3.1.1968
Un sol blanco
y desfalleciente apenas atraviesa las compactas nubes sin mitigar en absoluto
el frío de las aceras cubiertas de nieve sucia...
29.5.1970
(...)Que ese
día de destellos marinos mueras, mayo acuático, azul, aún lejos de los cielos
implacables y blancos y hostiles del verano.
30.5.1970
En la hora
inicial del día, me ha cogido de la mano y volamos por encima del mar negro de
la noche de la urbe y sus infinitas luces eléctricas.
No vamos a
volver (dijimos al unísono).
Lo imaginario
no suplanta decididamente la realidad, pero la amplifica neutralizándola: la
verdadera máscara es el rostro.
Hurga en
lo que hay debajo.
El
discurso de lo surreal avala tus labores de artista, autoriza el hoyo donde
escarbas.
Y puestos
en el lugar del sinsentido, defenestramos toda teoría, desdeñamos la proclama
sabihonda capaz de prestigiar la nadería.
De ella, esa mirada suya tranquila de ayer que horada sin saber el mundo enrevesado de hoy, un mundo que erosionan los vastos desiertos sin ella, un mundo y su caos adonde no puede volver para abolir dogmas y creencias tambaleantes con su propia, personal y poderosa incertidumbre, ni puede describir, ni sentir, ni tan siquiera representar mediante una refutación (ahora absoluta) que niega sin más lo literal, contradecir la misma vida con no-significados, pervertir la imagen con el improperio de lo ininteligible, burlar el arte con la mofa de la nada que discurre entre sus dedos como agua oscura, como la misma vida que de ella escapaba a raudales, sin compasión, bárbara muerte en la luz azul, en la tarde amarilla y quieta, en la pausa negra de la noche, sobre ella una cascada de crímenes por segundo…
Ethos paciente: mira desde cristales y plásticos el futuro que era el presente suyo.
De ella, esa mirada suya tranquila de ayer que horada sin saber el mundo enrevesado de hoy, un mundo que erosionan los vastos desiertos sin ella, un mundo y su caos adonde no puede volver para abolir dogmas y creencias tambaleantes con su propia, personal y poderosa incertidumbre, ni puede describir, ni sentir, ni tan siquiera representar mediante una refutación (ahora absoluta) que niega sin más lo literal, contradecir la misma vida con no-significados, pervertir la imagen con el improperio de lo ininteligible, burlar el arte con la mofa de la nada que discurre entre sus dedos como agua oscura, como la misma vida que de ella escapaba a raudales, sin compasión, bárbara muerte en la luz azul, en la tarde amarilla y quieta, en la pausa negra de la noche, sobre ella una cascada de crímenes por segundo…
Ethos paciente: mira desde cristales y plásticos el futuro que era el presente suyo.
Nos mira
tan de lejos… Desde lo irracional: cabalga, por ejemplo, a lomos de la luz de
una estrella muerta que ahora después de un millar de años alcanza el cielo del
planeta.
Miraba
siempre como descubriendo, hilaba aceros o material del siglo XXI, adelantada y
sabia.
¿Ella? Una
hamletiana a la que las calaveras tampoco le dan miedo.Electra
agazapada: de manos inocentes, sólo manchadas por… ¡el arte!
Soñó: la
hija salvaba al padre del torbellino de las aguas de la noche, envuelta la
pesadilla con los colores de Gericault, cadáveres macilentos teñidos por la luz
de la luna.
Así que un
Club de Lectura… (donde nunca crecerían los árboles de Juan Goytisolo, Borges,
Beckett, Celan, Joyce, Musil, Benn, Pessoa, Milton, don Francisco de Quevedo,
Proust, Kafka…) ¡pero entre el millón de los otros… Hemingway para despistar!
En la Biblioteca Pública, afuera, esperando, como
siempre. Hace un sol radiante. El Autor (al que le dan miedo las bibliotecas),
presente y futuro negro (gosthwriter),
aguarda afuera con las manos cogidas tras la espalda, dando cortos paseos entre
la gente. Mira la escalinata flanqueada por los leones sedentes, cubiertas las
profusas guedejas de palomas alborotadoras. ¿Qué vomitan las bibliotecas a la
luz…? Paciencia y Fortaleza. Al poco rato la descubre saliendo del interior
mientras apoya un par de libros contra el pecho. La brillante melena al aire.
Viste una de sus minifaldas más cortas, una vaquera blanca que deja ver sus
piernas morenas y bien torneadas. Tan deseables a la caricia, a la lamida, al
mordisco apasionado. Silba descarado ante el estupor divertido de los
transeúntes. Pero ella le sonríe halagada desde los peldaños de mármol hasta
que… literalmente desaparece a medida
que desciende los escalones, disipándose en el aire como el maldito gato burlón.
Otra vez a las afueras, en el exterior de la New York Society Library, la biblioteca
más antigua de la isla. Nueve plantas. Acceso libre, pero a una única sala de
la primera. No sabe lo que ella busca. Ve como se adentra hasta desaparecer. La
espera mientras merodea por Madison, anda por la 79, aburrido y cabizbajo, sin
mirar nada en realidad, escondiendo las manos vacías de haragán y muerto de
hambre.
La espera interminablemente.
¿Sería la repetición una forma nueva de énfasis en el
objeto duplicado, triplicado, cuadruplicado, quintuplicado…?
¿Por qué mirar un objeto una y otra vez hasta desentrañar
su verdadero significado? Si lo repites, todo se muestra a la vez: su forma, su
significación, su intrusión en el orden plástico. Ese reiterado ordenamiento
parece avalarlo con autoridad.
Lo confesaba la artista una vez convencida de su hallazgo
sintáctico, de la importancia casi capital de la insistencia en lo repetitivo.
Tenía que ser así.
Una acentuación estética.
Un cálculo interesado del ordenamiento aparencial y,
sobre todo, conceptual de la obra.
Cierto desplazamiento a la anáfora y a la conciencia
inocente del espectador.
La espera en el 134.
A la puerta del Jewish Museum la espera.
La espera interminablemente a las puertas del Whitney.
A las puertas de la Fischbach Gallery la espera.
La espera en el cruce de Bowery con East Houston Street.
La espera interminablemente.
La espera
siempre.
Muerta,
aún la espera en todas partes.
¿Dónde
tienes tu biblioteca, andariego?
En el
mejor sitio posible, y por unos pocos centavos: en la consigna de Penn Station.
Compraba unos libros; guardaba otros; vendía los leídos en las librerías de
segunda mano, conseguía los centavos para la ranura. Más libros.
El
Interrogador: ¿qué te mueve a definir los palos del sombrajo, Hesse?
Ésta le
mira desde muy lejos, sin ánimo de reproche, ni siquiera con lástima.
El sostén
de mi obra, amigo, es la piedra filosofal, susurra la mujer invisible.
La ha
escuchado con absoluta perplejidad.
Y eso
dicho más allá de una medianoche de mayo, de aire caliente y vagamente
perfumado a piedra recalentada y colonia de mujer próxima, en un Gotham
doblemente misterioso donde las calles sombrías y anónimas al atardecer,
salpicadas de trecho en trecho de pequeñas y dinámicas luces rojas, no acaban
nunca.
Todo lo
que subyace, descansa o se erige sobre la tierra está hecho de la misma
materia: la materia del universo… ¿Por qué empeñarse entonces en limitar el
museo de sus formas orgánicas o inorgánicas?
1969:
Bowery: he ahí la cueva. TU CUEVA.
Eva Hesse:
fase Paleolítica Superior. Sabia en materiales como el OCRE ROJO. ¿Qué luz
alumbraba tu escaso entendimiento?
¡Oh, la
agricultura del arte!
¿Por qué
dejó de pintar la homo sapiens?
¡PORQUE
ESE ARTE DESAPARECIÓ!
Hízose invisible (¡el mejor arte!)
Pinto para mí, dijo ella.
Escribo
para mí, dijo él.
Son con los dioses con quienes hablo.
Libro: Passages in Modern Sculpture.
Enraizada en lo imposible, que siempre es lo posible.
(Al menos en el arte, que
nada es lo que parece a simple vista, ni siquiera el retrato más hiperrealista).
Mientras tanto, en el parque debajo de la sombra de los
árboles de septiembre. Miraba sobre el agua el discurrir lento y solemne de los
patos que aún no había echado la nieve (y los hombres) de Central Park.
