miércoles, 29 de febrero de 2012

HESSE 46

1970. Visita a E.H.
Sloan-Ketterig, en el 1275 de York Avenue.
El Falso Periodista la mira sin tener una sola idea clara en la cabeza, un tipo venido de fuera y que posiblemente no tiene ningún destino de importancia por delante, que empuña la pluma como arma de defensa, un tipo que ahora, en esta tarde gris y oscura, de colores desfallecientes, ya en su guarida de cucarachas de Queens, con el único combustible de dos perritos calientes en el estómago inyectando una buena dosis de química maloliente en su metabolismo, tan listo que parecía, no sabe por donde empezar en el momento de sentarse ante la máquina de escribir provisto de un cartón de Lucky Strike sin filtro, media botella de bourbon y el cuaderno escolar lleno de notas enrevesadas y con toda probabilidad inútiles en un intento de recuperar el latido, el aliento y la feble presencia de la enferma, los colores y olores clínicos, la luz sin cortapisas de lo enfermo. Ni siquiera sabe explicarse lo que hacía allí, cuando consiguió entrar en la habitación blanca, ni antes persiguiendo cegato y titubeante un fantasma por las calles rectilíneas e interminables que acuchillan el horizonte de una ciudad que no conoce, una región extranjera, profana y sacrílega en la que imperan leyes que no entiende y que obliga al desafío constante y abrumador en el mismo momento que uno se pone en marcha.
¿Podría decirme…?, había preguntado el pobre horas antes, balbuciente y desarmado a pesar de la pluma en la mano.
La artista le miró con lástima, pero enseguida apartó la vista. Cerró los ojos y, en silencio, se dio la vuelta hacia la ventana verde y blanca por donde entraba una brisa cálida y matinal aliviada por el frescor abrileño del East River no demasiado lejos de allí. “Y estaban aquellos colores, siempre los mismos en la agonía mañanera”, pensó El Cronista más tarde, emboscado en el metro camino de Queens.
¿Qué fue el principio?
¿De qué oscuridad nacía?
¿Por qué tuvo que empezar todo?
Yo quería pintar como un niño, dijo Picasso: tuve que malgastar muchos años de mi vida hasta conseguirlo, afirmaba en La Californie, paseando entre personajes imaginarios, padres y madres y hermanos falsos, novias apócrifas, amigos inventados, artistas inexistentes, todos pintados en horas de insomnio genial. Ni siquiera eran falsificaciones de personas…, eran sólo cuadros.
Ser niño como se es Adán en el paraíso, inocente, inventando los nombres de las cosas, puro y genial, creador de presas y cazadores en la cueva. Ser hombre como se es niño, severo y colérico, fantasioso e inventor, extravagante a todas horas. Ser chapucero y genial. Como solo un niño puede serlo: con todas las de la ley.
La mujer tumbada, con los ojos cerrados, vio el futuro: era como esa mañana cálida y luminosa, pero ella no estaba allí.
“Empecé con una venta de poca monta”, recordaba en 1970 la artista sin despegar los labios agrietados, atada a los dos goteros siniestros, a punto de empezar la primavera más allá de la asepsia y estrechez de la habitación…
Cinco centavos de 1939. No era moco de pavo.
“¿Y esto?”, preguntó su padre a punto de salir a la calle, trajeado, con el sombrero puesto, examinando el dibujo a la par que entrecerraba los ojos risueños. Era otra mañana de primavera, acuática y nítida, con los mil olores de la vida de afuera entrando por la ventana abierta.
La autora de la osadía tuvo que explicar el mundo que había construido entre los cuatro bordes de la página, donde se sostenía todo el universo.
Veamos.
He aquí el cielo; he aquí la tierra. He aquí sus cuatro pobladores.
Etcétera.
A su padre le complació la respuesta. Le compró el dibujo.
Los colores eran un tanto arbitrarios: había un árbol de hojas azules y la tierra era amarilla. También había un coche volador y una piscina vertical, según aclaró a la pregunta de su padre, a quien le costaba aceptar una piscina vertical, y a lo que la artista replicó sin perder un segundo que ella la veía así, y fue entonces cuando su padre comprendió que a una niña de cinco años recién cumplidos no le era muy fácil representar una piscina horizontal cuando a esa edad lo que se siente por la perspectiva y la regla anatómica es algo parecido al mayor de los desprecios, ¿no ves el agua azul?, le había reprochado la hija ante su extrañeza, y el padre no tuvo más remedio que asentir en silencio a la vez que miraba convencido aquella cosa oblonga coloreada de un azul profundo que se eregía a lo alto junto a los árboles de ramas y hojas también azules, efectivamente era una piscina, y era una piscina vertical, y era de verdad, porque allí se alzaba y eso era algo que nadie iba a poder negar.
Los personajes eran de mentira, pero eran, aseguró la pintora para confundir aún más al personal.
Al fin, tuvo que aceptar la realidad y confesar que estaba contando una historia. De hecho, estaba deseando hacerlo: papá, mamá y Helen. Y yo, puntualizó señalando con el dedo la cuarta figura, enorme, mayestática, y con una gran sonrisa en la cara redonda semejante a la luna llena que flotaba en el cielo diurno junto con un sol en forma de patata. Allí estaba ella, de pie en el centro, en un primer plano, sosteniendo un muñecón, justo debajo del coche volador que también surcaba el cielo. En el dibujo su hermana, casi una enana, tenía la cara roja, pero roja como el jugo de un tomate, un rojo chillón, los ojos asimétricos blancos, sin pupilas, y el agujero negro de la boca justo al lado de una gran nariz verde, un apéndice descomunal. El día anterior, camino del colegio, la artista se había enfadado mucho con ella, ¡pero que muy seriamente!, a causa del robo nocturno de un lápiz de su plumier que su hermana no tuvo más remedio que admitir ante la presencia acusadora del mismo en su cabás, y ahora esa ladrona confesa estaba pagando las graves consecuencias de su acción: la veía como a un monstruo. Eso es lo que sentía. Y así la pintaba.
Relataba lo que sucedía, la niña de la cueva mágica. Porque ella no pintaba Kopffüslers, nunca lo hizo, repetía hasta la saciedad: contaba historias.
Su gramática es todopoderosa y fértil. En ningún instante puede olvidarse que ella, la artista, es una diosa, de esa clase que no renuncia jamás a sus privilegios ni a sus calculados desmanes. Su gramática alzada en la bruma lechal del jardín de los gigantes y los mitos es una estrategia silenciosa que ha dado lugar a un lenguaje lleno de significados: ha creado unas reglas que haciéndose invisibles logran una apariencia muy sedimentada de sueños y horrores, una amalgama unitaria donde sólo sobresalen los residuos gráficos de lo real encallado en lo más profundo de su alma secreta, niña y picassiana.

1946.
¿Quién es esa señora Eva Hesse?
No ha venido del infierno, no la han arrojado los cielos a la tierra.
Es la vida, pequeña Hesse, que te asalta al doblar una de sus esquinas y coloca frente a ti una luna agrietada donde puedas contemplar tus presentimientos y tus derrotas: una madrastra te suplanta, te ha usurpado hasta el nombre, anticipa tu cáncer, te roba el padre.

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