sábado, 14 de abril de 2012

HESSE 53

Ahora ya vive en el terror.
Se estrechan las paredes, el suelo y el techo de su celda, segundo a segundo, milímetro a milímetro, comprimen el espacio, nada puede detener ese fatal desplazamiento, se empequeñece el aire, la materia, la visión, el aliento, y cada vez más las ranuras siniestras e invisibles por donde se deslizan los cuatro planos del crimen aproximan a ella, inexorablemente, la losa invencible que va a aplastarla, va descoserle el cuerpo, abrir un boquete en la charca de su cerebro, reventarle los ojos. Todo va a ser una explosión blanca. Un final inevitable de luz poderosa y unos fuegos de artificio bellísimos y efímeros que matan.
Porque antes del desvanecimiento último, del que ya no podrán rescatarte, la sensación postrera debe ser la de sentir un mar que poco a poco te anega por los cuatro costados, hasta que te sumes en un vértigo placentero, analgésico, una lengua de fuego atornasolado, cambiante y luego, tranquilamente, la gran ansiedad blanca, como la fuerza del sueño que tan suavemente te atrapa en la inconsciencia, sin ruidos, sin forzamientos.

Las obras… como una narración interior, sin trama y, suceda lo que suceda en el ánimo de su contemplador, verídicas. Esa es la propuesta. No una ilusión óptica, algo en lo que nadie pueda incurrir jamás observándolas: obras sin trucos, palpables, reales e insobornables ante cualquier juicio peyorativo o paternalista, descalificador, puesto que se encuentran a salvo del recurso comparativo. Libres de una preceptiva paralizante, los tinglados plásticos de nuestros días avanzan desde la insolencia hacia el cerebro del espectador.

No es ironía lo suyo, es sarcasmo, una carcajada hueca exclamada por la artista con la mayor educación.

Por vía postal le llega a El Recolector el último regalo (y, además, como una bofetada póstuma) de Raymond Theodore Yeats: una docena de sobados ejemplares de segunda mano (!?) de Playboy de los años sesenta y setenta con relatos más bien alimenticios de Cheever y compañía, no obstante todos dignos de lectura. (Curiosamente, lo que es motivo de reflexión, las páginas más manoseadas son las de los textos y no las que muestran las minuciosas fotografías de las vaginas entreabiertas de las espléndidas modelos.)

En los últimos días de su vida el aire de la habitación parecía impregnado de un olor a leña quemada, fragante y limpio, como el que emana la tierra caliente de un bosque de pinos bajo el sol de agosto.

De nuevo en el edificio del Sloan-K., en la 64 con York.
“Dese por salvada (¡!).”
El Cronista: “Le aplicaron un programa intensivo de quimio y radioterapia (sic)... ¿Qué pretendían? Sin duda, mantenerla viva pero moribunda, decrépita pero no hecha pedazos todavía. Esto es un negocio, como otro cualquiera…”
La gente tiene miedo al dolor, a la muerte. Y donde hay miedo y dolor hay dinero y tipos que terminarán haciéndose con él sin el menor miramiento una vez fabricada La Gran Barraca De Feria De La Supervivencia. Uno paga lo que sea (hasta lo que no tiene) por seguir vivo: la última compra, con tarjeta de crédito o sin ella (se enteran los comerciantes de hombres, ellos se enteran, y a los moribundos les anulan las tarjetas sin contemplaciones).
Ha cumplido los ritos. Se halla en calma y bien dispuesta para el sacrificio de la moderna terapéutica: se ha bañado a conciencia y, limpia y sin olor, ni siquiera es un cuerpo de sufrimiento.
Ya en bata, era incapaz de leer y de reflexionar debidamente en la sala de espera que antecedía a las devastadoras sesiones bajo la bomba. Sentada junto a otros pacientes, sin moverse un ápice en la silla, se limitaba a observarlos a hurtadillas y apenas prestaba atención a la vulgar música ambiental que siseaba un ángulo en la pared. Calculaba quien tenía esperanza y quien iba a desistir; quien se aferraba a la vida con desesperación y quien simplemente se dejaba llevar de la mano al infierno sin esperar demasiado un milagro. Entretenía sus pensamientos lejos de ella y su tremendo destino sólo con la vista, sin rebeldía, dibujando los perfiles de la miseria.
Luego, condenada e inclinada bajo el peso de una gran culpa (¿qué pecado original te castiga a una fábrica de carne y huesos imperfectos, podridos antes de hora?), la conducían por un largo pasillo iluminado por una extraña luz verde y azul, marina y espectral como los sueños del amanecer, hasta que llegaban al lugar del ruido blanco y se dejaba hacer como un animalillo indefenso.
Fijaos: se dejaba hacer.

Tu arte enfermó, comenzó a supurar puses y pestilencias, y ya veneno, se produjo su muerte por autointoxicación.
Partenogénesis admirable a la inversa.
¿Cuál fue su mal?
(Sin causa aparente…)
Idiopático (dijimos sin saber de etimologías).

Y tú:
Tengo una personalidad esencialmente botánica, me gusta la luz del sol y la busco incluso en los días más ardientes del verano, me gusta estar quieto en sitios apacibles y hacer el menor ruido posible, odio todo tipo de agresiones. Y, como me gusta recordar del otro, me atan a la tierra misterios mucho más fuertes que las raíces.

Miraba las montañas como si fuese edificios: ruinosas y viejas unas, aplastadas bajo el peso de los siglos; nuevas y de perfiles nítidos otras, todavía alzadas al cielo, desafiantes y jóvenes. Comprobaba la línea irregular, los volúmenes y los planos. Miraba las montañas como si fuesen esculturas.
Todas diferentes, vivas y pródigas de árboles y plantas, de seres. “Crea, artista, la gran naturaleza”, se dice El Memoralista reprimiendo la lástima. “Y también los paisajes interiores.”

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