domingo, 30 de marzo de 2025

6

 Esos pensamientos no le conducirían a nada bueno (Reflexiona con sosiego, muchacho y anda, si bien no precipites tus pasos por el mundo.)

Pero era incapaz de pensar con claridad, dominado por la inquietud creciente.

Y allí estaba, bordeando peligrosamente la nada con una jarra de cerveza (o un aturdidor Martini) en la mano, Fray Gerundio elucubrando, recordando, desentrañando en todas las pocilgas existenciales que le afectaban de lleno (e incluso en aquellas que apenas le rozaban y que en escasísimas ocasiones había puesto los pies).

Nadie que preconice la obsolescencia de un medio tecnológico frente a otro más moderno procedente o no de aquel puede estar equivocado: lo que no evoluciona está muerto aunque se mueva.

Le regaló a su padre un ordenador, pues al hombre le hacía ilusión convertirse en usuario de una nueva forma de escribir que tanto facilitaba no sólo la propia redacción sino también las correcciones y la utilización de datos (y hasta puede que el estilo). Típico de su padre, no desembaló el equipo al recibirlo. Demoraba esa satisfacción (al igual que solía hacer con la lectura de un libro ansiado, echarse a la boca el ingrediente preferido del plato, estrenar una nueva camisa…) Al día siguiente, antes del atardecer, murió.

1992: Yo elegiría letras verdes sobre fondo negro…, había declarado la noche anterior, algo pensativo.

2008: todo sigue negro sobre blanco. A fin de cuentas, a teclear…

Mira que aguantar a los tipos del mundo que se acodan en la barra de los bares de todo el mundo pensando y diciendo las mismas sandeces que se le ocurren igual a todo el mundo…

Rara vez  prodiga unas palabras más allá del saludo habitual, y no por timidez sino por una absoluta falta de interés hacia el otro, así que ni siquiera mira de soslayo la oscura figura a su lado después del buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Y (no en el fondo, a flor de piel) le intimidaban muchas cosas. En realidad todas, hasta él mismo estando a solas, así que el otro…

Su amigo: Soy tonto, pero no me gusta parecerlo porque en seguida te toman por tal.

Se imaginaba que entre ir disfrazado con dolmán, pelliza y botas de montar sable en mano o de anticuario jorobado con bonete de judío o ceniciento empleado con guardapolvo de una librería de viejo, sin dudar, y con absoluta sinceridad, elegiría una de las dos últimas opciones. Soñaba: otros sueñan con dinero, con no morirse nunca o que gane la Liga su equipo preferido de fútbol.

Ningún punto de fuga te reclama: se halla en otra dimensión, detrás de todo, lugar impalpable, invisible, dirigiendo una construcción imperceptible y fue lo afortunado, aunque tú ni lo supieras, que lo aceptarías de una manera inconsciente, casi obligada.

Fútbol… como la literatura. Cuestión de ascos o excentricidades. Una opción.

Borges: talento, genialidad, sabiduría e ingenio utilizados en demasiadas ocasiones más allá de lo estrictamente literario, sólo como armas arrojadizas para embestir contra sucesos menudos o hechos intranscendentes. Eso quizá relegue al estupendo escritor (poeta menor y excelente prosista) a la segunda fila de aquellos escritores que no tienen una obra que los identifique clamorosamente, sino que ellos mismos son una literatura, aunque, claro es, en este caso, y por citar nombres que se valieron de su misma lengua, muy por debajo de Gracián, Quevedo –éste también sin una obra- y, más cerca de nuestra época, de los mismos Azorín, Valle Inclán y Gómez de la Serna.

Hacía excursiones a lo rural. Ah, la madre naturaleza.

Año 2008. En todos los pueblos diseminados por la sierra a un par de horas de coche de Valencia siempre hay un hijo de perra ladera arriba, ladera abajo, en la huerta, en el cercano pinar, en la ribera del río, con una estridente moto-sierra o una desbrozadora en la puta mano jodiendo la tranquila mañana o el dorado sosiego de la tarde. Son… otras épocas, muy lejos del seco chasquido de la azada hendiendo la tierra húmeda o pedregosa, del rítmico chorro interminable del agua de la fuente, del paso acompasado sobre el empedrado de la caballería de enigmática mansedumbre, del silbido del viento, el, la, lo...

Nos quedamos sin excursión.

Ah, aquellas épocas del cigarrillo egipcio y el arco voltaico.

TV.: ¿Alguna seriecita de HBO…? ¿Algún documental delirante del canal de Historia?

Coge la tarjeta de crédito, compra a esa tipa con el culo apretado por el jean el libro amarillo de Anagrama en FNAC, el bolsillo de Debolsillo o el de Tusquets, compra la entrada del Lys, compra la cena del japonés de Tossal, compra el mundo, compra el universo…

Nunca pudo comprender que algo que no vale nada intrínsecamente pudiera convertirse en una forma  de pago universalmente aceptada e insustituible para poder comer, vestir, leer, follar, vivir en definitiva. Se lo explicaron (La cuestión monetaria en las organizaciones humanas y sociales… etc.), y probablemente de la manera más razonable, y él trataba de entenderlo, pero era inútil: esos pedacillos de papel coloreados y esos objetos redondos de metal barato estampados con carotas y símbolos, esas tarjetas de plástico rígido tan inútiles para cualquier cosa (quizás una de ellas para que muchos de los políticos y financieros que tanto salían en las pantallas de los televisores esnifaran el perico), le daban tanta risa, una risa irreprimible al colocar esos objetos en un plato vacío de comida, en el interior de un vaso, al taparse malamente los genitales…, una risa tonta.

Qué adoraciones…

Toda religión a lo que aspira, y no demasiado en el fondo, es a que el individuo (no uno cualquiera, todos) vuelva a andar a cuatro patas y empiece a brincar de árbol en árbol lo más alto posible sin que se le ocurra bajar al suelo desde las nubes.

Lo que te pasa, le había dicho su padre un mes antes de morir ante sus males imaginarios, es que no tienes hijos. No tienes ni siquiera uno. (Con lo poco que cuesta hacerlos… hasta el más tonto lo consigue.) (Lo repetiremos más adelante.)

¿Le gustan a usted los niños?

Crudos, no.

Y sin embargo, ahora, Paula busca el embarazo, le suplica a él que la anegue con sus pobres y alcoholizados espermatozoides. ¡A estas alturas!

Quiere no un hijo… quiere colmar una ansiedad, un perentorio atributo, el Gran Icono: puedo ser igual que las otras, esas conejas de rostro risueño paseando por el parque con sus larvas a cuestas: en este capítulo de mi extensa biografía, se dice la guionista, voy a ser mamá; después, ya veremos…

Porque la edad, ah, los años malditos: para disimular las arrugas, querida, has de aplicarte un mejunje de harina de habas mezclada con caracoles secos al sol y luego debidamente pulverizados.

Ah, Ignatius, ignatius, ignatius

¿Me lee usted novela moderna?

No sabría decirle, pero considero muy seriamente el Canon.

El canon del flemático, gordo, colgajoso y viejo sectario judío estadounidense lo encontró plagado de afirmaciones prescindibles y obviedades literarias (salvo alguna boutade de cosecha propia) ya contrastadas y celebradas hacía siglos: respecto a las obras contemporáneas que registraba como de pasada el libro canónico, se notaba de lejos que eran listas confeccionadas de oídas por media docena de listillos auxiliares de su departamento.

¿Ah, sí?, dijo ella.

Ah, sí, dijo él.

Pues estamos los dos conforme.

Y de ahí a la piltra de los letrados a tocar el órgano de los pedales bajos, que diría Rabelais.

Sólo me gusta lo real, aunque sea absurdo o caótico de descifrar y por tanto laborioso de entender, no lo realista, aunque sea de la mejor ficción y con la mejor prosa. El crimen me aburre, y todavía más las pesquisas a las que induce; el amor me hace reír, el sexo dibujado o escrito en una hoja de papel sólo sirve a los onanistas, algo que dejé de ser a los catorce años (a partir de entonces eran las chiquillas del barrio las que me la meneaban);  y la desgracia y la muerte las he tenido demasiado cerca debido a mi edad para que me impresionen como trama o excusa de una novela. (Y, algo más: no he tenido en mis manos una pistola en mi vida… y tampoco creo que los senos de las señoritas sean turgentes y no aprendería en todos los años de mi vida la mejor manera de propinarle a otro pobre tipo un directo a la mandíbula y nunca sería capaz a beber seis whiskys seguidos en dos páginas sin desplomarme en el primer párrafo no sin antes haber vomitado en la tercera línea.

(Tal se decía a sí mismo el lector pusilánime pero honrado.)

Brell echa un vistazo en derredor. ¡Qué panorama de inútiles, de mendaces, de parásitos!

Loco o borracho, engañado o iluso, qué más da: mire todos esos infelices, no hacen otra cosa que vivir de ilusiones siempre incumplidas (peor aún, efímeras) y morir de cualquier manera más tarde o más temprano. No se fíe de esos locos…, el único Napoleón aquí soy yo.

¿Quiénes somos?

¿No era esa mujer como una caja de bombones?

En efecto, tres horas de charla con ella… y ya no daba para más: se quedaba vacía.

Ser profesor de historia del arte consiste en buena medida en dar el esquinazo en todos los órdenes de la vida. La modernidad es la clausura de la sinrazón: nadie está loco; todo el mundo tiene razón; nadie tiene la razón; todo el mundo está loco. Una caja de sorpresas. Poca cosa, no interviene en este asunto Pandora.

Paula: Este país, respecto a sus hombres, lo tiene bastante mal: la mitad son gilipollas y a la otra mitad les gusta el fútbol. ¿Adónde encuadrar a Boceto? En la parte de los gilipollas. Pero… es su gilipollas.

Se insultan así, para sus adentros.

Textos que le recordaban la advertencia de el Dante: Errores que no son faltas

Una tía lista… Sólo veía películas recomendadas expresamente por David Manning.

Un tío listo con la pasta gansa:

Pan y champán que no falten.

Uno de los errores más frecuentes es creer que el arte nuevo es una consecuencia de toda la evolución artística anterior, cuando no es sino una inspiración emanada misteriosamente del futuro (que no existe) y propulsada hacia atrás materializada en un presente que, es su deber, contradice el pasado.

Esa mujer… cada día más mayor, cada día más soltera.

Érase una vez una casita… (Klee).

¡Cómo andamos esta noche!

(¡Pardiez!)

Umbral, para denigrarlo, señala despiadado una chiquillada de Galdós (Tristana tenía una boquirrita…); ella, Paula, sin embargo, destaca de entre las miles de páginas escritas por el canario aciertos y frases felices: ¡Adelante mujer de los alegres destinos…!

El que resiste, gana, suele decirse en España.

(Respecto a mí, sobreviviente nato: Grau, muchacho, pobre camarada y alumno agustino desaparecido, soy la mismísima Deinococcus radiodurans…)

A veces no me gusta la música de una canción, ni su letra, pero me gusta la voz del solista… Lo que me suele ocurrir con Amy Winehouse.

Soy pintor, dijo el tipo. Y añadió ingenuo, sin asomo de doble sentido o maldad, perfectamente serio: Pero un pintor de verdad, pinto paredes, puertas, muros…

Lo repite una y otra vez a sus boquiabiertos alumnos, y de ese modo los mantiene en vilo el distinguido profesor de las siete horas semanales, y ríe, ríe por lo bajo, a carcajadas silenciosas, ríe, ja, ja, ja, ja….

Respiraba clase por todos los poros de la piel (para entendernos), pero también había algo en ella de ramera, algo que sólo podías descubrir en el fondo de sus ojos azul marino (por las mañanas, antes del ardiente sol).

Amar a la alemana, había leído en Mann. Lo subrayó (a lápiz).

Su padre, todo un burlón en el fondo, desdeñaba la literatura alemana (no necesariamente escrita en Alemania) en público, en privado conocía muy bien gran parte de su novelística del siglo XX –Canetti, Grass, Musil, Kafka, Walser…):

-¿Goethe? ¿Ese no fue el que descubrió el hueso intermaxilar humano…? Creo recordar que ese mismo ejerció de óptico en Weimar…

Respecto a Schiller: tenía complejo de arquero.

Y esas boutades salían expulsadas de la boca del viejo Brell sin mover un solo músculo.

A un artista puedes decirle lo que piensas de su obra y de él mismo (es aceptable porque es posible que te equivoques al enjuiciar a ambos), pero no le digas nunca lo que es.

En esta cofradía abundan los tipos de esa especie con los que hablas un minuto y ya estás deseando tener una espada en la mano.

Ciertamente son novelas incorregibles, perfectas, y ¡que legibles… con el estilo de hace 100 años!

Lo singular en él en esa circunstancia, que naturalmente podía trasladarse a otras muchas respecto a su aparente contradicción, es que habiendo recibido una educación católica en sus años escolares (que no se profesaba en el seno de su familia, otro contrasentido), lo que debía hacerle pensar en el día de mañana más que en otra cosa, sólo ocupaba su mente las cosas mundanas y el minuto de después de alzar la mano pidiendo otra copa o al retirar los billetes del cajero automático.

Tu educación agustina te ha echado a perder. (Paula.)

Era cierto: desintoxicado para siempre de la culpa y los dioses.

Prácticamente era inútil, tedioso y hasta irritante debatir con ella cualquier tema. Trataba los hechos históricos, sociales, económicos, como si fuesen opiniones reversibles. Respecto al arte, la televisión y lo que fuere (literatura o cine en última instancia) no se complicaba la vida: ella tenía razón, y todos los demás estaban equivocados.

Se reía a escondidas: en lo que respectaba a él no se equivocaba en lo más mínimo. Él: la diana preferida de ella en la que acertaba de lleno.

Si dios no está dentro del cerebro, agazapado entre sus pliegues o mezclado en los sesos, ¿dónde está? Si está fuera de él, debería verlo, descubrirlo cubierto de harapos o ataviado con lujo y gran prosopopeya. Sólo me es imposible ver lo que se esconde en el interior del cráneo que, por lo demás, debe de ser una maquinaria bastante enredosa, viscosa y tibia  y proclive al error, a los caprichos del azar.

Todavía él en los agustinos, su padre trató de enmendar los errores iniciales, aunque en el fondo tampoco le importaba demasiado que el hijo persistiera en ellos, allá cada cual: Escucha, alumno aplicado, presa delicada de las negras arañas, el alma no la creó ninguna religión, es a causa de ella que nacieron todas las supersticiones religiosas y sus castas vividoras y delirantes… Y sobre ese frágil cimiento, el alma, la conciencia de ser entre otras cosas, se alzan catedrales y templos, mezquitas y sinagogas de toda clase que amparan tantos latrocinios, tantas crueldades, tantos crímenes, todas las estafas políticas, sociales y económicas que puedas imaginar.

