jueves, 21 de febrero de 2013

HESSE 102


En la fábrica del desecho y la ruina metálica, donde las antiguas máquinas devienen gigantesca escoria y a despecho de la solidez de su materia semejan una fantasmagoría, la maga adivina transmutaciones, concibe desusadas mudanzas. Esos despojos materiales que contempla en derredor sumida en el crepúsculo frío y acerado son las guerras del pasado, el humo de los sacrificios, la tortura y el exterminio, el dolor del cuerpo, el grito del suicida, la desolación, tu destino infausto, la noche que también se abalanza ahora en ese lugar de malos olores y descomunales cachivaches.
El dolor del cuerpo… que vivo parece no ser sólo huesos y carne y el arroyo itinerante de la sangre. El cuerpo como materia despojado de su representación, de su habla, hasta de su mismo pensamiento: ese inmenso antro de antiguo ajetreo férrico es un buen escondite para tal encarnadura sorda y muda, esa iglesia de humedades y roñas, de moho y orín podría enclaustrarlo a modo de metáfora y enredarlo entre los otros trastos del óxido. Así lo piensa la artista en ese temible atardecer herrumbroso donde ya la luz se hace mugre.
Afuera el viento gira en pequeños remolinos. Parece que va a llover de un momento a otro. La tierra que pisa, blanda y cubierta a trechos por una vegetación salvaje, le infunde, sin saber por qué, un optimismo que le parece raro, puesto que, acaba pensando, todo comienza a ser demasiado reciente.
Al igual que siempre, la noche se hizo repentina, como si alguien cerrara de golpe la puerta de la luz.
Busca en la oscuridad el camino de vuelta.
Los faros amarillos de un coche le indicaron la carretera que llevaba a la ciudad. Justo entonces se puso a llover y el optimismo que sentía de manera incomprensible, y del que continuaba ignorando la razón, aún se intensificó más.
A la mañana siguiente, de bruma y de frío horrendo, ella ya estaba en la fábrica calzada con botas de agua merodeando entre dinosaurios metálicos y hierros despedazados, extrañada ante la furiosa carcoma que corroía piezas de motor y el caucho de las viejas ruedas de camión abandonadas en las esquinas. Enfundó las manos en unos grandes guantes de cuero y sin vacilar un instante empezó a seleccionar restos de aquel pecio fabril donde la tuerca y los pedazos de vidrio se entremezclaban con láminas de acero, partes de una maquinaria indescifrable y herramientas dañadas de las que nunca pudo adivinar su uso.
En su mente, que era la que realmente gobernaba los ojos, las formas se disolvían en pretextos plásticos para, escudriñando dentro de sí, transformarlas en monstruosos átomos de sus emociones y miedos, transferencias sentimentales y regresos al pasado. En ese momento era la más pura de los informalistas: una espeleóloga que se abisma en la caverna de lo intuitivo para sin el menor escrúpulo allegar a una dudosa estética objetual tan arbitraria como excéntrica.
La estética del desperdicio, del material de desecho. La estética de la gasolina, propuso uno, que pudiera prenderle fuego a los años de confusión de antes y a los de ahora, redimir todas las eras de plagios, repeticiones y meras complacencias técnicas.
El arte de la pobreza exige un sustancioso billete por su eucarístico espectáculo, arte de brujería allí donde el trasto se transubstancia en reliquia museable.
Como por arte de magia, dijo otro.
Panen et vino. Con tan poco se alza una religión en lo más profundo del alma de los observantes.
¿Tan pobre eres que no puedes comprar óleo?
¿Tan pobre eres que no puedes comprar arcilla?
Un bosque de materiales insospechados se extiende frente a ti. Una heterogeneidad objetual capaz de abrumar al más pintado se yergue prometedora y golosa en los escaparates de la compraventa estética.
Un nuevo sentido incendia los procesos iniciales del arte, transfigura los contornos y la materia del objeto y lo convierte en palabra de dios. Creed en mí: “La fe os salvará”, afirma con los ojos cerrados y beatífica postura El Gran Artista Moderno, sumo sacerdote de estas nuevas misas negras investido por La Gracia de la Nada.
Amén.
¿Tan pobre eres que trabajas en procesos más que en finales?
¿Tan pobre eres que la corporeidad tan sólo es el entramado visual del misterio?
¿Tan pobres somos que nos dejas con nada entre las manos?
En aquel frío y hostil atardecer de Düsseldorf te fue descubierta la manera de hacer invisible el arte por medio de lo más evidente y tosco, lo más llamativo e innegable: la materia prosaica de un mundo industrial y técnico que jamás nadie pudiera concebir como afín a las cosas y casos de lo estético. La podredumbre como verbo, el verbo.
El discurso (o la oración) se vertebra desde lo más tangible para al final hacerse ininteligible aparencialmente a la vez que, a despecho de su estupor, revelar en el espectador (sólo en él) significados personales e intransferibles: cree en lo que quieras.
Ha descubierto la fragilidad del papel; la mentira del color; la arbitrariedad de la forma; lo simplemente artesano del proceso; lo indeterminado de la materia.
“Todo arte figurativo es una traducción más o menos atrevida, con mayor o menor acierto”, se dice admirada, y después de un rato de mantener fija la mirada en un punto de la pared desnuda, concluye: “Carece de lenguaje.”
El rey en su tesoro.
El tesoro de Montecristo en esa gruta de óxidos y metales, abandonada al viento y a la lluvia, a la intemperie de la degradación. Ningún cancerbero la guardaba:
ENTRADA LIBRE.
Se lanza a manos llenas. Sin contemplaciones. Respira a pleno pulmón aquel aire viciado de aceros viejos y hierros corrompidos. Hasta la penumbra sólida y eterna de ese sitio le agrada. Ella no necesita la luz como un vulgar pintamonas. Le basta con sus manos y la imaginación.
En el comienzo de este arte, todo es gratis. Elige de entre lo dado graciosamente, sin que ese valioso utillaje pida nada a cambio. No hay ordalías por el medio. Se desafía a sí misma. Eso excluye todo tipo de explicaciones.
Una decisión excluyente.
Fui pordiosera a la puerta de Dios.
Aquello, aquel montón de chatarra semántica, tenía un sentido en el interior de su cabeza; aún sin precisión, pero lo tenía. Un caudal de significados pugnaba por materializarse, todavía idealmente,  a través de unas resoluciones plásticas que exigirían la más simple configuración formal, puesto que no importaba lo que parecieran, ya que sólo eran el pretexto de algo mucho más profundo e inexpresable que repugnaba el intento de allegar a cualquier imagen convencional. Un par de años más tarde, cuando estaba a punto de morir, evocaba aquellas escenas de su memoria murmurando palabras, aspiraba el aire enfermo de los hospitales queriendo acompañar las imágenes del pasado festivo y crucial con aquel primer y duro olor a hierro, a la industria de la materia más tosca y fabril pero también más metafórica.
Fui pordiosera a la puerta de Dios.
Le tendí la mano, y puso algo de limosna. La suficiente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario