La
eternidad
In
diebus illis
Al fracaso se
llega de muchas maneras. La más dolorosa es a través del éxito, cierta clase de
éxito.
A pesar del relajamiento general, de la ligereza de los
ademanes y las miradas risueñas, de las conversaciones impostadas, desde luego
inconexas, y los diálogos improvisados y hasta peregrinos, todos ellos,
incluido yo mismo, lucíamos un reciente corte de pelo y una sonrisa feliz,
parecíamos salidos directamente del taller de planchado y puesta a punto:
presión de las ruedas la justa, nivel de aceite el adecuado, radiador
completito de agua. Último modelo. Todos nosotros herederos de la eficacísima
máquina de la pulcritud doméstica de los niños bien de la Valencia de los
sesenta del siglo XX, juguetitos se diría que acabados de estrenar… incluso
hoy, después de tanto tiempo. Aquella mañana soleada lo veía a él (todavía su
sol me hiere), su extraña figura tan lejos de lo real por tantos años ausente,
y lo recordaba mejor sin verlo, entre suposiciones, las propias mentiras y las
arbitrariedades de la memoria, a salvo de ese rayo poderoso del presente que
todo lo ciega, en especial las cosas y los seres del pasado, aunque también
intente alumbrar inútilmente con su engañosa luz ráfagas de un futuro que nunca
logramos desentrañar de modo cabal. Lo veía a él diferente, áureo por la
poderosa nitidez y fulgor de ese inmediato corporeizado, súbitamente revelado
cual el tigre bengalí tras la hierba en esa mañana dorada, pero antes, en los
años de la juventud cavilosa ingenuamente inmersa en rescates, ya lo había
inventado mejor y eterno, incomparable, esencialmente novelesco, tan misterioso
al fin. ¿Se ajustaría ahora lo real a lo imaginario, a lo ficticio? Lo que yo
hacía allí inaugural y crédulo en tales comuniones primaverales era, al igual
que todos ellos, disponerme al ágape de los elegidos, bien vestido y limpio de corazón, clónico yo mismo, acrisolado por las antiguas
tradiciones y rituales novicios, rodeado de costosas ropas de marca, aunque
algunos con estudiado y escogido desaliño exhibían indumentarias holgadas y aún
de más alto precio que las de etiqueta, de una informalidad muy atractiva
(camisas a medida, zapatos de piel marrón o marinas azules de flecos y cordones
o mocasines de cuero flexible de 300 euros), todos los envoltorios aderezados
con magnífico perfume varonil y alguna colonia fresca y selecta que exhalaban
naturales de los corrillos recién formados, ternos impecables de entretiempo,
un blazer de botones marineros de liviano tejido, el pantalón deportivo de perfil
correctísimo, colores azules por doquier (un azul de gradación media, un azul
pálido, un azul sin grandilocuencia, un azul muy educado, celeste, azules
políticamente tan unánimes y admisibles en su neutralidad), y algunos de ellos,
los más atentos a lo figurante, tipos muy seguros de sí mismos y atléticos,
increíblemente atractivos y de cuidado bronceado cerca de tres décadas después
de abandonar los pupitres colegiales; otros, desatentos a la prestancia física,
más flácidos, o sólo lustrosos, e incluso algunos más gordos de lo aconsejable,
algunas ofensivas calvicies, menos Grande Monrabal, Mor Leyva, Gil Alonso y
Bonmatí Vicent, esbeltos y maduros apolos sin el menor asomo de grasa en el
abdomen, aún con toda su cabellera juvenil de matices castaños y excelente
apostura, agraciados entonces, ahora y siempre, admirables gimnastas y
deportistas antes en el patio de recreo escolar –hockey y balonmano, nunca el
fútbol plebeyo de los colegios y patios plagados de becarios y alumnos
pobretones- y también en estos tiempos, pues eran asiduos y disciplinados
socios de un escogido, aséptico y caro gimnasio bien provisto de bruñidos
cachivaches disciplinantes y correctores de grasas superfluas, miembros los
cuatro asimismo del club de golf El Paraíso. Qué ejército de prohombres, de
sobresalientes ciudadanos, y sin embargo, con hiriente y hasta dolorosa
intuición, el testigo los supuso ladinos, duales, de vuelta de ellos mismos y
las ambiciones de cuando jóvenes, de
cuando entonces, ahora sepultas por el éxito. Pero sobre todo emanaban casi
por igual la seguridad del dinero suficiente, lejos todos de una precariedad
sustancial y de la sordidez y cuidados de una clase baja atenta al menudeo,
ellos eran divertidos y confiados, ricos e inconscientes después de todo, sólo
ricos al fin, o sea, hartos de buenos caldos e ingeniosas gastronomías, amantes
de buenas ropas, yonquis del delicioso licor del olvido y el desdén indiferente
hacia un mundo mal hecho que se obstinaban en falsificar mediante sus ricas
billeteras y los hábitos nobles, efímeros no obstante (la muerte iba a
igualarles sin cortapisas al borracho mendicante debajo del puente agarrado al
cartón de vino peleón), recipiendiarios de dones y mercedes, retoños de
familias pudientes, atildados escolares de un colegio prestigioso y más tarde
estudiantes sin agobios en fáciles universidades, consortes de matrimonios
linajudos, vigilantes escépticos de los hijos adolescentes, habitantes de
despachos luminosos y minimalistas, hedonistas confesos por entero, y, qué despropósito,
aburridos, decadentes, directos al hastío. Saber eso. Saberlos por haber sido
como ellos, por serlo y serlo desde niños, príncipes de religión, meriendas
nutritivas, televisión en blanco y negro y una serie de hilarantes mapamundis
coloreados absurdamente, serlo entre los sollozos inexplicables y contenidos de
Garrigues Faus (ahora obispo auxiliar de Bilbao), la ausencia miope de López
Ferrer (concejal y adúltero reconocido), la dispepsia de Castillo Bosch (le
libraba de la gimnasia homicida a primeras horas de la tarde densa y luminosa,
todavía con el arroz con pollo o la lubina grasienta en la boca del estómago) o
los ojos desmesuradamente abiertos de Estellés Grimau, año tras año el más
enclenque, nervioso y asustadizo de la tropa de los A-M, que, quién lo iba a
decir, acabaría en Nueva York de conspicuo funcionario de la UNESCO. He aquí,
en definitiva, la Asociación de Antiguos Alumnos del preclaro colegio de Santo
Tomás de Villanueva de los PP. AA. de Valencia, en el año de gracia de 2002,
promoción del 77, aula A (apellidos A-M): celebran los 25 años de graduación,
atónitos unos o con falsa sorpresa otros, contienen las risas al descubrirse y
reconocerse entre sí, tan mismos y a la vez tan raros, sólo un rasgo familiar, una mueca que de pronto se hace
recordable, hasta puede que un olor, un aroma de familia, todas las familias de bien con rentas consolidadas a lo
largo del tiempo tienen su propio olor, unas diferencias físicas que, pasados
los años, si no ocultan disfrazan al arcángel, a los niños de seda y oro que
uno podría recordar de cuando entonces,
cuando crisálidas felices, ahora sorprendentes y confiados adultos discurriendo
a la luz celestial de un plácido día de mayo y pensil florido, en camarillas,
en parejas, charlando desenfadados delante de la esplendente conjunción de
metal dorado, nogal y cristal traslúcido de El Ciervo. Bienvenidos al mejor
restaurante de la ciudad, o al menos, tratándose de vosotros, uno de los más
caros, insultantemente caro, exquisito y desafiante en sus variopintas
raciones, hechuras de una materia comprada fresquísima en el Central y adobadas
en la oscuridad interesada de unas neveras sometidas al control de los precios
del mercado (Brell sin duda festejaría en los secretos juegos mentales de su
pensamiento las estéticas creaciones como nacientes de una metafísica del gusto), pues todo, eh Lara, todo tiene su precio.
Lara Briz, el gordo parlanchín, economista, habla con uno, ¿Crú Valdivia, el
piloto? Es él, en efecto, ha venido ex profeso él sabrá de donde, bastante
encanecido, por cierto, a nuestra Valencia de los pecados para la comida
conmemorativa, ambos están en compañía de Guillén Bernard, diputado y cauto, y
Llobat Doménech, artista híbrido, y cerca de ellos, restregándose las manos
nervioso, con una expresión de susto en la cara, el chivato inveterado, pío,
pío, yo no he sido, Martínez Palau-Lanza que escruta (?) una de las sillas con
sólidos brazos almohadillados y
curvados, madera de cerezo y tapizado floral de un pálido decadente donde
sentará su culo fondón, descansará su corpachón de jurista glotón y artrítico,
su abulia irremediable de esposo impotente (¿no te lo confesó Montaner
Calatayud, su eterno amigo con su media sonrisa de funcionario monótono y
displicente?: ese desgraciado no pega un polvo desde hace años) y hombre
acabado a la postre. Bienvenidos. Bienvenidos y bien hallados y paz en la
tierra a los hombres de buena voluntad. La fiesta colegial y agustina continúa.
Más allá de la voluminosa dimensión de Lara Briz, algo escuetos y difuminados por
la confortable penumbra, García Corrons, Mir Alfons, Cano Monrabal y Martínez
Simó (centenares de sobresalientes, decenas de diplomas, sonrientes retratos
una y otra vez desde el ovalado marco dorado del cuadro de honor del colegio en
el vestíbulo de mármol presidido por la pétrea escultura del gran santón de la
orden) hablan entre ellos, ya eran así antes, de cuando aquel tiempo, alumnos
bien peinados a raya, con su estilo de ademanes suaves, de mesuras y silencios
educados, sin gestos torpes o de grosero destiempo, circunspectos y aplicados,
infantes trigueños, pequeños dioses objeto de las miradas resbaladizas y
viscosas de los curas, frailillos y frailones toscos descendientes de familias
castellanas pobres destinados al litoral radiante y voluptuoso del Levante, que
excitaban su oscura líbido fijando los ojos lacrimosos en las piernas al aire y
sin vello de esos niños prohombres del mañana, hoy lejos de aquella asechanza
alevosa y de la colonia a granel de los años sesenta, bien aliñados en el año dos
mil con el perfume del frasco de fina estética y precio extravagante, gratos
efluvios de mezclas exóticas, inimaginables entonces en la era del Heno de
Pravia y las colonias de hierbas, conjunciones casi alquímicas, fragancias en
las que se combinan elementos insospechados como raíces de jengibre, cardamomo
y pimienta bourbon, mixturas magníficas y originales en las decenas de perfumes
pour homme donde elegir. Perfumados
suavemente, bronceados o macilentos (qué le vamos a hacer a pesar de todos los
pringues y maquillajes), he aquí a los míos (?), compañeros del alma,
compañeros. Profesionales liberales los más, altos funcionarios, negociantes
afortunados, empresarios de éxito a través de oscuras compraventas de licencias
de exportación, una ringlera de brillantes licenciados y doctores en Derecho,
Dirección y Administración de Empresas, en Ciencias Políticas, tres telecos, un
par de ilustres emigrados arquitectos con despachos en Zurich, Chicago y
Singapur y algunos extraviados en Filología que pronto recalaron en cátedras
llevaderas, un juez y un abogado del Estado y hasta un alcalde de la ciudad que
arteramente próximo ofrece una sonrisa de complicidad, más por el pasado del
que aún siente alguna rancia nostalgia que por su presente organizado de
horarios fáciles, comilonas, dinero seguro y sectaria publicidad en los diarios
locales, pues, solícito, suele inaugurar sin discriminar en absoluto tanatorios
y tiendas de lujo de logo supremo en busca de predicamento. Los observo charlar
al sol, camada reluciente en la cálida mañana del sábado de gloria, al notario
Martínez Rius, educado y servicial, alto y delgado, con el pelo entrecano
resbalando graciosamente a un lado de la frente, de ojos vivos y amigables, sin
el menor atisbo de doblez o preocupación, al neocirujano March Solvi, de escasa
estatura, pausado, con una mano en el bolsillo del pantalón, dueño todo el
tiempo del mundo y mostrando la pacífica sonrisa del que sabe que el cuerpo es
miserable juguete de un azar genético o víctima
fatal e inesperada de un
accidente vascular, y he visto a Linz Marini, hijo del cónsul argentino de por
entonces, pulcro judío, secreto, inexpresivo, años más tarde embajador él mismo
en algún país de Oriente, a ellos, y a otros como ellos, mientras aguardan a
algún rezagado, o al que no ha de venir y no excusó previamente su ausencia, o
al que ya está muerto pero no acabas de creerlo del todo, ¿muerto Granell?,
¡pero eso es imposible, no me lo puedo creer!, ¿muerto Feliu?, hijos
predilectos de la luz todo en ellos aparenta, fulge, adorna la forma, las
figuras se amoldan a la brutal claridad del mediodía como si los linajes y las
fortunas de antaño -de la ya lejana, oscura y poco creíble postguerra tardía-
salvaguardaran de la penumbra y la estrechez plebeyas, de la arruga proletaria,
y hablarían uno del hijo descarriado (mas no del todo) y el otro de la hija
rebelde y huidiza pero que nunca falta a la hora faulkneriana de la comida a la
mesa bien provista, ambos recuperables, faltaría más, ya enderezarán con los
años, no existe la revolución, ninguna de ellas, debidamente aturdidos (hoy,
pero no mañana) los vástagos por el alcohol, las drogas de diseño o la ilusión
de internet, inmersos en la cultura del consumo y el desperdicio, del mucho
dinero sobrante y la sobreabundancia, del obligado y mudo olvido de unas
ilusiones malogradas por el fácil disfrute, la desgana y los estudios
llevaderos en mediocres facultades de unas universidades faltas de rigor,
mortecinas y endogámicas. Hablarían sin duda de unas esposas fatalmente marchitas,
de sus cirugías correctoras y sus maquillajes patéticos, de sexos hastiados por
la costumbre y los años, hablarían de automóviles de importación (renovados
cada cuatro años) donde el elevado precio de la marca y una tecnología de
constante vanguardia nada pueden con la audacia de unos carpetovetónicos ahora
enriquecidos y sobrados de talento, audacia, picardía y cashflow, todos tan lejos del desahucio… He aquí el ayuntamiento de
mis compinches, camaradas de antaño, reconvertidos fantoches en el presente de
aquellos niños gráciles del pasado que todavía me saludan desde las páginas de
los ostentosos y orlados anuarios del colegio. Una vez en el interior,
iluminado sabiamente con luces tenues y contrastadas sin violencia, comienza el
ritual, la trampa de lo comedido entre sorbo y sorbo de los caldos de la mejor
de las bodegas y bocado y bocado de unas viandas febles aunque de vistoso
trazo, y el rosario de los recuerdos y las anécdotas parece elevarse como una
columna de humo embriagador desde la docena de mesas redondas diseminadas
ordenadamente por los dos comedores, se evoca la ristra enumerativa de las
fiestas de antaño celebradas, los finales apoteósicos de curso y las
competiciones deportivas colegiales, se rememora el nombre de los dómines, los
apodos, las jetas y los vicios, los olores y las manías de unos sacerdotes,
prefectos, frailes, novicios y fámulos derrotados finalmente por la falta de
fe, abocados a la inevitable pederastia, una propensión que penetraba casi en
sigilo, aviesa, apenas perceptible al principio, inconsciente, apoderándose
casi sin transición de un deseo todavía equívoco y nebuloso pero ya deformado a
su pesar por las infinitas imaginaciones nocturnas y solitarias, pronto larvada
sin aviso la atracción sexual que niños y adolescentes ejercían sobre ellos
para finalmente declararse sin reservas, invencible la carne al fin, devenidos
acechadores de la inocencia próxima de fácil dominio, al alcance de la caricia,
ojeadores sin apenas disimulos de víctimas tan accesibles confundidas por la
autoridad de la sotana severa y el sibilino proceder del dómine: ojo con el
Balbino. Pederastas, tímidos al principio, temblorosos y febriles, asustados de
su propia bajeza, y luego perversos, refinados e impunes, inatacables,
incólumes merced al hábito y la capucha encubridora con que su orden les
privilegiaba y su ministerio imponente les protegía: la época y su oscuramiento
les defendía sin recatos. L. C. y H. B. y A. F., quizás J. S., tocados por su
gracia en mala hora: homosexuales avergonzados sin razón después, humillados y
violentados en su buena fe, ocultos de por vida en virtud de una educación
tempranamente errónea y mezquina, torcida por las primerizas confusiones y los
manejos de los maestros terribles. Vi a H. B. con los pantalones y los calzoncillos
bajados en el lavabo de un extremo del pasillo de la segunda planta, donde las
aulas de tercero y cuarto de bachiller enterraban en esas horas de la tarde
morosa, desfalleciente y cálida de junio a los alumnos desganados e indolentes,
lánguidos y resignados, vi al melifluo y miedoso H. B. con el tronco inclinado,
las manos apoyadas en las baldosas azules, junto a la pileta del lavabo,
entregando el redondo culo rollizo y rosa, indefenso y púber al padre J.,
jovencito aún, de veinte y pocos años, recién ordenado, de tonsura precipitada,
a punto de la penetración, la sotana a la espalda, sin prenda ninguna bajo
ella, al aire su propio trasero de homosexual empoderado sin trabas pusilánimes
disfrazado de cura, su perfil encendido y en éxtasis, su pene pequeño y rígido
al aire que yo descubría por la rendija de la puerta, a punto de hincar el
órgano pudendo en el ano del colegial, al aire los dos a la visión de Dios… o a
la del padre Santo Tomás de Villanueva, tan testigo y mudo en su envoltura de mármol
agustino. Y veo ahora a H. B. con los ojos cerrados llevarse a la boca de finos
labios la reliquia de uno de los primeros platos servidos que todos sin
excepción regamos con un blanco exquisito, afrutado,
de cuerpo fino y bellas transparencias, un caldo reposado de los pámpanos
sagrados con reminiscencias de ladera soleada, de frutos de secano aligerados
por el aire de la sierra y un humus fresco de raíces montaraces, con la
persistencia aromática de las fresas salvajes y las bayas silvestres de monte agraz
luego de una lluvia de verano, de antigua crianza, un blanco tan lejos de
su mágico y durmiente proceso allí en las mesas redondas de El Ciervo: 150
euros la botella. Vi a Gausa, que colocaba parsimonioso la servilleta de tela
bordada sobre los muslos, y a Grau Espill, bajo y gris, bolsista muy afortunado
y bastante cobarde, jamás perdedor, y a Gross Banley de origen anglosajón y
vara germánica de ocultas vetas judías a su lado (sempiternos compañeros de
pupitre), experto en solares y recalificaciones, que miraba en derredor con la
suficiencia del experto desdeñoso, refinados todos, se diría que imperecederos,
finalmente culpables aun por el único hecho de haber llegado hasta ahí, hasta
ese día del Señor de 2002 indemnes y saciados de logros y de vida bien colmada.
Veía a los camareros vestidos de chaquetilla blanca y pantalones negros,
serviciales y sobrios dominós que atendían las engalanadas mesas, esparciendo
por la atmósfera de sutiles reflejos dorados un inesperado e inefable olor de
los complejísimos manjares mientras sostenían los primeros platos con la
raciones del menú degustación, delicadas porciones de gran mesura elaboradas
mediante raras combinaciones que proponen a los comensales una experiencia casi
espiritual, una sucesión de sensaciones que borda una técnica culinaria tan
cerca del asombro como del fiasco: nueces guisadas con flores, raviolis de
mantequilla con erizos, limones confitados, carpaccio
de crustáceos con yuzu japonés y
aceite caliente por encima, ostras ahumadas, caviar dulce, helado de romero,
una galanura de aromas y sabores que se sustentan de una ecuación armónica
donde lo frío con lo templado, lo suave con lo crujiente adorna unas texturas
comestibles que abocan a la perplejidad, fusiones que, alertados sin duda por anteriores
experiencias alimentarias y olfativas, a ninguno de los priviligiados
comensales causa el mínimo desconcierto. Luego del indescriptible yantar de
privilegiados, exalumnos de todas las galanuras físicas, intelectuales y de
clase, se hacen hueco las licencias a cubierto de las miradas censoras de la
calle, las fáciles concesiones sin asomo de la menor hipocresía: las volutas
fragantes de los enormes puros habanos elaborados por las más viejas y hábiles
manos de las torcedoras cubanas se adueñan del aire viciado por los alientos de
una exquisita glotonería ya satisfecha que el aroma de los diferentes cafés
atempera, se departe con el estómago no del todo ultrajado a lo largo de los
años por las grasas y los hidratos de carbono (mañana, obligado sopicaldo
vegetal y pescado hervido: si así hubieras cenado, no comieras ahora así, sabio
quevediano), embelesados todos los ilustres antiguos alumnos por las volutas
balsámicas de los tabacos, tan agradables y narcóticas, por las copas de licor
y la luz tamizada proveniente de afuera tan aderezada de primavera, surgen las
voces susurrantes, libres del temor, de la intemperie, nunca una octava de más,
nunca maleducadamente elevadas de tono, sabed: Tu Colegio: donde quiera que estés compórtate como alumno digno de él.
Ah, lujos de lo pertinente, todos encamados en la inconsciencia más ciega, en
la España más irreal, surrealista, clamorosamente cruel y agustina: Un padre compró por 6.550 pesetas un piano
para su hija, pero ésta murió en seguida en un accidente, y el padre vendió el
piano por 4.825 pesetas. ¿Cuánto ha perdido el padre en la venta? (Aritmética Primer Grado,
página 47, Editorial Luis Vives, Zaragoza.) Ahí mismo empezaría el verdadero aprendizaje de las pérdidas. Lo veía a él, tan nítido, y no me
atrevía a acercarme, un molesto pudor me inmovilizaba en el cerco protector de
Hernández Ros y Craner Buigues, de Jura Valls y el cojo Mira Dolçs, apresado en
una conversación correcta, pulcra e inútil, azorado yo como estaba de
adivinarle no sólo displicente y al cabo de la calle, a fin de cuentas eso
mismo había sido toda su vida desprovista de una vocación acuciante y
salvadora, sino absorto en asuntos mucho más lejos de los de hace veinticinco
años, sin nada que reivindicar de aquel tiempo y aquel colegio religioso gris y
opresivo, de cursos inacabables, castrador sobre todas las cosas, sin nada
probablemente que envidiar de aquellos condiscípulos suyos y míos tan pronto a
caer en la trivialidad como en la más selecta y refinada de las adicciones
materiales que sólo el dinero, y no el goce intelectual, podía proporcionar. Lo
veía a él sin saber en ese momento lo que sucedería tiempo después, lo que hoy
sé, cinco años más tarde. Sé, pues, pero lo sé ahora, que durante aquella
comida su pétrea intimidad mental, y, por supuesto, la física, repugnaría de
esa historia colectiva, menuda y anónima de todos los exalumnos, que se
regocijaba en identificarse en unos iguales, verse en el espejo triunfante de
los otros a la vez que éstos se veían en los ajenos, en arrogarse unas
identidades que otras casi gemelas les confirmaban y les proveían de unas
coartadas morales y sociales y hasta ideológicas para poder seguir adelante sin
hacerse demasiadas preguntas acerca de lo que uno era, de lo que había esperado
ser en realidad, de lo que más tarde o más temprano se había convertido mediada
ya la existencia. Unas historias personales y culturales mínimas que pretendían
consolidarse por lo regular en idénticos tótems. Lo veía a él, lo había visto
todo el tiempo, afuera del restaurante, y ya en el interior del comedor,
imprudentemente sentado en compañía de Muñoz Rigaud, Martín Segarra, Grau
Hernándiz y Giner Bort (los asténicos de todos los cursos, soporíferos y
monosilábicos), los cinco en torno la mesa redonda (¿de qué demonios hablarían?),
nuestras miradas se habían cruzado un par de veces: lo veía a él, Ignacio Brell
Gay, sólo cuatro pupitres delante del mío a lo largo de años de colegial y
bachiller, el compañero sobrio, seguro de sí mismo, tan atractivo y delgado
(seguía siéndolo), serio, autosuficiente y adelantado (a los quince años le
descubrí bajo la tapa del pupitre una biografía de Stendhal oculta entre el
diccionario de latín y el sectario libro de lecturas del F.E.N.), quien siempre
me auxiliaba en los trances más ignominiosos, el que sin dudarlo siempre salía
en mi defensa ante los acosos cobardes y repentinos de la caterva de bravucones
en las frecuentes y explosivas peleas en el patio de recreo. Juntos solíamos
regresar a casa al término de las clases, en un paseo lento al mediodía o al
atardecer que, sin embargo, nunca fraguaría en una amistad sólida ni alentaría
la íntima confidencia. Por entonces, aunque por poco tiempo, los Brell vivían
en el mismo barrio que el mío, a un par de manzanas una casa familiar de otra, y al llegar al cruce de Jesús con Ramón y Cajal, nos
despedíamos cortésmente como dos caballeros bien educados que, pese a
todo y a su condición de condiscípulos, acabaran de conocerse y del que poco
sabían uno del otro por no pecar de indiscretos. Años después, ya adultos
ensimismados, liberados definitivamente del colegio y una adolescencia
engañosa, nos cruzamos tres o cuatro veces en algunas calles de la ciudad. Él
iba siempre con libros en la mano, con indudable (pero consciente en todo
momento de lo que veía, yo eso lo sabía)
aire despistado. Al principio nos saludamos moviendo la cabeza y cada uno
proseguía su camino, pero en la última ocasión, aguardando el cambio de disco
en el paso de peatones de Caudillo (entonces) con Barcas, uno frente a otro,
ambos fingimos no habernos visto. No coincidimos jamás en ningún acto social o
cultural, y los dos carecíamos de amigos comunes, salvo los conocidos
compañeros de promoción colegial que, pronto, ay, demasiado pronto,
desaparecerían a su vez bajo la marea de las consecuciones, los logros y los
casorios, las obligaciones y las falsas necesidades de los selectos, hasta que
alguna reunión de antiguos alumnos, alguna conmemoración, como ésa que ahora
nos reunía, única y ejemplar, veinticinco años de graduación colegial nada
menos, impresionante, eh, Montaner Romá, qué te parece, quien iba a decirlo,
nos congregaba a los supervivientes de nuevo, amontonaba a esos aseados
cuarentones bien vestidos a las puertas del restaurante ya por completo
saciados, algo perplejos no obstante y, con toda probabilidad, asustados en su
fuero interno al mirarse unos a otros, pues el tiempo, peroraba Mir Ripoll, o
cualquiera de ellos, quien fuese, no se detiene, todo lo mata, acaba con todo,
qué extraña sustancia la del tiempo, tan invisible, tan diferente a la materia
que nos lo traduce a los ojos, y nos hace consciente de su decurso, del
pavoroso poder de transformación que tiene sobre todas las cosas. Crecen,
cambian nuestros hijos, se mudan en algo desconocido cercano o inexplicablemente
lejano, ya son como éramos nosotros, y a veces hasta nos seducen por eso,
crecen las cuentas corrientes que aligeran pródigamente las tarjetas de
crédito, crece nuestro prestigio, crece la suma de nuestros días, la adición
indeseable de años que engordan a aquellos niños y adolescentes que éramos,
todo se empeña en sumas, un crecimiento metástico contra el que nada pueden
hacer ni siquiera el gimnasio ni el estiramiento del pellejo ni los vaciados de
grasa de tu esposa o el mismo divorcio que abriera otras cien puertas o las
coyundas con jovencitas que pudieran ser tus hijas, y nos resta la vida, una
suma que no decrece hacia atrás, que se dispara imbatible hacia delante, una
flecha estirada hasta los deterioros y concluye en el estropicio final, hasta la
nada inconcebible, hasta la oscuridad. Lo vi, y era él, pero era otro él, con
algo o mucho a cuestas de aquel del tiempo antiguo y colegial, con otras cosas
menos, porque todo lo nuevo u obsceno y abyecto, o bueno o noble, o reiterado
hasta la náusea, también nos arrebata algo de lo que fuimos, lo vi y encaminé
por fin mis pasos hacia la figura tranquila y reclinada, lo vi rotundo y
fascinante, sobre todo poderoso por la inaccesibilidad que siempre había
impuesto a los demás sin apenas haberlo creído él, por todas las imaginaciones
y cábalas que le debía desde que dejé de verlo y empecé a ideármelo, a