Bowery: a estas alturas aún se alzan maltrechos a ambos
lados de la calle algunos hoteles siniestros con grandes letras de neón que por
la noche se apagan y se encienden chirriantes.
Huele a lo
más raro, y es lo más raro para él
porque no logra identificar con nada conocido el maldito olor con lo que parece
estar impregnado todo: las paredes, los muebles ruinosos, las sábanas de tacto
indescriptible, las mantas raídas, el agua, la comida, él mismo, su piel que
siempre parece pegajosa y sucia, las pequeñas manchas oscuras que se mueven
veloces, que escalan y descienden por las paredes.
Todavía huele a mataderos.
Entre
asesinos, ladrones y borrachos la chica
de los Hesse despliega su talento.
En el 134.
La mirada tranquila entre resinas, fibra de vidrio, los óxidos.
La cripta
que desmiente los terrores nocturnos y se abre al sol de la mañana, la casa que
se habita. Ora et labora. El Siglo
quede atrás.
No eran
los suyos ojos implorantes. Todavía no; al contrario, la irritación le iba
aproximando a la agresión (física, si pudiera) hacia todo aquello que se oponía
a la más inveterada de sus creencias. Pero la enfermedad que iba a matarla
estaba tan cerca que podía tocarse con los dedos, quizá estuviera ya sobre la
piel de su rostro, de una plácida hermosura, a punto de entrar en ella, o ya en
ella, dispuesta a revelarse a la luz, esa luz macilenta de cascotes y herrumbre
que nos rodeaba bajo un cielo destemplado oscureciéndose por momentos.
Hablaba
para sí:
-No
soporto la alusión tan directa, todo aquello que sea capaz de interpretarse, dilucidarse,
reconocerse. No hay nada que pueda hacer contra esa maldición. Y en mi obra he
de intentar que sea nada, corporeizar
la nada.
-Es
inevitable la analogía, el sobreentendido, todo ese fárrago de lo denotativo
–afirmaba él.
-Es un
asco –replica vehemente, y después de un corto silencio (se podía oír su
respiración entrecortada)-: Ya sé que nos traicionan los objetos, las imágenes
y sus equívocos, el entramado grosero de su materia, su función o no…
Él
secundaba lo que ella decía, pero con un cansancio infinito, y porque entendía
perfectamente lo que trataba de decirle la artista (que, asimismo, sabía de su
comprensión), así que el discurso de ella era vago y hasta desinteresado, como
liberando del cerebro el lastre de unos pensamientos confusos al aire:
-Los
objetos siempre explican algo a despecho de la invención o lo estrafalario de
su disposición en el espacio. Hasta la misma materia que los constituye parece
connotar lo indecible, lo inexistente.
Se
escondió casi del todo debajo del abrigo negro y largo, talar, por poco no
rozando la mugre de la tierra.
De la
parte del río y las naves destartaladas y ruinosas que se alzaban en sus
orillas soplaba un aire helado y turbio en un crepúsculo por instantes más
sucio y desolador.
La sirena
de una barcaza a lo lejos pareció precipitar el frío y la noche.
No le miró al hablar, dirigía la vista hacia
las grandes moles sombrías de las chimeneas que descollaban más allá de los
muelles ya en tinieblas.
-No quiero
que nada de lo que hago explique algo, signifique algo, recuerde a algo. No
quiero discursos de ningún tipo, ni lenguajes, ni siquiera me hace falta la
imagen.
-Pero
–repuso-, ese noarte es imposible.
Necesitas el objeto. Ese aislamiento,
esa selección ya lo concreta, lo
define incluso en lo ininteligible.
-Detesto
las formas, pero ¿cómo trabajar con ellas desmaterializándolas,
reduciéndolas al más completo silencio, a la mudez más asignificativa?
-No
existe, y puede que no exista jamás, el arte invisible, que ni signifique, ni sea materia, ni sea objeto,
apariencia…
Reza, pues; la plegaria es muda.
Baja él la
vista al suelo después de hablar. Tiene los zapatos y parte del dobladillo de
los pantalones embarrados. Toda la desazón que sentía al final de ese día la
focalizó ahí, resumía una congoja inexplicable en esos sucios grumos de barro y
polvo de hierro.