Sonido limpio de las cuerdas de una guitarra… como la línea clara de los tebeos. ¡A buena hora, mangas verdes!

Qué extraño (e inevitable) viaje el de la vida a la muerte… ¿La muerte será silenciosa, se oirá algo (voces, música) al traspasar la definitiva raya roja? ¿O es negra?

La religión es la peor de las respuestas posibles en cuanto al sentido de la vida y el misterio de la muerte.

Noche gafada. Todo lo que piensa: lugares comunes.

Más gafado que el 206 Este de la 63. (Guy Talese)

¿Será capaz de conducir? Naturalmente, sin manos.

El estilo es el hombre. El hombre es su coche. Esa elección lo explica.

El primer coche de su padre, años cincuenta: un escarabajo negro; el segundo: un seat 1500 Bifaro con el cambio de marchas en la columna del volante; el tercero, un mercedes 200 de color verde. En el 92, el año que murió, lo había cambiado por un mercedes 500 de color negro. No rodó en sus manos ni un millar de kilómetros. Lo heredaría nuestro pequeño héroe, que con la llegada del euro y sin parar en mientes lo sustituyó por un BMW 4X4 de un maravilloso color azul con un salpicadero que le enternecía por su efectividad.

Todo (efectivamente) es relativo. García Andrade, 4º de bachiller, por entonces. Profesor Titular de Filosofía por hoy (la cátedra se le negaba, posiblemente debido a su tendencia a la polémica y a sus frases extemporáneas, el tipo las soltaba maduras). Terminando el curso del 74, al final de la primavera quizá, pues creo recordar que la brisa en el patio de recreo era ya muy cálida, perfumada por las ramas floridas de los árboles que rodeaban el colegio, y la luz parecía tener algo especial, una claridad y salubridad playeras. Comentábamos el grupo de escolares el telefilm emitido la noche anterior: era harto fácil comprobar que en las series de la época, la del blanco y negro de los sesenta y setenta, siempre integraban en el grupo de actores principales un negro muy aseado, listo y guapo, de cabellera cuidada, bien vestido a la moda…  García Andrade había permanecido callado durante todo el rato, impávido. Entonces se hizo el silencio y le dirigimos la vista al unísono, y él abrió la boca. (El susodicho era dialéctico y siempre solía iniciar el debate con una de sus máximas, reiterada y algo sorprendente: Bueno, esa es una verdad relativa… como el negro norteamericano, que tira a marrón.):

Bueno, esa es una verdad… (Ni un solo replicante: asentimos.)

García Andrade: el tipo, con muy pocas cosas que hacer, se obliga a coger el coche sin una causa plausible que lo justifique, y de ese modo cree que está haciendo algo, mueve el coche de un lado a otro por las calles de la ciudad, como en una misión secreta, de aquí para allá, sin descanso, por la mañana o por la tarde… Y él, ¿adónde va?

Todo es relativo.

Mira a tu alrededor. Sospecha siempre.

Esa mujer despide almizcle por todos los poros de la piel.

Como muchas mujeres menudas debe ser tóxica en sus relaciones con los demás, enredando a unos y otros con su caos pequeñito, sus estrambóticos tacones, sus ojillos siempre exaltados: de la cofradía de las amigas pertinaces de Paula (se le insinuó una vez en la propia cocina de su casa, pidiéndole un inocente vaso de agua, la mirada encendida).

Vade retro

Pieza a abatir:

Le echó los tejos a una bonita fulana de veinte años y piernas larguísimas, alumna de restauración. Una mañana, al término de las clases, tomaron una café. Hablaron. Qué remedio, pensó Brell durante ese inevitable prolegómeno de la seducción, no se abren así como así esos muslos interminables invitándote a la entrada al templo. Ella confesó de pronto, sin venir a cuento, que tenía abierta una hoja de Excel para llevar su economía doméstica. Una confesión letal. A partir de entonces Brell le sonreía de lejos, se escabullía por las esquinas, la evitaba. A zancadas no me ganas, niña.

El hilo colectivo de la novela, del discurso…

Necesitas un descanso, vete al campo (pero no a la tumba que con tus restos abone las tomateras, como JD. a estas alturas).

Una ridícula escapada a lo Thoreau (a menos de un kilómetro el restaurante de bistec regado con una buena pinta de cerveza), sin alejarse demasiado de la odiosa civilización y sus emplastos reconfortantes. ¡Si el tipo en su falsa cabaña prefabricada hasta podía oír las campanadas de la iglesia cercana!

(Paula) Sólo con verle la cara llegas a una conclusión demoledora: este tipo (Brell) es la alegoría más perfecta de la inanidad.

El hilo colectivo de la novela, del discurso…

Ahora, la razón axial de su vida, en torno la cual giraba todo lo demás,  se resumía en un propósito grabado de forma indeleble en su cerebro: Haz sólo lo imprescindible. Así era, en efecto, pero lo imprescindible aun sin estar exento de cinismo podía ser escribir un libro que sumara más de mil páginas, escalar hasta la cima una montaña de 4.000 metros de altura o estar encerrado en casa sin salir para nada siete días seguidos consultando decenas y decenas de libros de la inmensa biblioteca familiar que ya había pasado a sus manos indefectiblemente.

Más allá de los cuarenta…

Paula (acechando los 40): edad maldita, entre la mierda y el pastel.

El pasado no llegaba hasta él en forma de imágenes, sino de sensaciones.

De ella: mirada fusilera.

Pon manos a la obra.

Siempre hay una excusa para no hacerlo: el clima, ese dolorcillo en la espalda, preparse un bocadillo de atún…

Ah, mira este, el perezoso, ahora se echa para atrás.

(1770 páginas de KLEE… ¡Continúalo, holgazán!).

Alguien le ha prescrito unas lentes: mal doctor, unas lentes distorsionadas: la realidad cojea, hasta trastabillea, cae...

¿Qué eras a los veinte?

El Rey del Mundo.

¿Y a los treinta?

Admitamos un poco de saciedad…

(Saciedad: abundancia en todo lo imaginable.)

En 1991 estaba harto de comer en el restaurante griego de la Glorieta, en el mexicano de la calle Del Bachiller o en el italiano Piltrafa, compraba libros de importación de editoriales de Nueva York en el Vips de Marqués del Turia y empezaba a acumular una impresionante colección de vídeos (VHS), una tercera parte compuesta de sus películas favoritas, films de auténtico mérito (El buscavidas, El apartamento, El mensajero, Río Conchos, El espíritu de la colmena, Al final de la escapada, Sed de mal…) merced a los títulos que sus hermanos, bastantes años atrás, le citaban como al desgaire a la caída de la tarde o al mediodía a la hora de comer en detrimento (homicida sin miramientos) del otro cine de palomitas.

También posaba enigmático la mirada sobre sus alumnas de entonces: todas, absolutamente todas, enamoradas de él, y en ocasiones, alguna gracia les brindaba, les dispensaba pequeños placeres cortesanos (de cama), favores confería, gracias y altanería de refriegas.

El mismo año que se casó con Paula hacía el amor noche tras noche con una chica pakistaní, de paso por Valencia, que vivía en Brixton (Londres):

Nunca te abandonaré, le susurraba la india de ojos verdes con el aliento cálido y estremecido al oído… una semana antes de desaparecer urbi et orbe.

A los treinta le gustaba definitivamente (ya no dejaría de gustarle: se acabaron los sueños, madurar es todo un arte) la universidad, y todavía más la facultad de Bellas Artes (un absoluto despropósito encajado en la Politécnica) por su amplio y divertido criterio, porque era inclusiva por encima de todo: el amparo corporativo se convertía para sus profesores en un auténtico matriarcado, unas alas calentitas y protectoras que cobijaban no ya la moderada abstención sino hasta la misma y flagrante vagancia y desfachatez de sus bien pagados docentes en proporción a su laboreo: siete horas a la semana atados a la noria... ¡Qué esclavitud para el genial artista que soy!

En Aquel Tiempo podía ser letal en una discusión, pues él disponía de un arma mejor que la dialéctica: un desprecio manifiesto hacia aquellos que ponen más énfasis, incluso violencia verbal, que razones en su argumentación. Y ese desdén lo traducía su magnífico silencio, la no-réplica.

¿Qué has sido a los cuarenta?

Dicen que somos también aquello que no hemos vivido, y esa mutilación existencial, esa carencia que pudo haber sido parte de nuestra totalidad, quizás unos hechos de inimaginable riqueza, de experiencias fascinantes, nos acompaña como una sombra frustrante en nuestro último recorrido a la nada, a la desaparición absoluta, a la amistad renovada con los muertos.

Están vivos, y yo me relaciono con ellos como si estuvieran resucitados, como si hubieran vuelto del más allá sólo durante un tiempo determinado, el que aparecen ante mi vista, y luego regresaran a la tumba para no aparecer de nuevo hasta el próximo encuentro (que ya fijaría yo).

El único misterio verdadero, eternamente ignoto, en la vida de un ser humano es lo que sucede después de muerto. Todo lo demás, mientras está vivo, ese ser son cosas y sucesos que ignora, que sabe a medias o simplemente no los entiende. Todo lo demás es la anécdota de la muerte, pequeños sucesillos… Todo lo demás, qué diablos…

Próximo a los cincuenta…

Los discos de pizarra de 78 revoluciones de su abuelo el doctor (el otro abuelo, el coleccionista, no dejó atrás ni un solo disco, era demasiado humano, demasiado pescador), entre escalpelos y estetoscopios; los cientos de microsurcos de 33 de vinilo de su padre, diseminados entre miles de libros; las montañas de singles de 45 de sus hermanos al buen tuntún… Los impersonales cassettes y cedés que empezó a coleccionar él… ¿Qué se hicieron? ¿Qué es el tiempo?

Ahora ya no había conflictos de los que huir, guerras que librar o enfrentamientos que imaginar. Ahora sólo cabría esperar el final, creerlo todo, porque todo iba a seguir, mal o bien, como si nada después de su existencia, debía sustituir las ilusiones por las pequeñas o grandes trampas que el dinero, la ausencia de cualquier dios y su inexistente en él temor a la muerte podían ofrecer. Vivir de su cáscara: en lo que se había convertido.

Mejor que otros, no obstante:

Qué tipo aquel, Fidel Espinós (el primero de la clase). El tipo era de una psicología plana y fría como una lámina de metal. Ese iba (cualquiera sabe adónde) para genio. Aún no ha vuelto (hay que joderse). Alguna cosilla suya en Facebook, y poco más.

A tu edad ya no existen rutinas, una especie de protección diaria contra el infortunio y el paso lento o vertiginoso del tiempo; lo tuyo, amigo, ya es un sistema de vida, como la respiración o las combinaciones químicas de tu metabolismo.

Digamos (mayestáticamente) que en su vida diaria (en su vida de todo tipo) prefería el adjetivo al sustantivo: lo escabullía mejor y dificultaba, en relación a los demás, su comprensión. Nunca había sido su aspiración que los demás le entendieran.

Este que anda por el mundo con la gran joroba de su ego pudiera decir como Wilde que el mundo no tiene remedio: la mitad no cree en Dios y la otra mitad no cree en mí.

(Un retrato inclasificable de Wilde en Dieppe tocado con una boina vasca, entre las páginas de un libro de Paul Morand.)

Recordaba los rondeles de su infancia, la broma inocente pero irritante reiterada hasta el cansancio. Ahora todo parecía tener un final… ¡y el diablo sabía dónde había quedado el principio a esas alturas!

Sabía que no debía hacerlo, pero lo hizo: Está claro que hoy es el día de las decisiones equivocadas.

En realidad él es… como un pasmado: son las esquinas las que le dan la vuelta a él.

La materia mental se resquebraja, se parte en trozos, trocitos…

Ahí adentro está todo, lo recordado y lo olvidado, pues todo fue físico, hasta el pensamiento lo es.

Cada generación comprende un poco mejor el mundo que le rodea, pero nunca habrá ninguna que complete ese conocimiento, y así será hasta el final de todo, ese es el juego del universo, darle a cada uno su comienzo. Adelante, pase usted… y adiós.

En el ágora:

El oikos es encerrarte en la oscuridad anticipando el féretro (la humeante y cálida ceniza sugiere demasiado el aire, la luz…).

Teoría del número clave: cada número entero tiene un color (y dentro de ese color un grado de intensidad, tono, brillo, matiz) y cada uno de ellos juntos (de una cifra o de… mil) conforma las cantidades partiendo de la especificidad cromática de su unidad (1rojo,2naranja, 3amarillo, 4verde, 5azul, 6marrón, 7violeta, 8gris, 9beige). El cero inicial es blanco y su casi inapreciable gama. Conjugar colores, tonos, intensidad: el nuevo lenguaje prácticamente infinito.

¡Qué devaneos, qué galimatías!

Comprendió en seguida que el Rey de Corazones era uno de sus enemigos más declarados: ¿empezar una historia por el principio y continuarla puntillosamente hasta el final? Eso no sería divertido, sólo era la vida y la muerte (hola, adiós, buena suerte).

LENIN: hizo pronto su aparición de la mano (que no le soltaban) de sus hermanos.

La ascensión a las altas montañas.

¡Y si protestábamos con tanta porfía de ese camino que él propio loco abandona ahora (¡mirad, mirad, retrocede, baja, se prepara horas enteras para poder dar un solo paso), y antes nos insultaba con las peores palabras cuando exigíamos porfiados moderación y prudencia!), y si censurábamos con tanto acaloramiento a este loco y aconsejábamos a todos que no lo imitaran ni le ayudaran, fue sólo movidos por nuestra devoción al grandioso plan de escalar esa montaña  y para no desacreditar, en general, ese grandioso plan!:

Está claro, mis hermanos estaban locos…

Ellos son los verdaderos alienados, no te dejes engañar.

Se murió el iluminado, lo enterraron y en seguida se pudrió,  y al cabo de poco tiempo también se pudrió su recuerdo. Una vez muerto, invisible, su figura y sus hechos fueron tergiversados cuando no totalmente confundidos…, sólo era una parte (y muy intermitentemente) del pasado de algunas personas (cada año menos) demasiado atentas a la realidad contumaz de su presente como para apercibirse de las trampas y arbitrariedades de la memoria: al morir ni siquiera sabían ya como se llamaba aquel tipo, aquel, aquella momia…

JD. huía de los conflictos, un epicúreo no obstante nunca demasiado feliz fuese donde fuese. ¡Pero desapareció! Esa era la cosa… Mucho peor que acabar podrido (a los ojos de los demás).

Tiempo atrás, demasiado atrás, era rutinario Brell el Joven aunque no disciplinado, al contrario que su padre que, a pesar del diletantismo de muchas de sus opciones intelectuales, no desaprovechaba jamás, día tras día, incluso en los deplorables y anodinos domingos,  las tres horas de rigor frente a la Royal, o con la estilográfica de las notas en la mano.

