Siempre
detrás de ella, el via crucis de sólo
ver lo que piensas, no pensar lo que ves, ajeno a la ciudad magnífica,
desafiante, y todos los verdaderos estímulos que por doquier acucian tu
pasividad: el edificio de Burham, bajando al Village, surge de entre la niebla
en el canal de la piedra de Broadway y la Quinta Avenida. La flecha eres tú.
-¿Por qué
está muda Hesse?
El horror,
el horror.
Ahora ama
los silencios. Se cierne…
Lee un
libro sobre la gravedad, el tiempo, el espacio…
¿Puede
llegarse de lo figurativo a la abstracción y de ésta al inefable mundo sin palabras del objeto per se? Se puede, como de lo realista a
lo mítico y de éste al silencio.
En el New
Yorker: película de Antonioni (es como una pintura).
Pero
antes, a las 16,45: terapia, que nada anestesia ni diluye en el olvido. Sin
embargo, el film…
Ahora recibe el sol
tibio sobre la cara, tumbada sobre la arena olorosa, tan cerca del agua que las
pequeñas e inofensivas olas de media tarde le lamen los pies.
“Nadie ha de buscarme
aquí…”
Muy lejos
de allí, de ella, (de todo): se aburre, el pobre tipo. A veces, ni puede
comprar libros usados:
ha subido
al ferry de Staten Island más de trescientas veces.
Casi es
verano ya.
Remanga
más allá del codo las mangas de la camisa.
Se nota
ligero.
Tal vez
más confiado.
“Saldré
adelante”, le dice el tipo turbio de los escaparates cuando se mira a sí mismo
reflejado en ellos.
Compra
fruta de las aceras. En muchas esquinas de la ciudad hay puestos de fruta.
Compra
melocotones, cerezas, manzanas, uva…
Aprieta
muy ufano contra el pecho la bolsa repleta llena de fruta por un dólar y medio.
H. tiene
un amigo, un confidente que…
El padre,
que mira de frente a la hija: “Y miró de frente a la muerte. Después de todo…”
Ahora, con
los ojos cerrados, el mar habla.
“¿Quién
fue mi madre…?”
Era la
mujer más bella del mundo.
“¿Quién
fue mi madre?”
Todos los
días se hace esa misma pregunta. De pequeña apelaba a su padre. Este miraba al
vacío, al pasado. Todos los judíos dan gracias a Dios, se entregan a la oración
y expían sus pecados, celebran la diáspora interminable y fatal:
“Cuando
llegamos a Manhattan se pagaban cinco dólares por una habitación amueblada, y
los judíos americanos se miraban extrañados entre sí al oír hablar en yiddish a
los judíos que llegaban de Europa.”
“¿Quién
fue mi madre?”
“No era
oro todo lo que relucía. Mucha gente se alimentaba de salchichas con mostaza,
mazorcas de maíz, algodón de azúcar y una limonada.”
“¿Quién
fue mi madre?”
“Todo el
mundo andaba con prisas…”
“¿Quién
fue mi madre?”
“Todo el
mundo a lo suyo…”
“¿Quién
fue mi madre?”
“Todo el
mundo, con el tiempo justo, comía en cafeterías de pie, o sentados en un
taburete de espaldas a la calle, con la cabeza hundida entre los hombros, en
silencio, sin mirar a los lados, masticando un sándwich de queso y lechuga y el
refresco dulzón delante sobre la barra bruñida…”
“¿Quién
fue mi madre?”
“… O
engullías sin ganas una sopa de tomate de bote y verduras enlatadas.”
“¿Quién
fue mi madre?”
“Aunque
sólo unos años antes, ni siquiera podías comer, y las niñas judías enflaquecían
de tal manera que al llegar a la adolescencia muchas de ellas morían anémicas,
con la piel trasluciendo las venas, los ojos risueños e inocentes, el estómago
enfermo y encogido…”
“¿Quién
fue mi madre?”
“Por entonces,
en la Cuarta Avenida podías comprar libros de bolsillo por tres centavos, y no
en demasiado mal estado...
“¿Quién
fue mi madre?”
“¿Quieres
una taza de café? ¿Una compota de ciruela?”
Ojo:
recuerda la mirada encendida por la ira de tu padre al descubrirte meneando las
caderas mientras intentabas mantener en la cintura el hula-hop que te había
prestado Katty, la hija mayor de los vecinos gentiles (la de la vagina voraz,
al decir del terrible Miguel Muñoz, el hispano, el sefardita).
Inventa un
paseo con ella bajo la luz sombría de diciembre, el aire frío y los árboles
desnudos de hojas como mudos esqueletos, el cielo plomizo que esconde a
Manhattan en una ratonera de nieve y cristal.
Él:
faulkneriano a destiempo: igualito que ese tipo Coldfield: en la ciudad
monstruosa, aunque sin encerrarse entre cuatro paredes: tenía como único amigo
y compañero a su conciencia.
Se deja
guiar de la mano de ella un día de verano por el inmenso desfiladero de Park
Avenue. Está atardeciendo. Alza la vista y en el cielo que oscurece, pero
todavía azul, increíblemente raso, descubre una luna brillante, de perfecta
redondez, una magia mucho más poderosa que este paso estrecho entre montañas de
piedra y una geometría poderosa de cristales.
Sentada bajo los grandes árboles.
El día
suave, cálido y hermoso del verano: no morir, ¿por qué?
Invierno:
ha empezado a nevar, no voy a salir.
Buenos
libros donde leer, páginas en blanco donde dibujar.
“¿Sabes?