suponerlo en mis mentiras y conjeturas, se apoyaba perezoso ahora contra la
pared cercana a la puerta, con las manos a la espalda, aún con un sobresaliente
flequillo encanecido que se agitaba por la brisa reconfortante, desabrochado el
botón superior de la camisa de mil rayas, aliviado el nudo de la corbata azul,
elegante y sin descomponer en ningún momento la expresión divertida y cómplice,
le mesura intacta y cuidada tras el copioso almuerzo regado por los vinos,
enderezándose, medio sonriéndome al ver que me aproximaba a él. Todavía eran
las palabras de rigor, las primeras preguntas, los ojos escrutadores y al
tiempo amables, la mano que se tiende al otro, y aquella complicidad de agustino tan añorada, ay… Y Lara Briz
por detrás, la mirada irónica y algo censora, con la voz gutural demasiado
definitoria, perfectamente vocalizada, la que ya proclamaban sus años escolares
de sabelotodo convulsivo, de gordo burlón, se chanceaba a nuestra costa, nos
señalaba con el dedo, entrecerrando los ojos, mirándonos cínico y provocativo,
elevaba las cejas y extendía la sonrisa en su rostro de papá Noel, orondo y
satisfecho, buscando la aprobación de quienes nos rodeaban, la mayoría en
mangas de camisa, bien comidos y bien bebidos, escuetos de sudor y perfume
varonil a estas horas tan doradas ya, con las ligeras chaquetas de suave tejido
de entretiempo al hombro, alumbrados aún por el cobre del sol vespertino, con
ganas de aplaudir las gracias de unos y de otros pero a la vez con ganas de
volver al redil, al corral de la profesión y la familia, de la costumbre
horaria y el rito encubierto, de la confortable rutina y la despreocupación
que, en definitiva, no dejan de sentir quienes nada temen de las inclemencias
del futuro salvo el accidente o la traición silenciosa del cuerpo, del
inmisericorde paso del tiempo, mirad a estos, decía, están como siempre,
miradlos, parece como si a estos dos nunca les pasara nada. El gordo Lara Briz
tenía razón respecto a mí, nunca iba a ocurrirme en la novela de la vida nada
extraordinario anclado como estaba en la molicie diaria y aburrida, acomodadito
junto a la mesa camilla, refugiado entre libros, pues soy el espectador pasivo
que observa atentamente la función, la comedia o la tragedia, cazador de
monstruos, siempre con el cuchillo de
papel entre los dientes y la televisión encendida, y, al cabo, no aplaude, no
niega, no otorga… En cuanto a Ignacio Brell Gay…
¿Qué quieres ser de mayor?, le preguntaba el guionista, esbozando una sonrisa pérfida, una mueca
sardónica.
¿Qué quiero ser de mayor?
(Nos preguntábamos él, Brell, y yo.)
Eternos, respondíamos los dos, niños sabios y descarados.
Así zanjábamos todo falso entretenimiento.
¿Qué historia del arte,
de las imágenes del hombre y sus asuntos dispares, puede enseñarse en el siglo
XXI, en el año 2008, por ejemplo?
Bastan cinco minutos
de televisión para que un tipo parlante cualquiera autodenominado artista,
mirando fijamente a la cámara del piloto rojo, que no a tus ojos, convenza a
los que contemplan la pantalla desde los homicidas sofás de sus casas que no
necesitan pintar un cuadro o alzar una escultura como prueba de su aserto para
declararse como tal, artista.
¿Tú me crees?
Estoy dispuesto a creerlo.
(Córtate la lengua, como Timischa.)
¿Qué otra cosa podemos
hacer?
Siempre se termina
creyendo aquello ante lo que parecíamos más inmunes.
Eres lo que ya
imaginabas que eres.
Oye, Loyola, guerrero
y místico…
Bonita combinación…
Ellos lo creen. Religiosamente.
Estarían dispuestos hasta a pagar por creerlo (aunque no para ver la televisión
de pago: harían sus trampas).
Pero ¿todavía existe
alguien que no crea lo que anuncia la televisión?
La fe es nuestro combustible.
La fe es el linimento
en virtud del cual se te hace llevadero el pensar que a lo largo de tu vida
ganas todas las batallas, y que al perder una sola de ellas, la esencial,
pierdes la guerra.
La fe es el bálsamo de
Fierabrás: cura de todas las evidencias.
Me gusta la
televisión, dijo.
Me gusta creérmelo
todo, repitió.
Un mundo perfecto.
Un artista que enlata
su mierda o mea en sus cuadros o al desgaire salpica de teñiduras los lienzos
tendidos en el suelo o embadurna su cuerpo o...
Ahora toda estética
enfanga y pudre sus fundamentos en una sedimentación sofisticada que tiene
tanto de hastío, subjetivismo lúdico y espectáculo como de imprevisión y
chulería.
Estos son los tiempos
y su estilo.
La época.
Esa es la cosa.
¿Qué puede enseñarse
(o, mejor, mostrarse) a unos tipos que sólo aspiran a convertirse ellos mismos
a tenor de los mínimos esfuerzos que practican durante su aprendizaje académico
en parte de esa historia, en alinearse en la nomenclatura moderna de un arte y
sus ocurrencias con las puertas abiertas de par en par no ya sólo a lo
extravagante sino a lo moralmente abyecto por neutral y a una frivolidad social
que raya el cinismo pero que proporciona una pasta gansa?
He aquí un cadáver
momificado: Medalla de Oro.
He aquí contenida en
un frasco ovalado mi orina teñida de verde y azul: Medalla de Oro.
He aquí La Gran Vagina
del Mundo, entrad: Medalla de Oro.
Al ser naderías o
malogradas artesanías lo que perpetran (una prolongación de sí mismos, en
definitiva), los alumnos del señor profesor titular doctor en Bellas Artes
Ignacio Brell Gay no serán personajes atrabiliarios o singulares, atormentados
o abocados al suicidio: lo trivial endurece los corazones y aleja del drama y
el fatalismo. La autodestrucción no tiene ninguna gracia, salvo que se halle
bien lejos de ti, como la desgracia. Estos se adaptarán de una forma u otra al
mundo real, al de los precios, el mercadeo y el compromiso: no dejarán de pagar
las facturas ni de llenarse la panza aun con la biografía del señor Pollock en
la mano y el tenedor de una, dos o tres estrellas en la otra con el ojo puesto
en el álbum de las visiones solares y nocturnas del pobretón y desmadejado Van
Gogh. Para sus adentros, dictaminarán sin concesiones: unos tipos trágicos
estos dos pintorzuelos, unos tipos mierdas, unos aguafiestas de los cojones,
unos tocapelotas y además unos inútiles, unos muertos.
¿Artista pobre o
suicida?, un jodido cantamañanas, un
llorica, y al final (que siempre es pronto) un muerto bien adobado por
sus complejos de picha corta o por sus faltriqueras vacías. El payaso artista,
al menos, que sea una inversión. El arte, como la Tierra alrededor del sol, no
se mueve a lo loco: hay un orden cósmico (dice él, Boceto) .
Ser artista es ser
feliz. El arte es feliz. Y es importante, casi tan importante como la
televisión o el penúltimo restaurante de moda o la bodega de tintos de la cata
de la semana pasada o los últimos zapatos italianos a estrenar, tan importante
incluso que el mismo sofá de cuero pulido y teñido de blanco donde asientas las
posaderas.
Esos tipos, los
artistas contemporáneos, reconoció con indecible desdén (divertido), se han
adueñado de un imaginario esencial a la vez que espectacular: proclaman y
exhiben una comicidad visual que al mismo tiempo genera cuantiosos dividendos.
Es la ecuación
perfecta.
