Esos pensamientos no le conducirían a nada bueno (Reflexiona con sosiego, muchacho y anda, si bien no precipites tus pasos por el mundo.)
Pero era incapaz de
pensar con claridad, dominado por la inquietud creciente.
Y allí estaba,
bordeando peligrosamente la nada con una jarra de cerveza (o un aturdidor
Martini) en la mano, Fray Gerundio elucubrando, recordando, desentrañando en
todas las pocilgas existenciales que le afectaban de lleno (e incluso en
aquellas que apenas le rozaban y que en escasísimas ocasiones había puesto los
pies).
Nadie que preconice la
obsolescencia de un medio tecnológico frente a otro más moderno procedente o no
de aquel puede estar equivocado: lo que no evoluciona está muerto aunque se
mueva.
Le regaló a su padre
un ordenador, pues al hombre le hacía ilusión convertirse en usuario de una
nueva forma de escribir que tanto facilitaba no sólo la propia redacción sino
también las correcciones y la utilización de datos (y hasta puede que el
estilo). Típico de su padre, no desembaló el equipo al recibirlo. Demoraba esa
satisfacción (al igual que solía hacer con la lectura de un libro ansiado,
echarse a la boca el ingrediente preferido del plato, estrenar una nueva
camisa…) Al día siguiente, antes del atardecer, murió.
1992: Yo elegiría letras
verdes sobre fondo negro…, había declarado la noche anterior, algo pensativo.
2008: todo sigue negro
sobre blanco. A fin de cuentas, a teclear…
Mira que aguantar a
los tipos del mundo que se acodan en la barra de los bares de todo el mundo
pensando y diciendo las mismas sandeces que se le ocurren igual a todo el
mundo…
Rara vez prodiga unas palabras más allá del saludo
habitual, y no por timidez sino por una absoluta falta de interés hacia el
otro, así que ni siquiera mira de soslayo la oscura figura a su lado después
del buenos días, buenas tardes, buenas noches.
Y (no en el fondo, a
flor de piel) le intimidaban muchas cosas. En realidad todas, hasta él mismo
estando a solas, así que el otro…
Su amigo: Soy tonto,
pero no me gusta parecerlo porque en seguida te toman por tal.
Se imaginaba que entre
ir disfrazado con dolmán, pelliza y botas de montar sable en mano o de
anticuario jorobado con bonete de judío o ceniciento empleado con guardapolvo
de una librería de viejo, sin dudar, y con absoluta sinceridad, elegiría una de
las dos últimas opciones. Soñaba: otros sueñan con dinero, con no morirse nunca
o que gane la Liga su equipo preferido de fútbol.
Ningún punto de fuga
te reclama: se halla en otra dimensión, detrás de todo, lugar impalpable,
invisible, dirigiendo una construcción imperceptible y fue lo afortunado,
aunque tú ni lo supieras, que lo aceptarías de una manera inconsciente, casi obligada.
Fútbol… como la
literatura. Cuestión de ascos o excentricidades. Una opción.
Borges: talento,
genialidad, sabiduría e ingenio utilizados en demasiadas ocasiones más allá de
lo estrictamente literario, sólo como armas arrojadizas para embestir contra
sucesos menudos o hechos intranscendentes. Eso quizá relegue al estupendo
escritor (poeta menor y excelente prosista) a la segunda fila de aquellos
escritores que no tienen una obra que los identifique clamorosamente, sino que
ellos mismos son una literatura, aunque, claro es, en este caso, y por citar
nombres que se valieron de su misma lengua, muy por debajo de Gracián, Quevedo
–éste también sin una obra- y, más
cerca de nuestra época, de los mismos Azorín, Valle Inclán y Gómez de la Serna.
Hacía excursiones a lo
rural. Ah, la madre naturaleza.
Año 2008. En todos los
pueblos diseminados por la sierra a un par de horas de coche de Valencia
siempre hay un hijo de perra ladera arriba, ladera abajo, en la huerta, en el
cercano pinar, en la ribera del río, con una estridente moto-sierra o una
desbrozadora en la puta mano jodiendo la tranquila mañana o el dorado sosiego de
la tarde. Son… otras épocas, muy lejos del seco chasquido de la azada hendiendo
la tierra húmeda o pedregosa, del rítmico chorro interminable del agua de la
fuente, del paso acompasado sobre el empedrado de la caballería de enigmática
mansedumbre, del silbido del viento, el, la, lo...
Nos quedamos sin
excursión.
Ah, aquellas épocas
del cigarrillo egipcio y el arco voltaico.
TV.: ¿Alguna seriecita
de HBO…? ¿Algún documental delirante del canal de Historia?
Coge la tarjeta de
crédito, compra a esa tipa con el culo apretado por el jean el libro amarillo
de Anagrama en FNAC, el bolsillo de Debolsillo o el de Tusquets, compra la
entrada del Lys, compra la cena del japonés de Tossal, compra el mundo, compra
el universo…
Nunca pudo comprender
que algo que no vale nada intrínsecamente pudiera convertirse en una forma de pago universalmente aceptada e
insustituible para poder comer, vestir, leer, follar, vivir en definitiva. Se
lo explicaron (La cuestión monetaria en las organizaciones humanas y sociales…
etc.), y probablemente de la manera más razonable, y él trataba de entenderlo,
pero era inútil: esos pedacillos de papel coloreados y esos objetos redondos de
metal barato estampados con carotas y símbolos, esas tarjetas de plástico
rígido tan inútiles para cualquier cosa (quizás una de ellas para que muchos de
los políticos y financieros que tanto salían en las pantallas de los
televisores esnifaran el perico), le daban tanta risa, una risa irreprimible al
colocar esos objetos en un plato vacío de comida, en el interior de un vaso, al
taparse malamente los genitales…, una risa tonta.
Qué adoraciones…
Toda religión a lo que
aspira, y no demasiado en el fondo, es a que el individuo (no uno cualquiera,
todos) vuelva a andar a cuatro patas y empiece a brincar de árbol en árbol lo
más alto posible sin que se le ocurra bajar al suelo desde las nubes.
Lo que te pasa, le
había dicho su padre un mes antes de morir ante sus males imaginarios, es que
no tienes hijos. No tienes ni siquiera uno. (Con lo poco que cuesta hacerlos…
hasta el más tonto lo consigue.) (Lo repetiremos más adelante.)
¿Le gustan a usted los
niños?
Crudos, no.
Y sin embargo, ahora,
Paula busca el embarazo, le suplica a él que la anegue con sus pobres y
alcoholizados espermatozoides. ¡A estas alturas!
Quiere no un hijo…
quiere colmar una ansiedad, un perentorio atributo, el Gran Icono: puedo ser
igual que las otras, esas conejas de rostro risueño paseando por el parque con
sus larvas a cuestas: en este capítulo de mi extensa biografía, se dice la
guionista, voy a ser mamá; después, ya veremos…
Porque la edad, ah,
los años malditos: para disimular las arrugas, querida, has de aplicarte un
mejunje de harina de habas mezclada con caracoles secos al sol y luego
debidamente pulverizados.
Ah, Ignatius, ignatius, ignatius…
¿Me lee usted novela
moderna?
No sabría decirle,
pero considero muy seriamente el Canon.
El canon del
flemático, gordo, colgajoso y viejo sectario judío estadounidense lo encontró
plagado de afirmaciones prescindibles y obviedades literarias (salvo alguna boutade de cosecha propia) ya contrastadas y celebradas hacía
siglos: respecto a las obras contemporáneas que registraba como de pasada el
libro canónico, se notaba de lejos que eran listas confeccionadas de oídas por
media docena de listillos auxiliares de su departamento.
¿Ah, sí?, dijo ella.
Ah, sí, dijo él.
Pues estamos los dos
conforme.
Y de ahí a la piltra
de los letrados a tocar el órgano de los pedales bajos, que diría Rabelais.
Sólo me gusta lo real,
aunque sea absurdo o caótico de descifrar y por tanto laborioso de entender, no
lo realista, aunque sea de la mejor ficción y con la mejor prosa. El crimen me
aburre, y todavía más las pesquisas a las que induce; el amor me hace reír, el
sexo dibujado o escrito en una hoja de papel sólo sirve a los onanistas, algo
que dejé de ser a los catorce años (a partir de entonces eran las chiquillas
del barrio las que me la meneaban); y la
desgracia y la muerte las he tenido demasiado cerca debido a mi edad para que
me impresionen como trama o excusa de una novela. (Y, algo más: no he tenido en
mis manos una pistola en mi vida… y tampoco creo que los senos de las señoritas
sean turgentes y no aprendería en todos los años de mi vida la mejor manera de
propinarle a otro pobre tipo un directo a la mandíbula y nunca sería capaz a
beber seis whiskys seguidos en dos páginas sin desplomarme en el primer párrafo
no sin antes haber vomitado en la tercera línea.
(Tal se decía a sí
mismo el lector pusilánime pero honrado.)
Brell echa un vistazo
en derredor. ¡Qué panorama de inútiles, de mendaces, de parásitos!
Loco o borracho,
engañado o iluso, qué más da: mire todos esos infelices, no hacen otra cosa que
vivir de ilusiones siempre incumplidas (peor aún, efímeras) y morir de
cualquier manera más tarde o más temprano. No se fíe de esos locos…, el único
Napoleón aquí soy yo.
¿Quiénes somos?
¿No era esa mujer como
una caja de bombones?
En efecto, tres horas
de charla con ella… y ya no daba para más: se quedaba vacía.
Ser profesor de
historia del arte consiste en buena medida en dar el esquinazo en todos los
órdenes de la vida. La modernidad es la clausura de la sinrazón: nadie está
loco; todo el mundo tiene razón; nadie tiene la razón; todo el mundo está loco.
Una caja de sorpresas. Poca cosa, no interviene en este asunto Pandora.
Paula: Este país,
respecto a sus hombres, lo tiene bastante mal: la mitad son gilipollas y a la
otra mitad les gusta el fútbol. ¿Adónde encuadrar a Boceto? En la parte de los gilipollas. Pero… es su gilipollas.
Se insultan así, para
sus adentros.
Textos que le
recordaban la advertencia de el Dante: Errores
que no son faltas…
Una tía lista… Sólo
veía películas recomendadas expresamente por David Manning.
Un tío listo con la
pasta gansa:
Pan y champán que no
falten.
Uno de los errores más
frecuentes es creer que el arte nuevo es una consecuencia de toda la evolución
artística anterior, cuando no es sino una inspiración emanada misteriosamente
del futuro (que no existe) y propulsada hacia atrás materializada en un
presente que, es su deber, contradice el pasado.
Esa mujer… cada día más mayor, cada día más soltera.
Érase una vez una casita… (Klee).
¡Cómo andamos esta noche!
(¡Pardiez!)
Umbral, para denigrarlo, señala despiadado una chiquillada
de Galdós (Tristana tenía una boquirrita…);
ella, Paula, sin embargo, destaca de entre las miles de páginas escritas por el
canario aciertos y frases felices: ¡Adelante
mujer de los alegres destinos…!
El que resiste, gana, suele decirse en España.
(Respecto a mí, sobreviviente nato: Grau, muchacho, pobre
camarada y alumno agustino desaparecido, soy la mismísima Deinococcus radiodurans…)
A veces no me gusta la
música de una canción, ni su letra, pero me gusta la voz del solista… Lo que me
suele ocurrir con Amy Winehouse.
Soy pintor, dijo el
tipo. Y añadió ingenuo, sin asomo de doble sentido o maldad, perfectamente
serio: Pero un pintor de verdad, pinto paredes, puertas, muros…
Lo repite una y otra
vez a sus boquiabiertos alumnos, y de ese modo los mantiene en vilo el
distinguido profesor de las siete horas semanales, y ríe, ríe por lo bajo, a
carcajadas silenciosas, ríe, ja, ja, ja, ja….
Respiraba clase por todos los poros de la piel (para
entendernos), pero también había algo en ella de ramera, algo que sólo podías
descubrir en el fondo de sus ojos azul marino (por las mañanas, antes del
ardiente sol).
Amar a la alemana, había leído en Mann.
Lo subrayó (a lápiz).
Su padre, todo un
burlón en el fondo, desdeñaba la literatura alemana (no necesariamente escrita
en Alemania) en público, en privado conocía muy bien gran parte de su
novelística del siglo XX –Canetti, Grass, Musil, Kafka, Walser…):
-¿Goethe? ¿Ese no fue
el que descubrió el hueso intermaxilar humano…? Creo recordar que ese mismo
ejerció de óptico en Weimar…
Respecto a Schiller:
tenía complejo de arquero.
Y esas boutades salían expulsadas de la boca
del viejo Brell sin mover un solo músculo.
A un artista puedes
decirle lo que piensas de su obra y de él mismo (es aceptable porque es posible
que te equivoques al enjuiciar a ambos), pero no le digas nunca lo que es.
En esta cofradía
abundan los tipos de esa especie con los que hablas un minuto y ya estás
deseando tener una espada en la mano.
Ciertamente son
novelas incorregibles, perfectas, y ¡que legibles… con el estilo de hace 100
años!
Lo singular en él en
esa circunstancia, que naturalmente podía trasladarse a otras muchas respecto a
su aparente contradicción, es que habiendo recibido una educación católica en
sus años escolares (que no se profesaba en el seno de su familia, otro
contrasentido), lo que debía hacerle pensar en el día de mañana más que en otra
cosa, sólo ocupaba su mente las cosas mundanas y el minuto de después de alzar
la mano pidiendo otra copa o al retirar los billetes del cajero automático.
Tu educación agustina
te ha echado a perder. (Paula.)
Era cierto:
desintoxicado para siempre de la culpa y los dioses.
Prácticamente era
inútil, tedioso y hasta irritante debatir con ella cualquier tema. Trataba los
hechos históricos, sociales, económicos, como si fuesen opiniones reversibles.
Respecto al arte, la televisión y lo que fuere (literatura o cine en última
instancia) no se complicaba la vida: ella tenía razón, y todos los demás
estaban equivocados.
Se reía a escondidas:
en lo que respectaba a él no se equivocaba en lo más mínimo. Él: la diana preferida
de ella en la que acertaba de lleno.
Si dios no está dentro
del cerebro, agazapado entre sus pliegues o mezclado en los sesos, ¿dónde está?
Si está fuera de él, debería verlo, descubrirlo cubierto de harapos o ataviado
con lujo y gran prosopopeya. Sólo me es imposible ver lo que se esconde en el
interior del cráneo que, por lo demás, debe de ser una maquinaria bastante
enredosa, viscosa y tibia y proclive al
error, a los caprichos del azar.
Todavía él en los
agustinos, su padre trató de enmendar los errores iniciales, aunque en el fondo
tampoco le importaba demasiado que el hijo persistiera en ellos, allá cada
cual: Escucha, alumno aplicado, presa delicada de las negras arañas, el alma no
la creó ninguna religión, es a causa de ella que nacieron todas las
supersticiones religiosas y sus castas vividoras y delirantes… Y sobre ese
frágil cimiento, el alma, la conciencia de ser entre otras cosas, se alzan
catedrales y templos, mezquitas y sinagogas de toda clase que amparan tantos
latrocinios, tantas crueldades, tantos crímenes, todas las estafas políticas,
sociales y económicas que puedas imaginar.
