sábado, 10 de marzo de 2012

HESSE 48

Del Diario Secreto
Nieva en Nueva York.
¿Sigues ahí?
Nunca me fui.

¿Qué piensa?
¿Quién piensa?
¿Quién de los dos?

Los dioses son invisibles: sólo si aparecieran ante nosotros perderían su gracia.
Se mantienen ocultos: he ahí su inútil y poderosa palabra silenciosa.

Camina por la avenida Madison. Es real. Pero, en el fondo, todo tiene la sustancia invisible del espejismo, la urdimbre de lo imaginario. La solidez de las apariencias, el brillo de los colores, los rascacielos de cemento y cristal, los transeúntes y automóviles, adquieren bajo el sol la desnudez de lo verídico sin más y, no obstante, se diría que basta un soplo de aire para que se derrumbe todo en este día de magníficas transparencias, que se venga abajo este mínimo decorado de lo existencial y su finitud.
“Nada de lo que veo justifica el pasado ni asevera el futuro.”
Todo parece hueco.
Y el incendio del sol de cósmica magnificencia, pausado y fatal, ha de devorarlo todo finalmente en una ceremonio de espanto, ruido y cenizas.

Cuando era pequeña, muy pequeña, me encantaba saludar a los pasajeros de los trenes que pasaban frente a mí. Algunos de ellos me devolvían el saludo desde las ventanillas. Y yo pensaba que era muy raro que lo hicieran, puesto que no podían conocerme en modo alguno: esos trenes venían de muy lejos, viajaban a sitios más lejos aún y jamás se detenían en mi ciudad.

¿Cómo muere el alma? Le pregunté.
“No creo que se pudra”, dijo. “Simplemente, desaparece, se volatiza como… el aire que es.”
“¿Y eso es todo?”
Ella no era una mujer religiosa. Me miró con desconcierto:
“¿Qué esperabas”?
Como buena judía, me he repetido muchas veces que el alma es el idioma con el que hablamos con Dios. Y si aquélla enloquece, enferma, se muere… El silencio sería aterrador, sin ni siquiera plegarias que alivien nuestro miedo: sólo seríamos artificios físicos. Un embrollo.
Un galimatías... que es mi obra.

Y ahora, ¿qué tiene contra la soledad? La ambición. Es suficiente con eso para seguir avanzando hacia no se sabe qué. Pero esa es la misión. A la soledad también se la combate con la esperanza, se dice a la media tarde de un día sombrío y oscuro, con la lluvia repiqueteando en los techos y puertas metálicas de esta parte del Bowery, invadido el paladar de ese sabor ya tan conocido de grafito, a lápiz de colegio: como todos los niños, ella, ya en la treintena, sólo espera del futuro cosas buenas.
Aunque en las noches de insomnio, traduciéndose a sí misma plásticamente (hilos, agujeros, fluidos), no puede controlar los sollozos e imagina telas de araña.

La artista ha conocido al escritor. Un tipo joven recién llegado de Yaddo que escribe sinopsis de guiones para una de las majors: tres dólares cada uno, y no más de siete entregas a la semana. El Gran Escritor De Hollywood habla demasiado de su trabajo, tal vez porque los paseos de ella son demasiado silenciosos.
“Me gustan los árboles”, le dije.
Se quedó mirándome con perplejidad. Luego continuó hablando de sus asuntos, al parecer muy complacido de cómo lograba resolver cualquier situación a la que se enfrentaba. Y eso lo dijo un tipo que gana tres dólares al día garabateando tonterías en un pedazo de papel. Su cara de satisfacción era indecente.
Definitivo: no vuelven a verse nunca.
Ella se esconde en el estudio durante una semana y deja de contestar a sus llamadas telefónicas: en ese lapso de tiempo concibe una de sus mejores obras. A solas.
Primavera, 1966.
Soy capaz de amar. Yo amaba, pero con algo fuera de mí, como una extremidad más de mi cuerpo, un órgano invisible soldado a la carne, a la coraza exterior, y, cuando todo acabó, eso fue muy fácil de mutilar.
Esa capacidad ahora gangrenada, esa infección que es el amor desaparecen cuando se cercena de un tajo el adose espurio a la razón, y así se puede seguir adelante mutilado y a salvo. Tal sentimiento descorazonador e invasivo es lo que hay que abortar hacia fuera, una concreción en el costado, o en el mismo codo, en cualquier sitio menos en el alma.
¿Quién es ese tipo (otro más) que a la caída de la tarde, acariciado por el tibio sol, lee a Esquilo en griego mientras bebe un par de whiskys?
Estamos en los años cincuenta en USA: la mejor época en la historia, afirman con desfachatez los cronistas de televisión de estos años entre la delación, las condenas a muerte, la invasión de Corea, el informativo de Cronkitte, el show de Johnny Carson y las películas del oeste.
Esa tarde, el sol declinante parece dorarlo todo en el paisaje apacible de laderas, campiñas y jardines, de casas de dos plantas bien construidas y decentes. Sólo turba la quietud del aire denso y fragante las risas lejanas de unos niños, alguien que golpea un cubo metálico, el ladrido amistoso de un perro, y, después, el silbido apagado del tren de las 18,47 que abandona el apeadero. El cielo se tiñe de largas franjas amarillas, rosas y púrpuras sobre un azul pálido y cada vez más desvaído. Es un atardecer estimulante y benéfico que trae como recompensa el descanso, la paz en el pensamiento.
Peleando con los dioses.
El tipo lee en griego una tragedia que se engendra de humanas brumas y la cólera de los héroes mientras le asalta en la cabeza la idea de copular con su mujer. Cierra el libro. Entra en la casa: el hogar de un hombre que dirige bien sus negocios y paga sus impuestos debidamente, donde puede perpetrar con todas las luces encendidas la danza más frenética y primitiva en honor de Dionisos.
Ya en la noche, sube a la habitación de arriba donde espera su esposa. Mientras se besan con furia y se susurran obscenidades, uno de sus hijos, el más pequeño, se despierta, baja a la cocina, se sube a un taburete, alcanza el estante de arriba y engulle parte del contenido de un envase criminal: arseniato sódico azucarado, un mejunje para matar hormigas. Pronto, los gemidos del niño provocan la alarma. Sin perder un segundo los padres con su hijo acuden al centro de la ciudad en busca de un antídoto. Horas después, el niño se ha recuperado. Aún se siente mal cuando lo devuelven a su cama, pero enseguida se duerme. El hombre y la mujer cierran la puerta de su dormitorio. Se miran. Se desnudan. Se abrazan apasionados. Más tarde, el hombre escribirá: “No hay una conexión entre el amor y el veneno, pero semejan puntos en un mismo mapa.”

La veo salir de una tienda de licores en Canal Street. Sin dejar de andar, miraba a los lados nerviosamente, intentaba ocultar la bolsa de papel marrón debajo del abrigo. Aminoro el paso y dejo que se aleje hasta que desaparece calle arriba. Luego, al reanudar la marcha, no dejo de preguntarme cómo se llama aquella mujer. Por más que lo intento no logro recordar su nombre, pero ahora ya sabía de quien se trataba: era una vieja actriz de carácter que solía aparecer con frecuencia en el programa Playhouse 90, siempre en papeles mínimos, de cocinera, de ama de llaves, de vulgar vecina fisgona y, ya al final, de mera figurante.
Doblo la esquina hacia Wooster Street y unos metros más allá descubro a la pobre mujer sentada en el bordillo de la acera, llorando desconsolada ante la bolsa de papel caída y rasgada en el suelo, oscurecida por la mancha líquida del licor. Los trozos de vidrio de la botella rota, como una culpa a la vista del mundo, están esparcidos a sus pies, sobresalen por encima del pequeño charco color miel. Un par de curiosos contemplan la escena.
“Sólo es una pobre borracha.”
“Aún será capaz de lamer el suelo con la lengua…”
Me alejo apresurada. Sin volver la cabeza, imagino su boca, estragada y con cortes sangrantes, mojada por el alcohol sucio y caliente sobre el asfalto.
Por la noche: sueño con mi madre… No, es la actriz vieja, alcohólica y echada a perder con el rostro de mi madre.
Mi madre, que era tan bella como Ingrid Bergman.

El frío parece tener su luz propia, difunde una transparencia que azulea los objetos, como si todo estuviera tallado en cristal.

Una escultura de hielo, una materia limpia, profunda a pesar de su transparente liviandad. O, tal vez, precisamente por ello, por la nitidez de su volumen, su gracioso discurso evanescente.

De pronto, la sensación de que nada de lo que me rodea va a mantenerse en pie por mucho tiempo, que contemplaré su fatal decadencia y derrumbe final. Sólo era un decorado para una mala comedia. Despierto y, entonces, comprendo lo soñado: era yo la que iba a ser arrebatada de todo lo que me rodea.

“Una artista en ciernes… incomprensible”, dijo ante una de mis obras.
Los demás sonreían, o desviaban la vista.
¿Y él…?
Un artista mediocre…
No, es un artista cobarde. Y, sin embargo, tiene un discurso inteligible, expone en Castelli. Es célebre y gana dinero. Es escuchado. Hasta se cree en la solvencia de lo que proclama, aunque sus palabras no sean sino un subterfugio donde esconde la poca consistencia de una obra rancia y antigua como los bodegones de los principiantes en las escuelas privadas de arte.

El futuro sólo existe en la imaginación, no es ni ha sido.
Y el presente me sirve para crearme un pasado, lo que ha de justificarme una vez muerta.

Durante la noche la ventana de la habitación, mal cerrada, se ha abierto a causa de un golpe de aire. Despierto inmersa en una luz gris y lechal, y el olor del amanecer, una combinación rara de piedra, hierro y humo, me llena de desánimo, de miedo, de grandísima extrañeza por todo. Luego, con la taza de café caliente en la mano, el rumor sordo de que todo se pone en marcha, de que la enorme ciudad sigue viva, poblada de millones de seres, me va reconciliando con la grisura del día y las nubes negras que presagian la nieve, y me sumo con sencillez en esa experiencia universal en lo penitente, misterioso y cabal de todos nosotros que nos induce al engaño milenario capaz de ponernos en marcha cada mañana luego de una tostada y una simple taza de café.
Ya que no esperamos el éxtasis, al menos una buena salud, algo material que agrade a la vista, la calma, un día soleado, la lluvia al atardecer que repica en la calle, y nosotros bien protegidos en casa, envueltos en una manta de felpa con un libro pequeño y amable en la mano.

Temo que he de morir absolutamente desesperada. Algo que no entiendo, porque lo único que se desea de veras en esos instantes es la paz, una consunción tranquila, conformada, lúcida, incluso valiente.
Pero es ahora cuando descubro que toda mi obra era una premonición angustiosa hasta Contingent.
Toda la ansiedad procedía de una pesadilla que yo sabía real.

Un día oscuro, lluvioso y frío: un dibujo claro, una línea feliz, los materiales opuestos que contradigan todo lo biográfico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario