sábado, 24 de marzo de 2012

HESSE 50

La muñeca se nos rompe.
Murió joven esta Hesse.
De ella pocas máscaras hemos alcanzado a contemplar. En cierto modo, se libra (y nos libra) de la caricatura de los años, de las otras máscaras sórdidas de la vejez temprana, de la vejez dilatada, del rostro erosionado por el tiempo, las mentiras, la vanidad. Nos hurta esa muerte de los ojos humillados por las traiciones, por las mudanzas siniestras del carácter, la ambición o el desaliento, nos libra (y se libra) del miedo, del silencio de los viejos, del viejo Samuel de quien aún pudo tener idea de su existencia y que, mira por donde, quién lo iba a decir, hasta consiguió influir en su obra.

Ella le tiende la mano:
Monsieur Samuel Beckett, adelante.
Es decir, hacia atrás.
Como despedazando la realidad.
Hay algo de perverso wittgensteiniano en esta imposibilidad de comunicarse.
Comunicarse además…
¿Para qué?
Hace trizas el andamiaje embaucador: nunca sabrás nada de nada. Sólo son palabras que dibujan tu confusión, la deposición química de un cerebro ahíto de alimento.
Ni siquiera has cambiado: en los mil personajes que has sido tan sólo eres en uno, y no importan los farsantes de detrás, ni las máscaras sucesivas del futuro, si es que lo tienes.
Si eras múltiple, la reducción te condena a uno. No modificas el pretérito, no has de mejorar el descendiente.
Eres silencio: por la boca únicamente salen ruidos. Porquería que el aire provoca de tus gases.
Este hombre es un asilo de viejos clarividentes, coléricos, charlatanes porque aman, sobre todo, el silencio. A la mayoría de sus camaradas en la decrepitud se les escurre la baba de la boca mientras mantienen los ojos entornados. Estos tipos huérfanos a traición son capaces sin venir a cuento de hablar de su madre a todas horas, muerta hace mil años. En la forma son espantapájaros que sólo asustan a los niños: una ruina encerrada entre cuatro paredes blancas y que gente a la que se les paga puntualmente procuran tener aseada y quieta y sin restos de excrementos durante todo el día. En el fondo son viejos desmenuzados, mutilados de su propia alma, carcasas, trastos a punto de desmoronarse, si es que no yacen ya en el sucio suelo con el fin de fastidiar y burlarse de los vigilantes.
Manicomios ambulantes, cada uno de ellos alberga decenas de personajes: el desfile inmisericorde de todos aquellos que uno ha sido a lo largo de las diversas fases de su existencia hasta acabar en manos mercenarias o piadosas que se cuidan de la mugre. Uno, al fin.
Huesos como cuchillas, la piel muerta. La mirada vacía desentrañando los sótanos del pasado.
Y cuando abren los ojos les invade un asombro infantil: pegado todo el santo día a la ventana con las manos sucias de pecados sobre el regazo, viendo el mundo en el verde resplandeciente de la hoja mojada por la lluvia, en las nubes que pasan (no les gusta nada este lugar), hasta en la grisura de los cristales sucios de la prisión para viejos.
Es una poética de la precariedad, del sinsentido.
Este viejo es un abrigo viejo, viejísimo, un viejazo deshilachado, un vejestorio roto por mil costuras, un viejorro repugnante de mil olores, polvoriento de mil caminos arrastrando los pies sin detenerse un momento. Tras sus gestos y risas de cotolengo se esconde un auténtico genio del desperdicio y las sobras, de las palabras difíciles y una podredumbre muy adecuada. Su saliva es un veneno.
Les imanta a los viejos la escatología, el anacoluto, la teología, la disciplina insensata a que obliga el vacío.
En su vida de caminante infatigable y desértico cuelga en bandolera un bolso más viejo aún que todo aquello, y en el interior nauseabundo hallamos trozos de pan duro, un pedazo de queso mohoso, un vaso de plástico, una novela policíaca barata y arrugada comprada en un quiosco, una navaja mellada, periódicos atrasados de hace veinte años, un bolígrafo con la tinta seca, una cédula de identidad ilegible, un par de guijarros, un papel en blanco, un pedazo de cuerda “con la que poder ahorcarse un día no demasiado lejano”… que nunca llega, pues “la clave de la vida es el sufrimiento”.
Incólume a los desastres naturales.
Refractario a los males de la estupidez.
Hasta que se convierten en negras cenizas parlantes.
Y toda humanidad es un ruido, un río seco pedregoso.
¿Hay algo más allá del yo y el objeto?
Y aunque lo hubiera, ¿cómo podría demostrarse?
Da dos pasos y holla la nieve, anda bajo la lluvia oscura, camina al amanecer gélido de un día cualquiera, pero no se mueve ni adelante ni atrás. Y a los lados sólo se encuentra el abismo sobre el que pende su figura de alambre encima de la cuerda.
No sabe cómo se llama.
Pero si lo supiera, no le serviría de nada. Es una convención como otra cualquiera en el mundo de los protocolos vanos. Uno siempre termina escondiéndose en el nombre, como si eso tuviera importancia, o al menos fuese una especie de escudo para protegerle del terrible cosmos o la carcajada animal.
Tampoco sabe adónde va, y laberínticos circunloquios dominan sus pensamientos.