Sonido limpio de las
cuerdas de una guitarra… como la línea clara de los tebeos. ¡A buena hora,
mangas verdes!
Qué extraño (e
inevitable) viaje el de la vida a la muerte… ¿La muerte será silenciosa, se
oirá algo (voces, música) al traspasar la definitiva raya roja? ¿O es negra?
La religión es la peor
de las respuestas posibles en cuanto al sentido de la vida y el misterio de la
muerte.
Noche gafada. Todo lo que
piensa: lugares comunes.
Más gafado que el 206
Este de la 63. (Guy Talese)
¿Será capaz de
conducir? Naturalmente, sin manos.
El estilo es el
hombre. El hombre es su coche. Esa elección lo explica.
El primer coche de su
padre, años cincuenta: un escarabajo negro; el segundo: un seat 1500 Bifaro con
el cambio de marchas en la columna del volante; el tercero, un mercedes 200 de
color verde. En el 92, el año que murió, lo había cambiado por un mercedes 500
de color negro. No rodó en sus manos ni un millar de kilómetros. Lo heredaría nuestro pequeño héroe, que con la
llegada del euro y sin parar en mientes lo sustituyó por un BMW 4X4 de un
maravilloso color azul con un salpicadero que le enternecía por su efectividad.
Todo (efectivamente)
es relativo. García Andrade, 4º de bachiller, por entonces. Profesor Titular de
Filosofía por hoy (la cátedra se le negaba, posiblemente debido a su tendencia
a la polémica y a sus frases extemporáneas, el tipo las soltaba maduras).
Terminando el curso del 74, al final de la primavera quizá, pues creo recordar
que la brisa en el patio de recreo era ya muy cálida, perfumada por las ramas
floridas de los árboles que rodeaban el colegio, y la luz parecía tener algo
especial, una claridad y salubridad playeras. Comentábamos el grupo de
escolares el telefilm emitido la noche anterior: era harto fácil comprobar que
en las series de la época, la del blanco y negro de los sesenta y setenta,
siempre integraban en el grupo de actores principales un negro muy aseado,
listo y guapo, de cabellera cuidada, bien vestido a la moda… García Andrade había permanecido callado
durante todo el rato, impávido. Entonces se hizo el silencio y le dirigimos la
vista al unísono, y él abrió la boca. (El susodicho era dialéctico y siempre
solía iniciar el debate con una de sus máximas, reiterada y algo sorprendente:
Bueno, esa es una verdad relativa… como el negro norteamericano, que tira a
marrón.):
Bueno, esa es una
verdad… (Ni un solo replicante: asentimos.)
García Andrade: el
tipo, con muy pocas cosas que hacer, se obliga a coger el coche sin una causa
plausible que lo justifique, y de ese modo cree que está haciendo algo, mueve
el coche de un lado a otro por las calles de la ciudad, como en una misión
secreta, de aquí para allá, sin descanso, por la mañana o por la tarde… Y él,
¿adónde va?
Todo es relativo.
Mira a tu alrededor.
Sospecha siempre.
Esa mujer despide
almizcle por todos los poros de la piel.
Como muchas mujeres
menudas debe ser tóxica en sus relaciones con los demás, enredando a unos y
otros con su caos pequeñito, sus estrambóticos tacones, sus ojillos siempre
exaltados: de la cofradía de las amigas pertinaces de Paula (se le insinuó una
vez en la propia cocina de su casa, pidiéndole un inocente vaso de agua, la
mirada encendida).
Vade retro…
Pieza a abatir:
Le echó los tejos a
una bonita fulana de veinte años y piernas larguísimas, alumna de restauración.
Una mañana, al término de las clases, tomaron una café. Hablaron. Qué remedio,
pensó Brell durante ese inevitable prolegómeno de la seducción, no se abren así
como así esos muslos interminables invitándote a la entrada al templo. Ella
confesó de pronto, sin venir a cuento, que tenía abierta una hoja de Excel para llevar su economía doméstica. Una
confesión letal. A partir de entonces Brell le sonreía de lejos, se escabullía
por las esquinas, la evitaba. A zancadas no me ganas, niña.
El hilo colectivo de la novela,
del discurso…
Necesitas un descanso,
vete al campo (pero no a la tumba que con tus restos abone las tomateras, como
JD. a estas alturas).
Una ridícula escapada
a lo Thoreau (a menos de un kilómetro el restaurante de bistec regado con una
buena pinta de cerveza), sin alejarse demasiado de la odiosa civilización y sus
emplastos reconfortantes. ¡Si el tipo en su falsa cabaña prefabricada hasta
podía oír las campanadas de la iglesia cercana!
(Paula) Sólo con verle
la cara llegas a una conclusión demoledora: este tipo (Brell) es la alegoría
más perfecta de la inanidad.
El hilo colectivo de la novela,
del discurso…
Ahora, la razón axial
de su vida, en torno la cual giraba todo lo demás, se resumía en un propósito grabado de forma
indeleble en su cerebro: Haz sólo lo imprescindible. Así era, en efecto, pero
lo imprescindible aun sin estar exento de cinismo podía ser escribir un libro
que sumara más de mil páginas, escalar hasta la cima una montaña de 4.000
metros de altura o estar encerrado en casa sin salir para nada siete días
seguidos consultando decenas y decenas de libros de la inmensa biblioteca
familiar que ya había pasado a sus manos indefectiblemente.
Más allá de los
cuarenta…
Paula (acechando los
40): edad maldita, entre la mierda y el pastel.
El pasado no llegaba
hasta él en forma de imágenes, sino de sensaciones.
De ella: mirada
fusilera.
Pon manos a la obra.
Siempre hay una excusa
para no hacerlo: el clima, ese dolorcillo en la espalda, preparse un bocadillo
de atún…
Ah, mira este, el
perezoso, ahora se echa para atrás.
(1770 páginas de KLEE…
¡Continúalo, holgazán!).
Alguien le ha
prescrito unas lentes: mal doctor, unas lentes distorsionadas: la realidad
cojea, hasta trastabillea, cae...
¿Qué eras a los
veinte?
El Rey del Mundo.
¿Y a los treinta?
Admitamos un poco de
saciedad…
(Saciedad: abundancia
en todo lo imaginable.)
En 1991 estaba harto
de comer en el restaurante griego de la Glorieta, en el mexicano de la calle
Del Bachiller o en el italiano Piltrafa, compraba libros de importación de
editoriales de Nueva York en el Vips de Marqués del Turia y empezaba a acumular
una impresionante colección de vídeos (VHS), una tercera parte compuesta de sus
películas favoritas, films de auténtico mérito (El buscavidas, El apartamento,
El mensajero, Río Conchos, El espíritu de
la colmena, Al final de la escapada,
Sed de mal…) merced a los títulos que
sus hermanos, bastantes años atrás, le citaban como al desgaire a la caída de
la tarde o al mediodía a la hora de comer en detrimento (homicida sin
miramientos) del otro cine de palomitas.
También posaba
enigmático la mirada sobre sus alumnas de entonces: todas, absolutamente todas,
enamoradas de él, y en ocasiones, alguna gracia les brindaba, les dispensaba
pequeños placeres cortesanos (de cama), favores confería, gracias y altanería
de refriegas.
El mismo año que se
casó con Paula hacía el amor noche tras noche con una chica pakistaní, de paso
por Valencia, que vivía en Brixton (Londres):
Nunca te abandonaré,
le susurraba la india de ojos verdes con el aliento cálido y estremecido al
oído… una semana antes de desaparecer urbi
et orbe.
A los treinta le
gustaba definitivamente (ya no dejaría de gustarle: se acabaron los sueños,
madurar es todo un arte) la universidad, y todavía más la facultad de Bellas
Artes (un absoluto despropósito encajado en la Politécnica) por su amplio y
divertido criterio, porque era inclusiva por encima de todo: el amparo corporativo
se convertía para sus profesores en un auténtico matriarcado, unas alas
calentitas y protectoras que cobijaban no ya la moderada abstención sino hasta
la misma y flagrante vagancia y desfachatez de sus bien pagados docentes en
proporción a su laboreo: siete horas a la semana atados a la noria... ¡Qué
esclavitud para el genial artista que soy!
En Aquel Tiempo podía
ser letal en una discusión, pues él disponía de un arma mejor que la
dialéctica: un desprecio manifiesto hacia aquellos que ponen más énfasis,
incluso violencia verbal, que razones en su argumentación. Y ese desdén lo
traducía su magnífico silencio, la no-réplica.
¿Qué has sido a los
cuarenta?
Dicen que somos
también aquello que no hemos vivido, y esa mutilación existencial, esa carencia
que pudo haber sido parte de nuestra totalidad, quizás unos hechos de
inimaginable riqueza, de experiencias fascinantes, nos acompaña como una sombra
frustrante en nuestro último recorrido a la nada, a la desaparición absoluta, a
la amistad renovada con los muertos.
Están vivos, y yo me
relaciono con ellos como si estuvieran resucitados, como si hubieran vuelto del
más allá sólo durante un tiempo determinado, el que aparecen ante mi vista, y
luego regresaran a la tumba para no aparecer de nuevo hasta el próximo
encuentro (que ya fijaría yo).
El único misterio
verdadero, eternamente ignoto, en la
vida de un ser humano es lo que sucede después de muerto. Todo lo demás,
mientras está vivo, ese ser son cosas
y sucesos que ignora, que sabe a medias o simplemente no los entiende. Todo lo
demás es la anécdota de la muerte, pequeños sucesillos… Todo lo demás, qué
diablos…
Próximo a los
cincuenta…
Los discos de pizarra
de 78 revoluciones de su abuelo el doctor (el otro abuelo, el coleccionista, no
dejó atrás ni un solo disco, era demasiado humano, demasiado pescador), entre
escalpelos y estetoscopios; los cientos de microsurcos de 33 de vinilo de su
padre, diseminados entre miles de libros; las montañas de singles de 45 de sus hermanos al buen tuntún… Los impersonales cassettes
y cedés que empezó a coleccionar él… ¿Qué se hicieron? ¿Qué es el tiempo?
Ahora ya no había
conflictos de los que huir, guerras que librar o enfrentamientos que imaginar.
Ahora sólo cabría esperar el final, creerlo todo, porque todo iba a seguir, mal
o bien, como si nada después de su existencia, debía sustituir las ilusiones
por las pequeñas o grandes trampas que el dinero, la ausencia de cualquier dios
y su inexistente en él temor a la muerte podían ofrecer. Vivir de su cáscara:
en lo que se había convertido.
Mejor que otros, no
obstante:
Qué tipo aquel, Fidel
Espinós (el primero de la clase). El tipo era de una psicología plana y fría
como una lámina de metal. Ese iba (cualquiera sabe adónde) para genio. Aún no
ha vuelto (hay que joderse). Alguna cosilla suya en Facebook, y poco más.
A tu edad ya no
existen rutinas, una especie de protección diaria contra el infortunio y el
paso lento o vertiginoso del tiempo; lo tuyo, amigo, ya es un sistema de vida,
como la respiración o las combinaciones químicas de tu metabolismo.
Digamos
(mayestáticamente) que en su vida diaria (en su vida de todo tipo) prefería el
adjetivo al sustantivo: lo escabullía mejor y dificultaba, en relación a los
demás, su comprensión. Nunca había sido
su aspiración que los demás le entendieran.
Este que anda por el
mundo con la gran joroba de su ego pudiera decir como Wilde que el mundo no
tiene remedio: la mitad no cree en Dios y la otra mitad no cree en mí.
(Un retrato
inclasificable de Wilde en Dieppe tocado con una boina vasca, entre las páginas
de un libro de Paul Morand.)
Recordaba los rondeles
de su infancia, la broma inocente pero irritante reiterada hasta el cansancio.
Ahora todo parecía tener un final… ¡y el diablo sabía dónde había quedado el
principio a esas alturas!
Sabía que no debía
hacerlo, pero lo hizo: Está claro que hoy es el día de las decisiones
equivocadas.
En realidad él es…
como un pasmado: son las esquinas las que le dan la vuelta a él.
La materia mental se
resquebraja, se parte en trozos, trocitos…
Ahí adentro está todo,
lo recordado y lo olvidado, pues todo fue físico, hasta el pensamiento lo es.
Cada generación
comprende un poco mejor el mundo que le rodea, pero nunca habrá ninguna que
complete ese conocimiento, y así será hasta el final de todo, ese es el juego
del universo, darle a cada uno su comienzo. Adelante, pase usted… y adiós.
En el ágora:
El oikos es encerrarte en la oscuridad
anticipando el féretro (la humeante y cálida ceniza sugiere demasiado el aire,
la luz…).
Teoría del número
clave: cada número entero tiene un color (y dentro de
ese color un grado de intensidad, tono, brillo, matiz) y cada uno de ellos
juntos (de una cifra o de… mil) conforma las cantidades partiendo de la
especificidad cromática de su unidad (1rojo,2naranja, 3amarillo, 4verde, 5azul,
6marrón, 7violeta, 8gris, 9beige). El cero inicial es blanco y su casi
inapreciable gama. Conjugar colores, tonos, intensidad: el nuevo lenguaje
prácticamente infinito.
¡Qué devaneos, qué
galimatías!
Comprendió en seguida
que el Rey de Corazones era uno de sus enemigos más declarados: ¿empezar una
historia por el principio y continuarla puntillosamente hasta el final? Eso no
sería divertido, sólo era la vida y la muerte (hola, adiós, buena suerte).
LENIN: hizo pronto su
aparición de la mano (que no le soltaban) de sus hermanos.
La ascensión a las altas montañas.
¡Y si protestábamos con tanta porfía de
ese camino que él propio loco abandona ahora (¡mirad, mirad, retrocede, baja,
se prepara horas enteras para poder dar un solo paso), y antes nos insultaba
con las peores palabras cuando exigíamos porfiados moderación y prudencia!), y
si censurábamos con tanto acaloramiento a este loco y aconsejábamos a todos que
no lo imitaran ni le ayudaran, fue sólo movidos por nuestra devoción al
grandioso plan de escalar esa montaña y
para no desacreditar, en general, ese grandioso plan!:
Está claro, mis
hermanos estaban locos…
Ellos son los
verdaderos alienados, no te dejes engañar.
Se murió el iluminado,
lo enterraron y en seguida se pudrió, y
al cabo de poco tiempo también se pudrió su recuerdo. Una vez muerto,
invisible, su figura y sus hechos fueron tergiversados cuando no totalmente
confundidos…, sólo era una parte (y muy intermitentemente) del pasado de
algunas personas (cada año menos) demasiado atentas a la realidad contumaz de
su presente como para apercibirse de las trampas y arbitrariedades de la
memoria: al morir ni siquiera sabían ya como se llamaba aquel tipo, aquel,
aquella momia…
JD. huía de los
conflictos, un epicúreo no obstante nunca demasiado feliz fuese donde fuese.
¡Pero desapareció! Esa era la cosa… Mucho peor que acabar podrido (a los ojos
de los demás).
Tiempo atrás,
demasiado atrás, era rutinario Brell el Joven aunque no disciplinado, al
contrario que su padre que, a pesar del diletantismo de muchas de sus opciones
intelectuales, no desaprovechaba jamás, día tras día, incluso en los
deplorables y anodinos domingos, las
tres horas de rigor frente a la Royal, o con la estilográfica de las notas en
la mano.
Esa mujer, Paula o lo
que sea, puede influir e incluso determinar tus actos más aparentes, pero no te
asfixia enrrollándose a ti como una hiedra.
Puedes escribir KLEE,
puedes follar cuanto te venga en gana: la compañera perfecta, imparte tus
clases, sé, vive… ¿para qué mentir?
La vida es un constante
estudio, página tras página.
Aprendió pronto lo que
no debía hacer: leer libros de
teoría y ensayo para comprender lo leído
en otros libros de otros autores. Un error mayúsculo: todo libro aspira aun
inconscientemente a constituirse como un fin en sí mismo, a adquirir un rango determinado, reconocible,
incluso valiéndose de la glosa o el análisis crítico de terceras
elucubraciones... que pueden ser absolutamente prescindibles.
Era un caballero
andante, pero menos (o nada) caballero que don Quijote: andante sobre todas las
cosas, triste, figura...
De cuando en cuando
(se había levantado con el pie izquierdo) ponía a sus alumnos en formación: Les
hablaba de Eva Hesse, Jackson Pollock o Vincent van Gogh y, sádico, escudriñaba
las perplejas expresiones en el rostro de esa recua de aspirantes a…
¡profesores funcionarios! (que no a artistas).
Qué dómine tan
travieso. Oteaba el horizonte, consideraba piezas a abatir.
De sus ojos se olvidó
en seguida (¿de qué color eran?), no así de su mirada haciendo el amor (que aún
parecía traspasarle desde el recuerdo).
La vida auténtica es
la que tú vives aunque a ti no te lo parezca y creas que existen otras vidas
más fascinantes y espléndidas que la tuya, que es a fin de cuentas la única
real incluso sin que llegues a atisbar aquella otra que como una sombra se
desliza a su lado y tú ni siquiera te apercibes de ella.
Querido, con tan sólo
un 0,0003 de kriptonita y dos polvos a la semana… para el arrastre.
Luego, la paellita de
marisco en Malvarrosa.
Y el viajecito a
Florencia…
¿Otra vez Florencia?
A Viena…
¿Otra vez Viena?
La escapadita a Nueva
York.
A…
Acababan en El Corte
Inglés comprando en alguna de sus franquicias un perfume de marca, atuendos a
la moda.
Algo digno, en este
sentido, pervivía en él. Odiaba el relativismo, puesto que creía en las
categorías morales o de simples valores humanos. Se reconocía un estafador
moral. No se perdonaba. Soy culpable. Tomaba una copa. La apuraba de un trago.
Suspiraba. A otra cosa. Sacaba la cartera, extraía los billetes…
Se puede vivir siendo
culpable. El castigo final es idéntico para todos, inocentes o no.
Paula comprende
(¿acaso no comprende él a Paula?).
Ella marca los
tiempos.
Vamos tú yo,
compañera…
(La primera vez que
hicieron el amor fue ella la que se precipitó contra él como un tren salido de
los rieles; la segunda fueron los dos al unísono. A partir de entonces, siempre
tuvo la impresión que era él quien hacía
el amor: ella sólo intervenía físicamente,
sólo era los rieles.)
Siempre que dios y el
diablo se juntan sufre el hombre, el juguete preferido de aquellos dos en su
ridícula contienda invisible aunque anegue de sangre el planeta Tierra.
No polemices jamás con
el que piensa que si tiene razón (en lo que sea) su paso por el mundo está
justificado. Lo descubrirás enseguida, sus trazas, el tono, el no de siempre dirigido a los otros…:
su habla enrevesada es
el reflejo inequívoco de un pensamiento azorado por múltiples confusiones e
ideas propiedad de otros, malinterpretadas cuando no intencionadamente
tergiversadas.
¿Cómo puedo tener
razón? Y el viejo Brell lo miraba desde arriba, desde lo alto de su sabiduría.
Reconocía una humorada
genial de su padre cuando era pequeño pero ya con libre acceso a la biblioteca
paterna y a la de sus hermanos. Brell el Viejo le dijo muy serio (y con una
clara intención didáctica) qué libros tenía vedados hasta su mayoría de edad.
Bajo ninguna circunstancia, exactamente
bajo ninguna, debía leerlos. Naturalmente, fueron los primeros que leyó para
secreta satisfacción de su padre orgulloso de su propia argucia (El diablo cojuelo, Moby Dick (en edición completa traducida por De la Serna), Novelas ejemplares, Cañas y barro, El hombre que
fue jueves, Los pilotos de altura,
La cartuja de Parma, El buscón, El club de los suicidas, Guerra
y paz, El retrato de Dorian Gray,
El agente secreto, Vida de Henry Brulard…)
Para rematar:
Ya de pequeño fue
incapaz de escribir con letra ligada. Utilizaba la letra de imprenta
(influencia de su padre, que nunca escribió nada salvo con esa caligrafía),
sólo que, sorprendentemente, al paso de los años, empezó a ligar las letras que
supuestamente debían escribirse aisladas al ser de imprenta. En fin.
En fin. Que diría…
(Cuando una persona dice en fin es
que se ha cansado de pensar… Ya lo dijimos, ¿no?)
Padre…
Dime, mierdecilla.
De adolescente, de
joven, yo soñaba.
Ahora, en plena
madurez, fantaseaba: algunos sueños se cumplen al cabo de los años, pero la
fantasía sólo es una ilusión, un espejismo, una engañifa en resumidas cuentas,
cosa de viejos.
La mejor venganza de
un hombre contra otro (los otros) es ser consciente que el tiempo pasa… para
los dos, para todos.
Siempre respecto a los
otros… Esa visibilidad corpórea del viaje acortándose definitivamente, la carne
apellejándose, la piel arrugada, la colgadura de los pliegues del alma, todo
degradándose, haciéndose líquido, veneno...
Coches de su padre:…
Volkswagen negro (el primero…). Cinco plazas. Todos a la carretera, a la pobre
montaña del Garbí, saturada de domingueros desalmados demasiado cerca de la
ciudad, casi cubrían de mierda (literalmente) y desperdicios sus desgalichadas
y polvorientas pinadas. No volverían otro domingo. A La Cañada, al chalet de
los abuelos. Se acabaron los experimentos.
Uno muere, como un
viejo automóvil… Falta de aceite, falta de líquido de frenos, neumáticos
gastados…
Claro que, y eso era
determinante, le gustaba beber.
Mejor cuando ya
alcanzaba ese estado (solitario) en que pasado, presente y el ensueño del
futuro se entremezclan formando un revoltijo del que nada se puede sacar en
claro: el mejor estado posible, la confusión absoluta, un noser esclarecedor, donde todas las turbulencias quedan sofocadas
por el abotargamiento absoluto.
Voy a dar una
vueltecita con el delorean…
Ánimo, amigo.
Y ponga otra de lo
mismo.
¿Y qué es lo mismo?
(Aún no ha aprendido
que, a pesar de todo, es uno más.)
Entra en el bar un
negro cargado con un panel repleto de relojes brillantes, casi tanto como su
blanca hilera de dientes perfectos (aún). Antes de que le inviten a desalojar
el local (¡a la calle, coño!), interpela a Brell con exquisita educación. Brell
deniega con la cabeza, mudo. Brell no tiene nada que decir. Piensa: Los
inmigrantes. Qué tristeza tan grande. Qué extrañas aventuras las del mundo y
sus peregrinaciones. (Ironía pérfida.)
Uno siempre juzga la
vida de atrás, es imposible juzgar el futuro, y sin embargo… ¡parece ya
trazado!
¿Quién protegió mi
talento? ¿Quién alentó mi diferencia? Jamás encontré protección alguna, y me
fui deshaciendo sin entender lo que ocurría, lo noble y generoso que había en
mí fue haciéndose cenizas, PADRE, y me disolví poco a poco, minuciosamente,
ante la displicencia general.
Elegiste lo que
querías ser. La elección fue tuya. Los demás y sus idas y venidas, los hechos, siempre han sido sólo el
decorado de tu tragicomedia vital, HIJO.
Su padre. Inteligente,
egoísta, callado, precavido, cauteloso, huidizo…
Su padre, que como
buen sabio aleccionaba sin apreturas.
¿Y eso…?, preguntó a
su padre, ¿ese montón de libracos?
Eso es reírse sin
parar:
Vida de Estebanillo González,
Quevedo, Mateo alemán, El lazarillo de
Tormes, Espinel, Rinconete y Cortadillo, Alonso, mozo de muchos amos, Vélez de
Guevara, la Vida de Alonso Contreras…
¿Calvario? Por Dios, con la cantidad de
caminos excitantes que hay a lo alto y a lo bajo de este podrido mundo puedo
descender a los infiernos muy decididamente pero no elevarme al cielo a través
de ningún puto calvario. Sobre mi conciencia, todo; sobre mis espaldas, nada,
que dijo el otro.
No intentes recuperar
tu infancia: no existe ningún camino de retorno, y al evocarla, la ensucias, la
perviertes: nada fue como tu sueñas, o crees (que es peor aún la creencia que
la ilusión).
No haberla podido
enviarla al School of Economics de Londres…, por lo menos.
¡Qué fracaso como
madre!, piensa entristecida doña Eugenia Espina cuando todavía agarraba por el
pescuezo a la hija incestuosa.
Al menos, han salido
románticos, aunque se pierdan, aunque…, se dice estoica Carmen Gay Giner, lejos
de todas las penalidades de los otros, atenta sólo a las suyas, al cielo o al
infierno de sus días.
Ella, Eugenia Espina,
hija de empresarios modelo, con las matemáticas (básicas: las cuatro reglas, no
aprendió nunca a resolver una ecuación de primer grado) metidas en la sangre
como los hemoglobitos…
(Ah, las madres…)
Mi padre, el gran
empresario… (diversificaba los negocios, el dinero gestionaba lo mismo una
empresa de pompas fúnebres que una pequeña cadena (cuatro tiendas) de
charcutería fina.
Su hija, casada con
ese… ese boceto de hombre…
¿No era Dios el que
tenía un plan?
Cada uno desperdicia
su talento a su manera. Incluso cuando lo utilizas al cien por cien sabes que
todo podía haber sido mejor… o por lo menos de otra forma.
¿Y qué está leyendo,
si puede saberse? Una gran lista de libros, porque suele leerlos alternativamente,
y hace bastantes años, cuando aún creía en El
castillo, El hombre sin atributos
o en el Ulysses, leer era como
inyectar en la sangre toda aquella droga capaz de colocarte en las alturas como
el mejor caballo o el socorrido perico y no bajar, no bajar… Ascender a lo
grande.
Entonces era capaz de…
Leía por ser mejor, no
para entretenerse (para eso le bastaba su pensamiento desde que era niño… ni siquiera la televisión).
Tenía un montón de
relaciones inútiles.
Conocía al negro amigo
íntimo de su hermano José David el Negro. Un negro de 25 euros por din-a4 y el
hígado a punto de echarse a perder definitivamente. Así que fue a verle una
mañana anodina de esas ni soleada ni gris que suele echarse a los perros. El
negro vivía en una transversal de la avenida de El Cid, en un edificio de pisos
baratos de los años cincuenta, cerca de la A-3 en dirección a Madrid. La mujer
del negro, una catalana pequeña, morena y siempre malhumorada, había salido
catapultada a su mezquino trabajo y hacía horas que no se encontraba en casa.
No tenían hijos. El negro odiaba a los niños, realmente los odiaba, sin medias tintas. ¿Le gustan a usted los
niños? Crudos, no. Suelo tostarlos un poco en la parrilla antes de comérmelos.
Su mujer, la ambiciosa y perspicaz catalana, auxiliar administrativa en una
sucursal bancaria, aún suspiraba por ascender un peldaño en su brillante
carrera (acaso un peldañito: de conserje había llegado a auxiliar
administrativa y… ¡quién sabe si podría llegar a ser apoderada en alguna
oficina del extrarradio más allá del nuevo cauce!, no pedía tanto, no pensaba intramuros), de manera que tampoco
quería obstáculos innnecesarios.
¿Tiene usted hijos?
No, señora… Pero una
vez tuve un gato y, en efecto, fue una experiencia en extremo interesante de
veras. Yo creo que le amaba, no con una amor filial, entiéndame, pero algo
parecido a como se quiere a los sobrinos, a los primos, a los cuñados… En
fin, personajes de esa calaña.
(Existe otra versión
más repugnante, si acaso: No, señora… Pero durante una época adiestré a una
rata, y fue algo en extremo interesante. Una rata que no se comió el gato, una
rata superviviente hasta que se murió ella sola.)
El cuarto que servía
de estudio al negro era minúsculo y oscuro, atestado de tres estanterías con
los estantes combados a punto de venirse al suelo a causa del peso de los
volúmenes ordenados malamente. Por el estado de la mayoría de los ejemplares y
el descuido con que se amontonaban se notaba en seguida que aquellos libros
habían sido comprados y existían para ser leídos, no para ser conservados bien
alineados para el examen admirativo o hipócrita de los invitados. Una ventana
con visillos grises por el polvo se abría a un patio de luces estrecho y sucio.
Eran perfectamente audibles en ese momento el sonido de un televisor que
parecía brotar de las paredes de algún sitio cercano, quizás de la vivienda de
al lado, y el ruido de platos y
cacharros de cocina que alguien fregaba más abajo y ascendía hasta allí. La luz
mortecina acababa de destrozar del todo el poco optimismo que uno llevaba al
entrar en la reducida habitación, por otra parte abrumada por la espesa
atmósfera y el olor de miles de cigarrillos que durante años habían impregnado
las cuatro paredes. Había una reproducción de uno de los monjes encapuchados y
tétricos con la cabeza gacha de Zurbarán clavada con chinchetas en la pared,
junto a la ventana. Un recordatorio a la disciplina, al silencio y la labor
fructíferos. Una especie de sigue
adelante y calla. La mesa de trabajo con un modesto flexo encendido ya a esa
hora de la mañana, encogido en el extremo de la izquierda, cubierta de libros
apilados y manojos de folios mecanografiados le inspiró a Boceto una grima inmensa. Le recordaba sus trabajos atrasados o
empantanados, su mismo potro de tortura del que huía con la menor excusa a la
hora del mediodía o a la primera copa de la tarde.
¿Qué tal?
Las cosas siguen
rodando, dijo el negro mientras aplastaba la colilla del cigarrillo número 12
desde que se levantara esa mañana.
¿Bien, no?
Podría ser peor.
Desde luego…
Pues aquí estamos…
Dándole a la tecla…
Dándole al asunto…
Para no perder la
costumbre…
Esa es la cosa.
Digámoslo de ese modo.
En fin.
Bueno.
¿Una copa?, sugiere el
negro.
¿A las diez de la
mañana?
El sol mañanero
entibia el largo y aburrido derrotero matinal,
terriblemente gris si uno observaba la ventana que daba al laboral deslunado
también gris.
Después de una pausa
cavilosa pero fugaz (adelante con los faroles):
ambos se encogen de
hombros:
¿Por qué no, Pat
Hobby?, asintió el Profesor titular (doctor).
Eres un buen amigo,
concedió el Negro.
No vas a estar dándole
al asunto todo el puto día.
Por supuesto que no.
Esa es la cosa.
Pues escancia,
cobarde.
Esa es la cosa.
Para sus adentros le
llamaba Pat Hobby al negro, así bautizado más de medio siglo atrás por
Fitzgerald a aquel cínico, chanchullero, alcohólico y desastrado guionista de
los años veinte y treinta, uno de los 4.000 escritores de Hollywood que
sobrevivían con salarios semanales de menos de tres cifras, sándwiches de queso
rancio, mostaza y unas hojas de lechuga y, fundamentalmente, a base de
lingotazos propinados desde el amanecer hasta el anochecer a la petaca de
ginebra oculta en un bolsillo de la chaqueta de coderas con olor a sudado que
llevaría sin visitar la tintorería un par de años.
Aquel mangante de las
finanzas… (Quiso decir magnate.)
Hacia el mediodía se
volvieron realmente locuaces, aunque cierta desconfianza seguía sin disiparse
entre los dos: el negro había sido amigo condicional de JD., y sólo conocido de
ese hermano menor cínico (como él mismo) y vago proverbial y tozudo: a saber
que lleva entre manos.
Cuatro o cinco copas
por barba.
Mundo de mierda.
Todo se va al traste.
Te diré yo.
De un editor catalán: ladrón de mierda…
De un escritor
madrileño: Un auténtico hijo de puta…
De una artistilla
local engreída y trepa: Busca sustituir con la docencia el talento que le falta
para salir adelante con sus cuadros, otra puta cobarde…
De la política:
Deshazte de la billetera, amigo, y esconde los billetes en las tripas del
colchón o en las tuyas propias…
Recíprocamente, ambos
debían de proyectarse el némesis que
cada uno de ellos era para el otro. Bonito espejo.
El tiempo, ese enemigo
invisible del que sólo sabes las heridas que te inflige, las cicatrices de todo
tipo que como estigmas salen a la luz un día, inesperadamente, y las descubres
asombrado mancillando la piel, agrietando la carne...
¿No era Dios el que
tenía un plan…?
Todo esto le recordaba
un poco la atmósfera de El jardín de los
cerezos, ruina, hecatombe, muerte… y a lo suave, a la languidez de una
tarde estática y sofocante de verano, como si nada.
Esa mañana, era una de
ésas. El aire pesaba, las calles de la ciudad se deslizaban líquidas bajo un
sol que acrecentaba su poder minuto a minuto.
¿Qué esperas?
No existen los milagros.
En su vida, ofrenda a
la nada, él mismo es el cordero sacrificial a la vez que el cuchillo
degollador.
Su amigo el negro olía
un poco como a polvo, mucho más que al humo del tabaco. Bien es cierto que su
estudio estaba polvoriento, dejado decididamente desde tiempo atrás de la mano
de un Dios-plumero. ¿A qué iba a oler entonces el tipo? Del techo podían
desprenderse en cualquier momento los hilos viscosos de las arañas escondidas
en los nidos invisibles de los cuatro ángulos, corretear las negras cucarachas
entre tus zapatos.
Vosotros, los ricos…,
censuraba el negro con la copa en la mano, con la vista fija en uno de los
cuatro tomos del Diccionario de Filosofía de Ferrater volcados sobre la mesa
(por esos días redactaba la ponencia que un distinguido catedrático de la
Literaria presentaría en un congreso de
estética que iba a celebrarse en Nancy: otro negro-traductor la traduciría al
francés… en fin, una merienda de negros).
Los ricos son
diferentes… parecen morir en paz, dictaminaba el nuevo y efímero filósofo y
ponente de cinco días: a partir del lunes su próxima ocupación versaría sobre
–título provisional- Basquiat y la
influencia grafitera en el arte contemporáneo. Cliente: un ocupadísimo
decano que lucía pelo largo y vestía con estudiado desaliño bufandas
multicolores y botas sucias de piel vuelta. Destino: las páginas de la reputada
revista de arte Iris de distribución
nacional, la última voz del oráculo por tres pavos.
Una extraña paz…
¡Qué diálogos!
¿Escribir? ¡Qué coño,
escribir! Ese jodido tipo Fitzgerald (Pobre hijoputa, decía la Parker mientras
observaba el cuerpo atildado y yacente, la faz cerúlea, los párpados blandos,
en la sala de muertos de William Wordsworth de Washington Avenue, en Hollywood)
llegó a cobrar en sus buenos tiempos 4.000 dólares por un relato. Un año antes
de morir a los 44 suplicaba a Esquire
150 dólares por una historia de 3.000 palabras. Al final ya aceptaba que
pagaran lo que decidieran los
comerciantes de hombres: quería
comer pavo en Navidad el pobre diablo. En febrero de 1940, rondándole la parca
cada vez más cerca, el tipo se había vuelto loco y a la vista de sus míseras
ganancias pretendía escribir bajo seudónimo: Un tal John Darcy, o mejor todavía
John Blue… Al final se contentó con Paul
Elgin: Querría averiguar de una vez por todas si la gente me lee, en
realidad, por ser yo Scott Fitzgerald, o más bien no me lee por esa misma
razón. A punto de morir escribió una patética carta a su editor que podemos
suponer como su epitafio: La verdad es que no me lee nadie. En cierto modo, así
era: en 1937 de todos sus libros aún catalogados en las librerías de los
Estados Unidos se vendieron 117 ejemplares. Desde su primer libro contratado en
1919, cuando contaba poco más de veinte años (con el cheque que recibió creyó
firmemente que podría comprar el mundo e incluso la luna), Fitzgerald siempre
había escrito por dinero (Es la única manera eficaz que tengo de conseguirlo.)
En 1940, cuando murió, aún estaba pagando semanalmente en billetes de cinco
dólares las deudas de años atrás. La fiesta de amaneceres de oro y champaña
frío había terminado. Toda su vida le rondó por la mente la idea de amontonar
todo el dinero que pudiera: quería ser como los ricos. En cierta ocasión le
dijo a Hemingway que los ricos son diferentes… Hemingway, altanero, medio si no
por completo borracho y con miles de francos franceses de entreguerras en los
bolsillos le miró sin mover un solo músculo de la cara: él era el tipo duro de
la literatura estadounidense, con dos cojones como dos barcos, así que replicó
sin pestañear: Sí, tienen más dinero. En otras palabras, Scott Fitzgerald
después de someterse por entero bajo el látigo a la parte más creativa de su
existencia, escribir, y escribir bien, ¿a qué podía aspirar allá en lo más
secreto de sí mismo después de conquistar a la chica más guapa de Montgomery y
desenamorarse al año de casados…? Automóviles descapotables, el agua azul de
una piscina, una rubia tonta, pervertida y complaciente pegada al costado, el
whisky de doble malta inacabable, un par de cientos de dólares para gastos de
bolsillo todos los días, un París que no se acaba nunca… Poca cosa.
Escritor… un oficio de
perros. Eso también lo dijo él a un tipo que le pagó unas copas en un bar de
tercera.
Pobre y genial
hijoputa.
Tal vez el objeto de
todo esto no sea sino mostrar un proceso, el proceso en sí de algo
indeterminado: lo que resulte será ajeno a toda intervención anterior,
desvinculado de todo propósito inicial y deudor tan sólo de un sentido casi
imperceptible, emergente de alguna inspiración inclasificable e indomable…
No había conocido
nunca a ningún farsante que no desdeñara lo único que en realidad sabía hacer
(un oficio, una habilidad, un conocimiento) y no hiciese trampas con lo que no
sabía. Es el problema de las máscaras, a veces ocultan lo bueno o menos malo (y
posiblemente sólo eso) de uno: revelan lo peor (todo lo que de peor tienes), lo que querrías ser y lo que en verdad eres.
En efecto, la terapia
no había sido permanecer un par de horas charlando con el negro o contemplar
las miserias domésticas y sociales de las que él, encauzada su vida por otros
derroteros, sabiamente se había hurtado, sino el camino de vuelta andando sin
prisas, con las manos en los bolsillos, pensando en nada cabal, aquello
(aquella vacuidad) que ejerce en ti benéfica indolencia, displicencia, el sumo
vacío por dentro… hasta un desprecio ecuménico por todo. Sólo imágenes
alrededor bajo el sol intenso. Sin significado. Tipos y piedras, el metal, los
plásticos y la chapa reluciente de los automóviles conducidos por histéricos
esclavos que maldecían a los semáforos en rojo. Tres calles más arriba empezó a
silbar sin importarle lo más mínimo las miradas de extrañeza con los que se
cruzaba. Alargaría el mediodía despreocupadamente hasta la hora de entrar en el
restaurante, uno de sus favoritos, próximo a la Biblioteca Pública de Guillem
de Castro: Hoy cae un reserva de Arzuaga y loncha de vacuna de cuatro
centímetros, el pan tostadito y crujiente, el aceite de oliva virgen extra, el
orujito final, el negrísimo café...”
¿Paula?
Paula había optado por
una asistenta filipina:
Una oriental de
uniforme blanquinegro ennoblece sin duda el vestíbulo a los ojos de aquellos a
quienes abre la puerta y les franquea servicialmente la entrada. Brell el Joven
hubiese preferido una criada nacional. Seducir a una filipina se le antojaba
desproporcionado, intrínsecamente racista. Esas razas asiáticas, germinadas a
base de arroz… olisquear en esas raquítica y desnutrida vagina de la criada…
¡Échate para atrás, Satanás! ¡Ya tuviste lo tuyo de todas ellas!
¿Hasta cuando los
deleites del cuerpo…?, se pregunta la guionista. Ya se pinta el pelo, ya, tan
joven aún, los primeros y sutiles derrumbes que ella sí es capaz de descubrir
en su apariencia maquillada por tintes, cremas y disfraces, contra los que nada
puede la cara y llamativa vestidura de marca, la rica joyería de mucho diseño y
poco peso, la relojería minimal bien publicitada en la revistas de moda.
Adiós, juventud, se
dijo Brell hace años, cuando sus dos hermanos desaparecieron bajo las sutiles
líneas de unas tremendas biografías que terminaría sepultándoles.
¿Sus hermanos?
Pero ¿realmente
estaban locos sus hermanos?:
Un proceso exactamente igual se registra ahora en gran
escala en nuestras industrias llamadas “kustares”. Y de la misma manera que los
populistas rehusan estudiar la realidad en su desarrollo, es que sustituyen el
problema del origen de las relaciones existentes y de su evolución por el de lo
que podría haber sido, si lo que es no fuera…
A veces (demasiadas
veces) atisbaba en las numerosas listas que elaboraba Paula y que luego dejaba
por cualquier lugar de la casa: listas de libros, de lápices de labios, de
alimentos macrobióticos, de actores, de marcas de automóviles, de películas… A
él esa manía le producía verdadero terror. ¿Con quién diablos estoy casado?
Salvo la lista de los premios nobel de literatura que había memorizado
pacientemente, y sólo hasta el año 1981, año de Canetti, él jamás hizo listas
de nada, algo propio de adolescentes, psicóticos, suicidas y asesinos en serie.
Las mañana
del verano siempre le traían a la memoria sus hermanos. Qué dos. Qué España
(más o menos la de hoy, 2008, un lujo al alcance de cualquiera, qué lejos el
sacrificio, nada malo ha de suceder a este solar patrio de nuevos ricos que no
dejan de edificar de costa a costa, sembrando de futuras ruinas las playas, los
páramos y secarrales del interior…)
¿Hacia
dónde vamos, Boceto?
(¿Qué fue
de la cena con Laura y Hanna del pasado abril, aquella alcohólica y placiente
primavera? [Anot. 10, 2008. Estamos en el otoño, a las puertas del invierno.
Todo ha pasado ya. Incluso el verano.
Todo pasa ya.]
Pero
ahora, primavera.
Despierta:
es real en el sueño: él ha
despertado, pero el sueño permanece. ¡No estés en querellas contigo mismo,
capullo!
Si
despiertas matas el sueño, se desvanece como una pompa de jabón, estalla.
Eso es lo
increíble. Despierto, y estoy en el sueño, y todo lo más terrible e
incomprensible puede suceder, porque nadie ha aprendido a vivir en un sueño
golpeándose con las cuatro esquinas de la cama, y yo sufro de veras el absurdo,
un mundo sin reglas, la distorsión y el disparate, la crueldad, y el dolor, y
el miedo… ¡Porque yo sí soy de verdad, real!
¡Atrapado en el sueño, succionado por el puto colchón, juguete de lo irreal! Una
sintaxis del revolico más incomprensible. ¡El robot es el sueño!
Toda
pesadilla es un laberinto mental: te acuestas (fornicas) con un árbol, la pared
abre una boca, a un perro le toca el
premio gordo de la lotería… sueñas con tu casa, pero con tu casa puesta del
revés, extraña, imposible bajo una luz cenicienta y angustiosa… Nunca
encuentras la salida: sólo despiertas.
Despiertas…
al lado de ella. O cualquier otra. Qué más da. Pero sigues junto a ella, unido
a ella por algo que nada tiene que ver con la lealtad, un pegamento
indisoluble, materialmente católico.
La pobreza
y la falta de pulsión sexual es lo que destruye más rápidamente un matrimonio.
Lo que más lo une, lo solidifica, es la cobardía. De ahí a la petrificación… o
a la podredumbre: la auténtica pesadilla de I.B.G., alias Boceto.
¿Qué le
pasa a éste?
Lo que a
ti, el tiempo.
Así que
sus hermanos…
Su hermano
Carlos, incipiente poeta:
En esa
época, al principio de los setenta (1973,1974,1975…), no podía interesar a
nadie su trabajo secreto, con nocturnidad: una lírica intrascendente y además
quejica, poemillas finalmente reconocibles como de adolescente o, peor aún, de
adulto sentimental. Mejor desaparecer de una vez por todas puesto que cualquier
estética, fuese el campo que fuese, estaba subordinada a la ética que como una
mancha universal parecía tapar todo lo demás: obra maestra o visionaria
(Cervantes o Blake). Pero era una ética que muy pronto se revelaría como
superficial, el mero maquillaje de unos actos e intenciones mucho menos
decentes y puros de lo que pudiera suponerse. Groucho acabó ganándole la
partida a Marx. Estos son mis principios (herramientas); si no le gustan, tengo
otros. Cinco años más tarde muchos trajes nuevos de exquisito tejido y de corte
impecable ocultaban las abultadas billeteras de quienes hacía poco tiempo
buscaban en el interior de los bolsillos de sus
deformados pantalones de pana unas monedas para comprar Triunfo (nos vemos los miércoles a las
17 horas en los quioscos) o la Turia
(por debajo del 3 que la vea tu tía). De modo que él fue más político que
poeta, lo que fue una lástima, quién sabe, y le confundieron los tiempos… su
ceguera de justiciero. Pero, lejos de la corrupción o el acomodo, su cuota de
ética la pagaría hasta sus últimas consecuencias. No retrocedió nunca. Ante
nada.
Una noche
vinieron por él muy educadamente, llamaron a la puerta:
¿Carlos
Brell?
No se
encuentra aquí en este momento.
¿Dónde
podemos encontrarlo?
¿Quiénes
son ustedes?
Policía.
