viernes, 12 de junio de 2015

13

Siempre detrás de ella, el via crucis de sólo ver lo que piensas, no pensar lo que ves, ajeno a la ciudad magnífica, desafiante, y todos los verdaderos estímulos que por doquier acucian tu pasividad: el edificio de Burham, bajando al Village, surge de entre la niebla en el canal de la piedra de Broadway y la Quinta Avenida. La flecha eres tú.
-¿Por qué está muda Hesse?
El horror, el horror.
Ahora ama los silencios. Se cierne…
Lee un libro sobre la gravedad, el tiempo, el espacio…
¿Puede llegarse de lo figurativo a la abstracción y de ésta al inefable mundo sin palabras del objeto per se? Se puede, como de lo realista a lo mítico y de éste al silencio.
En el New Yorker: película de Antonioni (es como una pintura).
Pero antes, a las 16,45: terapia, que nada anestesia ni diluye en el olvido. Sin embargo, el film…
Ahora recibe el sol tibio sobre la cara, tumbada sobre la arena olorosa, tan cerca del agua que las pequeñas e inofensivas olas de media tarde le lamen los pies.
“Nadie ha de buscarme aquí…”
Muy lejos de allí, de ella, (de todo): se aburre, el pobre tipo. A veces, ni puede comprar libros usados:
ha subido al ferry de Staten Island más de trescientas veces.
Casi es verano ya.
Remanga más allá del codo las mangas de la camisa.
Se nota ligero.
Tal vez más confiado.
“Saldré adelante”, le dice el tipo turbio de los escaparates cuando se mira a sí mismo reflejado en ellos.
Compra fruta de las aceras. En muchas esquinas de la ciudad hay puestos de fruta.
Compra melocotones, cerezas, manzanas, uva…
Aprieta muy ufano contra el pecho la bolsa repleta llena de fruta por un dólar y medio.
H. tiene un amigo, un confidente que…
El padre, que mira de frente a la hija: “Y miró de frente a la muerte. Después de todo…”
Ahora, con los ojos cerrados, el mar habla.
“¿Quién fue mi madre…?”
Era la mujer más bella del mundo.
“¿Quién fue mi madre?”
Todos los días se hace esa misma pregunta. De pequeña apelaba a su padre. Este miraba al vacío, al pasado. Todos los judíos dan gracias a Dios, se entregan a la oración y expían sus pecados, celebran la diáspora interminable y fatal:
“Cuando llegamos a Manhattan se pagaban cinco dólares por una habitación amueblada, y los judíos americanos se miraban extrañados entre sí al oír hablar en yiddish a los judíos que llegaban de Europa.”
“¿Quién fue mi madre?”
“No era oro todo lo que relucía. Mucha gente se alimentaba de salchichas con mostaza, mazorcas de maíz, algodón de azúcar y una limonada.”
“¿Quién fue mi madre?”
“Todo el mundo andaba con prisas…”
“¿Quién fue mi madre?”
“Todo el mundo a lo suyo…”
“¿Quién fue mi madre?”
“Todo el mundo, con el tiempo justo, comía en cafeterías de pie, o sentados en un taburete de espaldas a la calle, con la cabeza hundida entre los hombros, en silencio, sin mirar a los lados, masticando un sándwich de queso y lechuga y el refresco dulzón delante sobre la barra bruñida…”
“¿Quién fue mi madre?”
“… O engullías sin ganas una sopa de tomate de bote y verduras enlatadas.”
“¿Quién fue mi madre?”
“Aunque sólo unos años antes, ni siquiera podías comer, y las niñas judías enflaquecían de tal manera que al llegar a la adolescencia muchas de ellas morían anémicas, con la piel trasluciendo las venas, los ojos risueños e inocentes, el estómago enfermo y encogido…”
“¿Quién fue mi madre?”
“Por entonces, en la Cuarta Avenida podías comprar libros de bolsillo por tres centavos, y no en demasiado mal estado...
“¿Quién fue mi madre?”
“¿Quieres una taza de café? ¿Una compota de ciruela?”
Ojo: recuerda la mirada encendida por la ira de tu padre al descubrirte meneando las caderas mientras intentabas mantener en la cintura el hula-hop que te había prestado Katty, la hija mayor de los vecinos gentiles (la de la vagina voraz, al decir del terrible Miguel Muñoz, el hispano, el sefardita).
Inventa un paseo con ella bajo la luz sombría de diciembre, el aire frío y los árboles desnudos de hojas como mudos esqueletos, el cielo plomizo que esconde a Manhattan en una ratonera de nieve y cristal.
Él: faulkneriano a destiempo: igualito que ese tipo Coldfield: en la ciudad monstruosa, aunque sin encerrarse entre cuatro paredes: tenía como único amigo y compañero a su conciencia.
Se deja guiar de la mano de ella un día de verano por el inmenso desfiladero de Park Avenue. Está atardeciendo. Alza la vista y en el cielo que oscurece, pero todavía azul, increíblemente raso, descubre una luna brillante, de perfecta redondez, una magia mucho más poderosa que este paso estrecho entre montañas de piedra y una geometría poderosa de cristales.
Sentada bajo los grandes árboles.
El día suave, cálido y hermoso del verano: no morir, ¿por qué?
Invierno: ha empezado a nevar, no voy a salir.
Buenos libros donde leer, páginas en blanco donde dibujar.
“¿Sabes? El talento es invisible…”
