domingo, 2 de marzo de 2025

La eternidad

 

La eternidad

 

 

 

 

 

 

 

In diebus illis

 

 

   Al fracaso se llega de muchas maneras. La más dolorosa es a través del éxito, cierta clase de éxito.

A pesar del relajamiento general, de la ligereza de los ademanes y las miradas risueñas, de las conversaciones impostadas, desde luego inconexas, y los diálogos improvisados y hasta peregrinos, todos ellos, incluido yo mismo, lucíamos un reciente corte de pelo y una sonrisa feliz, parecíamos salidos directamente del taller de planchado y puesta a punto: presión de las ruedas la justa, nivel de aceite el adecuado, radiador completito de agua. Último modelo. Todos nosotros herederos de la eficacísima máquina de la pulcritud doméstica de los niños bien de la Valencia de los sesenta del siglo XX, juguetitos se diría que acabados de estrenar… incluso hoy, después de tanto tiempo. Aquella mañana soleada lo veía a él (todavía su sol me hiere), su extraña figura tan lejos de lo real por tantos años ausente, y lo recordaba mejor sin verlo, entre suposiciones, las propias mentiras y las arbitrariedades de la memoria, a salvo de ese rayo poderoso del presente que todo lo ciega, en especial las cosas y los seres del pasado, aunque también intente alumbrar inútilmente con su engañosa luz ráfagas de un futuro que nunca logramos desentrañar de modo cabal. Lo veía a él diferente, áureo por la poderosa nitidez y fulgor de ese inmediato corporeizado, súbitamente revelado cual el tigre bengalí tras la hierba en esa mañana dorada, pero antes, en los años de la juventud cavilosa ingenuamente inmersa en rescates, ya lo había inventado mejor y eterno, incomparable, esencialmente novelesco, tan misterioso al fin. ¿Se ajustaría ahora lo real a lo imaginario, a lo ficticio? Lo que yo hacía allí inaugural y crédulo en tales comuniones primaverales era, al igual que todos ellos, disponerme al ágape de los elegidos, bien vestido y limpio de corazón, clónico yo mismo, acrisolado por las antiguas tradiciones y rituales novicios, rodeado de costosas ropas de marca, aunque algunos con estudiado y escogido desaliño exhibían indumentarias holgadas y aún de más alto precio que las de etiqueta, de una informalidad muy atractiva (camisas a medida, zapatos de piel marrón o marinas azules de flecos y cordones o mocasines de cuero flexible de 300 euros), todos los envoltorios aderezados con magnífico perfume varonil y alguna colonia fresca y selecta que exhalaban naturales de los corrillos recién formados, ternos impecables de entretiempo, un blazer de botones marineros de liviano tejido, el pantalón deportivo de perfil correctísimo, colores azules por doquier (un azul de gradación media, un azul pálido, un azul sin grandilocuencia, un azul muy educado, celeste, azules políticamente tan unánimes y admisibles en su neutralidad), y algunos de ellos, los más atentos a lo figurante, tipos muy seguros de sí mismos y atléticos, increíblemente atractivos y de cuidado bronceado cerca de tres décadas después de abandonar los pupitres colegiales; otros, desatentos a la prestancia física, más flácidos, o sólo lustrosos, e incluso algunos más gordos de lo aconsejable, algunas ofensivas calvicies, menos Grande Monrabal, Mor Leyva, Gil Alonso y Bonmatí Vicent, esbeltos y maduros apolos sin el menor asomo de grasa en el abdomen, aún con toda su cabellera juvenil de matices castaños y excelente apostura, agraciados entonces, ahora y siempre, admirables gimnastas y deportistas antes en el patio de recreo escolar –hockey y balonmano, nunca el fútbol plebeyo de los colegios y patios plagados de becarios y alumnos pobretones- y también en estos tiempos, pues eran asiduos y disciplinados socios de un escogido, aséptico y caro gimnasio bien provisto de bruñidos cachivaches disciplinantes y correctores de grasas superfluas, miembros los cuatro asimismo del club de golf El Paraíso. Qué ejército de prohombres, de sobresalientes ciudadanos, y sin embargo, con hiriente y hasta dolorosa intuición, el testigo los supuso ladinos, duales, de vuelta de ellos mismos y las ambiciones de cuando jóvenes, de cuando entonces, ahora sepultas por el éxito. Pero sobre todo emanaban casi por igual la seguridad del dinero suficiente, lejos todos de una precariedad sustancial y de la sordidez y cuidados de una clase baja atenta al menudeo, ellos eran divertidos y confiados, ricos e inconscientes después de todo, sólo ricos al fin, o sea, hartos de buenos caldos e ingeniosas gastronomías, amantes de buenas ropas, yonquis del delicioso licor del olvido y el desdén indiferente hacia un mundo mal hecho que se obstinaban en falsificar mediante sus ricas billeteras y los hábitos nobles, efímeros no obstante (la muerte iba a igualarles sin cortapisas al borracho mendicante debajo del puente agarrado al cartón de vino peleón), recipiendiarios de dones y mercedes, retoños de familias pudientes, atildados escolares de un colegio prestigioso y más tarde estudiantes sin agobios en fáciles universidades, consortes de matrimonios linajudos, vigilantes escépticos de los hijos adolescentes, habitantes de despachos luminosos y minimalistas, hedonistas confesos por entero, y, qué despropósito, aburridos, decadentes, directos al hastío. Saber eso. Saberlos por haber sido como ellos, por serlo y serlo desde niños, príncipes de religión, meriendas nutritivas, televisión en blanco y negro y una serie de hilarantes mapamundis coloreados absurdamente, serlo entre los sollozos inexplicables y contenidos de Garrigues Faus (ahora obispo auxiliar de Bilbao), la ausencia miope de López Ferrer (concejal y adúltero reconocido), la dispepsia de Castillo Bosch (le libraba de la gimnasia homicida a primeras horas de la tarde densa y luminosa, todavía con el arroz con pollo o la lubina grasienta en la boca del estómago) o los ojos desmesuradamente abiertos de Estellés Grimau, año tras año el más enclenque, nervioso y asustadizo de la tropa de los A-M, que, quién lo iba a decir, acabaría en Nueva York de conspicuo funcionario de la UNESCO. He aquí, en definitiva, la Asociación de Antiguos Alumnos del preclaro colegio de Santo Tomás de Villanueva de los PP. AA. de Valencia, en el año de gracia de 2002, promoción del 77, aula A (apellidos A-M): celebran los 25 años de graduación, atónitos unos o con falsa sorpresa otros, contienen las risas al descubrirse y reconocerse entre sí, tan mismos y a la vez tan raros, sólo un rasgo familiar, una mueca que de pronto se hace recordable, hasta puede que un olor, un aroma de familia, todas las familias de bien con rentas consolidadas a lo largo del tiempo tienen su propio olor, unas diferencias físicas que, pasados los años, si no ocultan disfrazan al arcángel, a los niños de seda y oro que uno podría recordar de cuando entonces, cuando crisálidas felices, ahora sorprendentes y confiados adultos discurriendo a la luz celestial de un plácido día de mayo y pensil florido, en camarillas, en parejas, charlando desenfadados delante de la esplendente conjunción de metal dorado, nogal y cristal traslúcido de El Ciervo. Bienvenidos al mejor restaurante de la ciudad, o al menos, tratándose de vosotros, uno de los más caros, insultantemente caro, exquisito y desafiante en sus variopintas raciones, hechuras de una materia comprada fresquísima en el Central y adobadas en la oscuridad interesada de unas neveras sometidas al control de los precios del mercado (Brell sin duda festejaría en los secretos juegos mentales de su pensamiento las estéticas creaciones como nacientes de una metafísica del gusto), pues