinta españoles.

Ninguno de ellos superaba el momento ese cuando Henry Miller le pone la polla delante de la boca a Anais Nin y ella, sin acertar a decir nada, escandalizada (ella, que lamía el sexo de June como si en ello le fuese la vida), a diferencia de Lady Chatterly, que cumpliría debidamente con Mellors, se levantó de la cama como si le hubiesen golpeado con un látigo.

Aunque no desdeñaba alguna incursión de cuando en cuando en el abundante material gráfico pretendidamente artístico que atesoraban algunos anaqueles más al alcance de los ojos, precisamente por esa presunta condición estética que se le atribuía a sus artistas, como por ejemplo la prodigada por Beardsley (de quien manosearía una y otra vez The Yellow Book), los dibujos a tinta de Martin Van Maele, las aguadas de Rodin o las secretas acuarelas de Renoir o las más desmelenadas de Grosz y hasta las absolutamente anatómicas de Egon Schiele:

penes desnudos y erectos, mayestáticos, vaginas abiertas y clamorosas, rosadas como boca de serpiente, labios rojos de Eva.

Libros de papá y mamá, notas de papá, libros de JD., libros de Fiodorov… Ya es tiempo de que aprovisione con una modesta aportación la biblioteca familiar, se dice el benjamín.

(En 1986, su padre aun coló de tapadillo Opus Pistorum, tras los volúmenes de los trópicos y la trilogía rosa, unas pulcras ediciones de Alfaguara de hacía casi diez años, manoseados por todos los de aquella casa a su debida hora.)

1979. 17 de Diciembre. Lunes. 18,45.

No hace frío. Una tarde, ya del todo anochecida, pero nada invernal. Se enfunda la Artic-Parka marrón de Woolrich. Ha sido su regalo navideño, así que no desaprovecha la ocasión de exhibirla.

Habrá que compensar.

Librería París-Valencia, calle Pelayo.

Lo que vale un nobel.

175 pesetas.

¿Tenéis algo de Odiseus Eulysis (sic)?

Lo tenemos… pero porque interpretamos tus errores parlantes como buenos libreros que somos, novicio lector desalmado y chapucero.

No entiendo.

Espera y verás, trabucador.

Qué patente lo incomprensible.

Regresó a casa lo más aprisa posible.

Padre, gran presente te ofrezco.

Dime, mierdecilla.

Su padre cogió el libro de salmos, delgado, breve, será poesía… Lo confundió con un poeta religioso:

¿Elytis?

Lo era, como Klee, Rothko… de esa estirpe.

Consumatum est!

Su padre no era predicativo. Nunca lo fue.

Apáñatelas como puedas.

Paradójicamente en arte sólo sería lenguaje el denominado abstracto, aquel que se hallaba libre de referencias visuales y formales reconocibles, por cuanto el arte representativo sería una imitación sin más de la naturaleza e incluso de los sentimientos y emociones que ésta nos inspira. El realismo se apropia de mecanismos de percepción y desciframientos ajenos, contrastados y perfectamente asumidos, en tanto que el arte de la abstracción elabora una nueva sintaxis, estructura un entendimiento de su guirigay formalista y matérico cual una nueva escritura cuyo discurso inteligible descansara asimismo, provocativamente, en la tríada del sujeto, verbo y predicado.

¿Qué me dices de las declinaciones?

Si me acercas ese lápiz soy capaz de señalarte el lugar exacto de las cinco en el puto cuadro sin miedo a equivocarme.

¿Qué me dices de la muerte del arte?

Nadie sabe lo que es la muerte del arte. Lo que está muerto es lo que realmente ha desaparecido: las máquinas de escribir, los abridores de lata, los tubos catódicos de la televisión, las cabinas telefónicas, las cintas magnéticas, el dos caballos, los celtas cortos, la revista Triunfo, tu padre, tu madre, hasta dios desapareció en cuanto cumpliste siete años… Lo que sucede es que hemos vuelto al hombre de las cavernas. Eso es todo. La misma oscuridad, el temor a la magia… digital o a la propia y más desmesurada de la naturaleza.

Apáñatelas como puedas. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?

Te vas, al cielo o al infierno, pero te vas.

(Con la misma gracia con la que has venido.)

Un día te vas adonde nunca estuviste antes. Adiós, adiós.

Uno mira más allá de la noche… y no encuentra nada, salvo más astros y más vacío en las otras noches. Entonces, mira dentro de sí… Y también en azul, casi negro, porque uno eso es lo que quiere: azul (cuajado de estrellas) descubriéndose en el fondo de la noche.

