miércoles, 25 de septiembre de 2013

HESSE 120


“Pronto, créanme, entrará de lleno en la categoría de entretenimiento cultural de masas, una auténtica protagonista de los blockbusters del futuro... ¡ay, tan cercano!”
Doblo la esquina, un soplo de aire fresco me da en la cara, una caricia alegre y esperanzada, avanzo unos pasos, abro la puerta de hierro del 134 y, como abortada de la luz, de la claridad de abril que anega las calles, al penetrar ahí adentro todo es oscuridad y mal olor, una penumbra que sólo puede llenar mi alma de congoja y pesadumbre, y sin embargo ansío encerrarme en ese agujero que tantas veces fue mi refugio, y que ahora es como un teatro del pánico, el único escenario posible para la pútrida ceremonia de la muerte.
Quedo a oscuras, inmóvil. “Que todo sea diferente”, me digo. Es una pesadilla. Abro los ojos: lo que veo es la pesadilla.
El taller era mi casa, mis manos, el hogar del cuerpo, lo sólido, lo real; cuando me hablaban de mi estudio, parecía que porfiaban por saber de mi alma, de lo que está detrás de lo visible en mi obra. ¡Qué necio resulta ahora todo aquello!
Del diario 7/69. Tenías una parcela del mundo en propiedad. Era tuyo ese ínfimo pedazo de espacio-tiempo. Te pertenecía por entero. Lo adueñaba tu biografía. Y, ahora, tienes que devolverlo, sin daños y en perfectas condiciones: he aquí el mundo que tomé prestado: a cambio… quizás no vuelvas a la muerte –que sólo es posible a los vivos-, ni tampoco a la nada –una idea de la negación sólo susceptible de conceptuar asimismo a los vivos-.)
¿De veras lo creía de ese modo? No… era una manera de ornamentarme, una sutil creencia en que podría sobrevivirme a mí misma mediante subterfugios como la escritura, una mecanismo que nada esclarece de uno mismo finalmente y que, en el fondo, es como una traición a la obra meramente plástica. Ningún artista debería escribir una sola palabra, que baste sólo la obra, que sea ella exclusivamente la huella, el trazo que te oriente, la herencia que legas tras de ti; de lo contrario…
Loca me hubiera preferido antes que muerta. Al menos habría imaginado, habría soñado… ¿Y qué otra cosa es el arte sino eso?
¿Y cómo queda el mundo tras de mí…? ¿Más sucio? ¿Más limpio?
Atrás queda la parte más complicada de mi existencia, la menos olvidable… ¡Y si la dejaran se pudriría igualmente!
En la galería. Un tipo corriente contemplando una obra de arte nada corriente: al principio miraba con curiosidad; luego, con obstinación, hasta con violencia, pero no alcanzó el desdén; al menos, no manifestó nada de eso en su absoluta inmovilidad frente a la obra extendida en el suelo. Al cabo de un par de minutos dio media vuelta y se alejó con resignación (¡mentirosa: era perfectamente visible que se encogía de hombros!).
Bueno, podría ponerle un chafarrinón amarillo a esa maldita resina asquerosa (de vez en cuando me tomo alguna licencia poética).