todo, eh Lara, todo tiene su precio. Lara Briz, el gordo parlanchín, economista, habla con uno, ¿Crú Valdivia, el piloto? Es él, en efecto, ha venido ex profeso él sabrá de donde, bastante encanecido, por cierto, a nuestra Valencia de los pecados para la comida conmemorativa, ambos están en compañía de Guillén Bernard, diputado y cauto, y Llobat Doménech, artista híbrido, y cerca de ellos, restregándose las manos nervioso, con una expresión de susto en la cara, el chivato inveterado, pío, pío, yo no he sido, Martínez Palau-Lanza que escruta (?) una de las sillas con sólidos brazos  almohadillados y curvados, madera de cerezo y tapizado floral de un pálido decadente donde sentará su culo fondón, descansará su corpachón de jurista glotón y artrítico, su abulia irremediable de esposo impotente (¿no te lo confesó Montaner Calatayud, su eterno amigo con su media sonrisa de funcionario monótono y displicente?: ese desgraciado no pega un polvo desde hace años) y hombre acabado a la postre. Bienvenidos. Bienvenidos y bien hallados y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. La fiesta colegial y agustina continúa. Más allá de la voluminosa dimensión de Lara Briz, algo escuetos y difuminados por la confortable penumbra, García Corrons, Mir Alfons, Cano Monrabal y Martínez Simó (centenares de sobresalientes, decenas de diplomas, sonrientes retratos una y otra vez desde el ovalado marco dorado del cuadro de honor del colegio en el vestíbulo de mármol presidido por la pétrea escultura del gran santón de la orden) hablan entre ellos, ya eran así antes, de cuando aquel tiempo, alumnos bien peinados a raya, con su estilo de ademanes suaves, de mesuras y silencios educados, sin gestos torpes o de grosero destiempo, circunspectos y aplicados, infantes trigueños, pequeños dioses objeto de las miradas resbaladizas y viscosas de los curas, frailillos y frailones toscos descendientes de familias castellanas pobres destinados al litoral radiante y voluptuoso del Levante, que excitaban su oscura líbido fijando los ojos lacrimosos en las piernas al aire y sin vello de esos niños prohombres del mañana, hoy lejos de aquella asechanza alevosa y de la colonia a granel de los años sesenta, bien aliñados en el año dos mil con el perfume del frasco de fina estética y precio extravagante, gratos efluvios de mezclas exóticas, inimaginables entonces en la era del Heno de Pravia y las colonias de hierbas, conjunciones casi alquímicas, fragancias en las que se combinan elementos insospechados como raíces de jengibre, cardamomo y pimienta bourbon, mixturas magníficas y originales en las decenas de perfumes pour homme donde elegir. Perfumados suavemente, bronceados o macilentos (qué le vamos a hacer a pesar de todos los pringues y maquillajes), he aquí a los míos (?), compañeros del alma, compañeros. Profesionales liberales los más, altos funcionarios, negociantes afortunados, empresarios de éxito a través de oscuras compraventas de licencias de exportación, una ringlera de brillantes licenciados y doctores en Derecho, Dirección y Administración de Empresas, en Ciencias Políticas, tres telecos, un par de ilustres emigrados arquitectos con despachos en Zurich, Chicago y Singapur y algunos extraviados en Filología que pronto recalaron en cátedras llevaderas, un juez y un abogado del Estado y hasta un alcalde de la ciudad que arteramente próximo ofrece una sonrisa de complicidad, más por el pasado del que aún siente alguna rancia nostalgia que por su presente organizado de horarios fáciles, comilonas, dinero seguro y sectaria publicidad en los diarios locales, pues, solícito, suele inaugurar sin discriminar en absoluto tanatorios y tiendas de lujo de logo supremo en busca de predicamento. Los observo charlar al sol, camada reluciente en la cálida mañana del sábado de gloria, al notario Martínez Rius, educado y servicial, alto y delgado, con el pelo entrecano resbalando graciosamente a un lado de la frente, de ojos vivos y amigables, sin el menor atisbo de doblez o preocupación, al neocirujano March Solvi, de escasa estatura, pausado, con una mano en el bolsillo del pantalón, dueño todo el tiempo del mundo y mostrando la pacífica sonrisa del que sabe que el cuerpo es miserable juguete de un azar genético o víctima  fatal e  inesperada de un accidente vascular, y he visto a Linz Marini, hijo del cónsul argentino de por entonces, pulcro judío, secreto, inexpresivo, años más tarde embajador él mismo en algún país de Oriente, a ellos, y a otros como ellos, mientras aguardan a algún rezagado, o al que no ha de venir y no excusó previamente su ausencia, o al que ya está muerto pero no acabas de creerlo del todo, ¿muerto Granell?, ¡pero eso es imposible, no me lo puedo creer!, ¿muerto Feliu?, hijos predilectos de la luz todo en ellos aparenta, fulge, adorna la forma, las figuras se amoldan a la brutal claridad del mediodía como si los linajes y las fortunas de antaño -de la ya lejana, oscura y poco creíble postguerra tardía- salvaguardaran de la penumbra y la estrechez plebeyas, de la arruga proletaria, y hablarían uno del hijo descarriado (mas no del todo) y el otro de la hija rebelde y huidiza pero que nunca falta a la hora faulkneriana de la comida a la mesa bien provista, ambos recuperables, faltaría más, ya enderezarán con los años, no existe la revolución, ninguna de ellas, debidamente aturdidos (hoy, pero no mañana) los vástagos por el alcohol, las drogas de diseño o la ilusión de internet, inmersos en la cultura del consumo y el desperdicio, del mucho dinero sobrante y la sobreabundancia, del obligado y mudo olvido de unas ilusiones malogradas por el fácil disfrute, la desgana y los estudios llevaderos en mediocres facultades de unas universidades faltas de rigor, mortecinas y endogámicas. Hablarían sin duda de unas esposas fatalmente marchitas, de sus cirugías correctoras y sus maquillajes patéticos, de sexos hastiados por la costumbre y los años, hablarían de automóviles de importación (renovados cada cuatro años) donde el elevado precio de la marca y una tecnología de constante vanguardia nada pueden con la audacia de unos carpetovetónicos ahora enriquecidos y sobrados de talento, audacia, picardía y cashflow, todos tan lejos del desahucio… He aquí el ayuntamiento de mis compinches, camaradas de antaño, reconvertidos fantoches en el presente de aquellos niños gráciles del pasado que todavía me saludan desde las páginas de los ostentosos y orlados anuarios del colegio. Una vez en el interior, iluminado sabiamente con luces tenues y contrastadas sin violencia, comienza el ritual, la trampa de lo comedido entre sorbo y sorbo de los caldos de la mejor de las bodegas y bocado y bocado de unas viandas febles aunque de vistoso trazo, y el rosario de los recuerdos y las anécdotas parece elevarse como una columna de humo embriagador desde la docena de mesas redondas diseminadas ordenadamente por los dos comedores, se evoca la ristra enumerativa de las fiestas de antaño celebradas, los finales apoteósicos de curso y las competiciones deportivas colegiales, se rememora el nombre de los dómines, los apodos, las jetas y los vicios, los olores y las manías de unos sacerdotes, prefectos, frailes, novicios y fámulos derrotados finalmente por la falta de fe, abocados a la inevitable pederastia, una propensión que penetraba casi en sigilo, aviesa, apenas perceptible al principio, inconsciente, apoderándose casi sin transición de un deseo todavía equívoco y nebuloso pero ya deformado a su pesar por las infinitas imaginaciones nocturnas y solitarias, pronto larvada sin aviso la atracción sexual que niños y adolescentes ejercían sobre ellos para finalmente declararse sin reservas, invencible la carne al fin, devenidos acechadores de la inocencia próxima de fácil dominio, al alcance de la caricia, ojeadores sin apenas disimulos de víctimas tan accesibles confundidas por la autoridad de la sotana severa y el sibilino proceder del dómine: ojo con el Balbino. Pederastas, tímidos al principio, temblorosos y febriles, asustados de su propia bajeza, y luego perversos, refinados e impunes, inatacables, incólumes merced al hábito y la capucha encubridora con que su orden les privilegiaba y su ministerio imponente les protegía: la época y su oscuramiento les defendía sin recatos. L. C. y H. B. y A. F., quizás J. S., tocados por su gracia en mala hora: homosexuales avergonzados sin razón después, humillados y violentados en su buena fe, ocultos de por vida en virtud de una educación tempranamente errónea y mezquina, torcida por las primerizas confusiones y los manejos de los maestros terribles. Vi a H. B. con los pantalones y los calzoncillos bajados en el lavabo de un extremo del pasillo de la segunda planta, donde las aulas de tercero y cuarto de bachiller enterraban en esas horas de la tarde morosa, desfalleciente y cálida de junio a los alumnos desganados e indolentes, lánguidos y resignados, vi al melifluo y miedoso H. B. con el tronco inclinado, las manos apoyadas en las baldosas azules, junto a la pileta del lavabo, entregando el redondo culo rollizo y rosa, indefenso y púber al padre J., jovencito aún, de veinte y pocos años, recién ordenado, de tonsura precipitada, a punto de la penetración, la sotana a la espalda, sin prenda ninguna bajo ella, al aire su propio trasero de homosexual empoderado sin trabas pusilánimes disfrazado de cura, su perfil encendido y en éxtasis, su pene pequeño y rígido al aire que yo descubría por la rendija de la puerta, a punto de hincar el órgano pudendo en el ano del colegial, al aire los dos a la visión de Dios… o a la del padre Santo Tomás de Villanueva, tan testigo y mudo en su envoltura de mármol agustino. Y veo ahora a H. B. con los ojos cerrados llevarse a la boca de finos labios la reliquia de uno de los primeros platos servidos que todos sin excepción regamos con un blanco exquisito, afrutado, de cuerpo fino y bellas transparencias, un caldo reposado de los pámpanos sagrados con reminiscencias de ladera soleada, de frutos de secano aligerados por el aire de la sierra y un humus fresco de raíces montaraces, con la persistencia aromática de las fresas salvajes y las bayas silvestres de monte agraz luego de una lluvia de verano, de antigua crianza, un blanco tan lejos de su mágico y durmiente proceso allí en las mesas redondas de El Ciervo: 150 euros la botella. Vi a Gausa, que colocaba parsimonioso la servilleta de tela bordada sobre los muslos, y a Grau Espill, bajo y gris, bolsista muy afortunado y bastante cobarde, jamás perdedor, y a Gross Banley de origen anglosajón y vara germánica de ocultas vetas judías a su lado (sempiternos compañeros de pupitre), experto en solares y recalificaciones, que miraba en derredor con la suficiencia del experto desdeñoso, refinados todos, se diría que imperecederos, finalmente culpables aun por el único hecho de haber llegado hasta ahí, hasta ese día del Señor de 2002 indemnes y saciados de logros y de vida bien colmada. Veía a los camareros vestidos de chaquetilla blanca y pantalones negros, serviciales y sobrios dominós que atendían las engalanadas mesas, esparciendo por la atmósfera de sutiles reflejos dorados un inesperado e inefable olor de los complejísimos manjares mientras sostenían los primeros platos con la raciones del menú degustación, delicadas porciones de gran mesura elaboradas mediante raras combinaciones que proponen a los comensales una experiencia casi espiritual, una sucesión de sensaciones que borda una técnica culinaria tan cerca del asombro como del fiasco: nueces guisadas con flores, raviolis de mantequilla con erizos, limones confitados, carpaccio de crustáceos con yuzu japonés y aceite caliente por encima, ostras ahumadas, caviar dulce, helado de romero, una galanura de aromas y sabores que se sustentan de una ecuación armónica donde lo frío con lo templado, lo suave con lo crujiente adorna unas texturas comestibles que abocan a la perplejidad, fusiones  que, alertados sin duda por anteriores experiencias alimentarias y olfativas, a ninguno de los priviligiados comensales causa el mínimo desconcierto. Luego del indescriptible yantar de privilegiados, exalumnos de todas las galanuras físicas, intelectuales y de clase, se hacen hueco las licencias a cubierto de las miradas censoras de la calle, las fáciles concesiones sin asomo de la menor hipocresía: las volutas fragantes de los enormes puros habanos elaborados por las más viejas y hábiles manos de las torcedoras cubanas se adueñan del aire viciado por los alientos de una exquisita glotonería ya satisfecha que el aroma de los diferentes cafés atempera, se departe con el estómago no del todo ultrajado a lo largo de los años por las grasas y los hidratos de carbono (mañana, obligado sopicaldo vegetal y pescado hervido: si así hubieras cenado, no comieras ahora así, sabio quevediano), embelesados todos los ilustres antiguos alumnos por las volutas balsámicas de los tabacos, tan agradables y narcóticas, por las copas de licor y la luz tamizada proveniente de afuera tan aderezada de primavera, surgen las voces susurrantes, libres del temor, de la intemperie, nunca una octava de más, nunca maleducadamente elevadas de tono, sabed: Tu Colegio: donde quiera que estés compórtate como alumno digno de él. Ah, lujos de lo pertinente, todos encamados en la inconsciencia más ciega, en la España más irreal, surrealista, clamorosamente cruel y agustina: Un padre compró por 6.550 pesetas un piano para su hija, pero ésta murió en seguida en un accidente, y el padre vendió el piano por 4.825 pesetas. ¿Cuánto ha perdido el padre en la venta? (Aritmética Primer Grado, página 47, Editorial Luis Vives, Zaragoza.) Ahí mismo empezaría el verdadero aprendizaje de las pérdidas. Lo veía a él, tan nítido, y no me atrevía a acercarme, un molesto pudor me inmovilizaba en el cerco protector de Hernández Ros y Craner Buigues, de Jura Valls y el cojo Mira Dolçs, apresado en una conversación correcta, pulcra e inútil, azorado yo como estaba de adivinarle no sólo displicente y al cabo de la calle, a fin de cuentas eso mismo había sido toda su vida desprovista de una vocación acuciante y salvadora, sino absorto en asuntos mucho más lejos de los de hace veinticinco años, sin nada que reivindicar de aquel tiempo y aquel colegio religioso gris y opresivo, de cursos inacabables, castrador sobre todas las cosas, sin nada probablemente que envidiar de aquellos condiscípulos suyos y míos tan pronto a caer en la trivialidad como en la más selecta y refinada de las adicciones materiales que sólo el dinero, y no el goce intelectual, podía proporcionar. Lo veía a él sin saber en ese momento lo que sucedería tiempo después, lo que hoy sé, cinco años más tarde. Sé, pues, pero lo sé ahora, que durante aquella comida su pétrea intimidad mental, y, por supuesto, la física, repugnaría de esa historia colectiva, menuda y anónima de todos los exalumnos, que se regocijaba en identificarse en unos iguales, verse en el espejo triunfante de los otros a la vez que éstos se veían en los ajenos, en arrogarse unas identidades que otras casi gemelas les confirmaban y les proveían de unas coartadas