miércoles, 1 de febrero de 2012

HESSE 42

Ha decidido quedarse en Nueva York todo el tiempo que pueda. Hasta que el dinero se acabe (que acabará), o empiece a ganar algunos dólares con la maldita Underwood (le baila el tipo de la “o” como un saltimbanqui) que ha comprado de segunda mano en una travesía de Delancy Street.
Pernocta tres días en el apartamento de un compatriota (profesor de español en la N.Y. University) muy poco higiénico. Y no hablemos de su compañera, una inglesa de cabello largo y sucio que come directamente de las latas de conserva con los dedos. Al tercer día se escabulle con la maleta y la Underwood a cuestas.
Memorias de Una Maleta y Una Underwood:
Febrero: Había llegado al aeropuerto Kennedy procedente de Madrid un sábado por la tarde, en torno a las cinco. Se encuentra cansado e inquieto, con falta de sueño, no sabía exactamente si había rellenado bien el formulario de entrada y, al descender del avión, se le cayó el pasaporte a la pista y alguien lo pisoteó con una enorme bota justo por el lado de la fotografía. No quiso ni imaginar lo que iba a suceder resolviendo los trámites con los atrabiliarios funcionarios de Inmigración y Aduanas.
El cielo está gris. Pero hace menos frío del que esperaba. Su amigo, el profesor de español, monta guardia frente a una fila de taxis amarillos al otro lado de las puertas cristaleras. El viajero arrastra la maleta hacia él, que no avanza ni un paso al verle renquear con el maldito bulto.
Al día siguiente, domingo por la mañana temprano, dio un paseo alrededor de la zona del apartamento. Luego, compró el New York Times, unos dos kilos y medio de papel por cincuenta centavos, y se metió en una cafetería desangelada y vacía de parroquianos. Un par de camareras, pelirrojas las dos, uniformadas de azul celeste y blanco, se hallaban detrás de la barra, cerca de la entrada a la cocina, de la que surge una luz blanca de neón, pero sucia, como gastada. Le ignoran y tardan en atenderle. Con ojos esquinados hablaban en voz muy baja de sus cosas, de sus conspiraciones. Supone él. Se rascan las mejillas, la barbilla, un codo, miran aquí y allá menos al sitio donde se encuentra. Se cruzan de brazos. No cesan de cuchichear. Meten las manos en los grandes bolsillos del delantal. Cambian de postura, descansan sobre la otra pierna. Encienden un cigarrillo. Al fin (siete minutos de reloj), una de ella le lanza una mirada interrogativa, hostil (¿qué quieres, gilipollas?), sin moverse un ápice de donde parlotea con su compañera de desánimos:
-Kish mir in tuchis –pide educadamente.
-¿What?
-Un café y un donut.
Eran los años aquellos cuando casi todo el menudeo se pagaba con fichas metálicas y unos miserables centavos, las camareras llevaban un gorrito gracioso y el agua de Nueva York, una ciudad grande, sucia y ruidosa, era deliciosa y, a veces, gratis.
Durante cinco días le facilitan alojamiento: podría dormir en un sofá del apartamento del amigo español que trabajaba en la Universidad de Nueva York. Su pareja inglesa no había puesto impedimento, siempre que el asunto no se demorase más allá de ese plazo. Era comprensible. El apartamento medía menos de 40 metros cuadrados. Unas medias de nailon y otras prendas interiores de aspecto raído secándose en la barra de la ducha todavía explicaban mejor la situación.

Dos días después, a media tarde, llega extenuado al apartamento con dos periódicos Daily News (para envolver la ropa sucia que llevar a la lavandería) y el New York Times (para leer sentado), una botella de vino californiano, pan y queso.
El profesor, ausente, imparte su clase en la Universidad.
La inglesa, recién duchada, con el pelo mojado pegado al cráneo, mal tapada por un albornoz azul pálido que deja al descubierto sus piernas delgadas y muy blancas, las rodillas huesudas y rosadas, está sentada junto a la ventana. Come con los dedos muy despacio, directamente de una lata de carne en conserva. Al verle entrar dirige la mirada hacia él sin proferir palabra alguna. Enseguida gira la cabeza y continúa observando a través del cristal el día frío, gris y sucio de afuera mientras mastica con lentitud y se limpia los dedos pringosos en el albornoz.

Le han bastado tres días.
En efecto:
La puerta del minúsculo dormitorio donde se hallan su amigo el profesor y la novia inglesa se ha abierto lentamente sin un quejumbre y deja ver el interior a plena luz del día. La mujer, flaca y blanca, desgarbada, está arrodillada y le está haciendo una felación al profesor de español sentado al borde de la cama. Tiene tiempo de observar los cabeceos hacia delante y atrás de la mujer, el perfil contraído del hombre que, en camiseta, tiene los calzoncillos enrollados sobre los tobillos y lleva puestos los calcetines; de color gris, le parece recordar. La imagen es de un patetismo desgarrador, hasta doloroso a esa hora matinal y luminosa. Se da la vuelta con sigilo y sale a la calle. Dos horas más tarde regresa a por sus cosas. Ambos le sonríen aliviados, inocentes, y le acompañan solícitos hasta la salida asegurando que no corría tanta prisa.

Ha elegido como solución provisional, hasta que alquile un apartamento en Queens (mucho más barato que en Manhattan), un hotel en la parte este de la calle 59, próximo al puente. Es un edificio de quince plantas de ladrillo de un tono quemado, sucio. Está bastante destartalado por dentro, aunque el suelo del pasillo está cubierto por una alfombra. Le han alojado en la octava planta. Paga 45 dólares a la semana, y el 5% de impuestos. Limpian la habitación y cambian las sábanas cada cinco días, pero todas las mañanas le proporcionan un juego de toallas limpias. Sin embargo, la palabra que acude a su mente desde que se ha instalado aquí es “sórdido”, aunque contradice lo que realmente siente: está en un hotel, y está en Nueva York. La Underwood (¿o era la Corona Smith?), con sus millones de palabras, aguarda desafiante encima de la pequeña mesa junto a la ventana de guillotina, hay miles de historias, crónicas y misceláneas debajo de sus teclas, sólo hay que pulsarlas. Sórdida sería su actual situación: en absoluta soledad y contando hasta los centavos.

Anoche, al volver de la cena en el restaurante griego Delos (pato en salsa con alubias, un vaso de vino nacional y ensalada de frutas, 2,25$), muy próximo al hotel, ha visto las primeras cucarachas, delgadas, marrones, escondiéndose veloces en el armario de la ropa:
Tal vez uno comienza a beber de veras cuando descubre que no tiene futuro. Entonces reniega del pasado y desprecia con estoicismo el presente que tampoco puede ofrecerle ya nada, salvo la tortura del tiempo inmóvil, un desesperante silencio:
Sea lo que fuere, Dios del Arte y la Literatura,
líbrame de las flophouses, de la botella de bourbon en la mano dando tumbos entre cubos de basura,
líbrame del mal y de la mierda, de la brumosa, harapienta y fétida pandilla de Duane Hanson.
Amén.
Una semana más tarde: luego de un par de llamadas telefónicas, alivia en parte la situación doméstica.
Durante dos días vuelven a permitirle dormir en un mugriento rincón del loft que comparten una pareja de diseñadores madrileños, en el West Village: “En cuanto amanezca te largas con la maleta a otro agujero. Trabajamos aquí y no queremos interrupciones de ninguna clase hasta la noche. Sólo entonces puedes regresar. Aunque procura solucionar tus asuntos lo más rápidamente posible.”
“Tengo una cita con Eva Hesse”, susurra con una media sonrisa, hasta con complicidad. Su carta bajo la manga.
El otro le mira totalmente inexpresivo.
“Qué interesante.”
Consigue un trabajo temporal como documentalista para un par de columnistas de agencia. Eso dijo el tipo de personal: finalmente, él mismo ha de escribir algunos de los textos basándose en los documentos que selecciona. Una pequeña cantidad adicional a lo acordado mitiga su irritación. En todo caso, presenta los folios redactados llenos de trampas y un acróstico ofensivo y delator.
Hace mil años podías alquilar una buhardilla con tragaluz en pleno centro de Manhattan sólo con el compromiso de barrer dos veces por semana el portal del edificio y vaciar las bolsas de basura en el cubo de la calle. Ahora, los marchantes de hombres te envían a lo más oscuro del Bronx, a la periferia de Queens o a alguna calleja de ratas de Brooklyn. Aquí se viene a triunfar; a los demás, se les empuja al borde mismo de la ciudad, al filo del abismo. Al agujero.
Y Jenny aún tardará un mes en llegar a Nueva York. Tiempo suficiente para que él se muera de hambre.

