domingo, 24 de marzo de 2013

HESSE 106


Los grandes ojazos negros de la niña judía lo han visto todo, y a ti, el tipo entrometido del futuro, mejor que a nadie; los tiene desmesuradamente abiertos mientras mete la cuchara en un tazón de leche donde flotan los copos de maíz. Mira al frente desde la foto. A ti, que contemplas la fotografía. (La instantánea sugiere que la pequeña heroína de nuestra historia, Dickens dixit, come de una manera maquinal, como todo lo que suele hacerse a primeras horas de la mañana colegial.)
De momento, es una clandestina sacada de una fotografía. Como todos los niños lo son (a saber lo que se esconde debajo). Va de uniforme, arrastra los pies con la cartera. Una entre millones directa al matadero, a la escuela. Así que es una más, una evchen como multitudes de ellas que a esa hora gris avanzan por las aceras. Lo cual es algo bastante difícil de creer, sobre todo si sabes (y ella lo sabe con certeza) que el universo, los planetas, las estrellas, el cielo azul, la playa, las tiras cómicas, las luces nocturnas de Times Square, el cine de los sábados, la televisión y muchas cosas más existen exclusivamente para sus ojos.
Todavía no es capaz de leer los periódicos, a descubrir en el papel impreso los sucesos, disparates y maldades de los otros, y ya se sabe única, eterna, i-m-p-r-e-s-c-i-n-d-i-b-l-e.
Ya ha aprendido a erguirse frente la luna de los escaparates, a inspeccionar su cara en los espejos, a estirar hacia arriba la falda de cuadros y bajar los calcetines sobre los finos tobillos. Nadie ha tenido que enseñarle toda esa artillería de los buenos modales de la perfecta niña presumida. Su suficiencia le permite soñar; lo excelente la esclavizaría. La dulzura del carácter y la sabia sonrisa infantil ocultan sin embargo la tosquedad incipiente de su alma: el mundo se cae por todos los lados, su imperfección es notoria, su gracia arbitraria, la desgracia aleatoria… La Tierra, así con mayúsculas, un pedazo de roca cubierto de agua por aquí y por allá de muy mal genio, capaz de los mayores desmanes, un organismo vivo, palpitante y antojadizo. No hay arreglo. ¿Qué arte se puede hace con eso? El inclasificable, el más inesperado.
Vive encerrada en un globo. Del color que más te guste. Papá lo ha dispuesto de ese modo. ¿Hacia dónde nos elevamos? A lo más terrenal.
En casa huele a caramelo, a ropa limpia, a fragancia de colonia a granel, al aire fresco de la mañana de los sábados. El paraíso son las ventanas abiertas a la calle fragante bañada de sol en la primavera del 45. Todo de la vida es una impronta en la memoria que permanece y que la revela, la atestigua. Nada se desvanece, piensa la niña sabia, porque si tal cosa ocurriese en este mundo imperfecto pero único es que todo era de mentira y también ella se disiparía en la nada, y eso no puede ser, porque ella es inmortal.
El elenco de naderías (pero de tan irrenunciable subjetividad emocional por parte del clan que enfatiza los documentos y los objetos) alcanza tamaño de rimero de gran altura. La selección obedece a lo sagrado, al diario testimonial de unas identidades propias, unas vidas preciosas por su diferencia esencial con sus semejantes. Ellos son. Se certifican con el tiempo porque están hechos de él, pues el tiempo es como una sustancia más al igual que la sangre que recorre las arterias y los resquicios más recónditos del cuerpo.
Somos nosotros.
Nosotros, los Hesse.
Más que rocoso, el tiempo es aire, una levedad.
La sonrisa de la niña pronto se hilvana con el llanto de la púber.
Los engaños de la infancia pesan como una losa sobre la razón adolescente, todavía reblandeciente, maleable, caprichosa y porfiando por ajustarse a un patrón de placentera conveniencia.
¿O no era engaño el endiosamiento pueril al que te sometía el Daddy fisgón con sus celos documentales y maniobras memorialísticas? Poco después, ¿qué hacer a los doce años judíos con los juguetes rotos, una madre suicida, una madrastra expoliadora, los terrores nocturnos y el temible laberinto urbano donde la bestia acecha?
Asoma entre las piernas la primera regla. Rojo sobre blanco, el mundo se resquebraja, y tú te conviertes en un almacén.
¿Qué hacemos con los “juguetes”?
El mechón de cabellos del pasado es de una sordidez y patetismo abrumadores. Semeja una reliquia de jíbaro.
El raído peluche hasta huele mal.