morales y sociales y hasta ideológicas para poder seguir adelante sin hacerse demasiadas preguntas acerca de lo que uno era, de lo que había esperado ser en realidad, de lo que más tarde o más temprano se había convertido mediada ya la existencia. Unas historias personales y culturales mínimas que pretendían consolidarse por lo regular en idénticos tótems. Lo veía a él, lo había visto todo el tiempo, afuera del restaurante, y ya en el interior del comedor, imprudentemente sentado en compañía de Muñoz Rigaud, Martín Segarra, Grau Hernándiz y Giner Bort (los asténicos de todos los cursos, soporíferos y monosilábicos), los cinco en torno la mesa redonda (¿de qué demonios hablarían?), nuestras miradas se habían cruzado un par de veces: lo veía a él, Ignacio Brell Gay, sólo cuatro pupitres delante del mío a lo largo de años de colegial y bachiller, el compañero sobrio, seguro de sí mismo, tan atractivo y delgado (seguía siéndolo), serio, autosuficiente y adelantado (a los quince años le descubrí bajo la tapa del pupitre una biografía de Stendhal oculta entre el diccionario de latín y el sectario libro de lecturas del F.E.N.), quien siempre me auxiliaba en los trances más ignominiosos, el que sin dudarlo siempre salía en mi defensa ante los acosos cobardes y repentinos de la caterva de bravucones en las frecuentes y explosivas peleas en el patio de recreo. Juntos solíamos regresar a casa al término de las clases, en un paseo lento al mediodía o al atardecer que, sin embargo, nunca fraguaría en una amistad sólida ni alentaría la íntima confidencia. Por entonces, aunque por poco tiempo, los Brell vivían en el mismo barrio que el mío, a un par de manzanas una casa familiar de otra, y al llegar al cruce de Jesús con Ramón y Cajal, nos despedíamos cortésmente como dos caballeros bien educados que, pese a todo y a su condición de condiscípulos, acabaran de conocerse y del que poco sabían uno del otro por no pecar de indiscretos. Años después, ya adultos ensimismados, liberados definitivamente del colegio y una adolescencia engañosa, nos cruzamos tres o cuatro veces en algunas calles de la ciudad. Él iba siempre con libros en la mano, con indudable (pero consciente en todo momento de lo que veía, yo eso lo sabía) aire despistado. Al principio nos saludamos moviendo la cabeza y cada uno proseguía su camino, pero en la última ocasión, aguardando el cambio de disco en el paso de peatones de Caudillo (entonces) con Barcas, uno frente a otro, ambos fingimos no habernos visto. No coincidimos jamás en ningún acto social o cultural, y los dos carecíamos de amigos comunes, salvo los conocidos compañeros de promoción colegial que, pronto, ay, demasiado pronto, desaparecerían a su vez bajo la marea de las consecuciones, los logros y los casorios, las obligaciones y las falsas necesidades de los selectos, hasta que alguna reunión de antiguos alumnos, alguna conmemoración, como ésa que ahora nos reunía, única y ejemplar, veinticinco años de graduación colegial nada menos, impresionante, eh, Montaner Romá, qué te parece, quien iba a decirlo, nos congregaba a los supervivientes de nuevo, amontonaba a esos aseados cuarentones bien vestidos a las puertas del restaurante ya por completo saciados, algo perplejos no obstante y, con toda probabilidad, asustados en su fuero interno al mirarse unos a otros, pues el tiempo, peroraba Mir Ripoll, o cualquiera de ellos, quien fuese, no se detiene, todo lo mata, acaba con todo, qué extraña sustancia la del tiempo, tan invisible, tan diferente a la materia que nos lo traduce a los ojos, y nos hace consciente de su decurso, del pavoroso poder de transformación que tiene sobre todas las cosas. Crecen, cambian nuestros hijos, se mudan en algo desconocido cercano o inexplicablemente lejano, ya son como éramos nosotros, y a veces hasta nos seducen por eso, crecen las cuentas corrientes que aligeran pródigamente las tarjetas de crédito, crece nuestro prestigio, crece la suma de nuestros días, la adición indeseable de años que engordan a aquellos niños y adolescentes que éramos, todo se empeña en sumas, un crecimiento metástico contra el que nada pueden hacer ni siquiera el gimnasio ni el estiramiento del pellejo ni los vaciados de grasa de tu esposa o el mismo divorcio que abriera otras cien puertas o las coyundas con jovencitas que pudieran ser tus hijas, y nos resta la vida, una suma que no decrece hacia atrás, que se dispara imbatible hacia delante, una flecha estirada hasta los deterioros y concluye en el estropicio final, hasta la nada inconcebible, hasta la oscuridad. Lo vi, y era él, pero era otro él, con algo o mucho a cuestas de aquel del tiempo antiguo y colegial, con otras cosas menos, porque todo lo nuevo u obsceno y abyecto, o bueno o noble, o reiterado hasta la náusea, también nos arrebata algo de lo que fuimos, lo vi y encaminé por fin mis pasos hacia la figura tranquila y reclinada, lo vi rotundo y fascinante, sobre todo poderoso por la inaccesibilidad que siempre había impuesto a los demás sin apenas haberlo creído él, por todas las imaginaciones y cábalas que le debía desde que dejé de verlo y empecé a ideármelo, a suponerlo en mis mentiras y conjeturas, se apoyaba perezoso ahora contra la pared cercana a la puerta, con las manos a la espalda, aún con un sobresaliente flequillo encanecido que se agitaba por la brisa reconfortante, desabrochado el botón superior de la camisa de mil rayas, aliviado el nudo de la corbata azul, elegante y sin descomponer en ningún momento la expresión divertida y cómplice, le mesura intacta y cuidada tras el copioso almuerzo regado por los vinos, enderezándose, medio sonriéndome al ver que me aproximaba a él. Todavía eran las palabras de rigor, las primeras preguntas, los ojos escrutadores y al tiempo amables, la mano que se tiende al otro, y aquella complicidad de agustino tan añorada, ay… Y Lara Briz por detrás, la mirada irónica y algo censora, con la voz gutural demasiado definitoria, perfectamente vocalizada, la que ya proclamaban sus años escolares de sabelotodo convulsivo, de gordo burlón, se chanceaba a nuestra costa, nos señalaba con el dedo, entrecerrando los ojos, mirándonos cínico y provocativo, elevaba las cejas y extendía la sonrisa en su rostro de papá Noel, orondo y satisfecho, buscando la aprobación de quienes nos rodeaban, la mayoría en mangas de camisa, bien comidos y bien bebidos, escuetos de sudor y perfume varonil a estas horas tan doradas ya, con las ligeras chaquetas de suave tejido de entretiempo al hombro, alumbrados aún por el cobre del sol vespertino, con ganas de aplaudir las gracias de unos y de otros pero a la vez con ganas de volver al redil, al corral de la profesión y la familia, de la costumbre horaria y el rito encubierto, de la confortable rutina y la despreocupación que, en definitiva, no dejan de sentir quienes nada temen de las inclemencias del futuro salvo el accidente o la traición silenciosa del cuerpo, del inmisericorde paso del tiempo, mirad a estos, decía, están como siempre, miradlos, parece como si a estos dos nunca les pasara nada. El gordo Lara Briz tenía razón respecto a mí, nunca iba a ocurrirme en la novela de la vida nada extraordinario anclado como estaba en la molicie diaria y aburrida, acomodadito junto a la mesa camilla, refugiado entre libros, pues soy el espectador pasivo que observa atentamente la función, la comedia o la tragedia, cazador de monstruos, siempre con el cuchillo  de papel entre los dientes y la televisión encendida, y, al cabo, no aplaude, no niega, no otorga… En cuanto a Ignacio Brell Gay…

¿Qué quieres ser de mayor?, le preguntaba el guionista, esbozando una sonrisa pérfida, una mueca sardónica.

¿Qué quiero ser de mayor?

(Nos preguntábamos él, Brell, y yo.)

Eternos, respondíamos los dos, niños sabios y descarados.

Así zanjábamos todo falso entretenimiento.

¿Qué historia del arte, de las imágenes del hombre y sus asuntos dispares, puede enseñarse en el siglo XXI, en el año 2008, por ejemplo?

Bastan cinco minutos de televisión para que un tipo parlante cualquiera autodenominado artista, mirando fijamente a la cámara del piloto rojo, que no a tus ojos, convenza a los que contemplan la pantalla desde los homicidas sofás de sus casas que no necesitan pintar un cuadro o alzar una escultura como prueba de su aserto para declararse como tal, artista.

¿Tú me crees?

Estoy dispuesto a creerlo. (Córtate la lengua, como Timischa.)

¿Qué otra cosa podemos hacer?

Siempre se termina creyendo aquello ante lo que parecíamos más inmunes.

Eres lo que ya imaginabas que eres.

Oye, Loyola, guerrero y místico…

Bonita combinación…

Ellos lo creen. Religiosamente. Estarían dispuestos hasta a pagar por creerlo (aunque no para ver la televisión de pago: harían sus trampas).

Pero ¿todavía existe alguien que no crea lo que anuncia la televisión?

La fe es nuestro combustible.

La fe es el linimento en virtud del cual se te hace llevadero el pensar que a lo largo de tu vida ganas todas las batallas, y que al perder una sola de ellas, la esencial, pierdes la guerra.

La fe es el bálsamo de Fierabrás: cura de todas las evidencias.

Me gusta la televisión, dijo.

Me gusta creérmelo todo, repitió.

Un mundo perfecto.

Un artista que enlata su mierda o mea en sus cuadros o al desgaire salpica de teñiduras los lienzos tendidos en el suelo o embadurna su cuerpo o... 

Ahora toda estética enfanga y pudre sus fundamentos en una sedimentación sofisticada que tiene tanto de hastío, subjetivismo lúdico y espectáculo como de imprevisión y chulería.

Estos son los tiempos y su estilo.

La época.

Esa es la cosa.

¿Qué puede enseñarse (o, mejor, mostrarse) a unos tipos que sólo aspiran a convertirse ellos mismos a tenor de los mínimos esfuerzos que practican durante su aprendizaje académico en parte de esa historia, en alinearse en la nomenclatura moderna de un arte y sus ocurrencias con las puertas abiertas de par en par no ya sólo a lo extravagante sino a lo moralmente abyecto por neutral y a una frivolidad social que raya el cinismo pero que proporciona una pasta gansa?

He aquí un cadáver momificado: Medalla de Oro.

He aquí contenida en un frasco ovalado mi orina teñida de verde y azul: Medalla de Oro.

He aquí La Gran Vagina del Mundo, entrad: Medalla de Oro.

Al ser naderías o malogradas artesanías lo que perpetran (una prolongación de sí mismos, en definitiva), los alumnos del señor profesor titular doctor en Bellas Artes Ignacio Brell Gay no serán personajes atrabiliarios o singulares, atormentados o abocados al suicidio: lo trivial endurece los corazones y aleja del drama y el fatalismo. La autodestrucción no tiene ninguna gracia, salvo que se halle bien lejos de ti, como la desgracia. Estos se adaptarán de una forma u otra al mundo real, al de los precios, el mercadeo y el compromiso: no dejarán de pagar las facturas ni de llenarse la panza aun con la biografía del señor Pollock en la mano y el tenedor de una, dos o tres estrellas en la otra con el ojo puesto en el álbum de las visiones solares y nocturnas del pobretón y desmadejado Van Gogh. Para sus adentros, dictaminarán sin concesiones: unos tipos trágicos estos dos pintorzuelos, unos tipos mierdas, unos aguafiestas de los cojones, unos tocapelotas y además unos inútiles, unos muertos.

¿Artista pobre o suicida?, un jodido cantamañanas, un  llorica, y al final (que siempre es pronto) un muerto bien adobado por sus complejos de picha corta o por sus faltriqueras vacías. El payaso artista, al menos, que sea una inversión. El arte, como la Tierra alrededor del sol, no se mueve a lo loco: hay un orden cósmico (dice él, Boceto) .

Ser artista es ser feliz. El arte es feliz. Y es importante, casi tan importante como la televisión o el penúltimo restaurante de moda o la bodega de tintos de la cata de la semana pasada o los últimos zapatos italianos a estrenar, tan importante incluso que el mismo sofá de cuero pulido y teñido de blanco donde asientas las posaderas.

Esos tipos, los artistas contemporáneos, reconoció con indecible desdén (divertido), se han adueñado de un imaginario esencial a la vez que espectacular: proclaman y exhiben una comicidad visual que al mismo tiempo genera cuantiosos dividendos.

Es la ecuación perfecta.