La invención más
apabullante del siglo XX y sus tecniquerías, pues al margen de lo materia y lo
tocable, susceptible siempre de perfeccionamiento y bien pronto sustituido por
nuevas y más decididas ocurrencias, la industria que alimenta lo espiritual, y
tal es el arte en realidad aunque sea sólo sea por el envase con que se nos
ofrece, es la que verdaderamente continúa haciendo evolucionar al ser humano
desde que asió el primer palo de adecuado grosor y propinó el primer golpe
homicida en el cogote del prójimo más cercano y más desprevenido.
Paso a paso hasta la
imaginería y la fiesta objetual tan pueril de nuestros días. Fiasco o no,
espectáculo o ingenio, al cabo arte denominado y certificado por gente
autorizada y garante que invita a otros a pagar. ¿Vas a saber tú más que ellos?
Innegables atractivos
los que deparan unas actuaciones plásticas de basural que, chamánicas, a través
de una liturgia sacramental supuesta recobran el sentido religioso más
primitivo, cuando la hoguera, la cueva, los signos del papiro, los sugestivos
colores que ennoblecen muros italianos, o la subyugante imagen plasmada al óleo
del lienzo medieval, como una piel sagrada que revelara trasmundos, lo
sobrenatural, el azul.
Artesanías flamígeras
(recordó que dijo un tal bromista).
Lo que alumbra de
veras el arte es el entretenimiento. ¿Tú te diviertes?
¿Cómo evitarlo?
Que sufran el cirujano
o el contable, el tendero, el sastre y el leguleyo. Un dios creador puede
bostezar de hastío, pero no sufrir y ponderar escalofríos como cualquier mortal
entregado a cálculos mezquinos y apabullado por temores ridículos.
Claro que me divierto,
a despecho de la máscara de solemnidad que inviste mi rostro vulgar (tan vulgar
como el tuyo).
La mojiganga se pone
en marcha.
Lejos del drama,
irrumpe una historia del arte tan apetecible, tan rebosante de modelos a
imitar, actitudes que secundar, gestos que copiar, millones que ganar…
Me llamo Jeff Koons,
como todo el mundo.
Y sin la humildad del
propio Erik Satie.
La mejor revolución
estética es la que se queda a medias, sentenció Boceto, profesor medio borracho y chulesco, aunque imperceptibles
ambos estados de conciencia (había comido ese mediodía un plato bien colmado de
arroz con coliflor y bacalao ayudado por una botella de vino blanco, que se
bebió entera, y regusto generoso en Cuina,
uno de los restaurantes de moda de la zona de Viveros: palió la tosquedad de
ese plato un licor de hierbas y el sofisticado postre, naranjas acarameladas a
la nata y miel) una tarde lánguida, invernal y lluviosa de hace algunos años a
sus boquiabiertos alumnos, que le escucharon con una irreprimible expresión de
incredulidad en el rostro, casi comparable a la grisura impenetrable de más
allá de los cristales de las grandes ventanas. Sentencia… y condena.
La alumna aplicada
que-no-llegó-a-ser-artista-genial pero que escribía un diario, y no a
escondidas, referente a sus andanzas por la facultad de Bellas Artes y sus
fechorías de fin de semana, confesó esa misma noche en las páginas de delicado
tono hueso de su moleskine: …I.B. dijo esta tarde en la clase que el mejor arte
es el que se queda a medias…
Así se escribe la
historia.
Y le pusieron de apodo
Boceto.
Boceto se embolsa 50.000 euros netos al año
(más fungibles y otras cantidades de libre disposición) por siete horas de
clase (?) ¡semanal! Podría agregarse la tutoría entretenida y liviana, la
fatigosa corrección de las dos o tres tesis doctorales que dirige durante el
curso académico (veinte semanas), aunque lo cierto es que se limita a hojear
muy por encima las notas a pie de página para verificarlas en su ordenador (y
apropiárselas) y llevar su atención a los títulos comentados (así se ahorra su lectura) de la bibliografía añadida al
final de cada capítulo por imposición metodológica.
Adelante, muchacho,
anima al doctorando, futuro doctor en Bellas Artes y Milagros Afines, al firmar
sin instrucciones ni reparo ninguno la libre convocatoria para su lectura y
defensa ante el tribunal de esos cientos de páginas inútiles de críptica
redacción académica que acabarán en las tripas de un sótano.
Un par de charlas en
la ruidosa cafetería de la facultad y alguna mirada libidinosa proyectada sin
disimulo a las sedosas y bien torneadas piernas de la alumna necesitada de
consejo (?) en el despacho tutorial decorado de gruesos volúmenes, vistosas
monografías y algún grabado indescifrable, acaban de completar su jornada
laboral.
Adiós, y hasta la
semana que viene, lumbreras: siete días para la próxima nómina…
¿Qué os place, genios?
Pero ¿de verdad
quieres saber algo, antiguo? ¿Te has lanzado a la tierra montado en un puto
meteorito?
Lo quieren todo: en la
vanguardia, en primera línea de frente, no hay alternativa posible: matas y te
matan. Eso es todo… en el arte. Porque respecto a cualquiera de las demás
guerras, incluida la autodestrucción o el hastío con la barriga llena, se
declaran pacifistas, nada de sangre o conquistar colinas enfangadas, se quieren
mucho, rozan lo hipocondríaco: jóvenes y bellos viven al sol, se adoran en el
embeleco, a través de los cuerpos insanos y exigentes se reafirman artistas y
pequeños diablos en las noches de los jueves, de los viernes y sábados:
estiércol para otros, los que sí serán
alimentados por ese detritus.
Como el arte es un
remedo o una copia falsa de la realidad más o menos reconocible, ellos son
fantásticos falsarios. El arte, dejada atrás la artesanía, es espectáculo. Lo
que distingue a Goya del oficio de su suegro Bayeu es el teatro de éste. Cierta prosopia… o el descuido y la falta de
miramientos superfluos: el genio.
El carácter es la
linfa que recorre la sangre del artista.
El verdadero arte es
estridente (aun en el silencio).
Profesor, háblenos de
Goya.
Y Lucientes.
San Casiano, protégeme
hasta la muerte de los alumnos genios
nada geniales.
Toma abundantes notas
mentales con las que en días posteriores y lectivos resuelva más de una clase,
así, como al desgaire, a lo tonto, y el mundo alrededor.
Observad los fondos de
Goya, aconseja enigmáticamente.
¿Acaso lo sabe él?
Pero… hay algo ahí, sí, cuidado con las envolturas, lo atmosférico y sus tintas
simpáticas: un discurso.
Él enseña el camino
para ser artista: todo recto a la derecha y luego unos veinte metros a la
izquierda ¿Puede hacer algo más? ¡Vive dios, que no! ¡Por Júpiter, ni siquiera
puede sancionar una vocación, enderezar un estilo o corregir un error
conceptual! Sin modelos ni referencias como premisas correctoras, todo el mundo
es capaz de andar sobre las aguas, volar por los cielos, milagrear, ser artista:
me llamo Jeff Koons,
como todo el mundo.
2008: aún no es tarde,
se dice.
Todo el mundo acepta
lo del todo mundo.
En efecto, todo parece
nuevo aún en este mes de abril pujante y lleno de luz. El mundo está bien hecho, recuerda del poeta. Y,
sin embargo, en ese diario intermitente en el que a modo de terapia inconfesa
vuelca pensamientos, sucesos y temores, escribirá antes de acostarse, con
ligero estremecimiento al saberlo irreversible, que por la noche, todas las
noches desde hace tiempo, emprende un viaje a la pesadilla (de la que,
escapando del monstruo, suele despertar sobresaltado y con la piel entibiada de
sudor) o a la angustia (cuando el sueño parece tan natural mientras el loco
vaivén de sus sucesos se desarrolla en la más absoluta irrealidad: la noche
anterior disparaba un fusil de asalto contra decenas de inocentes que atravesaban
un puente; más abajo, enrojecían las aguas).
Goya en 2008: borrad
sus perfiles, estudiad los oros, los negros, el fuego… Despojad esos buenos goyas de sus vestigios representativos.
Goya: un admirable…
¡abstracto!
Brell en 2008: trepana
en las molleras de los discípulos con un desparpajo teórico que derriba todas
las academias, toda convención, cualquier posible atadura mental. Sois libres,
he ahí el oráculo. Haced del arte la pura expresión de vosotros mismos, de
vuestra identidad, de vuestra diferencia.
Una historia del arte…
que verdaderamente son dos.
Dos, por desgracia.
Una destinada a aquellos que nunca cogerán un pincel, embadurnarán una tabla,
tallarán una piedra: la historia oficial bien engalanada con un envoltorio
cronológico que la haga fácil de digerir con su dichosa temporalidad: pasado,
presente y futuro todo a una; otra, guerrera y cruel, pero a la que nada humano
le es ajeno y lejos del manual del inversionista. Aquella una tan precisa pero tan inocua, digna de registro u olvidable como
la historia del vestido, la aviación o el arte del ajedrez. Esta otra, la de los otros: los que saben que
puedes ganarlo o perderlo todo (a fin de cuentas, ¿no se pierde la vida por
muchos cuidados que le pongas al asunto?). La historia del arte mal que bien universal
que Ignacio Brell se empeña (o se entretiene) en propagar desde el simbólico
pedestal de su aula a sus desprotegidos alumnos revela una inmisericordia que
no apela al tapujo o al disimulo: hacer creer a los prosélitos de los encantos
de una religión sin dios y sin reglas, ni siquiera normas, libre del todo,
donde el único culto autorizado es a uno mismo. Brell desdeña la cronología, el
estudio comparativo de los estilos, la progresión de las innovaciones formales
y matéricas, rinde armas a la genialidad, al libertinaje fructífero, a la
soberana imposición morfológica del ensueño, el delirio o escuetamente la
ocurrencia singular. Admira el ludismo impenitente, estima sobremanera un
historial anecdótico más que biográfico: ignora la fecha de nacimiento de
Pollock, pero le complace comprender muchos de sus cuadros teniendo en cuenta
el alcoholismo destructor del pintor, desdichado y suicida al volante del…
arte. Tal vez aceptara este docente libertario y cínico el registro paciente de
las obras de arte verdaderas, y no los meros testimonios de una época o una
estilística general. Pero tampoco lo hace. Brell es el mejor camarada y
cómplice de sus alumnos, recipiendario sumiso de lo estrafalario, lo divertido
y lo imposible. A qué complicarse la vida. Se empapa de vinos baratos con
ellos, debate naderías, se adentra en lo más intrincado de la semiótica
artística, del conocimiento verdadero que él sí atesora y arroja en calculado
parloteo sobre las mesas estragadas de los oscuros cafetines o desde los mullidos
sillones del confortable Starbucks; anticipa el arte venidero y enaltece la
valiente sabiduría de las vanguardias de antaño, las locas vesanias e inefables
misticismos de Rothko, van Gogh o Nicholas de Stäel. Les habla del espacio
donde versificar con excrementos, discursear con la materia proteica del
desperdicio o de la tecnología más adventicia, de lo procesual como alquimia
genial y efímera del artista, de la metáfora insólita pero a la vez tan próxima
de lo arcano a través del simplismo de una instalación variopinta e
indescriptible en la galería rabiosamente iluminada por los focos de 100 vatios
y el añadido reverente que implica el propio lugar de exhibición. Brell cree en
los artistas, cree en sus alumnos, ¿por qué no hacerlo?, adelante, genios. Pero
Brell hace mucho tiempo que ha dejado de creer en el arte moderno (y quizás
hasta en el otro, una sucesión inveterada y feliz desde la magia a la artesanía
más apabullante: ¿se ha convertido en un reaccionario a estas alturas, en un
retrógrado complaciente de melosidades figurativas?), al menos en el arte
sacralizado de la subasta y oficializado por una crítica excesivamente
entusiasta de la novedad, el que termina colgado en las paredes de los
innumerables y despampanantes museos contemporáneos de unas hechuras
arquitectónicas tan deliberadas, tan calculadas en su diseño, que pretenden ni
más ni menos que alzarse ellos mismos como un objeto o espectáculo artístico
parangonable a los que hospedan en su interior, que sería, pues, la coartada que finalmente justifica su propia
existencia como edificio. Brell no disecciona el arte, lo entiende indivisible,
la creación de Picasso es la misma que el hombre de la gruta; la insania
intermitente de Pollock, el mismo acceso violento del hombre cavernícola que talla
la empuñadura del hueso afilado antes de traspasar con él al prójimo más a su
alcance y más descuidado en un atardecer de amarillos, violetas y añiles.
Existen múltiples historia del arte, un antes y un ahora y un después cuya
lógica acrecienta o minimiza su estudio. Y existe la historia del alma artista,
el curso milenario de una necesidad que miraba a lo alto o a lo más profundo de
sí mismo a fin de huir de la oscuridad, la soledad o la pobreza de una realidad
demasiado evidente.
Brell contempla su variopinto
rebaño, colorista y ávido de su saber, pendiente de sus palabras: Son artistas,
no alumnos, se dice caritativo. Como tales los trata. Su docilidad ante él no
anticipa la clausura de los viejos saberes, parecen, al contrario, conformistas
y educados, pero en el ánimo de todos ellos anida el apremiante deseo de
detener adánicos, tajantes, el curso de la historia, precipitarla
inmediatamente a partir de ese colosal parón y evolucionarla desde unas
premisas que sólo ellos, cualquiera de ellos, uno por uno, construye
caóticamente en su cerebro. Brell puede creer en todo eso, lo tangible, lo
cotidiano, y espiar, como hoy ha empezado a hacer, a través de las puertas
abiertas de par en par en su deambular por los corredores de la facultad en los
talleres de escultura, los pocos que aún quedan, allí se modela con la arcilla
que se acrecienta en los alambres alzados sobre los caballetes, se da forma a
un modelo de representación o a una idea, se estructura la materia bajo reglas
de armonía y equilibrio compositivos, curiosear el interior de las aulas de
dibujo, donde todavía los desnudos estáticos de los modelos bajo la luz cenital
dota de seriedad unas clases silenciosas y dignas, atisbar emocionado y
perplejo en unos talleres de pintura donde el olor a óleo y trementina satura
el espacio y los pinceles profanan gozosamente la blancura de los lienzos o las
tablas preparadas con blanco de albayalde y las diversas cargas. No se
sorprende Brell de ese aprendizaje técnico del pasado, de los restos de un arte
artesano que proclamaba su sabiduría con el ojo puesto en el quehacer de unas
épocas muy diferentes a las actuales, un simulacro de arte y unos
procedimientos prestos ya a convertirse en pasto de aula de laboratorio (ha de
desaparecer el óleo de esas clases de pintura, concluir la masa de barro en
otros materiales flexibles que secunden lo ideal o lo metafórico), unos
seminarios que honrarán a la palabra, y cuyas múltiples y polivalentes teorías
sustituirán unas prácticas de asunción disciplinar adocenadas, desterrarán el
pincel y el palillo, el grafito, el barro, dejará de hacerse arte para empezar
a reflexionar sobre qué es el arte y a qué deseáis que os conduzca, una
docencia que hará del pensamiento su modelo interdisciplinar, acomodaticio y
plural de secretas referencias: pensaréis. Estad atentos a lo que pensáis, qué
importa lo que veis. La historia del pasado la dejaremos en manos de los
aficionados, esos adoradores de las necrópolis, los cementerios y los libros de
reproducciones siempre en busca de una guía útil de advertencias y sobrada del
análisis esclarecedor. Atended la teoría, los porqués, los cuántos, las razones
que hacen de un hombre artista de las impresiones futuras y a la vez instituyen
una estética radicada en lo más profundo de los interrogantes del presente y
los patrones remotos de lo más oscuro de los tiempos, cuando la cueva, la
mirada adánica, sobrecogida o gozosa, el rayo, etcétera.
Pasea Ignacio Brell su
larga y delgada figura, su barba rala y elegante de cuatro días, los ojos
divertidos y complacientes, la mirada que no rehuye el encuentro cordial pero
que si no legañosa, sí cansada y huidiza, con las manos en los bolsillos del
pantalón informal (de excelente paño y caída, de marca y abultado precio),
perfectamente combinada con la camisa azul de cuello blando, despreocupado y
sonriendo a un lado y otro, con todo el tiempo del mundo que depara el viernes,
refrescado por la brisa de levante que nace del mar cercano, endulzada la
mañana por el azahar que el aire parece descolgar de los naranjos callejeros y
llevarlo hasta ahí, hasta esa vetusta facultad, ruinosa y vocinglera, pasea
indolente, sintiendo la tibieza de la atmósfera impregnada de olores densos, ha
acabado sus clases, 11,45, se ha desembarazado de la frívola e innecesaria tutoría
en el mismo pasillo de paredes de un blanco sucio rebosantes de dibujos
infantiles, rótulos y rayados rebeldes (que no revolucionarios) que demandaba
durante unos momentos el muchacho todavía un lumbreras del arte tartamudeando
ante él y quién sabe genio de cuantas cosas más antes de que el alambique
teórico y enredoso de los colegas de Brell arruine sus expectativas, agobiado
por los cartapacios y los libros recién recogidos de la Biblioteca Central de
la Universidad, farfullando cualquier petición o sugerencia inocente, o bien
inició el tiempo de tutoría en el constreñido despacho interior, desangelado y
austero, bajo una luz de neón que mancha la retina de tristeza frente a una walkiria moderna que, fuera de
las horas lectivas, cabalga por las calles en bicicleta con la cabellera al
aire y que, en el fondo, lo que de veras desea es despertar el interés de ese
profesor Brell, tan sonriente, tan accesible y, sin embargo, tan distante e
irremediablemente atractivo, tan lejos de todo y de todos a pesar de que no
hace ascos jamás a una invitación al sexo por abrupta, arriesgada e
impertinente que aquella sea, y que en un par de horas, que ha de distraer
desprecocupado yendo de acá para allá en el interior del edificio, visitando
aulas o talleres, viendo a uno o conversando con otro, o afuera, en el campus
verde y entibiado por el aire de abril, almorzará con Paula, castellana señora
del feudo, que a buen seguro ya le espera paciente en el mismo pacífico campus
tomando un refresco seudoenergético en alguna de las terrazas soleadas. Comerán
en el casco antiguo de la ciudad, en un restaurante de moda pródigo en
ensaladas de frutas y verduras, especializado en zumos naturales y en
combinaciones tan previsibles como pueriles e incluso ridículas: sencillas
tostadas untadas de miel, gotas de aceite de oliva y aromatizadas con
raspaduras de corteza de naranja y limón y otros sabores más secretos. Ah,
Brell, qué vida apacible, qué vida resuelta. Podría pensarlo de ese modo
sentado en el banco alargado junto a las grandes fotocopiadoras, delante de los
largos ventanales que recaen frente al patio interior de la facultad, un
detritus de vegetación polvorienta del que emana en todo momento un no sé qué
de abandono cochambroso, una grisura contradictoria con la festividad colorista
del arte y sus acólitos, cerca de cuatrocientos metros cuadrados inútiles a los
que no se puede acceder ni siquiera desde los pasillos inferiores, una pecera
de luz natural que ilumina apenas un desangelado claustro informal y cutre,
abigarrado y algo estrafalario y siempre recorrido por estudiantes que van y vienen con mochilas a
la espalda y bastidores y objetos en las manos, y donde menudea, entre la media
docena de matorrales sin clasificar y prontos a desaparecer, la hierba
polvorienta, algún trasto y media docena de papeles caídos allí por algún sitio
misterioso de las alturas, pues es un espacio visible a la vez que cerrado.
Todo respira un aire de mecánica usada, agotada, de óxido y desgaste a través
del tiempo, como si ese escenario fuese el rescoldo aparatoso de los mil
experimentos del arte que entre sus viejas paredes se han dado cita sin ton ni son. Hasta los mismos
alumnos parecen vestir acorde al sombrío cuadrado abierto a los dos corredores
laterales de cemento. Un aire de ruina se enseñorea a diestro y siniestro del
lugar condenado. Todo parece venirse abajo. Y es que el derribo del edificio es
inminente, al término del curso, cuando toda la vaciedad y soledad pegajosa a
que aboca la canícula se apodere hasta el último rincón de una construcción sin
gracia y cayéndose a pedazos desde hace años. Entonces entrarán la piqueta y
las excavadoras y desmoronarán hasta la piedra más ínfima, hasta la pared más
pintarrajada por unos genios de patio de recreo y tufo colegial que de ese modo
libertario y paupérrimo achican sus esfuerzos y pretenden mostrar en alguna
hora muerta, rodeados de amigos festivos, su ingenio de andar por casa en las
mismas paredes de la facultad.
Treinta años más tarde
de su inauguración el edificio y sus anejos de biblioteca, investigación de
materiales, de restauración y de talla escultórica, todos sus muros de precaria
desnudez acabarán en la tierra envueltos en el polvo ocre y maloliente de una
sustancia de aluvión: fue una construcción que, a despecho de su noble destino,
de sus ínfulas magistrales, de la pretendida esencia de lo permanente, el arte
y su posteridad, no ha resistido estética y funcionalmente ni tres décadas. No
será menos intranscendente el nuevo complejo de Bellas Artes (pero el nombre,
rancio y cursi, ni lo cuestionan los ilusos advenedizos), postmoderna
arquitectura blanca y gris, cuadriculada y triste e igualmente funcionarial
como la antigua, tan de colores neutros y forma típicos de mole oficinesca de
aspecto lamentablemente administrativo, organizada a partir de un diseño
perfecto sobre el papel (lo virtual) y de vulgar, anodino y escueto alzado (lo
real).
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