sábado, 25 de mayo de 2013

HESSE 112


¿Y ese montón de arena, esas sucias pisadas…?
Muy valioso.
¿…?
De su propio puño y letra.
(Firmado ante notario.)
Un sabueso debería rastrear sus huellas urbanas, el circuito de sus idas y venidas por la gran ciudad.
Aquella ciudad que registraba los pasos y peripecias de la inolvidable Eva Hesse.
¡Y tú, perro sin dueño, y en Nueva York!
¡Qué estampería! ¡Qué colección de cascotes, aceros y cristales sustituían a la estampa católica, sentimental y de atractivos colores pastel! ¡Qué encandilamiento del palurdo allende los mares, del turista o simplemente del reflexivo que se da perfectamente cuenta de donde está! ¡Qué nueva religión de la desmesura material y sin embargo tan inaprensible! Sustituyen las visiones a lo santo.
Del otro lado del río: se yerguen y forman una asimetría de enjundia plástica: cada manchón en su sitio justo, alzado uno tras otro en planos diferentes configuran una línea de muy atractiva composición, un perfil que relleno de tinta negra los huecos que delimita da mucho de sí en la página horizontal de cartoné. El siluetado puede leerse de izquierda a derecha, como la línea de un libro, se dibuja la raya del contorno sobre un cielo azul tan poderoso. Pero sólo mírala y no intentes descifrarla esta línea. Repetí una y mil veces la singladura gratuita que brinda el ferry a Staten Island. Le cogía la Nikon a Jenny. Las fotografías son el recuerdo de algo, pero carecen de la sensación del ojo, de la primera impresión en el cerebro. Ni un maldito olor. La foto: he estado allí. Y esas manchas parecen decirlo todo. Es el skyline de la ciudad complementado con el que divisas desde Brooklyn Heights, al otro lado del puente, su firma exacta (aunque temporal), por así decirlo. ¿Qué hay detrás de todo ello? Rebuscaba en las cajas de Jenny: instantáneas, miradas abstractas, escenas callejeras, rótulos, fachadas, rostros, sombras, edificios…
Y, además, la fotógrafa coleccionaba daguerrotipos de otras épocas, todo aquello que impreso en un papel a través de un ingenio que atrapaba la luz (o la sombra) del pasado permitía atisbar como por el ojo de una cerradura. Ladeado un pequeño montón en un ángulo de su mesa de trabajo, la baraja gráfica mostraba un original de Johnston de 1890 que plasmaba el siniestro Dakota con sus tejados puntiagudos de dos aguas recortándose en el cielo blanco del invierno, descubría un golfillo vendedor de periódicos en la Washington Square de Henry James fotografiado por alguien anónimo, conducía hasta nosotros en un viaje del tiempo de sesenta años al Flatiron surgido de las nieblas, entrevisto tras las ramas deshojadas de enero de 1908...
La intrusa lo mismo asaltaba con buenos modales y una pérfida sonrisa el estudio de Philip Johnson en el Seagram para captar parte de un Midtown troceado con el Queensboro a lo lejos salvando el río que reunía una decena de imágenes de los coches con los maleteros destripados del Bronx o enfocaba un empedrado de Little Italy.

El Negro se mira en el espejo. A sus espaldas se yergue sobre la mesa la máquina de escribir, vetusta, negra y temible como un animal que de un momento a otro fuese a abalanzarse sobre él y morderle en el cuello, traspasar la carne, succionar hasta dejarle sin sangre en las venas, sin la pobre savia del humano. ¡Tantas mentiras escritas, tanta profanación a la inteligencia! Se mira con la imaginación exactamente ahí, nada puede inventar: escribe sobre esa triste y tediosa hondura: los únicos aspectos dramáticos en la existencia de ese tipo que miras mirándote en el maldito azogue consisten en bajar al supermercado de la esquina una vez a la semana, cortarse el pelo cada quince días y hurtarse a la vigilancia de la casera para demorar el pago del alquiler.

Perro sin dueño… ¡y en Nueva York!
Le basta el sol, alguna sobra…

 1945.
No tahúr.
Un francés con ideas plásticas chocantes y la jeta heredada del elenco del Medrano. Viste con estudiada informalidad
-¿Cómo están los ladrones neoyorquinos? –interroga sin amargura nada más bajar del avión (de hélices todavía).
Muestra un catálogo lleno de horrores magníficos: “Lo último de París”, asegura.
Como si fuese el cronista de la moda más chic.
Los tiempos han cambiado.
Un gran silencio rodea a los que contemplan las reproducciones de las lujosas y satinadas páginas de esas obras tan atrasadas ya de los cuarenta.
No hay desdén en las miradas posteriores, sólo ironía.
La fiesta se acabó en París.
“Hemos ganado la guerra; la paz es nuestra.”
El escupitajo de Pollock le da de lleno en el rostro a Picasso y a los vendedores de humo del surrealismo parisino y sus gracias.
Veinticinco años más tarde.
1970.
Hela ahí entre los viejos y decadentes amigos (Picasso, Duchamp, Schwitters, Man Ray, Hesse…), ella, nueva y muerta. A la historia.
Nueva York era la clave desde Hiroshima. Y tú mueres en plena temporada.