La invención más apabullante del siglo XX y sus tecniquerías, pues al margen de lo materia y lo tocable, susceptible siempre de perfeccionamiento y bien pronto sustituido por nuevas y más decididas ocurrencias, la industria que alimenta lo espiritual, y tal es el arte en realidad aunque sea sólo sea por el envase con que se nos ofrece, es la que verdaderamente continúa haciendo evolucionar al ser humano desde que asió el primer palo de adecuado grosor y propinó el primer golpe homicida en el cogote del prójimo más cercano y más desprevenido.

Paso a paso hasta la imaginería y la fiesta objetual tan pueril de nuestros días. Fiasco o no, espectáculo o ingenio, al cabo arte denominado y certificado por gente autorizada y garante que invita a otros a pagar. ¿Vas a saber tú más que ellos?

Innegables atractivos los que deparan unas actuaciones plásticas de basural que, chamánicas, a través de una liturgia sacramental supuesta recobran el sentido religioso más primitivo, cuando la hoguera, la cueva, los signos del papiro, los sugestivos colores que ennoblecen muros italianos, o la subyugante imagen plasmada al óleo del lienzo medieval, como una piel sagrada que revelara trasmundos, lo sobrenatural, el azul.

Artesanías flamígeras (recordó que dijo un tal bromista).

Lo que alumbra de veras el arte es el entretenimiento. ¿Tú te diviertes?

¿Cómo evitarlo?

Que sufran el cirujano o el contable, el tendero, el sastre y el leguleyo. Un dios creador puede bostezar de hastío, pero no sufrir y ponderar escalofríos como cualquier mortal entregado a cálculos mezquinos y apabullado por temores ridículos.

Claro que me divierto, a despecho de la máscara de solemnidad que inviste mi rostro vulgar (tan vulgar como el tuyo).

La mojiganga se pone en marcha.

Lejos del drama, irrumpe una historia del arte tan apetecible, tan rebosante de modelos a imitar, actitudes que secundar, gestos que copiar, millones que ganar…

Me llamo Jeff Koons, como todo el mundo.

Y sin la humildad del propio Erik Satie.

La mejor revolución estética es la que se queda a medias, sentenció Boceto, profesor medio borracho y chulesco, aunque imperceptibles ambos estados de conciencia (había comido ese mediodía un plato bien colmado de arroz con coliflor y bacalao ayudado por una botella de vino blanco, que se bebió entera, y regusto generoso en Cuina, uno de los restaurantes de moda de la zona de Viveros: palió la tosquedad de ese plato un licor de hierbas y el sofisticado postre, naranjas acarameladas a la nata y miel) una tarde lánguida, invernal y lluviosa de hace algunos años a sus boquiabiertos alumnos, que le escucharon con una irreprimible expresión de incredulidad en el rostro, casi comparable a la grisura impenetrable de más allá de los cristales de las grandes ventanas. Sentencia… y condena.

La alumna aplicada que-no-llegó-a-ser-artista-genial pero que escribía un diario, y no a escondidas, referente a sus andanzas por la facultad de Bellas Artes y sus fechorías de fin de semana, confesó esa misma noche en las páginas de delicado tono hueso de su moleskine: …I.B. dijo esta tarde en la clase que el mejor arte es el que se queda a medias

Así se escribe la historia.  

Y le pusieron de apodo Boceto.

Boceto se embolsa 50.000 euros netos al año (más fungibles y otras cantidades de libre disposición) por siete horas de clase (?) ¡semanal! Podría agregarse la tutoría entretenida y liviana, la fatigosa corrección de las dos o tres tesis doctorales que dirige durante el curso académico (veinte semanas), aunque lo cierto es que se limita a hojear muy por encima las notas a pie de página para verificarlas en su ordenador (y apropiárselas) y llevar su atención a los títulos comentados (así se ahorra su lectura) de la bibliografía añadida al final de cada capítulo por imposición metodológica.

Adelante, muchacho, anima al doctorando, futuro doctor en Bellas Artes y Milagros Afines, al firmar sin instrucciones ni reparo ninguno la libre convocatoria para su lectura y defensa ante el tribunal de esos cientos de páginas inútiles de críptica redacción académica que acabarán en las tripas de un sótano.

Un par de charlas en la ruidosa cafetería de la facultad y alguna mirada libidinosa proyectada sin disimulo a las sedosas y bien torneadas piernas de la alumna necesitada de consejo (?) en el despacho tutorial decorado de gruesos volúmenes, vistosas monografías y algún grabado indescifrable, acaban de completar su jornada laboral.

Adiós, y hasta la semana que viene, lumbreras: siete días para la próxima nómina…

¿Qué os place, genios?

Pero ¿de verdad quieres saber algo, antiguo? ¿Te has lanzado a la tierra montado en un puto meteorito?

Lo quieren todo: en la vanguardia, en primera línea de frente, no hay alternativa posible: matas y te matan. Eso es todo… en el arte. Porque respecto a cualquiera de las demás guerras, incluida la autodestrucción o el hastío con la barriga llena, se declaran pacifistas, nada de sangre o conquistar colinas enfangadas, se quieren mucho, rozan lo hipocondríaco: jóvenes y bellos viven al sol, se adoran en el embeleco, a través de los cuerpos insanos y exigentes se reafirman artistas y pequeños diablos en las noches de los jueves, de los viernes y sábados: estiércol para otros, los que sí serán alimentados por ese detritus.

Como el arte es un remedo o una copia falsa de la realidad más o menos reconocible, ellos son fantásticos falsarios. El arte, dejada atrás la artesanía, es espectáculo. Lo que distingue a Goya del oficio de su suegro Bayeu es el teatro de éste. Cierta prosopia… o el descuido y la falta de miramientos superfluos: el genio.

El carácter es la linfa que recorre la sangre del artista.

El verdadero arte es estridente (aun en el silencio).

Profesor, háblenos de Goya.

Y Lucientes.

San Casiano, protégeme hasta la muerte de los alumnos genios nada geniales.

Toma abundantes notas mentales con las que en días posteriores y lectivos resuelva más de una clase, así, como al desgaire, a lo tonto, y el mundo alrededor.

Observad los fondos de Goya, aconseja enigmáticamente.

¿Acaso lo sabe él? Pero… hay algo ahí, sí, cuidado con las envolturas, lo atmosférico y sus tintas simpáticas: un discurso.

Él enseña el camino para ser artista: todo recto a la derecha y luego unos veinte metros a la izquierda ¿Puede hacer algo más? ¡Vive dios, que no! ¡Por Júpiter, ni siquiera puede sancionar una vocación, enderezar un estilo o corregir un error conceptual! Sin modelos ni referencias como premisas correctoras, todo el mundo es capaz de andar sobre las aguas, volar por los cielos, milagrear, ser artista:

me llamo Jeff Koons, como todo el mundo.

2008: aún no es tarde, se dice.

Todo el mundo acepta lo del todo mundo.

