Tentaciones, deseos confesos e inconfesos, y sobre todo miedo a perder las últimas oportunidades y las jubilosas clausuras de una existencia esencialmente sensual. A estas alturas una sabe de sobra lo lícito de cualquier opción, el disparate de abstenerse de cualquier perversión que no infrinja daño y dejar pudrir la lujuria por timideces patológicas. Desinhibirse ahora, hacerlo de verdad sin cortapisas ni recelos pudorosos, abastecer la imaginación de corrupciones incruentas y llevarlas a la práctica sin remilgos. Pero hacerlo ahora, no después. Ahora. Ya. Gruñe el sexo debajo de la pelambrera entre las ingles, su chorreo incontenible, y la sabiduría…, saber de callejuelas, y los muros de semen…El precio ya pagado son los años hasta aquí, ese monto de los días que te ha robado el tiempo… Cada día viendo venir esos pequeños descalabros hasta el mutis final… Qué estafa… ¿Y si una fuese eterna, con el solo dinero preciso para gastar hasta el fin de los tiempos, pero… sin envejecer, o envejecer hasta este ahora preciso y ya infranqueable, ahí detenido el paso de los años atajando el deterioro celular, quieto o disparo, idiota, tampoco una pretende neutralizar el estropicio a la edad de esos dos que cuando follan sólo sabrán sudar y jadear, apretarse como monos en lugar de… Oh, sí, pero esos cuerpos de piel tan tersa, lamerla esa carne, sorber la sal de la piel, el temblor de su pujanza, adentrarse en su olor de lava y deseo, del tremor uno y de otra, hasta hacerte daño, hacerles dolor hasta el paroxismo, hasta apabullarles cuando la lengua ardiente se introduce en todo orificio y pliegue lascivo, dinero, el justo pero inacabable, la suma suficiente para gastar sin miedo a gastar, una voluptuosa seguridad que propicia el consumo inteligente, la degustación placentera del sexo y la boca, ese dinero que facilita la permuta de esta terraza universitaria y juvenil con pretensiones en un campus atestado por un gastrobar surtido de hallazgos degustativos lejos de aquí, a cargo de la visa de oro, y no ver a éste en semejantes circunstancias, con la lager delante de las narices, capaz de un momento a otro de pedir a esa pequeña zorra con minifalda unas papas con sabor agridulce o, peor todavía, unas aceitunas rellenas de dios sabe qué…
Y el asco le puede a
ésta ya casi falsa treintañera, y siente unas ganas invencibles de escapar de
allí…
Escapar de la cutrez y
la bodega exigua de marcas elegidas de bebida, huir ahora mismo y precipitarse
a aquella otra elegancia de los manjares del lugar selecto, engullir esas
endiabladas porciones tan sabiamente calculadas día sí pero otro también, y
otro, y otro, y así siempre, y no renunciar nunca a eso como no renunciar a los
yates y soles de un mar azul y dorado, una embarcación mínima pero de uso
privado, un hábito delectante el del vermú que engalana muchos mediodías del
mes, en una atmósfera adecuada, como, por ejemplo, la de Hesperia, delante de
la barra forrada de cuero, degustando, cada uno en su orden, un canapé de
langosta y naranja sobre una base de queso fresco y gelatina adobada, un fino
salmorejo donde flotan mínimos trozos de huevo duro y taquitos de jamón de
bellota, quizás la tapa poderosa del bacalao rebozado con miga de pan mojada
con jugo de pescado, esencia de ajo y huevo frito, en fin, qué de cosas y
lugares al alcance de la mano, algo peor que no tener dinero es tenerlo pero
únicamente para entrar en el paraíso contadas veces al mes, tres a lo sumo…
¡jamás parecerse a eso!, andar con mesura cobarde y miramientos muy próximos a
las mezquinas alertas de una clase media presuntuosa aunque contadora de
billetes, acatar estas tolerancias gástricas hasta la desmesura, ahítos ya de
análogas consumiciones, análogas ¿es la palabra adecuada?, a este lebrel de la
lager y miradas resbaladizas, maridito mío de mierda, el descaro le viene de la
casta del galgo mayor, de su erudito padre y la madre que lo parió, lo malcrió
y lo abandonó en edad oportuna, que huyó del padre y de los hijos, para qué
andar a medias, de una tacada a los cuatro, y de esto sabe una muy bien, al uno
lo deja en la estacada de sus libros acabados e inacabados, habitante sosegado
y cobarde de la apabullante biblioteca en la que había sepultado la vivienda
familiar, intelectualoide de un callado egotismo e irónica sonrisita conejil, a
los otros sin remordimientos, a los vástagos, el primogénito redentor y cristo
de alcantarillas, huido a buena hora a algún paraíso supraterrenal puesto que a
todo renunció dejando caer de las manos el libro y la pistola, quédate atrás,
mundo, al que nunca conocí, callado y serio el segundo si no demente, un
ejemplar de hombre torturado y suicida que aún pude observar de refilón antes
de que se colgara de un techo, y a éste, el tercero, destinado a mi flamígero
coño, Nacho, todavía en plena adolescencia pirata y graciosa, el niño de oro,
aún entre a escondidas haciendo pucheros y frente al espejo del baño
afeitándose los cuatro pelos en guerrilla de la cara, pero los cuatro, padre e
hijos, de una sobria e instruida elegancia, con esa gracia natural de un dinero
familiar antecesor, lo supe a las dos semanas de conocerlos a los dos, padre e
hijo, huérfanos perplejos ambos de madre y esposa libertina, no a los otros dos
desaparecidos en combate y casi seguro que huérfanos y maltrechos desde el
infausto día que nacieron: la Sagrada Familia.