Sus asuntos no tienen viso de solucionarse lo más rápidamente posible, de modo que pagar un precio ya es inevitable si quiere escapar del precio de los hoteles o dormir gratis en apartamentos y almacenes en compañía de ratas y cucarachas.
Arrienda un apartamento en Queens, por Jackson Heights, lamentablemente cerca del aeropuerto. Baño, dormitorio-salón y un fogón mínimo y una pila junto a la pared: 30 metros cuadrados. 125 dólares al mes, impuestos incluidos. Cada vez que el ruido sordo y prolongado de un avión (a intervalos de cinco minutos) sobrevuela por encima del edificio comienza inexplicablemente a chorrear agua del grifo de la pila. La única ventana, de una sola hoja de guillotina, sin cortinas, da a una calle bastante ancha, pero sin árboles. Una calle de transeúntes lentos y sigilosos, apenas perceptibles, fugitivos, como sombras proyectadas por otros seres invisibles.
Dos semanas después:
Llama a España desde la centralita de un hotel cercano al apartamento. Tiene que conseguir más colaboraciones. Necesita dinero. “Veremos lo que puede hacerse”, dicen al otro lado del hilo, sofocando las risas. “Lo que sea, aunque no lo firme yo”, suplica. “Ah, bueno, en ese caso...” alienta la voz convencida.
Al cabo de diez días recibe una carta de una obscenidad familiar. Escribirá crónicas desde Nueva York que firmará un periodista y escritor de postín sin moverse de su casa llena de tapices y esculturas antiguas, de altos techos con escocias, en el Madrid de los Austria, a dos pasos del Botánico y a tres de los chaperos del Retiro. Al final del texto se añade una apostilla manuscrita con estilográfica, de hermosa letra curva y azul: “Dramatízalas un poco”, aconseja el futuro firmante de las crónicas, viejo y perfumado escritor ateneísta y bujarrón clandestino que vive de las rentas.

Jenny en Nueva York.
El lazarillo mecánico.
Salvado.

800 kilómetros de calles, miles de manzanas, de blocks repletos de edificios de oficinas y apartamentos, un museo de imágenes innúmeras, miles de sucesos cada semana, una historia que contar cada segundo, y millones de personas, tus semejantes (tan diferentes) que te rodean por doquier. Se envalentona, y piensa relajándose: la mayoría de ellos parecen sacados del Barnum Museum. La ciudad es un libro donde escarbar las noticias y las pequeñas crónicas diarias, un texto al que hay que traducir sin demasiada fidelidad. Un folio y medio cada quince días, una llamada a cobro revertido. Y el giro postal.
A rodar.
Siempre se pierde en el metro. “La vista”, se excusa en todo momento avergonzado, y guiña uno de los ojos de un modo espeluznante.
Y el caso es que viaja en el metro muy espabilado, con los ojos bien abiertos, sumido en una babelia de pieles distintas, múltiples rasgos, hablas exóticas, orígenes impensables. A cualquier sitio de la ciudad cósmica acompañado de miles de desconocidos, viaja en ella y desde ella a través del túnel del tiempo y el espacio sin importarle el ruidoso traqueteo, viendo fantasmas que ya en sus épocas tuvieron a bien descubrir el señor Poe y el señor Crane.
Viaja a solas. Con la infinitud de su pensamiento. Un goteo constante. Semeja el revoltijo indescriptible de uno de los lienzos del señor Pollock.
Solo: es exactamente un individuo. Un Antoine Roquentin atemperado por Julian Sorel.
Siempre lleva un libro en la mano, como si fuese un breviario en el que orar de cuando en cuando a lo largo y ancho de sus pacíficas y confusas correrías por la ciudad inagotable. Un baedeker espiritual y exclusivo.

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