Los días ya no se llaman, las horas ya no se cuentan.
Sobre todo le gustan las piedras redondas y pulidas por el agua y el viento, el horizonte desierto, el firmamento rozando la tierra dura y árida.
Es una silueta larga y delgada recortada sobre el cielo gris de la ruina.
Inquietante la conjunción de ambos que tu obra remeda. ¿Sabías, beckettiana, que tu labor ronda lo estrafalario de este ser de lejanías?
El hombre espera en absoluto desvalimiento: soliloquios, perversas fijaciones mentales. Un ser cruel y hasta depravado para sí mismo.
Es un suicida que piensa demasiado, no termina de desprender la costra del pensamiento de su condición animal: insiste en poner nombre a las cosas, a las imágenes, se obliga a pensar.
Pero ya ha renunciado a los demás, a sus chácharas y explicaciones ordenadas e inútiles: se sostiene a sí mismo con las pinzas de la lucidez más inofensiva: un monólogo interior que arrecia a medida que se acrecienta su misantropía.
Y, por favor, nada de dioses. Piensa hacia abajo.
Desafía un agnosticismo hacia todo y hacia todos. Nada espera de nadie. Que nadie espere nada de él.
Dioses… Aunque, ¿y si son éstos, aunque inventados como la magia y el rito, el único medio para expresar nuestra conciencia, conocer los asuntos del alma tan encerrada como está, entregarse con algún sentido a la elucubración irrefrenable de la mente libre del cuerpo y su putrefacción?
El espíritu de un viejo que ya no puede hablar y apenas dar dos pasos sin ahogarse, sordo a los dioses, escondido entre harapos, casi irreconocible como ser humano, eso es lo que aún reviste la carne.
Sí, un poco de mitología, como un vaso de vino griego o el sol romano, no hace mal a nadie…
Entre tanta escombrera…
Es fácil sentirse identificado con ese sentimiento de desnudez, de indefensión ante el absurdo o la pena.
Un arte ecuménico, dijo ella, que a diferencia de esos viejos terminales y degradados y mudos aunque de extremada lucidez, tenía salud, dinero y energía y se creía inmortal, es decir, iba a ser joven hasta el fin del mundo. Era en ese tiempo memorable que desentrañaba la sintaxis del disparate existencial y su museo de objetos (y el organismo vivo que era ella), inmune al desaliento y la duda. Una examinadora de interiores.
Pero el suceso biológico es mucho más sencillo cuando todo, con naturalidad, ha quedado atrás y ahora la artista parte hacia el lugar de donde vino con las mismas manos vacías.
Ahora lo sabe. El sol y la lluvia y la tierra y el aire: eso era ella, lo que ha sido siempre, lo que será cuando sus cenizas sean esparcidas. Elementos inmutables a pesar del tiempo y las catástrofes. Algo tan sencillo y rotundo… (y buscaba con dificultad un segundo calificativo, una nueva acepción definitiva cuando la verdad de todo es que todo es nada). Quería la complicación, lo que no se entiende-
¿Y él? El Gran Beckett…
Por encima de los ochenta años ya no se necesita dormir, la comida da un poco de asco, los objetos inspiran desgana, los planes una sonrisa desdeñosa y los demás y sus opiniones no importan un ardite. Incluso un premio nobel de literatura resulta un fastidio inconmensurable de sobrellevar.
Tan categórico, agoniza en un asilo: “Ay, que todo termine.”
Será el silencio.
Regala dinero. Vuelve a ser pobre: escribe (esa clase de indigencia), escribe, pero sólo palabras. Hemos asesinado al sentido.
“Un hombre de pie sobre arenas movedizas.”
Murió escribiendo garabatos sobre una mesa de bridge, en una habitación con la puerta abierta a través de la cual atisbaban un montón de viejos como él, mocosos y medio locos, abandonados en manos ajenas.
“Y no vuelvas”, conminaba el hombre primitivo en el albor del tiempo y las desgracias, sabio en temores, precavido: primero se despieza el cuerpo; luego, se le quema, y, por último, se dispersan las cenizas con el viento. Eso era innecesario, pero era en la noche oscura del alma primitiva, cuando todo aún era creíble, reciente y se profesaba temor a los muertos.
“Ya en las tinieblas, ni se te ocurra volver”.
Porque lo malo de un muerto es su espíritu. No hay modo de acabar con él: en forma de palabra, de pintura, de recuerdo, y no digamos ya fotografiado en un trozo de papel… Ahí siguen a perpetuidad. Perviven ladinamente. Aletean sobre la tierra y las aguas en pos de la venganza. Pues es sabido que los muertos guardan un gran rencor a los vivos. Hasta que uno mismo desaparece: entonces desaparece todo, al menos desde el punto de vista del ser vivo, que comprueba fácilmente, bien asentados sus pies sobre la tierra, que ningún muerto vuelve a por sus cosas (un reloj de pulsera, la billetera, las llaves del coche), ni tampoco vuelve a encender o apagar una luz, a terminar de un bocado la hamburguesa o el hot dog, jamás vuelve a salir a la luz desde los túneles del metro, a sacar de casa la bolsa con la basura del día, y nunca acabará de leer la última página del periódico... de ayer.
En fin. El anecdotario no da para más.

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