¿Por qué este lenguaje y no otro? ¿Esta forma y no otra?

Por su correspondencia, solamente por eso.

¿Correspondencia?

Puedes llamarlo contenido. O un sueño.

Llámalo sueño.

Sueño… Entonces, lo llamo sueño.

Sueño. Con los ojos abiertos.

En seguida aprendió lo que debía llevar entre manos: en lugar de Siddhartha, Miller; en lugar de Updike, Mailer… Quevedo en lugar de Góngora. Y un baroja por dos galdós. Lo quieras o no toda cultura es intercambiable.

Hasta donde pude, disimulé lo que realmente había que disimular: eres exactamente, más que un individuo, un bourgeois.

Mientras él leía Las inquietudes de Shanti Andía...

Sus hermanos…

Si uno buceaba con su francés de bachiller Le Nouvel Observateur (JD.), el otro ya oficiaba de bombardero con Triunfo en la mano atrayendo con ese culo en colores a otras y otros incendiarios vestidos de pana, jersey de punto grueso y botas militares.

¿Y nuestro pequeño Brell?

Reunió a lo largo de su infancia y primera adolescencia cerca de 3.500 piezas de Lego, pero todo lo que construía a lo largo, ancho y alto presentaba formas irregulares, estructuras raras, figuras imposibles, desatinos asimétricos…

(Velaba el cristal con su aliento, dibujaba una geometría no euclidiana, impensable, que nada representaba, al menos a nada conocido. Luego, todo se disipaba y el cristal recuperaba su virtud transparente, su, digamos, pureza: Así la tierra, pensaba de mayor, de irrecuperable ya, cuando todo ser vivo, animal o racional, desaparezca de su superficie.)

Las inquietudes de Shanti Andía…: Las condiciones en las que se desliza la vida actual hacen a la mayoría de la gente opaca y sin interés. Hoy, a casi nadie le ocurre algo digno de ser contado en papeles…)

… sus hermanos entraban y salían de las dependencias de la Brigada Político Social una y otra vez, una y otra vez…

Un bucle muy irritante.

 (…) Puesto que trabajando en común cada uno teme trabajar más que los otros… Este temor de trabajar un poco más llega a su más alto grado de comicidad (quizás hasta de tragicomedia) cuando el autor relata cómo las mujeres que viven en una misma casa poseen enseres domésticos comunes y pertenecen a una misma familia, lavan cada una de ellas la parte de la mesa en la cual comen; o cuando ordeñan las vacas por turno para recoger la leche para su niño.

Mis hermanos estaban locos, le aseguraba al terapeuta, que le miraba impasible.

Qué te parece.

Eran comunistas. Lo fueron siempre. Una etiqueta, una camisa de marca.

(Una moda.)

¿Y?

Uno se mató y al otro lo sepultó la tierra. Nada, pues, ha podido crecer de ellos.

Hijos de su época.

Aunque, quien sabe, quizá del tragado por la tierra algún día germinen zanahorias, berros, una lechuga, unas haberas…, todo es posible.

¿Y usted?

Pche (resabio de exclamación de las lecturas de Baroja).

Algo creerá acerca de usted mismo…

Un optimista al que todo le sabe a mierda y no le importa morir: si en estos momentos cayera una bomba atómica (o dos, o tres) sobre esta ciudad, yo sería el único apestoso superviviente… Soy una especie de Ginko Biloba.

Resulta usted muy ingenioso como argumentista, aunque algo presuntuoso.

¿De veras se lo parece?, replica con una pedantería irritante al tipo de la pipa, quien, si se lo propusiera, no tardaría ni un segundo en hacerle llorar.