Pétalos minúsculos de jazmín yacen oxidados entre las páginas de una antología de poetas olvidables que selecciona a Anne Bradstreet y desdeña a Jones Very.
Ya le enseñarán a ella… Raymond Theodore Yeats, por ejemplo, con las mangas de la afelpada camisa de cuadros remangadas por encima del codo…, este Paul Bunyan de la literatura con el hacha en la mano que despieza los libros en busca de los trozos más sabrosos y que no duda en compartirlos contigo a la hora del almuerzo.  
En el callejón oscuro, los ojos vigilantes de tu padre El Gran Notario de las Extravagancias Infantiles mide tus pasos y tus maquinaciones: no eres tan libre como piensas mientras te invisibilizas cerrando los ojos (una forma educada y sin estridencias de esconderse debajo de la cama).
A plena luz del día, la figura paterna se aposenta en todos tus pensamientos: es El Gran Corrector, y telepáticamente te guía por el buen camino.
El Mejor Padre del Mundo, incansable agente de seguros varios, atento sin desmayo al santuario del hogar y a las pólizas contratadas, a las primas devengadas, al siniestro perturbador y al buen orden de su casa, disciplinado y eficiente… De todos el mejor (a pesar de que no les lleve a su hermana y a ella montadas en un refulgente caddy de color rosa a merodear por Central Park alguna que otra mañana de domingo).
Si abres la caja de Pandora se escapa todo lo malo que ha de asolar tu vida… pero también todo lo bueno que has de celebrar.
Tú eres Pandora, la que reúne todos dones, la primera mujer sobre la tierra infestada de hombres y de dioses, tú tienes la gracia, la virtud, el arte, la persuasión… Al abrir el cofre de los engaños buenos y malos completas el mundo de los humanos y los confrontas con todo aquello susceptible de germinar en su pensamiento: descubiertos en el espejo ahora sí saben su medida.
El destino del cuerpo es el dolor: “Tenedlo bien presente, hijas.”
El alma es la salvación y el reino.
De niña: el alma crece en tanto tú creces. El alma se hace mayor, envejece, enferma, duele: “Pero es eterna”, dice el padre. Aún enferma, doliente, es eterna… No es un consuelo.
Arrastra la joroba del alma por toda la eternidad, como la bola encadenada al pie que remolcan los presidiarios de viñeta en viñeta en los tebeos.
De muy pequeña (“Como así…”, dijo a los once años, y sostenía la palma de la mano derecha 50 centímetros por encima del suelo) se imaginaba que podía vestir a aquella cosa, aquella alma a conveniencia y a discreción. Hoy le pondremos un vestido de color rosa; mañana, irá de gala con un maravilloso traje de satén “palabra de honor”. ¿Qué tal en bañador el sábado?
Dad, el patriarca, es la palabra de un vicario… encerrada en el cofre de los tesoros. Escarbad en la infancia (donde ya larvaba (sic) la amenaza).
Cada uno de los pequeños trastos, documentos y la gavilla de las fotografías certifican los hechos. Ahora bien, ¿los explican? Y si los explican, ¿qué se saca en claro de todo ello?
¿Cómo acercarse a un Dios de seis años? ¿de cinco? ¿de doce?
La vida ante sí, aquello que puedes hacer a tu antojo, ensancharla o limitarla, dotarla de un cielo azul o verde, hacerla llana o rocosa, crearla de mares o de ríos, poblarla de seres humanos o monstruos,  hombres y mujeres anónimos o felices tras el nombre otorgado graciosamente… Erigir una historia, o una leyenda, o sólo los mitos.
Hacer la vida inmortal o nada más que un sueño en la muerte eterna.
Abierto el cofre: todo el material a la vista fabricará las hechuras de ese planeta infantil azul y verde  ahora en manos de una Diosa y sus caprichos. Hace el mundo, hace su espacio y hace la estrella que le proporciona luz y calor. Desdeña completar el cosmos, un universo de rarezas: es oscuridad.
Y en ese mundo inocente no hubiera querido el dolor, pero entonces no hubiera querido la vida, que es penuria y felicidad, tristeza y dicha, resignación y esperanza, fatalidad, albur.
Hola, dolor.
He ahí el pasacalle de los objetos, de los materiales universales con que se hace a una Diosa.
La Gran Sonrisa… ¿a qué?
Ha eclosionado al mundo donde todo parece complicado y mágico, indescifrable y arbitrario, una realidad que ella remeda un siglo o mil años después en los suntuosos trastos de sus obras, un arte objetual que repudia los significados simples pero, asimismo, los acertijos y las falsas suposiciones.

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