En efecto, todo parece nuevo aún en este mes de abril pujante y lleno de luz. El  mundo está bien hecho, recuerda del poeta. Y, sin embargo, en ese diario intermitente en el que a modo de terapia inconfesa vuelca pensamientos, sucesos y temores, escribirá antes de acostarse, con ligero estremecimiento al saberlo irreversible, que por la noche, todas las noches desde hace tiempo, emprende un viaje a la pesadilla (de la que, escapando del monstruo, suele despertar sobresaltado y con la piel entibiada de sudor) o a la angustia (cuando el sueño parece tan natural mientras el loco vaivén de sus sucesos se desarrolla en la más absoluta irrealidad: la noche anterior disparaba un fusil de asalto contra decenas de inocentes que atravesaban un puente; más abajo, enrojecían las aguas).

Goya en 2008: borrad sus perfiles, estudiad los oros, los negros, el fuego… Despojad esos buenos goyas de sus vestigios representativos.

Goya: un admirable… ¡abstracto!

Brell en 2008: trepana en las molleras de los discípulos con un desparpajo teórico que derriba todas las academias, toda convención, cualquier posible atadura mental. Sois libres, he ahí el oráculo. Haced del arte la pura expresión de vosotros mismos, de vuestra identidad, de vuestra diferencia.

Una historia del arte… que verdaderamente son dos.

Dos, por desgracia. Una destinada a aquellos que nunca cogerán un pincel, embadurnarán una tabla, tallarán una piedra: la historia oficial bien engalanada con un envoltorio cronológico que la haga fácil de digerir con su dichosa temporalidad: pasado, presente y futuro todo a una; otra, guerrera y cruel, pero a la que nada humano le es ajeno y lejos del manual del inversionista. Aquella una tan precisa pero tan inocua, digna de registro u olvidable como la historia del vestido, la aviación o el arte del ajedrez. Esta otra, la de los otros: los que saben que puedes ganarlo o perderlo todo (a fin de cuentas, ¿no se pierde la vida por muchos cuidados que le pongas al asunto?). La historia del arte mal que bien universal que Ignacio Brell se empeña (o se entretiene) en propagar desde el simbólico pedestal de su aula a sus desprotegidos alumnos revela una inmisericordia que no apela al tapujo o al disimulo: hacer creer a los prosélitos de los encantos de una religión sin dios y sin reglas, ni siquiera normas, libre del todo, donde el único culto autorizado es a uno mismo. Brell desdeña la cronología, el estudio comparativo de los estilos, la progresión de las innovaciones formales y matéricas, rinde armas a la genialidad, al libertinaje fructífero, a la soberana imposición morfológica del ensueño, el delirio o escuetamente la ocurrencia singular. Admira el ludismo impenitente, estima sobremanera un historial anecdótico más que biográfico: ignora la fecha de nacimiento de Pollock, pero le complace comprender muchos de sus cuadros teniendo en cuenta el alcoholismo destructor del pintor, desdichado y suicida al volante del… arte. Tal vez aceptara este docente libertario y cínico el registro paciente de las obras de arte verdaderas, y no los meros testimonios de una época o una estilística general. Pero tampoco lo hace. Brell es el mejor camarada y cómplice de sus alumnos, recipiendario sumiso de lo estrafalario, lo divertido y lo imposible. A qué complicarse la vida. Se empapa de vinos baratos con ellos, debate naderías, se adentra en lo más intrincado de la semiótica artística, del conocimiento verdadero que él sí atesora y arroja en calculado parloteo sobre las mesas estragadas de los oscuros cafetines o desde los mullidos sillones del confortable Starbucks; anticipa el arte venidero y enaltece la valiente sabiduría de las vanguardias de antaño, las locas vesanias e inefables misticismos de Rothko, van Gogh o Nicholas de Stäel. Les habla del espacio donde versificar con excrementos, discursear con la materia proteica del desperdicio o de la tecnología más adventicia, de lo procesual como alquimia genial y efímera del artista, de la metáfora insólita pero a la vez tan próxima de lo arcano a través del simplismo de una instalación variopinta e indescriptible en la galería rabiosamente iluminada por los focos de 100 vatios y el añadido reverente que implica el propio lugar de exhibición. Brell cree en los artistas, cree en sus alumnos, ¿por qué no hacerlo?, adelante, genios. Pero Brell hace mucho tiempo que ha dejado de creer en el arte moderno (y quizás hasta en el otro, una sucesión inveterada y feliz desde la magia a la artesanía más apabullante: ¿se ha convertido en un reaccionario a estas alturas, en un retrógrado complaciente de melosidades figurativas?), al menos en el arte sacralizado de la subasta y oficializado por una crítica excesivamente entusiasta de la novedad, el que termina colgado en las paredes de los innumerables y despampanantes museos contemporáneos de unas hechuras arquitectónicas tan deliberadas, tan calculadas en su diseño, que pretenden ni más ni menos que alzarse ellos mismos como un objeto o espectáculo artístico parangonable a los que hospedan en su interior, que sería, pues, la  coartada que finalmente justifica su propia existencia como edificio. Brell no disecciona el arte, lo entiende indivisible, la creación de Picasso es la misma que el hombre de la gruta; la insania intermitente de Pollock, el mismo acceso violento del hombre cavernícola que talla la empuñadura del hueso afilado antes de traspasar con él al prójimo más a su alcance y más descuidado en un atardecer de amarillos, violetas y añiles. Existen múltiples historia del arte, un antes y un ahora y un después cuya lógica acrecienta o minimiza su estudio. Y existe la historia del alma artista, el curso milenario de una necesidad que miraba a lo alto o a lo más profundo de sí mismo a fin de huir de la oscuridad, la soledad o la pobreza de una realidad demasiado evidente.

Brell contempla su variopinto rebaño, colorista y ávido de su saber, pendiente de sus palabras: Son artistas, no alumnos, se dice caritativo. Como tales los trata. Su docilidad ante él no anticipa la clausura de los viejos saberes, parecen, al contrario, conformistas y educados, pero en el ánimo de todos ellos anida el apremiante deseo de detener adánicos, tajantes, el curso de la historia, precipitarla inmediatamente a partir de ese colosal parón y evolucionarla desde unas premisas que sólo ellos, cualquiera de ellos, uno por uno, construye caóticamente en su cerebro. Brell puede creer en todo eso, lo tangible, lo cotidiano, y espiar, como hoy ha empezado a hacer, a través de las puertas abiertas de par en par en su deambular por los corredores de la facultad en los talleres de escultura, los pocos que aún quedan, allí se modela con la arcilla que se acrecienta en los alambres alzados sobre los caballetes, se da forma a un modelo de representación o a una idea, se estructura la materia bajo reglas de armonía y equilibrio compositivos, curiosear el interior de las aulas de dibujo, donde todavía los desnudos estáticos de los modelos bajo la luz cenital dota de seriedad unas clases silenciosas y dignas, atisbar emocionado y perplejo en unos talleres de pintura donde el olor a óleo y trementina satura el espacio y los pinceles profanan gozosamente la blancura de los lienzos o las tablas preparadas con blanco de albayalde y las diversas cargas. No se sorprende Brell de ese aprendizaje técnico del pasado, de los restos de un arte artesano que proclamaba su sabiduría con el ojo puesto en el quehacer de unas épocas muy diferentes a las actuales, un simulacro de arte y unos procedimientos prestos ya a convertirse en pasto de aula de laboratorio (ha de desaparecer el óleo de esas clases de pintura, concluir la masa de barro en otros materiales flexibles que secunden lo ideal o lo metafórico), unos seminarios que honrarán a la palabra, y cuyas múltiples y polivalentes teorías sustituirán unas prácticas de asunción disciplinar adocenadas, desterrarán el pincel y el palillo, el grafito, el barro, dejará de hacerse arte para empezar a reflexionar sobre qué es el arte y a qué deseáis que os conduzca, una docencia que hará del pensamiento su modelo interdisciplinar, acomodaticio y plural de secretas referencias: pensaréis. Estad atentos a lo que pensáis, qué importa lo que veis. La historia del pasado la dejaremos en manos de los aficionados, esos adoradores de las necrópolis, los cementerios y los libros de reproducciones siempre en busca de una guía útil de advertencias y sobrada del análisis esclarecedor. Atended la teoría, los porqués, los cuántos, las razones que hacen de un hombre artista de las impresiones futuras y a la vez instituyen una estética radicada en lo más profundo de los interrogantes del presente y los patrones remotos de lo más oscuro de los tiempos, cuando la cueva, la mirada adánica, sobrecogida o gozosa, el rayo, etcétera.