Dos días
después en un amanecer vegetal, lluvioso y confuso lo atraparon cerca de la
frontera gallega con Portugal: nada de pistolas (ni siquiera una máquina de
escribir, artefacto de gran peligro en aquellos tiempos), sólo un libro de
Ángel González (¡El tío nos ha salido cachondo!), la 2ª edición de Palabra sobre Palabra en la edición de
Barral del 72, unas manzanas y un par de bocadillos de salchichón y de salami
en una bolsa de plástico (almacenes Sepu) que agarraba en una mano casi
congelada por la escarcha. Ya durante el viaje a Madrid le patearían el rostro
a base de bien en el furgón policial cerrado a cal y canto hasta de la mirada
de Dios. Cuando al cabo de veinte días el padre y la madre Brell, consternados
y temblorosos, por fin pudieron verlo despedía un repugnante olor a mierda, a
piel sudada, sangre reseca y ropa sucia. Tardarían bastantes minutos en
reconocerlo bajo aquella mugre de muñeco derrengado. Brell el Joven tenía trece
años, allá en el Levante feliz.
Semanas después, de regreso sus cariacontecidos padres de la capital de la
meseta, preguntaba constantemente donde estaba su hermano Carlos, sobre todo
por las tardes a la vuelta del colegio, todavía con las ropas oliendo a
pizarra, con la merienda en la mano y los ojos como platos, profundamente
desconcertado: en el cielo, pero no tardará en volver, le contestaba sarcástico
su padre. Ni siquiera el hermano mayor, José David, desaliñado, barbudo y con
extremidades que de tan delgadas parecían raíces, que siempre le miraba con
lástima como si él fuese un extraño gusano sobre la Tierra (y el pequeño de los
Brell nunca supo por qué esa mirada de sabelotodo), le pudo aclarar la extraña
situación. Carlos Brell, Fiodorov,
tardó tres años y medio en aparecer por casa y sólo merced a la amnistía del
76. Así que, en realidad, había estado en las nubes, flotando en el limbo.
Entonces, entre rejas… y antes… ni siquiera en una pandilla de iluminados, sólo
formaba parte de una multitudinaria turba de afligidos y encolerizados como él
por las eternas e inevitables corrupciones del mundo.
Mediados los setenta.
La familia Brell en
pleno, en compañía de su abogado, aguarda la salida de la prisión de ese joven
descarriado de buena familia.
Madrid: olía calamares
fritos, a gasolina y al aire subterráneo denso como el carbón del metro fueses
donde fueses, pero a Boceto en su
primera visita a esa ciudad le sorprendió la luz, una luz tajante, fría y azul.
Penaba su hermano en Carabanchel, estudiaba, preparaba los exámenes finales de
Derecho. Ahora, en 1976, le ponen de patitas en la calle: que te mantenga tu
padre, chaval. Volvió el descarriado a Valencia, la tierra de las flores, de la
luz y del amor: dos meses más tarde de su vuelta, sin que hubiese la menor
relación entre un hecho y otro, la Medea de su madre abandonó el hogar para
siempre:
(Después del parto me cuadran mayores
crímenes.
¿Como vas a abandonar a tu marido? ¿A
tus hijos?
De igual forma que los seguí.
Basta ya de remolonear.
Embestiré a los dioses; lo trastornaré
todo.)
Sus
hermanos… Pobres diablos, sólo querían ser mejores, todo consistía en eso. Esa
era la revolución. Estos de ahora del 2008, con el móvil colgado de las manos y
la tableta pegada a los ojos zombiescos (sic),
sólo quieren estar mejor (al final se los han llevado al huerto, pues ya no
existen las famélicas legiones ni
palacios de invierno que asaltar: les han obligado como si tal cosa a pelear a
currículum -a pelear a brazo partido- mil veces reescrito, entregado y olvidado
y desangrarse por empleos precarios con salarios de poca monta, no a morir
matando por el derecho y la justicia que inconsciente y equivocadamente daban
por conseguidos).
Brell, el
Joven… ¿Vivir una vida? Él vivía un estilo. Esa era la mayor virtud de su
carácter. O quizás su mayor tara, aunque él nunca creyó que fuera así, pues era
una coartada agenciada con deliberación, compuesta a la vez no sin cálculo de
una buena dosis de inmoralidad y cortesana contención, una conjunción que
consideraba el decorado más provechoso y feliz para el disfrute de su
existencia. Él era un optimista nato y un escéptico absoluto: certificar el
mal, que podía reconocer perfectamente a su alrededor sin necesidad de
cualquiera de los manuales de instrucciones de Schopenhauer o Cioran, no servía
de nada para detenerlo o cambiar las cosas e inevitablemente menoscababa las
pocas regalías de una vida afortunada y complaciente con todo lo bueno.
Naturalmente
que condenaba al mundo (era el único paraíso o el verdadero infierno, así que…
no, sin duda ninguna, se limitaba a maldecirlo), pero antes, mucho antes, que
coger las armas celébralo y disfruta de sus festividades: ya en la funeraria,
de cuerpo presente, escupe y blasfema todo lo que puedas, escupe hasta a la
cara del dios (el que sea)… Muerto el burro, la cebada al rabo.
¿De dónde
le vendría la hidalguía?
A veces
pensaba que su padre (que nunca creyó en la misericordia de los dioses,
cualquiera de ellos) necesitaba un ayuda de cámara para vestirse, acicalarse y
salir a la calle, tal era la parsimonia del ritual previo a traspasar el umbral
de la puerta tocado con el sombrero de fieltro, el sello con escudo espurio en
el anular derecho y un billete de cinco mil en la billetera de piel auténtica,
encender con el Dupont el purito Álvaro, llamar el ascensor como aquel que
convoca a todos los espíritus libres y poner el pie en la acera: calzoncillos
anchos de algodón que casi alcanzaban las rodillas, camiseta de manga corta,
calcetines negros sujetos con liguero, pantalón de franela gris de perneras con
doblados perfectamente planchadas, zapatos negros inmaculados, camisa azul
celeste (o amarillo hueso o blanco impoluto), corbata de tono oscuro y nudo
windsor, americana negra de terciopelo bien cepillada, sin la mínima mota o
pelusa… impecable.
Adiós,
señor Brell.
Hasta
luego, engendro de familia.
Adiós,
adiós, señor duque.
Adiós,
adiós.
La cena a las
nueve en punto.
Como debe
ser.
Y
mantelería de lino, y colocad los mejores candelabros, y la llama del pabilo en
su justa medida, y ojo con la cristalería de mi madre…
¿Y para
qué queremos llegar a viejos?
Queremos
llegar a muy viejos.
¿Para
caernos a pedazos?
Puedes
jurarlo, tío. Tan seguro como que tu padre, o cualquier otro capullo que no
fuera el que va por la vida siendo tu papi nominal, le metió la minga en el
coño a tu madre por el que saliste tú berreando.
Nadie
escapa de la maldición: y pensar que uno sale por donde otro ha metido la
polla… tu padre o el Espíritu Santo.
Nunca está
demasiado borracho, y para eso no encuentra solución. ¡Esa manera de hablar
(pensar)!
Charlie,
otra.
Cuidado,
Ignatius, ya van seis.
Bah, de
aquí, la barra de los milagros, al colchón de los sueños.
Entonces…
Sin miedo:
Escancia,
cobarde.
La séptima
mata: el suelo se te viene encima: pero eres tú, que caes.
Escribía
algo en el Klee.
Homenaje al Padre.
Así, como
al desgaire.
Así que,
escribir…
Escr…
Aquel inaugural escritor
tenía el estilo y la ambición literaria semejante al texto que prescribía la
posología un prospecto de farmacia o las instrucciones de uso del último modelo
a la venta del I-pod.
Su padre,
en la infancia de Boceto, se enteraba
de las cosas del mundo y sus travesuras a través de algún medio misterioso,
nunca por el periódico o la televisión. Internet aún no existía, de manera que…
Un tipo
literario, carnaza…
La
Guionista, en 2008, en ocasiones, por mero capricho elucubra párrafos, escenas,
comienzos imposibles…
A veces
pensaba que su padre (que murió como un hombre, cagándose en el dios,
cualquiera de ellos) necesitaba un ayuda de cámara para vestirse… para…
El hijo se
les murió, y los padres se quedaron huérfanos para toda la vida… etcétera.
La Guionista
atesora en un cajón del escritorio y en
la memoria del ordenador cerca de un centenar de comienzos.
Todos los hombres,
todas las mujeres, tienen un precio… y yo sé encontrar los más baratos, esos
que no son de ducha diaria debajo de sus ropas de marca…
¿De qué va el tema,
señora guionista?
Es difícil saberlo,
pero la mezcla huele a rubia, bragueta y whisky.
Finales,
lo que se dice finales consecuentes, derivativos lógicamente de una trama, no
había demasiados, pero también los había:
Qué
diablos, empieza por el final… Pero así eran las cosas y asuntos de la dichosa
originalidad:
No les aburriré. Empezaré por el final: Fin.
Brell el Joven:
El Klee: como el espasa, la británica, la biblia en pasta…
Un work in progress como otro cualquiera.
Paula de
nuevo (en su época Paula-rosa, gran
fumadora y resistente bebedora, infatigable folladora que con media sonrisa
desdeñaba el condón), cuando le daba a lo circense y divertido, a la oficina
del estómago libre de los prejuicios y sandeces de los esnobs acólitos de una
ecología y dietética mal entendidas… ¡qué variopinta mercancía la de sus
provisiones habituales!
Hogar de
los Brell-Coloma (Dios bendiga esta casa).
Recién
casados.
Benvinguts
(reza el felpudo a la entrada, regalo del más cabrón y bromista de sus amigos).
Por el ojo
de la cerradura…
A través
de la mirilla…
A lo
cojuelo.
Vamos a
abrir, sino los armarios y los zapateros, la nevera de dos puertas
resplandecientes, aceradas y sólidas (¡que libertad purificante!) que se estira
hasta el techo de la pulcra cocina minimalista: la nevera como refugio atómico.
Despensa a
20 de mayo de 1995
Mostaza
fina y mostaza á la ancienne, Salsa
de chile picante, Paté de aceitunas negras, Pasta picante de judía roja, Pasta
de curry, Una lata de pimentón de Vera, Una lata de pimientos del piquillo, Un
frasco de boletus edulis
deshidratados, Bayas de flor de saúco, Mermelada de menta, Mantequilla de
Verneuil, Una selección de quesos franceses, Una pieza de parmesano reggiano,
Nueve huevos camperos, Un bote de crema de espárrajos, Un frasco de bonito del
norte en aceite de oliva virgen extra, Un frasco de filetes de anchoa calidad
suprema, Trozos de cordero cocido con salsa barbacoa calidad extra, Un frasco
grande de yogur natural, Un frasco pequeño de yogur de mango, Dos pastillas de
chocolate negro Belgium, Dos botellas de burdeos Château Moliére), Una
botella de Albariño (Laxas), Una botella
de sake (Dyjank), Un pack de 6 latas de cerveza Voll Damm de doble malta, Tres
botellas de agua Perrier, Endivias, Un pimiento rojo, Un manojo de apio, Un
manojo de rábanos, Una bolsa de tomates sherry, Un bolsa de corazones de
lechuga romana, Un bote de piña brasileña (Guimaraes-Bleu), Aguacates
Nectarinas, Corazón de buey, Pomelos, Kiwis, Limones valencianos, Manzanas
Royal, Fresas.
¿Todo se
sabe? ¿De verdad todo se sabe?
Las
cámaras fotográficas y las de vigilancia no saben nada: sólo registran los
hechos, lo visible de una realidad pedestre, engañosa, inescrutable en el
fondo.
¿Qué hace
una cámara? Copia la realidad, pero no la desmenuza: deja intacto y acartonado
el ropaje del monstruo, muestra la sonrisa congelada del niño, son mecidas sin
alegría por el viento las hojas de los árboles, el parque desierto semeja un
solar, la noche es gris, oscuras siluetas los seres humanos que deambulan por
ese espacio acotado de grisuras…
En este
momento que transitas de un extremo a otro la plaza bulliciosa de automóviles y
peatones eres el foco de atención (y por ello, culpable) de: las cámaras de una
agencia bancaria, la de la entrada de un parking, la del control de tráfico de
la zona, la de una comunidad de vecinos, las de un cajero automático del BBVA,
las de una joyería, las dos que flanquean amenazadoras la entrada de un centro
comercial… Hay cámaras ocultas en espejos panorámicos, hay cámaras de
movimiento y cámaras antivandálicas que permiten una visión nocturna, te
acechan cámaras de dos milímetros empotradas e indetectables, cámaras ocultas
en los detectores de humos, cámaras de exterior con zoom de hasta 100 metros y
360 grados de rotación, minicámaras de gran angular y hay cámaras
convencionales capaces también de grabar sonidos… Pero la película que
protagonizas es gris, gris como la figura del cualquier desconocido que camina
delante de ti o queda rezagado a tus espaldas, gris como las imágenes y
secuencias que graba esa cámara intrusa de tu identidad, planos cotidianos y
desprovistos del menor interés. En realidad, tú no eres el protagonista, lo es
tu comportamiento, el hecho mismo de la vigilancia por otros ojos que nada les
importas ni tú ni tu gris actuación salvo que rompas las reglas. Esa es la
cosa. Hasta que no robes o mates, sólo eres un figurante.
En este
momento de 1973, una tarde aún dorada de otoño, la madre de Nacho observa por
el ojo de la cerradura del dormitorio de su hijo menor como se masturba su
precioso niño mientras sostiene con su mano izquierda una pequeña revista, su benjamín (al que en unos años dejará de
echar de menos: allá se las entienda con su puerca adolescencia). Todo va bien,
todo funciona, se dice la dama con la complacencia de la madre y la
desapasionada objetividad de la entomóloga viendo el pene del retoño sacudido a
mil por hora.
En este
momento de la fresquita mañana del 9 de marzo de 2008, una cámara traidora
enclavada en lo alto de un lóbrego pasillo interior de Canal 9 registra a la
exitosa guionista Paula Coloma, confiada y creyéndose a salvo de miradas
insidiosas, ajustándose el támpax en la vagina: hace extraños movimientos con
las caderas, bien asentada en el suelo, con la cabeza gacha, hábil con las
manos, el bolso a los pies. Y, sin embargo, qué deseo de huir del otro, de su
mirada en la vida real. Qué contumacia en no revelarnos a través de la noble
mirada. Hasta él, el Gran Brell, podría convertirse algún día, viejo y
avergonzado, en uno de esos tipos que al hablar con alguien evitan a toda costa
el contacto visual: miran a todas partes menos a los ojos, no por miedo a ver
lo que les puede asustar sino por ocultar lo que sus asquerosos adentros podría
delatar y humillarles ante los demás.
Profesor,
háblenos de Goya.
Y
Lucientes.
Qué
contumacia.
Lenguaje
es personaje.
Miraba
mucho el cielo. Era el cielo lo que vestía y daba color a los días. El cielo
los sustanciaba y engalanaba, los ofrendaba
radiantes o los oscurecía: esa mañana triste y opaca lo enseñoreaban
unas nubes estáticas, grandes y de un tono blanco sucio, que a medida que
transcurrían las horas se tornaban sombrías, nunca cambiaban su forma irregular
e impenetrable, inmovilizaban su contorno amenazador y perenne. Ya anochecido
aún le parecía descubrirlas tras el negror nocturno, más oscuras e insondables
que la misma noche. Todo eso era el cielo… menos el paraíso de los buenos y la
mancilla indigna de las creencias religiosas puestas en él.
Describir…
o no. Da lo mismo.
Ni
siquiera el complaciente (a veces) dios de los católicos o el colérico
(siempre) de los musulmanes respetan la sintaxis del mundo: escritores que
dejan todo al azar, a la improvisación, dioses sin un poder real de creación .
Buenos
escritores que no ignoran que todo final (y el camino que a él conduce) es
imprevisible, indeterminado, impensable.
Carlos
Brell: sonreía, y creía, y ansiaba ser feliz como todos los niños del mundo.
Si Marx ha
muerto todo está permitido.
A éste los
agustinos no le dejaron marca. Fue el segundo de la saga de los jóvenes Brell
en acceder al colegio (Tu colegio: donde quiera que
estés compórtate como alumno digno de él) del santo Tomás del lugar de Villanueva.
Carlos Brell era un niño serio. Pronto sospechoso habitual
del Cuadro de Honor visible en una de las paredes de bruñido crema marfil del
vestíbulo, a la derecha de la escultura del santo tallada también de frío y
pálido mármol alzada sobre la escalinata también, cómo no, marmórea de acceso
desde la calle pecadora. Sólo un año le precedió José David, éste un párvulo
callado y tranquilo también huésped de honor del ominoso señalador ovalado de
los ilustres, consentidor y accesible, prefigurando ya a esa edad parvularia en
su expresión infantil la ausencia definitiva que ansiaría muchos años después,
aunque, en el fondo de sí mismo, como casi todos los callados y aparentemente
sumiso, era un volcán: Que la lava justiciera del infierno os pulverice a
todos, curas cabrones de picha corta y pederasta, sobadores de fétido aliento.
Y lo dejó escrito (para el ovido).
La lluvia cesó, pero el bochorno persistía y ahora notaba
que un sucio vaho lo mojaba, se le pegaba una película invisible y
arácnida impregnándolo de sudor. En el
monte todo será una niebla verde y fresca, y el olor a la humedad de la tierra,
del tronco, de las hojas, y el aire limpio y celeste sobre la piel…, se
sorprendió pensando, andando por unas aceras que hervían en la terrible tarde
de aquel julio de 2007, de esa tortura pegajosa.
Después de la lluvia una luz suave y dorada descendía ladera
abajo sobre las copas verdes de los pinos hasta alcanzar en el valle el arroyo
que todavía refulgía en el atardecer sosegado. Estoy muerto… No,
sólo soñó con JD.
Un hombre sin nombre,
tan misterioso como el hombre de los ojos
de lechuza le dijo:
Todo es para nada…
¡aunque los libros son de verdad!
Salvo si mueres joven
sin saber nada de nada o sabiéndolo todo aunque te llames Rimbaud o Keats o
Bécquer o Crane, la muerte ya es tu número premiado del futuro, ese billete
lleva tu nombre y vaya si lo cobrarás, maldito o bienaventurado hombrecillo.
Trataba a las palabras
como si fuesen objetos y artefactos. Desencanto
era como una caja vacía cubierta de polvo, con las esquinas rotas; cielo era el cristal a veces nítido y a
veces tráslucido, a veces sucio y del color de las motas secas y grises de la
lluvia: impedía ver aalgún dios; mujer
era…, bosque era…
Muerte… era…
El sofá de los sueños…
¡No me despiertes, perro amanecer..! Ahora que estaba tan a gusto… ¡Mañana es
sábado!
Adiós a la luz blanca,
bienvenido sórdido salón: realidad.
En fin.
Elecciones libres:
1977.
Sainete del tricornio
y vivaespaña : 1981.
Cabezas cortadas.
Triunfo acaba en el 82.
Posible desaparece sin avisar.
Cambio16 aún se arrastra boqueando.
¿Aún compras El Urogallo?
¿Aún compras Reseña?
¿Aún compras Camp de l’ Arpa?
Cada semana. Cada mes.
Cada trimestre. O así.
Así que El Urogallo…
Fraga, El Calzonazos
de Palomares, los mataba a tiros de posta.
Cabrón.
Triunfo y demás…
No es un símbolo. Era,
por así decirlo, otra de las ausencias en una mente colectiva propensa a la
frivolidad intelectual.
En una serie de
viñetas cómicas de otra revista de la época se ilustra la asombrosa (y quizás
del todo consecuente) transición de millares de tipos-modelo a lo largo de su
aventura intelectual: empiezan leyendo El
Capital de Marx y la Estética de
Adorno, siguen con Rayuela y El ruido y la furia, transitan por El nombre de la rosa, recalan en Los pilares de la tierra y acaban en Mafalda (o Olafo, el vikingo).
Luego, el naufragio
total.
La carga de la
caballería ligera ha dado paso a la artillería pesada encargada de cimentar las
diversas castas del futuro.
Bueno, yo era más bien
de los Marvel Comics.
Es en los tebeos para
adultos donde se descubren las personalidades. Me basta con eso.
Yo ando con Crumb.
Yo navego con Corto
Maltese.
Los tiempos están
cambiando, cantaba uno.
Cambiaron.
Tu colegio: donde
quiera que estés compórtate como alumno digno de él.
F.G.E., de la camada
también del 60, agustino condiscípulo, cínico y profundamente realista, diputado
calladito del PSOE en los ochenta y noventa: Soy casi perfecto pues mi oscuro
corazón, allá adentro de mi alma (?), alberga todo lo bueno y todo lo malo de
que es capaz un ser humano.
Figura versus fondo:
Ves a Paula (¿o le ves
a él, a Brell?) y no sabes si blanco o negro, alma o máscara.
¿Ves a esos dos?
A los cuarenta dejas
de disimular, aunque todavía el leve peso del arrepentimiento te haga sonreír
un poco cínicamente: el hombre reconvertido (y ya efímero, aseado e
insignificante, aderezado como un puerquito lechón por la fragancia del frasco
de perfume pour homme de 85 euros,
sólo le falta el ramito de perejil sobresaliendo por el agujero del culo)
sustituye las películas en blanco y negro con subtítulos, incluso las de Woody
Allen perfectamente dobladas a un castellano impecable, por los tebeos filmados
sin imaginación a base de efectos especiales de la Marvel destinados a un
público adolescente que franquea la entrada de la sala de los sueños inclinado
bajo el peso de los gigantescos recipientes repletos de palomitas y chucherías
diversas (sacos de gominolas, kilos de barras de galleta achocolatada,
kilómetros de chiclés, donuts venenosos…), bajo el peso de su grasienta
incultura, bajo el peso enorme de sus pajas mentales y de las otras.
Y cada vez más abajo.
Miradlos, gordinflones
dispépsicos o esclavos de las torturas del gimnasio, pregúntales lo que han
ganado… Ninguno te dirá la verdad: menos de lo que han perdido:
Mírate, Brell, mira tu
tiempo de (otro) silencio: todos esos tipos miserables (sólo el mismo hecho de
aparecer en los periódicos y en los informativos de televisión ya les condena),
igual que vilmente nos engañaron antes con la socialdemocracia, el liberalismo
y sus guerras inventadas, nos engañan ahora con sus medidas neoliberales y un
sistema económico de influencias y politiqueos que ha terminado por desintegrar
cualquier tipo de control sobre sus fechorías y abocar al desahucio moral,
social y laboral a millones de personas en cualquier parte del mundo.
Orwellianos, siempre han engañado. Siempre engañan. Siempre engañarán, porque
es lo único que les distrae de la idea de la muerte. Son mera fachada. Y peores
serán sus retoños, sus sucesores. La prole inextinguible. Tú, Brell, bienvenido
al club, tú, que también morirás con los bolsillos llenos (¡si la barca llena
hasta los bordes a ninguna costa, a ningún paraíso arribará…!) y la boca a
reventar de palomitas de maíz y los ojos llenos de… ¡efectos especiales!
Metida a tenazón, en realidad toda esta palabrería pasada de moda y
patéticamente innecesaria devenía finalmente el papel higiénico en forma de BOE
con que los Carlos del mundo vencidos se limpiaban su culo guerrero.
Pirámide de falsas
creencias.
Pero este Brell acaba
de manera más sutil…
¿Y cómo acaba?
Brell acaba… como
un montoncito de mierda viscosa, casi
líquida, hedionda, ante la voracidad de los escarabajos peloteros y las gordas
y atornasoladas moscas y demás legión de necrófagos...
Sin traicionar su
clase y con sus contradicciones infantiles, bien aconsejado y tan ruin como
vivió:
Prefiero no querer a
nadie, no tener nada (teniéndolo todo), salir de este mundo desnudo como todos,
pero todavía más vacío por dentro que nadie.
Adiós, adiós. Buena
suerte. Fue un placer.
Toda su vida, que una
vez pasada, vivida, él la tenía como
la más dura roca (ahí estaba inobjetable, invariable sólida, inamovible,
inmutable), se asentaba en… la nada. Lo pasado, su pasado, se confundiría con el abismo luminoso del presente que
dejaría atrás al morir cuando él se sumiese definitivamente en la eterna y
definitiva oscuridad.
¿Qué podría definirle
a él? Se lo preguntaba desde la más
tierna infancia allá en su patria…:
Anda ligero El Joven
Elegido hacia el primer bar que le salga al encuentro.. El aire cálido y
extraño para la época parecía cargado de una promesa, presagiar un encuentro
afortunado, definir de una vez por todas el significado de la vida… Hasta las
sombras de las ramas de los árboles mecidas por esa brisa prometedora dibujaban
buenas nuevas sobre las aceras…: pues así volaba sin alas el pensamiento de Boceto, el Pensador, así de lejos
llegaba sin mancharse las manos: después de dos millones de años, todo iba a
saberse, el porqué del big bang y el
porqué de la muerte, y él, sólo él, iba a ser el beneficiario de aquellas
tremendas revelaciones. Se adentra en la confortable opacidad del local. Toma
asiento frente a la barra. Se acabaron los enigmas: he ahí la revelación.
Camarero, otra de lo
mismo.
¿Y qué es lo mismo,
amigo?
(Ya aprenderá, confiemos en ello, alguna vez.)
Brell se le quedó mirando
estúpidamente, sentado pero ahora ya con los pies en el suelo, corrido, con la
copa vacía en la mano. Una vez en la tierra, de vuelta de su excursión sideral,
y explicado su deseo lo suficiente para las entendederas del barman hijo de la gran puta de
Babilonia, reanudó los tragos un poco sombrío, en completo silencio, envuelto
por la sugerente y perfumada penumbra del bar decorado con sumo gusto y confort
para que gente como él, humillado y anónimo, solo, engarzase las copas y dejara
dormir plácidamente el pasado y hasta el presente pensando en el futuro, que es
nada.
¿Qué recuerdas de tu
niñez?
La niñez de uno sólo
existe para los demás: tú sólo eres un niño.
Yo era un niño
mentiroso, lo cual acrecentaba mi ego hasta niveles peligrosos porque entonces
una mentira podía engañar incluso a los más listos y mucho más mayores que tú
si eras lo bastante hábil para aparentar credibilidad.
(Su padre:
En realidad, no era
mentiroso. Era un niño extravagante.)
Su otro yo:
También es un tipo no
exento de ciertas cualidades sin duda notables. Puede decirse de él que sólo
bebió una coca-cola en su vida, la primera, que dejó sin acabar, a los diez
años, y no le gustó su sabor sutil, encubierto, a medicina. Nunca más volvió a
probar el brebaje de mister Pemberton, su inventor, que murió morfinómano y en
la miseria: se lo tenía merecido por haber inventado una droga cuya misteriosa
mezcla entontecía a los demás pueblos inocentes de la tierra y ha favorecido,
cual alevosa avanzadilla en forma de vistoso botellín y dulzón contenido, la
expansión colonialista del imperio hasta nuestros días. Y el tipo tampoco es
nada proclive al engreimiento: se conoce de sobra, especialmente en lo malo,
así que jamás pudo soportar sin una expresión de asco infinito en la cara de
los otros la vanidad, la soberbia, la altanería o la inmodestia, que le
inspiraban un desprecio muy cercano a la... lástima: regocijaos en vuestro
sepulcro, nadie os discutirá, todo oscurito, todo silencioso, qué grandes sois,
gusaneras. A la mierda, genios.
Piensa en su madre,
pero como un personaje prescindible, puesto que la piensa recalada y sólo
visible en aquel tiempo cuando él era adolescente y no cuarentón, real, lo que es ahora y no antes, piensa en aquella mujer inscrita en una página
amarillenta de la memoria de muy atrás.
Los hijos
Gay, el hermano gemelo de ella, muerto siete minutos después de nacer, un
muerto azul (tu hermano se puso azulón encima de la cama aún colgándole el
cordón umbilical y en seguida se murió) dejándole el campo libre… ¿Eran inocentes?
2006,
septiembre: adiós, mamá.
¿Quién
eras?
Eras lo
que yo te quería.
Eras lo
que yo imaginaba.
Eras lo
que yo recuerdo.
Eras lo
que hoy maldigo.
Aquí, el
cenutrio de mi hijo…,
Aquí, el
cenutrio de mi hijo…, (dijo el padre inmisericordioso).
Boceto fue el único que quedó junto a él hasta su
muerte, así que fue diana insustituible de los dardos previsibles de su
sarcasmo.
Tenía, a veces, los
ojos preguntones; siempre, insolentes.
Qué distintos a los
oscuros y profundos de Laura, a la inquietante mirada de Hanna.
Un poco
bruja (la bruja de tu madre). (Tu
madre… No dudaría ni un segundo en despedazar a su hermano y con los trozos dar
de comer a los monstruos de sus pesadillas con tal que no la persiguieran en el
viscoso mar del sueño, la angustia, el mellizo.)
Él, el
viejo (no tanto entonces, 1975, 55 años) Brell la engañó con una pérfida
tesinante de 25 años, flor perfumada y entreabierta de una noche. Bien caro
pagó la ocurrencia y el delirio de cincuentón de abrirse paso entre aquellas
piernas juveniles (y vengadoras, haría pública aquella triste fornicación como
mejor ejemplo de una maldad gratuita). No se lo perdonaría su (en el fondo)
nada santa esposa que aguardaba paciente y discreta el momento hacer de las
suyas, esta penélope sumisa ahora de rompe y rasga, vamos,
mujer, aplaca tu ira, serénate por tus hijos… Imposible es el perdón donde hay
dolor, acudid, acudid, diosas vengadoras del crimen, de crueldad estoy repleta,
muerta de odio, sólo el rencor anima el silencio, disfruta el lento crimen, no
te precipites dolor: mío es un día, del tiempo acordado nos servimos.
Les matas
y sin embargo les amas… ¡Triste de mí!
Pero has
de huir, enfréntate a lo que eres.
Toma, ahí
tienes a tus hijos, tú.
Pues, huye, tú. Allá
te las compongas, hija de puta.
Jaula abierta, pájaro
muerto.