Sin embargo, yo le tengo por un espíritu quebradizo, pronto a romperse a la menor contrariedad, a estallar en mil pedazos. Es una sensación que no puedo evitar cuando lo tengo frente a mí. Supongo que este estado suyo será algo provisional… aunque veo que se alarga demasiado. En usted todo parece estancado. Una charca maloliente, si quiere que le diga, y sí que quiere, porque le conozco muy bien y sé que le interesa, por tanto desconocerse a sí mismo, todo lo que le concierne. En todo caso, ha tenido mucha suerte, mucha más de la que hubiera merecido su cinismo y el sarcasmo con que disfraza su apatía moral o de cualquier otra clase. Jamás ha tenido problemas económicos ni se ha visto asediado por ninguna intemperie, su familia le ha amparado en todo instante y la huida de su madre, en el fondo, le trae al pairo. Tiene el trabajo cómodo y haragán por el que siempre suspiraba. Tiene todo el tiempo libre del mundo, y la conciencia en paz, incluso la tiene bien acallada en el asunto de Hanna Schmidt. El clásico tipo que no deja que nada alborote a su alrededor. Nada de enredos, a pesar de que usted se las apaña muy bien para enredar a los demás. Su matrimonio funciona, probablemente funcionará siempre; tanto su mujer como usted son unos pactistas, saben lo que quieren, y lo que quieren ya lo tienen, no hay por qué cambiar los muebles de sitio. En cuando a sus hermanos… se valió de ellos mientras pudo. Pero eso fue todo. Si uno resucitara, y el otro asomara la cabeza por algún agujero, no le sorprendería nada. ¿Qué hay? ¿Ya de vuelta? En fin, amigo, tenemos mucho trabajo por delante, si es que no se le ocurre dejarlo a medias, como casi todo lo que emprende, me temo. Por hoy, hemos terminado. Hasta el jueves que viene. A la misma hora. Y, por favor, la próxima vez que venga quítese de encima esa capa de caolín con la que se mueve usted de un lado a otro. Deje las plumas más brillantes de su guardarropía mental para ocasiones más prometedoras. Aquí no hay nada digno de provecho. Al menos nada de aquello que usted pueda creer que cotiza al alza. Y el ingenio, a la escupidera, dorada o no, que para eso sirve.

No sé si creerle. Y aunque así lo hiciera, ¿qué importa eso? Sobrellevo bien esta tragicomedia desde que adquirí uso de razón.

Hoy por hoy, en su vida sobra usted, amigo, y eso es imposible, desaparecería. Habrá que ser original, arreglarlo de algún modo. y el único que se me ocurre de momento es sacarle los cuartos todo lo que pueda en cada sesión. Así aprenderá a tomarnos en serio… a los dos.

Trato hecho.

Quid pro quo.

Y no se le ocurra investirse con la gravedad del comulgante. Durante mucho tiempo esto va a ir manga por hombro.

Estamos en agraz.

Por mucho que corra, no es el futuro lo que se estampa contra sus narices, sigue en el presente.

Más que escribir, por encima incluso de ello, me interesa ese artilugio, la Xerox Document Binder 120: le engulles tus paridas escritas y, previo pago, te las devuelve por la ranura de abajo en forma de libro: impreso, encuadernado y listo para el anaquel… ¿De quién?

Salió a escena: ¡autor, autor!

El nombre, la imagen, el rostro.

Guardaba todos sus libros en interminables y polvorientos anaqueles… ¡escondidos en una cripta!

Que nadie los mancillará… ni leyéndolos.

Disfrutaba perdiendo el tiempo. Un verdadero intelectual: ¡El sol, el sol!, exclamaba Sartre ya al final de su vida, cuando un rayo de luz atravesando la ventana se vertió sobre el escritorio, sobre los papelotes garabateados… Y era suficiente con eso.

¿Qué día es hoy?

Martes.

Quien lo diría.

Pues habrá que ir un par de horas a la facultad y soltar el discursito. ¡Que remedio! Panem lucranda.

Encerrado en el gabinete de trabajo. ¡Qué hermosa definición! ¡Qué de resonancias mágicas, sugeridoras, tan placenteras! ¡Qué lugar fantástico y acogedor! ¡Qué refugio lleno de reposo, imaginaciones, secretos…! El escritorio de noble madera, la elegante biblioteca, la chimenea de piedra, las alfombras suaves y señoriales que amortiguan los pasos, la estancia perfumada y sólida, la copa de burdeos en la mano, entrada la noche…

¡Qué tipo!

Es como el otoño, de mucho matiz.

¿El futuro, dijo?

No te ayudaría nada estar en el futuro: tu presente sería el pasado, al que tanto temes y te repugna y querrías olvidar por completo.

No es tan ingenuo de protagonizar imágenes suyas que le rescaten de su absoluta mediocridad, sólo debida a su inmensa pereza y a su desgana vital. Así que, no se contempla en el fondo ambarino de la copa, no se descubre de perfil en las sombras de su habitación en penumbras, no se cree diana de las asechanzas y corrupciones de un mundo hostil y en constante enemiga con él. Es, simplemente. Sólo es.

No se interroga demasiado sobre sí mismo, no se piensa de él como un acto fallido… Las cosas suceden. Eso es todo. Déjalo correr.

