domingo, 12 de febrero de 2012

HESSE44

No eres tú, querida, mi alter ego.
Yo soy el tuyo (aun estando tú muerta).

Queens, 1970: la luz gélida, un helor de sepulcro adormece esta parte del borough de calles desoladas, sin árboles, flanqueadas de edificios anchos y bajos como sombrías naves, inmerso todo en la grisura y en la desesperanza, y a toda hora siempre la hostilidad latente en los ojos de cualquier fugitivo con el que te cruzas cada mañana de este enero nevado y silencioso...
Coge esa hoja de papel que para ninguna otra cosa sirve. Aporrea la Underwood. Viola sus sosas teclas. Arráncales gemidos o gritos, unta la cinta bicolor con todo lo que de criminal se agazape en tu cerebro. Entre estas cuatro lúgubres paredes pintadas de color hueso sucio, sé disparatado como el día gris y el frío carnívoro que a punto está de devorar el cristal de la ventana:

La artista desnuda. Expuesta a los ojos polifemos del mundo.
El trabajo de tus pobres manos de mujer ofrecido al juicio plebeyo, a la mojigatería universal.
Desnuda frente el mundo que te desprecia, al que desafías.
El desprecio por todo aquello ideado que no guarda reciprocidad con la monotonía canónica del espectáculo diario, de la mil veces vista película del triunfo bajo el formalismo de lo reconocible, todo aquello del arte y la literatura innecesario: sientes ese desprecio como el aire frío que revuelve tu cabello, como la gasolina quemada que respiras mientras esperas en un paso de peatones, como la dentellada del sol de julio en la piel al salir de una boca del metro.
Ese desprecio que la artista es capaz de percibir con lacerante asiduidad, que se propaga como el napalm por encima de las cabezas hasta cubrir por entero las calles de una ciudad a punto de entrar en combustión. Los veloces vagones del metro, como bombas de plata pintarrajeadas de graffitis y chafarrinones repletas de cargamentos humanos defectuosos con cara de sueño, horadan los túneles oscuros sólo para terminar explosionando como unos vulgares fuegos de artificio una vez asoman de nuevo al exterior. La procesión ahora apresurada de hormigas con bolsas y carteras son la máquina pulsante con fecha de caducidad que disuelven su desesperación de forma miserable abocándose día a día al seno madrastro de una ciudad de acero y cristal, una bella y poderosa tecnología sin alma que nunca se supo que prometiese nada a nadie sólo por patear sus calles y respirar su aire de piedra y neón.
Pero al fin, desprecio.
¿Son ésos, su conjunto abigarrado, oscuro e indeterminado, el destinatario de tu obra?
¿A ésos te diriges? Ni siquiera hay lugar en ellos para la mofa, tan indiferentes son a tu suceso que ni recurren a la burla.
Esos nunca sabrán tu nombre. Otros, tan ajenos en verdad como aquéllos a una plástica que en el fondo se trasciende en virtud de una metafísica calculada, sólo vigilarán cotizaciones.
La expresión de tu arte únicamente constituía una parte invisible del mundo para los otros.
“Es arte aquello que decora”, dijo uno.
“O representa”, añadió alguien.
Es arte, gran arte, aquello que mediante lo visible nos acerca a lo invisible. Su lenguaje siempre es apócrifo: debe más al ingenio que a la razón. Sólo la fidelidad lo limita. Sé sacrílego.

El triunfo.
La momificación.
En Madrid, 1996: “¿No descubres esa lógica endiablada?”, preguntaba el tipo sosteniendo una bolsa de papel llena de libros a su acompañante algo perpleja, minifaldera y pícara, asimismo con su correspondiente bolsa de papel llena de libros en la mano, ambos frente a un montón de piedras atravesado por un tubo pintado de gris, las esquirlas de metal a los lados, la gelatina lechosa que descendía por un extremo vertiéndose a un inmenso recipiente oblongo de color definitivamente óxido. “Parece una instalación Hesse…”
¡Una instalación hesse!
He ahí el epónimo. La gloria post mortum (que sólo sirve a lo vivos).

