lunes, 1 de junio de 2015

11

Vigila a los tipos con gabardina que merodean por los parques al atardecer. O a los de la mañana con un libro en la mano y el paso lento sonriendo a los perros lanudos y pequeños, o hablando a solas, o con la soga del cadalso en la mano, o.
Siempre le da miedo su diferencia, su otra esencia animal, indescifrable.
Él, distinto (uno más de los 73 libros).
Ella… ¿es una mujer?
¿Qué es eso?
¿Por qué? Precisamente yo…
Se palpa, se hurga.
¿Una mujer…?
Está hecha a pedazos diferentes. Mamas, vulva, el canal oscuro y cálido de la vagina, los estrógenos. A los cinco años le asaltó de repente la diferencia, ahora sí, de forma crucial: se vio a ella en el espejo, la forma tan graciosa, y vio lo femenino, y afuera, en la calle, vio hombres, la turbiedad tosca del varón. Así que es una mujer, un montón de cosas distintas a las de ellos, el cuerpo, las maneras de gobernarlo, de gozarlo, de serlo, fluidos, los timbres de la voz, tal vez las estrategias del mismo pensamiento. Hombre y mujer campantes, hechos carne, qué pareja de espesuras, cada uno tiene sus servidumbres, sus cuidados inexcusables, su condición corpórea que a pesar de todo no basta para clasificarlos de una manera determinante. La incipiente artista entomóloga miraba cavilosa a su madre, la suicida. La desentrañaba. Una autopsia hasta el final de su esencia. ¿Por qué una mujer? Es una absurda lotería biológica. Como ella, como su madre. Cuerpos y miserias gemelos, pudicias y celo ineludibles. En otras circunstancias más venturosas (¿?) podía haber vislumbrado su propia destrucción paulatina. Pero no fue de ese modo. Murieron pronto las dos. La hija imaginaba a la madre pudriéndose años después. Para eso sirven los cuerpos judíos, se maldecía. Una mujer… Y todavía mucho después leyó en algún sitio que entre los mamíferos sólo la hiena y la topo comparten con la mujer la singularidad de poseer un himen. Hiena de supervivencia por encima de todo en un mundo de insoslayable competitividad, topo de oscuridad, la hacendosa entre sombras. Muy pequeña, sintió la necesidad de hundir sus dedos hasta el fondo de la vagina, qué diablos, a ver qué pasa por ahí: pero tú nunca parirás. Otro absurdo: el útero, las trompas, los ovarios, hasta los mismos senos más allá de su estética sexual. Yerma. Toda una cáscara ocultando lo visceral y profundo. Pero, ¿por qué no?, también un muestrario para el arte y su proceso, correlatos, sustitutivos, las semejanzas buscadas, apropiadas, provocadas.
Tiene el mejor modelo ante sí.
Una mujer. Única (igual que todas). ¿Por qué esa herida perenne, sangrante?
En el interior de la vagina reina una humedad de cueva: imagina los verdes arroyos, el musgo, los duendecillos traviesos, la penumbra de las leyendas y crónicas medievales. Era una niña muy fantasiosa. Se refocilaba. Hasta creaba heráldicas, azures y campos, protocolos, tocamientos, las imaginaciones, lúbricos recreamientos.
La mujer atiende otras consideraciones; la artista concreta. Vagina: paredes rosas, ligeras, tan elásticas y tibias, y a la vez resistentes, cambiantes…
La mucosa desprende escamas, una pomada blanquecina y untuosa, la secreción como de la clara de huevo. Puaf, qué fábrica de humores.
El profuso inventario matérico suplanta la suma de imágenes denostadas: fibras, hilos, alambres, cuerdas, y las blandas texturas que tanto recuerdan  el tacto de las vísceras.
Tiene talento para ser distinta. He ahí la sierva afortunada, una entre millones.
Mutilada de la patria de origen, del padre, de la madre una y otra vez suicida en su pensamiento. Muñones. Una amputación andante que grita sus ganas de vivir y recrear el mundo.