Imperfecto.

Incorregible.

(Olvidable del todo.)

¿Mis padres?

Tuvo que tenerlos.

Al menos, una madre…

Buena gente. No me metieron en una cesta y me dejaron a la puerta de un convento de monjas un frío día de enero al filo de la medianoche. Apechugaron como era su deber. Fui creciendo. No lo hicieron del todo mal… Hasta que…

Un barco a la deriva sin tierra ni horizonte a la vista.

Naturalmente, sin ni siquiera en la mano un mapa de toscos trazos que revelen el escondrijo donde se oculta el tesoro en la isla maravillosa.

Ni tampoco una rosa de los vientos que no te mienta, que te haga creer en lo inimaginable, que sí, que el horizonte no es invisible, y se toca, puedes untarte con él, tan etéreo que parece más allá de las aguas, que sí.

Pues ese viaje es toda una aventura. Sólo le falta una botella de ron debajo del brazo, un parche en un ojo y una pata de palo. Y doce años recién cumplidos.

A los doce años es cuando puedes asombrar al mundo: rebatir al sumo sacerdote, confundir al sabio, avergonzar a los dioses, hacer temblar los cimientos de todos los templos.

¿Cómo te llamas?

Jesús.

Pero ¿tú no eres Nacho, el pequeño de los Brell, Ignatius Brell el Joven?

Arribar, al menos, a playas desconocidas, doradas, verdes, azules.

(A solas, sin moverte de la cama.)

(Como por ensalmo.)

¡Qué niño! ¡Qué fenómeno!

Brotó de las entrañas de la tierra y rompieron el molde.

Su aspecto engaña, crudo y suave, acariciante: debería llevar un cartel golgado del cuello: ojo, que muerde.

Un niño que desde muy pronto supo dar importancia a los aspectos fisiológicos del ser humano: necesitaba olerlo todo, tocarlo todo, enredarse en todo.

Da gracias a los dioses de tanta magnificencia, de los dones, de la acción, de tu inaudita e infinita imaginación.

Eres afortunado, se dice con la vista enmarañándose con el laberíntico y tremendo ficus del Parterre, frente a unas raíces monstruosas que continúan inspirándole la misma fascinación hipnótica que sentía en su más tierna (sensible) infancia.

He tenido suerte, piensa, y se imagina oculto en alguna oquedad del tronco, invisible en lo oscuro y hondo de alguna grieta de la desmesura arbórea, los pasadizos sombríos, subterráneos, húmedos, intrincados:

¿Mis padres? Buena gente, hasta que…

En fin, qué podemos decir.

Y en una época que… Lóbrega, lóbrega.

Todo favorece al hombre de negocios, al emprendedor, al tipo que invierte bien en el horror, en el goce, en el deterioro físico y mental o en el ocio. El mercado todo lo convierte en un activo, financiero o industrial. Échale la zarpa.

Hoy, pongamos en el arte, aunque andando el tiempo también será en cualquier sector, el de alimentación por ejemplo, se vende hasta la mierda, y no a escaso precio. Cotiza lo suyo.

Sabe, son múltiples las manera de beneficiarse de la crueldad del mundo, del azar pernicioso, de la triste condición mortal de los humanos con fecha de caducidad.

¿Tu padre no era vendedor de camiones?

Eso fue hace un siglo. Ahora se dedica al miedo. Tiene una agencia de seguridad estructurada en dos divisiones. En una de ellas, la social, lúdica y comercial, así podríamos denominarla, se integran cerca de cuatro mil agentes, informadores y vigilantes armados dedicados a mantener el orden sea como fuere en bancos y entidades financieras, en centros comerciales y salas de espectáculos, en cines y teatros; en tanto que en la otra, dedicada en exclusiva a la protección  y prevención del crimen cibernético, la componen cerca de dos mil informáticos y analistas cuyos emolumentos se cifran en la cantidad de veces que bloquean los ataques de los hackers, de ahí los excelentes resultados contables y empresariales de la división. Bien sabes que los terroristas se han adueñado del planeta a través de un fusil de asalto, de un ordenador o un teléfono móvil, que tanto da. El golpe puede alcanzarte en el sitio más insospechado (en el avión, en el tren, en el autobús, en la terraza de una cafetería, en una discoteca, en tu cuenta bancaria, en tus archivos electrónicos más íntimos, puede esconderse hasta debajo de tu cama con el alfanje en la mano…)

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