El talento es invisible…”
“¿Invisible…”
“… se
halla tras lo más inesperado, en el momento menos programado, y cada uno de
nosotros, los artistas, somos algo parecido a una pequeña y exclusiva ventana
que cuando logramos abrirla mediante la obra física, y eso sucede en muy contadas ocasiones, podemos invitar al
espectador a que atisbe un ínfimo fragmento de su esencia.”
“¿?”
¿Es ella
del montón? Paciencia, se dice.
¿Sobresale
entre las espigas más gruesas y doradas?
¿Es
estrella distinguible?
¿Es única,
reconocible…?
¿Es ella
La Gran Artista Que Descuella Entre Todos?
Sobresale…
¿aún viva?
Muerta (y
la obra… rodando):
Noviembre
de 1970, 5, miércoles, en el 729 de Broadway (entre Waverly & Astor
Places), exposición colectiva por la paz (en Vietnam, en África, en Harlem, en
la Luna…):
Herb Aach
Fritzie Abadi
Pat Adams
Robert Adler
Carl Andre
……………………………..
Hans Haackle
David Hare
Fred Hausman
A.G. Helicff
Dorothy Heller
Phoebe Helman
Eva Hesse †
Everett Hoffman
Budd Hopkins
Helene Hui
…………………………….
Tony Vevers
Florence Weinstein
Tom Wasselmann
William White
Jack Younggerman
Adja Yunkers
Zaimar
Kasimieras
Zoromskis
Los
tiempos no cambiarán nunca. (El
timbre dulzón de Patti Page expande por los cuatro puntos cardinales Tennessee Waltz, un batido empalagoso
cuidadosamente producido a base de jazz,
country and rythm and blues.)
El
Inventor no claudica. “¿Sabes…?” Y comienza a novelar: un dólar y doce centavos
en uno de los bolsillos del pantalón. Toda su fortuna. En el otro la pequeña
libreta de cantos arrugados, el bic americano. No deja de andar bajo los
primeros neones del crepúsculo rojo de Nueva York. Esta noche no se morirá de
hambre. La primavera llega a su fin. Es
como una celebración. Todo germina como
por un milagro. El aire es cálido, benefactor. Un dólar es suficiente para que
un hombre (un hombre como él) pueda llegar hasta el amanecer. Y sin dejar de
andar… a ninguna parte.
Una vez,
aburrido en The Green Train,
descubrió después de haberlo visto
alrededor de un millar de veces, un viejo aparato de radio, un Freshman de finales de los años veinte.
Conéctalo,
Ray.
No
funciona desde hace cien años.
Maldita
sea, podrías intentarlo.
Tenía la
extraña ocurrencia de que, si alguien era capaz de hacerlo funcionar, por sus
altavoces recubiertos de tela de un verde deslucido surgirían las voces y las
canciones de mil novecientos veintitantos, las risas idiotas de las flappers, las voces y los ruidos de
aquella efímera ilusión de felicidad.
Vamos,
Ray, ten un poco de imaginación.
Pero éste
no alzaba la vista del libro, absorto en historias de hacía más de mil años
(Homero, Sófocles, Lucrecio…).
La galería
X., en la X con la X.: anota la adolescente. ¿Qué habrá mirado? ¿Llegó a
visitar esa exposición o lo que fuere? 1951.
15 años.
¿Qué quiere? Ver.
Arrancada
la hoja cuadriculada de su diario colegial: Campos de concentración silenciosos
bajo la bruma, el exterminio calculado. La desaparición tecnificada, en fila de
a dos al vacío. Leyó…
No tiene
ni una pizca de maldita. Al contrario, quiere vivir, culminarse en todo,
saberlo todo, serlo todo… La vida tendría que ser eterna, sólo así
descubriríamos su sentido.
El año recién empezado. Sábado. Luminoso y azul. El aire
limpio y festivo en este lugar donde la espera, rodeado por la tiesura elegante
de Broadway con la 38, imaginando diálogos, escorzos de su cuerpo magnífico
donde nada de su asesino puede ser entrevisto o imaginado.
Son dos
capricornio de principios de enero, a efectos solamente de identificación adicional, anecdótica.
-Feliz cumpleaños –le dice al verla entrar en la
habitación. Ha dormido mal. Su rostro refleja incertidumbre y miedo, una sosegada
devastación. Debido al tratamiento la frente se ha alargado, se ha echado para
atrás el cabello frágil, quebradizo. A veces, coqueta, se anuda una cinta de
colores vivos a la frente. Todavía se gusta, y hay mucho de respeto a los demás
en esa apetencia de agradar. Le mira sin decir nada. Examina el vaso de leche
en la mano de él, y luego aparta la vista y la lleva hacia delante con un gesto
de desaliento. Él comprende que ha sido un error, pero el paquete azul con el
lazo dorado descansa en un ángulo sobre la mesa de la cocina, se revela
impúdico sobresaliente en la fría luz de la mañana invernal y fría.
[Escribe de nuevo]:
Comprueba
que de nuevo ella desvía la vista. Hacia la ventana: el horror del mundo de
afuera, porque… tal vez aquí dentro, en esta (a pesar de todo) calidez marina y
blanca el tiempo se detenga, y nada muera, que todo sólo sea, todo sólo esté vivo…
sin conciencia. El camisón de liviano tejido, corto y amarillo, casi una
minifalda, se entreabre un poco, la abertura deja asomar parte de los muslos,
la piel morena y tentadora, y está la cabellera limpia y brillante, en
magnífico desorden.
No hay comentarios:
Publicar un comentario