La madre
(también los justos, pecan, y lo pagan) y esposa despechada antes que el hades
y el averno optaría por el siglo y sus corrupciones: a los cincuenta años, sin
el lastre de una familia venida a ella como de la sorpresa pero sobre todo como
de la nada, se subió unos centímetros el borde la falda (tenía unas bonitas
piernas), volvió a pintar (no había cogido un pincel desde que se gradúo en el
viejo caserón de San Carlos) sin ínfulas, sin mayor pretensión que conseguir
algo de dinero y vivir de ello sin dedicarse al fastidio de otra actividad:
pintaba atardeceres o amaneceres, ningún otro motivo concluyente y burdamente
anecdótico como el día o la noche. A lo largo de esa etapa inicial sería su
único repertorio. Una genial reiteración. Los vendía bien aquellos cuadros de
un cromatismo lánguido, de sutiles transparencias, como visionados a través de
delicado tul. Más creativa que inteligente, en 1985, sin embargo, se aleja de
esa temática ya consagrada y reiterada y da comienzo a una serie de naturalezas
muertas y bodegones resueltos siempre en blanco y negro, muy definidos en el
aspecto formal, que chocan por la audacia estilística y el desdén con que se
ignora el colorido típico llamativo o tenebroso del género. Empieza a adquirir
fama en el mundillo artístico local y, luego de ampliar al doble las medidas de
sus lienzos y sustituir el simple marco de listones de madera vista por marcos
más decorosos, tras dos o tres exposiciones exitosas en galerías madrileñas de
menor recorrido financiero, pasa a la cuadra de Juana Mordó a la par que la
Malborough en asociación con ésta auspicia su entrada en el mercado
internacional. A partir de entonces su carrera artística queda bien afianzada,
especialmente cuando en Art Basel su
obra es comprada por varios museos privados norteamericanos alertados por
aquella figuración que parecía reanudar la tragicidad y dramatismo tan
presentes en el arte español desde los renacentistas y los barrocos. Muy
pronto, sus cuadros en venta sobrepasan con holgura las seis cifras. Lo
siguiente ya carece de importancia para nuestra historia: se trata de uno de
los habituales montajes inversionistas tan carecterísticos del mercado del arte
contemporáneo. Por desgracia, en casa de los Brell era limitada la herencia
plástica que dejó la huida: unos dibujos y acuarelas académicos perfectamente
prescindibles y un retrato mixto a lápiz y carbón a medio acabar y de hechuras
casi juveniles, como abocetadas (empezaría a ejecutarlo en pleno noviazgo,
seguramente) del patriarca adúltero. Carmen Gay no tendría otras pasiones en
adelante que la pintura. Nunca volvió a enredarse con una pareja castradora o
simplemente estorbadora. Nunca manifestó el menor deseo de ver de nuevo a su
esposo ni a sus tres hijos. En 1988 instaló su estudio en París. Seis años más
tarde fijó su residencia en Nueva York, ciudad en la que moriría el 14 de
septiembre de 2006, tres días antes de que cumpliera 79 años. Libre ya de la
ira, del siglo, del rencor, de toda genialidad…
Ahí queda
eso.
La Medea de Pasolini (1969).
JD. y
Carlos Brell ya ofrecían cierta expresión de conspiradores durante aquella
comida dominical al principio del curso del 71, mediado el otoño, mientras el
Joven (Niño) Brell sentado a la mesa entre el papá y la mamá andaba pensando en
el postre de natillas con galletas de después y en El Virginiano que iba a emitirse tras el telediario, hinchado como
un globo, fastidiado y harto, verdaderamente harto de las interminables
cucharadas de sopa de estrellitas que se llevaba a la boca y que ya le salía
por las orejas. Sus mitológicos hermanos estaban presurosos por levantarse de
la silla y precipitarse a la calle. Los del cineclub de Farmacia, en Conde
Montornés, iba a dar un pase (un único
pase) del film de Pasolini la tarde de ese domingo. Era una copia en italiano sin subtítulos, traída de
extranjis por un tipo que trabajaba en la biblioteca del consulado
estadounidense, no demasiado lejos del cineclub, dos calles más abajo. No hubo
proyección. Antes de que se apagaran las luces de la sala irrumpió la policía
franquista, se requisaron las latas de los rollos y todos los asistentes,
flanqueados por dos hileras de grises
que sonreían desdeñosos y amenazadores con la porra en la mano, tuvieron que
identificarse a la salida del local con el carnet de identidad entre los
dientes. El toque final por parte de las autoridades
fue confiscar la taquilla sin despreciar las monedas de cambio, ni siquiera las
de dos reales.
En 1980,
con desgana al principio (el film que proyectaban después era The go-between, que era el que realmente
le interesaba) Boceto vio aquella
película de la era del hierro de sus hermanos en una de las sesiones del Xerea. Bostezaba resignado ya en los
títulos de crédito… pero enseguida la Callas anudó por completo su garganta de
recién veintiañero durante todo el visionado. Lo dejaría clavado en la butaca,
casi sin pestañear. Lo dejó hecho un trapo. Le costó reponerse en el entreacto,
bajaba la vista a la moqueta azul del suelo temeroso de su turbación.
Hundiré el hierro donde te esfuerzas
por esquivarlo, pues te duele. Vete, arrogante, vete a alcobas en busca de
doncellas para dejarlas madres.
Ahora ya
sabía a quien poner ese nombre maldito.
Ella no
dudó en sacrificarme… ella me mató, soñó que se decía esa noche (u otra, existe
algo de confusión en su cerebro respecto a ello y desde luego en sus
pesadillas).
Aunque,
¿sería ella inocente, su madre, culpables los otros?
Cambia el
recuerdo, el pasado es inmutable. En cuanto al futuro…
Tú,
máscara, también serás culpable, mas, ¿qué burla harás de lo trágico?
Alto:
ninguna intención crítica o analítica.
Tu
conciencia trágica se disipa en el alcohol, y acaso en la ensoñación embustera
de ti mismo. Te redime tu lucidez destructiva. Tu grado de tragicidad es tan
mínimo que basta la sugestión mundana para sumirte en el placer y la
trivialidad. No hay grandeza en tu vida, pero tampoco ambición. ¿Eres la sombra
de un hombre?
Pues bien,
soy la sombra de un hombre.
Antes de
pensar mortificado en la huida de tu madre, cavila sosegado en la escapada de
tu padre de aquella, de ti, de tus hermanos, del mundo, con la sonrisa suave,
con el desapego ultrajante, a la chita callando, como se hace de verdad el
daño.
Nadie es
culpable.
Todos
somos culpables.
El mundo es culpable.
Dios es
culpable.
¿Tú crees
en Dios?
Supongo.
Alguien tiene que ser responsable de toda esta capa de sangre y mierda que ha
cubierto el planeta desde el instante sagrado de su nacimiento.
¿Responsable?
Culpable, querrás decir.
Sí, eso
es… culpable.
Transcurrían los años.
Todo parecía obedecer a unas leyes inmutables, inviolables, irrefutables,
acomodaticias al auténtico carácter de los Brell.
Quiero ser artista.
¿Artista?
Es mi destino. O
escritor.
¿Escritor? Hombre…
Mejor profesor.
¿Profesor?
De universidad.
¿De universidad?
Nada de riesgos.
Así que… ¿Historia del
Arte?
Eso es perfecto.
Bueno…
Pues, adelante. Ya les
contará él a sus futuros alumnos de qué va el asunto. Se van a enterar.
Itinerario a seguir
por el profesor aún no en ciernes:
Licenciatura
Tesis doctoral
Proyecto docente
Profesor titular
Nómina de por vida… y
a pescar cotufas al golfo.
Se trata de un diseño
vital sin complicaciones, sin sorpresas a la vuelta de la esquina. Protocolo al
canto. A vivir, que son dos días.
Nada que objetar:
Os hablaré de Goya…
Pues sigue tu camino,
profesor.
¿No es el mundo un
círculo? Ve tras tus espaldas anchas y ahora bien guardadas.
Camino de la Literaria
(alguna conferencia, una exposición, un acto en el que dejarse ver) compra
magníficas rosquilletas en la tahona de Tertulia, estrecha bocacalle de la
calle Comedias (no mucho más ancha a decir verdad que la otra).
Cerquita, cerquita de
la vieja y muy noble universidad.
A la sombra del noble
bronce de Axa, medita sobre Europa y su excitante peregrinar.
Debería largarme de
este país, piensa.
Y pasea por el
claustro secular con las manos entrelazadas a la espalda, como simio
meditabundo.
Respecto a hoy, ¿cómo
andamos de melancolía y niveles de serotonina?
Todo aceptable.
Salvaremos el día, don Luis Vives.
La euforia y el
pesimismo anda a la par hasta que mezclan y nace la angustia, una ansiedad mala
y la certeza absoluta de la inutilidad de todo:
Esta copa está vacía,
tío.
…
Escancia, cobarde.
El mundo se llena de colores, de ensoñador
sinsentido. Sólo así, sólo así…
Sueño: todo lo que escribía
se encuadernaba con tapa de madera recubierta de cuero y se exponía en los
escaparates de las mejores joyerías de la ciudad.
Bastardo ¿te has
convertido en un comerciante de sueños, de futuros…?
Durante un mes estuvo
alimentándose exclusivamente de tallos de apio, vasos de leche y huevos benedict. Miraba árboles. Se acostaba a
las nueve de la noche. Callaba. Fue su particular Walden.
(Como al otro, le duró
poco.)
Para nada servía la
escapada de uno mismo para llegar al otro que era él mismo.
Tenía dinero
suficiente para comer en restaurantes de moda cuantas veces se le antojara,
viajar por Europa durante los meses de vacaciones del verano y cambiar de coche
cada cinco años. Todo eso bastaba para que, en cuestiones culturales o de mero
barniz intelectual, se convirtiera en lo que año tras año iba percibiéndose en
él a simple vista: cada vez encarnaba mejor la figura del tipo vulgar y
prescindible, aunque indiferente (pero nada discutidor: sobre mis espaldas,
nada) al asunto del mundo.
En sus clases no era
raro descubrir en la manada de sus alumnos un rostro transfigurado por la
música de tres al cuarto que expelían silenciosamente
para los demás los pinganillos clavados en los oídos en lugar de escuchar
sus fantásticas (sic) disertaciones.
Se resignaba, nada censuraba, los jóvenes
siempre tienen razón (Mahler a
Schoenberg, circa 1907). Pero ¿acaso soy yo Mahler?, ¿es alguno de estos
Schoenberg?
A la mierda con ellos,
los genios. Estáis todos aprobados.
(Ya les suspenderá o
aprobará la misma vida, sin necesidad de verdugos intelectuales, y los precios
de las mercaderías diversas con las que puedan engalanar o alimentar su
existencia.)
El que no cuenta
mentiras disimula, que es mucho peor porque traiciona la buena fe de los demás
valiéndose de lo más noble: el silencio.
Entreabrió la puerta,
allí estaba su cara de payaso sin maquillar, sin disfraces, pero que nunca iba
a producir risa a nadie como no fuera a un maldito farsante como él. Dígame,
distinguido profesor, puesto que...
Se crean alumnos…
¡como algunos malvados psiquiatras crean pacientes!
La resaca le hacía a
la mañana y sus cosas parecer irreales, y como un liviano decorado se mostraba
a sus ojos doloridos bajo una luz como de duermevela, una desfalleciente
claridad monótona y extrañamente silenciosa. La inmensa jaqueca, una vez en la
calle, no era capaz de lanzarle contra el primer autobús que apareciera en su
camino: cuestión de media hora y listo, a bregar.
En alguna novela
comprada por sus hermanos, probablemente propiedad de Carlos (unas iniciales B.
G. –JD. nunca fechaba sus adquisiciones- junto a una fecha, 12-5-1973, así
parecía corroborarlo), que había leído como por descuido, como sin ganas, pero
que había llegado hasta el final atraído por el dialogadísimo relato de una
ristra de sucesos anodinos y reiterados engarzados página tras página a través
de un realismo y objetividad impecables e implacables, definía exactamente el
tipo de individuo (y sólo un individuo)
que ya empezaba a considerarse a sí mismo: Estaba comprobado, una vez más, que
sólo se puede convivir con quien se ama verdaderamente, con quien se conoce, se
respeta y se protege. Con uno mismo. ¡Rareza otro gemelo del mismo avatar!
¿Estaban locos sus
hermanos?:
¿No es evidente que estas condiciones de privilegio
llevarían a la población a desear con todas las fuerzas de su alma entrar en la
escuela secundaria? Juzguen ustedes mismos: en primer lugar, se les permitirá
contraer matrimonio. Cierto es que, según las leyes actualmente en vigencia, no
se requiere tal autorización (de las autoridades). Pero tengan en cuenta que se
trata de estudiantes que, si bien es cierto ya alcanzaron la edad de 25 años,
aun así son estudiantes. Si a los estudiantes universitarios no les permite
contraer matrimonio, ¿podrá consentirse que lo hagan los estudiantes
secundarios?
¿Estaban locos sus
hermanos…?:
Si no existiese esa división, la
"organización armada espontánea de la población" se diferenciaría por
su complejidad, por su elevada técnica, etc., de la organización primitiva de
la manada de monos que manejan el palo, o de la del hombre prehistórico, o de
la organización de los hombres agrupados en la sociedad del clan; pero
semejante organización sería posible.
¿Estaban locos sus
hermanos?:
El capital dedicado al tráfico de
mercancías, en la medida en que exista bajo la forma del capital mercantil y
mientras exista bajo esa forma considerando el proceso de reproducción del
capital social global, no es, evidentemente, otra cosa que la parte del capital
industrial, existente aún en el mercado y empeñado en el proceso de su
metamorfosis, que existe ahora como capital mercantil y funciona como tal. Por
lo tanto, es sólo el capital dinerario adelantado por el comerciante,
exclusivamente destinado a la compra y a la venta, y que por ello jamás adopta
otra forma que la del capital mercantil y la del capital dinerario, y nunca en
cualquier circunstancia la del capital productivo, permaneciendo constantemente
encerrado dentro de la esfera de circulación del capital; sólo es este capital
dinerario el que hay que considerar ahora con relación al proceso global de
reproducción del capital.
¿Estaba
loco su padre, el hijo sabiondo del doctor Veneno?
Pensaba
en esa hora crepuscular de jubilado gris, tirando a negro, que ojalá hubiese
sido un tipo corriente casado con una mujer corriente con un trabajo corriente
(ahora bien, ¿existen las mujeres corrientes?, ¿existen los trabajos
corrientes?, ¿existen de verdad los tipos corrientes?). El fracaso hubiese sido
el mismo, pero él nunca se habría dado cuenta de ello, nunca se le habría
ocurrido calibrar la certeza matemática de la muerte y, mucho tiempo antes que
ésta llegase, lo que era peor todavía, a padecer la fatiga y el aburrimiento de
las horas implacables en su fluir a la nada. Fracasado e ignorante la
conciencia se bastaría a sí misma, silenciosa, inerme e inofensiva, encerrada
quizás en el estómago o ya en las mismas tripas o en el intestino grueso y
subiendo hasta el mismo cerebro no asomaría sus babas a través de los ojos
recordándole en todo instante su identidad y sus fiascos, no le condenaría de
por vida a estar conectado a una realidad hecha de sobras, de material inútil,
de ilusiones, lejos de las verdades platónicas, de la luz inocente sin mácula
humana, reveladora.
En
un siglo de saberes incipientes y prodigiosos, como todos los siglos han sido,
vivía envuelto por los fuegos fatuos y la vana palabrería de las tertulias
sabiondas de la caverna, en cuyas rojas paredes se dibujaban trémulas por el
vaivén de la luz de la hoguera las fantasmagorías producidas por unas llamas
caprichosas pronto fenecidas ante el nevoso invierno eternal que ya se cernía
sobre todas las cosas, pero por encima de todas esas cosas y de esos humanos
que le rodeaban, sobre él mismo. Y para siempre. Y ni siquiera después de su
muerte habría un buen Gabriel Conroy, aún con los ojos llorosos, que imaginara
caer los copos de nieve sobre su tumba en la fría, silenciosa y negra noche.
