martes, 10 de mayo de 2011

Una academia (52)

En el invierno...
Se trunca la visión: encerrada en interiores, dibuja mal entre los hermanos y los padres. Se asoma: un poco de tierra, un poco de hierba, un poco de cielo azul, adentro el color de la vieja silla envuelta del aire sucio y espeso del hogar, afuera la colina pelada que mira al Este. Se ha estrechado la mirada, todo ahora son supuestos adquiridos que no puede contrastar. Siente que vive como prisionera en un cielo de nubes monstruosas y una noche fría y muy larga.
Se retrató a sí misma. Se pintaba a sí misma... ¡y no se gustaba! Se veía mejor en el paisaje y los colores que aquél le imponía. En la recia casa de piedras envejecidas, grises y ocres, negras, aislada en una sierra que es un plano casi magistral azotado por el viento, se figuraba a B. pasando sus noches entre viejos junto al fuego, como si él mismo fuese un viejo. Cuando se encontraban en la montaña, lo imaginaba más cerca de ella, ya con ella. Un día tendría que ser así. No puede explicarse cómo B. soporta un retiro tan pobre y desnudo ahora, en los días de ahora, cuando... Ya habría tiempo de sobra para ser viejo en la vida... solo, o con otros viejos, con ella, que sería al pasar de los años vieja también.
Intuía las escenas de un B. ajeno al monte, y lo simplificaba en actos elementales. Intentó dibujarlo de memoria. Siempre le resultaba difícil recordar sus rasgos, y la vaguedad que resultaba de ello en el papel la asustaba. ¿Pues que no será real? Este se desvanece como el humo, o es como el aire, nada. El jamás le había visto la cara a ella; ella, a él, algunas veces, siempre de lejos..., pero ahora no se le representaba bien. Hastiada de su eterna veladura, lo que hizo de veras fue retrarse ella misma mientras plasmaba en la tela cualquier cosa. [“Seguramente el retrato se parece al retratado, y seguramente también al artista.” Cit. hallada (y tomada) en el trab. de L.A.B., hacia el 84..., texto para su Ts., urgente, hasta precipitado...]
Sin advertirlo ella en ningún momento, el modelo innecesario de “lo otro” devenía creación plástica autonomizada por sus propios valores pictóricos intrínsecos, pues la referencia (B., ella, el paisaje) era una mera excusa de probabilidades infinitas. [Estimulantes atropellos: uno, de la cuadra Brulard, ya prestigioso -anda por estas fechas, 10/2005, de la mano de F.R., vendiendo mucho, en París y Berna, muy ensalzado...-, me ha pintado el ojo rojo (y se ha comido el otro), mi cara se ha roto como el cristal en mil pedazos amarillos y negros..., de mi boca ha hecho un rayón, ¡oh, finalmente ha desaparecido mi nariz!] El tema propiciaba el acto creador, pero en una manifestación gozosamente rebelde, con una libertad anarquizante y hasta nihilista: el modelo, el paisaje, el ser humano en la pintura eran la excusa fundamental para inmiscuirse a las bravas (pero con la fiesta en paz) en un mundo sin dioses que celebrar. Obligada por el invierno, esa relación con la pintura, aún de caballete, le invitaba a explorar todo lo gran desconocido.
B. no tardó en calibrar de excelente el grado de evolución de esas nuevas pinturas de interior.
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Los cuadros iban amontonándose en el corral como un suceso extraño. Surgían de una fuente original de inspiración inagotable. (¿Cómo iba a protestar aquel antiguo pintor hambriento, maldito y suicida?
La conclusión estaba próxima.
[Hubo un cuadro en especial: “Las viñas rojas”... le dio un toque muy femenino, era lúdica la pintura... Podría fascinar si unos ojos inteligentes de mujer...]
La insistencia estaba de más.

B. no deseaba apurar hasta límites desconocidos la farsa. La pesadumbre que le infundía el invierno cercenaba sus precarias ilusiones. Se postraba en un estado lamentable de inanición. Parecía resignado a cualquier miseria. Sepultado entre mantas viejas, tendido sobre los travesaños podridos de la cama que rozaba el suelo frío y húmedo... y más de una rata rondando entre los pies.
“Sin dinero, con muchos años ya. Creando espectros... Debe estar todo perdido.”
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La mirada de B., libre de la mental digresión, vuelve en sí del ensueño, recobra el brillo al comprobar que el fuego se ha consumido por completo. Rebulle en la silla pequeña, estira las piernas entumecidas. Mira en derredor los mustios colores que desvela la luz eléctrica. No es tarde, aún no es medianoche. Los viejos siguen dormitando. Observa el rostro de piedra de Beyle, con el torso inclinado casi del todo hacia el regazo, vencido y ladeado sobre un hombro el frágil cuello, con la colilla apagada pendida en los labios secos e inermes, la boina polvorienta, el... Una ráfaga de aire frío penetra desde algún sitio, le hace estremecer. “Debo marcharme”, se dice amodorrado. “Despertar a estos viejos, dejarlo todo en el buen orden hasta mañana. Acabar sin alma en la cama. Dormirlo todo, esperar la gracia bendita de no despertar jamas hasta que todo sea diferente a lo de ahora...”

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