Al igual que el hueco desocupado del útero: del vacío nace una obra sin nombre, se fragua de lo inerte y muerto del escombro. De la bolsa de sombras llena.
La obra. Hacer un hijo, un nuevo prometeo. Materiales blandos o duros, flexibles o rígidos, el látex, las gomas, corrosiones…
Nunca tendrás un hijo biológico.
Su bioformismo proclama una ansiedad: analogías que infieren repugnantes significados, indeseables denotaciones.
La obra desnuda, taxativa en su loca provocación. Naciente. Nueva, adánica.
El rodeo, lo aproximativo de lo que connota sin especificarlo acrecienta su pluralidad semántica en la imaginación, la elusión obra la magia, lo múltiple. Una proliferación, un cáncer plástico que se extiende incontenible.
Nace del interior de la mente, no del mundo circundante.
Podría ser una propuesta teórica. Podría ser. Aunque su contingencia física, el espacio que lo acoge y la intencionalidad de su creación (pues ha sido creado) lo revela asimismo como obra artística.
Es lo que se muestra.
Significa lo que se ve.
No hay sinécdoque que valga.
Existe una intención, un propósito que sustancia el hecho y lo aleja de lo maquinal o fortuito, de lo prescindible por su inanidad o disposición accidental. La mera acción de proponer una visión (una muestra tangible) al espectador valida el gesto artístico, por así llamarlo. Pero convengamos que nada de lo visible, salvo su configuración matérica, su forma, su color, equivale a un discurso. Ninguna gramática la sustenta (ni siquiera la propiamente objetual, ese erigir un objeto para su observancia en el templo/exposición). Lo que mueve a su disquisición no es un presunto código de relaciones, referentes o mascaradas metafóricas. Las asociaciones que puede inspirar al espectador atónito son tan disparatadas como innúmeras las ocurrencias acerca de su sentido. No ofrece ninguna alternancia a lo precedente. No prefigura lo porvenir. No es antitético. Su extremismo le viene dado por la añadidura que depara la perplejidad de su contemplación, el asombro o la contrariedad de su no-significación. Tampoco es el antiarte, puesto que no subyace ideología alguna tras una conformación que desdeña la mínima representación o simbología hacia algo o de algo. Su proposición no esconde reto alguno. No va contra nada. Precisamente es lo más parecido a la nada al valerse del mutismo intrigante de sus hechuras. Es, simplemente.
Y, además, por paradójico y contradictorio que nos parezca, es un residuo cultural con valor de cambio. Es comerciable y reproducible. Por eso, además, finalmente proclama su derecho a existir como: 1/. Objeto; 2/. Objeto artístico; 3/. Objeto comprable. Y (también además) no importa su lectura sino su invención, su sola realidad.
¿Qué es lo que más te gusta del mundo? Lo ha preguntado con falsa ingenuidad, hasta imita la voz de la niña que fue. Se encoge de hombros. “Los árboles y los libros”, le dice. ¿Cuál es tu primer recuerdo? “Tres colores: azul, gris y verde.”
A los tres años, en 1939, poco antes de su llegada a Nueva York, se fragua el primer recuerdo: la arrebatan de los brazos protectores, como un animalillo. Se agita en el aire, berrea frente el mar. Casi se ahoga entre mocos. Separada de su madre, el origen se torna confuso, ininteligible o culpable: curso preparatorio. Curso elemental: eres una judía emigrante. Curso superior: tu madre se quita la vida. A los treinta y cuatro años un tumor en el cerebro te licencia definitivamente.
La lenta corriente del río la lleva por el estuario hasta Brooklyn. A lo lejos, indefinible, fugaz, distingue el parque de atracciones, en la misma playa que baña el Atlántico, y al otro extremo de la bahía, Rockway Park, que ella siempre vio como envuelto en un aire verde.
-Mamá…
La suicida mira a su hija de diez años: la arroja al abismo.
