domingo, 4 de marzo de 2012

HESSE 47

Octubre de 1941.
Desde la cerca del jardín vemos pasar a los Roning que van a comer a casa de los Sullivan, justo al lado de donde viven los Feiffer, después de haber asistido por la mañana a los oficios de la misa dominical en el templo episcopaliano codo con codo con los Smith y los Mulligan, a los que vemos acercarse por el otro extremo en compañía de los Bailey. Las tres parejas forman una curiosa multitud, con la pequeña nube de los niños vestidos de blanco y negro correteando y cruzándose entre ellos. Dan la sensación de ser una pequeña pero coriácea congregación de fortaleza y camaradería indestructible ante cualquier embate de la vida cotidiana, laboral y social, a salvo de todas las asechanzas y mezquindades de esta época de zozobras. Todos van vestidos de domingo. Los rostros risueños, el alma en paz. Luce un magnífico sol de otoño que dora las copas amarillas y rojas de los árboles, y en el aire se esparce el grato olor de los dulces de domingo calentados en los hornos, los asados proveniente de las cocinas y barbacoas de este pequeño rincón del paraíso que resulta ser el 156-A del área residencial de Oak Park 4 N.Y.
Por la tarde todos nos aburrimos un poco, hasta que anochece. Entonces nos sentamos a la mesa del salón a dar buena cuenta de la cena, escuchamos un programa de radio y, luego, mamá vuelve a meterse en la cocina, papá dormita en el sillón con el periódico sobre el regazo, la radio sigue hablando sin que nadie la escuche y, al final, casi sin darnos cuenta, acabamos en la cama.
Buenas noches y buena suerte.

El hombre, para quien este día no tiene nada de santo, cierra las grandes páginas de uno de los pliegos del periódico, las de política internacional con noticias de la guerra en Europa: los alemanes han iniciado la ofensiva contra Moscú. Este hombre, luego de haber plegado perfectamente las hojas del diario y depositarlo sobre el césped, permanece inmóvil en la tumbona, pensativo, con los ojos fijos en los grandes árboles alineados más allá de la cerca que separa el jardín de la acera y la calzada alfombradas por las hojas caídas del otoño. De vez en cuando un coche sigiloso, casi sin hacer ruido, se desliza delante de la casa y desaparece calle arriba. Luego, torna la pasmosa monotonía. Hasta él llega el sonido de la radio que su mujer tiene en la cocina mientras trajina entre cacharros, pero no logra descifrar nada de lo que oye. Alza la cabeza y mira al cielo: le gustaría describir las diferentes tonalidades de la luz que comienzan a entreverarse en él. No lo consigue, y se culpa de su escaso talento para las descripciones, incluso las más sencillas. Siempre ha sido así, se reprocha en silencio. Bosteza y deja por unos instantes la mente en suspenso. No quiere pensar en nada, pero esto es imposible. El domingo pronto empezará a declinar. Mañana será otro día. Hasta el domingo siguiente, todo parece igual. Un día detrás de otro día. Pero si uno se para a pensarlo, también los domingos parecen siempre el mismo, uno tras otro, sea la estación que fuere, todos parecen iguales. Mira a su alrededor. Dentro de poco la grisura se apoderará de la tarde amarilla. Ahora siente un poco de frío en la espalda, como si estuviera entumeciéndose. Ha crecido el canto de los pájaros. De algún lado el aire le trae el olor de hojas secas quemándose. Trata de impedir que en su fuero interno comience a cristalizar esa conjunción de inutilidad y rendición, tan conocida por él desde hace unos años, aún en el mismo Hamburgo, que inevitablemente le aboca a la esterilidad y la exasperación. Debería levantarme y meterme dentro de la casa, se dice mirando la franja de sol agónico que muere contra el seto que separa su casa de la de los Sheridan. Los colores se han vuelto tenues, apacibles. Como una ráfaga de tristeza que viniera enhebrada en el mismo aire del atardecer, como un puñal de desaliento en este instante de acabamientos, siente una ligera desazón que no acaba de definir, como un sentimiento de abandono e incertidumbre al ver a sus dos hijas pequeñas persiguiéndose una a otra por la diminuta parcela verde de su casa, entregadas a unos juegos que no entiende. Escucha sus risas nada estridentes, apenas audibles, hasta silenciosas como la tarde ya crepuscular a estas horas, observa la correría ingenua de esas niñas que nunca tuvieron la oportunidad de elegir sus vidas, las persecuciones sin un sentido lógico aparente, y, de repente, se siente agobiado por la losa de una pesadumbre casi inaguantable. Experimenta una sensación de temor por todo, el horror inexplicable ante un vacío imaginario. Un hueco en el pecho se agranda más y más hasta horadar los huesos y traspasarle la carne. Y todo, en verdad, parece desvanecerse a su alrededor, disolverse en la nada, ser la nada en este aire gris cada vez más frío y oscuro.

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