Un día
cualquiera en la vida de los jóvenes prodigios.
(Viernes, 28 de abril de 1961).
La brisa de primavera, extrañamente calurosa a estas
horas de la tarde, le da quemante en plena cara a la chica de ojos risueños y
expresión amistosa mientras sube hasta las proximidades de Central Park por la
Quinta Avenida.
Un tipo
que trabaja en una firma de abogados con oficinas en Central Park South ha
decidido echar un vistazo a las acuarelas de Eva Hesse. Tiene tratos con una
compañera de Hesse en la Stone Gallery, a quien visita en su estudio del East
Village y le compra de cuando en cuando obra gráfica y de pequeño formato. El
tipo, un auténtico wasp, vestido con
traje a rayas, camisa blanca y corbata oscura, de unos cuarenta años, alto y
esbelto, serio y atractivo, con el cabello moreno y brillante peinado hacia
atrás, de labios finos y barbilla saliente, fiscalista invencible, prefiere
adquirir obra a los artistas a espaldas de la galería que los promociona. Eso
le permite comprar más barato y evaluar la mercancía sin estorbo, a su antojo,
puesto que conoce bien las reglas del juego. “Puede que hasta se interese por
tus cuadros”, le habían advertido a la chica de Yale. Algo nerviosa acude a la
cita vestida de domingo (pero mostrando las piernas y los brazos al aire)
cargada con una gran gran carpeta. La reunión era en el Oak Room del hotel
Plaza, a media tarde. Al tomar asiento en el enorme sillón de piel rojo oscuro
descubre con alarma que transpira más de la cuenta, y las mejillas parecen
arderle. Siente la humedad tibia del cuerpo, y odia tener que lidiar con ese
pequeño desbarajuste a lo largo de la conversación. Hundida en el sillón, está
segura de que de un momento a otro se deslizarán regueros de sudor por sus
sienes. Sólo la ampara la iluminación sosegada y muy tenue del salón. Hasta
ella le llega la delicada fragancia a colonia seca que exhala el comprador de
aspecto impecable, y la sobria distinción y los gestos medidos que despliega a
punto están de aturdirla por completo. Elegante y desenvuelto, sentado con las
piernas cruzadas y las manos de dedos largos y delgados posadas con absoluta
tranquilidad en los brazos del sillón, dirige la mirada al rostro sofocado de
la chica, pero sin curiosidad, sin que sus ojos profundos y oscuros delaten un
escrutinio censurador. El hombre se halla ante un negocio, y conseguir el mejor
trato es cuanto le anima en el fondo. El único objeto de hallarse frente a esa
pintamonas es un sencillo cálculo de probabilidades: en unos años puede triplicar
su inversión, o cuadripicarla. Sabe lo que lleva entre manos, parte de cero,
que es un buen punto de partida. Cuando el camarero se acerca a la mesa, ella
se conforma con pedir una copa de agua de mineral; sólo la contención a que la
obligan el momento y la circunstancia le impedirá bebérsela de un trago: tiene
la boca completamente seca. Su interlocutor ahora la mira con algo de extrañeza
y pide un martini. Al final, luego de un detenido examen de las grandes hojas
que guarda el cartapacio, tras un diálogo entrecortado y penoso durante el cual
el coleccionista sin escrúpulos semeja un testigo ajeno a lo que allí se
dirime, ausente en realidad, o al menos en un ángulo muy distante de donde se
encuentran y asistiera a la conversación entre la artista y uno de sus dobles
dispuesto al efecto desde el patio de butacas como si de una obra de teatro se
tratase, Hesse consigue venderle tres dibujos coloreados con tinta india. Antes
de extender el cheque el hombre, con la estilográfica dorada en la mano, emite
una orden tajante con una voz clara, pautada y perfectamente audible:
“Envíamelos enmarcados sin ninguna ostentación, un passe-partout sencillo y una
media caña de color blanco y cristal mate. Y fírmalos de nuevo con tinta negra
por la parte de atrás con la fecha completa de hoy: día, mes y año.” Un
instante después de signar el talón y avanzarlo con los dedos sobre la mesa
hasta el lado de ella, el hombre enrosca la estilográfica, la guarda en el
bolsillo interior de la americana y posa sin pudor la vista sobre las piernas
un poco entreabiertas de la artista que tiene el borde de la falda subido hasta
un poco más allá de la mitad de los muslos. Una expresión sombría, casi
violenta, humaniza fugazmente su rostro.
Esa noche,
la artista enumera los actos del día, celebra las gracias, obvia las
desgracias.
Diario.
¡Todo fue de maravilla! He
vendido tres dibujos. Me sentí muy segura y decidida. Perfectamente en mi
papel, controlándolo todo. ( 28 4 1961)
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