jueves, 19 de mayo de 2011

Una academia (54)

La verdad podía herirle hasta matarle. Siguió allí durante horas y horas, y era como un malestar creciente del alma, como si el profundo decaimiento no fuese cosa del cuerpo. No sentía hambre ni sed... Estuvo sin moverse, afligido y derrotado, mientras la amargura le reducía hasta la resignación. Cuando a la caída de la tarde volvía ella entre tintineos y sombras alargadas subiendo una quebrada, gritó ya consolado, con alivio, a voces destempladas le advertía que estaba allí, que ya le esperaba, que acababa de llegar. Y se volvía de espaldas. Y cerraba los ojos, por si acaso. Y así estaba más a gusto.
Fue esa tarde un diálogo temeroso y trastocado desde el principio hasta que de nuevo la noche lo empujó abajo hacia la espera del día siguiente, sin que en ningún momento lograra reparar el efecto pernicioso de la osadía malograda: ahí se quedó a espaldas de ella bien escondida, mudo, sin saber la otra qué decir ante el silencio precavido y obstinado de él. Pagó caro la ocurrencia.
Ya en el desvelo nocturno, tumbado en la cama, todo se le antojaba a B. un asunto de locos... No, se decía convencido, lo mejor por acontecerle en ese futuro que se desgranaba poco a poco cada mañana aparecería ante él cuando abriera los ojos al amanecer, de nuevo, otra vez... Y, así, le llegaba el sueño.
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Sueña B. que ya está ella en el lugar debido, donde no es mala la exaltación. La razón, a modo de contrapunto, corrige una sabiduría natural. Se acrisola la conciencia, libre y espontánea, allí donde todo lo que la tierra refleja es diáfano, rotundo, distinto, bello o feo... No es una realidad lamida, retocada, falaz, de efectos ilusorios, una estampa de pompier, trompe-l’oeil... No hay engaño bajo la potente claridad (la luz hace la pintura, el ojo...).
Mirar al sol cara a cara, sin temor pero sin aspavientos. La violencia que sufre la mirada conmueve las vetustas reglas de un comedimiento pusilánime. ¿No ha de alumbrar una epifanía inesperada?:
Ha entendido que la pintura es un arte de ofrendas, sinceras a ser posible. Ante la audiencia del monte callado (sólo el canto de la cigarra, el crujido de la rama seca, el piar de un pájaro o el fluir del agua entre piedras y remansos, el viento entre las hojas), surge una especie de lenguaje hecho de ancestrales festividades. Requiere la mano, el seso, los ojos: la fe de un alquimista febril que creyera en el tiempo fraguado hacia atrás, hasta el primer pensamiento del primer ser humano. Haced pintura de esa naturaleza con manos de gigante...
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Vio una vez en el bastidor la tela a punto de ser pintada: la había empastado con blanco de albayalde, trazando, como un escultor, relieves en la textura, enriqueciéndola de verdadera tierra antes que fuera en el plano otra tierra simulada merced al color, robándole descaradamente sustancia a la naturaleza y convirtiéndola en materia de ficción, y luego, en un punto aquí, en otro allá, un amarillo cierto, un verde de calidad distinguida, una imagen que desmiente los lindes de la magia del arte de la representación.
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Quien pinta ya ha llegado a ser el cuadro.
Coge con sus manos un puñado de tierra, mezcla la turba con los grumos de color, la fija con la espátula en la tela (que es otra realidad), sus manos quedan enraizadas para siempre en la única verdad del cuadro auténtico, que huele a tierra y humus, a raíz y planta, y también a esa cosa tan viva y tan rica, intrigante: a óleo y trementina, al olor sutil del lienzo.
[Brell (otro) de nuevo. Surgido ya de la niebla...]
En ese punto comprende Brell que ya todo está: Jara no puede traspasar más allá del cuadro. No sabe lo que hay después. Ninguna aflicción (que ella es la más despreocupada de todas las criaturas que B. podía concebir) puede conducirla a una desesperación fatal.
El talento es ajeno al acto desesperado. El talento es feliz: delibera, se rebela, no se engaña. A veces, el desconcierto nubla la comprensión y la paz del artista: frecuenta regiones llena de imprevistos, él se lo ha buscado, así que ha de saber organizar la mirada, y si va más allá...
Si Jara/V.G diera un paso más adelante se extinguiría la luz (trabajar con la puerta cerrada, cegado el sol...), rendiría culto a la forma, a una apariencia de creación ensimismada, su pensar sería paradójico, barroco, se abstraería en metafísicas. Su transgresión no ha alcanzado el límite de lo irreparable o el arrepentimiento. Artista maravillado o sobrecogido por la emoción que inyecta una mirada curiosa, sencilla y sabia. Y ella (y aquél), que está tan lejos de cualquier camaranchón intelectualoide...
Pero, dice éste...: “El color es más real en el cuadro que en la naturaleza, recobra un vigor extraordinario en la tela impoluta, lo puebla de todos los matices y rarezas que aquélla, madre tierra, podría proporcionarle. Más verdadero ese conocimiento, menos disfrazado de interés que la mirada fugaz sobre las cosas. La potestad del modelo, la exigencia de su tema, más aleja de los reglados y obligaciones del arte que la mismísima invención aunque fuera extravagante...”
Nace el símbolo de una forma y de un color. La pintura, ¿no ha de ser el medio de ese desvelo...? Por un momento, único, sostiene la creación.
La ilusión se ha agotado.
Ha llegado finalmente hasta ella misma (ella: tangible) en un camino labrado de insensateces y escaso (o mucho, o nada) talento que el otro fullero supo aprovechar.

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