¿Es canto o epitafio? ¿Celebra o maldice?
¿Es una trágica?
Teje una anacreóntica cuyo hilado jovial apenas vela lo trágico, la catarsis íntima que le libera del mundo ya en decaimiento.
Es una trágica… en busca de la felicidad.
Y busca las respuestas en lo concreto: buceando en una criptografía que a la vez que se gesta va significando apósitos esclarecedores. Se representa a sí misma y a tenor de lo visible rotundo, la materia infame innominada, roza el milagro de las ocultas esencias entre sangres y huesos.
La acechan las garras negras del jinete apocalíptico. A punto de caer sobre ella, pues ya ha descabalgado de su montura y avanza entre la tormenta de las sombras hacia la presa indefensa y fácil.
En el entramado de tus materiales y tu química se aboceta la horrible visión: la perra ahíta de la carne putrefacta del cadáver aúlla a la luna.
La artista se angustia en presentimientos.
Ahora, su día aún no tiene nombre, pero es terrorífico y su negocio fatal. Siempre pierdes. Su liturgia huele a azufre. Su culto asusta más que serena. Sus ritos de bata blanca, bisturí y… escalpelo final desvelan una anatomía enigmática, precaria y perecedera.
Ha puesto los ojos en ella y afila la acerada curva.
He ahí lo trágico del ser intuitivo y capaz. Una vida cotidiana de ansia de conocimiento lastrada por la gangrena de los días, uno a uno ahondando en la llaga hasta alcanzar la nada.
Entretanto, anda manoteando en categorías abstractas. Como la belleza, que puede ser aterradora o plácida, risible, solemne o liviana, según los estándares subjetivos de cada época.
Entretanto, chapotea entre químicas y metales. Levanta la horca, pondera la soga, abre la trampilla.
Algo recela. Y, sin embargo, horada en lo inescrutable. ¿Y de qué manera puede visualizarse aquello que no se conoce y, no obstante, es?
Entretanto, borra los epitafios y graba los parabienes.
Es una trágica sin fe: luego no te condena el desafío humano ni te mata ningún dios. Es, sencillamente, una naturaleza ciega y de inaudita necedad la que preside en este festín donde se cobran piezas muertas antes de hora, se atesora lo inerte a destiempo.
Su conciencia trágica se forma a través de lo inesperado, de la brutalidad de un cuerpo traicionero. Ese desorden interno, ese ejército indisciplinado de células es fiel reflejo de universo exterior vivo y entrópico cuyas leyes no dejan lugar a la duda: vivimos y morimos del caos que, a veces, es visible, y en otras ocasiones, menos burdo, burla nuestro candor.
Aún no tiene nombre, pero va a matarte.
Tu verdugo, armado por la fatalidad, carece de designios: la bola negra era una más entre las bolas blancas. Ni siquiera es mala suerte.
Todos los dioses son trágicos, y se alimentan de la fatalidad de los humanos. Tu dios, tu gemelo divino y esencial, el original, el de la forma primigenia, va a saciarse de tu sangre hasta dejarte en un puro pellejo.
Vivimos en el desorden.
Expresa el desorden.
Levanta la horca.
Crea la obra de todos ellos: polvo de tierra, heno, grasa, acero, maderas, colas, plásticos, látex, piedras y vidrio, gomas, plomo, cristales y neones, cobre, caucho, óxidos, sogas, aluminios, hierros, telas, papeles, humo…
La artista desnuda su cuerpo enfermo, el rito es sumamente sencillo: ni invoca ni blasfema. Avanza las manos hacia delante (siempre adelante).
Dispone los objetos-palabras, elige materiales-adjetivos, alisa el espacio, reflexiona, escribe…
Levanta la horca.
La trágica que deseaba ser feliz por encima de todo claudica ante el absurdo: si no hay pecado original, si te has librado del fardo de la culpa, si no había salvación ¿por qué hay derrota?
En este certamen resulta victorioso quien menos guarda las apariencias. Están de más los melindres en un cuerpo que empieza a descomponerse por dentro sin que nada delate su traición, sin apenas significarse antes de su destrucción por el síntoma del hastío o la desgana. Una bella manzana podrida atrae nuestra mirada bajo el sol marino de la mañana. Es perfecta entre otras sanas aunque de peor aspecto, pero también suscita nuestra perplejidad y hasta nuestra incredulidad. Esa es la elegida: la que halaga nuestra capacidad de admiración e incluso de extrañeza, de prevención ante lo armonioso.
Qué obstinación admirable: hasta en el último instante pugnas por atrapar un poco de aire que alargue tu agonía.
Se ha dicho que el ser aparece en el fracasar. ¿Pero cuáles son los límites del fracaso? La muerte no los certifica. No hay victoria alguna en ella, nada deja tras de sí, y las huellas, los lamentos y los ritos funerarios sólo son decorados de vida. Y quien hace no fracasa. Sólo la muerte abre esa puerta, ella es el único fracaso real del ser humano. Las viles asechanzas de la existencia, la ofensa pueril y el desdén cotidiano, son en buena medida injusticias y torpezas, atributos que componen el avatar de muchos de los humanos que vuelcan la vista en ti.

Nada de la apatía del filósofo se embosca en el ánimo de una decidida y pertinaz luchadora tras la redención plástica, ninguna astenia paralizante la detiene, ninguna religión opresora la sojuzga: ella ha creado su diosa, que es ella.
Lo trágico ensancha los significados, adensa la vida, nos revuelve en el barro de la pangea y nos eleva con la mente a la galaxia.
Lo trágico trasciende lo que rozas con las yemas de los dedos, lo que rozas con la mirada, lo que intuyes en la ceguera antes del sueño.
Una actitud trágica, aun amando la vida con pasión, desarticula y detiene el mecanismo más sagrado de las cosas: sólo era un autómata, se dice la niña desencantada mirando la muñeca inmóvil caída en el suelo.
E inmediatamente se pone a construir otra muñeca, otro juego.

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