Esa mujer, Paula o lo que sea, puede influir e incluso determinar tus actos más aparentes, pero no te asfixia enrrollándose a ti como una hiedra.

Puedes escribir KLEE, puedes follar cuanto te venga en gana: la compañera perfecta, imparte tus clases, sé, vive… ¿para qué mentir?

La vida es un constante estudio, página tras página.

Aprendió pronto lo que no debía hacer: leer libros de teoría  y ensayo para comprender lo leído en otros libros de otros autores. Un error mayúsculo: todo libro aspira aun inconscientemente a constituirse como un fin en sí mismo,  a adquirir un rango determinado, reconocible, incluso valiéndose de la glosa o el análisis crítico de terceras elucubraciones... que pueden ser absolutamente prescindibles.

Era un caballero andante, pero menos (o nada) caballero que don Quijote: andante sobre todas las cosas, triste, figura...

De cuando en cuando (se había levantado con el pie izquierdo) ponía a sus alumnos en formación: Les hablaba de Eva Hesse, Jackson Pollock o Vincent van Gogh y, sádico, escudriñaba las perplejas expresiones en el rostro de esa recua de aspirantes a… ¡profesores funcionarios! (que no a artistas).

Qué dómine tan travieso. Oteaba el horizonte, consideraba piezas a abatir.

De sus ojos se olvidó en seguida (¿de qué color eran?), no así de su mirada haciendo el amor (que aún parecía traspasarle desde el recuerdo).

La vida auténtica es la que tú vives aunque a ti no te lo parezca y creas que existen otras vidas más fascinantes y espléndidas que la tuya, que es a fin de cuentas la única real incluso sin que llegues a atisbar aquella otra que como una sombra se desliza a su lado y tú ni siquiera te apercibes de ella.

Querido, con tan sólo un 0,0003 de kriptonita y dos polvos a la semana… para el arrastre.

Luego, la paellita de marisco en Malvarrosa.

Y el viajecito a Florencia…

¿Otra vez Florencia?

A Viena…

¿Otra vez Viena?

La escapadita a Nueva York.

A…

Acababan en El Corte Inglés comprando en alguna de sus franquicias un perfume de marca, atuendos a la moda.

Algo digno, en este sentido, pervivía en él. Odiaba el relativismo, puesto que creía en las categorías morales o de simples valores humanos. Se reconocía un estafador moral. No se perdonaba. Soy culpable. Tomaba una copa. La apuraba de un trago. Suspiraba. A otra cosa. Sacaba la cartera, extraía los billetes…

Se puede vivir siendo culpable. El castigo final es idéntico para todos, inocentes o no.

Paula comprende (¿acaso no comprende él a Paula?).

Ella marca los tiempos.

Vamos tú yo, compañera…

(La primera vez que hicieron el amor fue ella la que se precipitó contra él como un tren salido de los rieles; la segunda fueron los dos al unísono. A partir de entonces, siempre tuvo la impresión que era él quien hacía el amor: ella sólo intervenía físicamente,  sólo era los rieles.)

Siempre que dios y el diablo se juntan sufre el hombre, el juguete preferido de aquellos dos en su ridícula contienda invisible aunque anegue de sangre el planeta Tierra.

No polemices jamás con el que piensa que si tiene razón (en lo que sea) su paso por el mundo está justificado. Lo descubrirás enseguida, sus trazas, el tono, el no de siempre dirigido a los otros…:

su habla enrevesada es el reflejo inequívoco de un pensamiento azorado por múltiples confusiones e ideas propiedad de otros, malinterpretadas cuando no intencionadamente tergiversadas.

¿Cómo puedo tener razón? Y el viejo Brell lo miraba desde arriba, desde lo alto de su sabiduría.

Reconocía una humorada genial de su padre cuando era pequeño pero ya con libre acceso a la biblioteca paterna y a la de sus hermanos. Brell el Viejo le dijo muy serio (y con una clara intención didáctica) qué libros tenía vedados hasta su mayoría de edad. Bajo ninguna circunstancia, exactamente bajo ninguna, debía leerlos. Naturalmente, fueron los primeros que leyó para secreta satisfacción de su padre orgulloso de su propia argucia (El diablo cojuelo, Moby Dick (en edición completa traducida por De la Serna), Novelas ejemplares, Cañas y barro, El hombre que fue jueves, Los pilotos de altura, La cartuja de Parma, El buscón, El club de los suicidas, Guerra y paz, El retrato de Dorian Gray, El agente secreto, Vida de Henry Brulard…)

Para rematar:

Ya de pequeño fue incapaz de escribir con letra ligada. Utilizaba la letra de imprenta (influencia de su padre, que nunca escribió nada salvo con esa caligrafía), sólo que, sorprendentemente, al paso de los años, empezó a ligar las letras que supuestamente debían escribirse aisladas al ser de imprenta. En fin.

En fin. Que diría… (Cuando una persona dice en fin es que se ha cansado de pensar… Ya lo dijimos, ¿no?)

Padre…

Dime, mierdecilla.

De adolescente, de joven, yo soñaba.

Ahora, en plena madurez, fantaseaba: algunos sueños se cumplen al cabo de los años, pero la fantasía sólo es una ilusión, un espejismo, una engañifa en resumidas cuentas, cosa de viejos.

La mejor venganza de un hombre contra otro (los otros) es ser consciente que el tiempo pasa… para los dos, para todos.

Siempre respecto a los otros… Esa visibilidad corpórea del viaje acortándose definitivamente, la carne apellejándose, la piel arrugada, la colgadura de los pliegues del alma, todo degradándose, haciéndose líquido, veneno...

Coches de su padre:… Volkswagen negro (el primero…). Cinco plazas. Todos a la carretera, a la pobre montaña del Garbí, saturada de domingueros desalmados demasiado cerca de la ciudad, casi cubrían de mierda (literalmente) y desperdicios sus desgalichadas y polvorientas pinadas. No volverían otro domingo. A La Cañada, al chalet de los abuelos. Se acabaron los experimentos.

Uno muere, como un viejo automóvil… Falta de aceite, falta de líquido de frenos, neumáticos gastados…

Claro que, y eso era determinante, le gustaba beber.

Mejor cuando ya alcanzaba ese estado (solitario) en que pasado, presente y el ensueño del futuro se entremezclan formando un revoltijo del que nada se puede sacar en claro: el mejor estado posible, la confusión absoluta, un noser esclarecedor, donde todas las turbulencias quedan sofocadas por el abotargamiento absoluto.

Voy a dar una vueltecita con el delorean

Ánimo, amigo.

Y ponga otra de lo mismo.

¿Y qué es lo mismo?

(Aún no ha aprendido que, a pesar de todo, es uno más.)

Entra en el bar un negro cargado con un panel repleto de relojes brillantes, casi tanto como su blanca hilera de dientes perfectos (aún). Antes de que le inviten a desalojar el local (¡a la calle, coño!), interpela a Brell con exquisita educación. Brell deniega con la cabeza, mudo. Brell no tiene nada que decir. Piensa: Los inmigrantes. Qué tristeza tan grande. Qué extrañas aventuras las del mundo y sus peregrinaciones. (Ironía pérfida.)

Uno siempre juzga la vida de atrás, es imposible juzgar el futuro, y sin embargo… ¡parece ya trazado!

¿Quién protegió mi talento? ¿Quién alentó mi diferencia? Jamás encontré protección alguna, y me fui deshaciendo sin entender lo que ocurría, lo noble y generoso que había en mí fue haciéndose cenizas, PADRE, y me disolví poco a poco, minuciosamente, ante la displicencia general.

Elegiste lo que querías ser. La elección fue tuya. Los demás y sus idas y venidas, los hechos, siempre han sido sólo el decorado de tu tragicomedia vital, HIJO.

Su padre. Inteligente, egoísta, callado, precavido, cauteloso, huidizo…

Su padre, que como buen sabio aleccionaba sin apreturas.

¿Y eso…?, preguntó a su padre, ¿ese montón de libracos?

Eso es reírse sin parar:

Vida de Estebanillo González, Quevedo, Mateo alemán, El lazarillo de Tormes, Espinel, Rinconete y Cortadillo, Alonso, mozo de muchos amos, Vélez de Guevara, la Vida de Alonso Contreras…

 ¿Calvario? Por Dios, con la cantidad de caminos excitantes que hay a lo alto y a lo bajo de este podrido mundo puedo descender a los infiernos muy decididamente pero no elevarme al cielo a través de ningún puto calvario. Sobre mi conciencia, todo; sobre mis espaldas, nada, que dijo el otro.

No intentes recuperar tu infancia: no existe ningún camino de retorno, y al evocarla, la ensucias, la perviertes: nada fue como tu sueñas, o crees (que es peor aún la creencia que la ilusión).

No haberla podido enviarla al School of Economics de Londres…, por lo menos.

¡Qué fracaso como madre!, piensa entristecida doña Eugenia Espina cuando todavía agarraba por el pescuezo a la hija incestuosa.

Al menos, han salido románticos, aunque se pierdan, aunque…, se dice estoica Carmen Gay Giner, lejos de todas las penalidades de los otros, atenta sólo a las suyas, al cielo o al infierno de sus días.

Ella, Eugenia Espina, hija de empresarios modelo, con las matemáticas (básicas: las cuatro reglas, no aprendió nunca a resolver una ecuación de primer grado) metidas en la sangre como los hemoglobitos…

(Ah, las madres…)

Mi padre, el gran empresario… (diversificaba los negocios, el dinero gestionaba lo mismo una empresa de pompas fúnebres que una pequeña cadena (cuatro tiendas) de charcutería fina.

Su hija, casada con ese… ese boceto de hombre…

¿No era Dios el que tenía un plan?

Cada uno desperdicia su talento a su manera. Incluso cuando lo utilizas al cien por cien sabes que todo podía haber sido mejor… o por lo menos de otra forma.

¿Y qué está leyendo, si puede saberse? Una gran lista de libros, porque suele leerlos alternativamente, y hace bastantes años, cuando aún creía en El castillo, El hombre sin atributos o en el Ulysses, leer era como inyectar en la sangre toda aquella droga capaz de colocarte en las alturas como el mejor caballo o el socorrido perico y no bajar, no bajar… Ascender a lo grande.

Entonces era capaz de…

Leía por ser mejor, no para entretenerse (para eso le bastaba su pensamiento desde que era niño…  ni siquiera la televisión).

Tenía un montón de relaciones inútiles.

Conocía al negro amigo íntimo de su hermano José David el Negro. Un negro de 25 euros por din-a4 y el hígado a punto de echarse a perder definitivamente. Así que fue a verle una mañana anodina de esas ni soleada ni gris que suele echarse a los perros. El negro vivía en una transversal de la avenida de El Cid, en un edificio de pisos baratos de los años cincuenta, cerca de la A-3 en dirección a Madrid. La mujer del negro, una catalana pequeña, morena y siempre malhumorada, había salido catapultada a su mezquino trabajo y hacía horas que no se encontraba en casa. No tenían hijos. El negro odiaba a los niños, realmente los odiaba, sin medias tintas. ¿Le gustan a usted los niños? Crudos, no. Suelo tostarlos un poco en la parrilla antes de comérmelos. Su mujer, la ambiciosa y perspicaz catalana, auxiliar administrativa en una sucursal bancaria, aún suspiraba por ascender un peldaño en su brillante carrera (acaso un peldañito: de conserje había llegado a auxiliar administrativa y… ¡quién sabe si podría llegar a ser apoderada en alguna oficina del extrarradio más allá del nuevo cauce!, no pedía tanto, no pensaba intramuros), de manera que tampoco quería obstáculos innnecesarios.

¿Tiene usted hijos?

No, señora… Pero una vez tuve un gato y, en efecto, fue una experiencia en extremo interesante de veras. Yo creo que le amaba, no con una amor filial, entiéndame, pero algo parecido a como se quiere a los sobrinos, a los primos, a los cuñados… En fin,  personajes de esa calaña.

(Existe otra versión más repugnante, si acaso: No, señora… Pero durante una época adiestré a una rata, y fue algo en extremo interesante. Una rata que no se comió el gato, una rata superviviente hasta que se murió ella sola.)

El cuarto que servía de estudio al negro era minúsculo y oscuro, atestado de tres estanterías con los estantes combados a punto de venirse al suelo a causa del peso de los volúmenes ordenados malamente. Por el estado de la mayoría de los ejemplares y el descuido con que se amontonaban se notaba en seguida que aquellos libros habían sido comprados y existían para ser leídos, no para ser conservados bien alineados para el examen admirativo o hipócrita de los invitados. Una ventana con visillos grises por el polvo se abría a un patio de luces estrecho y sucio. Eran perfectamente audibles en ese momento el sonido de un televisor que parecía brotar de las paredes de algún sitio cercano, quizás de la vivienda de al lado,  y el ruido de platos y cacharros de cocina que alguien fregaba más abajo y ascendía hasta allí. La luz mortecina acababa de destrozar del todo el poco optimismo que uno llevaba al entrar en la reducida habitación, por otra parte abrumada por la espesa atmósfera y el olor de miles de cigarrillos que durante años habían impregnado las cuatro paredes. Había una reproducción de uno de los monjes encapuchados y tétricos con la cabeza gacha de Zurbarán clavada con chinchetas en la pared, junto a la ventana. Un recordatorio a la disciplina, al silencio y la labor fructíferos. Una especie de sigue adelante y calla. La mesa de trabajo con un modesto flexo encendido ya a esa hora de la mañana, encogido en el extremo de la izquierda, cubierta de libros apilados y manojos de folios mecanografiados le inspiró a Boceto una grima inmensa. Le recordaba sus trabajos atrasados o empantanados, su mismo potro de tortura del que huía con la menor excusa a la hora del mediodía o a la primera copa de la tarde.

¿Qué tal?

Las cosas siguen rodando, dijo el negro mientras aplastaba la colilla del cigarrillo número 12 desde que se levantara esa mañana.

¿Bien, no?

Podría ser peor.

Desde luego…

Pues aquí estamos…

Dándole a la tecla…

Dándole al asunto…

Para no perder la costumbre…

Esa es la cosa.

Digámoslo de ese modo.

En fin.

Bueno.

¿Una copa?, sugiere el negro.

¿A las diez de la mañana?

El sol mañanero entibia el largo y aburrido derrotero  matinal, terriblemente gris si uno observaba la ventana que daba al laboral deslunado también gris.

Después de una pausa cavilosa pero fugaz (adelante con los faroles):

ambos se encogen de hombros:

¿Por qué no, Pat Hobby?, asintió el Profesor titular (doctor).

Eres un buen amigo, concedió el Negro.

No vas a estar dándole al asunto todo el puto día.

Por supuesto que no. Esa es la cosa.

Pues escancia, cobarde.

Esa es la cosa.