-Eso es lo
malo de las apariencias –dijo ella después de una pausa meditada-. No sólo nos
delatan, también nos disfrazan de malentendidos contra nuestra voluntad, nos
llenan de supercherías. –Suspiró, y añadió con voz lúgubre, premonitoria-: A
nuestro pesar, siempre terminan por explicar algo que no deben.
(…)
En ese
recinto ha entrado. Y ha sentido el gélido aire de la ausencia en el espinazo,
el miedo al vacío que le espera, todas las palabras inútiles fluyendo sólidas y
apestosas del agujero obsceno de la boca.
De él no
nace el consuelo. ¡Qué pérdida de tiempo!
¿Para qué
sirve?
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en el curso patrocinado por el Departamento de Escritura creativa de la CCNY.
Se había
ofendido. Le dio un manotazo en el hombro. ¿Qué te has creído? La notó
enérgica, firme.
¡Otro
idiota con una puta pluma en la mano!
Nueva
York. Primavera, 1970.
Mira a
través de la ventana.
Una luz
verde y blanca parece dominarlo todo.
Está sola
en la habitación. Una asepsia total.
Está
reclinada en la cama, la cabeza apoyada sobre la almohada, y tiene el rostro
vuelto a la luz de afuera.
Está
quieta.
Es una
joven mujer calva.
Una
moribunda sedente y rota directa a lo desconocido.
Las manos
pequeñas, artesanas, poderosas sin duda, arrugan las sábanas, crean puñales.
El bloc de
notas y la estilográfica han caído al suelo hace rato, cuando se adormiló un
poco. Pero ahora, aturdida, no tiene ganas de inclinar el cuerpo maltrecho,
esforzarse desde la cama para recobrarlos. Además, ya ha escrito demasiado en
ese bloc. En los últimos meses, aún descifrando los mimbres de la fatalidad que
el destino le deparaba, exaltada por la rebelión y la ira inevitables, casi
prestaba más atención a las notas que escribía que al pensamiento de la
escultura.
El cerebro
asesino todavía deja capturar algunas frases, palabras aisladas. Yacente,
entrevé el dibujo de unas obras que nunca va a realizar.
Las
visiones eran propias de un léxico que nacía de la entraña rocosa que era ella,
aunque las alentaba el soporte heteróclito, el detritus de la técnica. El
material era una escritura (a pesar de todo), un alfabeto de pensamientos y
ocurrencias destinado a fagocitarse a sí
mismo deviniendo metáforas en un proceso de reconversión objetual, un
discurso pletórico de laberintos y del recoveco que proporciona el equívoco
plural del imaginario terreno.
En el fondo, y lo piensa ahora, que vuelve la cabeza
hacia el vaso de agua sobre la mesilla, que no siente ninguna gana de llorar
pero sufre callada, a escondidas, en la blancura total de la indefensión,
corroída por la pena, sólo la soledad de esa hora, de esa luz ultra que empieza
a convertirlo todo en irreal, recrea aquello que la impelía a trabajar en la
armadura tenaz de su obra: la luz irreal, la forma irreal, tan desconocida, un
tropo que a fuerza de disparates alcanza el místico sentido de lo inefable
(pero nunca de lo intencionadamente ininteligible).
La fórmula
arbitraria que sustentaba la obra era una reflexión desde un museo formal
compuesto del fantástico basural de materiales de aluvión, y vertía el drama de
su conversión sobre el vacío, el cuerpo, la nada. Un biomorfismo que pendulaba
entre lo mitológico y lo matemático, la razón y lo gestual. Luego, se
adentraría en el no-caos. Para ello tuvo que arrumbar la referencia, la
tautología de unas formas siempre enmascaradas bajo mil disfraces. Pura
metáfora de lo indecible, puro nihilismo. El vocabulario extravagante de lo
trágico.
Por fin, en el instante que estira el brazo hacia la luz,
sin fuerzas para nada, sabe que el arte era exactamente eso, una puerta abierta
a lo desconocido.
De aquel
día…
Delira:
adelante Monsieur Van Gogh, estos son
los grandes amarillos del 67.
-Repítemelo
de nuevo –dice.
