domingo, 9 de marzo de 2025

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Entretiene Brell su paseo hasta los talleres de escultura que despiden a esa hora de la mañana un olor a herrumbre, humedad y desahucio bajo una luminaria acuática, poco concurridos en este día y a esta hora prefestiva, pues los señores del arte, profesores y alumnos, entienden el fin de semana con largueza, de manera que la deserción suele producirse antes del mediodía del viernes. Y así están las cosas. Se acerca a uno de ellos. Se detiene, sin osar adentrarse todavía al interior de uno de los talleres de modelado donde abundan bajo la luz clara aunque espesa caballetes sembrados de terrones secos sobre los que se alzan mazacotes de barros deformes; unos ya definidos en incipientes volúmenes; otros, presentan una masa informe e indescriptible, un simple amontonamiento de materia y alambre a punto de descalabrarse y venirse abajo en la plataforma. Finalmente, decide atravesar el umbral. Avanza unos pasos y saluda con un movimiento de cabeza al catedrático, un tipo huraño, gordonzuelo aunque ágil, de gesto hosco y displicente, de baja estatura, con el cabello blanco alborotado que se descuelga greñoso de una calva rosada y brillante maculada de rojeces que desde la frente casi alcanza el cuello robusto; bajo las cejas negras, pobladas e hirsutas se dilatan los ojos también profundamente negros, alertados e inquisitivos, próximo a  jubilarse él también, acabado él como el mismo edificio y quién sabe si como la misma asignatura que imparte año tras año, incólume bajo su magisterio a los nuevos avatares de un arte nuevo que desprecia lo tangible y cercano y suspira por sintaxis novedosas, genésicas, enigmáticas y, sobre todo, efímeras y volátiles como su única muestra en la galería de exposiciones. El tipo, catedrático no muy letrado, altanero respecto a cualquier teoría que medie entre el palillo y el barro, es artista experto en cualquiera de los procedimientos escultóricos seculares. Se mueve mudo y quisquilloso entre la docena de estudiantes de pie frente sus caballetes con una generosa porción de barro en una mano de la que extraen pequeños trozos para amasar. La denominación de la asignatura parece ignorar su verdadera esencia, que no es otra que la de aprender a modelar: Representación Escultórica del Cuerpo Humano, materia probablemente condenada a desaparecer en el próximo curso, en el que los planes de estudio no contemplan ya una práctica adocenada al decir de los programadores teóricos y diseñadores de los fantásticos contenidos plásticos previstos en el siglo XXI. Pues el sencillo modelado ante modelo vivo en materiales dúctiles, atento a una composición equilibrada, vigilante de las proporciones y analizador de los elementos que componen el volumen, hace años que se ha visto avasallado por la irrupción de unos contenidos que, a la vez que deconstruyen la figura humana, inventan nuevos postulados formales o procesuales, por triviales y sosos que éstos sean, desarrollan múltiples propuestas  a partir del cuerpo (sic). Los objetivos, tan cambiantes como las sucesivas incorporaciones de los modernos profesores todavía inclasificables y atragantados de múltiples lecturas, proyectan los dardos didácticos directos al conocimiento de las tecnologías de vanguardia audiovisual, hacia un cúmulo de conceptos que configuran el debate en torno al espacio público contemporáneo al tiempo que se exploran los diversos campos de comunicación visual y los lenguajes artísticos pertinentes (sic). ¿Modelo la figura humana? ¿Qué figura, qué modelo, qué excusa para la creación? Busca aquello que va a ser representado en los mundos imaginarios de tu cerebro, ese fontanar inmarcesible. Hurga en la viscosa infinitud de tu alma pudriéndose desde el año I. Sé tú. Unico y genial. Se impone la teoría, el análisis, lo ficticio; en fin, la palabra; o, mejor dicho, la palabreja engendrada por una terminología académica que abusa del neologismo, de un vocabulario extravagante enhebrado en una sintaxis enrevesada para no enfrentarse valientemente a las locuciones de siempre, claras y definitorias. ¿Modelar? ¿El qué modelar? Atentos a lo abstracto y hasta lo malicioso, a lo inconmensurable y críptico desde un hacer sin código: esculpid con faltas de ortografía: escarba en tu cerebro de magnífico animal libre e improvisado, salvaje como un cristo, como un dios, sin leyes, sin reglas, sin miedo. Tu historia, novicio entretenido, apelará a unos fenómenos artísticos que, genésicos de la mente de sus creadores, ha de articular debidamente las futuras visiones de un espectador aún no avisado, próximo a engendrarse a tenor de actuaciones y felices intervenciones públicas como las que se empiezan a asimilar en estos talleres de reflexión teórica.

Pero ahora, esos pocos alumnos acallados por la soledad de un viernes matinal y tedioso, desmotivados, tan en silencio como su catedrático, al que no saben si venerar por ser un raro espécimen entre otros profesores proclives al desprecio de la técnica y los antiguos procedimientos o simplemente ignorarle por tosco,  intransigente y secreto en su proverbial artesanía, fijan los ojos en la arcilla, añadiendo porciones de materia a un bulto que de momento escapa a toda pretensión, intentan definir en un lenguaje plástico inteligible una apariencia que, lejos del modelo, pero autonomizado plásticamente, les signifique a ellos. Traspasado el dintel de la puerta abierta, Brell examina el aula invadida de olor a tierra y agua estancada, una mixtura detectable fácilmente, y contempla los estragos del lesivo aprendizaje en la masa moldeable y pacífica, libre de culpa como soporte virgen de la creatividad de los esforzados manazas. Se acerca el mentor ¡con un mondadientes bailoteando entre los labios!, ha almorzado hace escasos minutos en la destartalada cafetería de la facultad y ahora elimina despreocupado los restos de comida entre los dientes. ¿Qué hay?, pregunta Brell, y el otro con las manos en los bolsillos, asqueado por sus pésimas digestiones, arrogante, sin embargo. Poco, contesta en voz baja y despectiva (¿qué ha de haber?) con el aliento sucio por el café, aquí estamos de mañanita con estos niñatos ociosos. ¿Más torpes que otros años? Igual que siempre, se repiten curso tras curso como la mugre. Alguno habrá…  ¡Ni uno!  Aquella parece que encaja bien…, ¡Y un cuerno, quita barro en lugar de añadirlo, confunde talla con modelado…! Se lo puedes decir un millón de veces, pero como si nada… ¿Aquel? Aquel pasa de los treinta y aún hace de la discusión teórica una referencia, ahí lo tienes jugando con los malditos alicientes teóricos, interesantes como los números primos pero sin ninguna utilidad que uno conozca, modela con debates el tipo, y mira a ésa otra, melindrosa y cobarde con la arcilla, hurga meticulosa en el barro como buscando preguntas a sus ensueños místicos, ¿Una poeta de la materia, tal vez?, Bah, una aburrida que está aquí porque no sabe donde matar sus mañanas de treintañera, con el palillo de boj en la mano en lugar de tenerlo metido en el culo, aprendices viejos es lo que son los jóvenes artistas de hoy. En realidad, ninguno de ellos es artista. Ni siquiera eso. Estudian para conferenciantes, para convertirse en curators, oportunistas de museos recién inaugurados de un millar escaso de visitas al año en alguna mediana capital de provincia más necesitada de consultorios médicos y colegios públicos que de un pretencioso y mastodóntico contenedor de miserias plásticas…

Los ojos de Brell se fijan ahora en un torso adivinado a través de la bolsa de plástico preservadora de la humedad que se alza sobre un caballete sin dueño, un desertor venusino: leve escorzo que de pronto le trae las sosegadas visiones de la estatuaria griega, cuando la levedad de la piedra tallada con mimo encomiable transmutaba en carne apetecible, una textura como una piel tersa e inmaculada de limpios destellos, una pátina del deseo. Qué impudicia la de unas manos modernas que osan replicar la clásica belleza de unas estatuas que por canónicas se ven rebajadas en la actualidad a la inspiración estética y a la interpretación caprichosa de embaucadores de otras épocas futuras, beneficiarios desleales  de su legado. Ninguna alquimia contemporánea ha de mejorarlas en una apariencia inaugural que ha sido venerada siglo a siglo, ningún apócope ni remiendo hará de ellas la mera referencia de estos aprendices del arte incapaces de transcender los motivos estéticos de una tradición clásica, ni siquiera reflexionar sobre ella como cualquier espectador inocente. Desvía la vista conmovido por la inmensa sensación de inutilidad que le asalta de improviso. Ahí está L…, catedrático, fue importante en otro tiempo, un creador nato, infatigable, pero aquella carrera de escultor demasiado pronto fue desactivada por la cátedra y una abultada nómina mensual frecuentemente complementada por peregrinos montantes de dinero académico (dedicación, fungibles, pluses de variado pelaje, sexenios, postgrados y otros nombres graciosos), que finalmente disfrazan al verdadero artista, lo despojan de agallas y de ganas y lo arrojan a la festividad de la solvencia y la sobra, a la nada artística, a una soltería que se extiende a todos los ámbitos de una existencia al cabo aburrida, sin mérito y sin arte. Sé que no tardará en morir, pues, testigo ventajista, escribo en el futuro de un pasado que conozco bien, aunque me cueste comprenderlo.  L. huele a piedra… ¿a piedra…? A barro. El olor primitivo del mundo.  Huele a humedad primigenia, a la tierra aún fértil del primer acto, tan ajena a la piedra infecunda y a la ganancia espuria. Brell aspira profundamente el aire enrarecido del taller en ese momento de la mañana, y también el que exhala de la propia figura de L., tan análogo a la materia con la que antaño  tanto se había batido en su estudio que se diría que son de la misma sustancia, tan complementarios, tan precisos y hermanados en un espacio singular donde sólo imperaba la creatividad. Ninguno de los dos sabe de esa muerte cercana e impúdica, y menos que nadie el mismo L., que duda algunas noches de su condición mortal, que ni imagina que una angina de pecho fulminante seguida de un edema pulmonar concluyente y fatal lo va a exterminar tan fácil como se aplasta a un insecto. Ignorante asimismo Brell del desenlace biográfico de su interlocutor, de ahí que no sea capaz de reprimir sin compasión cierta sensación de asco ante la rosada calva del otro y sus evidentes precariedades higiénicas. Incauto desconocedores del futuro y sus azares ambos. La muerte severa o… grotesca, un derrumbamiento a plazos, un cáncer incipiente que no predice la tez saludable, un accidente de circulación, reventado el hígado contra una de las portezuelas mientras miras incrédulo las astillas del mundo de afuera del automóvil, o después de haber tonteado en la barra forrada de cuero de una cafetería apenas iluminada que disfraza un burdel de alto standing a las afueras de la ciudad, refrescado por la brisa marina, donde pulula desganado un surtido heterogéneo de jóvenes (de ambos sexos) emigrantes de cuerpos envidiables, acaso aún por modelar, deseados por tipos como… el hosco y escéptico escultor y catedrático L., que morirá una mañana laborable, luminosa, fresca, otoñal, con el pene de un jovencito  en la boca (un david tan bello, tan miguel ángel, primoroso cincelado) mientras una meretriz adolescente de labios finos y mirada apagada succionaba con disimulada desgana el suyo flácido, corto y grueso en el momento que algo semejante y súbito como la fractura del cristal parecía partirle el pecho en dos mitades, se hundía un rayo gélido en lo más hondo de las entrañas del catedrático emérito lanzándole a la oscuridad total, a la muerte definitiva, al sueño eterno de la piedra.

