miércoles, 30 de enero de 2013

HESSE 99

Anunciaban los mayores despropósitos las inocentes risotadas con que unos revolucionarios de pacotilla (al mismo tiempo, las vidas de otros millones de jóvenes se diezmaban en las trincheras pestilentes de la Gran Guerra) entretenían su agresividad en el Cabaret Voltaire y divertían sus tardes viendo correr al buey por el ring. La carcajada sustituía a la razón; el juego, al pensamiento. “La belleza ha muerto”, dictaminaron  sin pensarlo dos veces, alborozados.
Todo siempre es muy antiguo. En 1965 esta judía neoyorquina nacida en Hamburgo halla explicación a su ansiedad recorriendo las sombras frías y oxidadas de una fábrica abandonada  alemana repleta de desguaces. Recrea, sin saberlo todavía, la insolencia de Marcel Duchamp en 1912, previa incluso a las bravuconadas de Dadá. La rueda de una bicicleta puesta encima de un taburete de cocina asume una condición artística única y exclusivamente por la simple potestad del artista, no por la posterior contemplación del espectador.
Hesse levanta del suelo el pedazo de metal corroído, lo observa por sus cuatro lados: es real, inequívoco, pero ella también puede transformarlo en el exponente de un mecanismo creador que no precisa del pincel o el cincel.
Una nueva figuración. Un nuevo y largo recorrido.
Hesse, en realidad, nace antes de Rose Sélavy, dama no exenta de una ambigua belleza conforme se adivina de la fotografía de Man Ray, que de Marcel Duchamp.
Todo es absurdo.
El arte es una actividad privada: si lo exhibo es por una simple cuestión de generosidad.
La historia posterior, la que escribe La Historia del Arte,  subraya todavía más el absurdo: recalca con ridícula autoridad que el urinario transfigurado en Fuente estaba fabricado con porcelana Bedfordshire. Desconocemos por el momento si producido en Nueva York o en Iowa.
Hesse sigue dándole vueltas al pedazo de metal que ha recogido del suelo. “Ahora ya es una pieza artística”, se dice. En efecto, ella lo aísla de la vulgar realidad que lo rodea: lo ha elegido.
Esa propuesta de ahora ha germinado en sus manos a través del tiempo, yacía como si tal cosa desde muchos años atrás en un desvencijado estudio en el número 1947 de la avenida Broadway de 1916 del que colgaba del techo una pala de nieve. Esa Pala de nieve, comprada en unos grandes almacenes, constituía el más bello de los objetos a los ojos de Duchamp. ¿Por qué no creerle? Él, de un ready-made, “fabricaba”, sino belleza (la belleza ha muerto), sí un objeto artístico. Y hasta literatura: la funda de una máquina de escribir Underwood parece declarar el amor del artista por la escritura, automática o no. Escritura visible… o invisible.
La vastedad de los materiales del arte es similar a la vastedad de las ideas que pueden caber en la cabeza de un artista. El arte es un acto de voluntad. Uno dibuja con grafito; otra, pinta acuarelas, y aquel esculpe la piedra. Esta desdeña el óleo, el modelado: ha abierto sus ojos a una poética cuya multiplicidad matérica y de procedimientos es capaz de abrumar al más genial de los visionarios.
¿Con qué fin?
Expresar otra vez (esta obstinación es milenaria) lo inexpresable; materializar las viejas ideas con nuevos medios: “Destilaba las palabras para extraer su esencia, la figuración no de la cosa, sino del estupor, los amorfos asuntos del alma  (¿quién sabe sus colores y sus formas?). Las alegorías eran una estafa; la metáfora, una divertida traslación de la otra exactitud del lenguaje corriente más diáfana y comunicable; el símbolo, una apropiación que terminaba invariablemente alejándose de su asunto en virtud de una arbitrariedad convenida de antemano.”
Hesse no quiere engañarse por la luz macilenta que penetra por los cristales rotos de las ventanas, por ese decorado que a la vez que la cautiva le hace estremecer por lo que tiene de definitivo. Cavila ahora sin mirar en derredor, sin dejarse influir por la herrumbre poderosa. Quiere estar segura de que lo que ha descubierto nace de su interior, y que es eso precisamente lo que va a proyectar hacia afuera en su tarea de artista desde el mismo momento en que se pertreche del material adecuado. Lo que ve es triste porque parte de su tristeza es lo que se posa en ello y lo hace realmente valioso como materia artística. El escenario, su atrezo, por así decirlo, se adecua a su ánimo.
Ya sabe lo que quiere.
¿Cómo hacerlo?
Cuando todo estaba por hacer… musitaría en su lecho de enferma.
Esa multiplicidad que se extendía ante ella era como un incendio que a su paso agrisara de cenizas de una vez por todas el bosque del pasado: esa misma energía iluminaba ahora el camino de delante recién descubierto aunque estuviera plagado de maleza creciente, laberintos, malentendidos, rarezas, extrañezas y, en especial, de enigmas trazados por su misma mano inocente o complicada y de los que tampoco ella lograba extraer repuesta alguna.
Fui pordiosera a la puerta de Dios.
Podía masticarse ese aire denso y metálico de dentro de la fábrica, ese almacén que a partir de ahora constituiría su logística excepcional, un astillero abandonado de donde amputar piezas y extraer cochambres.
Fuese un juego de niños donde fuere la imaginación la piedra axial de los sucesos y los actos sobrevenidos, graciosos y arbitrarios.
Miró en torno a sí. No volvería jamás a ese lugar. Se cargó a las espaldas tan fenomenal venero y se lo llevó al otro lado del océano, esta obrera del hierro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario