miércoles, 17 de junio de 2015

14

Lee. A todas horas. En una ciudad que en esos años alberga más de 300 librerías diseminadas por sus calles y avenidas es fácil hacerlo. Y el que no corre, vuela.
¿Debería cogerle del brazo?
Dos enamorados que salen de casa antes del atardecer de mayo. Eva: lleva una falda evasé con zapatos de tacón, una blusa blanca con puños de encaje, el chaleco negro…
Me siento dadivoso… a la manera borde.
Una especie de Swift de carrillos rosados que metiera el dedo morcillero de inglés mercachifle bien cebado en la llaga de la herida del siglo XX.
Que no muera nunca, ésa es mi ofrenda a la Gran Artista para hoy.
Te otorgo la eternidad (te concedo un… castigo)
Eres la heroína de los colores.
También eres mi heroína, Hesse.
He aquí las páginas blancas donde mancillo tu memoria.
He aquí el pecado y la ofrenda.
He aquí mis antojos de creador menor (pero sentimental).
He aquí la chica de la moneda de plata de tres peniques. Nace una de cada un millón.
Te alumbraron con el círculo rojo sobre la ceja izquierda. Ahora, a tus doce años, se ha vuelto verde. Aún has de verla azul oscuro cuando cumplas los veinticinco.
Sabed que ella es La Elegida, papanatas...
Pero, ay, nadie alcanzó a descubrir la mancha negra del tamaño de un chelín sobre la frente.
¿Y qué le hubieras pedido tú a una vida inmortal?
Amaría la sabiduría, sería generosa, me entregaría a las artes y las ciencias. El mundo y sus cambios, sus modas y revoluciones serían mi espectáculo interminable, así como los cielos de la noche, sus astros y sus cometas. Contemplaría indiferente y divertida como se marchitan a lo largo de los siglos la sucesión de claveles y tulipanes en mi jardín. Y yo sería un ejemplo para el mundo que nada en mí vería reprobable.
Sería…
Serías como tus obras, que en el siglo XXI se pudren y se deshacen como el polvo aun no dejando de ser lo que son. Y hemos de copiarlas con nuevos materiales, clonarlas con otra química reciente que sustituya los despojos corrompidos. Tu obra, en nuestros días, es una copia de la que manipularon tus manos, aquellos desechos de los sesenta forman hoy un revoltijo informe encerrado en una urna de cristal.
Pero ¿acaso no somos los hombres y las mujeres copias más o menos imperfectas de otros seres humanos que nos precedieron?
Podemos replicar tu obra cuantas veces nos venga en gana.
¿Para qué ser inmortal? ¿O piensas tal vez que se es inmortal contando 30 años tan sólo hasta el fin de la eternidad?
No, querida. A los cuatro mil seiscientos dos años tendrías cuatro mil seiscientos dos años y no treinta. ¿Qué pensabas?
Serías una struldbrugs cumpliendo años sin cesar, melancólica y abatida, con todas las manías y achaques del viejo, con la horrible perspectiva de no morir jamás. A los cuatrocientos años serías tan terca, antojadiza, avara, áspera, vanidosa y charlatana como a los cincuenta y sesenta. A los setecientos nada de los placeres del cuerpo podrías desear, puesto que a ninguno de ellos podrías responder. Envejecerías eternamente, asqueada y confusa, hasta convertirte en una sombra repugnante para los demás, una apestosa y húmeda mojama ambulante. Tu capacidad de aprender sería nula, tu memoria se desvanecería al paso de los milenios, pero lentamente, muy lentamente, y mendigarías un recuerdo, unos pocos slumskudask con los que llenar el vacío de tu mente. Ni siquiera podrías refugiarte en la lectura, pues el lenguaje se tornaría incomprensible, y tus ojos irían apagándose como una estrella durante millones de años. Tu nacimiento habría sido siniestro, y envejecerías a la par que el universo. Esa rara eternidad te mantendría muerta en vida.
Condenada a vivir hasta el final de todo… ¡qué tortura diabólica!
Pronto dejarías de temer a la muerte, que sería una bendición, el más dulce de los consuelos…
“¿Ahora administras antídotos, entrometido del diablo?”
“Querida, soy El Hacedor. Soy yo quien dispone las piezas aquí y acullá. Qué le vamos a hacer.”
De nuevo Brooklyn: Park Slope: ciudadanos negros por doquier. Pronto olvidas tu origen, judío por elección/fatalidad, americana de primera. Se da una vuelta por la calle Middagh. Busca la “casa sola”, aquella que en la década de los cuarenta albergó entre sus paredes amarillas a W.H. Auden, a Richard Wright, a Carson McCullers, a Paul y Jane Bowles, a Benjamin Britten… Todos ellos vivían allí gratis con la única condición de contribuir al pago de las facturas de la electricidad y la calefacción y donar una parte de dinero a la cocinera que les guisaba. Se encontraban a gusto allí, y raras veces “cruzaban el puente”. Era una buena vida aquella, y por la noche sólo tenías que cuidar de no beber demasiado y no pisar el rabo de alguno de los miles de gatos que se apoderaban de las aceras una vez anochecía.
¿Y, tú?
¿Escribir? Bien, no tan arriesgado como terminar por las alturas de la ciudad trabajando como un window washer.
Aunque… eso depende.
¿De qué…?
1966. De vuelta. Pero no todo está por hacer. Todo está hecho, sólo hay que mostrarlo.
1969. Marzo: nada del arte y sus épocas me impresionan: tengo la llave maestra.
En 1972, en el Guggenheim, la exposición (compuesta como los mecanos, alzada tridimensionalmente desde los planos y las anotaciones…) Y ella tan muerta ya…
