viernes, 3 de mayo de 2013

HESSE 110


La idea de la muerte la ha tenido siempre presente, lo que no la ha tenido nunca es tan cerca. Pegajosa, adherida a su pensamiento en todo instante, disuelve la realidad exterior en una bruma amarilla de irrealidad pero paradójicamente también la dota de sentido, de interés, aunque finalmente la anegue de hostilidad y de un resentimiento inevitable, pues comprende que ella no es necesaria en la comedia de la vida.

June L… La amiga de alma, eterna, (de los 10 a los 18 años): adicta primero a las Tootsie Roll y en la época Klee-Senecio a ejecutar dibujos herméticos, desnudarse a las primeras de cambio, andar descalza y fumar sin cesar cigarrillos mentolados. Tenía una cara atractiva de madona renacentista pálida y enfermiza pero de pícara mirada y una inteligencia crítica casi ofensiva, y el cabello limpio y maravilloso. Hubo un mal matrimonio después, un divorcio sangriento… En esta mañana fría y desapacible, se cruzan fugazmente en el paso de peatones de la Séptima con la calle 18. Ambas desvían la vista en un parpadeo súbito y desaparecen como si tal cosa en la ciudad de los ocho millones de habitantes. Nunca más volverían a encontrarse. Ya nunca existirían una para la otra salvo el nombre lejano grabado en la brumosa, caprichosa, evanescente y descascarillada piel de la memoria.
“¿Por qué habré hecho una cosa así?”, se preguntan ambas esa noche cada una en su cama, con la vista clavada en el cielo raso envuelto en oscuridades, chapoteando la mente en la ciénaga del pasado colegial. (Jamás en tu vida de adulto, acierta a decir el señor Stephen King, tendrás los amigos que tenías a los 12 años.)
Respecto a Z.: en los sesenta ya debía haber calzado zapatos bañados en oro puro, vivir en cruceros de fortuna, desplegar la sonrisa feliz en la fiesta constante de la opulencia y el lujo. Sin embargo, en el party de T… aparece, aunque joven y bella, como resucitada de una película de serie B: del brazo de un hortera que no elige bien sus corbatas, mal peinada, embutida en un traje de color violeta demasiado ceñido y ataviada con joyas de brillante falsedad. (Y la sonrisa asimétrica y estúpida de tres gin-tonic engullidos con el estómago vacío.)
¿Y tu marido?
Visto a un kilómetro de distancia parece un buen tipo. (Quería decir inofensivo.)
Pensamientos tales: “El mal y el bien desconocidos pero que más tarde o más temprano han de sobrevenirte, son igual de interesantes, algo nuevo en definitiva. Sólo los efectos de uno y otro los diferencia más allá de la expectación inicial.”
¿Y si me alimentara siempre de sopa de langosta y pescado asado?, se dice a la vez que intenta arrancarse el cáncer del cuerpo y echárselo a los perros.
Chocolate los sábados.
Abstinencia los domingos.

La pequeña, allá en Alemania. Una minúscula crisálida… Una degenerada crecía invisible, en silencio. Una proscrita que en su seno infantil ya llevaba el entartung. La adolescente, ya en América, se nutría a partes iguales de romanticismo y cabezonería, acaparaba el material sacrílego de después (neurosis, fobias, obsesiones, histerias, angustias, miedos…) No podía acabar de otra manera: una artista enfermiza de cabeza al entarteten kunst: dos veces culpable, judía y artista, ¡dos veces al fuego!, brama con su bocaza hedionda el nazi del 37 sepultado más tarde por la derrota justiciera del 45, enterrado en la mierda y el barro de un Berlín en ruinas con todo su correaje y su ideología criminal, con el morro abierto, los ojos reventados y los brazos descoyuntados en cruz.

La noche gritona y sucia, de colores y ruidos descabellados, no lejos ya del amanecer, cuando todo huele a gastado y podrido, pero cuando todo relumbra aún bajo las luces eléctricas: deja pasar junto a él sin llamar su atención, acobardado, el yellowcab: velocidad lenta, casi depredadora, las manos de largos y finos dedos sobre el volante negro, el rostro pálido y enjuto del cabby, la mirada congelada hacia delante, un Travis Wickle en estado larvario a cuestas con su atroz insomnio, sedimentando en su paranoica galopada a la nada el odio global a través del asco diario.

Paseos ya a ninguna parte: la niebla gris, de sucio olor, apenas deja entrever el puente de Brooklyn, oculta ambos extremos sumidos en la nada, casi invisible la sólida ojiva colgada en el vacío.

Un bar escondido. Un bar con todas las de la ley: techo bajo cruzado de vigas negras, tarima gastada en el suelo, barra de madera pulida, lámparas de metal en las paredes, luz cálida de amarillos y ocres acogedores, oscuras mesas de pino, asientos cómodos tapizados de cuero verde, silencio, anonimato absoluto. Olvido.
-¿Qué le sirvo, amigo?
Nada de un gimlet con vodka.
-El mejor licor, el más lento y benéfico-, dice.
Liba el bendito elixir dorado y antiguo, lo paladea lentamente, con sosegada fruición, en paz, sin esperar nada, sin esperar a nadie. Acaricia la garganta un pálido fuego, y tras los párpados cerrados un fulgor de dicha se extiende brevemente y se torna rojo puro, se imprime en el fondo del ojo.
Los días ya no se llaman. Las horas ya no se cuentan.
Vamos por la segunda copa. Escancia, cobarde.
(Afuera, a un millón de millas, la calle y su tejemaneje, sus increíbles pasatiempos.)

1968.
Ha pecado. Muchas veces ha pecado. Penitencia: a partir de ahora sólo leerá autores de la Jewish Fiction.
Se detiene frente el escaparate, el otoño avanza, hace un magnífico día de cielo azul, claro y luminoso, el aire es fresco y limpio, de olores marinos, ella es la chica más guapa de Nueva York, siente la piel viva y fragante, el cuerpo sano y joven, pronto será la artista del millón de dólares: un abrigo de un largo que no llega a las rodillas (¡qué traviesa!), con forma de trapecio de estampado alegre, atrevido… Moderno. Lo compra. Una obra de arte: dos acuarelas y algunos dólares que escondía en casa entre la ropa interior. Herzog tendrá que esperar.

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