(7.1969)
Una frase
de él (cualquiera sabe cuál) la ha confundido. El cuadrado hipnótico de Josef
Albers… el cuadro, quiero decir, ese
acabado como de diseño de revista, de paquete alimentario, de envase de
medicinas, cualquier cosa de estampado plástico criminal nos conduce más tarde
a la pulcritud minimalista del vago. ¿Acaso un arquitecto coloca los ladrillos
de la obra…? ¿Por qué había yo de pintar o construir mis cuadros?
Cuadrado
como hoja de papel: y el color la escritura, la tonalidad del adjetivo, una
invención cromática exacerbada que lo mismo que pervierte tu sistema psíquico
puede que al mismo tiempo destierre el alma al puesto más próximo de perritos
calientes.
El mejor
refugio es el recuerdo (que nada tiene que ver con el pasado).
De aquel
día registra una feliz sonrisa en sus labios, el cabello recogido en una cola
de caballo graciosa y con garbo, y miraba el agua turbia, algo del cielo azul
de la mañana (pronto gris) reflejado en la centelleante superficie, la forma de
una plancha metálica a la que ella no dejaba de lanzar medidos vistazos, sumida
en el cálculo de su apropiación: el arte está en la mirada, y de lo que deriva
de ésta finalmente, lo expuesto, sólo es lo residual, la excrecencia material,
en ocasiones hasta lo más prescindible.
Esta
mística del escombro hace un uso magno del desperdicio: de sobra sabe ella la
sustancia de lo entrópico en un universo cuya huida le aboca a su misma
desaparición. Esta guapa y lista cuenta con el aliado del tiempo: a sus obras
constituidas por lo más perecedero del material del siglo las concluirá el
deterioro inevitable, se destruirán, se harán trizas y, contaminadas por los
años y su decurso letal, se volverán definitivamente invisibles. Ya calculaba
ella su desintegración, el final apoteósico de una agonía prevista en el
enunciado mismo de su concepción. La ecuación postrera, implícita en su obra,
la resuelve lo temporal.
De aquel
día, acaso memorable por lo insustancial de sus anécdotas, recuerda el paseo
escrutador entre metales y tierras oscuras, las aguas verdes, a ella raspando
la oxidada baranda y recogiendo en el cuenco de la mano la raspadura y el polvo
como un tesoro.
De regreso
a su taller, todavía lejos de allí, se detienen en una cafetería tosca y algo
siniestra con una luz roja de neón alumbrando la puerta, aún en la zona de los
muelles. Ha empezado a llover. Se toman un par de cervezas fuertes y muy frías
acodados en la barra de latón, bajo la esquiva e intermitente mirada de unos
hombres silenciosos y serios, manchados de grasa, que comían y bebían en una
esquina del local y no parecían comprender nada de nada.
Se ha
manchado ella con el kétchup, el rojo desleído sobre el abrigo negro. Mira
Hesse el goterón en esta época de extrañezas… Tan fría la cerveza, como
desafiando el tiempo calamitoso de afuera, el aguacero que descargaba un cielo
negro y tronante de aquel día.
Hablemos
de arte. Cuarenta años después de su muerte aún es posible hacerlo. Una
perífrasis de infinita combinatoria. Dándole a un asunto que no exige
explicaciones en el fondo: está ahí.
Calle 4
con la Segunda Avenida, en un loft
encima de los abandonados Almacenes Turkis: una exhibición de pintura; una
sesión lectura de poemas; un ciclo de conferencias sobre arte bajo la
influencia Zen; una sesión de música de jazz amenizada por los humos del reefer; otra sesión de la música
abstracta de John Cage.
(En el
Village todos los camareros son artistas, poetas, músicos o novelistas, y el
que no es nada de eso… ¡es que no es camarero!)
Coge el
metro en la calle 6: la boca llena de porquerías y chocolatinas: esa es una
desesperación menuda, todavía antes de la mirada incendiaria de Yahvé y el rayo
justiciero que va a horadar su pared craneal.
Es una
paseante a deshoras, a nada teme…
La
atracción del agua, y el puente: contempla extasiada las luces de los puentes
nocturnos suspendidas en la noche.
Cfr. (Confróntese…: nadie se fía de nadie.)
Sus ojos oscuros, sus ojos de gata, sus ojos siempre
alerta, el perfil de los labios, la boca frutal, hasta la misma mirada se han
grabado en su alma como un tatuaje indeleble, definitivo.
Se lanza a la calle en su busca.
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