Pasea Ignacio Brell su larga y delgada figura, su barba rala y elegante de cuatro días, los ojos divertidos y complacientes, la mirada que no rehuye el encuentro cordial pero que si no legañosa, sí cansada y huidiza, con las manos en los bolsillos del pantalón informal (de excelente paño y caída, de marca y abultado precio), perfectamente combinada con la camisa azul de cuello blando, despreocupado y sonriendo a un lado y otro, con todo el tiempo del mundo que depara el viernes, refrescado por la brisa de levante que nace del mar cercano, endulzada la mañana por el azahar que el aire parece descolgar de los naranjos callejeros y llevarlo hasta ahí, hasta esa vetusta facultad, ruinosa y vocinglera, pasea indolente, sintiendo la tibieza de la atmósfera impregnada de olores densos, ha acabado sus clases, 11,45, se ha desembarazado de la frívola e innecesaria tutoría en el mismo pasillo de paredes de un blanco sucio rebosantes de dibujos infantiles, rótulos y rayados rebeldes (que no revolucionarios) que demandaba durante unos momentos el muchacho todavía un lumbreras del arte tartamudeando ante él y quién sabe genio de cuantas cosas más antes de que el alambique teórico y enredoso de los colegas de Brell arruine sus expectativas, agobiado por los cartapacios y los libros recién recogidos de la Biblioteca Central de la Universidad, farfullando cualquier petición o sugerencia inocente, o bien inició el tiempo de tutoría en el constreñido despacho interior, desangelado y austero, bajo una luz de neón que mancha la retina de tristeza  frente a una walkiria moderna que, fuera de las horas lectivas, cabalga por las calles en bicicleta con la cabellera al aire y que, en el fondo, lo que de veras desea es despertar el interés de ese profesor Brell, tan sonriente, tan accesible y, sin embargo, tan distante e irremediablemente atractivo, tan lejos de todo y de todos a pesar de que no hace ascos jamás a una invitación al sexo por abrupta, arriesgada e impertinente que aquella sea, y que en un par de horas, que ha de distraer desprecocupado yendo de acá para allá en el interior del edificio, visitando aulas o talleres, viendo a uno o conversando con otro, o afuera, en el campus verde y entibiado por el aire de abril, almorzará con Paula, castellana señora del feudo, que a buen seguro ya le espera paciente en el mismo pacífico campus tomando un refresco seudoenergético en alguna de las terrazas soleadas. Comerán en el casco antiguo de la ciudad, en un restaurante de moda pródigo en ensaladas de frutas y verduras, especializado en zumos naturales y en combinaciones tan previsibles como pueriles e incluso ridículas: sencillas tostadas untadas de miel, gotas de aceite de oliva y aromatizadas con raspaduras de corteza de naranja y limón y otros sabores más secretos. Ah, Brell, qué vida apacible, qué vida resuelta. Podría pensarlo de ese modo sentado en el banco alargado junto a las grandes fotocopiadoras, delante de los largos ventanales que recaen frente al patio interior de la facultad, un detritus de vegetación polvorienta del que emana en todo momento un no sé qué de abandono cochambroso, una grisura contradictoria con la festividad colorista del arte y sus acólitos, cerca de cuatrocientos metros cuadrados inútiles a los que no se puede acceder ni siquiera desde los pasillos inferiores, una pecera de luz natural que ilumina apenas un desangelado claustro informal y cutre, abigarrado y algo estrafalario y siempre recorrido por  estudiantes que van y vienen con mochilas a la espalda y bastidores y objetos en las manos, y donde menudea, entre la media docena de matorrales sin clasificar y prontos a desaparecer, la hierba polvorienta, algún trasto y media docena de papeles caídos allí por algún sitio misterioso de las alturas, pues es un espacio visible a la vez que cerrado. Todo respira un aire de mecánica usada, agotada, de óxido y desgaste a través del tiempo, como si ese escenario fuese el rescoldo aparatoso de los mil experimentos del arte que entre sus viejas paredes se han  dado cita sin ton ni son. Hasta los mismos alumnos parecen vestir acorde al sombrío cuadrado abierto a los dos corredores laterales de cemento. Un aire de ruina se enseñorea a diestro y siniestro del lugar condenado. Todo parece venirse abajo. Y es que el derribo del edificio es inminente, al término del curso, cuando toda la vaciedad y soledad pegajosa a que aboca la canícula se apodere hasta el último rincón de una construcción sin gracia y cayéndose a pedazos desde hace años. Entonces entrarán la piqueta y las excavadoras y desmoronarán hasta la piedra más ínfima, hasta la pared más pintarrajada por unos genios de patio de recreo y tufo colegial que de ese modo libertario y paupérrimo achican sus esfuerzos y pretenden mostrar en alguna hora muerta, rodeados de amigos festivos, su ingenio de andar por casa en las mismas paredes de la facultad.

Treinta años más tarde de su inauguración el edificio y sus anejos de biblioteca, investigación de materiales, de restauración y de talla escultórica, todos sus muros de precaria desnudez acabarán en la tierra envueltos en el polvo ocre y maloliente de una sustancia de aluvión: fue una construcción que, a despecho de su noble destino, de sus ínfulas magistrales, de la pretendida esencia de lo permanente, el arte y su posteridad, no ha resistido estética y funcionalmente ni tres décadas. No será menos intranscendente el nuevo complejo de Bellas Artes (pero el nombre, rancio y cursi, ni lo cuestionan los ilusos advenedizos), postmoderna arquitectura blanca y gris, cuadriculada y triste e igualmente funcionarial como la antigua, tan de colores neutros y forma típicos de mole oficinesca de aspecto lamentablemente administrativo, organizada a partir de un diseño perfecto sobre el papel (lo virtual) y de vulgar, anodino y escueto alzado (lo real).

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