Quedan las palabras de L.: rezonga cantinelas conocidas trás la espalda de Brell, que sigue su camino a la luz primaveral de afuera, deteniéndose aquí y allá, con los ojos distraídos en la infinidad de carteles y avisos multicolores que le salen al paso prendidos en las paredes, en las puertas, en las columnas sucias y empapeladas de decenas de avisos, convocatorias y concursos, certámenes y encuentros, charlas, reclamos de masters oficiales multimedias, exposiciones y eventos, performances, seminarios internacionales, intercambios culturales de lo más peregrino…, un muestrario inagotable y laberíntico que propicia a quienes saben desenvolverse en tamañas patrañas institucionales un fácil escenario donde exhibirse sin pudor y aun del que aprovecharse económicamente. Qué factoría de excusas para el desfile interminable de sinecuras y adiciones presupuestarias, de gastos académicos y desembolsos alumnarios estériles. Muestras de artistas, conferencias y cursillos, coloquios y congresos se anuncian en octavillas e ilustrados folletos desplegados a dos páginas que reúnen en una congregación innecesaria lo más granado de unos profesores y exalumnos avisados y tres pasos por delante de la mayoría de los otros estudiantes, cuya perplejidad inicial al empezar el primer curso ha de prolongarse hasta pasados varios años académicos. Esta facultad es una endogamia matemática y perfecta, un compadreo interesado en extrañas complicidades bien lubricado en su engranaje oculto y silencioso, una fábrica de sostenido emolumento y ganancia aseada de cese impensable (hasta la jubilación, hasta el dolor, hasta la muerte, hasta más allá de la muerte, pues los hijos los perpetuarán en la asignatura, en la cátedra, heredarán la tierra). Contra el decorado de fondo de una invitación a Irlanda, una beca de estudios y un congreso en Helsinki (Para una teoría de los formatos de equiparación: pintura expandida y vídeo. Conceptos e idearios sobre el soporte plástico contemporáneo. Alternativas de una semántica de confrontación en el siglo XXI) en llamativa tipografía de diversos tamaños de fuente insertada sobre una panorámica de la ciudad de óptica desenfocada, sobresale la leonina cabeza de M.D., testa femenina que corona un cuerpo rechoncho cubierto de negras vestiduras, un largo talar que ni siquiera deja ver el calzado de alto y grueso tacón. Pasados ya los cuarenta años, suplantada una educación sentimental por los goces de una fisicidad exacerbada: lujo material, alimentos, viajes al trópico, los créditos solicitados y satisfechos al momento, ilustre profesora y (también) artista. Brell ha llegado al vestíbulo desastrado de la entrada principal del viejo edificio donde algunos estudiantes contemplan de pie muy serios terminales de ordenador casi alineados junto a un improvisado puesto de venta de abalorios artesanos y quincalla ecológica entre pasquines y letreros denunciantes de algún desmán rectoral o político. Delante del ventanal que enmarca el cubículo de la secretaría general, a punto de agachar la cabeza frente la ovalada abertura del cristal y preguntar por su correspondencia a una de las sonrientes y divertidas auxiliares, Brell ha descubierto a la antigua amante de infatigables fellatios, un cuerpo serpentino y esbelto entonces, que se enroscaba con furia a su cuerpo mientras sorbía su miembro hasta la extenuación. M.D. postula en la actualidad las miserias de antaño: Brell era un genio a la espera de la inspiración (llegaría más tarde o más temprano, pues era el elegido), él escribiría el libro fundamental de la historia de la cultura universal, sus claves, los símbolos ocultos que esclarecerían de una vez por todas la actividad creacional del ser humano desde el hombre de la cueva; ella era la sobresaliente autora de una pintura gestual que, no obstante su levedad, reflexionaba sobre la materia del espíritu al tiempo que un lirismo bellísimo y exacerbado pero racionalmente concebido otorgaba al duro soporte de la tabla el ensueño de la fantasía plástica y la espontaneidad de un dripping adicional mesurado y preciso: los tiempos futuros doblegarían la cerviz ante tales prodigios de esos dos todavía púberes, tan sabios y extraordinarios. M.D., ahora con quince kilos de más que no logran rebajar dietas de una crueldad odiosa, cremas inextricables ni caros medicamentos, opositará en breve a la cátedra de la asignatura de la que ya es cansina profesora titular (ah, pero las envidias, las artimañas de la panda que socorre y patrocina al otro oponente, un recién llegado con buena retaguardia política, económica, cultural, ya se cuidará ella de él y de los ardides que lo sostienen, lista como es, decidida con el sexo, la boca y sus razones, sabrá enfrentarse con esa media docena de sesentones cuasi impotentes, perezosos y comilones que conforman el tribunal). Brell… En resumidas cuentas, paseaba el profesor, cuarentón peripatético, atractivo, distraía su ocio placentero en asueto académico, ya descendía a la luz, a pocos pasos de las puertas de hierro mal pintadas de color tierra... Y ese encontronazo, sin tocarse ahora, quien ha conocido tu piel, gustado tu saliva, lamido todo, sorbido tus jugos. Ella le mira sin pasión, pero todo lo recuerda de una juventud común plena de sexo y bandería, de ordalías y riesgos innecesarios, quizá el relampagueante brillo de unos ojos cansados dispensan la ironía, he utilizado tu cuerpo hasta la náusea, restregado la lengua por orificios y recodos y los pliegues más sensibles hasta el vértigo, ambos tan sabios entonces por infatigables, jóvenes y sanos, aliados del tiempo y el pasar deleitoso de entonces. Él la mira con interés, bondadoso y agradecido, en calma, antiguas complicidades han dado lugar a una condición actual de testigos recíprocos, indeseables aunque queridos: condenados a un futuro de rutina, al desgaste que el destino de entonces pleno de ilusiones sin fin es capaz de infligir a un presente erosionado de ruinas, abotargado por una actividad periódica y previsible, sin nada entre las manos salvo las cosas, los objetos falaces que ni siquiera, a estas alturas, esclavizan ya, qué decir… Ni siquiera la ropa carísima y de marca puede ocultar el envejecimiento de unos cuerpos en lento pero flagrante declive. El beso en la mejilla reemplaza los secretos desatinos de años atrás, ni siquiera el fugaz aroma de la carne conocida, sobada hasta la rojez, hasta el límite del dolor, hasta la herida, despierta sentimientos contradictorios, de gratitud o repulsa. La sonrisa es leal. El saludo es cordial. Intercambian nombres y ponderan las amistosas u hostiles inclinaciones del tribunal que adjudicará la cátedra antes del verano. Podrá con ellos: carga M.D. a las espaldas un currículo… Precisemos: ha inventado la asignatura que imparte, la ha carnalizado con su magisterio personal y su obra y su inteligencia artísticas, toda la idea es suya, producto intelectual desarrollado a lo largo de meses y meses de esforzada elucubración mental y centenares de notas manuscritas: el esquema, el trazado práctico y los contenidos teóricos, las conclusiones materializadas en los puntos programáticos… Mas no la redacción, esa fatigosa mecánica al alcance de cualquier negro (¿iba ella a perder el tiempo, su inestimable tiempo, tan irrecuperable, tan fugitivo, en esa minucia?, de modo que ese título tan atrayente, tan denominativo y afín al departamento, Para un entendimiento poético de la instalación en diferentes espacios de adecuación plástica. Presencia, comportamiento y ejecución escultórica mediante un vocabulario matérico, espacial y objetual intuitivo: la moderna sintaxis del arte tridimensional, quedaba en manos de un pobre diablo escribidor que sería el encargado de dar forma y contenido coherente al centón de apuntes y bosquejos. Pero lo importante en este casual instante de la mañana, cuando Brell la tiene ante sí, deseable aún por un  pasado de trampas, es lo que significó para él, en aquella época de maquinaciones, seducciones y logros… ¿A cuántas de estas mujeres puede recordar, todas iguales, ambiciosas, desinhibidas y complacientes, guapas y listas, finalmente trepadoras, infiltrándose serpentinas en todas las rendijas y grietas al alcance, hurgando en cualquier oquedad académica y beneficiosa que la ocasión les brindase, hembras sin escrúpulos paralizantes, sin miramientos obstaculizadores, mujeres cuasi machos penetrando sibilinas hasta en los cargos menos adecuados a sus talentos, más inesperados a sus contadas habilidades, pero cargos al fin: sobrevolaron sobre otras testuces varoniles que cayeron bajo su empuje. Emerge el pensamiento sucio de Brell, de lo más oscuro del cerebro se proyectan las imágenes sórdidas acaudaladas de antaño. El es el tipo que oculta en la apariencia mesurada un ogro que suele gozarse en la más inconfesable de sus dimensiones de la lujuria secreta, la obscenidad total y catártica: os ve (se ve) a los dos casi adolescentes envueltos en una atmósfera de aturdimiento, en una huida precipitada de cualquier adocenamiento y una irresponsabilidad que hoy cuesta entender, habitantes anónimos y de paso furtivo en la sombría buhardilla que daba a un patio de luces estrecho y maloliente, enredados, violentos y sudorosos sobre un camastro sucísimo, quejumbroso y comunal, una polvera alquilada colectivamente de horario concertado entre otros desesperados jovenzuelos como ellos dos….

Un tipo bien vestido este Brell, pulcro, atractivo sin duda, aseado, y en la limpieza matinal de la mañana, en la hora inofensiva, todo parece girar en torno a la esencial pregunta de mientes para adentro: ¿Qué nos hace el tiempo?

M.D. se rasca delicada y suavemente con un dedo (el corazón) de la mano derecha la mejilla izquierda, le mira sonriente con el rostro inclinado, y a él hasta se le ocurre que coqueta, malévola, como si aún dispusiera sin trabas del cuerpo grácil, fresco y escurridizo de la juventud, de unos muslos túrgidos que invitan a la lamida, al mordisco labial, a arremeter el ariete enhiesto hasta lo más oscuro de su cálido agujero, lleva colocadas las gafas de sol por encima de le frente, sujetas sobre el cabello revuelto, lavado y perfumado, una cuarentona desquiciada por la edad, el reverso de lo que fue apoderándose de ella, la carne gastada, la piel mancillada por el color y el estigma menor de los años en forma de pecas y máculas, también prisionera de las frivolidades y señuelos de la enseñanza académica y los tejemanejes departamentales que tanto la pudren, obnubilan su bienestar y la enrabietan más de la cuenta, aunque bien cebada y siempre ahíta, con la casa de las afueras llena de muebles de Ikea y libros de Taschen, algún cachivache de teca y cristal biselado importado de Java, ella es una obra gráfica, se descubre pensando Brell mientras le devuelve la sonrisa silenciosa, y adentra la mirada en sus ojos lacustres aunque un poco muertos ya de tedio y las odiosas premoniciones de la decadencia acechante, un derrotero minimal entre objetos, personas, intereses zafios e incomprensibles al cabo de los años, que desemboca las más de las veces en un interrogante plano frente el día que se vive, esa luz omnipotente de la jornada entre alumnos, delicatesen y capuchinos en el inevitable starbuck de la esquina, diluyéndose a pesar del libro en el sobaco hasta ser tragada por la noche cansina e inesperada, pero hay que seguir, hay que luchar, poder más que ellos, los enemigos de siempre, aunque no se sepa muy bien por qué ni para qué: lo que no entiendo no me sirve, los que no me entienden están contra mí, sé lista ya que no inteligente, selecciona aquello que allana tu camino (tus dotes histriónicas, tus fingidos desmayos de doncella, la promesa del cuerpo aún deseable para tipos hastiados de sus queridas o de los trastos domésticos de sus esposas) entre tus semejantes inferiores o momentáneos superiores jerárquicos, el decano, por ejemplo, algún vicerrector, hasta el mismo rector, ya que en éstas estamos, sirves para eso, para las intrigas, enredos  que te salvaguardan todavía… ¡a estas alturas! A lo que puede uno llegar, concluye Brell el Profesor. M.D… una acuarela que el paso de los años terribles ha diluido en una amarillez invasora por todo el mapa de la piel estragada por mil potingues, una languidez interior sólo sacudida por un carácter iracundo, adivina su cuello escondido bajo el accesorio de un pañuelo rojo, la epidermis arrugada, marcada de pliegues… Ella, también testigo de él, ya no cómplice, ni amante, ni amiga, sólo colega…, testigo nada más en la venganza y el fiasco del tiempo, compinches los dos. La tiene a su espalda, alejándose cada uno por su camino, una a la gruta y los laberintos de muros y pintarrajos de adentro, a la espesura que ha acabado por estafar a los dos; el otro vacilante aún, a un paso del exterior, a punto de que la luz de afuera, brutal, de una primavera sin reservas ni melindres, lo exponga desnudo, lo delate en la claridad del aire más huérfano todavía por la crueldad del recuerdo y las fisuras de un pasado latente.

¿Qué nos ha hecho el tiempo?

Lo que ya éramos.

Rápidamente, vuelve al futuro, su presente. Los ve como era él. ¿Qué será de sus alumnos dóciles e iletrados sin los apuntes, la cháchara profesoral, inútil y olvidable que les endosa escéptico y sin ninguna aprensión? Cambian las denominaciones, los planes de estudio, y las licenciaturas universitarias no serán sino un mero diploma sin el menor interés, una prolongación del instituto masificado, habrá que financiarse cursos de postgrado en las oficinas bancarias depredadoras y recelosas, condenados a caros másters inventados con celeridad sospechosa que supondrán nuevos filtros universitarios, nuevos pagos, ataduras prorrogantes, ahora que todo el mundo inunda por doquier los campus, hasta el hijo de mi mayordomo, la hija de mi palafrenero, compliquemos un poco más las cosas, la facilidad siempre es enemiga de la calidad aristocrática, chocante democracia abusiva de la enseñanza, ¿no están las becas?, fíate de tu gobierno que cuida por tus ancestros, de ti mismo…  

Pero ya en el exterior el sol obliga a Brell a entornar los ojos, se detiene un instante frente a los escalones que descienden a una de las minúsculas aceras del campus que serpentean entre las zonas más holgadas del césped, cruzadas por varios grupos de desaseados estudiantes con bastidores y lienzos en las manos deambulando de aquí para allá, ajenos a él, que está confuso, como si temiera caer, como penetrando en la marea descarnada y explícita de un sueño, en su crueldad acogedora e inquietante, donde la angustia se abraza a él como un tacto invisible, con la sangre que quema, con la sangre que hierve en las sienes palpitantes, la luz, una pasión la vida, dudando si seguir adelante, o no: estar ya en las ruinas de ese mundo que detrás de él se derrumba en pedazos entre un polvo de óxido y piedras asoladas.

Afuera teme tambalearse bajo la luz solar, pero erguido, apuesto, farsante, camina, conduce sus pasos con mesura, hacia ella, a la que descubre en la terraza bajo el sol primaveral.

Parece un títere que se cae, lentamente se viene abajo… ¡y de qué hilos!… Recobra el equilibrio, no se cae, Boceto, y si cae caerá como los gatos, de pie.

Todos los dioses son antiguos. No hemos sido capaces de crear dioses modernos. También el gato es muy antiguo.

En el 69 tomaba él su primera comunión, más que fundirse en el espíritu de Dios, lo despedazaba: masticaba la oblea rebelde (se le pegaba al velo del paladar, la maldecía, mierda de comidilla, no termina de escurrir hacia abajo).

Hasta ella todo había sido un prólogo.

En el desenlace estamos. Hubo una vez que estaba en mitad del puente entre ambos extremos, dos que son.

Ella se dice: se diría que estoy inspirada.

Déjalo estar,

ya no vale la pena

ni siquiera soñar,

déjalo estar, canturrea con voz apenas audible.

Un mundo de colores tajantes, una verticalidad acuática que no empaña el abuso cromático de una geometría perfecta, delineada cruelmente por la pureza y transparencia del aire, de una corrección magnífica: los seres y las cosas, la breve (y brava por tenaz) naturaleza de la hierba en un suelo cercado de cementos y asfaltos, las sombras delicadas de los  árboles que la envuelven, todo se funde en ella, hasta la invasión y el circular constante de los automóviles más allá de su fortín mental parece mitigarse en un cerebro complacido, o pacífico, un maridaje perfecto con la creación, jardín  de la diosa, terrenal encarnadura, envidiada. Lánguida, como narcotizada por el olor del mundo en paz bajo el sol, está arrellanada en el sillón metálico frente a la mesa redonda que despide fugaces destellos. Voraz el espíritu, el cuerpo en orden, ligero como una gota de agua, el intestino libre de impurezas desde primera hora de la mañana, levemente desayunada sin la bollería de unos cruasanes grasientos ni el tóxico de un café aberrante de cafetería populosa, una infusión de tomillo, la tostada de pan integral untada de miel, tranquilamente sorbiendo de la taza, mordisqueando ausente del bullicio, sin las prisas de la agenda del día y la urgencia o el temor que se supone que todo un comité de ogros bien vestidos y cebados -el grupo ejecutivo de guiones en Canal9- debería darle, más aún, aterrorizarla, y nada de eso, como un milagro estuvo sentada junto a la ventana de su casa, sin prisas, imaginando a los demás porfiando ante los apretujones del prójimo con el portafolios y el periódico aún sin leer frente la barra.

Y, ahora, en esos instantes de plena indolencia, horas después, también el recuerdo de la reunión se ha quedado tan atrás que ya es tan sólo un mero vestigio en su pensamiento discurridor y saltimbanqui. Sobre la mesa bañada de sol unos libros; al lado, la copa deja ver el líquido de un dorado majestuoso como el mismo sol, un licor de astutas y apetecibles apariencias alcohólicas en ese remanso vegetariano de pacotilla. De cuando en cuando la vista se le pierde entre los jóvenes transeúntes, inacabables, como peces variopintos en el acuario de la sorpresa, siempre en movimiento ellos y ellas, andando o circulando en bicicleta, tan deseables, tan conocedora ella, sabia treintañera, de la vulnerabilidad que esconden bajo el disfraz de sus vestiduras, libros y cartapacios y los gestos adustos o indiferentes, otea por encima de sus cabezas, entre las jorobas de las mochilas, aguarda la llegada del gañán ilustrado, el soso espadachín de su consorte, el falso distraído, pero ni una sola vez echa un vistazo al reloj en la muñeca. Como una mano cálida, la más cálida de todas, como el sol tan lejos y sin embargo capaz de dotar de calor delicioso la carne bien depilada, suave, como de terciopelo me gustaría que dijeran, acaricia la piel, la parte de los muslos perfumada sabiamente, la pierna toda, pero más allá aún, adonde no llega el astro, el pubis afeitado, la entrepierna sedosa, la vulva siempre húmeda, el inextricable sexo, agarrar con fuerza a uno de esos estudiantes de cabello largo, a ése de la coleta y barba rala que le dirige la mirada encendida, a ése que precisamente ahora la mira a hurtadillas, atemorizado por la violencia de un deseo tan repentino y pugnaz al descubrir sus piernas cruzadas, la oscura melena oriental que franquea unos ojos verdes chispeantes, expresión fiel de su alma un poco canalla, el tenue maquillaje de puta instruida y educada, atraer su boca a la entrepierna, dejarle hacer con el aliento herido y la lengua loca, a ése, o a la otra, mejor a ésta, que la blusa blanca apenas oculta los senos libres de sujetador, con los vaqueros ajustados y deslucidos, sin marca, hasta puede que comprados en el chino del barrio proletario donde vive con toda seguridad, pero que realzan su graciosa figura estudiantil, con el pelo al aire y los libros contra el pecho, bella y de semblante serio, de seguro que es de modesta ralea, clase media baja, habitante irreversible desde hace dos generaciones de esas grises y monótonas manzanas de fincas suburbiales con calles atestadas de automóviles y motocicletas trucadas, aceras mínimas y sucias, un fragor constante de mediocridad ambiental, menestrales de parada obligatoria en el bar de luces blancas de neón terroríficas y una procesión interminable de charlatanas amas de casa deformadas por la mala alimentación, una familia hipotecada y decente que soporta como puede sino el coste de una carrera universitaria, ¡ah las becas para menesterosos listillos!, sí los años sin beneficio de esa vástaga en edad de doblar el lomo, todo sea por esta chica lista, estudiosa de mirada baja pero cavilosa, muy atenta a lo que sucede alrededor, aferrada a los libros, estas son las mejores, qué delectación su corrupción a plazos, esa mano que disimula el temblor y se tiende hacia el primer dinero que la adentra en lo voluptuoso, qué deleite descubrir a las primeras de cambio en esta niña esquiva y arrogante luego de una breve iniciación perversa y rigurosa en siniestra gradación su convulsa sexualidad, los zapatos vulgares caídos en el suelo, la braga limpia pero barata y ahora mojada, precipitada y febril, abismarla poco a poco en un goce tan lejos del miramiento como de la torpeza, poco a poco sin escrúpulos pero con cautela… Adiestrar a cualquiera de esos pequeños diosecillos juveniles que transitan distintos y tan iguales a todas horas por el campus, hoy límpido y claro, de una sensualidad que parece flotar en tal medida que la mata a esta mujer que espera en la diáfana mañana tan soleada y la hace entretenerse en imaginaciones, observa sin disimulo la riada de alumnos que se desperdigan en todas direcciones hacia las luminosas fachadas de las diversas facultades que bordean el paseo central, que los engulle o los vomita en cantidades curiosamente análogas, y todos ellos son sus referentes, el alimento que defeca su trabajo bien pagado, sus andares y frases y gestos típicos, sus vestires, sus miedos y sus sueños, sus amores y sus perezas, su sexo a medio hacer, sus contadas monedas, sus borracheras del viernes, las secretas trapisondas de los más iniciados y también los escondites morbosos del espíritu de los atormentados a causa de ellos por la incertidumbre, pero su frivolidad general, sus desapegos, su juvenil indecencia, su descaro proveniente de la maría o de los corrosivos vodkas, ginebras y whyskies de garrafón, todo ello constituye el repertorio cuasi infinito del que cuajan sus personajes de guionista especializada en adolescentes o jovencitos todavía enrabietados por el acné y una escasa asignación semanal. ¿Qué sería de ella sin ellos? Atrapa sus miradas, sus locuciones antojadizas, la jerga y los palabros de moda, los giros idiomáticos tribales, sus ansias actuales, su total aturdimiento. Esos la visten y protegen su bienestar, pagan sus restaurantes, sus viajes de verano, sus caros caprichos de invierno. Palabra de consejero delegado que bien le recordaron en la primera entrevista: ¿Piensas realmente que son tus folios los que te dan de comer?... ¡Por favor! Es la publicidad la que nos mete el dinero en el bolsillo. Es eso lo que vendemos, los programas de televisión y sus series semanales son la excusa, y no la más inteligente u oculta. Toda esa chusma aburrida frente el televisor es la que nos mantiene… Se aletargan unos de día y otros de noche, cada uno con su horario, su ocio, su edad o su dinero conforma el target comercial a batir a lo largo de la jornada, la diana entre ceja y ceja donde meter la bala del dispendio entre el cosmético o la marranada del yogur. Esa masa consume lo que Paula Coloma les pone debajo de las narices de tanto en tanto entre anuncio y anuncio: les entretiene la fétida trama que paren sus folios manipulados antes incluso de llegar la escritura al papel. La prioridad, lo televisivo, ya es sólo la oferta publicitaria, había sentenciado solemne y definitivo El Gran Planificador. ¿Entendió bien la escritora su misión? ¿Ha comprendido que el héroe o la heroína ficcionales son los perfiles que han creado los propios anunciantes? ¿Sabe que las tramas son ni más ni menos que el escenario no demasiado inteligente de donde surgen pantalones, cazadoras, barras de labio o los cereales del desayuno e incluso los muebles de la cocina? Y tanto que lo sabe, a ella toda esa martingala le venía como un guante. Distinguió a la primera la endiablada y sutil diferencia que distinguía un share de un target. Horas después de la reunión de talentos, aún le parece tener frente a su cara, a escasos centímetros de su piel, ahogado por el sofoco, el rostro congestivo del coordinador de la serie, quien logra al cabo de disputadas sesiones dotar de sentido unos cosidos y parches narrativos elucubrados por separado y enhebrar la infame retahíla de anzuelos, pues allí cada uno agacha la cerviz ante su cometido gregario: quien se encarga de las madres,  quien de los padres, quien de los trabajos, el especialista en la peripecia y el enredo, el inventor de situaciones, el que sugiere la historia aún deslavazada, quien de los hermanos, quien de las parejas y amantes, quien de los lugares de secuencia, los campos y escenas, y después de todo esto, los anunciantes que sostienen semana a semana las filmaciones y deshacen historias y abortan continuaciones indeseables, imponen bebidas, porquerías biodegradables o alimentos sintéticos, dictan maneras de vestir, zapatillas, botas y botos, ordenan modelos de automóviles, estilos de bolsos, deciden centros comerciales, discotecas de moda y hasta dictaminan muertes, calculan edades, afean o embellecen actores, imponen prodigiosas resurrecciones, desapariciones fulminantes e inesperados regresos de protagonistas de vuelta de algún otro contrato publicitario. Pero ella, sólo ella, diseña adolescentes, nacen de un croquis mental, los boceta y define al final una reflexiva perfidia que se halla perfectamente camuflada de entretenimiento televisual, es una diosa, mejor todavía: ella es dios, por ella viven esos seres, se sostienen acartonados pero ahí están su desquicio y sus conductas explosivas, su inventiva les ha inflado el aliento, es dueña de su carne y de su espíritu, los crea y los acopla al conjunto de los demás personajes adultos y los zarandea en virtud de los lances que intervienen en los dudosos derroteros que le da por fantasear, los hace hablar (pues nunca piensan, parlotean) ella, su omnisciente creadora…, pero los viste de acuerdo los mandatos de quien financia el pequeño espectáculo del prime time, acata las directrices de quien teledirige la música que escuchan idiotizados conforme unos parámetros siempre intercambiables que aúllan esas marionetas prefabricadas de los intérpretes juveniles, pues nada hay tan voluble como la decena de temas en candelero que seleccionan las propias discográficas, ella, La Omnisciente, arrastra la lúbrica pandilla de estereotipos a los locales de una modernidad preceptuada, los conduce donde el dinero obliga, los acuesta con unos o con otros, los enfrenta o los enamora, de ella nacen víctimas o victimarios, los hace estudiantes o incestuosos, atrevidos, delicuentes, mojigatos, hijos de papá o carne de cañón, putas niñas, chaperos codiciosos, tiernos o bastardos, vagos o aplicados o simplemente jóvenes, con esa su gracia especial. Y ojo con desbarrar. Estás metiendo marcianos en la serie. Hazlos raritos. Con eso basta, le espeta un mandamás ejecutivo de la cadena, bujarrón sobrado de alcohol y grasas, siempre pendiente del cóctel argumental más audaz que no, en verdad, transgresor, sólo eficaz para escandalizar a horas convenientes a los honrados padres de familia, desparramados en el sofá nocturno, con los restos de la cena de bandeja frente a ellos, las arrugadas servilletas de papel, las mutilaciones y los restos diversos de pollo rebozado o de costillas grasientas en los sucios platillos sobre la mesa baja sin recoger, el cristal pringoso de los vasos, una ristra millonaria de cabezas de familia en pantuflas que de nuevo empiezan a necesitar un buen afeitado, que ocultan como pueden la hinchazón del miembro bajo la tela del pijama o, peor aún, del chandal, la espada viril de cien batallas, mientras en un silencio hosco detienen la mirada en las piernas volátiles de piel suave, tan rabiosamente tentadoras de la caricia, de las escolares minifalderas, fijos los ojos en la delicia de ese espacio inefable entre la tela del vestido y los muslos aterciopelados y adolescentes ya bien perfilados, pónles la miel en los labios, que forniquen con sus legítimas en el íntimo reposo de la noche pensando en esas jovenzuelas a medio vestir que muestran una falsa inocencia y desparpajo mientras exhiben porciones de una anatomía cuyo centro de gravedad es el pubis bajo la falda corta o los ajustadísimos shorts, que se abalancen los centauros sobre sus presas en bata cuando la ciudad silencia sus crímenes o los alienta con desfachatez, pero no exageres las perversiones, cuidado con encamamientos imposibles; traza objetos de deseo que sólo sean mortales pecados allá en lo más oscuro e intratable de sus cerebros mientras jadean en cópula bendecida a la maltrecha muñeca doméstica, tan conocida ya, tan sabida, tan deplorada, que ni ganas tenía de ponerse bajo la ducha antes de derrumbarse en la cama muerta de sueño, de cansancio, de asco, de resignación, y, ahora, aguanta a éste, la media docena de sacudidas de sátiro e inocuo semental… Machos recalentados por las artimañas concebidas por una escribidora a porcentaje, una calientapollas de la imagen que sabe más de la cuenta y cuándo y cómo salpimentar con dosis exactas de morbo en su cocina la cuchipanda televisiva, ese tétrico desahogo en un salón pequeño, esos sesenta y tres minutos contados de serie y veinticuatro de publicidad que la apaciguada familia del martes laborable, tan lejos aún del viernes, digiere bajo la luz eléctrica mucho más fácilmente que el pollo asado, el pan untado de queso o los trozos de pizza y el ketchup omnipresente. Estás metiendo marcianos en la serie. ¿Qué son sino eso mismo: marcianos?, le advertían, muñecos de plástico, satinados y perfectos en la pantalla del televisor donde podrías morderlos, besuquearlos, lamerlos, ponerlos boca abajo, humillarlos, sobarlos sin remordimiento… ¿Dónde están los límites de esa pornografía políticamente correcta, la breve lujuria de las imágenes regodeándose en las niñas y muchachitos provocativos en sus gráciles movimientos?: en la codicia de los  anunciantes, en la insidiosa publicidad de la marca encubierta o no que, hasta que los índices crecientes de audiencia lo aconsejen y los millones de consumidores potenciales persistan incautos en la compra de sus mejunjes diversos, los abominables aperitivos y bebidas o las promociones residenciales, continúen  patrocinando semana tras semana mediante una calculada mercadotecnia la serie de moda. Todos los trucos son legítimos. Se ha abierto la temporada primaveral, se ha abierto la veda, hay que cazarlos y cazarlas con el dinero en el bolsillo, el target de ese rebaño con un pie en el instituto y otro en la universidad  depara un buen festín (5.000 millones de euros gastadores al año) para los fabricantes de humo que impulsan el consumo febril, la buena gente de sus dadivosos progenitores gastan más allá del remordimiento, de la pena, todo sea por la autoestima de los retoños: introduce los modelitos previstos, los colores sabidos, las tallas adecuadas, las formas actuales, la moda ladrona, mata a Lidia, nena, ésa ya no nos sirve, haz que se esfume, llévala a Nueva York, a un máster… Pero no, con esos morros ésa de estudiante tiene poco, es la porrera que pajotea a su maromo, así que, nena, mátala un viernes por la noche, al alba, con la luz del naciente día aún confundida con la noche pecadora…, Pringosos de las tinieblas del mal, mientras la fémina obediente sacude el instrumento al fulano en éxtasis, se estrellan los dos, borrachos como una cuba, contra un muro: y listo (a él me lo dejas parapléjico, por cabrón y santo bebedor de fin de semana), y además hay moraleja ahí, la moral por encima de todo, si bebes, no conduzas, no porque te vayas a matar tú, niñato de mierda, asqueroso cadáver, muerto-a-pulso-ganado a pesar de tus dieciocho años de edad, muerto con los miembros desmembrados aquí y acullá sobre el asfalto tórrido de verano o el escarchado pavimento del invierno, sino porque puedes matar a un honrado padre de familia que regresa después del tedio de la oficina o de la planta de montaje cansado y distraído al hogar de su mujercita y sus dos larvas, nene y nena, graciosillos, Kevin o Christian o Isolda o Yashmine, García Chamorro de apellidos; sácate de la pajarera una de dieciocho que luzca los trapillos, incluye una Raquel o una Carol por ejemplo, que enfunden sus preciosos culitos de aprendizas de ramera al desgaire, al disimulo (¿me pagas el gin? ¿y qué tal la cena? ¿y por qué no el collar, el móvil, los Levi’s?) en esos malditos tejanos tan apretados…, emparéjalas con un Fran o un Tony hormonados a reventar, veinte años a lo más…, haz algo con todo eso, saca material, invéntate una hija escondida desde sus años fragosos y promiscuos por la putonga de la madre, la tuvo de jovencita, antes de casarse con el que ahora es un calvo gordo y extraño, así, estremecida entre los brazos de un auxiliar de vuelo, un guardia civil o qué diablos sé yo, pero estos tipos necesitan vender en cuarenta días un par de decenas de miles del andrajo de sus pantalones…¡Disfrázala con eso a la recién aparecida de USA! ¿Y qué me dices de las alergias? Miríadas de componentes agresivos flotan por el aire primaveral, van a destrozar millones de pituitarias, van a llenar de mocos y estornudos las narices y las bocas de los alérgicos… ¿Cómo diablos vamos a meter en sesenta minutos una excusa suficiente para poner frente a esas narices maltrechas la sustancia mágica que ha de aliviarles…? ¡No podemos sacarnos un asmático del bolsillo…! ¿A nadie se le ocurre nada?  Naturalmente siempre hay uno que reacciona a tiempo. Te pagan para que seas ocurrente: Lo que yo haría… Etcétera. A todas tus historias las sostiene una piedra axial. Lo que se anuncia. Y a las bravas. Un eje invisible y por ello de gran efectividad, media docena de tipos listos ocultos creando, cebando, engordando el interés del televidente que publicitan con gran ingenio el producto final, con la grosera manufactura serial que alarga o acorta o elimina un montón de historias y personajes entrecruzados cuyo único valor real es haber despertado un potencial consumo en las horas hipnóticas de la noche a los espectadores antes de acabar, ahora sí, dormidos entre las sábanas. Nada de cuestiones subliminales. Al grano. Concreta. El mejor tampón: también perfuma; tu futuro automóvil: espíritu joven; construcción de maquetas: te olvidas de la muerte; colección de libros: ennoblece tu salón con la vistosa encuadernación de pacotilla; detergente: limpia tu alma; leche: como esperma que afina tu piel, materia cremosa que engendra lozanía; vende el veneno edulcorado y refrescante que estraga la sangre... pero que tanto refresca. Todos los problemas tienen solución. La próstata cancerosa, las arterias podridas de corpúsculos grasientos, el corazón renqueante, la vagina olorosa, los ojos empañados, los kilos envilecedores y la calva humillante. Existe la solución, y como reza la buena publicidad de siempre, sin esfuerzo por su parte, amigo televidente, por unas pocas monedas franquea el paraíso, cientos de edenes inventados en beneficio de las víctimas del dolor y las miserias del cuerpo: miles de ungüentos, mixturas y pócimas de la bruja en jocosos envoltorios y atractivas tipografías creados para tus ojos, tus falsas necesidades, tan falso todo como esos personajillos putativos que la hermosa Paula, indolente a estas horas matinales pero siempre perversa, forja, diseña y vende a granel. Hay solución. Tú, asmático doblado por el polen de las cupresáceas, del plátano o las gramíneas, también la tienes. Todo el mundo tiene solución. La tiene el mundo que rota y rota por los espacios siderales. La solución la inventa el dinero. Qué no podrá el dinero. La mala historia, por vulgar e insignificante, fabrica la venta. Lo demás…, qué tecniquerías facilonas. Un par de días de localizaciones y adecuación de ambientes, discutir con el vaso de vodka o de cola en la mano aspectos del episodio y elegir el casting más estimulante, plegarse con exactitud al story boards, nada de sorpresas, aunque si las hubiere… ja, siempre dispondrán el anunciante y el productor del obligado y determinante final cut, nadie va a impedir la correcta y escrupulosa preponderancia sobre todas las cosas del producto que sostiene esa falla narrativa televisual erigida toda ella de armazones invisibles. ¿Qué se habrán creído esos espectadores de la ilusión? El estilo será el dinero que paga el trabajo de tales creadores: esos billetes acaban inexorables editando la narración toda, las secuencias, las escenas, hasta los mismos planos, el toque final...

La conciencia es la pantalla de plasma. En unos años tu alma será una hilera verde y binaria. Un fluir silencioso, repugnante y replicado cuantas veces sea menester: sólo eres un conjunto de acciones predeterminadas, una selección de encuadres, una serie programada sin capricho, sin sorpresas.

Eres la basura del prime time.

Esta experta a jornada completa en enredos pueriles y adolescentes no deja de pensar en esos cuerpos del campus hormigante y de febril actividad peripatética, máscaras de porcelana con sabor a caramelo, senos erguidos sin necesidad de sujetador, vientres lisos sin esfuerzo, juncales marionetas que a fin de cuentas materializan algunos de sus deseos más ocultos, aquéllos negros pozos que desde una tórrida pubertad le persiguen y donde ansía caer y caer precipitándose a la marea sinfín, voluptuosa, un aturdimiento que le libere definitivamente de su encarnadura y logre disfrutar de su naturaleza corpórea como si de otra u otro fuera.

La vida es un viaje de placer que no llega a ninguna parte.

Lo mejor que puedes hacer es entregarte por entero a tu cuerpo: sé su esclava: tu alma no vale un céntimo (es probablemente alguna célula de más o una molécula o un átomo inextricable de menos).

Pues la señora de Brell, y lo piensa ahora bajo la doble caricia del sol sobre la piel levemente bronceada y la bebida alcohólica deslizándose por la garganta, un goldwasser con el complemento dionísiaco de la cáscara de naranja, a gusto con su cuerpo, en armonía acogedora con el universo, con todo aquello que en esos instantes la rodea, jamás se ha atrevido a compartir con el cónyuge su objetivo de podredumbres, los de ella y de otros, la secreta perversión de la atracción por su propio cuerpo, contemplarlo una y otra vez sano y deseable en los espejos, algo contradictorio sin embargo respecto a su anhelo de bajeza terminal, absoluta, taxativa, amar su cuerpo sensible, de carne y color, de blanda textura y tacto turgente, hasta el último de sus poros, sentir desde cualquiera de las miles de terminaciones nerviosas que lo recorren centímetro a centímetro el placer del otro, de la otra, un curso de sadismo y dolo delicioso, mientras ella se retuerce adorándose a sí misma y desprecia a su lacayo o putilla de pago, una onanista infatigable que rinde culto al cuerpo porque ya apenas queda otra cosa por creer, un  cuerpo que mima con devoción y cuida con rigor de penitente en días alternos. Lunes, miércoles, viernes: dos horas cada día de asistencia aplicada al club inigualable de la belleza, la salud y el deporte, una factoría de bienestar para la la mente, el espíritu y la actividad (visible o secreta) corporal. Una fábrica inigualable de semidioses que conjuntamente con la dietética adecuada gesta las saludables, selectas y adineradas recuas del incipiente siglo XXI. Paula Coloma está echándose encima, recubriéndose con esa muda genial y milagrosa, una gemela impecable de una decena de años menos a fuerza de sacrificios menores y una cuota semestral de 850 euros. Merece la pena. Vale la pena vivir. Hay que apostar por vivir así. Vivir seis horas semanales de física plenitud en Activam&Plus: terminar deliciosamente agotada y leve entre sudores perfumados, cabellos bien recogidos, teces brillantes, muslos perfectos. Ni a ella, la diosa sedienta de sol, ni a ninguno de los adeptos  en tamaños afanes les resulta extraño que sean ellos escogidos acólitos, gentes de cuerpo envidiable y miradas cómplices, el ganado jadeante que puebla las instalaciones del centro deportivo, los dueños de una eterna juventud, día tras día inmovilizada a despecho de la edad en sus imaginaciones, como si ese solo pensamiento gobernase cada acción de su vida por inocente que fuera, detener el paso del tiempo, preservar una apariencia festiva y celebrante de sí misma. Ni un solo gordo ni una sola gorda campan entre los aparatos de reluciente cromado y los suelos de encerada madera, esos ya son irrecuperables: seres deformes, fracasados, monstruos grasientos que repugnan las envolturas de fangos marinos o algas salustres, qué escenas deplorables brindarían en el aeróbic, el body combat o el body pump, qué estatuas grotescas en el tai chi, en el yoga. No es lugar éste para asimetrías u obesidades ofensivas. Este es un lugar para inmortales, no para desahuciados físicos, Hemos detenido la juventud, se dice convencida la sedente sirena matinal, lejos aún del colágeno, las bebidas light, la nariz operada, se regodea precisamente ahora en ese campus de juventud cavilando sobre su cuerpo que flota mansa en el agua templada  de la piscina de hidroterapia, en el spa o en el jacuzzi, relajada por el baño turco y la sauna, los masajes de talosoterapia o el tratamiento oriental con piedras volcánicas: su brioso instructor de pilates, abrazada a ella por detrás, desliza la tibia mano por la piel suave, cálida carne, tersa por una exfoliación integral, la fotodepilación con láser, ya la tiene entre las ingles, la introduce por debajo de la braga, ahora la mano sobre la vulva separa los labios mayores, acariciándolos con las yemas quemantes, introduce los dedos en la vagina, tres de ellos, con delicadeza, con sabia lentitud, siente el aliento caliente en el cuello, la dura erección del otro sobre sus nalgas, va a volverse hacia el centauro, a morderle la boca, siente los labios entreabiertos, la piel que parece abrasarse…

Se ha apagado el sol. Un nubarrón de plaga bíblica arroja la oscuridad a la escritora especialista. Alza la cabeza hacia el cielo primaveral, inconstante, de repente cruzado por grandes nubes blancas, resplandecientes, abrileñas. Vuelve el sol, siente de nuevo el calor en la cara. Y entonces lo ve a él, al héroe gastado, acercándose sin prisas, a Boceto, ese perfil, esa sombra.

Aún es él. Es alto, tan atractivo como lo recuerda de cuando era joven, pero… Francamente, se dice, los héroes para serlo, muertos, bellos y deseables, si una es capaz de alejar de la mente el olor, sabor y color de la cadaverina; presos de la edad y la pena, apurados, consumidos por la realidad cotidiana del flato y el tedio los héroes acaban en trastos. Que la muerte los encuentre poderosos y altivos, todavía aureolados por el misterio y la epifanía de su condición, como a éste, que se ha detenido frente a la mesa.

¿Qué tal la reunión?, dice sin mirarla, con las manos en los bolsillos, él, el dios del campus, el amo del mundo.

El amo de ella, pues acepta con total naturalidad que sea ella ama de él.

Amos… los dos: deshaceos del campo de batalla.

Un ejercicio de poder mesiánico: esclavo soy, esclava soy, etcétera…

Boceto

Recitador y tronera…

Desde muy jovencito le gustaba lo complicado, aquello que no servía efectivamente, lo inútil (lo prescindible): lo que le enaltecía era el ensueño (aun andando muy vivo).

Andas por caminos revueltos, escarpados y difíciles… Pero ¿dónde quieres llegar?

¿Y qué? Acaso por los llanos se alcanzan las cimas?

Todo eso (nada menos), se decía muchos años atrás, cuando iba a ser el amo del mundo: Os vais a enterar, decía para sus adentros con la pluma vacía de tinta en sus dedos, que es como mejor encaran las crónicas los tipos como él.

Ahora, es el amo de ella. Porque ella es el ama de él, lo hemos convenido así.

No es poco: se ha alcanzado cierto grado de reciprocidad ciertamente ejemplar. Nada de guerras entre ellos: cada uno con su familia de dolores y entuertos, alguna cicatriz también… en la memoria, llevadera, las ambiciones domesticadas.

Por parte de él, algún intento frustrado (cuarenta páginas) de escribir una novela de corte bestselleriano, un viaje a la Patagonia remedando a algún viajero excepcional, acaso a Bruce Chatwin, atesorar una bodega propia, un amor perro… Por parte de ella ninguna cicatriz, sólo la rabia de los años que se le echan encima sin venir a cuento, sin que pueda hacer nada por ello, desdén y olvido de lo pasado (sin arrepentimientos): nada de perder, pues, el tiempo.

Errores Ribaltacos, pero sin consecuencias fatales que hagan rodar más de una cabeza (Si no tienen pan, que coman tortas.) De ello sí se precian los dos: Somos humanos, ¿no?

Se quieren (se quieren a su manera): quid pro quo.

Cada uno de los dos picotea amigablemente en el plato del otro, como reyezuelos tribales africanos (siglo XIX).

Disimula tus clases, profesor (sin público existente, nadie a quien rendir cuentas).

En verdad, en verdad os digo… (Y los alumnos le miran como si su manos escupieran peces, crudos o asados,  y panes, tiernos o duros.)

Desnúdame el puto guión, conmina desganado semana tras semana el jerifalte de producción, indeciso todavía con el puñado de páginas en las manos.

¿Qué te desnude el puto guión?.

(Hablan en argot.)

¿Me estás diciendo que te desnude el puto guión?

Ella lo hará, desnudará el guión, sabe hacerlo mejor que nadie. Ella no falla. Una tipa profesional y flexible sin alcanzar nunca el desaliento, mujer adaptable hasta lo inverosímil, capaz de nacer ella misma del interior de cualquier molde sean cuales fueren el material, el tamaño o la forma, aspectos, digámoslo de ese modo, secundarios: La rigidez en los criterios es, en verdad (en verdad os digo), una tara y en el más benigno de los casos, una necedad. Asi que, si blanco, blanco; si negro, negro.

Tiene respuestas para todo, la tipa, exclama uno (el expedito localizador de exteriores, monitor de niños extraviados en sus horas libres) reprimiendo la risa.

Su creatividad no es tan sensible que la impida sobrellevar cualquier cambio de rumbo que impongan quienes controlan la pasta. ¿Hay que modificar las cosas?, ¿hay que eliminar un personaje?, una no duda ni un segundo en hacerlo, se le hace desaparecer y punto final. Los acentos narrativos son de vuelta y media, se enfatiza donde sea preferible para las alforjas: manda el dinero, fuera de esto ¿hay algo que discutir? En absoluto.

Ahí está Brell, Boceto, su marido. Marido… ¿Por qué su marido? A estas alturas del XXI…

Podías haberlo esclavizado bajo otra etiqueta, se dice. Todo suena antiguo…

Mejor:

Compañero, me acompañas/Amigo, a la provenzal/ Amado, porque me amas/Camarada, porque somos más que dos.

(Mejor lo estableció el poeta maldito, sin alharacas librescas, como el que se toma un sol y sombra.)

Con las manos en los bolsillos, con ese aire despreocupado que a ella no la engaña, la mirada turbia (¡a esta hora de la mañana!), las expresiones confusas, los gestos que se pierden en el aire sin decidirse a nada. Desde hace meses está a punto de explotar el caballero: bah, al final ni habrán portazos ni se romperán cristales: jugará con sus soldaditos de plomo. Y eso será todo.

¿Cómo ha ido?, pregunta el hidalgo ensimismado.

Ha ido bien, contesta la otra sin ceder una sonrisa. Inclina el torso hacia la mesa,  coge la copa y la lleva a los labios, bebe con los ojos entornados. Ha ido como siempre, recalca. Se trata de dejarse llevar, cada día es una batalla, no una victoria o una derrota: guerrear es el fin. ¿Salirse con la suya? Esa es la equivocación, el error de principio. Ella escribe sin orgullo, ya lo sabemos, sin ridículas pretensiones que atenten su sueldo fijo y los porcentajes de continuidad. Su prosa, sus diálogos y caracterizaciones, cualquiera de las historias donde caben sus adolescentes y sus tramas pueriles no obligan a nada más que a dedicarles el tiempo mercenario que les dedica. Lo sabemos. Sólo un par de minutos después de salir de El Horno, la sala donde se cuecen las ideas, ya con las llaves del coche en la mano, su mente se había despojado de la más mínima incidencia de la reunión, de las propuestas y hasta de las jetas, de las burlas y de las críticas, de la atmósfera metálica, gris azulada, que rodea por todas partes de la luminosa estancia en forma de pecera de frío vidrio y aluminio. La fábrica de su cerebro es capaz de engendrar un millar de adolescentes y sus hablas: todos son el mismo niñato hijoputa. Únicamente son distintas sus formas de caer incluso a través de los mismos pecados. Empezará de nuevo. El martes, escribirá de corrido seis páginas más para el debate y las consideraciones preliminares del folletín disfrazado en imágenes de modernidad.

Ahora Brell mira en torno a él con lentitud. Siente en rostro la tibia caricia de la brisa. Simula estar dubitativo, aunque lo que está es plácidamente desconcertado. Está en el limbo. Por fin, toma asiento frente a Paula. Se estira en el asiento y cruza las largas piernas por debajo de la mesa. Ella tiene los ojos cerrados, con el perfil levemente inclinado hacia el sol. Él mira la copa en la mano de ella. Con los ojos cerrados el pensamiento se adivina (doblega) mejor.

¿Qué bebes?

Los pensamientos de ambos, cada uno por su parte, tan cerca uno de otro…

Así se hacen los momentos de una vida: el tiempo es el sitio donde ocurren las cosas, han pensado en algún momento de su existencia cada uno por su cuenta: la convivencia crea frentes comunes.

Ahora, (él), pensando en una novela reciente y difícil, excelente, de pocas páginas:

Complican los sucesos porque la historia es horrible de significar abiertamente, y sería casi perverso esclarecerla… Los que se equivocan son aquellos que complican sus historias sólo por un prurito formal…

Ahora, (ella):

¿La felicidad…? No basta. A la larga, ser feliz aburre o, peor aún, entristece… Siente una cierta culpabilidad… Mejor los placeres. El placer solo…

El es un estotico. (Veremos más adelante...)

Ella, una epicúrea: fue libre en seguida, aceptaba cualquier clase destino que el futuro pudiera depararle.

Nadie se merece lo malo o lo bueno… Lo malo o lo bueno sólo pasan.

¿Qué bebes?

Aún es pronto para comer. Animales bien cebados, presa del letargo antes del mediodía dorado y apacible, estático, ahí están bajo el sol. Un tiempo de pausa. El caballero repara en un par de bolsas de grueso papel azul con un logo amarillo que no logra  identificar a los pies de la dama. La mujer recolectora, que no se fía del arco y las flechas de él, antes de reunirse con el macho ha ido de aprovisionamiento. Estuve en el deli, responderá a la pregunta de él: diana cazadora, se ha paseado una hora antes de llegar al campus por fascinantes pasillos a media luz, entre más de 3.000 referencias de una tienda gourmet de Conde Salvatierra, ha elegido en la poblada  enoteca una botella de vino griego y ha comprado platos preparados de cocina rusa y japonesa y un par de sándwiches suecos.

Creí que comeríamos en Deless.

Paula escruta el rostro de él algo ceñuda, pero reacciona con rapidez. Como quiera. Si es su gusto. Las provisiones aguantan.

Alrededor estudiantes solitarios o en grupo se mueven en todas direcciones. También Brell (al igual que nosotros) los observa con una atonía primaveral, un desfallecimiento que tiene mucho de extrañeza por ser el que es ahora. No serlo, des-serse: ser uno de ellos, creyendo aún que se es libre, libre para siempre y probablemente sin culpa y sin miedo. Retroceder una veintena de años, 1983, 1987, ser menos de lo que se es aunque con arrojo, haciéndose, u otro distinto, ni mejor ni peor, con más entereza y menos lucidez, engañado sin saberlo y con una buena colección de ansiedades e incertidumbres, de insolencias, sospechas y creencias en el zurrón de joven corremundos, el desafío ante el mundo. ¿No es precisamente lo que intenta una y otra vez inculcar en las mentes de sus alumnos?, el asombro, el estupor frente a una naturaleza cuya inmutabilidad es sólo aparente, una realidad física siempre cambiante y en constante evolución.

(Podría aferrarse a eso, a cualquier cosa menos reconocerse paralizado, desnudo por el sol, preso de una apatía que nada ha de resolver ya nunca. Un disfraz es lo que necesita. Como entonces, como hace veinte años.)

¿No tomas nada?

Sentada a una mesa cercana, hay una pobre infeliz de no más de 20 años con un batido de brócoli en la mano y cara de susto.

Tendrá miedo a morirse. ¿A los veinte años? ¡Qué desperdicio!

Paula hace una seña a una de las chicas del interior, a la que vislumbra a través de los ventanales del local moviéndose con la bandeja en la mano y un trapo en la otra.        

Ser como estos que a su lado pasan indiferente y misteriosos,  con sus andrajos mal diseñados de negros y grises y que, sin embargo, no ocultan una mocedad y lozanía patentes, a prueba de gustos estrafalarios. Parece mentira la diversidad de vestimentas y complementos con los que se tapa esta joven turba, esta marea incesante y andrógina, provocativa, arrogante y ensimismada en sus andares, tan distintos (por ser cada uno de ellos el otro), parecen ir vestidos igual, colgajos donde imperan unos colores siniestros como prueba ingenua de gravedad, pero sin duda es una uniformidad engañosa y que no termina de desvelarlos por completo. Eso querría (todavía más) Paula Coloma, que fueran transparentes hasta el fondo de sí mismos, tan materiales, tan sólidos como son. Y esa presencia hasta levitante querría él para sí, Boceto Brell, hasta esa precariedad bien llevada de la juventud a la intemperie. A eso aspira a estas alturas. Ser un idiota con mochila, un inocente al menos, un tonto con crédito vestido de negro funeral que al paso de los años sepa mejorar lo bueno que ha logrado, salvaguardarse en las vicisitudes y gozar, ya sabio, sin haber envejecido lo más mínimo desde los veinte años, de lo imperfecto de una juventud siempre efímera y escapándose de las manos como el agua, sancionarla sabihondo y ahíto. Al principio todo está por llegar: allí estaré yo esperando, tengo todo al alcance de mis dedos. Es cuestión de esperar. Creer. Vuelve atrás, Lázaro. Tiene veinte años. En 1980 era el amo del mundo. Lo sabe todo. Nada ignora y nada escapa a su omnisciente intuición. Sin embargo, su mundo pequeño, lleno de ambiciones, desaires y malentendidos, igual le precipitaba al logro de lo cotidiano que al fracaso de sus sueños, crepitaba a toda hora delgado como una espada de metal al rojo vivo que atraviesa el mundo sin esfuerzo, pero todo era nuevo, diferente cada mañana, relucía como el metal al sol de primavera después de la lluvia, un tipo delicuescente, tan lejos de lo normativo petrificante como del rigor que le mortificaba al pensar en sus carencias sin aliviar sus temores.

¿Nuevo?

Se quería tan libre que rozaba lo inane, nuevo. Ser eso precisamente. Un trasto de veinte años con un millar de libros mal leídos en la cabeza y todo el tiempo por delante. Podía esperar, aguardar hasta el infierno con tal que éste no apareciese de improviso en forma de pesadillas tenebrosas o sueños difíciles y llenos de angustia, no despertar cada mañana aturdido por la zozobra del amanecer y con las cuentas saldadas, viejo y antiguo. Porque eso es lo peor: saberse en el año del Señor de 2008 a salvo de todo lo malo (salvo las bajezas del cuerpo), pero también de todo lo bueno (la inocencia), o de lo que él, al menos, considera digno de vivir. Ser un diablo con fecha de caducidad un día antes del fin de la eternidad, instalado en esa edad donde uno puede permitirse los mayores pecados sin alcanzar la perdición de la condena mayor porque, más tarde, siempre habrá un tiempo donde la rectificación asegure el consuelo, un alma en paz rodeada de las benditas cosas materiales, un alma que si emponzoñada también anestesiada por la falsa seguridad que proporciona el acaudalado espejo doméstico. Ser un diablo con buena conciencia. Así se quería él.   

¿Qué fue él? ¿Qué ha ocurrido desde entonces? Ya no es él. Ha ocurrido en el tiempo, él, los otros y las cosas y el suceso inextricable del mundo.

Ah, Boceto, recitador y tronera.

Ha ocurrido el mundo, piensa mientras vacía de un trago un tercio de la jarra de cerveza que hace unos minutos han colocado sobre la superficie metálica de la mesa.

(Nada de cerveza artesanal para incautos que pagan tres veces el precio de una prosaica de origen, de andar por casa, pero que tiene sus aceptables 5,5 grados de alcohol, y es rubia, burbujeante, espumosa, fresca.)

¿Qué diablos pasa ahora con la cerveza?

Lo mismo que ocurre con el agua, el vino, el aceite, el pan…

La cata (una engañifa):

Déjese aconsejar por el experto.

(Loor a la cata.)

El trabajo de nuestros maestros cerveceros no tiene parangón.

Sabor inconfundible, un lujo refrescante sin igual.

Disfrúte esta bebida dorada sin prisas.

Observe su color exclusivo. Deguste una materia prima de excelente calidad, una selección de los mejores ingredientes elaborada para un paladar exquisito, el procesado manual del lúpulo que logra el aroma inigualable. Una experiencia para los sentidos.

Déjese atrapar por la mística del lúpulo y la malta en sabia combinación, disfrute sus matices increíbles, las notas de cereal, frutas y frutos, la magia floral…

Sin prisas.

Bah, la cerveza barata bien nos sirve, fría, en grandes cantidades, beberla sin prisas… o en tres tragos, qué más da.

Como esta mañana de abril detenida en la luz.

Una de las bolsas menudas debajo de la mesa se ha volcado, aunque sin esparcir en el suelo los objetos de su contenido.

Una pereza enorme impide al caballero ser cortés, agacharse y colocar la bolsa de papel en pie, junto a las piernas de la esposada, al lado de la dama, esa mujer. Se mantiene inmóvil, fingiendo una atención inmediata por algo inexistente en las proximidades de la facultad de informática, donde unos desarrapados dan vueltas sobre sí mismos como si estuviesen beodos, y si no lo están, pronto lo estarán.

Viernes: día de venus donde avivar el sexo con el alcohol.

Ve a Paula inclinar el cuerpo a la izquierda del asiento, separa las rodillas y deja ver la parte interior de los muslos, la incipiente oscuridad hacia las ingles, la ve enderezar la bolsa con una mano mientras apoya la otra casi en el borde de la mesa, la oye proferir en susurros una maldición. No experimenta la menor compasión, sólo un fugaz y contenido deseo por su figura en escorzo, por su sexo irresistible, una vez más la imagina retorciéndose gemidora bajo las acometidas de su verga pronta e insaciable que esa mujer sabe estimular con sabiduría. No siente la mínima contrición por el esfuerzo visible de ella ni remordimiento por su falta de… caballerosidad (?). Al momento le divierte la palabreja pasada de moda que revolotea dentro del cerebro apaciguado por la intensa calidez de la brisa.

¿Qué fue él? Lo que ya era agazapado en algún repliegue de sus mentiras acalladas para sí o confesas sin el menor escrúpulo a algún cándido interlocutor.

¿Qué es él?

ÉL…

Un caballero andante de sueldo fijo y hastiado sibarita, rara combinación en un descreído discontinuo, un escéptico a media jornada. Sabe que es un cínico, se ha hecho él.

Él: siempre las manos en el bolsillo en su pacífico caminar.

Al final ha desviado la vista por encima de la mesa, que ofrece una imagen insulsa con la jarra ya vacía (sin prisas) y la copa de ella (segunda) con apenas un centímetro de líquido. Ese amanecer, cinco horas antes de esos momentos soleados, a poco de despertar, con la voz ronca, cruel: Laura cenará con nosotros mañana.

Sonaba como una amenaza, o por lo menos como una advertencia en ese instante virgen todavía del alba, las palabras escuetas, hasta admonitorias, preludio de una desazón, bien que deleitosa (mejor, inefable). La vio levantarse de la cama decidida, tibia y desnuda, esbelta y deseable (y pensó al igual que las numerosas veces que la observaba subrepticiamente a esas horas de la intimidad del lecho que nunca poseída del todo, que siempre otra, extrañamente renovada), la vio entre la penumbra atusándose con las dos manos el pelo hacia atrás en un gesto enérgico, caminar hacia el baño sin perder el encanto, bien dispuesta desde ese primer comienzo del día a salir airosa de la reunión de trabajo prevista para tiempo después, y enseguida bajo la ducha regeneradora, zafándose mediante su ánimo tempranamente encorajinado de contriciones que a otros del gremio menos avisados y escrupulosos les atenazaban y deprimían. Se desembarazaba sin esfuerzo de la conciencia de inutilidad de su trabajo mercenario, sólo objeto de cambio y nada más que eso, la única penitencia. Una consiente, y la pérdida es irrelevante: todo lo del mundo acaba en el mundo: el universo no sabe de las cuentas de los humanos.

Consentir es una más de las formas de cinismo actual. Un vicio contemporáneo.

Continuar adelante, eso es lo que discute una y otra vez con él, al que adivina más silencioso e introspectivo al paso del tiempo, sólo íntegro e inexpugnable en naderías como los libros que lee, las películas que ve y la música que defiende impenitentemente desde su juventud: alcanza hasta Mahler y Schoenberg, a partir de ahí el diluvio.   

Avanzar, Paula, un día y otro también, aunque se sepa muy bien adonde, a la nada, pero ¿importa eso?, y si a alguien le importa, ¿cambian las cosas?, lo único que tiene sentido es la recompensa de estar vivo, sentirse a sí mismo bajo la piel, en la propia carne, notar la pulsación de la otra vida bajo ese caparazón que te identifica groseramente, ser precisamente eso, carne y huesos y sangre, y pensamiento y deseo. La muerte es lo que hay que arrancar de tus humanas cavilaciones. El castigo de morir sin saber para qué es lo que no tiene sentido, retornar a esa nada oscura e insondable de donde procedemos, porque uno conoce muy bien la primera de las tres grandes preguntas, ¿de dónde venimos?: de la nada, y quizá también sepamos la segunda de ellas, quienes somos, ya lo creo, ¿sabré yo quién soy?, si sé lo que quiero sé quien soy, y la vida (sabe uno muy bien por qué quiere estar vivo, simplemente por instinto) es vivir, es suficiente con eso, qué más da para qué, sé por qué, por todo lo que quiero conseguir, por todo lo que quiero impedir, qué alivio una mujer que sabe lo que quiere, o que al menos ha sabido siempre lo que estaba a su alcance, a la medida de sus posibilidades, no ha deseado superar ningún listón fantástico, no ha soñado sino durmiendo, y si ha fantaseado ha sido para disfrazar el aburrimiento de una espera, la lentitud enojosa de algún tiempo muerto, sólo se ha esforzado por lograr aquello que veía con claridad en su punto de mira, una pieza a abatir, cobrada y olvidada en una cadena de resoluciones que exige la distracción del pasado y el cálculo y la ponderación sumarísimos del futuro.

Nada en la sosegada expresión del rostro de ella, una quietud que a Brell se le antoja misteriosa y, en consecuencia, muy atractiva, refleja la obstinación y hasta la soberbia de una dama constantemente encorajinada. Observa Brell unos rasgos que fueron tan queridos, tan buscados en la turbamulta mareadora, anodina o fascinante que por doquier le rodeaba, entre otros y otras desprovistos de interés, sin caras, de mirada muerta, unos ojos y una boca que desde el principio supo que habían sido su ambición de siempre… La espía, a hurtadillas descubre la piel fina y cuidada, el bronceado noble; adivina bajo la ropa los cuidados del cuerpo que tan bien conoce, una forma eterna, antes, puesto que era ella lo que sus fantasías de adolescente configuraban en ocurrencias descabelladas en torno a un sexo menos convulso que soñado como tierno y sentimental, y después, ya que ella seguía prevaleciendo en su imaginación estuviese con quien estuviese en la cama, era ella antes y después de cualquier otra mujer que conociera, ya sudorosa y con el sabor de su saliva entre los dientes. La imagen de aquel pasado joven atraviesa su mente como un golpe de rencor, viaja él hasta aquellos años que le aguardan vengativos en algun recoveco de su memoria: le arrojan con desprecio a la cara el fardo de otros veinte años más, cuando el desparpajo y la desfachatez hacían del impudor y la deshibición la seña de identidad más preclara. Esa imagen de un Brell joven y ya pervertido es la que viaja del pasado y mortifica un presente tan deseoso de adivinaciones  como entonces. Sólo el cansancio y el escepticismo evitan la multiplicación de los errores de antes, de los de siempre: como esos dos eran ellos, como esos dos jovenzuelos anónimos que acaban de acomodarse ante una de las mesas que pueblan la terraza, entre sonrisas y frases ininteligibles, a medio terminar, como de sms, esa merma léxica que les autoriza a tenor de unos tiempos de indigencia cultural a una incuria graciosa respecto al lenguaje, una insolente precariedad, balbuceos imperfectos: desdeñan una vocalización fastidiosa que desechan impacientes, muy creídos de sí mismos: al grano. Y de ese modo los ve él, pero algo existe diferente que le inquieta, como si esos dos que han de sobrevivirle con toda certeza, pues no suman entre ambos su edad (así están las cosas de jodidas), habitaran en un mundo extraño a él, un mundo preámbulo del que a él nada más se le concedería contemplar y que incluso iba a desconocer su lenguaje: de su posterioridad ni rastro.

(No acostumbro a fiarme de nadie que tenga más de treinta… Y añadió con sorna: años, quiero decir.

Eso… ¿era de cosecha propia? Tal vez había espigado en algún libro la frasecita, o la había escuchado de labios de algún miembro de un grupo de rock que contaba para atrás los años.

Le miré con un poco de asco: un veinteañero disfrazado como un crío de doce, sosteniendo la mirada insolente, sin nada que perder porque nada tenía. 

Estamos a la par, le contesté con el tono de voz lo más suave y cómplice posible. Yo tampoco me fío de todos aquellos que tienen menos de cuarenta…, Hice una pausa estudiada y culminé la réplica sin piadosas sutilezas: años, quiero decir. Sólo aspiran a que les des por el culo y a quitarte la cartera.)

Viajeros de un planeta futuro, inimaginable, ajeno a las leyes de un Brell elucubrador, a sus rancios códigos de aprendizaje, a sus reglas de  conducta y pensamiento ya liquidados, a los mismos estadios de una evolución que atrás se queda, le parece a este ser, Boceto, tan poco culminado, estar contemplando un fragmento de un mundo sin él que poco sabrá de su ausencia, y sólo durante un brevísimo espacio de tiempo: muerto, esos dos pervivirán, más viejos, probablemente desunidos, sin saber el uno del otro ya nunca más, o tal vez continúen juntos, y a Brell le aterra ese mundo inconcebible al que ya no pertenecerá y seguirá rodando como si tal cosa, como ya lo hacía antes de que él mismo naciera.

Repasa sin disimulo sus figuras juveniles, unas vestimentas que parecen desafiar con descaro flagrante la apariencia y el declive del viejo Brell examinador, las cazadoras vaqueras tiradas de cualquier manera sobre una de las mochilas en el suelo, como dos despojos esos contenedores de naderías, cedés, estrujados paquetes de cigarrillos, pañuelos de papel, monedas sueltas, preservativos, libros de bolsillo a medio leer, ¡esa maldita hoja doblada impunemente por el ángulo!, la caja metálica con los manojillos de hierba de pésima calidad, el támpax y quien sabe qué…

Observa el escrutador los pantalones ajados de algodón desteñido de ambos que rematan por lo bajo sendos pares de gruesas deportivas de una suciedad indescriptible, las negras camisetas de marca cruzadas de crípticas leyendas, letras blancas en la de ella,  de un rojo demoníaco en la de él, la cintura de avispa de la chica, sus senos pequeños y enhiestos bajo el tejido oscuro, la melena leonina del chico, el cabello rasurado casi al dos de ella que vuelve la cabeza en un gesto eléctrico al ver acercarse hasta la mesa a la camarera portando la bandeja con la comanda, una ninfa como ellos, vestida a la par, estudiante nocturna a lo seguro. ¿Qué habrán pedido?, se pregunta el profesor con los ojos fijos en su jarra vacía (al diablo toda la caterva de las cervezas artesanales tan de moda, alevosas ellas), la mira como si estuviese lelo, incrédulo, y éstos a lo suyo, sin importarles nada de su alrededor, alguna bebida refrescante, quizás un zumo, piensa Brell mirando ahora la bandeja metálica sobre las manos de la fámula universitaria, dos brebajes dulzones (lo supone) de color llamativo, análogos a lo que ellos, el caballero y la dama de entonces, solicitaban tímidamente cuando otro tiempo, sin la pasta a raudales (los dos seres aún posesiones de papá y mamá), sin la sofisticación de un presente de frívolo discurrir y dinero derrochador: directos sin atajos a la jubilación de toda penuria, Paula hermosa, recompuesta una y otra vez por sus manías de gimnasio y pócimas dietéticas, Ignacio, muchacho, cuarentón, entrecano y doblegado por el peso de tantos secretos como pecados… ¿pecados, culpa?, los agnósticos no pecan ni desean la salvación eterna de su alma, ¿para qué?, ¿qué hace uno eterno y con alma, con ese fardo de cuchillas envenenadas? Ha pasado mucho tiempo desde que desterró esa miseria moral del arrepentido vergonzante, ninguna aflicción repentina asalta su entendimiento de hombre racional y sensato, a estas alturas ninguna reminiscencia sectaria perdura en el escondrijo de sus neuronas, ni siquiera en el más recóndito de los mágicos lugares de un encéfalocreador, parturiento de ideas y miedos y entelequias y mitos, premoniciones. Eterno, bien, pero sin alma. ¿Quién eres tú?

El presente eterno. No eres el estilo de tu época. Eres lo residual, un apéndice pronto prescindible.

Bonito epitafio: ni hizo lo que quiso ni lo que pudo: hizo lo que supo. 

Ríen los dos muchachos, una risa como temprana, cantarina, como el exceso del agua matinal y observa a Paula pensativa, y no sabe con certeza si ensimismada o embelesada, pero tan bella como la recuerda desde el primer día que la vio, joven y sin miedo a su desnudez y libre y sin miramientos, sin el asco de ahora a las arrugas y las ráfagas blancas en el cabello y a los kilos de más (diez años menos que él): sigue siendo el estilo de su época…  

Mira cómo ríen esos dos ignorando el lamentable espionaje, con la tranquila despreocupación de quienes nada tienen que temer y se hallan lejos de la pena y la conciencia del tiempo, de ese tiempo que ya dejó de ser aliado de él y se ha convertido en una poderosa amenaza de todo, de un tiempo que ya nada sabe de ilusiones y esperas emocionantes e invade de sombras ominosas todo aposento luminoso de lujurias, de las fiestas del cuerpo siempre renovadas.

Interpela a la camarera sin alzar la voz, con mesura, muy educado, y cuando ésta dirige su atención hacia él apunta con un dedo la jarra vacía, asiente con la cabeza al pedir otra sin proferir palabra, y entonces, aunque desvía la mirada a un lado, más allá de sus espaldas, siente los ojos como dagas de Paula clavados en él, y escucha sus palabras silenciosas, beber cerveza (con todas las prisas del mundo) es de plebeyos, aunque sea de marca, una lager de fermentación baja a pesar de que la etiqueta lo silencie, y además a palo seco, sin  siquiera unas papas con sabor a queso, jamón o algo peor incluso, a pimienta, cualquier otro condimento oculto logrado a partir de una química alimentaria que desafía abiertamente la salud natural de sus consumidores a base de divertidas ocurrencias.

Haber tenido hijos. Podría tenerlos. De la edad de esos dos…

Pero no… Qué fastidio, los hijos y sus egoístas monsergas, ese egoísmo reventador día tras día, como si tal cosa, perros con collar y sin adiestrar…: He aquí a Boceto, libre, sin límites (siempre sin completar, inacabados), sin vástagos impertinentes a su alrededor danzando por su sagrado gabinete, pateando el reluciente parqué del salón con sus zapatillas de marca pero con la suela embarrada, apoderándose impunemente de su pequeño mundo del mando del televisor, manoseando sus libros o su profusa colección de valiosos soldaditos de plomo y perpetrando mil y una  otras villanerías, profanando sus discos de vinilo sólo por diversión, atisbando sin complejos (profanando con manos pajilleras) en su colección de grabados pornográficos antiguos…

Trasiega a grandes sorbos su cerveza (industrial y humilde como los pecados solitarios) recién traída a la mesa, fresca y sabrosa. Ningún fardo a sus espaldas, ninguna progenie que una cópula fertilizante le hiciera culpable pero sufridor y alborotara su indolencia. La bebida discurre ligera y rica por una garganta resentida de silencios y reflexivas renuncias.

Las grandes frustraciones son extrañamente llevaderas: termina uno aliviándolas mediante pequeñas regalías cotidianas, simples distracciones triviales, tan livianas y accesibles, delebles, y uno se reserva la amargura, la definitiva, para cuando el cuerpo traicione de veras y acabe jodiendo el invento.

De nuevo lleva la vista a las desnudas piernas de la camarera a tiempo parcial, que va y viene, sus ojos predadores (simples pasatiempos tan intrascendentes, de tan oquedad…) atrapan con docta perspicacia la forma de las caderas y la cintura excitante, las nalgas prietas, la carne satinada de los muslos bajo la minifalda negra y escueta, no puede eludirlo y pone el pensamiento a cuatro patas, y se deja llevar por esas piernas andantes a partes iguales de candor y procacidad, de corvas atrayentes, donde sólo la caricia de ellas con la lengua y los labios  sea el preámbulo de excursiones más soeces.

Todavía inmerso en el placentero espionaje, lanza un vistazo a la muñeca izquierda donde el carísimo artilugio, disimulado por la correa de ocasión, deliberadamente adquirida a ese fin para alejar descuideros y carteristas, mide el tiempo con precisión, una joya de artesana relojería producida en las asépticas salas herméticas de alguno de los nobles edificios diseminados por el Valle del Jura.

Se hace tarde… ¿para qué?

Se hace tarde.

¿Le ha sorprendido Paula, la Esfinge Estática, la Gran Vagina Voraz, la Escritora Pensante, la Guionista Complaciente?

¿Se ha percatado en el fugaz examen del sitio exacto de las manecillas en la esfera de zafiro del reloj?

¿Qué hora es?  

Hastiada de su ligereza de él. Una promiscuidad vana y virtual, sucio pensante, una suerte de masturbación efímera y, naturalmente, estéril. Éste cada día disimula peor, se dice, ja, pero como yo misma, aunque sea mayor mi sagacidad.

¿Qué nos está pasando?

Una madurez turbadora que asoma por la cordillera de los años, con sus picos, sus valles… sus abismos.

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