Para sus adentros le llamaba Pat Hobby al negro, así bautizado más de medio siglo atrás por Fitzgerald a aquel cínico, chanchullero, alcohólico y desastrado guionista de los años veinte y treinta, uno de los 4.000 escritores de Hollywood que sobrevivían con salarios semanales de menos de tres cifras, sándwiches de queso rancio, mostaza y unas hojas de lechuga y, fundamentalmente, a base de lingotazos propinados desde el amanecer hasta el anochecer a la petaca de ginebra oculta en un bolsillo de la chaqueta de coderas con olor a sudado que llevaría sin visitar la tintorería un par de años.

Aquel mangante de las finanzas… (Quiso decir magnate.)

Hacia el mediodía se volvieron realmente locuaces, aunque cierta desconfianza seguía sin disiparse entre los dos: el negro había sido amigo condicional de JD., y sólo conocido de ese hermano menor cínico (como él mismo) y vago proverbial y tozudo: a saber que lleva entre manos.

Cuatro o cinco copas por barba.

Mundo de mierda.

Todo se va al traste.

Te diré yo.

De un editor catalán: ladrón de mierda

De un escritor madrileño: Un auténtico hijo de puta

De una artistilla local engreída y trepa: Busca sustituir con la docencia el talento que le falta para salir adelante con sus cuadros, otra puta cobarde…

De la política: Deshazte de la billetera, amigo, y esconde los billetes en las tripas del colchón o en las tuyas propias…

Recíprocamente, ambos debían de proyectarse el némesis que cada uno de ellos era para el otro. Bonito espejo.

El tiempo, ese enemigo invisible del que sólo sabes las heridas que te inflige, las cicatrices de todo tipo que como estigmas salen a la luz un día, inesperadamente, y las descubres asombrado mancillando la piel, agrietando la carne...

¿No era Dios el que tenía un plan…?

Todo esto le recordaba un poco la atmósfera de El jardín de los cerezos, ruina, hecatombe, muerte… y a lo suave, a la languidez de una tarde estática y sofocante de verano, como si nada.

Esa mañana, era una de ésas. El aire pesaba, las calles de la ciudad se deslizaban líquidas bajo un sol que acrecentaba su poder minuto a minuto.

¿Qué esperas?

No existen los milagros.

En su vida, ofrenda a la nada, él mismo es el cordero sacrificial a la vez que el cuchillo degollador.

Su amigo el negro olía un poco como a polvo, mucho más que al humo del tabaco. Bien es cierto que su estudio estaba polvoriento, dejado decididamente desde tiempo atrás de la mano de un Dios-plumero. ¿A qué iba a oler entonces el tipo? Del techo podían desprenderse en cualquier momento los hilos viscosos de las arañas escondidas en los nidos invisibles de los cuatro ángulos, corretear las negras cucarachas entre tus zapatos.

Vosotros, los ricos…, censuraba el negro con la copa en la mano, con la vista fija en uno de los cuatro tomos del Diccionario de Filosofía de Ferrater volcados sobre la mesa (por esos días redactaba la ponencia que un distinguido catedrático de la Literaria presentaría en un congreso  de estética que iba a celebrarse en Nancy: otro negro-traductor la traduciría al francés… en fin, una merienda de negros).

Los ricos son diferentes… parecen morir en paz, dictaminaba el nuevo y efímero filósofo y ponente de cinco días: a partir del lunes su próxima ocupación versaría sobre –título provisional- Basquiat y la influencia grafitera en el arte contemporáneo. Cliente: un ocupadísimo decano que lucía pelo largo y vestía con estudiado desaliño bufandas multicolores y botas sucias de piel vuelta. Destino: las páginas de la reputada revista de arte Iris de distribución nacional, la última voz del oráculo por tres pavos.

Una extraña paz…

¡Qué diálogos!

¿Escribir? ¡Qué coño, escribir! Ese jodido tipo Fitzgerald (Pobre hijoputa, decía la Parker mientras observaba el cuerpo atildado y yacente, la faz cerúlea, los párpados blandos, en la sala de muertos de William Wordsworth de Washington Avenue, en Hollywood) llegó a cobrar en sus buenos tiempos 4.000 dólares por un relato. Un año antes de morir a los 44 suplicaba a Esquire 150 dólares por una historia de 3.000 palabras. Al final ya aceptaba que pagaran lo que decidieran los comerciantes de hombres: quería comer pavo en Navidad el pobre diablo. En febrero de 1940, rondándole la parca cada vez más cerca, el tipo se había vuelto loco y a la vista de sus míseras ganancias pretendía escribir bajo seudónimo: Un tal John Darcy, o mejor todavía John Blue… Al final se contentó con Paul Elgin: Querría averiguar de una vez por todas si la gente me lee, en realidad, por ser yo Scott Fitzgerald, o más bien no me lee por esa misma razón. A punto de morir escribió una patética carta a su editor que podemos suponer como su epitafio: La verdad es que no me lee nadie. En cierto modo, así era: en 1937 de todos sus libros aún catalogados en las librerías de los Estados Unidos se vendieron 117 ejemplares. Desde su primer libro contratado en 1919, cuando contaba poco más de veinte años (con el cheque que recibió creyó firmemente que podría comprar el mundo e incluso la luna), Fitzgerald siempre había escrito por dinero (Es la única manera eficaz que tengo de conseguirlo.) En 1940, cuando murió, aún estaba pagando semanalmente en billetes de cinco dólares las deudas de años atrás. La fiesta de amaneceres de oro y champaña frío había terminado. Toda su vida le rondó por la mente la idea de amontonar todo el dinero que pudiera: quería ser como los ricos. En cierta ocasión le dijo a Hemingway que los ricos son diferentes… Hemingway, altanero, medio si no por completo borracho y con miles de francos franceses de entreguerras en los bolsillos le miró sin mover un solo músculo de la cara: él era el tipo duro de la literatura estadounidense, con dos cojones como dos barcos, así que replicó sin pestañear: Sí, tienen más dinero. En otras palabras, Scott Fitzgerald después de someterse por entero bajo el látigo a la parte más creativa de su existencia, escribir, y escribir bien, ¿a qué podía aspirar allá en lo más secreto de sí mismo después de conquistar a la chica más guapa de Montgomery y desenamorarse al año de casados…? Automóviles descapotables, el agua azul de una piscina, una rubia tonta, pervertida y complaciente pegada al costado, el whisky de doble malta inacabable, un par de cientos de dólares para gastos de bolsillo todos los días, un París que no se acaba nunca… Poca cosa.

Escritor… un oficio de perros. Eso también lo dijo él a un tipo que le pagó unas copas en un bar de tercera.

Pobre y genial hijoputa.

Tal vez el objeto de todo esto no sea sino mostrar un proceso, el proceso en sí de algo indeterminado: lo que resulte será ajeno a toda intervención anterior, desvinculado de todo propósito inicial y deudor tan sólo de un sentido casi imperceptible, emergente de alguna inspiración inclasificable e indomable…

No había conocido nunca a ningún farsante que no desdeñara lo único que en realidad sabía hacer (un oficio, una habilidad, un conocimiento) y no hiciese trampas con lo que no sabía. Es el problema de las máscaras, a veces ocultan lo bueno o menos malo (y posiblemente sólo eso) de uno: revelan lo peor (todo lo que de peor tienes), lo que querrías ser y lo que en verdad eres.

En efecto, la terapia no había sido permanecer un par de horas charlando con el negro o contemplar las miserias domésticas y sociales de las que él, encauzada su vida por otros derroteros, sabiamente se había hurtado, sino el camino de vuelta andando sin prisas, con las manos en los bolsillos, pensando en nada cabal, aquello (aquella vacuidad) que ejerce en ti benéfica indolencia, displicencia, el sumo vacío por dentro… hasta un desprecio ecuménico por todo. Sólo imágenes alrededor bajo el sol intenso. Sin significado. Tipos y piedras, el metal, los plásticos y la chapa reluciente de los automóviles conducidos por histéricos esclavos que maldecían a los semáforos en rojo. Tres calles más arriba empezó a silbar sin importarle lo más mínimo las miradas de extrañeza con los que se cruzaba. Alargaría el mediodía despreocupadamente hasta la hora de entrar en el restaurante, uno de sus favoritos, próximo a la Biblioteca Pública de Guillem de Castro: Hoy cae un reserva de Arzuaga y loncha de vacuna de cuatro centímetros, el pan tostadito y crujiente, el aceite de oliva virgen extra, el orujito final, el negrísimo café...”

¿Paula?

Paula había optado por una asistenta filipina:

Una oriental de uniforme blanquinegro ennoblece sin duda el vestíbulo a los ojos de aquellos a quienes abre la puerta y les franquea servicialmente la entrada. Brell el Joven hubiese preferido una criada nacional. Seducir a una filipina se le antojaba desproporcionado, intrínsecamente racista. Esas razas asiáticas, germinadas a base de arroz… olisquear en esas raquítica y desnutrida vagina de la criada… ¡Échate para atrás, Satanás! ¡Ya tuviste lo tuyo de todas ellas!

¿Hasta cuando los deleites del cuerpo…?, se pregunta la guionista. Ya se pinta el pelo, ya, tan joven aún, los primeros y sutiles derrumbes que ella sí es capaz de descubrir en su apariencia maquillada por tintes, cremas y disfraces, contra los que nada puede la cara y llamativa vestidura de marca, la rica joyería de mucho diseño y poco peso, la relojería minimal bien publicitada en la revistas de moda.

Adiós, juventud, se dijo Brell hace años, cuando sus dos hermanos desaparecieron bajo las sutiles líneas de unas tremendas biografías que terminaría sepultándoles.

¿Sus hermanos?

Pero ¿realmente estaban locos sus hermanos?:

Un proceso exactamente igual se registra ahora en gran escala en nuestras industrias llamadas “kustares”. Y de la misma manera que los populistas rehusan estudiar la realidad en su desarrollo, es que sustituyen el problema del origen de las relaciones existentes y de su evolución por el de lo que podría haber sido, si lo que es no fuera…

A veces (demasiadas veces) atisbaba en las numerosas listas que elaboraba Paula y que luego dejaba por cualquier lugar de la casa: listas de libros, de lápices de labios, de alimentos macrobióticos, de actores, de marcas de automóviles, de películas… A él esa manía le producía verdadero terror. ¿Con quién diablos estoy casado? Salvo la lista de los premios nobel de literatura que había memorizado pacientemente, y sólo hasta el año 1981, año de Canetti, él jamás hizo listas de nada, algo propio de adolescentes, psicóticos, suicidas y asesinos en serie.

Las mañana del verano siempre le traían a la memoria sus hermanos. Qué dos. Qué España (más o menos la de hoy, 2008, un lujo al alcance de cualquiera, qué lejos el sacrificio, nada malo ha de suceder a este solar patrio de nuevos ricos que no dejan de edificar de costa a costa, sembrando de futuras ruinas las playas, los páramos y secarrales del interior…)

¿Hacia dónde vamos, Boceto?

(¿Qué fue de la cena con Laura y Hanna del pasado abril, aquella alcohólica y placiente primavera? [Anot. 10, 2008. Estamos en el otoño, a las puertas del invierno. Todo ha pasado ya.  Incluso el verano. Todo pasa ya.]

Pero ahora, primavera.

Despierta: es real en el sueño: él ha despertado, pero el sueño permanece. ¡No estés en querellas contigo mismo, capullo!

Si despiertas matas el sueño, se desvanece como una pompa de jabón, estalla.

Eso es lo increíble. Despierto, y estoy en el sueño, y todo lo más terrible e incomprensible puede suceder, porque nadie ha aprendido a vivir en un sueño golpeándose con las cuatro esquinas de la cama, y yo sufro de veras el absurdo, un mundo sin reglas, la distorsión y el disparate, la crueldad, y el dolor, y el miedo… ¡Porque yo sí soy de verdad, real! ¡Atrapado en el sueño, succionado por el puto colchón, juguete de lo irreal! Una sintaxis del revolico más incomprensible. ¡El robot es el sueño!

Toda pesadilla es un laberinto mental: te acuestas (fornicas) con un árbol, la pared abre una boca,  a un perro le toca el premio gordo de la lotería… sueñas con tu casa, pero con tu casa puesta del revés, extraña, imposible bajo una luz cenicienta y angustiosa… Nunca encuentras la salida: sólo despiertas.

Despiertas… al lado de ella. O cualquier otra. Qué más da. Pero sigues junto a ella, unido a ella por algo que nada tiene que ver con la lealtad, un pegamento indisoluble, materialmente católico.

La pobreza y la falta de pulsión sexual es lo que destruye más rápidamente un matrimonio. Lo que más lo une, lo solidifica, es la cobardía. De ahí a la petrificación… o a la podredumbre: la auténtica pesadilla de I.B.G., alias Boceto.

¿Qué le pasa a éste?

Lo que a ti, el tiempo.

Así que sus hermanos…

Su hermano Carlos, incipiente poeta:

En esa época, al principio de los setenta (1973,1974,1975…), no podía interesar a nadie su trabajo secreto, con nocturnidad: una lírica intrascendente y además quejica, poemillas finalmente reconocibles como de adolescente o, peor aún, de adulto sentimental. Mejor desaparecer de una vez por todas puesto que cualquier estética, fuese el campo que fuese, estaba subordinada a la ética que como una mancha universal parecía tapar todo lo demás: obra maestra o visionaria (Cervantes o Blake). Pero era una ética que muy pronto se revelaría como superficial, el mero maquillaje de unos actos e intenciones mucho menos decentes y puros de lo que pudiera suponerse. Groucho acabó ganándole la partida a Marx. Estos son mis principios (herramientas); si no le gustan, tengo otros. Cinco años más tarde muchos trajes nuevos de exquisito tejido y de corte impecable ocultaban las abultadas billeteras de quienes hacía poco tiempo buscaban en el interior de los bolsillos de sus  deformados pantalones de pana unas monedas para comprar Triunfo (nos vemos los miércoles a las 17 horas en los quioscos) o la Turia (por debajo del 3 que la vea tu tía). De modo que él fue más político que poeta, lo que fue una lástima, quién sabe, y le confundieron los tiempos… su ceguera de justiciero. Pero, lejos de la corrupción o el acomodo, su cuota de ética la pagaría hasta sus últimas consecuencias. No retrocedió nunca. Ante nada.

Una noche vinieron por él muy educadamente, llamaron a la puerta:

¿Carlos Brell?

No se encuentra aquí en este momento.

¿Dónde podemos encontrarlo?

¿Quiénes son ustedes?

Policía.