“¿Invisible…”
“… se halla tras lo más inesperado, en el momento menos programado, y cada uno de nosotros, los artistas, somos algo parecido a una pequeña y exclusiva ventana que cuando logramos abrirla mediante la obra física, y eso sucede en muy contadas ocasiones, podemos invitar al espectador a que atisbe un ínfimo fragmento de su esencia.”
“¿?”
¿Es ella del montón? Paciencia, se dice.
¿Sobresale entre las espigas más gruesas y doradas?
¿Es estrella distinguible?
¿Es única, reconocible…?
¿Es ella La Gran Artista Que Descuella Entre Todos?
Sobresale… ¿aún viva?
Muerta (y la obra… rodando):
Noviembre de 1970, 5, miércoles, en el 729 de Broadway (entre Waverly & Astor Places), exposición colectiva por la paz (en Vietnam, en África, en Harlem, en la Luna…):
Herb Aach
Fritzie Abadi
Pat Adams
Robert Adler
Carl Andre
……………………………..
Hans Haackle
David Hare
Fred Hausman
A.G. Helicff
Dorothy Heller
Phoebe Helman
Eva Hesse
Everett Hoffman
Budd Hopkins
Helene Hui
…………………………….
Tony Vevers
Florence Weinstein
Tom Wasselmann
William White
Jack Younggerman
Adja Yunkers
Zaimar
Kasimieras Zoromskis
Los tiempos no cambiarán nunca. (El timbre dulzón de Patti Page expande por los cuatro puntos cardinales Tennessee Waltz, un batido empalagoso cuidadosamente producido a base de jazz, country and rythm and blues.)
El Inventor no claudica. “¿Sabes…?” Y comienza a novelar: un dólar y doce centavos en uno de los bolsillos del pantalón. Toda su fortuna. En el otro la pequeña libreta de cantos arrugados, el bic americano. No deja de andar bajo los primeros neones del crepúsculo rojo de Nueva York. Esta noche no se morirá de hambre.  La primavera llega a su fin. Es como una celebración.  Todo germina como por un milagro. El aire es cálido, benefactor. Un dólar es suficiente para que un hombre (un hombre como él) pueda llegar hasta el amanecer. Y sin dejar de andar… a ninguna parte.
Una vez, aburrido en The Green Train, descubrió después de haberlo visto alrededor de un millar de veces, un viejo aparato de radio, un Freshman de finales de los años veinte.
Conéctalo, Ray.
No funciona desde hace cien años.
Maldita sea, podrías intentarlo.
Tenía la extraña ocurrencia de que, si alguien era capaz de hacerlo funcionar, por sus altavoces recubiertos de tela de un verde deslucido surgirían las voces y las canciones de mil novecientos veintitantos, las risas idiotas de las flappers, las voces y los ruidos de aquella efímera ilusión de felicidad.
Vamos, Ray, ten un poco de imaginación.
Pero éste no alzaba la vista del libro, absorto en historias de hacía más de mil años (Homero, Sófocles, Lucrecio…).
La galería X., en la X con la X.: anota la adolescente. ¿Qué habrá mirado? ¿Llegó a visitar esa exposición o lo que fuere? 1951.
15 años. ¿Qué quiere? Ver.
Arrancada la hoja cuadriculada de su diario colegial: Campos de concentración silenciosos bajo la bruma, el exterminio calculado. La desaparición tecnificada, en fila de a dos al vacío. Leyó…
No tiene ni una pizca de maldita. Al contrario, quiere vivir, culminarse en todo, saberlo todo, serlo todo… La vida tendría que ser eterna, sólo así descubriríamos su sentido.
El año recién empezado. Sábado. Luminoso y azul. El aire limpio y festivo en este lugar donde la espera, rodeado por la tiesura elegante de Broadway con la 38, imaginando diálogos, escorzos de su cuerpo magnífico donde nada de su asesino puede ser entrevisto o imaginado.
Son dos capricornio de principios de enero, a efectos solamente de identificación adicional, anecdótica.
-Feliz cumpleaños –le dice al verla entrar en la habitación. Ha dormido mal. Su rostro refleja incertidumbre y miedo, una sosegada devastación. Debido al tratamiento la frente se ha alargado, se ha echado para atrás el cabello frágil, quebradizo. A veces, coqueta, se anuda una cinta de colores vivos a la frente. Todavía se gusta, y hay mucho de respeto a los demás en esa apetencia de agradar. Le mira sin decir nada. Examina el vaso de leche en la mano de él, y luego aparta la vista y la lleva hacia delante con un gesto de desaliento. Él comprende que ha sido un error, pero el paquete azul con el lazo dorado descansa en un ángulo sobre la mesa de la cocina, se revela impúdico sobresaliente en la fría luz de la mañana invernal y fría.
[Escribe de nuevo]:
Comprueba que de nuevo ella desvía la vista. Hacia la ventana: el horror del mundo de afuera, porque… tal vez aquí dentro, en esta (a pesar de todo) calidez marina y blanca el tiempo se detenga, y nada muera, que todo sólo sea, todo sólo esté vivo… sin conciencia. El camisón de liviano tejido, corto y amarillo, casi una minifalda, se entreabre un poco, la abertura deja asomar parte de los muslos, la piel morena y tentadora, y está la cabellera limpia y brillante, en magnífico desorden. 

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