Entretiene Brell su
paseo hasta los talleres de escultura que despiden a esa hora de la mañana un
olor a herrumbre, humedad y desahucio bajo una luminaria acuática, poco
concurridos en este día y a esta hora prefestiva, pues los señores del arte,
profesores y alumnos, entienden el fin de semana con largueza, de manera que la
deserción suele producirse antes del mediodía del viernes. Y así están las
cosas. Se acerca a uno de ellos. Se detiene, sin osar adentrarse todavía al
interior de uno de los talleres de modelado donde abundan bajo la luz clara
aunque espesa caballetes sembrados de terrones secos sobre los que se alzan
mazacotes de barros deformes; unos ya definidos en incipientes volúmenes;
otros, presentan una masa informe e indescriptible, un simple amontonamiento de
materia y alambre a punto de descalabrarse y venirse abajo en la plataforma.
Finalmente, decide atravesar el umbral. Avanza unos pasos y saluda con un
movimiento de cabeza al catedrático, un tipo huraño, gordonzuelo aunque ágil,
de gesto hosco y displicente, de baja estatura, con el cabello blanco
alborotado que se descuelga greñoso de una calva rosada y brillante maculada de
rojeces que desde la frente casi alcanza el cuello robusto; bajo las cejas
negras, pobladas e hirsutas se dilatan los ojos también profundamente negros,
alertados e inquisitivos, próximo a
jubilarse él también, acabado él como el mismo edificio y quién sabe si
como la misma asignatura que imparte año tras año, incólume bajo su magisterio
a los nuevos avatares de un arte nuevo que desprecia lo tangible y cercano y
suspira por sintaxis novedosas, genésicas, enigmáticas y, sobre todo, efímeras
y volátiles como su única muestra en la galería de exposiciones. El tipo,
catedrático no muy letrado, altanero respecto a cualquier teoría que medie
entre el palillo y el barro, es artista experto en cualquiera de los
procedimientos escultóricos seculares. Se mueve mudo y quisquilloso entre la
docena de estudiantes de pie frente sus caballetes con una generosa porción de
barro en una mano de la que extraen pequeños trozos para amasar. La
denominación de la asignatura parece ignorar su verdadera esencia, que no es
otra que la de aprender a modelar: Representación
Escultórica del Cuerpo Humano, materia probablemente condenada a desaparecer
en el próximo curso, en el que los planes de estudio no contemplan ya una
práctica adocenada al decir de los programadores teóricos y diseñadores de los
fantásticos contenidos plásticos previstos en el siglo XXI. Pues el sencillo
modelado ante modelo vivo en materiales dúctiles, atento a una composición
equilibrada, vigilante de las proporciones y analizador de los elementos que
componen el volumen, hace años que se ha visto avasallado por la irrupción de
unos contenidos que, a la vez que deconstruyen la figura humana, inventan
nuevos postulados formales o procesuales, por triviales y sosos que éstos sean,
desarrollan múltiples propuestas a partir del cuerpo (sic). Los
objetivos, tan cambiantes como las sucesivas incorporaciones de los modernos
profesores todavía inclasificables y atragantados de múltiples lecturas,
proyectan los dardos didácticos directos al conocimiento de las tecnologías de
vanguardia audiovisual, hacia un cúmulo de conceptos que configuran el debate en torno al espacio público contemporáneo al
tiempo que se exploran los diversos campos de comunicación visual y los
lenguajes artísticos pertinentes (sic). ¿Modelo la figura humana? ¿Qué
figura, qué modelo, qué excusa para la creación? Busca aquello que va a ser representado en los mundos imaginarios de tu
cerebro, ese fontanar inmarcesible. Hurga en la viscosa infinitud de tu alma
pudriéndose desde el año I. Sé tú. Unico y genial. Se impone la teoría, el
análisis, lo ficticio; en fin, la palabra; o, mejor dicho, la palabreja
engendrada por una terminología académica que abusa del neologismo, de un
vocabulario extravagante enhebrado en una sintaxis enrevesada para no
enfrentarse valientemente a las locuciones de siempre, claras y definitorias.
¿Modelar? ¿El qué modelar? Atentos a lo abstracto y hasta lo malicioso, a lo
inconmensurable y críptico desde un hacer sin código: esculpid con faltas de ortografía: escarba en tu
cerebro de magnífico animal libre e improvisado, salvaje como un cristo, como
un dios, sin leyes, sin reglas, sin miedo. Tu historia, novicio entretenido,
apelará a unos fenómenos artísticos que, genésicos de la mente de sus
creadores, ha de articular debidamente las futuras visiones de un espectador
aún no avisado, próximo a engendrarse a tenor de actuaciones y felices intervenciones
públicas como las que se empiezan a asimilar en estos talleres de reflexión teórica.
Pero ahora, esos pocos
alumnos acallados por la soledad de un viernes matinal y tedioso, desmotivados,
tan en silencio como su catedrático, al que no saben si venerar por ser un raro
espécimen entre otros profesores proclives al desprecio de la técnica y los
antiguos procedimientos o simplemente ignorarle por tosco, intransigente y secreto en su proverbial
artesanía, fijan los ojos en la arcilla, añadiendo porciones de materia a un
bulto que de momento escapa a toda pretensión, intentan definir en un lenguaje
plástico inteligible una apariencia que, lejos del modelo, pero autonomizado
plásticamente, les signifique a ellos. Traspasado el dintel de la puerta
abierta, Brell examina el aula invadida de olor a tierra y agua estancada, una
mixtura detectable fácilmente, y contempla los estragos del lesivo aprendizaje
en la masa moldeable y pacífica, libre de culpa como soporte virgen de la
creatividad de los esforzados manazas. Se acerca el mentor ¡con un mondadientes
bailoteando entre los labios!, ha almorzado hace escasos minutos en la
destartalada cafetería de la facultad y ahora elimina despreocupado los restos
de comida entre los dientes. ¿Qué hay?, pregunta Brell, y el otro con las manos
en los bolsillos, asqueado por sus pésimas digestiones, arrogante, sin embargo.
Poco, contesta en voz baja y despectiva (¿qué ha de haber?) con el aliento
sucio por el café, aquí estamos de mañanita con estos niñatos ociosos. ¿Más torpes
que otros años? Igual que siempre, se repiten curso tras curso como la mugre.
Alguno habrá… ¡Ni uno! Aquella parece que encaja bien…, ¡Y un
cuerno, quita barro en lugar de añadirlo, confunde talla con modelado…! Se lo
puedes decir un millón de veces, pero como si nada… ¿Aquel? Aquel pasa de los
treinta y aún hace de la discusión teórica una referencia, ahí lo tienes
jugando con los malditos alicientes teóricos, interesantes como los números
primos pero sin ninguna utilidad que uno conozca, modela con debates el tipo, y
mira a ésa otra, melindrosa y cobarde con la arcilla, hurga meticulosa en el
barro como buscando preguntas a sus ensueños místicos, ¿Una poeta de la
materia, tal vez?, Bah, una aburrida que está aquí porque no sabe donde matar
sus mañanas de treintañera, con el palillo de boj en la mano en lugar de
tenerlo metido en el culo, aprendices viejos es lo que son los jóvenes artistas
de hoy. En realidad, ninguno de ellos es artista. Ni siquiera eso. Estudian
para conferenciantes, para convertirse en curators,
oportunistas de museos recién inaugurados de un millar escaso de visitas al año
en alguna mediana capital de provincia más necesitada de consultorios médicos y
colegios públicos que de un pretencioso y mastodóntico contenedor de miserias
plásticas…
Los ojos de Brell se
fijan ahora en un torso adivinado a través de la bolsa de plástico preservadora
de la humedad que se alza sobre un caballete sin dueño, un desertor venusino:
leve escorzo que de pronto le trae las sosegadas visiones de la estatuaria
griega, cuando la levedad de la piedra tallada con mimo encomiable transmutaba
en carne apetecible, una textura como una piel tersa e inmaculada de limpios
destellos, una pátina del deseo. Qué impudicia la de unas manos modernas que
osan replicar la clásica belleza de unas estatuas que por canónicas se ven
rebajadas en la actualidad a la inspiración estética y a la interpretación
caprichosa de embaucadores de otras épocas futuras, beneficiarios
desleales de su legado. Ninguna alquimia
contemporánea ha de mejorarlas en una apariencia inaugural que ha sido venerada
siglo a siglo, ningún apócope ni remiendo hará de ellas la mera referencia de
estos aprendices del arte incapaces de transcender los motivos estéticos de una
tradición clásica, ni siquiera reflexionar sobre ella como cualquier espectador
inocente. Desvía la vista conmovido por la inmensa sensación de inutilidad que
le asalta de improviso. Ahí está L…, catedrático, fue importante en otro
tiempo, un creador nato, infatigable, pero aquella carrera de escultor
demasiado pronto fue desactivada por la cátedra y una abultada nómina mensual
frecuentemente complementada por peregrinos montantes de dinero académico
(dedicación, fungibles, pluses de variado pelaje, sexenios, postgrados y otros
nombres graciosos), que finalmente disfrazan al verdadero artista, lo despojan
de agallas y de ganas y lo arrojan a la festividad de la solvencia y la sobra,
a la nada artística, a una soltería que se extiende a todos los ámbitos de una
existencia al cabo aburrida, sin mérito y sin arte. Sé que no tardará en morir,
pues, testigo ventajista, escribo en el futuro de un pasado que conozco bien,
aunque me cueste comprenderlo. L. huele
a piedra… ¿a piedra…? A barro. El olor primitivo del mundo. Huele a humedad primigenia, a la tierra aún
fértil del primer acto, tan ajena a la piedra infecunda y a la ganancia
espuria. Brell aspira profundamente el aire enrarecido del taller en ese
momento de la mañana, y también el que exhala de la propia figura de L., tan
análogo a la materia con la que antaño
tanto se había batido en su estudio que se diría que son de la misma
sustancia, tan complementarios, tan precisos y hermanados en un espacio
singular donde sólo imperaba la creatividad. Ninguno de los dos sabe de esa
muerte cercana e impúdica, y menos que nadie el mismo L., que duda algunas
noches de su condición mortal, que ni imagina que una angina de pecho
fulminante seguida de un edema pulmonar concluyente y fatal lo va a exterminar
tan fácil como se aplasta a un insecto. Ignorante asimismo Brell del desenlace
biográfico de su interlocutor, de ahí que no sea capaz de reprimir sin
compasión cierta sensación de asco ante la rosada calva del otro y sus
evidentes precariedades higiénicas. Incauto desconocedores del futuro y sus
azares ambos. La muerte severa o… grotesca, un derrumbamiento a plazos, un
cáncer incipiente que no predice la tez saludable, un accidente de circulación,
reventado el hígado contra una de las portezuelas mientras miras incrédulo las
astillas del mundo de afuera del automóvil, o después de haber tonteado en la
barra forrada de cuero de una cafetería apenas iluminada que disfraza un burdel
de alto standing a las afueras de la ciudad, refrescado por la brisa
marina, donde pulula desganado un surtido heterogéneo de jóvenes (de ambos
sexos) emigrantes de cuerpos envidiables, acaso aún por modelar, deseados por
tipos como… el hosco y escéptico escultor y catedrático L., que morirá una
mañana laborable, luminosa, fresca, otoñal, con el pene de un jovencito en la boca (un david tan bello, tan miguel
ángel, primoroso cincelado) mientras una meretriz adolescente de labios
finos y mirada apagada succionaba con disimulada desgana el suyo flácido, corto
y grueso en el momento que algo semejante y súbito como la fractura del cristal
parecía partirle el pecho en dos mitades, se hundía un rayo gélido en lo más
hondo de las entrañas del catedrático emérito lanzándole a la oscuridad total,
a la muerte definitiva, al sueño eterno de la piedra.