Nunca fue pobre. Bueno, más de una vez se la vio comprando ropa de segunda mano en alguna de las tiendas de la Tercera Avenida. Pero la recomponía: reinventaba diseños, apaños, añadidos, adoses, colgajos, rayones…
En 1961. Entre Rauschenberg y Jasper Johns. Qué dilema. ¿Qué hacer?
Se casó.
Bonita ocurrencia.
La tristeza se ha ido hasta después…
Han hecho un viaje rápido a Washington. Hesse está intranquila.
Tiene dos exposiciones en marcha, pero…
Primavera de 1969. Viste un precioso vestido largo, estampado de grandes manchas de un cromatismo en verdad aleatorio. Y ésa es exactamente la palabra. Se cubre la cabeza con un gorro negro en forma de tubo. Por atrás se escurre un gracioso mechón de cabello. Es preciosa, se dice con los ojos cerrados. Luego, observa con disimulo la cabeza vuelta a la ventanilla. Está pensativa, tal vez aterrada.
A la vuelta del viaje es el terror.
-Vamos a hablarle con absoluta claridad.
Rebulle en el asiento. La mirada del doctor es acuciante. Adivina que él, sin poder evitarlo, también sufre a pesar de las palabras protocolarias, las frases hechas:
-Nos enfrentamos a una dolencia de extrema gravedad. En los próximos días la someteremos a pruebas más definitivas, pero creo que…
Estaba claro que se temía lo peor. Lo vio claro.
No puede ser. Esto no puede pasarme a mí. Es absurdo.
¡A santo de qué!
Los doctores dolor:
Un tumor es algo que crece. Generosamente. Un crecimiento. Qué regalo, qué dádiva:
“Ya tiene usted una cosa más. Hablamos de un cáncer en el cerebro…”
Qué experiencia. Voy a trabajar inmediatamente en eso. Tal vez emplee…
 ¡TUMOR….!
“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”
 Dianne Arbus. En Yale le hablaron de sus fotografías, mucho antes de la fama y las celebraciones. Etcétera. Ya tiene otros ojos por donde mirar monstruos cordiales, nada peligrosos (sólo con ellos mismos).
Recién llegada de Europa, se entromete en la fealdad que tanto teme. Algo parece atraerla al borde del abismo. El cáncer de la carne, de la ciudad y sus subterráneos, de sus cielos fríos, sus tardes oscuras de locura y temor. Y, meses después, descubre la caligrafía del espanto (Jennie dixit).
Anne Sexton. Pudieron conocerse. Una de esas casualidades absurdas aunque significativas por su rareza, pues ambas estaban demasiado atareadas en sus trabajos. “El absurdo es la clave”, repetía Hesse con frecuencia. No resulta fácil creerlo de ese modo; es, simplemente, la vida (indiferente a los humanos, vasta, inescrutable, proteica, azarosa,). Sexton: la mujer madura de Yale, pero si de ese modo parece es porque se ha convertido en aprendiza de escritora que al final arrambla con un Pulitzer. Es poetisa desde que nació, pero tardaría en decidirse a escribir. Es buena en eso: palabras en lugar de besos o arañazos y los cuatrocientos golpes. Desdeña lo demás. Casi tienen la misma edad, Hesse y ella. Se admiraron, pues aumentaban las expectativas de modo recíproco: se miraban una a otra desde el infierno, el castigo, la pena, la muerte novelesca, las imaginaciones.
Raymond Th. Yeats: “Estas dos no tienen nada en común.”
Todo lo intelectual, librero, acaba tan lejos de la tragedia, de la catarsis, lo vivo…
Los libros no sirven para nada… ante semejantes biografías de carne y hueso, de olor y color, de vida y de muerte, de la sangre negra o maldita o loca que por doquier descubría la Arbus.
La última fotografía que El Negro compró en…: el Cougan rojo conducido por Sexton volando por la calzada a mil millas por hora.
