Vigila a
los tipos con gabardina que merodean por los parques al atardecer. O a los de
la mañana con un libro en la mano y el paso lento sonriendo a los perros
lanudos y pequeños, o hablando a solas, o con la soga del cadalso en la mano,
o.
Siempre le
da miedo su diferencia, su otra esencia animal, indescifrable.
Él,
distinto (uno más de los 73 libros).
Ella… ¿es
una mujer?
¿Qué es
eso?
¿Por qué?
Precisamente yo…
Se palpa,
se hurga.
¿Una
mujer…?
Está hecha
a pedazos diferentes. Mamas, vulva, el canal oscuro y cálido de la vagina, los
estrógenos. A los cinco años le asaltó de repente la diferencia, ahora sí, de
forma crucial: se vio a ella en el espejo, la forma tan graciosa, y vio lo
femenino, y afuera, en la calle, vio hombres, la turbiedad tosca del varón. Así
que es una mujer, un montón de cosas distintas a las de ellos, el cuerpo, las
maneras de gobernarlo, de gozarlo, de serlo, fluidos, los timbres de la voz,
tal vez las estrategias del mismo pensamiento. Hombre y mujer campantes, hechos
carne, qué pareja de espesuras, cada uno tiene sus servidumbres, sus cuidados
inexcusables, su condición corpórea que a pesar de todo no basta para
clasificarlos de una manera determinante. La incipiente artista entomóloga
miraba cavilosa a su madre, la suicida. La desentrañaba. Una autopsia hasta el
final de su esencia. ¿Por qué una mujer? Es una absurda lotería biológica. Como
ella, como su madre. Cuerpos y miserias gemelos, pudicias y celo ineludibles.
En otras circunstancias más venturosas (¿?) podía haber vislumbrado su propia
destrucción paulatina. Pero no fue de ese modo. Murieron pronto las dos. La
hija imaginaba a la madre pudriéndose años después. Para eso sirven los cuerpos
judíos, se maldecía. Una mujer… Y todavía mucho después leyó en algún sitio que
entre los mamíferos sólo la hiena y la topo comparten con la mujer la
singularidad de poseer un himen. Hiena de supervivencia por encima de todo en
un mundo de insoslayable competitividad, topo de oscuridad, la hacendosa entre
sombras. Muy pequeña, sintió la necesidad de hundir sus dedos hasta el fondo de
la vagina, qué diablos, a ver qué pasa por ahí: pero tú nunca parirás. Otro
absurdo: el útero, las trompas, los ovarios, hasta los mismos senos más allá de
su estética sexual. Yerma. Toda una cáscara ocultando lo visceral y profundo.
Pero, ¿por qué no?, también un muestrario para el arte y su proceso,
correlatos, sustitutivos, las semejanzas buscadas, apropiadas, provocadas.
Tiene el
mejor modelo ante sí.
Una mujer.
Única (igual que todas). ¿Por qué esa herida perenne, sangrante?
En el
interior de la vagina reina una humedad de cueva: imagina los verdes arroyos,
el musgo, los duendecillos traviesos, la penumbra de las leyendas y crónicas
medievales. Era una niña muy fantasiosa. Se refocilaba. Hasta creaba
heráldicas, azures y campos, protocolos, tocamientos, las imaginaciones,
lúbricos recreamientos.
La mujer
atiende otras consideraciones; la artista concreta. Vagina: paredes rosas,
ligeras, tan elásticas y tibias, y a la vez resistentes, cambiantes…
La mucosa
desprende escamas, una pomada blanquecina y untuosa, la secreción como de la
clara de huevo. Puaf, qué fábrica de humores.
El profuso
inventario matérico suplanta la suma de imágenes denostadas: fibras, hilos,
alambres, cuerdas, y las blandas texturas que tanto recuerdan el tacto de las vísceras.
Tiene
talento para ser distinta. He ahí la sierva afortunada, una entre millones.
Mutilada
de la patria de origen, del padre, de la madre una y otra vez suicida en su
pensamiento. Muñones. Una amputación andante que grita sus ganas de vivir y
recrear el mundo.
