miércoles, 23 de enero de 2013

HESSE 98


No ser la artista enferma.
Ser artista… o enferma: la elección sin paliativos. Ante todo: sé profesional. Clavada en la cruz o en la barahúnda del arte. Pero muera el mártir en su martirio en virtud de santidad o por mor de blasfemia. Mártir al cabo, afán por afán. Creyente o creador.
Pintamos con excrementos,
esculpimos con excrementos,
creamos con excrementos:
embadurnados de excrementos elevamos la silenciosa mirada al cielo vacío.
¿Por qué sonríe la niña?
Es una fotografía en blanco y negro, efectuada con cuidado, sin prisas.
Ya es sabido, los niños siempre sonríen a la cámara: son complacientes… ¿o pretenden engañar con el ardid de la inocencia? La sonrisa muerta, detenida por siempre y para siempre en la fotografía, es el deliquio de la bondad, su máxima expresión. Toda sonrisa va directa al corazón del destinatario, a algún lugarcito en su interior de melocotón.
En 1941 lejos estaba de creer que llegaría a ser una artista a martillazos, que todo sistema es falso o cuando menos mediocre, que la probidad en arte es la imaginación e incluso el ensueño pero nunca la copia de las apariencias del mundo, que la apariencia no es sino la realidad otra vez, que sólo los inmoralistas abren su corazón a todo tipo de comprensión y les cuesta el acto de la negación, que en lo dionisíaco se halla la embriaguez necesaria para el exceso y acaso lo genial, que es atributo del hombre porfiar por obtener la riqueza, el poder o simplemente satisfacer su vanidad pero no por aplacar el hambre o conquistar la paz, que liberado de sentido el arte alcanza su máxima expresión y hasta su misma y única justificación por ser tan sólo, que estuvieres donde estuvieres siempre hubieras sido en cualquier lugar y en cualquier época el mismo, que la igualdad en el arte no existe, que la desigualdad lo nutre, no hacer nunca igual lo que es desigual, que…
En 1941 el mundo es la profundidad del océano, las nieblas de las cumbres, la temible penumbra más allá de la confortable luz del salón y las calles desiertas de la noche llena de peligros.
Tienes cinco años, mocosa. ¿Qué clase de artista serás tú?
-Inmoralista. Estoy más allá del bien y del mal.
-Quieres mejorar el mundo…
-Quiero suplantarlo.
-¿Para qué?
-Para confundirlo.
-Ahora, los alemanes se aburren con su espíritu
-Puedo ser la mejor artista, no soy cristiana
-Eres judía. Tampoco tú estás a salvo.
-Soy americana, soy inmune a la fatalidad, a la locura, al fracaso.
-Haz, pues, tu proclama:
La apariencia de las cosas no es su realidad, es su forma. La realidad del mundo es su materia.
(Toda teoría arrima el ascua a su sardina.)
Así que cinco años... En efecto, suficientes para engañar al mundo con una sonrisa.      
Y, al contrario de lo que se piensa, no hay nadie a esa edad que sea un genio o un idiota. Está uno agarrado al fiel vertical de la balanza, en el término justo, sin saber nada de nada… Precavido.
No deriva a uno u otro lado. Se mantiene a la espera. Todo expectación.
Lo múltiple:
Sólo por haber nacido, el mundo se lo debe todo.
Por tal razón sonríe al mundo en esa imagen robada al tiempo para siempre. Aguarda el momento propicio, y eso lleva algunos años de aprendizaje, tanteos y astucias.
Las responsabilidades y las estrategias para después. Ahora caza leones con la espada de madera; más adelante, con un rifle provisto de mira telescópica, matará y comerá (o no) gacelas…
1941. A los cinco años la incursión aventurera en la selva es nada más que el metro y medio bien iluminado por la lámpara de queroseno que separa la tienda de campaña del cagadero tras el tronco de un baobab.
La espiral.
La línea de una espiral se aleja más y más del punto inicial que la ha originado… Pero también traza el camino para volver a él. Sería como un retorno de expiación, liberarse de la suciedad y las ignominias del curso de la vida y volver a la desnudez, al mismo regalo del nacimiento… Empezar de nuevo.
(Ay, tampoco nos libraría esta magia de los castigos y la fatalidad de aquella terrible tinta simpática sobre la que reanudaríamos nuestro viaje.)
¿Cómo lo haría ahora la niña aplicada de los cuarenta cuando trotaba por los corredores del Colegio Público 115 de Manhattan?
La suerte estaba echada.
Tan sólo había que mirar sus cuadernos de dibujo…
¡Qué teorías!

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