Quedan las palabras de
L.: rezonga cantinelas conocidas trás la espalda de Brell, que sigue su camino
a la luz primaveral de afuera, deteniéndose aquí y allá, con los ojos
distraídos en la infinidad de carteles y avisos multicolores que le salen al
paso prendidos en las paredes, en las puertas, en las columnas sucias y
empapeladas de decenas de avisos, convocatorias y concursos, certámenes y
encuentros, charlas, reclamos de masters
oficiales multimedias, exposiciones y eventos, performances, seminarios internacionales, intercambios culturales
de lo más peregrino…, un muestrario inagotable y laberíntico que propicia a
quienes saben desenvolverse en tamañas patrañas institucionales un fácil
escenario donde exhibirse sin pudor y aun del que aprovecharse económicamente.
Qué factoría de excusas para el desfile interminable de sinecuras y adiciones
presupuestarias, de gastos académicos y desembolsos alumnarios estériles.
Muestras de artistas, conferencias y cursillos, coloquios y congresos se
anuncian en octavillas e ilustrados folletos desplegados a dos páginas que
reúnen en una congregación innecesaria lo más granado de unos profesores y
exalumnos avisados y tres pasos por delante de la mayoría de los otros
estudiantes, cuya perplejidad inicial al empezar el primer curso ha de
prolongarse hasta pasados varios años académicos. Esta facultad es una
endogamia matemática y perfecta, un compadreo interesado en extrañas
complicidades bien lubricado en su engranaje oculto y silencioso, una fábrica
de sostenido emolumento y ganancia aseada de cese impensable (hasta la
jubilación, hasta el dolor, hasta la muerte, hasta más allá de la muerte, pues
los hijos los perpetuarán en la asignatura, en la cátedra, heredarán la
tierra). Contra el decorado de fondo de una invitación a Irlanda, una beca de
estudios y un congreso en Helsinki (Para
una teoría de los formatos de equiparación: pintura expandida y vídeo.
Conceptos e idearios sobre el soporte plástico contemporáneo. Alternativas de
una semántica de confrontación en el siglo XXI) en llamativa tipografía de
diversos tamaños de fuente insertada sobre una panorámica de la ciudad de
óptica desenfocada, sobresale la leonina cabeza de M.D., testa femenina que
corona un cuerpo rechoncho cubierto de negras vestiduras, un largo talar que ni
siquiera deja ver el calzado de alto y grueso tacón. Pasados ya los cuarenta
años, suplantada una educación sentimental por los goces de una fisicidad
exacerbada: lujo material, alimentos, viajes al trópico, los créditos
solicitados y satisfechos al momento, ilustre profesora y (también) artista.
Brell ha llegado al vestíbulo desastrado de la entrada principal del viejo
edificio donde algunos estudiantes contemplan de pie muy serios terminales de
ordenador casi alineados junto a un improvisado puesto de venta de abalorios
artesanos y quincalla ecológica entre pasquines y letreros denunciantes de
algún desmán rectoral o político. Delante del ventanal que enmarca el cubículo
de la secretaría general, a punto de agachar la cabeza frente la ovalada
abertura del cristal y preguntar por su correspondencia a una de las sonrientes
y divertidas auxiliares, Brell ha descubierto a la antigua amante de
infatigables fellatios, un cuerpo
serpentino y esbelto entonces, que se enroscaba con furia a su cuerpo mientras
sorbía su miembro hasta la extenuación. M.D. postula en la actualidad las
miserias de antaño: Brell era un genio a la espera de la inspiración (llegaría
más tarde o más temprano, pues era el
elegido), él escribiría el libro fundamental de la historia de la cultura
universal, sus claves, los símbolos ocultos que esclarecerían de una vez por
todas la actividad creacional del ser humano desde el hombre de la cueva; ella
era la sobresaliente autora de una pintura gestual que, no obstante su levedad,
reflexionaba sobre la materia del espíritu al tiempo que un lirismo bellísimo y
exacerbado pero racionalmente concebido otorgaba
al duro soporte de la tabla el ensueño de la fantasía plástica y la
espontaneidad de un dripping adicional mesurado
y preciso: los tiempos futuros doblegarían la cerviz ante tales prodigios
de esos dos todavía púberes, tan sabios y extraordinarios. M.D., ahora con
quince kilos de más que no logran rebajar dietas de una crueldad odiosa, cremas
inextricables ni caros medicamentos, opositará en breve a la cátedra de la
asignatura de la que ya es cansina profesora titular (ah, pero las envidias,
las artimañas de la panda que socorre y patrocina al otro oponente, un recién
llegado con buena retaguardia política, económica, cultural, ya se cuidará ella
de él y de los ardides que lo sostienen, lista como es, decidida con el sexo,
la boca y sus razones, sabrá enfrentarse con esa media docena de sesentones
cuasi impotentes, perezosos y comilones que conforman el tribunal). Brell… En
resumidas cuentas, paseaba el profesor, cuarentón peripatético, atractivo,
distraía su ocio placentero en asueto académico, ya descendía a la luz, a pocos
pasos de las puertas de hierro mal pintadas de color tierra... Y ese
encontronazo, sin tocarse ahora, quien ha conocido tu piel, gustado tu saliva,
lamido todo, sorbido tus jugos. Ella le mira sin pasión, pero todo lo recuerda
de una juventud común plena de sexo y bandería, de ordalías y riesgos
innecesarios, quizá el relampagueante brillo de unos ojos cansados dispensan la
ironía, he utilizado tu cuerpo hasta la náusea, restregado la lengua por
orificios y recodos y los pliegues más sensibles hasta el vértigo, ambos tan
sabios entonces por infatigables, jóvenes y sanos, aliados del tiempo y el
pasar deleitoso de entonces. Él la mira con interés, bondadoso y agradecido, en
calma, antiguas complicidades han dado lugar a una condición actual de testigos
recíprocos, indeseables aunque queridos: condenados a un futuro de rutina, al
desgaste que el destino de entonces pleno de ilusiones sin fin es capaz de
infligir a un presente erosionado de ruinas, abotargado por una actividad
periódica y previsible, sin nada entre las manos salvo las cosas, los objetos
falaces que ni siquiera, a estas alturas, esclavizan ya, qué decir… Ni siquiera
la ropa carísima y de marca puede ocultar el envejecimiento de unos cuerpos en
lento pero flagrante declive. El beso en la mejilla reemplaza los secretos
desatinos de años atrás, ni siquiera el fugaz aroma de la carne conocida,
sobada hasta la rojez, hasta el límite del dolor, hasta la herida, despierta
sentimientos contradictorios, de gratitud o repulsa. La sonrisa es leal. El
saludo es cordial. Intercambian nombres y ponderan las amistosas u hostiles
inclinaciones del tribunal que adjudicará la cátedra antes del verano. Podrá
con ellos: carga M.D. a las espaldas un currículo… Precisemos: ha inventado la
asignatura que imparte, la ha carnalizado con su magisterio personal y su obra
y su inteligencia artísticas, toda la idea es suya, producto intelectual
desarrollado a lo largo de meses y meses de esforzada elucubración mental y
centenares de notas manuscritas: el esquema, el trazado práctico y los
contenidos teóricos, las conclusiones materializadas en los puntos
programáticos… Mas no la redacción, esa fatigosa mecánica al alcance de
cualquier negro (¿iba ella a perder
el tiempo, su inestimable tiempo, tan irrecuperable, tan fugitivo, en esa
minucia?, de modo que ese título tan atrayente, tan denominativo y afín al
departamento, Para un entendimiento
poético de la instalación en diferentes espacios de adecuación plástica.
Presencia, comportamiento y ejecución escultórica mediante un vocabulario
matérico, espacial y objetual intuitivo: la moderna sintaxis del arte
tridimensional, quedaba en manos de un pobre diablo escribidor que sería el
encargado de dar forma y contenido coherente al centón de apuntes y bosquejos.
Pero lo importante en este casual instante de la mañana, cuando Brell la tiene
ante sí, deseable aún por un pasado de
trampas, es lo que significó para él, en aquella época de maquinaciones,
seducciones y logros… ¿A cuántas de estas mujeres puede recordar, todas
iguales, ambiciosas, desinhibidas y complacientes, guapas y listas, finalmente
trepadoras, infiltrándose serpentinas en todas las rendijas y grietas al
alcance, hurgando en cualquier oquedad académica y beneficiosa que la ocasión
les brindase, hembras sin escrúpulos paralizantes, sin miramientos
obstaculizadores, mujeres cuasi machos penetrando sibilinas hasta en los cargos
menos adecuados a sus talentos, más inesperados a sus contadas habilidades,
pero cargos al fin: sobrevolaron sobre otras testuces varoniles que cayeron
bajo su empuje. Emerge el pensamiento sucio de Brell, de lo más oscuro del
cerebro se proyectan las imágenes sórdidas acaudaladas de antaño. El es el tipo
que oculta en la apariencia mesurada un ogro que suele gozarse en la más
inconfesable de sus dimensiones de la lujuria secreta, la obscenidad total y
catártica: os ve (se ve) a los dos casi adolescentes envueltos en una atmósfera
de aturdimiento, en una huida precipitada de cualquier adocenamiento y una
irresponsabilidad que hoy cuesta entender, habitantes anónimos y de paso
furtivo en la sombría buhardilla que daba a un patio de luces estrecho y
maloliente, enredados, violentos y sudorosos sobre un camastro sucísimo,
quejumbroso y comunal, una polvera alquilada colectivamente de horario
concertado entre otros desesperados jovenzuelos como ellos dos….
Un tipo bien vestido
este Brell, pulcro, atractivo sin duda, aseado, y en la limpieza matinal de la
mañana, en la hora inofensiva, todo parece girar en torno a la esencial
pregunta de mientes para adentro: ¿Qué nos hace el tiempo?
