domingo, 15 de mayo de 2011

Una academia (53)

Qué será lo de delante? ¿Qué debe esperar éste, V.v.G., cualquier otro, cualquiera ya sin embelesos? En esos momentos no querría marchar nunca de esa casa de viejos y fuego agonizantes, con rincones y esperas en trucos con la muerte. Mañana sabe lo quiere: saltar del lecho con la primera luz, sentir el agua fría y el olor de la tierra renacida. Después sólo sabe que no quiere abandonar jamás ese lugar entre montañas cubiertas de árboles que le susurran al paso un habla tranquila y distinta cada vez. Luego (unos años antes, unos años después) querría estar muerto, muerto del todo sin pena, ni pesar ni dolor, sin nada, olvidado y sin tumba, sin huellas, borrado para siempre de cualquier buena o mala memoria.
¿Y Silvia Jara? Mucho tiempo no faltaba para que comprendiese que de ella y sus cualidades, de “ello”, de “aquellas causalidades”, podía haber nacido la pintura moderna de hacía cien años, el símbolo de una forma nueva de expresar los sentimientos por medio de la naturaleza y su correspondencia en el cuadro.
B. (abismado en el otoño) recrea esos días negros de invierno, o azules y fríos, como si, cerrados los ojos, le fuese posible mirar el caos del tiempo (la misma vertiginosa espiral de fragmentos discontinuos que pueblan los sueños más agitados). Está en esos días como si viviera dentro de cien años o descansara al final después de haber vivido cien años. El, ahora, ya es un inútil en su época de profusas culturas y plurales galimatías... Qué desengañado... ¡Qué dispendio su sangre!
Pues ¿no se engañaba siempre, cada día, al despertar?: está uno en el tiempo, un sucio júbilo de soles y noches, de mañanas alborotadas y desmayadas tardes, en un silencio siempre que parece suspendido en la tristeza...
¿Cómo no saber inmerso en esa penumbra hiriente de luz densa, eléctrica y triste, amarilla y roja a veces del fuego, que el final está ahí mismo, que todo estaba ahí mismo, hasta el mismo principio?
Desaparecerá Montes, sus casas y sus muertos bajo las aguas malolientes y estancadas de un falso lago miserable, morirá Beyle, la ausencia de las viejas ni va a notarse, un recuerdo lejano en la memoria colectiva, sin dejar más vestigio que una descendencia dispersa, ellas que fueron duras como la roca, dando hijos anónimos a la tierra y a la época como tremendos apéndices de ellas mismas, y luego quebradas por el sol y el agua, el viento y la nieve, el trabajo y los días y silenciadas al remate por una muerte desganada, fría e indiferente, diabólicamente larga. ¿Sabe B. acaso el lugar suyo o el del mundo? Se aposentan las cosas en el tiempo, hasta la propia tierra. El vértigo disfrazador de los afanes y las ilusiones oculta que todo se cifra en la suma de soles y lunas que constituye la vida de cualquiera. No existe otro relación con la naturaleza, espejo de la imaginación, que una actitud sumisa, hasta plebeya.
B., callado y contemplativo, ahí después de todo, bajo la mínima luz que arroja la bombilla desnuda y sórdida, en el umbral de otro invierno, entre fuegos apagados y viejos moribundos y resignados a un final sin dioses ni resurrección de muertos. B. cree en muy poco; vive como en un doble fondo. El es lo que imagina en su mundo real o ideal. Lo sabe sintiendo cerca el aire blanco y cosificado del estertor del viejo de al lado. (Le roza la manía, el pensamiento latoso del solitario o del loco que puede ser el suyo un día maldito.)
Silvia Jara, que es de la tierra, nace de la forma espontánea como nace la planta. B. sólo engendra curiosas expectativas de nada. No puede modelar el aire (ya le cansan los sueños), ni concebir un nuevo color, no puede pintar porque su alma es más importante, más grande o más pequeña que lo que pueda expresar por la pintura, un arte que requiere pasión y equilibrio y fe, pero también orgullo. Querría aferrarse más y más a la realidad, zafarse del ensueño. En esa atmósfera grávida de humo, de agonía y olor rancio se cree ya humilde. Ha aprendido a ver una forma sencilla, un color simple. El ocre, por ejemplo. ¿Para qué más?
Pero... ¿no había querido él un día desbaratar el tinglado? Todavía en el verano, mucho antes de ahora, fue a descubrirla. Verla definitiva, sin veladuras.
Abandonó la casa y el pueblo antes del alba. Subió a la montaña con las estrellas en el cielo. La luz de una luna inmensa y desfalleciente iluminaba los caminos. Cuando alcanzó la cumbre se escondió entre piedras y matas húmedas de rocío. Sabía de sobra a qué hora venía ella a abrir los corrales...
Amanecía. Lentamente se alzaba el sol entre un resplandor rojo y verde, por la parte del mar, lejos de allí... La descubrió acercándose a paso ligero (una figura... borrosa, paulatinamente se define) desde la senda del Sur. Sintió un vacío por dentro, como si poco a poco fuese ahuecándose, quedándose sin nada. ¡Iba a quedarse sin nada! De un momento a otro, la tendría delante, de carne y hueso. Le venció el temor: a punto de desprenderse la cara de ella de nieblas y suposiciones cerró los ojos, hundió el rostro contraído por la angustia en la hierba alta y fresca de la primera hora de la mañana. Permaneció inmóvil hasta que ella desapareció por completo confundida entre el rebaño y los árboles de las laderas próximas, adentrándose en los pinares que conducían a los llanos verdes por el pasto . Sólo entonces levantó los párpados y cesó su agitación...

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