Dos días después en un amanecer vegetal, lluvioso y confuso lo atraparon cerca de la frontera gallega con Portugal: nada de pistolas (ni siquiera una máquina de escribir, artefacto de gran peligro en aquellos tiempos), sólo un libro de Ángel González (¡El tío nos ha salido cachondo!), la 2ª edición de Palabra sobre Palabra en la edición de Barral del 72, unas manzanas y un par de bocadillos de salchichón y de salami en una bolsa de plástico (almacenes Sepu) que agarraba en una mano casi congelada por la escarcha. Ya durante el viaje a Madrid le patearían el rostro a base de bien en el furgón policial cerrado a cal y canto hasta de la mirada de Dios. Cuando al cabo de veinte días el padre y la madre Brell, consternados y temblorosos, por fin pudieron verlo despedía un repugnante olor a mierda, a piel sudada, sangre reseca y ropa sucia. Tardarían bastantes minutos en reconocerlo bajo aquella mugre de muñeco derrengado. Brell el Joven tenía trece años, allá en el Levante feliz. Semanas después, de regreso sus cariacontecidos padres de la capital de la meseta, preguntaba constantemente donde estaba su hermano Carlos, sobre todo por las tardes a la vuelta del colegio, todavía con las ropas oliendo a pizarra, con la merienda en la mano y los ojos como platos, profundamente desconcertado: en el cielo, pero no tardará en volver, le contestaba sarcástico su padre. Ni siquiera el hermano mayor, José David, desaliñado, barbudo y con extremidades que de tan delgadas parecían raíces, que siempre le miraba con lástima como si él fuese un extraño gusano sobre la Tierra (y el pequeño de los Brell nunca supo por qué esa mirada de sabelotodo), le pudo aclarar la extraña situación. Carlos Brell, Fiodorov, tardó tres años y medio en aparecer por casa y sólo merced a la amnistía del 76. Así que, en realidad, había estado en las nubes, flotando en el limbo. Entonces, entre rejas… y antes… ni siquiera en una pandilla de iluminados, sólo formaba parte de una multitudinaria turba de afligidos y encolerizados como él por las eternas e inevitables corrupciones del mundo.

Mediados los setenta.

La familia Brell en pleno, en compañía de su abogado, aguarda la salida de la prisión de ese joven descarriado de buena familia.

Madrid: olía calamares fritos, a gasolina y al aire subterráneo denso como el carbón del metro fueses donde fueses, pero a Boceto en su primera visita a esa ciudad le sorprendió la luz, una luz tajante, fría y azul. Penaba su hermano en Carabanchel, estudiaba, preparaba los exámenes finales de Derecho. Ahora, en 1976, le ponen de patitas en la calle: que te mantenga tu padre, chaval. Volvió el descarriado a Valencia, la tierra de las flores, de la luz y del amor: dos meses más tarde de su vuelta, sin que hubiese la menor relación entre un hecho y otro, la Medea de su madre abandonó el hogar para siempre:

(Después del parto me cuadran mayores crímenes.

¿Como vas a abandonar a tu marido? ¿A tus hijos?

De igual forma que los seguí.

Basta ya de remolonear.

Embestiré a los dioses; lo trastornaré todo.)

Sus hermanos… Pobres diablos, sólo querían ser mejores, todo consistía en eso. Esa era la revolución. Estos de ahora del 2008, con el móvil colgado de las manos y la tableta pegada a los ojos zombiescos (sic), sólo quieren estar mejor (al final se los han llevado al huerto, pues ya no existen las famélicas legiones ni palacios de invierno que asaltar: les han obligado como si tal cosa a pelear a currículum -a pelear a brazo partido- mil veces reescrito, entregado y olvidado y desangrarse por empleos precarios con salarios de poca monta, no a morir matando por el derecho y la justicia que inconsciente y equivocadamente daban por conseguidos).

Brell, el Joven… ¿Vivir una vida? Él vivía un estilo. Esa era la mayor virtud de su carácter. O quizás su mayor tara, aunque él nunca creyó que fuera así, pues era una coartada agenciada con deliberación, compuesta a la vez no sin cálculo de una buena dosis de inmoralidad y cortesana contención, una conjunción que consideraba el decorado más provechoso y feliz para el disfrute de su existencia. Él era un optimista nato y un escéptico absoluto: certificar el mal, que podía reconocer perfectamente a su alrededor sin necesidad de cualquiera de los manuales de instrucciones de Schopenhauer o Cioran, no servía de nada para detenerlo o cambiar las cosas e inevitablemente menoscababa las pocas regalías de una vida afortunada y complaciente con todo lo bueno.

Naturalmente que condenaba al mundo (era el único paraíso o el verdadero infierno, así que… no, sin duda ninguna, se limitaba a maldecirlo), pero antes, mucho antes, que coger las armas celébralo y disfruta de sus festividades: ya en la funeraria, de cuerpo presente, escupe y blasfema todo lo que puedas, escupe hasta a la cara del dios (el que sea)… Muerto el burro, la cebada al rabo.

¿De dónde le vendría la hidalguía?

A veces pensaba que su padre (que nunca creyó en la misericordia de los dioses, cualquiera de ellos) necesitaba un ayuda de cámara para vestirse, acicalarse y salir a la calle, tal era la parsimonia del ritual previo a traspasar el umbral de la puerta tocado con el sombrero de fieltro, el sello con escudo espurio en el anular derecho y un billete de cinco mil en la billetera de piel auténtica, encender con el Dupont el purito Álvaro, llamar el ascensor como aquel que convoca a todos los espíritus libres y poner el pie en la acera: calzoncillos anchos de algodón que casi alcanzaban las rodillas, camiseta de manga corta, calcetines negros sujetos con liguero, pantalón de franela gris de perneras con doblados perfectamente planchadas, zapatos negros inmaculados, camisa azul celeste (o amarillo hueso o blanco impoluto), corbata de tono oscuro y nudo windsor, americana negra de terciopelo bien cepillada, sin la mínima mota o pelusa… impecable.

Adiós, señor Brell.

Hasta luego, engendro de familia.

Adiós, adiós, señor duque.

Adiós, adiós.

La cena a las nueve en punto.

Como debe ser.

Y mantelería de lino, y colocad los mejores candelabros, y la llama del pabilo en su justa medida, y ojo con la cristalería de mi madre…

¿Y para qué queremos llegar a viejos?

Queremos llegar a muy viejos.

¿Para caernos a pedazos?

Puedes jurarlo, tío. Tan seguro como que tu padre, o cualquier otro capullo que no fuera el que va por la vida siendo tu papi nominal, le metió la minga en el coño a tu madre por el que saliste tú berreando.

Nadie escapa de la maldición: y pensar que uno sale por donde otro ha metido la polla… tu padre o el Espíritu Santo.

Nunca está demasiado borracho, y para eso no encuentra solución. ¡Esa manera de hablar (pensar)!

Charlie, otra.

Cuidado, Ignatius, ya van seis.

Bah, de aquí, la barra de los milagros, al colchón de los sueños.

Entonces…

Sin miedo:

Escancia, cobarde.

La séptima mata: el suelo se te viene encima: pero eres tú, que caes.

Escribía algo en el Klee.

Homenaje al Padre.

Así, como al desgaire.

Así que, escribir…

Escr…

Aquel inaugural escritor tenía el estilo y la ambición literaria semejante al texto que prescribía la posología un prospecto de farmacia o las instrucciones de uso del último modelo a la venta del I-pod.

Su padre, en la infancia de Boceto, se enteraba de las cosas del mundo y sus travesuras a través de algún medio misterioso, nunca por el periódico o la televisión. Internet aún no existía, de manera que…

Un tipo literario, carnaza…

La Guionista, en 2008, en ocasiones, por mero capricho elucubra párrafos, escenas, comienzos imposibles…

A veces pensaba que su padre (que murió como un hombre, cagándose en el dios, cualquiera de ellos) necesitaba un ayuda de cámara para vestirse… para…

El hijo se les murió, y los padres se quedaron huérfanos para toda la vida… etcétera.

La Guionista atesora en un cajón del escritorio  y en la memoria del ordenador cerca de un centenar de comienzos.

Todos los hombres, todas las mujeres, tienen un precio… y yo sé encontrar los más baratos, esos que no son de ducha diaria debajo de sus ropas de marca…

¿De qué va el tema, señora guionista?

Es difícil saberlo, pero la mezcla huele a rubia, bragueta y whisky.

Finales, lo que se dice finales consecuentes, derivativos lógicamente de una trama, no había demasiados, pero también los había:

Qué diablos, empieza por el final… Pero así eran las cosas y asuntos de la dichosa originalidad:

No les aburriré. Empezaré por el final: Fin.

Brell el Joven:

El Klee: como el espasa, la británica, la biblia en pasta

Un work in progress como otro cualquiera.

Paula de nuevo (en su época Paula-rosa, gran fumadora y resistente bebedora, infatigable folladora que con media sonrisa desdeñaba el condón), cuando le daba a lo circense y divertido, a la oficina del estómago libre de los prejuicios y sandeces de los esnobs acólitos de una ecología y dietética mal entendidas… ¡qué variopinta mercancía la de sus provisiones habituales!

Hogar de los Brell-Coloma (Dios bendiga esta casa).

Recién casados.

Benvinguts (reza el felpudo a la entrada, regalo del más cabrón y bromista de sus amigos).

Por el ojo de la cerradura…

A través de la mirilla…

A lo cojuelo.

Vamos a abrir, sino los armarios y los zapateros, la nevera de dos puertas resplandecientes, aceradas y sólidas (¡que libertad purificante!) que se estira hasta el techo de la pulcra cocina minimalista: la nevera como refugio atómico.

Despensa a 20 de mayo de 1995

Mostaza fina y mostaza á la ancienne, Salsa de chile picante, Paté de aceitunas negras, Pasta picante de judía roja, Pasta de curry, Una lata de pimentón de Vera, Una lata de pimientos del piquillo, Un frasco de boletus edulis deshidratados, Bayas de flor de saúco, Mermelada de menta, Mantequilla de Verneuil, Una selección de quesos franceses, Una pieza de parmesano reggiano, Nueve huevos camperos, Un bote de crema de espárrajos, Un frasco de bonito del norte en aceite de oliva virgen extra, Un frasco de filetes de anchoa calidad suprema, Trozos de cordero cocido con salsa barbacoa calidad extra, Un frasco grande de yogur natural, Un frasco pequeño de yogur de mango, Dos pastillas de chocolate negro Belgium, Dos botellas de burdeos Château Moliére), Una botella  de Albariño (Laxas), Una botella de sake (Dyjank), Un pack de 6 latas de cerveza Voll Damm de doble malta, Tres botellas de agua Perrier, Endivias, Un pimiento rojo, Un manojo de apio, Un manojo de rábanos, Una bolsa de tomates sherry, Un bolsa de corazones de lechuga romana, Un bote de piña brasileña (Guimaraes-Bleu), Aguacates Nectarinas, Corazón de buey, Pomelos, Kiwis, Limones valencianos, Manzanas Royal, Fresas.

¿Todo se sabe? ¿De verdad todo se sabe?

Las cámaras fotográficas y las de vigilancia no saben nada: sólo registran los hechos, lo visible de una realidad pedestre, engañosa, inescrutable en el fondo.

¿Qué hace una cámara? Copia la realidad, pero no la desmenuza: deja intacto y acartonado el ropaje del monstruo, muestra la sonrisa congelada del niño, son mecidas sin alegría por el viento las hojas de los árboles, el parque desierto semeja un solar, la noche es gris, oscuras siluetas los seres humanos que deambulan por ese espacio acotado de grisuras…

En este momento que transitas de un extremo a otro la plaza bulliciosa de automóviles y peatones eres el foco de atención (y por ello, culpable) de: las cámaras de una agencia bancaria, la de la entrada de un parking, la del control de tráfico de la zona, la de una comunidad de vecinos, las de un cajero automático del BBVA, las de una joyería, las dos que flanquean amenazadoras la entrada de un centro comercial… Hay cámaras ocultas en espejos panorámicos, hay cámaras de movimiento y cámaras antivandálicas que permiten una visión nocturna, te acechan cámaras de dos milímetros empotradas e indetectables, cámaras ocultas en los detectores de humos, cámaras de exterior con zoom de hasta 100 metros y 360 grados de rotación, minicámaras de gran angular y hay cámaras convencionales capaces también de grabar sonidos… Pero la película que protagonizas es gris, gris como la figura del cualquier desconocido que camina delante de ti o queda rezagado a tus espaldas, gris como las imágenes y secuencias que graba esa cámara intrusa de tu identidad, planos cotidianos y desprovistos del menor interés. En realidad, tú no eres el protagonista, lo es tu comportamiento, el hecho mismo de la vigilancia por otros ojos que nada les importas ni tú ni tu gris actuación salvo que rompas las reglas. Esa es la cosa. Hasta que no robes o mates, sólo eres un figurante.

En este momento de 1973, una tarde aún dorada de otoño, la madre de Nacho observa por el ojo de la cerradura del dormitorio de su hijo menor como se masturba su precioso niño mientras sostiene con su mano izquierda una pequeña revista, su benjamín (al que en unos años dejará de echar de menos: allá se las entienda con su puerca adolescencia). Todo va bien, todo funciona, se dice la dama con la complacencia de la madre y la desapasionada objetividad de la entomóloga viendo el pene del retoño sacudido a mil por hora.

En este momento de la fresquita mañana del 9 de marzo de 2008, una cámara traidora enclavada en lo alto de un lóbrego pasillo interior de Canal 9 registra a la exitosa guionista Paula Coloma, confiada y creyéndose a salvo de miradas insidiosas, ajustándose el támpax en la vagina: hace extraños movimientos con las caderas, bien asentada en el suelo, con la cabeza gacha, hábil con las manos, el bolso a los pies. Y, sin embargo, qué deseo de huir del otro, de su mirada en la vida real. Qué contumacia en no revelarnos a través de la noble mirada. Hasta él, el Gran Brell, podría convertirse algún día, viejo y avergonzado, en uno de esos tipos que al hablar con alguien evitan a toda costa el contacto visual: miran a todas partes menos a los ojos, no por miedo a ver lo que les puede asustar sino por ocultar lo que sus asquerosos adentros podría delatar y humillarles ante los demás.

Profesor, háblenos de Goya.

Y Lucientes.

Qué contumacia.

Lenguaje es personaje.

Miraba mucho el cielo. Era el cielo lo que vestía y daba color a los días. El cielo los sustanciaba y engalanaba, los ofrendaba  radiantes o los oscurecía: esa mañana triste y opaca lo enseñoreaban unas nubes estáticas, grandes y de un tono blanco sucio, que a medida que transcurrían las horas se tornaban sombrías, nunca cambiaban su forma irregular e impenetrable, inmovilizaban su contorno amenazador y perenne. Ya anochecido aún le parecía descubrirlas tras el negror nocturno, más oscuras e insondables que la misma noche. Todo eso era el cielo… menos el paraíso de los buenos y la mancilla indigna de las creencias religiosas puestas en él.

Describir… o no. Da lo mismo.

Ni siquiera el complaciente (a veces) dios de los católicos o el colérico (siempre) de los musulmanes respetan la sintaxis del mundo: escritores que dejan todo al azar, a la improvisación, dioses sin un poder real de creación .