M.D. se rasca delicada
y suavemente con un dedo (el corazón) de la mano derecha la mejilla izquierda,
le mira sonriente con el rostro inclinado, y a él hasta se le ocurre que
coqueta, malévola, como si aún dispusiera sin trabas del cuerpo grácil, fresco
y escurridizo de la juventud, de unos muslos túrgidos que invitan a la lamida,
al mordisco labial, a arremeter el ariete enhiesto hasta lo más oscuro de su
cálido agujero, lleva colocadas las gafas de sol por encima de le frente,
sujetas sobre el cabello revuelto, lavado y perfumado, una cuarentona
desquiciada por la edad, el reverso de lo que fue apoderándose de ella, la
carne gastada, la piel mancillada por el color y el estigma menor de los años
en forma de pecas y máculas, también prisionera de las frivolidades y señuelos
de la enseñanza académica y los tejemanejes departamentales que tanto la
pudren, obnubilan su bienestar y la enrabietan más de la cuenta, aunque bien
cebada y siempre ahíta, con la casa de las afueras llena de muebles de Ikea y
libros de Taschen, algún cachivache de teca y cristal biselado importado de
Java, ella es una obra gráfica, se
descubre pensando Brell mientras le devuelve la sonrisa silenciosa, y adentra
la mirada en sus ojos lacustres aunque un poco muertos ya de tedio y las
odiosas premoniciones de la decadencia acechante, un derrotero minimal entre
objetos, personas, intereses zafios e incomprensibles al cabo de los años, que
desemboca las más de las veces en un interrogante plano frente el día que se
vive, esa luz omnipotente de la jornada entre alumnos, delicatesen y capuchinos en el inevitable starbuck de la esquina,
diluyéndose a pesar del libro en el sobaco hasta ser tragada por la noche
cansina e inesperada, pero hay que seguir, hay que luchar, poder más que ellos, los enemigos de siempre, aunque no se sepa muy
bien por qué ni para qué: lo que no entiendo no me sirve, los que no me
entienden están contra mí, sé lista ya que no inteligente, selecciona aquello
que allana tu camino (tus dotes histriónicas, tus fingidos desmayos de
doncella, la promesa del cuerpo aún deseable para tipos hastiados de sus
queridas o de los trastos domésticos de sus esposas) entre tus semejantes
inferiores o momentáneos superiores jerárquicos, el decano, por ejemplo, algún
vicerrector, hasta el mismo rector, ya que en éstas estamos, sirves para eso,
para las intrigas, enredos que te
salvaguardan todavía… ¡a estas alturas! A lo que puede uno llegar, concluye
Brell el Profesor. M.D… una acuarela
que el paso de los años terribles ha diluido en una amarillez invasora por todo
el mapa de la piel estragada por mil potingues, una languidez interior sólo
sacudida por un carácter iracundo, adivina su cuello escondido bajo el
accesorio de un pañuelo rojo, la epidermis arrugada, marcada de pliegues… Ella,
también testigo de él, ya no
cómplice, ni amante, ni amiga, sólo colega…, testigo nada más en la venganza y
el fiasco del tiempo, compinches los dos. La tiene a su espalda, alejándose
cada uno por su camino, una a la gruta y los laberintos de muros y pintarrajos
de adentro, a la espesura que ha acabado por estafar a los dos; el otro
vacilante aún, a un paso del exterior, a punto de que la luz de afuera, brutal,
de una primavera sin reservas ni melindres, lo exponga desnudo, lo delate en la
claridad del aire más huérfano todavía por la crueldad del recuerdo y las
fisuras de un pasado latente.
¿Qué nos ha hecho el
tiempo?
Lo que ya éramos.
Rápidamente, vuelve al
futuro, su presente. Los ve como era él. ¿Qué será de sus alumnos dóciles e
iletrados sin los apuntes, la cháchara profesoral, inútil y olvidable que les
endosa escéptico y sin ninguna aprensión? Cambian las denominaciones, los
planes de estudio, y las licenciaturas universitarias no serán sino un mero
diploma sin el menor interés, una prolongación del instituto masificado, habrá
que financiarse cursos de postgrado en las oficinas bancarias depredadoras y
recelosas, condenados a caros másters inventados con celeridad sospechosa que
supondrán nuevos filtros universitarios, nuevos pagos, ataduras prorrogantes,
ahora que todo el mundo inunda por doquier los campus, hasta el hijo de mi
mayordomo, la hija de mi palafrenero, compliquemos un poco más las cosas, la
facilidad siempre es enemiga de la calidad aristocrática, chocante democracia
abusiva de la enseñanza, ¿no están las becas?, fíate de tu gobierno que cuida
por tus ancestros, de ti mismo…
Pero ya en el exterior
el sol obliga a Brell a entornar los ojos, se detiene un instante frente a los
escalones que descienden a una de las minúsculas aceras del campus que
serpentean entre las zonas más holgadas del césped, cruzadas por varios grupos
de desaseados estudiantes con bastidores y lienzos en las manos deambulando de
aquí para allá, ajenos a él, que está confuso, como si temiera caer, como
penetrando en la marea descarnada y explícita de un sueño, en su crueldad
acogedora e inquietante, donde la angustia se abraza a él como un tacto
invisible, con la sangre que quema, con la sangre que hierve en las sienes
palpitantes, la luz, una pasión la vida, dudando si seguir adelante, o no:
estar ya en las ruinas de ese mundo que detrás de él se derrumba en pedazos
entre un polvo de óxido y piedras asoladas.
Afuera teme
tambalearse bajo la luz solar, pero erguido, apuesto, farsante, camina, conduce
sus pasos con mesura, hacia ella, a la que descubre en la terraza bajo el sol
primaveral.
Parece un títere que
se cae, lentamente se viene abajo… ¡y de qué hilos!… Recobra el equilibrio, no
se cae, Boceto, y si cae caerá como
los gatos, de pie.
Todos los dioses son
antiguos. No hemos sido capaces de crear dioses modernos. También el gato es
muy antiguo.
En el 69 tomaba él su
primera comunión, más que fundirse en el espíritu de Dios, lo despedazaba:
masticaba la oblea rebelde (se le pegaba al velo del paladar, la maldecía,
mierda de comidilla, no termina de escurrir hacia abajo).
Hasta ella todo había
sido un prólogo.
En el desenlace
estamos. Hubo una vez que estaba en mitad del puente entre ambos extremos, dos
que son.
Ella se dice: se diría
que estoy inspirada.
Déjalo estar,
ya no vale la pena
ni siquiera soñar,
déjalo estar,
canturrea con voz apenas audible.
Un mundo de colores
tajantes, una verticalidad acuática que no empaña el abuso cromático de una
geometría perfecta, delineada cruelmente por la pureza y transparencia del
aire, de una corrección magnífica: los seres y las cosas, la breve (y brava por
tenaz) naturaleza de la hierba en un suelo cercado de cementos y asfaltos, las
sombras delicadas de los árboles que la
envuelven, todo se funde en ella, hasta la invasión y el circular constante de
los automóviles más allá de su fortín mental parece mitigarse en un cerebro complacido,
o pacífico, un maridaje perfecto con la creación, jardín de la diosa, terrenal encarnadura, envidiada.
Lánguida, como narcotizada por el olor del mundo en paz bajo el sol, está
arrellanada en el sillón metálico frente a la mesa redonda que despide fugaces
destellos. Voraz el espíritu, el cuerpo en orden, ligero como una gota de agua,
el intestino libre de impurezas desde primera hora de la mañana, levemente
desayunada sin la bollería de unos cruasanes grasientos ni el tóxico de un café
aberrante de cafetería populosa, una infusión de tomillo, la tostada de pan
integral untada de miel, tranquilamente sorbiendo de la taza, mordisqueando
ausente del bullicio, sin las prisas de la agenda del día y la urgencia o el
temor que se supone que todo un comité de ogros bien vestidos y cebados -el grupo
ejecutivo de guiones en Canal9- debería darle, más aún, aterrorizarla, y nada
de eso, como un milagro estuvo sentada junto a la ventana de su casa, sin
prisas, imaginando a los demás porfiando ante los apretujones del prójimo con
el portafolios y el periódico aún sin leer frente la barra.
Y, ahora, en esos
instantes de plena indolencia, horas después, también el recuerdo de la reunión
se ha quedado tan atrás que ya es tan sólo un mero vestigio en su pensamiento
discurridor y saltimbanqui. Sobre la mesa bañada de sol unos libros; al lado,
la copa deja ver el líquido de un dorado majestuoso como el mismo sol, un licor
de astutas y apetecibles apariencias alcohólicas en ese remanso vegetariano de
pacotilla. De cuando en cuando la vista se le pierde entre los jóvenes
transeúntes, inacabables, como peces variopintos en el acuario de la sorpresa,
siempre en movimiento ellos y ellas, andando o circulando en bicicleta, tan
deseables, tan conocedora ella, sabia treintañera, de la vulnerabilidad que
esconden bajo el disfraz de sus vestiduras, libros y cartapacios y los gestos
adustos o indiferentes, otea por encima de sus cabezas, entre las jorobas de
las mochilas, aguarda la llegada del gañán ilustrado, el soso espadachín de su
consorte, el falso distraído, pero ni una sola vez echa un vistazo al reloj en
la muñeca. Como una mano cálida, la más cálida de todas, como el sol tan lejos
y sin embargo capaz de dotar de calor delicioso la carne bien depilada, suave,
como de terciopelo me gustaría que dijeran, acaricia la piel, la parte de los
muslos perfumada sabiamente, la pierna toda, pero más allá aún, adonde no llega
el astro, el pubis afeitado, la entrepierna sedosa, la vulva siempre húmeda, el
inextricable sexo, agarrar con fuerza a uno de esos estudiantes de cabello
largo, a ése de la coleta y barba rala que le dirige la mirada encendida, a ése
que precisamente ahora la mira a hurtadillas, atemorizado por la violencia de
un deseo tan repentino y pugnaz al descubrir sus piernas cruzadas, la oscura
melena oriental que franquea unos ojos verdes chispeantes, expresión fiel de su
alma un poco canalla, el tenue maquillaje de puta instruida y educada, atraer
su boca a la entrepierna, dejarle hacer con el aliento herido y la lengua loca,
a ése, o a la otra, mejor a ésta, que la blusa blanca apenas oculta los senos
libres de sujetador, con los vaqueros ajustados y deslucidos, sin marca, hasta
puede que comprados en el chino del barrio proletario donde vive con toda
seguridad, pero que realzan su graciosa figura estudiantil, con el pelo al aire
y los libros contra el pecho, bella y de semblante serio, de seguro que es de
modesta ralea, clase media baja, habitante irreversible desde hace dos
generaciones de esas grises y monótonas manzanas de fincas suburbiales con
calles atestadas de automóviles y motocicletas trucadas, aceras mínimas y
sucias, un fragor constante de mediocridad ambiental, menestrales de parada
obligatoria en el bar de luces blancas de neón terroríficas y una procesión
interminable de charlatanas amas de casa deformadas por la mala alimentación,
una familia hipotecada y decente que soporta como puede sino el coste de una
carrera universitaria, ¡ah las becas para menesterosos listillos!, sí los años
sin beneficio de esa vástaga en edad de doblar el lomo, todo sea por esta chica
lista, estudiosa de mirada baja pero cavilosa, muy atenta a lo que sucede
alrededor, aferrada a los libros, estas son las mejores, qué delectación su
corrupción a plazos, esa mano que disimula el temblor y se tiende hacia el
primer dinero que la adentra en lo voluptuoso, qué deleite descubrir a las
primeras de cambio en esta niña esquiva y arrogante luego de una breve
iniciación perversa y rigurosa en siniestra gradación su convulsa sexualidad,
los zapatos vulgares caídos en el suelo, la braga limpia pero barata y ahora
mojada, precipitada y febril, abismarla poco a poco en un goce tan lejos del
miramiento como de la torpeza, poco a poco sin escrúpulos pero con cautela…
Adiestrar a cualquiera de esos pequeños diosecillos juveniles que transitan
distintos y tan iguales a todas horas por el campus, hoy límpido y claro, de
una sensualidad que parece flotar en tal medida que la mata a esta mujer que
espera en la diáfana mañana tan soleada y la hace entretenerse en
imaginaciones, observa sin disimulo la riada de alumnos que se desperdigan en
todas direcciones hacia las luminosas fachadas de las diversas facultades que
bordean el paseo central, que los engulle o los vomita en cantidades
curiosamente análogas, y todos ellos son sus referentes, el alimento que defeca
su trabajo bien pagado, sus andares y frases y gestos típicos, sus vestires,
sus miedos y sus sueños, sus amores y sus perezas, su sexo a medio hacer, sus
contadas monedas, sus borracheras del viernes, las secretas trapisondas de los
más iniciados y también los escondites morbosos del espíritu de los
atormentados a causa de ellos por la incertidumbre, pero su frivolidad general,
sus desapegos, su juvenil indecencia, su descaro proveniente de la maría o de
los corrosivos vodkas, ginebras y whyskies de garrafón, todo ello constituye el
repertorio cuasi infinito del que cuajan sus personajes de guionista
especializada en adolescentes o jovencitos todavía enrabietados por el acné y
una escasa asignación semanal. ¿Qué sería de ella sin ellos? Atrapa sus
miradas, sus locuciones antojadizas, la jerga y los palabros de moda, los giros
idiomáticos tribales, sus ansias actuales, su total aturdimiento. Esos la
visten y protegen su bienestar, pagan sus restaurantes, sus viajes de verano,
sus caros caprichos de invierno. Palabra de consejero delegado que bien le
recordaron en la primera entrevista: ¿Piensas realmente que son tus folios los
que te dan de comer?... ¡Por favor! Es la publicidad la que nos mete el dinero
en el bolsillo. Es eso lo que vendemos, los programas de televisión y sus
series semanales son la excusa, y no la más inteligente u oculta. Toda esa
chusma aburrida frente el televisor es la que nos mantiene… Se aletargan unos
de día y otros de noche, cada uno con su horario, su ocio, su edad o su dinero
conforma el target comercial a batir
a lo largo de la jornada, la diana entre ceja y ceja donde meter la bala del
dispendio entre el cosmético o la marranada del yogur. Esa masa consume lo que
Paula Coloma les pone debajo de las narices de tanto en tanto entre anuncio y
anuncio: les entretiene la fétida trama que paren sus folios manipulados antes
incluso de llegar la escritura al papel. La prioridad, lo televisivo, ya es sólo la oferta publicitaria, había sentenciado
solemne y definitivo El Gran Planificador. ¿Entendió bien la escritora su
misión? ¿Ha comprendido que el héroe o la heroína ficcionales son los perfiles
que han creado los propios
anunciantes? ¿Sabe que las tramas son ni más ni menos que el escenario no
demasiado inteligente de donde surgen pantalones, cazadoras, barras de labio o
los cereales del desayuno e incluso los muebles de la cocina? Y tanto que lo
sabe, a ella toda esa martingala le venía como un guante. Distinguió a la
primera la endiablada y sutil diferencia que distinguía un share de un target. Horas
después de la reunión de talentos, aún le parece tener frente a su cara, a
escasos centímetros de su piel, ahogado por el sofoco, el rostro congestivo del
coordinador de la serie, quien logra al cabo de disputadas sesiones dotar de
sentido unos cosidos y parches narrativos elucubrados por separado y enhebrar
la infame retahíla de anzuelos, pues allí cada uno agacha la cerviz ante su
cometido gregario: quien se encarga de las madres, quien de los padres, quien de los trabajos,
el especialista en la peripecia y el enredo, el inventor de situaciones, el que
sugiere la historia aún deslavazada, quien de los hermanos, quien de las
parejas y amantes, quien de los lugares de secuencia, los campos y escenas, y
después de todo esto, los anunciantes que sostienen semana a semana las
filmaciones y deshacen historias y abortan continuaciones indeseables, imponen
bebidas, porquerías biodegradables o alimentos sintéticos, dictan maneras de
vestir, zapatillas, botas y botos, ordenan modelos de automóviles, estilos de
bolsos, deciden centros comerciales, discotecas de moda y hasta dictaminan
muertes, calculan edades, afean o embellecen actores, imponen prodigiosas
resurrecciones, desapariciones fulminantes e inesperados regresos de
protagonistas de vuelta de algún otro contrato publicitario. Pero ella, sólo
ella, diseña adolescentes, nacen de un croquis mental, los boceta y define al
final una reflexiva perfidia que se halla perfectamente camuflada de
entretenimiento televisual, es una diosa, mejor todavía: ella es dios, por ella
viven esos seres, se sostienen acartonados pero ahí están su desquicio y sus
conductas explosivas, su inventiva les ha inflado el aliento, es dueña de su
carne y de su espíritu, los crea y los acopla al conjunto de los demás
personajes adultos y los zarandea en virtud de los lances que intervienen en
los dudosos derroteros que le da por fantasear, los hace hablar (pues nunca
piensan, parlotean) ella, su omnisciente creadora…, pero los viste de acuerdo
los mandatos de quien financia el pequeño espectáculo del prime time, acata las directrices de quien teledirige la música que
escuchan idiotizados conforme unos parámetros siempre intercambiables que
aúllan esas marionetas prefabricadas de los intérpretes juveniles, pues nada
hay tan voluble como la decena de temas en candelero que seleccionan las
propias discográficas, ella, La Omnisciente, arrastra la lúbrica pandilla de
estereotipos a los locales de una modernidad preceptuada, los conduce donde el
dinero obliga, los acuesta con unos o con otros, los enfrenta o los enamora, de
ella nacen víctimas o victimarios, los hace estudiantes o incestuosos,
atrevidos, delicuentes, mojigatos, hijos de papá o carne de cañón, putas niñas,
chaperos codiciosos, tiernos o bastardos, vagos o aplicados o simplemente
jóvenes, con esa su gracia especial.
Y ojo con desbarrar. Estás
metiendo marcianos en la serie. Hazlos raritos. Con eso basta, le espeta un
mandamás ejecutivo de la cadena, bujarrón sobrado de alcohol y grasas, siempre
pendiente del cóctel argumental más audaz que no, en verdad, transgresor, sólo
eficaz para escandalizar a horas convenientes a los honrados padres de familia,
desparramados en el sofá nocturno, con los restos de la cena de bandeja frente
a ellos, las arrugadas servilletas de papel, las mutilaciones y los restos
diversos de pollo rebozado o de costillas grasientas en los sucios platillos
sobre la mesa baja sin recoger, el cristal pringoso de los vasos, una ristra
millonaria de cabezas de familia en pantuflas que de nuevo empiezan a necesitar
un buen afeitado, que ocultan como pueden la hinchazón del miembro bajo la tela
del pijama o, peor aún, del chandal, la espada viril de cien batallas, mientras
en un silencio hosco detienen la mirada en las piernas volátiles de piel suave,
tan rabiosamente tentadoras de la caricia, de las escolares minifalderas, fijos
los ojos en la delicia de ese espacio inefable entre la tela del vestido y los
muslos aterciopelados y adolescentes ya bien perfilados, pónles la miel en los
labios, que forniquen con sus legítimas en el íntimo reposo de la noche
pensando en esas jovenzuelas a medio vestir que muestran una falsa inocencia y
desparpajo mientras exhiben porciones de una anatomía cuyo centro de gravedad
es el pubis bajo la falda corta o los ajustadísimos shorts, que se abalancen
los centauros sobre sus presas en bata cuando la ciudad silencia sus crímenes o
los alienta con desfachatez, pero no exageres las perversiones, cuidado con
encamamientos imposibles; traza objetos de deseo que sólo sean mortales pecados
allá en lo más oscuro e intratable de sus cerebros mientras jadean en cópula
bendecida a la maltrecha muñeca doméstica, tan conocida ya, tan sabida, tan
deplorada, que ni ganas tenía de ponerse bajo la ducha antes de derrumbarse en
la cama muerta de sueño, de cansancio, de asco, de resignación, y, ahora,
aguanta a éste, la media docena de sacudidas de sátiro e inocuo semental…
Machos recalentados por las artimañas concebidas por una escribidora a
porcentaje, una calientapollas de la imagen que sabe más de la cuenta y cuándo
y cómo salpimentar con dosis exactas de morbo en su cocina la cuchipanda
televisiva, ese tétrico desahogo en un salón pequeño, esos sesenta y tres
minutos contados de serie y veinticuatro de publicidad que la apaciguada familia
del martes laborable, tan lejos aún del viernes, digiere bajo la luz eléctrica
mucho más fácilmente que el pollo asado, el pan untado de queso o los trozos de
pizza y el ketchup omnipresente. Estás metiendo marcianos en la serie. ¿Qué son
sino eso mismo: marcianos?, le advertían, muñecos de plástico, satinados y
perfectos en la pantalla del televisor donde podrías morderlos, besuquearlos,
lamerlos, ponerlos boca abajo, humillarlos, sobarlos sin remordimiento… ¿Dónde
están los límites de esa pornografía políticamente correcta, la breve lujuria
de las imágenes regodeándose en las niñas y muchachitos provocativos en sus
gráciles movimientos?: en la codicia de los
anunciantes, en la insidiosa publicidad de la marca encubierta o no que,
hasta que los índices crecientes de audiencia lo aconsejen y los millones de
consumidores potenciales persistan incautos en la compra de sus mejunjes
diversos, los abominables aperitivos y bebidas o las promociones residenciales,
continúen patrocinando semana tras
semana mediante una calculada mercadotecnia la serie de moda. Todos los trucos
son legítimos. Se ha abierto la temporada primaveral, se ha abierto la veda,
hay que cazarlos y cazarlas con el dinero en el bolsillo, el target de ese rebaño con un pie en el
instituto y otro en la universidad
depara un buen festín (5.000 millones de euros gastadores al año) para
los fabricantes de humo que impulsan el consumo febril, la buena gente de sus
dadivosos progenitores gastan más allá del remordimiento, de la pena, todo sea
por la autoestima de los retoños: introduce los modelitos previstos, los
colores sabidos, las tallas adecuadas, las formas actuales, la moda ladrona,
mata a Lidia, nena, ésa ya no nos sirve, haz que se esfume, llévala a Nueva
York, a un máster… Pero no, con esos morros ésa de estudiante tiene poco, es la
porrera que pajotea a su maromo, así que, nena, mátala un viernes por la noche,
al alba, con la luz del naciente día aún confundida con la noche pecadora…,
Pringosos de las tinieblas del mal, mientras la fémina obediente sacude el
instrumento al fulano en éxtasis, se estrellan los dos, borrachos como una
cuba, contra un muro: y listo (a él me lo dejas parapléjico, por cabrón y santo
bebedor de fin de semana), y además hay moraleja ahí, la moral por encima de todo,
si bebes, no conduzas, no porque te vayas a matar tú, niñato de mierda,
asqueroso cadáver, muerto-a-pulso-ganado a pesar de tus dieciocho años de edad,
muerto con los miembros desmembrados aquí y acullá sobre el asfalto tórrido de
verano o el escarchado pavimento del invierno, sino porque puedes matar a un
honrado padre de familia que regresa después del tedio de la oficina o de la
planta de montaje cansado y distraído al hogar de su mujercita y sus dos
larvas, nene y nena, graciosillos, Kevin o Christian o Isolda o Yashmine,
García Chamorro de apellidos; sácate de la pajarera una de dieciocho que luzca
los trapillos, incluye una Raquel o una Carol por ejemplo, que enfunden sus
preciosos culitos de aprendizas de ramera al desgaire, al disimulo (¿me pagas el
gin? ¿y qué tal la cena? ¿y por qué no el collar, el móvil, los Levi’s?) en
esos malditos tejanos tan apretados…, emparéjalas con un Fran o un Tony
hormonados a reventar, veinte años a lo más…, haz algo con todo eso, saca
material, invéntate una hija escondida desde sus años fragosos y promiscuos por
la putonga de la madre, la tuvo de jovencita, antes de casarse con el que ahora
es un calvo gordo y extraño, así, estremecida entre los brazos de un auxiliar
de vuelo, un guardia civil o qué diablos sé yo, pero estos tipos necesitan
vender en cuarenta días un par de decenas de miles del andrajo de sus
pantalones…¡Disfrázala con eso a la recién aparecida de USA! ¿Y qué me dices de
las alergias? Miríadas de componentes agresivos flotan por el aire primaveral, van
a destrozar millones de pituitarias, van a llenar de mocos y estornudos las
narices y las bocas de los alérgicos… ¿Cómo diablos vamos a meter en sesenta
minutos una excusa suficiente para poner frente a esas narices maltrechas la
sustancia mágica que ha de aliviarles…? ¡No podemos sacarnos un asmático del
bolsillo…! ¿A nadie se le ocurre nada? Naturalmente siempre hay uno que reacciona a
tiempo. Te pagan para que seas ocurrente: Lo que yo haría… Etcétera. A todas
tus historias las sostiene una piedra axial. Lo que se anuncia. Y a las bravas.