Al igual
que el hueco desocupado del útero: del vacío nace una obra sin nombre, se
fragua de lo inerte y muerto del escombro. De la bolsa de sombras llena.
La obra.
Hacer un hijo, un nuevo prometeo. Materiales blandos o duros, flexibles o
rígidos, el látex, las gomas, corrosiones…
Nunca
tendrás un hijo biológico.
Su
bioformismo proclama una ansiedad: analogías que infieren repugnantes
significados, indeseables denotaciones.
La obra
desnuda, taxativa en su loca provocación. Naciente. Nueva, adánica.
El rodeo,
lo aproximativo de lo que connota sin especificarlo acrecienta su pluralidad
semántica en la imaginación, la elusión obra la magia, lo múltiple. Una
proliferación, un cáncer plástico que se extiende incontenible.
Nace del
interior de la mente, no del mundo circundante.
Podría ser
una propuesta teórica. Podría ser. Aunque su contingencia física, el espacio
que lo acoge y la intencionalidad de su creación (pues ha sido creado) lo revela asimismo como obra artística.
Es lo que
se muestra.
Significa
lo que se ve.
No hay
sinécdoque que valga.
Existe una
intención, un propósito que sustancia el hecho y lo aleja de lo maquinal o
fortuito, de lo prescindible por su inanidad o disposición accidental. La mera
acción de proponer una visión (una muestra tangible) al espectador valida el
gesto artístico, por así llamarlo. Pero convengamos que nada de lo visible,
salvo su configuración matérica, su forma, su color, equivale a un discurso.
Ninguna gramática la sustenta (ni siquiera la propiamente objetual, ese erigir
un objeto para su observancia en el templo/exposición). Lo que mueve a su
disquisición no es un presunto código de relaciones, referentes o mascaradas
metafóricas. Las asociaciones que puede inspirar al espectador atónito son tan
disparatadas como innúmeras las ocurrencias acerca de su sentido. No ofrece
ninguna alternancia a lo precedente. No prefigura lo porvenir. No es
antitético. Su extremismo le viene dado por la añadidura que depara la
perplejidad de su contemplación, el asombro o la contrariedad de su no-significación. Tampoco es el
antiarte, puesto que no subyace ideología alguna tras una conformación que
desdeña la mínima representación o simbología hacia algo o de algo. Su
proposición no esconde reto alguno. No va contra nada. Precisamente es lo más
parecido a la nada al valerse del mutismo intrigante de sus hechuras. Es,
simplemente.
Y, además,
por paradójico y contradictorio que nos parezca, es un residuo cultural con
valor de cambio. Es comerciable y reproducible. Por eso, además, finalmente
proclama su derecho a existir como: 1/. Objeto; 2/. Objeto artístico; 3/.
Objeto comprable. Y (también además)
no importa su lectura sino su invención, su sola realidad.
¿Qué es lo
que más te gusta del mundo? Lo ha preguntado con falsa ingenuidad, hasta imita
la voz de la niña que fue. Se encoge de hombros. “Los árboles y los libros”, le
dice. ¿Cuál es tu primer recuerdo? “Tres colores: azul, gris y verde.”
A los tres
años, en 1939, poco antes de su llegada a Nueva York, se fragua el primer
recuerdo: la arrebatan de los brazos protectores, como un animalillo. Se agita
en el aire, berrea frente el mar. Casi se ahoga entre mocos. Separada de su
madre, el origen se torna confuso, ininteligible o culpable: curso preparatorio.
Curso elemental: eres una judía emigrante. Curso superior: tu madre se quita la
vida. A los treinta y cuatro años un tumor en el cerebro te licencia
definitivamente.
La lenta
corriente del río la lleva por el estuario hasta Brooklyn. A lo lejos, indefinible,
fugaz, distingue el parque de atracciones, en la misma playa que baña el
Atlántico, y al otro extremo de la bahía, Rockway Park, que ella siempre vio
como envuelto en un aire verde.
-Mamá…
La suicida
mira a su hija de diez años: la arroja al abismo.
Nunca fue
pobre. Bueno, más de una vez se la vio comprando ropa de segunda mano en alguna
de las tiendas de la Tercera Avenida. Pero la recomponía: reinventaba diseños,
apaños, añadidos, adoses, colgajos, rayones…
En 1961.
Entre Rauschenberg y Jasper Johns. Qué dilema. ¿Qué hacer?
Se casó.
Bonita
ocurrencia.
La
tristeza se ha ido hasta después…
Han hecho
un viaje rápido a Washington. Hesse está intranquila.
Tiene dos
exposiciones en marcha, pero…
Primavera
de 1969. Viste un precioso vestido largo, estampado de grandes manchas de un
cromatismo en verdad aleatorio. Y ésa
es exactamente la palabra. Se cubre la cabeza con un gorro negro en forma de
tubo. Por atrás se escurre un gracioso mechón de cabello. Es preciosa, se dice
con los ojos cerrados. Luego, observa con disimulo la cabeza vuelta a la
ventanilla. Está pensativa, tal vez aterrada.
A la
vuelta del viaje es el terror.
-Vamos a
hablarle con absoluta claridad.
Rebulle en
el asiento. La mirada del doctor es acuciante. Adivina que él, sin poder
evitarlo, también sufre a pesar de las palabras protocolarias, las frases
hechas:
-Nos
enfrentamos a una dolencia de extrema gravedad. En los próximos días la
someteremos a pruebas más definitivas, pero creo que…
Estaba
claro que se temía lo peor. Lo vio claro.
No puede
ser. Esto no puede pasarme a mí. Es absurdo.
¡A santo
de qué!
Los
doctores dolor:
Un tumor
es algo que crece. Generosamente. Un crecimiento. Qué regalo, qué dádiva:
“Ya tiene usted una cosa más. Hablamos de un
cáncer en el cerebro…”
Qué
experiencia. Voy a trabajar inmediatamente en eso. Tal vez emplee…
¡TUMOR….!
“¿Sabes lo
que significa Häagen-Dazs?”
Dianne Arbus. En Yale le hablaron de sus
fotografías, mucho antes de la fama y las celebraciones. Etcétera. Ya tiene
otros ojos por donde mirar monstruos cordiales, nada peligrosos (sólo con ellos
mismos).
Recién
llegada de Europa, se entromete en la fealdad que tanto teme. Algo parece
atraerla al borde del abismo. El cáncer de la carne, de la ciudad y sus
subterráneos, de sus cielos fríos, sus tardes oscuras de locura y temor. Y,
meses después, descubre la caligrafía del espanto (Jennie dixit).
Anne
Sexton. Pudieron conocerse. Una de esas casualidades absurdas aunque
significativas por su rareza, pues ambas estaban demasiado atareadas en sus
trabajos. “El absurdo es la clave”, repetía Hesse con frecuencia. No resulta
fácil creerlo de ese modo; es, simplemente, la vida (indiferente a los humanos,
vasta, inescrutable, proteica, azarosa,). Sexton: la mujer madura de Yale, pero
si de ese modo parece es porque se ha convertido en aprendiza de escritora que
al final arrambla con un Pulitzer. Es poetisa desde que nació, pero tardaría en
decidirse a escribir. Es buena en eso: palabras en lugar de besos o arañazos y
los cuatrocientos golpes. Desdeña lo demás. Casi tienen la misma edad, Hesse y
ella. Se admiraron, pues aumentaban las expectativas de modo recíproco: se
miraban una a otra desde el infierno, el castigo, la pena, la muerte novelesca,
las imaginaciones.
Raymond
Th. Yeats: “Estas dos no tienen nada en común.”
Todo lo
intelectual, librero, acaba tan lejos de la tragedia, de la catarsis, lo vivo…
Los libros
no sirven para nada… ante semejantes biografías de carne y hueso, de olor y
color, de vida y de muerte, de la sangre negra o maldita o loca que por doquier
descubría la Arbus.
La última
fotografía que El Negro compró en…: el Cougan rojo conducido por Sexton volando
por la calzada a mil millas por hora.