Buenos escritores que no ignoran que todo final (y el camino que a él conduce) es imprevisible, indeterminado, impensable.

Carlos Brell: sonreía, y creía, y ansiaba ser feliz como todos los niños del mundo.

Si Marx ha muerto todo está permitido.

A éste los agustinos no le dejaron marca. Fue el segundo de la saga de los jóvenes Brell en acceder al colegio (Tu colegio: donde quiera que estés compórtate como alumno digno de él) del santo Tomás del lugar de Villanueva.

Carlos Brell era un niño serio. Pronto sospechoso habitual del Cuadro de Honor visible en una de las paredes de bruñido crema marfil del vestíbulo, a la derecha de la escultura del santo tallada también de frío y pálido mármol alzada sobre la escalinata también, cómo no, marmórea de acceso desde la calle pecadora. Sólo un año le precedió José David, éste un párvulo callado y tranquilo también huésped de honor del ominoso señalador ovalado de los ilustres, consentidor y accesible, prefigurando ya a esa edad parvularia en su expresión infantil la ausencia definitiva que ansiaría muchos años después, aunque, en el fondo de sí mismo, como casi todos los callados y aparentemente sumiso, era un volcán: Que la lava justiciera del infierno os pulverice a todos, curas cabrones de picha corta y pederasta, sobadores de fétido aliento. Y lo dejó escrito (para el ovido).

La lluvia cesó, pero el bochorno persistía y ahora notaba que un sucio vaho lo mojaba, se le pegaba una película invisible y arácnida  impregnándolo de sudor. En el monte todo será una niebla verde y fresca, y el olor a la humedad de la tierra, del tronco, de las hojas, y el aire limpio y celeste sobre la piel…, se sorprendió pensando, andando por unas aceras que hervían en la terrible tarde de aquel julio de 2007, de esa tortura pegajosa.

Después de la lluvia una luz suave y dorada descendía ladera abajo sobre las copas verdes de los pinos hasta alcanzar en el valle el arroyo que todavía refulgía en el atardecer sosegado. Estoy muerto… No, sólo soñó con JD.

Un hombre sin nombre, tan misterioso como el hombre de los ojos de lechuza le dijo:

Todo es para nada… ¡aunque los libros son de verdad!

Salvo si mueres joven sin saber nada de nada o sabiéndolo todo aunque te llames Rimbaud o Keats o Bécquer o Crane, la muerte ya es tu número premiado del futuro, ese billete lleva tu nombre y vaya si lo cobrarás, maldito o  bienaventurado hombrecillo.

Trataba a las palabras como si fuesen objetos y artefactos. Desencanto era como una caja vacía cubierta de polvo, con las esquinas rotas; cielo era el cristal a veces nítido y a veces tráslucido, a veces sucio y del color de las motas secas y grises de la lluvia: impedía ver aalgún dios; mujer era…, bosque era…

Muerte… era…

El sofá de los sueños… ¡No me despiertes, perro amanecer..! Ahora que estaba tan a gusto… ¡Mañana es sábado!

Adiós a la luz blanca, bienvenido sórdido salón: realidad.

En fin.

Elecciones libres: 1977.

Sainete del tricornio y vivaespaña : 1981.

Cabezas cortadas.

Triunfo acaba en el 82.

Posible desaparece sin  avisar.

Cambio16 aún se arrastra boqueando.

¿Aún compras El Urogallo?

¿Aún compras Reseña?

¿Aún compras Camp de l’ Arpa?

Cada semana. Cada mes. Cada trimestre. O así.

Así que El Urogallo

Fraga, El Calzonazos de Palomares, los mataba a tiros de posta.

Cabrón.

Triunfo y demás…

No es un símbolo. Era, por así decirlo, otra de las ausencias en una mente colectiva propensa a la frivolidad intelectual.

En una serie de viñetas cómicas de otra revista de la época se ilustra la asombrosa (y quizás del todo consecuente) transición de millares de tipos-modelo a lo largo de su aventura intelectual: empiezan leyendo El Capital de Marx y la Estética de Adorno, siguen con Rayuela y El ruido y la furia, transitan por El nombre de la rosa, recalan en Los pilares de la tierra y acaban en Mafalda (o Olafo, el vikingo).

Luego, el naufragio total.

La carga de la caballería ligera ha dado paso a la artillería pesada encargada de cimentar las diversas castas del futuro.

Bueno, yo era más bien de los Marvel Comics.

Es en los tebeos para adultos donde se descubren las personalidades. Me basta con eso.

Yo ando con Crumb.

Yo navego con Corto Maltese.

Los tiempos están cambiando, cantaba uno.

Cambiaron.

Tu colegio: donde quiera que estés compórtate como alumno digno de él.

F.G.E., de la camada también del 60, agustino condiscípulo, cínico y profundamente realista, diputado calladito del PSOE en los ochenta y noventa: Soy casi perfecto pues mi oscuro corazón, allá adentro de mi alma (?), alberga todo lo bueno y todo lo malo de que es capaz un ser humano.

Figura versus fondo:

Ves a Paula (¿o le ves a él, a Brell?) y no sabes si blanco o negro, alma o máscara.

¿Ves a esos dos?

A los cuarenta dejas de disimular, aunque todavía el leve peso del arrepentimiento te haga sonreír un poco cínicamente: el hombre reconvertido (y ya efímero, aseado e insignificante, aderezado como un puerquito lechón por la fragancia del frasco de perfume pour homme de 85 euros, sólo le falta el ramito de perejil sobresaliendo por el agujero del culo) sustituye las películas en blanco y negro con subtítulos, incluso las de Woody Allen perfectamente dobladas a un castellano impecable, por los tebeos filmados sin imaginación a base de efectos especiales de la Marvel destinados a un público adolescente que franquea la entrada de la sala de los sueños inclinado bajo el peso de los gigantescos recipientes repletos de palomitas y chucherías diversas (sacos de gominolas, kilos de barras de galleta achocolatada, kilómetros de chiclés, donuts venenosos…), bajo el peso de su grasienta incultura, bajo el peso enorme de sus pajas mentales y de las otras.

Y cada vez más abajo.

Miradlos, gordinflones dispépsicos o esclavos de las torturas del gimnasio, pregúntales lo que han ganado… Ninguno te dirá la verdad: menos de lo que han perdido:

Mírate, Brell, mira tu tiempo de (otro) silencio: todos esos tipos miserables (sólo el mismo hecho de aparecer en los periódicos y en los informativos de televisión ya les condena), igual que vilmente nos engañaron antes con la socialdemocracia, el liberalismo y sus guerras inventadas, nos engañan ahora con sus medidas neoliberales y un sistema económico de influencias y politiqueos que ha terminado por desintegrar cualquier tipo de control sobre sus fechorías y abocar al desahucio moral, social y laboral a millones de personas en cualquier parte del mundo. Orwellianos, siempre han engañado. Siempre engañan. Siempre engañarán, porque es lo único que les distrae de la idea de la muerte. Son mera fachada. Y peores serán sus retoños, sus sucesores. La prole inextinguible. Tú, Brell, bienvenido al club, tú, que también morirás con los bolsillos llenos (¡si la barca llena hasta los bordes a ninguna costa, a ningún paraíso arribará…!) y la boca a reventar de palomitas de maíz y los ojos llenos de… ¡efectos especiales!

Metida a tenazón, en realidad toda esta palabrería pasada de moda y patéticamente innecesaria devenía finalmente el papel higiénico en forma de BOE con que los Carlos del mundo vencidos se limpiaban su culo guerrero.

Pirámide de falsas creencias.

Pero este Brell acaba de manera más sutil…

¿Y cómo acaba?

Brell acaba… como un  montoncito de mierda viscosa, casi líquida, hedionda, ante la voracidad de los escarabajos peloteros y las gordas y atornasoladas moscas y demás legión de necrófagos...

Sin traicionar su clase y con sus contradicciones infantiles, bien aconsejado y tan ruin como vivió:

Prefiero no querer a nadie, no tener nada (teniéndolo todo), salir de este mundo desnudo como todos, pero todavía más vacío por dentro que nadie.

Adiós, adiós. Buena suerte. Fue un placer.

Toda su vida, que una vez pasada, vivida, él la tenía como la más dura roca (ahí estaba inobjetable, invariable sólida, inamovible, inmutable), se asentaba en… la nada. Lo pasado, su pasado, se confundiría con el abismo luminoso del presente que dejaría atrás al morir cuando él se sumiese definitivamente en la eterna y definitiva oscuridad.

¿Qué podría definirle a él? Se lo preguntaba desde la más tierna infancia allá en su patria…:

Anda ligero El Joven Elegido hacia el primer bar que le salga al encuentro.. El aire cálido y extraño para la época parecía cargado de una promesa, presagiar un encuentro afortunado, definir de una vez por todas el significado de la vida… Hasta las sombras de las ramas de los árboles mecidas por esa brisa prometedora dibujaban buenas nuevas sobre las aceras…: pues así volaba sin alas el pensamiento de Boceto, el Pensador, así de lejos llegaba sin mancharse las manos: después de dos millones de años, todo iba a saberse, el porqué del big bang y el porqué de la muerte, y él, sólo él, iba a ser el beneficiario de aquellas tremendas revelaciones. Se adentra en la confortable opacidad del local. Toma asiento frente a la barra. Se acabaron los enigmas: he ahí la revelación.

Camarero, otra de lo mismo.

¿Y qué es lo mismo, amigo?

(Ya aprenderá, confiemos en ello, alguna vez.)

Brell se le quedó mirando estúpidamente, sentado pero ahora ya con los pies en el suelo, corrido, con la copa vacía en la mano. Una vez en la tierra, de vuelta de su excursión sideral, y explicado su deseo lo suficiente para las entendederas del barman hijo de la gran puta de Babilonia, reanudó los tragos un poco sombrío, en completo silencio, envuelto por la sugerente y perfumada penumbra del bar decorado con sumo gusto y confort para que gente como él, humillado y anónimo, solo, engarzase las copas y dejara dormir plácidamente el pasado y hasta el presente pensando en el futuro, que es nada.

¿Qué recuerdas de tu niñez?

La niñez de uno sólo existe para los demás: tú sólo eres un niño.

Yo era un niño mentiroso, lo cual acrecentaba mi ego hasta niveles peligrosos porque entonces una mentira podía engañar incluso a los más listos y mucho más mayores que tú si eras lo bastante hábil para aparentar credibilidad.

(Su padre:

En realidad, no era mentiroso. Era un niño extravagante.)

Su otro yo:

También es un tipo no exento de ciertas cualidades sin duda notables. Puede decirse de él que sólo bebió una coca-cola en su vida, la primera, que dejó sin acabar, a los diez años, y no le gustó su sabor sutil, encubierto, a medicina. Nunca más volvió a probar el brebaje de mister Pemberton, su inventor, que murió morfinómano y en la miseria: se lo tenía merecido por haber inventado una droga cuya misteriosa mezcla entontecía a los demás pueblos inocentes de la tierra y ha favorecido, cual alevosa avanzadilla en forma de vistoso botellín y dulzón contenido, la expansión colonialista del imperio hasta nuestros días. Y el tipo tampoco es nada proclive al engreimiento: se conoce de sobra, especialmente en lo malo, así que jamás pudo soportar sin una expresión de asco infinito en la cara de los otros la vanidad, la soberbia, la altanería o la inmodestia, que le inspiraban un desprecio muy cercano a la... lástima: regocijaos en vuestro sepulcro, nadie os discutirá, todo oscurito, todo silencioso, qué grandes sois, gusaneras. A la mierda, genios.

Piensa en su madre, pero como un personaje prescindible, puesto que la piensa recalada y sólo visible en aquel tiempo cuando él era adolescente y no cuarentón, real, lo que es ahora y no antes, piensa en aquella mujer inscrita en una página amarillenta de la memoria de muy atrás.

Los hijos Gay, el hermano gemelo de ella, muerto siete minutos después de nacer, un muerto azul (tu hermano se puso azulón encima de la cama aún colgándole el cordón umbilical y en seguida se murió) dejándole el campo libre… ¿Eran inocentes?

2006, septiembre: adiós, mamá.

¿Quién eras?

Eras lo que yo te quería.

Eras lo que yo imaginaba.

Eras lo que yo recuerdo.

Eras lo que hoy maldigo.

Aquí, el cenutrio de mi hijo…, 

Aquí, el cenutrio de mi hijo…, (dijo el padre inmisericordioso).

Boceto fue  el único que quedó junto a él hasta su muerte, así que fue diana insustituible de los dardos previsibles de su sarcasmo.

Tenía, a veces, los ojos preguntones; siempre, insolentes.

Qué distintos a los oscuros y profundos de Laura, a la inquietante mirada de Hanna.

Un poco bruja (la bruja de tu madre). (Tu madre… No dudaría ni un segundo en despedazar a su hermano y con los trozos dar de comer a los monstruos de sus pesadillas con tal que no la persiguieran en el viscoso mar del sueño, la angustia, el mellizo.)

Él, el viejo (no tanto entonces, 1975, 55 años) Brell la engañó con una pérfida tesinante de 25 años, flor perfumada y entreabierta de una noche. Bien caro pagó la ocurrencia y el delirio de cincuentón de abrirse paso entre aquellas piernas juveniles (y vengadoras, haría pública aquella triste fornicación como mejor ejemplo de una maldad gratuita). No se lo perdonaría su (en el fondo) nada santa esposa que aguardaba paciente y discreta el momento hacer de las suyas, esta penélope sumisa ahora de rompe y rasga, vamos, mujer, aplaca tu ira, serénate por tus hijos… Imposible es el perdón donde hay dolor, acudid, acudid, diosas vengadoras del crimen, de crueldad estoy repleta, muerta de odio, sólo el rencor anima el silencio, disfruta el lento crimen, no te precipites dolor: mío es un día, del tiempo acordado nos servimos.

Les matas y sin embargo les amas… ¡Triste de mí!

Pero has de huir, enfréntate a lo que eres.

Toma, ahí tienes a tus hijos, tú.

Pues, huye, tú. Allá te las compongas, hija de puta.

Jaula abierta, pájaro muerto.