Galerías de arte. “Tengo un plan”, dice. “Adelante”, le contestan. “Nosotros no somos nada más que un espacio adecuado. Cuatro paredes, un techo y un suelo que mancillar. Trabaje usted con ello. Todo lo demás es innecesario. Expóngase usted. Hágalo sin miedo. Atrévase a fracasar.”
Forma parte de una cuadra prestigiosa, zarandeada por el escándalo y la celebridad de sus adquisiciones tumultuosas. SAATCHI dos milenios después (puesto que inconcebible era su existencia y su capricho en la Era del Hierro) traduce el lenguaje artístico a lo ferial y bolsístico, los bonos, la acciones y los dividendos (y sobre papel cuché, excelente offset, la fotografía, la propuesta, el precio).
Pero en 1963: una chica lista (lo hemos convenido de ese modo) es muy capaz de endosarle una aguada abstracta a la enjoyada mujer que sale del bar del hotel Quadrum en dirección a su automóvil con chófer delante de la puerta giratoria: se trata de dinero: la única relación con el arte que aquella dama compradora de espléndido tipo y ahora adinerada y en actividad sexual constante con su dueño y señor había tenido en el oscuro hogar paterno de un lugar de Manhattan mestizo e innombrable durante su pobre infancia pobre (sic), era la visión diaria de un calendario colgado en la pared de la minúscula cocina interior cuya parte superior reproducía un paisaje de la caza del zorro en la campiña inglesa por H.G.R. Gyant: “Qué bonito”, solían decir para sus adentros al consultar una fecha en el faldón de los números de más abajo cada uno de los miembros de la familia (8 en total pululando y tropezándose entre ellos en el interior de los 55 metros cuadrados del hediondo apartamento del West Side sin ventana exterior: las cuatro hermanas –bellas y listas-, el hermano –torpe, muerto prematuramente al descender de un tren en marcha cuando iba borracho-, el padre –ascensorista- y la madre –camarera- y el abuelo que jamás pudo pronunciar una palabra si no era en un dialecto húngaro).
Soñaba no sin fundamento, pues ella “sabía”  que las ideas que bullían en su mente eran brillantes y más tarde o más temprano saldrían a la luz. El mundo sabría de qué era capaz el talento (o el don) que aleteaba sobre sus dedos… Aunque, por ahora, ella era la chica que siempre estaba metida en una cabina telefónica con La Agenda Prodigiosa en la mano y los bolsillos de los Pendletons llenos de monedas de diez centavos.
De momento, nena, aprende bien tu papel: nada hay más atractivo en Nueva York que un… que una starving artist.
Desecha el papel, el lienzo, el barro:
En cualquier calle de cualquier lugar del mundo la artista que  acabará viviendo en un psiquiátrico, Yayoi Kusama, yergue sus muñecotes vivientes pintarrajeados, los adereza de sorpresas:
“Lo efímero pervive en la memoria, deja de ser objeto y deviene recuerdo.”
Paseaba bajo los árboles fríos y desnudos del invierno… ¡Ah, no, busca las grandes copas de hoja perenne, el sol entre las ramas aunque el viento de enero haga estremecer tu piel cubierta por mil ropajes!
-Así que…
-Pues, sí.
-Siempre necesitamos a alguien que escriba acerca de algo. Deme su número de teléfono.
-No es preciso. Casi nunca estoy en casa [¿Y cuándo escribe?]. No me importa venir aquí las veces que sea menester.
-Si lo quiere de ese modo…
(“Otro pobre mierda que todavía no tiene teléfono.”)
(“Solíamos ir al bar de Joe Bell en la esquina de Lexington Avenue...)
¿Qué clase de escultura es ésta?
La más alejada de la ficción. Todo en ella responde a la verdad. Todo lo que ves, es.
Y posa sus dedos sobre la carne macilenta, advierte su liviandad, la indefensión ante el estropicio que el tiempo, poco o mucho, perpetra en los débiles tejidos, los músculos, los nervios… Una materia vulnerable y chocantemente finita.
Marzo de 1970. “Envejeces como los materiales de tus obras, un lento deterioro que pudre la materia, la carne, los colores, la sangre, los huesos, los metales…” Ha enflaquecido. Acaricia con la mano uno de sus muslos, lentamente, con los ojos cerrados. Ejerce una suave presión, la siente latir, y le enternece la tibia y suave carne de este ser vivo a punto para la muerte.
En el 68, en el Guggenheim: El Contemplador desea comprar un par de catálogos (que no leerá nunca, puesto que los pierde en una cafetería mugrienta de una calle adyacente de la Quinta). Aguarda su turno frente el curvo mostrador de madera barnizada mirándose los pies. Entonces imagina.
En algunos de los plácidos (y hasta hogareños) rincones del museo se halla ella descansando de la morosa y fértil caminata de hace unos minutos desfilando ante los cuadros, sentada ahora, mirándose una carrera en la media, mordiéndose una uña, reposa como una ninfa con la vista perdida entre las hojas verdebrillantes de una planta junto a la pared roja, desviando la vista de otros los visitantes que sólo turistean.
Artistas: actores: cómicos.
En realidad, a despecho del cuidado desaliño físico y de una vestimenta chocante, toda esta caterva de aprendices geniales bien pudiera haber salido de los HB Studios de Bank Street. Gestos y entonación, miradas y poses atendían más al efecto estético de ellos mismos, la única obra de arte. Nada decían o subrayaban de sus trabajos plásticos, por lo general ocultos en ignotos parajes neoyorquinos a los que rara vez se permitía el acceso.
“Tomaremos una copa en Yorick.”
“Dejaremos correr la noche.”
“Mañana será otro día.”

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