Estaba seguro que en menos de diez años no habitaría en el recuerdo de nadie y
que su nombre cincelado en la inútil y estúpida por arrogante lápida del
cementerio sólo sería polvo, meros rasguños en una piedra que en la inmensidad
del tiempo del cosmos no tardaría en volver al barro hecho de la materia de
agua y de aire que siempre había sido. Una llama tenue y efímera.
Versiones
de Peggy Sue.
Pasado
de moda, como los cigarrillos mentolados.
Lo
único que parece inmortal es la moda: con tantos disfraces como la muerte
tiene.
Otros
tiempos, otras maneras de moda.
La
frase más aplaudida de la semana del buscador Google: Busco tutorial para comer coño.
¡La
Hostia Consagrada! Cuanto solitario. Cuanto novato. Cuanto necesitado del…
Auxilio Social: agacha la cabezota, afila los labios, saca la lengua y empieza.
Algún derecho de autor
percibía Brell el Viejo, aunque su estatura de escritor, que siempre fue
mediana por escasamente creativa, correcta y convencional, decrecía más de dos
tercios (quizá mucho más de dos tercios) cuando en el mes de marzo de todos los
años recibía de la editorial local en la que publicaba (había publicado años
atrás, en realidad) el balance de un fracaso, la constatación de su liviana
condición de escritor sin éxito y sin dividendos en la actualidad. Ni siquiera
alguno de sus libros de texto, antaño celebrado, escapaba al olvido.
Brell
el Joven Onanista y Escritor Incipiente: Rebuscaba de nuevo en los arcones
librescos paternos en busca del pecado: no dejó pasar ni uno de los contenidos
en el doméstico catálogo del Index
librorum prohibitorum: mañana mismo daría comienzo a La bête humaine, el elegido en esta ocasión, con el fin de
practicar la traducción directa del francés en esa prosa bastante llevadera y
sin complicaciones, al contrario que sus toscos pero retorcidos personajes
oscuros y laberínticos, inaprensibles, atormentados, violentos y pasionales
accionados por móviles nada descifrables por el descontrol de sus abruptas y
rabiosas decisiones… Durante las semanas siguientes debió más de una polución
nocturna a la liante e impenetrable Séverine.
Aunque
muy pronto descubriría escondites mucho más pródigos en asuntos de lubricidad.
Entre otras cuestiones.
Ejemplo y modos de la conquista
-en realidad iba a constituir en un principio un manual sobre el arte original
precolombino e inmediatamente posterior a la conquista- fue su primer plagio,
saqueaba aquí y allá en las decenas de opúsculos y libracos sobre la leyenda
negra española, desde Las Casas, la Apología
de Guillermo de Orange y las Relaciones
de Antonio Pérez (a) Rafael Peregrino hasta la mastodóntica y polvorienta
literatura basura del siglo XIX europeo y las furiosas diatribas de un
desatado, torticero y ridículo Herbert Read en el siglo XX que obviaba los
latrocinios, roturas, despojos y robos británicos y franceses que albergan y
prestigian las ladroneras del British Museum y del Louvre. Se cansó pronto ante
la risita conejil de su padre. Su segundo plagio versaba sobre el lenguaje de
las manos en las tablas góticas del siglo XV valenciano: la víctima fue uno de
sus compañeros y su trabajo de tesina. Cuando se percató que plagiaba a un tipo tan ignorante como él
en esa materia, apartó de sí con cierta repugnancia los folios que más o menos
disimuladamente expoliaba del otro plagiador. El tercer plagio ya entra de
lleno en la contemporaneidad: perpetúa el Klee
de su progenitor, una coartada como otra cualquiera de darse importancia:
retoca, reescribe, corrige, engarza aquellos millares de páginas inacabadas,
bosquejos, notas y manuscritos, mecanoescritos, análisis, comentarios,
interpretaciones, apuntes biográficos, documentos, glosas…
Y ahí lo tenemos en la
actualidad (mano sobre mano): Respecto al
Klee…, suele iniciar algunas
conversaciones. Pero pronto se cansa también de manosear el tema principal de
su vida que fue el tema principal de su padre.
Alguna tarde, alguna
noche, teclea algo (brumoso a causa del alcohol, frío por la bruma del
amanecer, entre brumas siempre):
… que alude a Séneca,
flor venenosa…
¡Qué diablos! ¿Flor
venenosa?
… y en 1922 trabaja en
una Teoría del color que fuese algo
así como la piedra Rosetta que
desentrañara los laberintos y jeroglíficos
cromáticos engendrados por la emoción, el temor, la angustia, pero también la
exaltación de la vida, sus dones preciosos, la alegría de vivir…
Versátil, con un profundo sentido de la técnica pictórica y
un criterio conceptual amplio, sin barreras…
En 1935 se manifiestan los primeros síntomas de
esclerodermia…
1934: encuentro con Kirschner.
1906: (Va… ¡y se casa!)
Así que Klee…
¿Y qué puedo hacer si
la realidad de la conciencia es múltiple?, escribe en el margen de un papelote
(que no tardará en extraviar).
Todo: evanescente.
¿Cómo hilarlo?
Inevitable tapiz… ¡la
época!
JD. …, parecía tan
irreal, ausente, y era a la vez sanguíneo, rotundo, telúrico.
Y a ti ¿qué te
importa?
¿Qué te importa la
guerra que venció a tu hermano Carlos, el brutal desparpajo con que le desarmó
y lo mató?
¿Qué te importa el
miedo, el renunciamiento y el desprecio final que JD. sentía por todo hasta que
desapareció y se dejó sepultar por una vida en la que el mero existir sólo
sería el día soleado, silencioso, mineral, y el aire, y el agua…? La luz, sobre
todo la luz…
¿Qué te importan las
guerras del mundo?
Qué te importan las
guerras del pasado, las de ahora, las de después?
¿Estaban locos sus
hermanos?
De remate:
Ahora bien, en la transición del
capitalismo al comunismo, la represión es todavía necesaria, pero ya es la
represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los explotados. Es
necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión,
el "Estado", pero éste es ya un Estado de transición, no es ya un
Estado en el sentido estricto de la palabra, pues la represión de una minoría
de explotadores por la mayoría de los esclavos asalariados de ayer es algo tan
relativamente fácil, sencillo y natural, que costará muchísima menos sangre que
la represión de las sublevaciones de los esclavos, de los siervos y de los
obreros asalariados, que costará mucho menos a la humanidad. Y este Estado es
compatible con la extensión de la democracia a una mayoría tan aplastante de la
población, que la necesidad de una máquina especial para la represión comienza
a desaparecer.
¿A qué esas modas?
Le miraba con lástima:
Lo más caro no siempre
es lo mejor. (La moda.)
El otro le miraba a él
con desafío:
Pero lo más barato
casi siempre es lo peor.
Le gustaba vestir
informal… pero caro.
¿Que va a ser el
dinero un problema?
El espejo es tu
personalidad.
Y la canción de moda,
la colonia de hierbas, la milanesa de oro en la muñeca derecha.
Oye, JD., estas botas
están hechas para caminar.
Huye y huye esta
especie de árbol, silencioso, sin volver la vista atrás.
Carlos, querido, cuida
tu garganta, decía la madre consciente de las flaquezas del otro primogénito:
mantén a salvo el cuello. Vigila las corrientes… (¡de la época!) Carlos había
sido un niño tosedor, siempre con bufandas, garganta de cristal, ojos de agua.
Nacho Brell, todo un
pincel con acné, pantalones vaqueros blancos, cinturón de piel negro, niqui
azul celeste, mocasines marrones, que ansiaba la épica motocicleta, que se
moría de ganas de ingresar de una vez en la universidad, de comerse el mundo,
de…: se cumplió el destino y, naturalmente, se acostó con la sirvienta (o ella
con él: 23 años, ella; 16 años, él). ¿O habría sido una venganza contra su
madre recién huida, contra todas las mujeres…? Vaginas inevitables,
codiciables…
En todo caso, a Nacho,
espigado jovencito de mirada tranquila y equívoca, de maneras suaves, flequillo
en onda hasta las cejas, las hormonas le salían por las orejas.
En el transcurso de
veinte días una servidora le hizo 32
felaciones al señorito, y todas eyaculatorias, disparadas a lo más hondo de la
garganta, a lo más hondo.
Manual del perfecto cabrón: Boceto, adolescente canallita que aún no
sabe ni lo que es, en el momento del éxtasis: ¡zúmbale, zúmbale todo….!
Manual de la perfecta cabrona:
desangremos al señorito hasta dejarlo en los huesos, jódetelo y déjalo seco, y
de paso, chica, no seas tonta, córrete hasta quemarte de gusto…
De repente, ha pasado
un año. Qué cosas. Verano del 77.
Buen título para una
película. (Lo hubo, aunque no con esa fecha exactamente: años más tarde durante
un pase televisivo él se enamoró en seguida de la fascinante, dulce,
maravillosa y comprensiva Jennifer O’ Neill).
Bien aprendidas las
lecciones impartidas por la catedrática de sexología y mandil con olor a lejía
y las manos apestando a cebollas tiernas, maestra concienciada e infatigable, Proyecto de Boceto anda al acecho por la
playa de la Malvarrosa bañada por un sol mediterráneo que acaricia con su tibio
aliento la piel tersa y brillante de los bañistas. Desde hace dos días, dos
tardes y dos noches nuestro joven
sufre de un priapismo torturador. Sus sesos son un inmenso coágulo licuándose
que se desborda de sexo hirviendo, casi líquido ya. Pero… el aire de la mañana
es grato, todavía no sofocante, la brisa marina hechicera, olorosa y suavemente
narcótica, como hecha materia brotada del mar verde y azul a la vez que de la majestad limpia y matinal
de un cielo diáfano: convoca mil y una sorpresas. Ha encendido un pall mall y a la primera y profunda
calada se siente todo un donjuán, notando la picha aunque morcillera ya en
posición de asalto bajo el meyba aún
cubierto por el pantalón bien planchado del verano: ahí va nuestro héroe
dispuesto a la conquista de las indias cachondas. Los ojos depredadores
descubren a través de las ray ban la
presa a abatir: una inglesa con aspecto de gamba cocida. Se acerca hasta ella a
pasos lentos, aristocráticos, sin que las plantas de sus mocasines blancos e
impolutos levanten ni una partícula de arena. A un costado de la víctima
elegida, The Sun (de ahí la
nacionalidad pronto revelada de la avistada) y un libro de bolsillo (Barbara
Cartland, Love’ evil) con la portada
de colores chillones junto a una amplia bolsa amarilla de playa. Acostada
decúbito supino sobre la toalla de cuadros multicolores, tiene las piernas
alzadas y entreabiertas al sol, la cabeza echada hacia atrás, cerrados los
ojos. Aún no en los treinta, pero casi. No le hizo ascos nuestro seductor aún menor de edad. Esas son las mejores, sabias,
algo ingenuas sin embargo, incansables. El biquini de un espléndido blanco
realza una figura magnífica. Los muslos separados dejan ver en la juntura de
las ingles el pliegue de la vulva bajo el mínimo tejido de la braguita. También
él es una pieza apetecible para las treintañeras, la de cosas que se pueden
hacer con él, cuanto deseen, jugar con su boca fresca y jugosa, limpia,
trastornarse con su cuerpo esbelto y adolescente, terso como el desnudo mármol
griego, propicio para cualquier perversión imaginable hasta dejarlo chupado (literalmente) del todo, hasta saciarlo
sin melindres, pues lo han enseñado con presteza, se ha revelado como el alumno
más aplicado y lúbrico tumbado en la mesa de la cocina, al lado de los montones
de verdura, tan natural como un buen un salvaje, hace y se deja hacer. Él ha aprendido rápido, sin necesidad de
manuales colegiales y breviarios del estilo de Tong-Hiaun-Tsen. Apenas una hora
después, en la habitación de un hostal oscuro del Cabañal, debajo del cazador,
la hembra de olor poderoso tumbada sobre su espalda quemada por el sol gemía,
le mordisqueaba los hombros, y al principio él no sabía si era por placer o de
rabia por el dolor. Dormían y hacían el amor, bebían agua del grifo del lavabo
con un horrible sabor a óxido, y así hasta que anocheció, y entonces, por la
ventana abierta cubierta de tenues visillos, el aire fresco de la noche, de
densa fragancia callejera, una mezcla de piedra y madera seca y humo aliviada por la brisa proveniente del
mar nocturno tan próximo, disipó por fin el espeso interior de la habitación de
la tórrida calentura que olía a sudor, a mujer y a semen, a crema bronceadora,
a piel enfebrecida, a pelo revuelto, a verano inolvidable, chulesco, juvenil e
infinito. A la mañana siguiente, aún con el regusto del sexo jugoso y de la
piel de ella en la boca, después de ducharse interminablemente, con un dolor de
testículos que le obligaba por momentos a doblarse por la cintura, descubrió en
un bolsillo del pantalón un billete arrugado de dos mil pesetas y un número de teléfono
y un nombre (Kate) escritos en un pedazo de papel. Depositó el billete debajo
de la Historia del Arte de Gombrich para que se alisara, hizo trizas el trozo
de papel (hizo trizas a Kate) y lo echó a la papelera. Luego, sin apresurarse
para nada, pensando en alguna circunstancia que le excusara de no haber
aparecido durante todo el día de ayer por la casa sin mandar aviso, se dirigió
al comedor a desayunarse en compañía de su padre al que ya oía carraspear y
blasfemar en voz baja arrastrando las zapatillas de orillo por el pasillo
curvo.
Un día después, el 21
de julio, cumplía diecisiete años. Años atrás, el hombre había subido a la luna
por vez primera.
Enhorabuena, campeón.
Su aniversario, en familia, siempre era un aniversario lunar.
Buenos días, niño
astronauta.
Buenos días,
conquistador de las Américas.
Buenos días,
argonauta.
Buenos días, Paraíso.
Este buenos días, el
del 77, sería sin mamá, ya volandera.
Qué épocas convulsas:
siempre estamos en Sarajevo (1980, 1991, 1997, 2001, 2008), y por ahí anda la
mano negra que a todos ha de jodernos.
Es la guerra.
Pobres tiene que
haber, y si son tontos que espabilen. No habrá una segunda vida para hacerlo. (Dixit: Eugenia Espina, futura suegra
desconocida.)
Así que…famélica legión…
La luna… ¿para qué?, dijo
uno, todavía incrédulo, anónimo, muerto tres años más tarde sin saber nada de
nada.
Baja de la luna, le
decía su padre incontables veces.
¿Y los otros?
¿Dónde estaban?
En la luna de
Valencia.
Carlos:
Dio un paso atrás en
su radicalismo, pero en seguida abjuró del eurocomunismo y su profeta Carrillo,
que abogaba por una religión donde todos serían hermanos y cada uno tendría su
pedazo de pastel sonriéndose mutuamente y sin perder las buenas maneras
mientras daban brincos de alegría en los verdes prados al son de músicas de
violín ilustrado.