Ha decidido almorzar con ella en Marine Stock, un restaurante cerca del City Hall. Esta vez es puntual. Llega vestida con minifalda, con grandes círculos de color (amarillo, azul, verde) estampados en el tejido. Una blusa blanca muy liviana cruzada de diagonales negras, de mangas en forma de campana, desciende desde el cuello abotonado hasta el cinturón ancho y rojo que rodea la cintura. Muy pop las dos prendas (recuerdan el envase de una marca de cereales para el desayuno). Se ha cortado el pelo. Aguardan turno en el restaurante. Cuando se sienta en un taburete en forma de seta, a su lado, en la barra, experimenta una gran fatiga. Por la mañana ha estado dando vueltas por Rockefeller Center, donde examinaba los relieves de Noguchi. Ella sólo pide tarta de manzana, hace un gesto de fastidio (se rasca la mejilla izquierda, golpea el suelo con el pie derecho) y declara abiertamente que no quiere saber nada de Noguchi, al menos este Noguchi tan americanizado. Él, aunque sin apetito, pide una hamburguesa con lonjas de tocino, col agria y mostaza. No se siente inspirado, así que guarda un silencio absoluto. Deja casi toda la comida en el plato. Pide un café y paga la cuenta. Ella le mira con absoluto desprecio. La devuelve al SoHo. La ha hecho venir para nada. La ha resucitado. La ha vestido para nada. Le ha hecho entrar en un restaurante sin interés para nada. ¿Qué puede inventar? La deja ir, pues no hay nada que hacer. Un acto fallido. Deambula por Chinatown. Vuelve a TriBeCa. Al final acaba en una cafetería donde traspasa la línea roja y se toma tres copas de bourbon ante la mirada asqueada de la camarera que le sirve los vasos cortos con gesto de hastío, una mujer delgada y ojerosa, con el pelo color zanahoria, ya cerca de los cuarenta. La chica más guapa y la nariz más respingona de Milton, Virginia, hija de John, empleado en una gasolinera, y Karen, ama de casa, triunfando en Nueva York. Y una mierda, nena, ¿qué esperabas? (Todo, menos la mierda). A punto está de decirle, recorriendo con los ojos de arriba a abajo su figura desmadejada: “Tú, no lo entiendes, triunfadora.” (Bueno, a fin de cuentas ella lo ha conseguido, vive en Nueva York, en un edificio desvencijado del Bronx tan lejos de la calle Barclay como dos líneas del metro y un par de autobuses a primera hora del amanecer y otros dos autobuses y un par de líneas de metro a última hora de la tarde, ha triunfado como camarera: viste un bonito uniforme y se encasqueta un coqueto gorrito blanco a rayas de color rosa. Sólo es una pistola oxidada que hace tiempo dejó de disparar.) Una pistola oxidada… Él, ni siquiera eso, es un turista encubierto de ocio y seriedad con una pluma seca en la mano, el arma más pusilánime: piensa en ello, intenta escribir algo que tenga sentido con un bic de tinta verde americano (ahora, ya, diez centavos) en el pequeño y colegial cuaderno de notas de tapas blandas “Oxford” (veinticinco centavos). No lo consigue. “Anduve como un loco, matándome.” Etcétera. En la estación elevada de… Etcétera. Sale. Acaba más abajo de Canal Street con la boca llena de polvo, polímeros y venenos escondidos. Luego, se detiene un rato mirando las obras de las que serán dos fantásticas torres gemelas de cemento, hierro y cristal. Se dice que cambiarán la fisonomía del skyline de la ciudad, al sur de Manhattan. Un símbolo eterno, imperecedero de la ciudad de los rascacielos, un poderoso emblema milenario. (11 de setiembre de 1969, a media mañana, calor, humedad, hastío, mastica el polvo.) 
Las excursiones Walser propician la introspección. Día tras día. Calor, lluvia, viento:
Anotaciones falsamente climáticas que traslucen los desencantos y los hechos notables del día.

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