A primera hora de la mañana ha sonado el timbre y la artista abre la puerta de hierro del estudio en el 134 de la calle Bowery.
-¿Miss Hesse?
Es un tipo alto y delgado, calvo, cerúleo, con lentes de montura de pasta. Tiene los brazos pegados a los costados de la chaqueta marrón, que destaca claramente de los pantalones azul claro. Debajo de la chaqueta asoma un jersey negro de cuello de cisne. El atuendo clama desarmonía, lo que es curioso en un hombre cuya figura debía denotar una pulcra mesura lejos de lo antitético, siquiera lo llamativo. No lleva nada en las manos. Sonríe débilmente.
-¿Sí? –pregunta ella a su vez.
-Me estaba esperando. Soy el paleógrafo.
-Ah… sí. Pase usted… Disculpe el desorden.
-No se preocupe. Sé como se las gastan los artistas.
El hombre da unos pasos adelante y deja atrás la luz todavía incierta y reciente del día; ya en el interior, vuelve a permanecer completamente inmóvil, con la feble sonrisa aún en sus labios, como esperando el turno de su incuestionable protagonismo en las escenas siguientes.
“En estos momentos, soy el dueño absoluto de sus deseos”, se enorgullece El Descifrador, a la vez que estudia con disimulo la escenografía asustante de adentro.
“Miss Hesse” cierra la pesada puerta, avanza hacia una desvencijada silla de cuero negro tipo MR90,  recoge unos libros y revistas de arte del asiento e invita con la mano al otro a ponerse cómodo.
-Así que sintió miedo –dice el paleógrafo ya instalado en tan singular sillón-, pero no recuerda por qué.
La artista, de espaldas a él, deposita los libros y las revistas sobre la tabla alargada de una mesa de trabajo, junto a unos cubos malolientes con regueros secos de una materia inclasificable que descienden de los bordes; de otros botes pequeños, abiertos, emanan olores intensos, esparcen por el aire los efluvios de una química que hace escocer los ojos. Se da la vuelta hacia el paleógrafo y, todavía sin responder a la afirmación de éste, se pasa el envés de la mano por la frente y pregunta al otro con voz desganada si desea tomar algo.
“Aquí uno sólo puede tomar veneno a granel… todo respira toxicidad en este aire alquímico”, se dice el paleógrafo vestido de hortera. Declina la invitación impasible:
-No, muchas gracias.
-¿Miedo? –se pregunta la artista al cabo de unos segundos-. Sí… Eso es. Sé que pensaba algo que me hizo sentir miedo, pero ahora no logro acordarme de la causa que lo motivaba.
-Y el miedo se ha acrecentado a medida que ha ido usted profundizando en los significados ocultos de su obra... O simplemente navegando por su procelosa superficie.
-Sí, podría decirse de ese modo.
-No debe inquietarse. Es algo que sucede muy a menudo en lo referente a… -el hombre mira en derredor con cierta aprensión el heteróclito escenario lleno de venenosas combinaciones y de morbosas y silentes conspiraciones que les rodean a los dos en esos momentos-… estos modernos discursos.
-Nunca hubiera imaginado que también fuera algo usual en otros artistas…
-Por supuesto que sí. Todos ustedes se enfrentan a materiales tangenciales, incluso inéditos en su gran mayoría. Esa… esa sería la circunstancia de la contemporaneidad artística.
-Aunque, ¿por qué no habrían ellos de padecer una similar angustia? –se pregunta en voz alta la artista dubitativa.
-En efecto (y piensa el tipo de vistosos retales: “los mismos perros con distintos collares”). Pero la palabra sería ansiedad ante esa otra realidad. En fin…
-¿Sí…? ¿De veras lo cree?
-Empecemos, entonces, por el principio…
-En el principio fue Alemania… En el 64.

Abre el libro. ¡Enorme libro!
¿Ante qué nos hallamos?
Ante lo enrarecido. Aunque (todavía) no nos adentremos en aquella galería de arte inventada por Dorothy Parker donde los cuadros cuelgan vueltos a la pared.
Apuntes, esbozos, quizás un borrador, o la copia final en limpio (¿?)…
Tachaduras, correcciones, enmiendas… No se ven por ningún lado: la soga en su sitio, el enredo…
¿Es precisa la enumeración de los materiales, la manipulación a los que se les somete, la disposición reiterada (cuelgan las cosas, como de una horca), los componentes electos y recurrentes?
¿De qué país imaginario surgen estos fragmentos toscos y venenosos?
¿Cuántas veces surge el azar en estas caprichosas disposiciones?
¿Son fragmentos que aluden o tratan de reivindicar la crónica y la leyenda de un espíritu alerta o decaído, enfermizo o clarividente, perverso o compasivo?
Lo escrito, escrito está.
El Hermeneuta desentraña hasta el más oscuro empeño y el más nimio de los pormenores. Su exégesis no cejará hasta que el auténtico sentido del objeto de estudio –tanto si lo hubiere como si no- salga a la luz y se exponga a nuestros ojos y entendimiento, como la codicología estudia y termina revelando de los antiguos manuscritos en vitela de becerro anteriores al siglo XVI toda interpretación encerrada en los infolios.
He aquí lo iconográfico del poliuretano, del látex, de las resinas obsérvese la textura, su consistencia, el pérfido cromatismo… Descubra la auténtica apariencia, demórese en su escrutinio,  huélala, descríbala, interprétela, léala con suma atención, allegue a su auténtica identificación. Acaricie su iconicidad. Ahora ya lo comprende todo. Esta ciencia instrumental le conduce sin pausa al sobresalto de lo iconológico, le insta a recorrer el negro túnel ingrato del “tercer estrato”, a iluminarse de la especificidad esencial de la obra ante sus ojos –pues brilla en la oscuridad-: lo simbólico, lo trascendental, el significado intrínseco anegan sus entendederas con la suavidad de las agua de un arroyo apacible: ha entrado en el espíritu del artista, en la malla misteriosa y magnífica de sus ocurrencias más íntimas aunque confesables y expuestas al ojo universal. Se halla, usted, mi querido amigo espectador, en las más altas regiones de lo espiritual-artístico, próximo a palpar con la yema de sus dedos mundanos la oculta pero connotativa deidad de esta hacedora de figuraciones y asechanzas plásticas.
Fragmentada la obra en mil pedazos, diseminada en puzle amedrantador, el paleógrafo requerirá de Gran Paciencia para editar, certificar y sancionar La Gran Obra.
¡Qué sería de vosotros los “plásticos” sin nosotros Los Deshollinadores!
TODO ESTO VALE DINERO.
“Ahora comprendo mi miedo: ¡que no se me entendiera de ninguna de las maneras, incluso en el propósito deliberado de hacerlo todo ininteligible!”

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