Un eje invisible y por ello de gran efectividad, media docena de tipos listos
ocultos creando, cebando, engordando el interés del televidente que publicitan
con gran ingenio el producto final, con la grosera manufactura serial que
alarga o acorta o elimina un montón de historias y personajes entrecruzados
cuyo único valor real es haber despertado un potencial consumo en las horas
hipnóticas de la noche a los espectadores antes de acabar, ahora sí, dormidos
entre las sábanas. Nada de cuestiones subliminales. Al grano. Concreta. El
mejor tampón: también perfuma; tu futuro automóvil: espíritu joven;
construcción de maquetas: te olvidas de la muerte; colección de libros:
ennoblece tu salón con la vistosa encuadernación de pacotilla; detergente:
limpia tu alma; leche: como esperma que afina tu piel, materia cremosa que
engendra lozanía; vende el veneno edulcorado y refrescante que estraga la
sangre... pero que tanto refresca. Todos los problemas tienen solución. La
próstata cancerosa, las arterias podridas de corpúsculos grasientos, el corazón
renqueante, la vagina olorosa, los ojos empañados, los kilos envilecedores y la
calva humillante. Existe la solución, y como reza la buena publicidad de
siempre, sin esfuerzo por su parte, amigo televidente, por unas pocas monedas
franquea el paraíso, cientos de edenes inventados en beneficio de las víctimas
del dolor y las miserias del cuerpo: miles de ungüentos, mixturas y pócimas de
la bruja en jocosos envoltorios y atractivas tipografías creados para tus ojos,
tus falsas necesidades, tan falso todo como esos personajillos putativos que la
hermosa Paula, indolente a estas horas matinales pero siempre perversa, forja,
diseña y vende a granel. Hay solución. Tú, asmático doblado por el polen de las
cupresáceas, del plátano o las gramíneas, también la tienes. Todo el mundo
tiene solución. La tiene el mundo que rota y rota por los espacios siderales.
La solución la inventa el dinero. Qué no podrá el dinero. La mala historia, por
vulgar e insignificante, fabrica la venta. Lo demás…, qué tecniquerías
facilonas. Un par de días de localizaciones y adecuación de ambientes, discutir
con el vaso de vodka o de cola en la mano aspectos del episodio y elegir el casting más estimulante, plegarse con
exactitud al story boards, nada de sorpresas, aunque si las
hubiere… ja, siempre dispondrán el anunciante y el productor del obligado y
determinante final cut, nadie va a
impedir la correcta y escrupulosa preponderancia sobre todas las cosas del
producto que sostiene esa falla narrativa televisual erigida toda ella de
armazones invisibles. ¿Qué se habrán creído esos espectadores de la ilusión? El
estilo será el dinero que paga el trabajo de tales creadores: esos billetes acaban inexorables editando la narración
toda, las secuencias, las escenas, hasta los mismos planos, el toque final...
La conciencia es la
pantalla de plasma. En unos años tu alma será una hilera verde y binaria. Un
fluir silencioso, repugnante y replicado cuantas veces sea menester: sólo eres un
conjunto de acciones predeterminadas, una selección de encuadres, una serie
programada sin capricho, sin sorpresas.
Eres la basura del prime time.
Esta experta a jornada
completa en enredos pueriles y adolescentes no deja de pensar en esos cuerpos
del campus hormigante y de febril actividad peripatética, máscaras de porcelana
con sabor a caramelo, senos erguidos sin necesidad de sujetador, vientres lisos
sin esfuerzo, juncales marionetas que a fin de cuentas materializan algunos de
sus deseos más ocultos, aquéllos negros pozos que desde una tórrida pubertad le
persiguen y donde ansía caer y caer precipitándose a la marea sinfín,
voluptuosa, un aturdimiento que le libere definitivamente de su encarnadura y
logre disfrutar de su naturaleza corpórea como si de otra u otro fuera.
La vida es un viaje de
placer que no llega a ninguna parte.
Lo mejor que puedes
hacer es entregarte por entero a tu cuerpo: sé su esclava: tu alma no vale un
céntimo (es probablemente alguna célula de más o una molécula o un átomo inextricable
de menos).
Pues la señora de
Brell, y lo piensa ahora bajo la doble caricia del sol sobre la piel levemente
bronceada y la bebida alcohólica deslizándose por la garganta, un goldwasser
con el complemento dionísiaco de la cáscara de naranja, a gusto con su cuerpo,
en armonía acogedora con el universo, con todo aquello que en esos instantes la
rodea, jamás se ha atrevido a compartir con el cónyuge su objetivo de
podredumbres, los de ella y de otros, la secreta perversión de la atracción por
su propio cuerpo, contemplarlo una y otra vez sano y deseable en los espejos,
algo contradictorio sin embargo respecto a su anhelo de bajeza terminal,
absoluta, taxativa, amar su cuerpo sensible, de carne y color, de blanda
textura y tacto turgente, hasta el último de sus poros, sentir desde cualquiera
de las miles de terminaciones nerviosas que lo recorren centímetro a centímetro
el placer del otro, de la otra, un curso de sadismo y dolo delicioso, mientras
ella se retuerce adorándose a sí misma y desprecia a su lacayo o putilla de
pago, una onanista infatigable que rinde culto al cuerpo porque ya apenas queda
otra cosa por creer, un cuerpo que mima
con devoción y cuida con rigor de penitente en días alternos. Lunes, miércoles,
viernes: dos horas cada día de asistencia aplicada al club inigualable de la
belleza, la salud y el deporte, una factoría de bienestar para la la mente, el
espíritu y la actividad (visible o secreta) corporal. Una fábrica inigualable
de semidioses que conjuntamente con la dietética adecuada gesta las saludables,
selectas y adineradas recuas del incipiente siglo XXI. Paula Coloma está
echándose encima, recubriéndose con esa muda genial y milagrosa, una gemela
impecable de una decena de años menos a fuerza de sacrificios menores y una
cuota semestral de 850 euros. Merece la pena. Vale la pena vivir. Hay que
apostar por vivir así. Vivir seis horas semanales de física plenitud en
Activam&Plus: terminar deliciosamente agotada y leve entre sudores
perfumados, cabellos bien recogidos, teces brillantes, muslos perfectos. Ni a
ella, la diosa sedienta de sol, ni a ninguno de los adeptos en tamaños afanes les resulta extraño que
sean ellos escogidos acólitos, gentes de cuerpo envidiable y miradas cómplices,
el ganado jadeante que puebla las instalaciones del centro deportivo, los
dueños de una eterna juventud, día tras día inmovilizada a despecho de la edad
en sus imaginaciones, como si ese solo pensamiento gobernase cada acción de su
vida por inocente que fuera, detener el paso del tiempo, preservar una apariencia
festiva y celebrante de sí misma. Ni un solo gordo ni una sola gorda campan
entre los aparatos de reluciente cromado y los suelos de encerada madera, esos
ya son irrecuperables: seres deformes, fracasados, monstruos grasientos que
repugnan las envolturas de fangos marinos o algas salustres, qué escenas
deplorables brindarían en el aeróbic, el body combat o el body pump, qué
estatuas grotescas en el tai chi, en el yoga. No es lugar éste para asimetrías
u obesidades ofensivas. Este es un lugar para inmortales, no para desahuciados
físicos, Hemos detenido la juventud, se dice convencida la sedente sirena
matinal, lejos aún del colágeno, las bebidas light, la nariz operada, se regodea precisamente ahora en ese
campus de juventud cavilando sobre su cuerpo que flota mansa en el agua
templada de la piscina de hidroterapia,
en el spa o en el jacuzzi, relajada por el baño turco y la sauna, los masajes
de talosoterapia o el tratamiento oriental con piedras volcánicas: su brioso
instructor de pilates, abrazada a ella por detrás, desliza la tibia mano por la
piel suave, cálida carne, tersa por una exfoliación integral, la fotodepilación
con láser, ya la tiene entre las ingles, la introduce por debajo de la braga,
ahora la mano sobre la vulva separa los labios mayores, acariciándolos con las
yemas quemantes, introduce los dedos en la vagina, tres de ellos, con
delicadeza, con sabia lentitud, siente el aliento caliente en el cuello, la
dura erección del otro sobre sus nalgas, va a volverse hacia el centauro, a morderle
la boca, siente los labios entreabiertos, la piel que parece abrasarse…
Se ha apagado el sol.
Un nubarrón de plaga bíblica arroja la oscuridad a la escritora especialista.
Alza la cabeza hacia el cielo primaveral, inconstante, de repente cruzado por
grandes nubes blancas, resplandecientes, abrileñas. Vuelve el sol, siente de
nuevo el calor en la cara. Y entonces lo ve a él, al héroe gastado, acercándose
sin prisas, a Boceto, ese perfil, esa
sombra.
Aún es él. Es alto, tan atractivo como lo
recuerda de cuando era joven, pero… Francamente, se dice, los héroes para
serlo, muertos, bellos y deseables, si una es capaz de alejar de la mente el
olor, sabor y color de la cadaverina; presos de la edad y la pena, apurados,
consumidos por la realidad cotidiana del flato y el tedio los héroes acaban en
trastos. Que la muerte los encuentre poderosos y altivos, todavía aureolados
por el misterio y la epifanía de su condición, como a éste, que se ha detenido
frente a la mesa.
¿Qué tal la reunión?,
dice sin mirarla, con las manos en los bolsillos, él, el dios del campus, el
amo del mundo.
El amo de ella, pues
acepta con total naturalidad que sea ella ama de él.
Amos… los dos:
deshaceos del campo de batalla.
Un ejercicio de poder
mesiánico: esclavo soy, esclava soy, etcétera…
Boceto…
Recitador y tronera…
Desde muy jovencito le
gustaba lo complicado, aquello que no servía efectivamente, lo inútil (lo
prescindible): lo que le enaltecía era el ensueño (aun andando muy vivo).
Andas por caminos
revueltos, escarpados y difíciles… Pero ¿dónde quieres llegar?
¿Y qué? Acaso por los
llanos se alcanzan las cimas?
Todo eso (nada menos),
se decía muchos años atrás, cuando iba a ser el amo del mundo: Os vais a
enterar, decía para sus adentros con la pluma vacía de tinta en sus dedos, que
es como mejor encaran las crónicas los tipos como él.
Ahora, es el amo de
ella. Porque ella es el ama de él, lo hemos convenido así.
No es poco: se ha
alcanzado cierto grado de reciprocidad ciertamente ejemplar. Nada de guerras
entre ellos: cada uno con su familia de dolores y entuertos, alguna cicatriz
también… en la memoria, llevadera, las ambiciones domesticadas.
Por parte de él, algún
intento frustrado (cuarenta páginas) de escribir una novela de corte bestselleriano, un viaje a la Patagonia
remedando a algún viajero excepcional, acaso a Bruce Chatwin, atesorar una
bodega propia, un amor perro… Por parte de ella ninguna cicatriz, sólo la rabia
de los años que se le echan encima sin venir a cuento, sin que pueda hacer nada
por ello, desdén y olvido de lo pasado (sin arrepentimientos): nada de perder,
pues, el tiempo.
Errores Ribaltacos,
pero sin consecuencias fatales que hagan rodar más de una cabeza (Si no tienen
pan, que coman tortas.) De ello sí se precian los dos: Somos humanos, ¿no?
Se quieren (se quieren
a su manera): quid pro quo.
Cada uno de los dos
picotea amigablemente en el plato del otro, como reyezuelos tribales africanos
(siglo XIX).
Disimula tus clases,
profesor (sin público existente, nadie a quien rendir cuentas).
En verdad, en verdad
os digo… (Y los alumnos le miran como si su manos escupieran peces, crudos o
asados, y panes, tiernos o duros.)
Desnúdame el puto
guión, conmina desganado semana tras semana el jerifalte de producción,
indeciso todavía con el puñado de páginas en las manos.
¿Qué te desnude el
puto guión?.
(Hablan en argot.)
¿Me estás diciendo que
te desnude el puto guión?
Ella lo hará,
desnudará el guión, sabe hacerlo mejor que nadie. Ella no falla. Una tipa
profesional y flexible sin alcanzar nunca el desaliento, mujer adaptable hasta
lo inverosímil, capaz de nacer ella misma
del interior de cualquier molde sean cuales fueren el material, el tamaño o la
forma, aspectos, digámoslo de ese modo, secundarios: La rigidez en los
criterios es, en verdad (en verdad os digo), una tara y en el más benigno de
los casos, una necedad. Asi que, si blanco, blanco; si negro, negro.
Tiene respuestas para
todo, la tipa, exclama uno (el expedito localizador de exteriores, monitor de
niños extraviados en sus horas libres) reprimiendo la risa.
Su creatividad no es
tan sensible que la impida sobrellevar cualquier cambio de rumbo que impongan
quienes controlan la pasta. ¿Hay que modificar las cosas?, ¿hay que eliminar un
personaje?, una no duda ni un segundo en hacerlo, se le hace desaparecer y
punto final. Los acentos narrativos son de vuelta y media, se enfatiza donde
sea preferible para las alforjas: manda el dinero, fuera de esto ¿hay algo que
discutir? En absoluto.
Ahí está Brell, Boceto, su marido. Marido… ¿Por qué su
marido? A estas alturas del XXI…
Podías haberlo
esclavizado bajo otra etiqueta, se dice. Todo suena antiguo…
Mejor:
Compañero, me acompañas/Amigo, a la provenzal/ Amado, porque me amas/Camarada, porque somos más que dos.
(Mejor lo estableció
el poeta maldito, sin alharacas librescas, como el que se toma un sol y sombra.)
Con las manos en los
bolsillos, con ese aire despreocupado que a ella no la engaña, la mirada turbia
(¡a esta hora de la mañana!), las expresiones confusas, los gestos que se
pierden en el aire sin decidirse a nada. Desde hace meses está a punto de
explotar el caballero: bah, al final ni habrán portazos ni se romperán
cristales: jugará con sus soldaditos de plomo. Y eso será todo.
¿Cómo ha ido?,
pregunta el hidalgo ensimismado.
Ha ido bien, contesta
la otra sin ceder una sonrisa. Inclina el torso hacia la mesa, coge la copa y la lleva a los labios, bebe
con los ojos entornados. Ha ido como siempre, recalca. Se trata de dejarse
llevar, cada día es una batalla, no una victoria o una derrota: guerrear es el
fin. ¿Salirse con la suya? Esa es la equivocación, el error de principio. Ella
escribe sin orgullo, ya lo sabemos, sin ridículas pretensiones que atenten su
sueldo fijo y los porcentajes de continuidad. Su prosa, sus diálogos y
caracterizaciones, cualquiera de las historias donde caben sus adolescentes y
sus tramas pueriles no obligan a nada más que a dedicarles el tiempo mercenario
que les dedica. Lo sabemos. Sólo un par de minutos después de salir de El Horno, la sala donde se cuecen las
ideas, ya con las llaves del coche en la mano, su mente se había despojado de
la más mínima incidencia de la reunión, de las propuestas y hasta de las jetas,
de las burlas y de las críticas, de la atmósfera metálica, gris azulada, que
rodea por todas partes de la luminosa estancia en forma de pecera de frío
vidrio y aluminio. La fábrica de su cerebro es capaz de engendrar un millar de
adolescentes y sus hablas: todos son el mismo niñato hijoputa. Únicamente son
distintas sus formas de caer incluso a través de los mismos pecados. Empezará
de nuevo. El martes, escribirá de corrido seis páginas más para el debate y las
consideraciones preliminares del folletín disfrazado en imágenes de modernidad.
Ahora Brell mira en
torno a él con lentitud. Siente en rostro la tibia caricia de la brisa. Simula
estar dubitativo, aunque lo que está es plácidamente desconcertado. Está en el
limbo. Por fin, toma asiento frente a Paula. Se estira en el asiento y cruza
las largas piernas por debajo de la mesa. Ella tiene los ojos cerrados, con el
perfil levemente inclinado hacia el sol. Él mira la copa en la mano de ella.
Con los ojos cerrados el pensamiento se adivina (doblega) mejor.
¿Qué bebes?
Los pensamientos de
ambos, cada uno por su parte, tan cerca uno de otro…
Así se hacen los
momentos de una vida: el tiempo es el sitio donde ocurren las cosas, han
pensado en algún momento de su existencia cada uno por su cuenta: la
convivencia crea frentes comunes.
Ahora, (él), pensando
en una novela reciente y difícil, excelente, de pocas páginas:
Complican los sucesos
porque la historia es horrible de significar abiertamente, y sería casi
perverso esclarecerla… Los que se equivocan son aquellos que complican sus
historias sólo por un prurito formal…
Ahora, (ella):
¿La felicidad…? No
basta. A la larga, ser feliz aburre o, peor aún, entristece… Siente una cierta
culpabilidad… Mejor los placeres. El placer solo…
El es un estotico.
(Veremos más adelante...)
Ella, una epicúrea:
fue libre en seguida, aceptaba cualquier clase destino que el futuro pudiera
depararle.
Nadie se merece lo
malo o lo bueno… Lo malo o lo bueno sólo pasan.
¿Qué bebes?
Aún es pronto para
comer. Animales bien cebados, presa del letargo antes del mediodía dorado y
apacible, estático, ahí están bajo el sol. Un tiempo de pausa. El caballero repara
en un par de bolsas de grueso papel azul con un logo amarillo que no logra identificar a los pies de la dama. La mujer
recolectora, que no se fía del arco y las flechas de él, antes de reunirse con
el macho ha ido de aprovisionamiento. Estuve en el deli, responderá a la pregunta de él: diana cazadora, se ha paseado
una hora antes de llegar al campus por fascinantes pasillos a media luz, entre
más de 3.000 referencias de una tienda gourmet
de Conde Salvatierra, ha elegido en la poblada
enoteca una botella de vino griego y ha comprado platos preparados de
cocina rusa y japonesa y un par de sándwiches suecos.
Creí que comeríamos en
Deless.
Paula escruta el
rostro de él algo ceñuda, pero reacciona con rapidez. Como quiera. Si es su
gusto. Las provisiones aguantan.
Alrededor estudiantes
solitarios o en grupo se mueven en todas direcciones. También Brell (al igual
que nosotros) los observa con una
atonía primaveral, un desfallecimiento que tiene mucho de extrañeza por ser el
que es ahora. No serlo, des-serse:
ser uno de ellos, creyendo aún que se es libre, libre para siempre y
probablemente sin culpa y sin miedo. Retroceder una veintena de años, 1983,
1987, ser menos de lo que se es aunque con arrojo, haciéndose, u otro distinto,
ni mejor ni peor, con más entereza y menos lucidez, engañado sin saberlo y con
una buena colección de ansiedades e incertidumbres, de insolencias, sospechas y
creencias en el zurrón de joven corremundos, el desafío ante el mundo. ¿No es
precisamente lo que intenta una y otra vez inculcar en las mentes de sus
alumnos?, el asombro, el estupor frente a una naturaleza cuya inmutabilidad es
sólo aparente, una realidad física siempre cambiante y en constante evolución.
(Podría aferrarse a
eso, a cualquier cosa menos reconocerse paralizado, desnudo por el sol, preso
de una apatía que nada ha de resolver ya nunca. Un disfraz es lo que necesita.
Como entonces, como hace veinte años.)
¿No tomas nada?
Sentada a una mesa
cercana, hay una pobre infeliz de no más de 20 años con un batido de brócoli en
la mano y cara de susto.
Tendrá miedo a
morirse. ¿A los veinte años? ¡Qué desperdicio!
Paula hace una seña a
una de las chicas del interior, a la que vislumbra a través de los ventanales
del local moviéndose con la bandeja en la mano y un trapo en la otra.
Ser como estos que a
su lado pasan indiferente y misteriosos,
con sus andrajos mal diseñados de negros y grises y que, sin embargo, no
ocultan una mocedad y lozanía patentes, a prueba de gustos estrafalarios.
Parece mentira la diversidad de vestimentas y complementos con los que se tapa
esta joven turba, esta marea incesante y andrógina, provocativa, arrogante y
ensimismada en sus andares, tan distintos (por ser cada uno de ellos el otro), parecen ir vestidos igual,
colgajos donde imperan unos colores siniestros como prueba ingenua de gravedad,
pero sin duda es una uniformidad engañosa y que no termina de desvelarlos por
completo. Eso querría (todavía más) Paula Coloma, que fueran transparentes
hasta el fondo de sí mismos, tan materiales, tan sólidos como son. Y esa
presencia hasta levitante querría él para sí, Boceto Brell, hasta esa precariedad bien llevada de la juventud a
la intemperie. A eso aspira a estas alturas. Ser un idiota con mochila, un
inocente al menos, un tonto con crédito vestido de negro funeral que al paso de
los años sepa mejorar lo bueno que ha logrado, salvaguardarse en las
vicisitudes y gozar, ya sabio, sin haber
envejecido lo más mínimo desde los
veinte años, de lo imperfecto de una juventud siempre efímera y escapándose
de las manos como el agua, sancionarla sabihondo y ahíto. Al principio todo
está por llegar: allí estaré yo esperando, tengo todo al alcance de mis dedos.
Es cuestión de esperar. Creer. Vuelve atrás, Lázaro. Tiene veinte años. En 1980
era el amo del mundo. Lo sabe todo. Nada ignora y nada escapa a su omnisciente
intuición. Sin embargo, su mundo pequeño, lleno de ambiciones, desaires y
malentendidos, igual le precipitaba al logro de lo cotidiano que al fracaso de
sus sueños, crepitaba a toda hora delgado como una espada de metal al rojo vivo
que atraviesa el mundo sin esfuerzo, pero todo era nuevo, diferente cada
mañana, relucía como el metal al sol de primavera después de la lluvia, un tipo
delicuescente, tan lejos de lo normativo petrificante como del rigor que le
mortificaba al pensar en sus carencias sin aliviar sus temores.
¿Nuevo?
Se quería tan libre
que rozaba lo inane, nuevo. Ser eso
precisamente. Un trasto de veinte años con un millar de libros mal leídos en la
cabeza y todo el tiempo por delante. Podía esperar, aguardar hasta el infierno
con tal que éste no apareciese de
improviso en forma de pesadillas tenebrosas o sueños difíciles y llenos de
angustia, no despertar cada mañana aturdido por la zozobra del amanecer y con
las cuentas saldadas, viejo y antiguo. Porque eso es lo peor: saberse en el año
del Señor de 2008 a salvo de todo lo malo (salvo las bajezas del cuerpo), pero
también de todo lo bueno (la inocencia), o de lo que él, al menos, considera
digno de vivir. Ser un diablo con fecha de caducidad un día antes del fin de la
eternidad, instalado en esa edad donde uno puede permitirse los mayores pecados
sin alcanzar la perdición de la condena mayor porque, más tarde, siempre habrá
un tiempo donde la rectificación asegure el consuelo, un alma en paz rodeada de
las benditas cosas materiales, un alma que si emponzoñada también anestesiada
por la falsa seguridad que proporciona el acaudalado espejo doméstico. Ser un
diablo con buena conciencia. Así se quería él.
¿Qué fue él? ¿Qué ha
ocurrido desde entonces? Ya no es él. Ha ocurrido en el tiempo, él, los otros y
las cosas y el suceso inextricable del mundo.
Ah, Boceto, recitador y tronera.
Ha ocurrido el mundo,
piensa mientras vacía de un trago un tercio de la jarra de cerveza que hace
unos minutos han colocado sobre la superficie metálica de la mesa.
(Nada de cerveza
artesanal para incautos que pagan tres veces el precio de una prosaica de
origen, de andar por casa, pero que tiene sus aceptables 5,5 grados de alcohol,
y es rubia, burbujeante, espumosa, fresca.)
¿Qué diablos pasa
ahora con la cerveza?
Lo mismo que ocurre
con el agua, el vino, el aceite, el pan…
La cata (una
engañifa):
Déjese aconsejar por
el experto.
(Loor a la cata.)
El trabajo de nuestros
maestros cerveceros no tiene parangón.
Sabor inconfundible,
un lujo refrescante sin igual.
Disfrúte esta bebida
dorada sin prisas.
Observe su color
exclusivo. Deguste una materia prima de excelente calidad, una selección de los
mejores ingredientes elaborada para un paladar exquisito, el procesado manual
del lúpulo que logra el aroma inigualable. Una experiencia para los sentidos.
Déjese atrapar por la
mística del lúpulo y la malta en sabia combinación, disfrute sus matices
increíbles, las notas de cereal, frutas y frutos, la magia floral…
Sin prisas.
Bah, la cerveza barata
bien nos sirve, fría, en grandes cantidades, beberla sin prisas… o en tres
tragos, qué más da.
Como esta mañana de
abril detenida en la luz.
Una de las bolsas
menudas debajo de la mesa se ha volcado, aunque sin esparcir en el suelo los
objetos de su contenido.
Una pereza enorme
impide al caballero ser cortés, agacharse y colocar la bolsa de papel en pie,
junto a las piernas de la esposada, al lado de la dama, esa mujer. Se mantiene
inmóvil, fingiendo una atención inmediata por algo inexistente en las
proximidades de la facultad de informática, donde unos desarrapados dan vueltas
sobre sí mismos como si estuviesen beodos, y si no lo están, pronto lo estarán.
Viernes: día de venus
donde avivar el sexo con el alcohol.
Ve a Paula inclinar el
cuerpo a la izquierda del asiento, separa las rodillas y deja ver la parte
interior de los muslos, la incipiente oscuridad hacia las ingles, la ve
enderezar la bolsa con una mano mientras apoya la otra casi en el borde de la
mesa, la oye proferir en susurros una maldición. No experimenta la menor
compasión, sólo un fugaz y contenido deseo por su figura en escorzo, por su
sexo irresistible, una vez más la imagina retorciéndose gemidora bajo las
acometidas de su verga pronta e insaciable que esa mujer sabe estimular con
sabiduría. No siente la mínima contrición por el esfuerzo visible de ella ni
remordimiento por su falta de… caballerosidad (?). Al momento le divierte la
palabreja pasada de moda que revolotea dentro del cerebro apaciguado por la intensa
calidez de la brisa.
¿Qué fue él? Lo que ya
era agazapado en algún repliegue de sus mentiras acalladas para sí o confesas
sin el menor escrúpulo a algún cándido interlocutor.
¿Qué es él?
ÉL…
Un caballero andante
de sueldo fijo y hastiado sibarita, rara combinación en un descreído
discontinuo, un escéptico a media jornada. Sabe que es un cínico, se ha hecho él.
Él: siempre las manos
en el bolsillo en su pacífico caminar.
Al final ha desviado
la vista por encima de la mesa, que ofrece una imagen insulsa con la jarra ya
vacía (sin prisas) y la copa de ella (segunda) con apenas un centímetro de
líquido. Ese amanecer, cinco horas antes de esos momentos soleados, a poco de
despertar, con la voz ronca, cruel: Laura cenará con nosotros mañana.
Sonaba como una
amenaza, o por lo menos como una advertencia en ese instante virgen todavía del
alba, las palabras escuetas, hasta admonitorias, preludio de una desazón, bien
que deleitosa (mejor, inefable). La vio levantarse de la cama decidida, tibia y
desnuda, esbelta y deseable (y pensó al igual que las numerosas veces que la
observaba subrepticiamente a esas horas de la intimidad del lecho que nunca
poseída del todo, que siempre otra,
extrañamente renovada), la vio entre la penumbra atusándose con las dos manos
el pelo hacia atrás en un gesto enérgico, caminar hacia el baño sin perder el
encanto, bien dispuesta desde ese primer comienzo del día a salir airosa de la
reunión de trabajo prevista para tiempo después, y enseguida bajo la ducha
regeneradora, zafándose mediante su ánimo tempranamente encorajinado de
contriciones que a otros del gremio menos avisados y escrupulosos les
atenazaban y deprimían. Se desembarazaba sin esfuerzo de la conciencia de
inutilidad de su trabajo mercenario, sólo objeto de cambio y nada más que eso,
la única penitencia. Una consiente, y la pérdida es irrelevante: todo lo del
mundo acaba en el mundo: el universo no sabe de las cuentas de los humanos.
Consentir es una más
de las formas de cinismo actual. Un vicio contemporáneo.
Continuar adelante,
eso es lo que discute una y otra vez con él, al que adivina más silencioso e
introspectivo al paso del tiempo, sólo íntegro e inexpugnable en naderías como
los libros que lee, las películas que ve y la música que defiende
impenitentemente desde su juventud: alcanza hasta Mahler y Schoenberg, a partir
de ahí el diluvio.
Avanzar, Paula, un día
y otro también, aunque se sepa muy bien adonde, a la nada, pero ¿importa eso?,
y si a alguien le importa, ¿cambian las cosas?, lo único que tiene sentido es la
recompensa de estar vivo, sentirse a sí mismo bajo la piel, en la propia carne,
notar la pulsación de la otra vida
bajo ese caparazón que te identifica groseramente, ser precisamente eso, carne
y huesos y sangre, y pensamiento y deseo. La muerte es lo que hay que arrancar
de tus humanas cavilaciones. El castigo de morir sin saber para qué es lo que
no tiene sentido, retornar a esa nada oscura e insondable de donde procedemos,
porque uno conoce muy bien la primera de las tres grandes preguntas, ¿de dónde venimos?:
de la nada, y quizá también sepamos la segunda de ellas, quienes somos, ya lo
creo, ¿sabré yo quién soy?, si sé lo que quiero sé quien soy, y la vida (sabe
uno muy bien por qué quiere estar vivo, simplemente por instinto) es vivir, es
suficiente con eso, qué más da para qué, sé por qué, por todo lo que quiero
conseguir, por todo lo que quiero impedir, qué alivio una mujer que sabe lo que
quiere, o que al menos ha sabido siempre lo que estaba a su alcance, a la
medida de sus posibilidades, no ha deseado superar ningún listón fantástico, no
ha soñado sino durmiendo, y si ha fantaseado ha sido para disfrazar el
aburrimiento de una espera, la lentitud enojosa de algún tiempo muerto, sólo se
ha esforzado por lograr aquello que veía con claridad en su punto de mira, una
pieza a abatir, cobrada y olvidada en una cadena de resoluciones que exige la
distracción del pasado y el cálculo y la ponderación sumarísimos del futuro.
Nada en la sosegada
expresión del rostro de ella, una quietud que a Brell se le antoja misteriosa
y, en consecuencia, muy atractiva, refleja la obstinación y hasta la soberbia
de una dama constantemente encorajinada. Observa Brell unos rasgos que fueron
tan queridos, tan buscados en la turbamulta mareadora, anodina o fascinante que
por doquier le rodeaba, entre otros y otras desprovistos de interés, sin caras,
de mirada muerta, unos ojos y una boca que desde el principio supo que habían
sido su ambición de siempre… La espía, a hurtadillas descubre la piel fina y
cuidada, el bronceado noble; adivina bajo la ropa los cuidados del cuerpo que
tan bien conoce, una forma eterna, antes, puesto que era ella lo que sus fantasías de adolescente configuraban en
ocurrencias descabelladas en torno a un sexo menos convulso que soñado como
tierno y sentimental, y después, ya que ella
seguía prevaleciendo en su imaginación estuviese con quien estuviese en la
cama, era ella antes y después de cualquier otra mujer que conociera, ya
sudorosa y con el sabor de su saliva entre los dientes. La imagen de aquel pasado
joven atraviesa su mente como un golpe de rencor, viaja él hasta aquellos años
que le aguardan vengativos en algun recoveco de su memoria: le arrojan con
desprecio a la cara el fardo de otros veinte años más, cuando el desparpajo y
la desfachatez hacían del impudor y la deshibición la seña de identidad más
preclara. Esa imagen de un Brell joven y ya pervertido es la que viaja del
pasado y mortifica un presente tan deseoso de adivinaciones como entonces. Sólo el cansancio y el
escepticismo evitan la multiplicación de los errores de antes, de los de
siempre: como esos dos eran ellos, como esos dos jovenzuelos anónimos que
acaban de acomodarse ante una de las mesas que pueblan la terraza, entre
sonrisas y frases ininteligibles, a medio terminar, como de sms, esa merma léxica que les autoriza a
tenor de unos tiempos de indigencia cultural a una incuria graciosa respecto al
lenguaje, una insolente precariedad, balbuceos imperfectos: desdeñan una
vocalización fastidiosa que desechan impacientes, muy creídos de sí mismos: al
grano. Y de ese modo los ve él, pero algo existe diferente que le inquieta,
como si esos dos que han de sobrevivirle con toda certeza, pues no suman entre
ambos su edad (así están las cosas de jodidas), habitaran en un mundo extraño a
él, un mundo preámbulo del que a él nada más se le concedería contemplar y que
incluso iba a desconocer su lenguaje: de su posterioridad ni rastro.
(No acostumbro a
fiarme de nadie que tenga más de treinta… Y añadió con sorna: años, quiero
decir.
Eso… ¿era de cosecha
propia? Tal vez había espigado en algún libro la frasecita, o la había
escuchado de labios de algún miembro de un grupo de rock que contaba para atrás
los años.
Le miré con un poco de
asco: un veinteañero disfrazado como un crío de doce, sosteniendo la mirada
insolente, sin nada que perder porque nada tenía.
Estamos a la par, le
contesté con el tono de voz lo más suave y cómplice posible. Yo tampoco me fío
de todos aquellos que tienen menos de cuarenta…, Hice una pausa estudiada y
culminé la réplica sin piadosas sutilezas: años, quiero decir. Sólo aspiran a
que les des por el culo y a quitarte la cartera.)
Viajeros de un planeta
futuro, inimaginable, ajeno a las leyes de un Brell elucubrador, a sus rancios
códigos de aprendizaje, a sus reglas de
conducta y pensamiento ya liquidados, a los mismos estadios de una
evolución que atrás se queda, le parece a este ser, Boceto, tan poco culminado, estar contemplando un fragmento de un
mundo sin él que poco sabrá de su ausencia, y sólo durante un brevísimo espacio
de tiempo: muerto, esos dos pervivirán, más viejos, probablemente desunidos,
sin saber el uno del otro ya nunca más, o tal vez continúen juntos, y a Brell
le aterra ese mundo inconcebible al que ya no pertenecerá y seguirá rodando
como si tal cosa, como ya lo hacía antes de que él mismo naciera.
Repasa sin disimulo
sus figuras juveniles, unas vestimentas que parecen desafiar con descaro
flagrante la apariencia y el declive del viejo Brell examinador, las cazadoras
vaqueras tiradas de cualquier manera sobre una de las mochilas en el suelo,
como dos despojos esos contenedores de naderías, cedés, estrujados paquetes de
cigarrillos, pañuelos de papel, monedas sueltas, preservativos, libros de
bolsillo a medio leer, ¡esa maldita hoja doblada impunemente por el ángulo!, la
caja metálica con los manojillos de hierba de pésima calidad, el támpax y quien
sabe qué…
Observa el escrutador
los pantalones ajados de algodón desteñido de ambos que rematan por lo bajo
sendos pares de gruesas deportivas de una suciedad indescriptible, las negras
camisetas de marca cruzadas de crípticas leyendas, letras blancas en la de
ella, de un rojo demoníaco en la de él,
la cintura de avispa de la chica, sus senos pequeños y enhiestos bajo el tejido
oscuro, la melena leonina del chico, el cabello rasurado casi al dos de ella
que vuelve la cabeza en un gesto eléctrico al ver acercarse hasta la mesa a la
camarera portando la bandeja con la comanda, una ninfa como ellos, vestida a la
par, estudiante nocturna a lo seguro. ¿Qué habrán pedido?, se pregunta el
profesor con los ojos fijos en su jarra vacía (al diablo toda la caterva de las
cervezas artesanales tan de moda, alevosas ellas), la mira como si estuviese
lelo, incrédulo, y éstos a lo suyo, sin importarles nada de su alrededor, alguna
bebida refrescante, quizás un zumo, piensa Brell mirando ahora la bandeja
metálica sobre las manos de la fámula universitaria, dos brebajes dulzones (lo
supone) de color llamativo, análogos a lo que ellos, el caballero y la dama de
entonces, solicitaban tímidamente cuando otro tiempo, sin la pasta a raudales (los dos seres aún posesiones de papá y mamá), sin la
sofisticación de un presente de frívolo discurrir y dinero derrochador:
directos sin atajos a la jubilación de toda penuria, Paula hermosa, recompuesta
una y otra vez por sus manías de gimnasio y pócimas dietéticas, Ignacio,
muchacho, cuarentón, entrecano y doblegado por el peso de tantos secretos como
pecados… ¿pecados, culpa?, los agnósticos no pecan ni desean la salvación
eterna de su alma, ¿para qué?, ¿qué hace uno eterno y con alma, con ese fardo
de cuchillas envenenadas? Ha pasado mucho tiempo desde que desterró esa miseria
moral del arrepentido vergonzante, ninguna aflicción repentina asalta su
entendimiento de hombre racional y sensato, a estas alturas ninguna
reminiscencia sectaria perdura en el escondrijo de sus neuronas, ni siquiera en
el más recóndito de los mágicos lugares de un encéfalocreador, parturiento de
ideas y miedos y entelequias y mitos, premoniciones. Eterno, bien, pero sin
alma. ¿Quién eres tú?
El presente eterno. No
eres el estilo de tu época. Eres lo residual, un apéndice pronto prescindible.
Bonito epitafio: ni
hizo lo que quiso ni lo que pudo: hizo lo que supo.
Ríen los dos
muchachos, una risa como temprana, cantarina, como el exceso del agua matinal y
observa a Paula pensativa, y no sabe con certeza si ensimismada o embelesada,
pero tan bella como la recuerda desde el primer día que la vio, joven y sin
miedo a su desnudez y libre y sin miramientos, sin el asco de ahora a las
arrugas y las ráfagas blancas en el cabello y a los kilos de más (diez años
menos que él): sigue siendo el estilo de su época…
Mira cómo ríen esos
dos ignorando el lamentable espionaje, con la tranquila despreocupación de
quienes nada tienen que temer y se hallan lejos de la pena y la conciencia del
tiempo, de ese tiempo que ya dejó de ser aliado de él y se ha convertido en una
poderosa amenaza de todo, de un tiempo que ya nada sabe de ilusiones y esperas
emocionantes e invade de sombras ominosas todo aposento luminoso de lujurias,
de las fiestas del cuerpo siempre renovadas.
Interpela a la
camarera sin alzar la voz, con mesura, muy educado, y cuando ésta dirige su
atención hacia él apunta con un dedo la jarra vacía, asiente con la cabeza al
pedir otra sin proferir palabra, y entonces, aunque desvía la mirada a un lado,
más allá de sus espaldas, siente los ojos como dagas de Paula clavados en él, y
escucha sus palabras silenciosas, beber cerveza (con todas las prisas del
mundo) es de plebeyos, aunque sea de marca, una lager de fermentación baja a
pesar de que la etiqueta lo silencie, y además a palo seco, sin siquiera unas papas con sabor a queso, jamón
o algo peor incluso, a pimienta, cualquier otro condimento oculto logrado a
partir de una química alimentaria que desafía abiertamente la salud natural de
sus consumidores a base de divertidas ocurrencias.
Haber tenido hijos.
Podría tenerlos. De la edad de esos dos…
Pero no… Qué fastidio,
los hijos y sus egoístas monsergas, ese egoísmo reventador día tras día, como
si tal cosa, perros con collar y sin adiestrar…: He aquí a Boceto, libre, sin límites (siempre sin completar, inacabados), sin
vástagos impertinentes a su alrededor danzando por su sagrado gabinete,
pateando el reluciente parqué del salón con sus zapatillas de marca pero con la
suela embarrada, apoderándose impunemente de su pequeño mundo del mando del
televisor, manoseando sus libros o su profusa colección de valiosos soldaditos
de plomo y perpetrando mil y una otras
villanerías, profanando sus discos de vinilo sólo por diversión, atisbando sin
complejos (profanando con manos pajilleras) en su colección de grabados
pornográficos antiguos…
Trasiega a grandes
sorbos su cerveza (industrial y humilde como los pecados solitarios) recién
traída a la mesa, fresca y sabrosa. Ningún fardo a sus espaldas, ninguna
progenie que una cópula fertilizante le hiciera culpable pero sufridor y
alborotara su indolencia. La bebida discurre ligera y rica por una garganta
resentida de silencios y reflexivas renuncias.
Las grandes
frustraciones son extrañamente llevaderas: termina uno aliviándolas mediante
pequeñas regalías cotidianas, simples distracciones triviales, tan livianas y
accesibles, delebles, y uno se reserva la amargura, la definitiva, para cuando
el cuerpo traicione de veras y acabe jodiendo el invento.
De nuevo lleva la
vista a las desnudas piernas de la camarera a tiempo parcial, que va y viene,
sus ojos predadores (simples pasatiempos
tan intrascendentes, de tan oquedad…) atrapan con docta perspicacia la
forma de las caderas y la cintura excitante, las nalgas prietas, la carne
satinada de los muslos bajo la minifalda negra y escueta, no puede eludirlo y
pone el pensamiento a cuatro patas, y se deja llevar por esas piernas andantes
a partes iguales de candor y procacidad, de corvas atrayentes, donde sólo la
caricia de ellas con la lengua y los labios
sea el preámbulo de excursiones más soeces.
Todavía inmerso en el
placentero espionaje, lanza un vistazo a la muñeca izquierda donde el carísimo
artilugio, disimulado por la correa de ocasión, deliberadamente adquirida a ese
fin para alejar descuideros y carteristas, mide el tiempo con precisión, una
joya de artesana relojería producida en las asépticas salas herméticas de
alguno de los nobles edificios diseminados por el Valle del Jura.
Se hace tarde… ¿para
qué?
Se hace tarde.
¿Le ha sorprendido
Paula, la Esfinge Estática, la Gran Vagina Voraz, la Escritora Pensante, la
Guionista Complaciente?
¿Se ha percatado en el
fugaz examen del sitio exacto de las manecillas en la esfera de zafiro del
reloj?
¿Qué hora es?
Hastiada de su
ligereza de él. Una promiscuidad vana y virtual, sucio pensante, una suerte de
masturbación efímera y, naturalmente, estéril. Éste cada día disimula peor, se
dice, ja, pero como yo misma, aunque sea mayor mi sagacidad.
¿Qué nos está pasando?
Una madurez turbadora
que asoma por la cordillera de los años, con sus picos, sus valles… sus
abismos.
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