Abril de 1970. Ahora ya lo sabes.
En Baxter Street. Quieta y perpleja, aplomada por la enorme decepción, bajo el toldo violeta de una tienda de ropa hippy miras el cielo gris, brillante como la plata, pero lejano, indiferente. Esperas que escampe.
Bajo la lluvia en Chinatown.
Una lluvia lenta e interminable. Puede que alboroce a algunos transeúntes las calles mojadas, la brisa fresca y húmeda proveniente del East River que parece cargada de buenos presagios… La lluvia de primavera que hace reverdecer las primeras hojas de los árboles. No a ella.
A su alrededor, ahora, todo es crueldad.
Todo parece mostrarse extraño a aquélla que va a sucumbir: ya no cuenta.

22 de mayo de 1970.
7 días en el umbral.
Aguarde su turno.
¿Su ticket?
Primera especial: tumor en el cerebro.
Es lo mismo, respete la cola.
Afuera, más allá de las paredes blancas, hierven el aire y las cosas.
Adentro de ti todo es todo oscuridad (no estás viva ni muerta, estás), pero el universo similar… Es todo como lo que ves cuando cierras los ojos, la veladura roja y negra tras los párpados, el silencio negro, una duermevela que se pudre a cada instante interrumpida por la vida que todavía aletea… Convendría explorar ahí.
Hay alaridos, el sonido del interior, como una rebelión ante las formas tan fáciles del exterior de uno mismo, tan compresibles: esto es una silla, esto es un mesa, he ahí la ventana que invita al suicidio, la eterna caída…
El terror de los locos es interior, nace de adentro de sí mismos, y nunca el miedo o la angustia brotan del para ellos “inofensivo” mundo exterior, que es sólo placer sin límites del cuerpo, sinuosos entretenimientos, la atracción del circo… o el público congregado de ese circo.
Tu obra nacía de adentro, de muy adentro. ¿Estabas loca? ¿Qué escudriñabas en ese fondo viscoso, oscuro, movedizo de tus entrañas?
Se siente el cuerpo pero… Tierra. Agua. Aire. Fuego. Era así de  simple (4 es un número muy feo). Los espejismos de todo lo demás… Hechuras de La Gran Alquimista. Mamá azul. El terror (sí) es blanco. Amarillos los huesos. La rojez maloliente de la carne, la mórbida transparencia de la piel. El aura todavía desdeñable del genio.
La mente a la suya.
El cuerpo tendido.
Nada se pudrirá hasta su hora, hasta el apagado final.
¿Cuántas palabras puede hacer rebotar un cerebro sano en la pared craneal en un día?
200 palabras por minuto.
12.000 por hora.
290.000 por día.
Mil páginas así, de incesante barbarie pensativa. Siete días seguidos… Siete mil, ocho mil, diez mil páginas de escritura apretada, sin puntuación, un libre discurrir, un monólogo interior, una corriente...
¿Es un coma una imaginación incesante? ¿O un sueño sin pesadillas, sin pensamiento, sin conciencia?
Todavía hierve la papilla del cerebro: cuece su enciclopedia donde el orden alfabético ha devenido maraña colosal.
Ahora la ocurrencia es el cuerpo, su torrente de sangre, linfa y flujos que todavía engrasan la maquinaria desbaratada, ajeno a todo estímulo de los vivos y sus mendacidades.
Así que 290.000 palabras. Tal vez con cierto orden (in-visible). Eso es. Ahora ya lo sabes.
¿Cuántas palabras vomita un cerebro sano…?
Esas. Las mismas que un cerebro enfermo pero vivo. La masa viscosa que agrieta el cráneo supura algo parecido al pensamiento, al delirio, a la alucinación, a la pesadilla… ¿a qué?
290.000 palabras. Y a éstas, ¿qué sintaxis las gobierna?
Ajá. Es fácil la respuesta. ¿No era desquiciado tu arte? ¿No lo es aún en el siglo XXI?
¡Menuda componenda de trastos tu obra!
290.000 palabras diarias. Un  bonito libro al día. Una fea novela.
Un arte indescriptible.
Una especie de fluido nada memorable, goteras del cerebro hasta que… se queda vacío.
Qué loca, la artista. Y sin necesidad de plástica alguna, sus ferias y truculencias.
Una locura magistral: DE LA QUE SE PUEDE EXTRAER ENSEÑANZA NO BALADÍ.
Si no puedes descifrar un gen, aunque ya sepas deletrear sus letras químicas (¡bonito vocabulario!), ¿cómo pretendes descifrar la galaxia de mis intuiciones, mis enredos emocionales? Deberías saber que en una sola de mis obras concurren 10.000 conexiones por segundo durante el proceso de su concepción.
Expulsada del útero materno: el éxodo, el exilio… La diáspora que te aleja más y más de ti misma, te hace extraña, provisional, infinita e inútil.
Expulsada de todo… ¿Sería la obra toda la mentira de sus sueños, esa ilusión que engaña sólo porque es posible imaginarla?
Al olvido, te destierra el arte.
Como ahora, que el cerebro te desaloja.
