Florece la
tierra bajo el sol de mayo (atrás el abril siempre cruel).
Invadidas
las calles por el aroma primaveral y las renacidas copas de los árboles,
limpias y verdes por la lluvia nocturna. Piensa (tú, cómplice que ves aún y
mueves la lengua y miras a lo lejos, superviviente dicharachero y garrulo) que
todo en torno a ti parecía anunciar un acto de renacimiento pagano y magnífico,
de consagración con los mejores dones de la existencia. Y el estrépito del
tráfico, las moles de cemento, ladrillo y cristal y las aceras atestadas no
eran suficientes para oscurecer las galas, aún tan evanescentes, de una
primavera neoyorquina en plena sazón. De nuevo la fragancia de la cálida brisa,
las mañanas de clara transparencia, las tardes doradas e inacabables. E incluso
en esa escenografía mareante de ruido y bullicio, en el gran ciclo de inmutable
retorno, a despecho de su modernidad, se hermanan la festividad y la tragedia
año tras año. Así, nosotros, perseguimos inconscientes las huellas de un
porvenir siempre inasible. La perdurable rotación nada sabe de los afanes y
temores de los seres humanos, de su ingenua vanidad y deseos de una posteridad
que mitigue su drástica desaparición. Y, de ese modo, indefensos e inútiles, atrapados en ese vaivén colosal del planeta, nos trasladamos por el cosmos de milagro en milagro, movidos por la fe en lo desconocido, la inteligencia o el instinto.
Jugamos.
¿Qué podrías decir de mí?
“Hesse vivió y luchó y perdió la batalla y después la guerra. Físicas en sentido estricto.
Vivió sin misterios. Como su obra, que no los tiene. Adiós.
Pocos años fueron.
En realidad, era como si hubiese vivido cien años. Hizo todo lo que tenía hacer en sus treinta y cuatro años de vida, que era exactamente igual que lo que hubiera hecho en mil años. Era lo que creía que tenía que hacer. No fue en vano. Desde el principio ella se atrevió a fracasar, y eso hace distintos y valiosos a aquéllos que dejan a sus herederos tan mortales como ellos mismos una preciosa llave con las que ir abriendo las puertas del futuro. Como sabía lo que deseaba con todas sus fuerzas, llevó a cabo con éxito todo aquello que el tiempo le dejó emprender. Nunca temió el fracaso. Ella hubiera aprendido perfectamente a vivir en él.
Y ése fue el hermoso secreto de su obra y de su existencia como artista: no tenía nada que perder. Podía arriesgar todo cuanto quisiera.
Doble contra sencillo.
Cara o cruz.
Y la moneda de reluciente oro, antiguo como una estrella llena de luz, desciende en el aire, cae despacio, muy despacio… hasta que llega al suelo.
Cruz.
Has perdido.
Y qué.
A fin de cuentas, ¿no se pierde la vida?”
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