La madre (también los justos, pecan, y lo pagan) y esposa despechada antes que el hades y el averno optaría por el siglo y sus corrupciones: a los cincuenta años, sin el lastre de una familia venida a ella como de la sorpresa pero sobre todo como de la nada, se subió unos centímetros el borde la falda (tenía unas bonitas piernas), volvió a pintar (no había cogido un pincel desde que se gradúo en el viejo caserón de San Carlos) sin ínfulas, sin mayor pretensión que conseguir algo de dinero y vivir de ello sin dedicarse al fastidio de otra actividad: pintaba atardeceres o amaneceres, ningún otro motivo concluyente y burdamente anecdótico como el día o la noche. A lo largo de esa etapa inicial sería su único repertorio. Una genial reiteración. Los vendía bien aquellos cuadros de un cromatismo lánguido, de sutiles transparencias, como visionados a través de delicado tul. Más creativa que inteligente, en 1985, sin embargo, se aleja de esa temática ya consagrada y reiterada y da comienzo a una serie de naturalezas muertas y bodegones resueltos siempre en blanco y negro, muy definidos en el aspecto formal, que chocan por la audacia estilística y el desdén con que se ignora el colorido típico llamativo o tenebroso del género. Empieza a adquirir fama en el mundillo artístico local y, luego de ampliar al doble las medidas de sus lienzos y sustituir el simple marco de listones de madera vista por marcos más decorosos, tras dos o tres exposiciones exitosas en galerías madrileñas de menor recorrido financiero, pasa a la cuadra de Juana Mordó a la par que la Malborough en asociación con ésta auspicia su entrada en el mercado internacional. A partir de entonces su carrera artística queda bien afianzada, especialmente cuando en Art Basel su obra es comprada por varios museos privados norteamericanos alertados por aquella figuración que parecía reanudar la tragicidad y dramatismo tan presentes en el arte español desde los renacentistas y los barrocos. Muy pronto, sus cuadros en venta sobrepasan con holgura las seis cifras. Lo siguiente ya carece de importancia para nuestra historia: se trata de uno de los habituales montajes inversionistas tan carecterísticos del mercado del arte contemporáneo. Por desgracia, en casa de los Brell era limitada la herencia plástica que dejó la huida: unos dibujos y acuarelas académicos perfectamente prescindibles y un retrato mixto a lápiz y carbón a medio acabar y de hechuras casi juveniles, como abocetadas (empezaría a ejecutarlo en pleno noviazgo, seguramente) del patriarca adúltero. Carmen Gay no tendría otras pasiones en adelante que la pintura. Nunca volvió a enredarse con una pareja castradora o simplemente estorbadora. Nunca manifestó el menor deseo de ver de nuevo a su esposo ni a sus tres hijos. En 1988 instaló su estudio en París. Seis años más tarde fijó su residencia en Nueva York, ciudad en la que moriría el 14 de septiembre de 2006, tres días antes de que cumpliera 79 años. Libre ya de la ira, del siglo, del rencor, de toda genialidad…

Ahí queda eso.

La Medea de Pasolini (1969).

JD. y Carlos Brell ya ofrecían cierta expresión de conspiradores durante aquella comida dominical al principio del curso del 71, mediado el otoño, mientras el Joven (Niño) Brell sentado a la mesa entre el papá y la mamá andaba pensando en el postre de natillas con galletas de después y en El Virginiano que iba a emitirse tras el telediario, hinchado como un globo, fastidiado y harto, verdaderamente harto de las interminables cucharadas de sopa de estrellitas que se llevaba a la boca y que ya le salía por las orejas. Sus mitológicos hermanos estaban presurosos por levantarse de la silla y precipitarse a la calle. Los del cineclub de Farmacia, en Conde Montornés, iba a dar un pase (un único pase) del film de Pasolini la tarde de ese domingo. Era una copia  en italiano sin subtítulos, traída de extranjis por un tipo que trabajaba en la biblioteca del consulado estadounidense, no demasiado lejos del cineclub, dos calles más abajo. No hubo proyección. Antes de que se apagaran las luces de la sala irrumpió la policía franquista, se requisaron las latas de los rollos y todos los asistentes, flanqueados por dos hileras de grises que sonreían desdeñosos y amenazadores con la porra en la mano, tuvieron que identificarse a la salida del local con el carnet de identidad entre los dientes. El toque final por parte de las autoridades fue confiscar la taquilla sin despreciar las monedas de cambio, ni siquiera las de dos reales.

En 1980, con desgana al principio (el film que proyectaban después era The go-between, que era el que realmente le interesaba) Boceto vio aquella película de la era del hierro de sus hermanos en una de las sesiones del Xerea. Bostezaba resignado ya en los títulos de crédito… pero enseguida la Callas anudó por completo su garganta de recién veintiañero durante todo el visionado. Lo dejaría clavado en la butaca, casi sin pestañear. Lo dejó hecho un trapo. Le costó reponerse en el entreacto, bajaba la vista a la moqueta azul del suelo temeroso de su turbación.

Hundiré el hierro donde te esfuerzas por esquivarlo, pues te duele. Vete, arrogante, vete a alcobas en busca de doncellas para dejarlas madres.

Ahora ya sabía a quien poner ese nombre maldito.

Ella no dudó en sacrificarme… ella me mató, soñó que se decía esa noche (u otra, existe algo de confusión en su cerebro respecto a ello y desde luego en sus pesadillas).

Aunque, ¿sería ella inocente, su madre, culpables los otros?

Cambia el recuerdo, el pasado es inmutable. En cuanto al futuro…

Tú, máscara, también serás culpable, mas, ¿qué burla harás de lo trágico?

Alto: ninguna intención crítica o analítica.

Tu conciencia trágica se disipa en el alcohol, y acaso en la ensoñación embustera de ti mismo. Te redime tu lucidez destructiva. Tu grado de tragicidad es tan mínimo que basta la sugestión mundana para sumirte en el placer y la trivialidad. No hay grandeza en tu vida, pero tampoco ambición. ¿Eres la sombra de un hombre?

Pues bien, soy la sombra de un hombre.

Antes de pensar mortificado en la huida de tu madre, cavila sosegado en la escapada de tu padre de aquella, de ti, de tus hermanos, del mundo, con la sonrisa suave, con el desapego ultrajante, a la chita callando, como se hace de verdad el daño.

Nadie es culpable.

Todos somos culpables.

El  mundo es culpable.

Dios es culpable.

¿Tú crees en Dios?

Supongo. Alguien tiene que ser responsable de toda esta capa de sangre y mierda que ha cubierto el planeta desde el instante sagrado de su nacimiento.

¿Responsable? Culpable, querrás decir.

Sí, eso es… culpable.

Transcurrían los años. Todo parecía obedecer a unas leyes inmutables, inviolables, irrefutables, acomodaticias al auténtico carácter de los Brell.

Quiero ser artista.

¿Artista?

Es mi destino. O escritor.

¿Escritor? Hombre… Mejor profesor.

¿Profesor?

De universidad.

¿De universidad?

Nada de riesgos.

Así que… ¿Historia del Arte?

Eso es perfecto.

Bueno…

Pues, adelante. Ya les contará él a sus futuros alumnos de qué va el asunto. Se van a enterar.

Itinerario a seguir por el profesor aún no en ciernes:

Licenciatura

Tesis doctoral

Proyecto docente

Profesor titular

Nómina de por vida… y a pescar cotufas al golfo.

Se trata de un diseño vital sin complicaciones, sin sorpresas a la vuelta de la esquina. Protocolo al canto. A vivir, que son dos días.

Nada que objetar:

Os hablaré de Goya…

Pues sigue tu camino, profesor.

¿No es el mundo un círculo? Ve tras tus espaldas anchas y ahora bien guardadas.

Camino de la Literaria (alguna conferencia, una exposición, un acto en el que dejarse ver) compra magníficas rosquilletas en la tahona de Tertulia, estrecha bocacalle de la calle Comedias (no mucho más ancha a decir verdad que la otra).

Cerquita, cerquita de la vieja y muy noble universidad.

A la sombra del noble bronce de Axa, medita sobre Europa y su excitante peregrinar.

Debería largarme de este país, piensa.

Y pasea por el claustro secular con las manos entrelazadas a la espalda, como simio meditabundo.

Respecto a hoy, ¿cómo andamos de melancolía y niveles de serotonina?

Todo aceptable. Salvaremos el día, don Luis Vives.

La euforia y el pesimismo anda a la par hasta que mezclan y nace la angustia, una ansiedad mala y la certeza absoluta de la inutilidad de todo:

Esta copa está vacía, tío.

Escancia, cobarde.

El  mundo se llena de colores, de ensoñador sinsentido. Sólo así, sólo así…

Sueño: todo lo que escribía se encuadernaba con tapa de madera recubierta de cuero y se exponía en los escaparates de las mejores joyerías de la ciudad.

Bastardo ¿te has convertido en un comerciante de sueños, de futuros…?

Durante un mes estuvo alimentándose exclusivamente de tallos de apio, vasos de leche y huevos benedict. Miraba árboles. Se acostaba a las nueve de la noche. Callaba. Fue su particular Walden.

(Como al otro, le duró poco.)

Para nada servía la escapada de uno mismo para llegar al otro que era él mismo.

Tenía dinero suficiente para comer en restaurantes de moda cuantas veces se le antojara, viajar por Europa durante los meses de vacaciones del verano y cambiar de coche cada cinco años. Todo eso bastaba para que, en cuestiones culturales o de mero barniz intelectual, se convirtiera en lo que año tras año iba percibiéndose en él a simple vista: cada vez encarnaba mejor la figura del tipo vulgar y prescindible, aunque indiferente (pero nada discutidor: sobre mis espaldas, nada) al asunto del mundo.

En sus clases no era raro descubrir en la manada de sus alumnos un rostro transfigurado por la música de tres al cuarto que expelían silenciosamente para los demás los pinganillos clavados en los oídos en lugar de escuchar sus fantásticas (sic) disertaciones. Se resignaba, nada censuraba, los jóvenes siempre tienen razón (Mahler a Schoenberg,  circa 1907). Pero ¿acaso soy yo Mahler?, ¿es alguno de estos Schoenberg?

A la mierda con ellos, los genios. Estáis todos aprobados.

(Ya les suspenderá o aprobará la misma vida, sin necesidad de verdugos intelectuales, y los precios de las mercaderías diversas con las que puedan engalanar o alimentar su existencia.)

El que no cuenta mentiras disimula, que es mucho peor porque traiciona la buena fe de los demás valiéndose de lo más noble: el silencio.

Entreabrió la puerta, allí estaba su cara de payaso sin maquillar, sin disfraces, pero que nunca iba a producir risa a nadie como no fuera a un maldito farsante como él. Dígame, distinguido profesor, puesto que...

Se crean alumnos… ¡como algunos malvados psiquiatras crean pacientes!

La resaca le hacía a la mañana y sus cosas parecer irreales, y como un liviano decorado se mostraba a sus ojos doloridos bajo una luz como de duermevela, una desfalleciente claridad monótona y extrañamente silenciosa. La inmensa jaqueca, una vez en la calle, no era capaz de lanzarle contra el primer autobús que apareciera en su camino: cuestión de media hora y listo, a bregar.

En alguna novela comprada por sus hermanos, probablemente propiedad de Carlos (unas iniciales B. G. –JD. nunca fechaba sus adquisiciones- junto a una fecha, 12-5-1973, así parecía corroborarlo), que había leído como por descuido, como sin ganas, pero que había llegado hasta el final atraído por el dialogadísimo relato de una ristra de sucesos anodinos y reiterados engarzados página tras página a través de un realismo y objetividad impecables e implacables, definía exactamente el tipo de individuo (y sólo un individuo) que ya empezaba a considerarse a sí mismo: Estaba comprobado, una vez más, que sólo se puede convivir con quien se ama verdaderamente, con quien se conoce, se respeta y se protege. Con uno mismo. ¡Rareza otro gemelo del mismo avatar!

¿Estaban locos sus hermanos?:

¿No es evidente que estas condiciones de privilegio llevarían a la población a desear con todas las fuerzas de su alma entrar en la escuela secundaria? Juzguen ustedes mismos: en primer lugar, se les permitirá contraer matrimonio. Cierto es que, según las leyes actualmente en vigencia, no se requiere tal autorización (de las autoridades). Pero tengan en cuenta que se trata de estudiantes que, si bien es cierto ya alcanzaron la edad de 25 años, aun así son estudiantes. Si a los estudiantes universitarios no les permite contraer matrimonio, ¿podrá consentirse que lo hagan los estudiantes secundarios?

¿Estaban locos sus hermanos…?:

Si no existiese esa división, la "organización armada espontánea de la población" se diferenciaría por su complejidad, por su elevada técnica, etc., de la organización primitiva de la manada de monos que manejan el palo, o de la del hombre prehistórico, o de la organización de los hombres agrupados en la sociedad del clan; pero semejante organización sería posible.

¿Estaban locos sus hermanos?:

El capital dedicado al tráfico de mercancías, en la medida en que exista bajo la forma del capital mercantil y mientras exista bajo esa forma considerando el proceso de reproducción del capital social global, no es, evidentemente, otra cosa que la parte del capital industrial, existente aún en el mercado y empeñado en el proceso de su metamorfosis, que existe ahora como capital mercantil y funciona como tal. Por lo tanto, es sólo el capital dinerario adelantado por el comerciante, exclusivamente destinado a la compra y a la venta, y que por ello jamás adopta otra forma que la del capital mercantil y la del capital dinerario, y nunca en cualquier circunstancia la del capital productivo, permaneciendo constantemente encerrado dentro de la esfera de circulación del capital; sólo es este capital dinerario el que hay que considerar ahora con relación al proceso global de reproducción del capital.

¿Estaba loco su padre, el hijo sabiondo del doctor Veneno?

Pensaba en esa hora crepuscular de jubilado gris, tirando a negro, que ojalá hubiese sido un tipo corriente casado con una mujer corriente con un trabajo corriente (ahora bien, ¿existen las mujeres corrientes?, ¿existen los trabajos corrientes?, ¿existen de verdad los tipos corrientes?). El fracaso hubiese sido el mismo, pero él nunca se habría dado cuenta de ello, nunca se le habría ocurrido calibrar la certeza matemática de la muerte y, mucho tiempo antes que ésta llegase, lo que era peor todavía, a padecer la fatiga y el aburrimiento de las horas implacables en su fluir a la nada. Fracasado e ignorante la conciencia se bastaría a sí misma, silenciosa, inerme e inofensiva, encerrada quizás en el estómago o ya en las mismas tripas o en el intestino grueso y subiendo hasta el mismo cerebro no asomaría sus babas a través de los ojos recordándole en todo instante su identidad y sus fiascos, no le condenaría de por vida a estar conectado a una realidad hecha de sobras, de material inútil, de ilusiones, lejos de las verdades platónicas, de la luz inocente sin mácula humana, reveladora.

En un siglo de saberes incipientes y prodigiosos, como todos los siglos han sido, vivía envuelto por los fuegos fatuos y la vana palabrería de las tertulias sabiondas de la caverna, en cuyas rojas paredes se dibujaban trémulas por el vaivén de la luz de la hoguera las fantasmagorías producidas por unas llamas caprichosas pronto fenecidas ante el nevoso invierno eternal que ya se cernía sobre todas las cosas, pero por encima de todas esas cosas y de esos humanos que le rodeaban, sobre él mismo. Y para siempre. Y ni siquiera después de su muerte habría un buen Gabriel Conroy, aún con los ojos llorosos, que imaginara caer los copos de nieve sobre su tumba en la fría, silenciosa y negra noche. Estaba seguro que en menos de diez años no habitaría en el recuerdo de nadie y que su nombre cincelado en la inútil y estúpida por arrogante lápida del cementerio sólo sería polvo, meros rasguños en una piedra que en la inmensidad del tiempo del cosmos no tardaría en volver al barro hecho de la materia de agua y de aire que siempre había sido. Una llama tenue y efímera.