Una pausa antes de la nada: duermes la muerte, ya nunca volverás al mundo de los vivos, y de él poco recibes ya, la pulsión de un brillo minúsculo, como la estrella en el borde de la galaxia: el mundo externo ya es sólo tu latido, la charca de la sangre que aún se estanca en tus venas, la tibieza de la conciencia en la piel (o quizá envolviendo los huesos).
¿Qué clase de sueño es el tuyo?
Blanco.
El sueño y la vigilia ya son lo mismo: permanece inmóvil, erguida bajo el cielo blanco en el pedregal judío, la tierra israelita origen del bien y del mal donde las zarzas y el matorral parecen humear afixiados por el calor, y podía oír perfectamente el crujido de las piedras ardientes, el crepitar de la tierra bajo la llama del sol del mediodía. Estira los brazos en cruz, echa para atrás la cabeza con los ojos cerrados, ser toda ella letal, como el venablo de fuego que abate los espejismos, que abre los ojos a la vida real, no figurada, ni sometida al engaño, a las apariencias esenciales, a la soledad amarilla y absoluta del desierto, desgarra la sábana santa: más allá, más allá la verdadera vida…
Y quede atrás la tontería ancestral.
Lo que veo es terrible: ¡es!
¿Y no podría dormir mil años?
Apaciguado el cerebro…
¿Qué agonía es ésta?
¡Siete días con sus noches invisibles!
Y todo… ¡para morir!
No sumas años: es la eternidad jirón a jirón la que se desprende de ti, te despoja de años y días, descama tu piel, amojama tu carne, monda tu esqueleto y al final te lo roba todo.
Hasta ella llegan los sonidos del mundo, la canción o la queja, el grito y la risa, el aullido y el susurro del amor.
Ante ella se extiende la ciudad fabulosa al pie de la montaña, meridiano de toda aspiración, sus luces y magnificiencias, su inmenso ajetreo e inmensas riquezas, sus laberintos de fortuna y sus paraísos al alcance de la mano, la prosperidad de sus casas, la grande combinación de sus placeres, las dádivas, los sueños, la ambición, los ocios innúmeros, los mil y un inventos, el linaje y la perpetuación de la memoria, todo por lo que es preferible luchar (incluso la renuncia, la paz, la sabiduría) se halla en las entretelas del inmenso decorado, pelea con denuedo y abrirás el agujero donde se oculta el tesoro, haz que brille al sol…
Tu vida es un instante entre celebraciones y miserias.
Lo que hoy es un imperio mañana…
Ciudad de ruinas, del mármol envilecido de sus halls, de su tierra negra, de su aire viciado y silencioso, de sus idas a ninguna parte, ciudad muerta y poco a poco invadida por la cizaña del tiempo, abierta de grietas oscuras y despobladas, agujeros mortecinos donde la vegetación alarga sus cada vez más crecidos y verdes brazos atenazando paredes y muros, columnas, estatuas y pináculos, sombreando las rectilíneas cordilleras de las calles con su verdor maligno y depredador, ciudad de rascacielos vacíos, cafeterías desiertas, librerías sin libros y estaciones adonde no llega tren alguno, parques agostados, árboles vencidos al suelo, ciudad de tristes e interminables avenidas en una penumbra perpetua donde la alimaña empieza a encontrar acomodo, se oyen gritos desconocidos en la ciudad perdida, quejidos, animales degollados entre las grandes piedras, la invaden millones de ratas, la rodea una jungla de mosquitos, ya la cerca la selva del abandono y el ruido de la bestia…
Obra de una duermevela rocosa, de edades minerales. No hay dolor, pero tampoco esperanza…
Sólo el acecho de la Parca.
¿Expresa eso ahora tu trabajo?
Fibra de vidrio. Resinas. Polietileno, alambre de aluminio: ¿aquel espejo ha creado esta imagen…?
Tori:
El agua podrida que se estanca en los jarrones y los búcaros cuando las bellas flores se doblan ajadas y marchitas, derrotada la pujancia de los tallos, apagados los colores y desvanecidos los aromas efímeros.
Ese ornamento oloroso a los dioses invisibles, salvados por su silencio magnífico… ¡que gobiernan a pesar de todo y toda superchería en el seno de una bruma inpenetrable a la razón!
Me es difícil pensar.
El arte es un idea…
¿No la pudre el tiempo? ¿Se salva en el tiempo?
Blanco y verde…

¿Eres tú?
“Si no pensara… todo sería el azar”, escribió  ella el mismo mes de su muerte.
Ella.
Tardé en comprender.
Pero nadie desea… ¡el destino sin más, ajeno a los sueños, a la equivocación!
Si no juez, al menos parte.
Y… duerme (sin sueños), sacrílego.
Un cielo limpio (inocente) y azul (el resplandor también inocente, sombra delirante de la tierra en la negra noche del cosmos).
29 de mayo de 1970.
Hasta el sueño se desvaneció. No voló de la celda del cuerpo. Murió con ella.

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