Ha
decidido almorzar con ella en Marine
Stock, un restaurante cerca del City Hall. Esta vez es puntual. Llega
vestida con minifalda, con grandes círculos de color (amarillo, azul, verde)
estampados en el tejido. Una blusa blanca muy liviana cruzada de diagonales
negras, de mangas en forma de campana, desciende desde el cuello abotonado
hasta el cinturón ancho y rojo que rodea la cintura. Muy pop las dos prendas
(recuerdan el envase de una marca de cereales para el desayuno). Se ha cortado
el pelo. Aguardan turno en el restaurante. Cuando se sienta en un taburete en
forma de seta, a su lado, en la barra, experimenta una gran fatiga. Por la
mañana ha estado dando vueltas por Rockefeller Center, donde examinaba los
relieves de Noguchi. Ella sólo pide tarta de manzana, hace un gesto de fastidio
(se rasca la mejilla izquierda, golpea el suelo con el pie derecho) y declara
abiertamente que no quiere saber nada de Noguchi, al menos este Noguchi tan
americanizado. Él, aunque sin apetito, pide una hamburguesa con lonjas de
tocino, col agria y mostaza. No se siente inspirado, así que guarda un silencio
absoluto. Deja casi toda la comida en el plato. Pide un café y paga la cuenta.
Ella le mira con absoluto desprecio. La devuelve al SoHo. La ha hecho venir
para nada. La ha resucitado. La ha vestido para nada. Le ha hecho entrar en un
restaurante sin interés para nada. ¿Qué puede inventar? La deja ir, pues no hay
nada que hacer. Un acto fallido. Deambula por Chinatown. Vuelve a TriBeCa. Al
final acaba en una cafetería donde traspasa la línea roja y se toma tres copas
de bourbon ante la mirada asqueada de la camarera que le sirve los vasos cortos
con gesto de hastío, una mujer delgada y ojerosa, con el pelo color zanahoria,
ya cerca de los cuarenta. La chica más guapa y la nariz más respingona de
Milton, Virginia, hija de John, empleado en una gasolinera, y Karen, ama de casa,
triunfando en Nueva York. Y una mierda, nena, ¿qué esperabas? (Todo, menos la
mierda). A punto está de decirle, recorriendo con los ojos de arriba a abajo su
figura desmadejada: “Tú, no lo entiendes, triunfadora.” (Bueno, a fin de
cuentas ella lo ha conseguido, vive en Nueva York, en un edificio desvencijado
del Bronx tan lejos de la calle Barclay como dos líneas del metro y un par de
autobuses a primera hora del amanecer y otros dos autobuses y un par de líneas
de metro a última hora de la tarde, ha triunfado como camarera: viste un bonito
uniforme y se encasqueta un coqueto gorrito blanco a rayas de color rosa. Sólo
es una pistola oxidada que hace tiempo dejó de disparar.) Una pistola oxidada…
Él, ni siquiera eso, es un turista encubierto de ocio y seriedad con una pluma
seca en la mano, el arma más pusilánime: piensa en ello, intenta escribir algo
que tenga sentido con un bic de tinta verde americano (ahora, ya, diez
centavos) en el pequeño y colegial cuaderno de notas de tapas blandas “Oxford”
(veinticinco centavos). No lo consigue. “Anduve como un loco, matándome.”
Etcétera. En la estación elevada de… Etcétera. Sale. Acaba más abajo de Canal
Street con la boca llena de polvo, polímeros y venenos escondidos. Luego, se
detiene un rato mirando las obras de las que serán dos fantásticas torres
gemelas de cemento, hierro y cristal. Se dice que cambiarán la fisonomía del skyline de la ciudad, al sur de
Manhattan. Un símbolo eterno, imperecedero de la ciudad de los rascacielos, un
poderoso emblema milenario. (11 de setiembre de 1969, a media mañana, calor,
humedad, hastío, mastica el polvo.)
Las
excursiones Walser propician la introspección. Día tras día. Calor, lluvia,
viento:
Anotaciones falsamente climáticas que traslucen los desencantos y los
hechos notables del día.
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