martes, 27 de marzo de 2012

HESSE 51

“¡Eh, tú, hijo de puta!”
Una sucia piedad comienza a deslizarse desde los lacrimales de los ojos.
Un sonido gutural, irreprimible, delata una compunción fuera de lugar.
Se había dado la vuelta cara a la ventana, pero ella, la cancerosa, le ha descubierto a causa del gemido apagado, la sacudida de los hombros.
“¿Qué demonios te ocurre, payaso llorón?”, le espeta la yacente incorporándose a duras penas, con el rostro encendido de indignación. Parece una llama de fuego alzándose de entre las sábanas blancas.
Él no contesta. No le invade la pena, es que se siente culpable de sobrevivirla, de saber que va a examinar cobardemente los recuerdos que ella dejará atrás una vez expire. Será capaz de sacarlos en almoneda, de manchar su memoria con esa pluma que lleva clavada en la mano.
“¿Dos centavos por palabra?”
“¡Hecho!”
De nuevo, ella le mira con lástima.
“Sólo es una muerte… la mía. Tú preocúpate de la tuya…”
Que más tarde o más temprano asomará las narices por alguna esquina.
Y rápidamente El Inquilino de los 30 metros cuadrados al norte de Queens cambió de actitud y hasta de máquina de escribir.
¡A ver si de una maldita vez te ganas la vida escribiendo novelas policíacas como todo el mundo!
Y, convengámoslo, tampoco era de esos testigos bobalicones que celebran las bodas reales, conmemoran el Día de la Patria o asisten entontecidos por el incienso a las exequias de los restos del preclaro sobre un túmulo engalanado de púrpuras.

A través de algún magnífico entresijo del presente, una oquedad iluminada fugazmente por un rayo oscuro, como a traición, atisbaba algún aspecto de la muerte, alguno de sus matices poderosos y definitivos encarnados en una clamorosa omisión: ella ya no estaba aquí. Eso era la muerte. Nada de negrores o tormentos. Simplemente, ella se había volatizado. No le sorprendía lo más mínimo la rareza de noser en el mundo, su caída irrefutable para siempre en la mismidad de la nada absoluta (pero si le atenazaba de miedo su categórica e irreversible desaparición para los demás, su vuelo al país de nunca jamás que ninguno de nosotros comparte los otros): pues, bueno, allí estaría la mota de polvo de su vida haraganeando en el espacio negro, invisible y fría, atómica y también negra, disuelta entre otros miles de millones de vidas en el vacío sideral.
Entonces, ¿la conciencia de saber que una acaba aniquilada por el cuerpo, desaparecida, esfumada y sólo recuperada de tanto en tanto por la masa viscosa e indescriptible de un cerebro que aún guarda tu recuerdo, disuelta en la nada y poder preverlo, anticiparlo, incluso experimentarlo, ser muy capaz de, sino imaginarse muerta, sí cuando menos fuera del mundo… qué sentido tiene todo eso?, algo tan corriente, tan fácil a fin de cuentas… al comprobar como uno detrás de otro, a solas o en compañía, a su debida hora, todos vamos desapareciendo obedientes para no volver…
La vida sin ella. Qué turbador. Hasta terrorífico. Ve el día, y no a ella, que ya no existe en ese aire fragante todavía de mayo, o bajo la nieve o acariciada por el sol desmayado de noviembre. Mira por esa grieta que se abre al futuro un mundo que ya no le concierne, ajeno a lo que fue ella: una débil armadura de huesos y carne de final predecible, y todos esos que andan, desconocidos y serios, que viven y son...
Su ausencia que, ahora, sólo es un nombre: definitiva.
Todo su testamente es toda su vida de atrás. ¿Le importará a alguien?
Vuelve a montar su vida, la crea, la obra como un albañil bíblico, la hace de nuevo con materiales indescriptibles, sólo manifiestos en virtud de arte, sus figuraciones y trampantojos.
Alza la trastería objetual, una suplantación irreal, irreconocible.
La tinta de la pluma es el hermetismo, una gama de colores inaudita, inacabable, el número infinito, pues a nada representa y todo lo enumera, lo referencia y desmenuza minuciosamente.
¿A todo?
Yo, soy todo.
(“El mundo, querida, se ha hecho cinematográfico”, le dije un día en el interior de un taxi, saliendo del túnel de Park Avenue. Aún me parece oír la sonora carcajada del taxista al pensar que lo mío era un plan hortera de seducción.)
Lo trascendente, a pesar de su nimiedad, debería ser la esencia de una vida exitosa. Esperar y creer. Y morir con la vista hacia atrás renegando de las naderías que ataviaban los días y los años necios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario