sábado, 31 de marzo de 2012

HESSE 52

En el 68, en el Guggenheim: El Contemplador desea comprar un par de catálogos (que no leerá nunca, puesto que los pierde en una cafetería mugrienta de una calle adyacente de la Quinta). Aguarda su turno frente el curvo mostrador de madera barnizada mirándose los pies. Entonces imagina.
En algunos de los plácidos (y hasta hogareños) rincones del museo se halla ella descansando de la morosa y fértil caminata de hace unos minutos desfilando ante los cuadros, sentada ahora, mirándose una carrera en la media, mordiéndose una uña, reposa como una ninfa con la vista perdida entre las hojas verdebrillantes de una planta junto a la pared roja, desviando la vista de otros visitantes.

Artistas: actores: cómicos.
En realidad, a despecho del cuidado desaliño físico y de una vestimenta chocante, toda esta caterva de aprendices geniales bien pudieran haber salido de los HB Studios de Bank Street. Gestos y entonación, miradas y poses atendían más al efecto estético de ellos mismos, la única obra de arte. Nada decían o subrayaban de sus trabajos plásticos, por lo general ocultos en ignotos parajes neoyorquinos a los que rara vez se permitía el acceso.
“Tomaremos una copa en Yorick.”
Dejaremos correr la noche.
Mañana será otro día.

¿Acaso no simulan formas humanas? Ella no lo sabe todavía. ¡Pero si acaba de empezar…! Más tarde, será arbitraria. La gran maga jugará con el espectador: esas formas blandas, las cuerdas colgando, los tubos huecos como arterias (limpias).

Materiales sintéticos, pero evita sin cortapisas aquéllos que evocan asociaciones, traducciones plásticas, ilusiones de tres al cuarto.

Ha construido el mundo. Una parte de Nueva York, digamos. Al igual que el niño compone las figuras geométricas de colores chillones, ella ha ordenado edificios y calles, ventanas y puertas, cristales y metales, aceras y calzadas: una ciudad muerta. Entonces a manotazos desordena el conjunto, las diferentes piezas vuelan aquí y allá en un espacio acotado previamente. Un amontonamiento más real por ser menos imitativo. He ahí la obra más bella que aquella geometría obediente y analógica de la representación, una semejanza falsa se ha ido al traste. La artista, aburrida de las visiones formales cotidianas, ha creado una composición nueva y no del todo inefable a los ojos, pues la mínima ciudad que había creado mediante trozos de madera, la componenda denotativa que simulaba los perfiles del mundo, sigue ahí, está ahí. Sólo ha variado su configuración, la matemática de una sintaxis que ordena su lectura no tanto en lo comprensible de su forma cuanto por negar lo habitual de su forma.
Mas esta diosa de una creación que degrada a sabiendas lo vigente en el arte se entiende bien con lo provisional: mañana nada será igual al tiempo y a las cosas de hoy: un átomo más, un número menos, una variación constante que eleva o acorta, se hace presente o condena a la desaparición visible.
¿Cómo paralizar en el tiempo los objetos y su dictado? En el desorden que tú les imprimes, gobernados por los símbolos o no-símbolos que nacen de de una furia silenciosa y hasta serena. El absurdo es la escritura de su plástica; el sentido, el galimatías de su dibujo; el axioma y su ley, la verdad de los materiales y su alejamiento de lo ilusorio: nada engaña su apariencia y nada figura plásticamente. Cualquier montón de basura es más real que una obra de Veermer o Leonardo que, aun siendo materia real, nada más que proclaman una ilusión y el tacto claudica ante el lienzo, el pigmento, la textura, la madera del bastidor que los acoge.
Ella no habla de arte. Habla de la verdad de lo que muestra, de lo que es. Su arte es eminentemente físico. Misterioso, por tanto, paradójico.
“Hay otro orden”, me dice.
E infravalora la forma, la rebaja a lo ininteligible que, empero, es muy fácil reconocer: sólo con verla cabe el enunciado.
“En el fondo, se trata de un atentado a la tentación de andar por un paisaje imposible, amar un desnudo de piedra, saludar un busto de bronce, buenos días, señor romano”.
“El camino que he elegido es el desorden de las convenciones plásticas. Nada de esto contradice la instauración de unos nuevos significados semánticos que de lo epigráfico alleguen a lo legible.”
“Yo me muevo en el espacio de los efectos. Las causas son posteriores. ¿Qué importa qué determine a qué?”
La artista lo ha troceado, triturado, molido: ese polvo de tierra esparcido en el suelo pulido y fuertemente iluminado de la galería de la calle 57 fue piedra. Pero antes que piedra fue polvo de tierra. Y ahora puedes imaginar ese pequeño montón recomponiendo sus partículas más ínfimas hasta consolidarse de nuevo en piedra, en la piedra que era. Sólo sería el camino inverso hasta alcanzar la causa. Mas la danza desordenada de sus átomos, la loca zarabanda impide que de nuevo conformen la piedra inicial: ese desorden aparente, plástico, atraviesa puertas más oscuras de las concebibles.
Una obra que nos transmite la idea de un efecto que busca sus causas profundas o triviales de sus apariencias mediante una taumaturgia de lo artístico que hurga en el más puro misticismo, hasta en el desvarío teológico.
“Lo suyo”, dijo el hermeneuta amarillo y verde, de ojos muertos “sólo es un procedimiento de cálculo, un proceso mental e incluso emocional que le auxilia para hallar las correspondencias plásticas de su temor e imperfecciones.”
Aún en la prehistoria, en el SoHo, en el 420 de West Broadway: Hesse husmea. “Todos somos hijos de Duchamp.”
Recorría Johns, Rauschenberg, Stella: cómo le hubiera gustado extraer los objetos y pinturas de los cuadros, deshacer sus imágenes dividirlas, trocearlas, volver a montarlas por el suelo de forma tridimensional: hacerlas reales, inidentificables.

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