Versiones de Peggy Sue.

Pasado de moda, como los cigarrillos mentolados.

Lo único que parece inmortal es la moda: con tantos disfraces como la muerte tiene.

Otros tiempos, otras maneras de moda.

La frase más aplaudida de la semana del buscador Google: Busco tutorial para comer coño.

¡La Hostia Consagrada! Cuanto solitario. Cuanto novato. Cuanto necesitado del… Auxilio Social: agacha la cabezota, afila los labios, saca la lengua y empieza.

Algún derecho de autor percibía Brell el Viejo, aunque su estatura de escritor, que siempre fue mediana por escasamente creativa, correcta y convencional, decrecía más de dos tercios (quizá mucho más de dos tercios) cuando en el mes de marzo de todos los años recibía de la editorial local en la que publicaba (había publicado años atrás, en realidad) el balance de un fracaso, la constatación de su liviana condición de escritor sin éxito y sin dividendos en la actualidad. Ni siquiera alguno de sus libros de texto, antaño celebrado, escapaba al olvido.

Brell el Joven Onanista y Escritor Incipiente: Rebuscaba de nuevo en los arcones librescos paternos en busca del pecado: no dejó pasar ni uno de los contenidos en el doméstico catálogo del Index librorum prohibitorum: mañana mismo daría comienzo a La bête humaine, el elegido en esta ocasión, con el fin de practicar la traducción directa del francés en esa prosa bastante llevadera y sin complicaciones, al contrario que sus toscos pero retorcidos personajes oscuros y laberínticos, inaprensibles, atormentados, violentos y pasionales accionados por móviles nada descifrables por el descontrol de sus abruptas y rabiosas decisiones… Durante las semanas siguientes debió más de una polución nocturna a la liante e impenetrable Séverine.

Aunque muy pronto descubriría escondites mucho más pródigos en asuntos de lubricidad. Entre otras cuestiones.

Ejemplo y modos de la conquista -en realidad iba a constituir en un principio un manual sobre el arte original precolombino e inmediatamente posterior a la conquista- fue su primer plagio, saqueaba aquí y allá en las decenas de opúsculos y libracos sobre la leyenda negra española, desde Las Casas, la Apología de Guillermo de Orange y las Relaciones de Antonio Pérez (a) Rafael Peregrino hasta la mastodóntica y polvorienta literatura basura del siglo XIX europeo y las furiosas diatribas de un desatado, torticero y ridículo Herbert Read en el siglo XX que obviaba los latrocinios, roturas, despojos y robos británicos y franceses que albergan y prestigian las ladroneras del British Museum y del Louvre. Se cansó pronto ante la risita conejil de su padre. Su segundo plagio versaba sobre el lenguaje de las manos en las tablas góticas del siglo XV valenciano: la víctima fue uno de sus compañeros y su trabajo de tesina. Cuando se percató que plagiaba a un tipo tan ignorante como él en esa materia, apartó de sí con cierta repugnancia los folios que más o menos disimuladamente expoliaba del otro plagiador. El tercer plagio ya entra de lleno en la contemporaneidad: perpetúa el Klee de su progenitor, una coartada como otra cualquiera de darse importancia: retoca, reescribe, corrige, engarza aquellos millares de páginas inacabadas, bosquejos, notas y manuscritos, mecanoescritos, análisis, comentarios, interpretaciones, apuntes biográficos, documentos, glosas…

Y ahí lo tenemos en la actualidad (mano sobre mano): Respecto al Klee…, suele iniciar algunas conversaciones. Pero pronto se cansa también de manosear el tema principal de su vida que fue el tema principal de su padre.

Alguna tarde, alguna noche, teclea algo (brumoso a causa del alcohol, frío por la bruma del amanecer, entre brumas siempre):

… que alude a Séneca, flor venenosa…

¡Qué diablos! ¿Flor venenosa?

… y en 1922 trabaja en una Teoría del color que fuese algo así como la piedra Rosetta que desentrañara los laberintos y jeroglíficos cromáticos engendrados por la emoción, el temor, la angustia, pero también la exaltación de la vida, sus dones preciosos, la alegría de vivir…

Versátil, con un profundo sentido de la técnica pictórica y un criterio conceptual amplio, sin barreras…

En 1935 se manifiestan los primeros síntomas de esclerodermia…

1934: encuentro con Kirschner.

1906: (Va… ¡y se casa!)

Así que Klee…

¿Y qué puedo hacer si la realidad de la conciencia es múltiple?, escribe en el margen de un papelote (que no tardará en extraviar).

Todo: evanescente.

¿Cómo hilarlo?

Inevitable tapiz… ¡la época!

JD. …, parecía tan irreal, ausente, y era a la vez sanguíneo, rotundo, telúrico.

Y a ti ¿qué te importa?

¿Qué te importa la guerra que venció a tu hermano Carlos, el brutal desparpajo con que le desarmó y lo mató?

¿Qué te importa el miedo, el renunciamiento y el desprecio final que JD. sentía por todo hasta que desapareció y se dejó sepultar por una vida en la que el mero existir sólo sería el día soleado, silencioso, mineral, y el aire, y el agua…? La luz, sobre todo la luz…

¿Qué te importan las guerras del mundo?

Qué te importan las guerras del pasado, las de ahora, las de después?

¿Estaban locos sus hermanos?

De remate:

Ahora bien, en la transición del capitalismo al comunismo, la represión es todavía necesaria, pero ya es la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los explotados. Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión, el "Estado", pero éste es ya un Estado de transición, no es ya un Estado en el sentido estricto de la palabra, pues la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los esclavos asalariados de ayer es algo tan relativamente fácil, sencillo y natural, que costará muchísima menos sangre que la represión de las sublevaciones de los esclavos, de los siervos y de los obreros asalariados, que costará mucho menos a la humanidad. Y este Estado es compatible con la extensión de la democracia a una mayoría tan aplastante de la población, que la necesidad de una máquina especial para la represión comienza a desaparecer.

¿A qué esas modas?

Le miraba con lástima:

Lo más caro no siempre es lo mejor. (La moda.)

El otro le miraba a él con desafío:

Pero lo más barato casi siempre es lo peor.

Le gustaba vestir informal… pero caro.

¿Que va a ser el dinero un problema?

El espejo es tu personalidad.

Y la canción de moda, la colonia de hierbas, la milanesa de oro en la muñeca derecha.

Oye, JD., estas botas están hechas para caminar.

Huye y huye esta especie de árbol, silencioso, sin volver la vista atrás.

Carlos, querido, cuida tu garganta, decía la madre consciente de las flaquezas del otro primogénito: mantén a salvo el cuello. Vigila las corrientes… (¡de la época!) Carlos había sido un niño tosedor, siempre con bufandas, garganta de cristal, ojos de agua.

Nacho Brell, todo un pincel con acné, pantalones vaqueros blancos, cinturón de piel negro, niqui azul celeste, mocasines marrones, que ansiaba la épica motocicleta, que se moría de ganas de ingresar de una vez en la universidad, de comerse el mundo, de…: se cumplió el destino y, naturalmente, se acostó con la sirvienta (o ella con él: 23 años, ella; 16 años, él). ¿O habría sido una venganza contra su madre recién huida, contra todas las mujeres…? Vaginas inevitables, codiciables…

En todo caso, a Nacho, espigado jovencito de mirada tranquila y equívoca, de maneras suaves, flequillo en onda hasta las cejas, las hormonas le salían por las orejas.

En el transcurso de veinte días una servidora le hizo 32 felaciones al señorito, y todas eyaculatorias, disparadas a lo más hondo de la garganta, a lo más hondo.

Manual del perfecto cabrón: Boceto, adolescente canallita que aún no sabe ni lo que es, en el momento del éxtasis: ¡zúmbale, zúmbale todo….!

Manual de la perfecta cabrona: desangremos al señorito hasta dejarlo en los huesos, jódetelo y déjalo seco, y de paso, chica, no seas tonta, córrete hasta quemarte de gusto…

De repente, ha pasado un año. Qué cosas. Verano del 77.

Buen título para una película. (Lo hubo, aunque no con esa fecha exactamente: años más tarde durante un pase televisivo él se enamoró en seguida de la fascinante, dulce, maravillosa y comprensiva Jennifer O’ Neill).

Bien aprendidas las lecciones impartidas por la catedrática de sexología y mandil con olor a lejía y las manos apestando a cebollas tiernas, maestra concienciada e infatigable, Proyecto de Boceto anda al acecho por la playa de la Malvarrosa bañada por un sol mediterráneo que acaricia con su tibio aliento la piel tersa y brillante de los bañistas. Desde hace dos días, dos tardes y dos noches nuestro joven sufre de un priapismo torturador. Sus sesos son un inmenso coágulo licuándose que se desborda de sexo hirviendo, casi líquido ya. Pero… el aire de la mañana es grato, todavía no sofocante, la brisa marina hechicera, olorosa y suavemente narcótica, como hecha materia brotada del mar verde y azul  a la vez que de la majestad limpia y matinal de un cielo diáfano: convoca mil y una sorpresas. Ha encendido un pall mall y a la primera y profunda calada se siente todo un donjuán, notando la picha aunque morcillera ya en posición de asalto bajo el meyba aún cubierto por el pantalón bien planchado del verano: ahí va nuestro héroe dispuesto a la conquista de las indias cachondas. Los ojos depredadores descubren a través de las ray ban la presa a abatir: una inglesa con aspecto de gamba cocida. Se acerca hasta ella a pasos lentos, aristocráticos, sin que las plantas de sus mocasines blancos e impolutos levanten ni una partícula de arena. A un costado de la víctima elegida, The Sun (de ahí la nacionalidad pronto revelada de la avistada) y un libro de bolsillo (Barbara Cartland, Love’ evil) con la portada de colores chillones junto a una amplia bolsa amarilla de playa. Acostada decúbito supino sobre la toalla de cuadros multicolores, tiene las piernas alzadas y entreabiertas al sol, la cabeza echada hacia atrás, cerrados los ojos. Aún no en los treinta, pero casi. No le hizo ascos nuestro seductor aún menor de edad. Esas son las mejores, sabias, algo ingenuas sin embargo, incansables. El biquini de un espléndido blanco realza una figura magnífica. Los muslos separados dejan ver en la juntura de las ingles el pliegue de la vulva bajo el mínimo tejido de la braguita. También él es una pieza apetecible para las treintañeras, la de cosas que se pueden hacer con él, cuanto deseen, jugar con su boca fresca y jugosa, limpia, trastornarse con su cuerpo esbelto y adolescente, terso como el desnudo mármol griego, propicio para cualquier perversión imaginable hasta dejarlo chupado (literalmente) del todo, hasta saciarlo sin melindres, pues lo han enseñado con presteza, se ha revelado como el alumno más aplicado y lúbrico tumbado en la mesa de la cocina, al lado de los montones de verdura, tan natural como un buen un salvaje, hace y se deja hacer.  Él ha aprendido rápido, sin necesidad de manuales colegiales y breviarios del estilo de Tong-Hiaun-Tsen. Apenas una hora después, en la habitación de un hostal oscuro del Cabañal, debajo del cazador, la hembra de olor poderoso tumbada sobre su espalda quemada por el sol gemía, le mordisqueaba los hombros, y al principio él no sabía si era por placer o de rabia por el dolor. Dormían y hacían el amor, bebían agua del grifo del lavabo con un horrible sabor a óxido, y así hasta que anocheció, y entonces, por la ventana abierta cubierta de tenues visillos, el aire fresco de la noche, de densa fragancia callejera, una mezcla de piedra y madera seca  y humo aliviada por la brisa proveniente del mar nocturno tan próximo, disipó por fin el espeso interior de la habitación de la tórrida calentura que olía a sudor, a mujer y a semen, a crema bronceadora, a piel enfebrecida, a pelo revuelto, a verano inolvidable, chulesco, juvenil e infinito. A la mañana siguiente, aún con el regusto del sexo jugoso y de la piel de ella en la boca, después de ducharse interminablemente, con un dolor de testículos que le obligaba por momentos a doblarse por la cintura, descubrió en un bolsillo del pantalón un billete arrugado de dos mil pesetas y un número de teléfono y un nombre (Kate) escritos en un pedazo de papel. Depositó el billete debajo de la Historia del Arte de Gombrich para que se alisara, hizo trizas el trozo de papel (hizo trizas a Kate) y lo echó a la papelera. Luego, sin apresurarse para nada, pensando en alguna circunstancia que le excusara de no haber aparecido durante todo el día de ayer por la casa sin mandar aviso, se dirigió al comedor a desayunarse en compañía de su padre al que ya oía carraspear y blasfemar en voz baja arrastrando las zapatillas de orillo por el pasillo curvo.

Un día después, el 21 de julio, cumplía diecisiete años. Años atrás, el hombre había subido a la luna por vez primera.

Enhorabuena, campeón. Su aniversario, en familia, siempre era un aniversario lunar.

Buenos días, niño astronauta.

Buenos días, conquistador de las Américas.

Buenos días, argonauta.

Buenos días, Paraíso.

Este buenos días, el del 77, sería sin mamá, ya volandera.

Qué épocas convulsas: siempre estamos en Sarajevo (1980, 1991, 1997, 2001, 2008), y por ahí anda la mano negra que a todos ha de jodernos.

Es la guerra.

Pobres tiene que haber, y si son tontos que espabilen. No habrá una segunda vida para hacerlo. (Dixit: Eugenia Espina, futura suegra desconocida.)

Así que…famélica legión

La luna… ¿para qué?, dijo uno, todavía incrédulo, anónimo, muerto tres años más tarde sin saber nada de nada.

Baja de la luna, le decía su padre incontables veces.

¿Y los otros?

¿Dónde estaban?

En la luna de Valencia.

Carlos:

Dio un paso atrás en su radicalismo, pero en seguida abjuró del eurocomunismo y su profeta Carrillo, que abogaba por una religión donde todos serían hermanos y cada uno tendría su pedazo de pastel sonriéndose mutuamente y sin perder las buenas maneras mientras daban brincos de alegría en los verdes prados al son de músicas de violín ilustrado.

Devoto de la nada política su bandera, ahora, sería un palo de chopo de tiesura irregular bien alto donde ondearía una tela de saco, una arpillera agujereada y astrosa pintada de negro con una calavera de color rojo cruzada por dos tibias también rojas: la bandera total contra toda ideología. Sólo le quedó la ética, una suerte de pólvora mojada proclive a pudrirse con inesperada rapidez y cuyos efectos a nadie parecían causarle admiración y menos intimidar.