Sin madre, una familia
modelo de los años ochenta danzando bajo la batuta del patriarca invisible,
deslizante (Deslizaos mortales…)
(Don Bernardo Brell y
Ferrer, nacido en Valencia, el 9 de octubre de 1920, y muerto en Valencia el 2
de junio de 1992, catedrático de Historia del Arte en la Universidad Literaria
de Valencia, crítico de arte, historiador de arte, biógrafo de artistas varios,
acaudalado heredero que fue, hijo primogénto y benjamín que fue, amante esposo
y adúltero y putero que fue, padre de tres hijos que fue, hombre que fue, único
que fue…
Fue.)
Serían, cómo no,
lisonjeras, acariciantes, hechiceras las palabras del patriarca, lobo alfa de una manada ya deshecha a través
de la noche de nieve y luna muerta en la
ciudad de piedra al lado del mar gris. Un tipo alto, mundano, de ademanes
pausados, con el pelo lacio peinado a raya, de ojos pequeños y aristocráticos,
a saber lo de adentro, a saber las ensoñaciones, maldiciones, ascos, las
imaginaciones, las perversiones…
El olor de la casta.
Hijos pródigos del
sarcasmo.
(No está ella tampoco
falta de pedigrí: mi papá notario, etc.)
Mi padre, tenaz
investigador…, había proclamado antes del encuentro no sin mordacidad Boceto ante la pregunta de ella (curada
no obstante de todos los males habidos y por haber, sin que una pizca de temor
la poseyera jamás frente a cualquiera de los hombres que en el mundo son y han
sido, y mucho menos ante esos dos chiflados aunque, anticipaba, no exentos
ambos de interés): cuatro días más tarde el hijo convocó la reunión y la
condujo a la misma guarida del oso: un desorden de luces indirectas y miles de
libros, decenas de cuadros y algunas esculturas, terracotas y escayolas,
erguidas en el suelo contra las paredes. Helo ahí, un tipo que repelía
cualquier tipo de sumisión a la vejez, casi estático, de movimientos apenas
perceptibles, con las palabras justas, de una atención eficaz y miradas a
hurtadillas alrededor de ella, la visitante a descuartizar, como si indagara en
su aura.
A don Bernardo Brell y
Ferrer la parca hijaputa le sorprendió tenaz y setentón disfrazada de una
cardiopatía jamás desvelada por médico alguno a lo largo de los concienzudos e
inútiles chequeos de años atrás. La muerte fue fulminante, le libraría del
desamparo y la angustia de preverlo: dejaría inconcluso el fatigoso estudio
(cuatro mil folios mecanoescritos, anotados, y muchos otros manuscritos de su
puño y letra casi ilegibles, emborronados y tachados, pasados a limpio unos
cientos, picados otros en archivos varios del ordenador) sobre Paul Klee (magia,
metafísica, simbolismo, secretismo, etcétera), misión, pues, encomendada
tácitamente en virtud del silencio del padre y del silencio universal al único
heredero a la muerte de nuestro eximio
escritor y catedrático.
Ignacio Brell, Boceto, ahí continúa prosiguiendo la
encomiable labor del padre (prodiga un repaso corrector a un folio y medio cada
diez días), enfrascado en la tarea de esclarecer, abundar, completar e iluminar
oquedades y resquicios oscuros en la monumental
biografía analítica del artista suizo-alemán iniciada por el inolvidable e
ilustre catedrático por desgracia desaparecido inesperada y prematuramente.
¿Se culminará obra tan
enjundiosa algún día?
¿Será su hijo capaz de
dar término al desmesurado proyecto de análisis y exégesis razonada sobre la
obra misteriosa e impenetrable del pintor, tan falsamente accesible?
Es difícil saberlo.
A su edad, Boceto se acuesta con el problema… y se
levanta sin la solución. Cae en la apatía. Y todo esto, ¿para qué?, se pregunta
ante los folios apiñados. Otros, más jóvenes, menos estoicos, con menos
escrúpulos paralizantes, se acuestan con el problema (al igual que él) y
despiertan con todas las respuestas aunque mal pensadas y peor escritas.
¿Estoicos?
Quiere decirse
lúcidos, pero menos rígidos.
¿De qué te sirve el
pensamiento si careces de lenguaje?
Sólo tengo el
lenguaje: en el silencio del cerebro se incendian los trabalenguas y las
interrogaciones, el pasmo. Un fuego fatuo que parece elevarse de la podredumbre
en la que la materia del alma sucumbe
y declara su incontestable existencia y brevedad.
Por más que hagas, lo
tuyo es griego.
Por más que hagas,
busca la virtud (y muérete y púdrete).
La virtud o el vicio,
qué más da… corrompen por igual.
Eres esclavo. Sé
bueno.
Pues, si esclavo soy…
¿Por qué no he de ser
malo? Los dioses son peores que yo… mucho peores… Ni siquiera son poderosos: no
pueden con los hombres, que hacen y deshacen a su antojo… ¿Esos son dioses?
Sólo eres naturaleza.
No discutas con ella (te va a derribar en su momento, a su debido o irracional
momento, ninguna invención humana podría impedirlo: ella sigue su curso).
De soslayo miraba el
viejo su contorno femenino, el perfil de aire fresco, sano y joven venido de la
calle a ese aposento de la cultura universal, rancia o contemporánea: las
piernas desnudas, la tersura del rostro que enmarca la melena juvenil, los ojos
brillantes, la piel suave, el olor nuevo y embriagador… el mundo de afuera
acompañado de la mano de su heredero.
Ha irrumpido un
ramalazo de briosa primavera que hacer vibrar los largos listones de las
celosías francesas del santuario libresco, cálido y confortable, anestesiado
del fragor de la vida y de los ruidos profanos ese recinto de libros, cuadros y
discreción.
Mi padre es un
estoico, dijo él antes, sin venir a cuento.
Comprendo, contestó
ella indiferente, sin entender en absoluto la conveniencia de aquella
confesión.
En esa hora fantástica
de la entrega recíproca de las tarjetas de visita invisibles, en esa ceremonia
de sonrisas cautelosas, palabras medidas y el escrutinio recíproco sin
paliativos, la cortesía de los dos hombres, el pretendiente y el padre, es
admirable. No lo es menos el lugar, y el espacio: el piso derecho del
entresuelo de una antigua finca suntuosa, de fachada con sólidos ornamentos,
frontones, ménsulas y balconadas solemnes, céntrica, lindante con Ramón y
Cajal.
Era poco más de la
cinco de la tarde, y por las grandes ventanas de los amplios balcones de hierro
forjado se vertía una luz dorada y abrileña, como de siglos de respetabilidad,
se derramaba esa magnífica luz densa sobre el noble entarimado del suelo,
arrancaba pacíficos reflejos a las maderas enceradas de los muebles y a los
marcos dorados de los cuadros, a las cerámicas de las lámparas de mesa, al
cristal de la araña del techo, a algún tejuelo excesivo de dorados de un grueso
libro.
La estancia estaba
desprovista de lo que pudiéramos llamar mobiliario doméstico, lo que era
chocante, pues resultaba ser la que en esos pisos centenarios y espaciosos se
destinaba a salón comedor.
Ni un aparador, ni
vitrinas, ni siquiera una mesa donde comer y su juego de sillas: sólo
estanterías rebosantes de libros entre cuadros de múltiples estilos y grabados,
escritorios en los que apenas se veían las superficies bajo las montañas de
papeles, sólidos veladores donde se alzaban columnas de volúmenes, cómodos
sillones y un par de sillas giratorias tapizadas de cuero verde.
(Comemos siempre fuera
de casa.
Aunque cada uno por su
lado.
Y las cenas son tan
frugales…)
Una vez atravesado el
largo zaguán al fondo del cual se divisaba una ancha escalinata de mármoles
blancos y negros, subía ella acompañada del solícito guía a ese escenario
libresco metida en un venerable ascensor de maderas y cristales biselados,
espejo enmarcado de pulidos listones y un pequeño banco también de madera donde
descansar del lento y quejumbroso ascenso a las alturas.
¿Había dicho estoico?,
se preguntó.
Había tenido tiempo
suficiente para admirarse delante del azogue del vetusto ascensor: una Paula
juvenil de aspecto encantador, de piel morena y brillante, con una melena negra
excelentemente cortada que enmarcaba el rostro ovalado y con las puntas casi a
la altura de las comisuras de una boca jugosa y fresca, las piernas al aire de
la minifalda arcoiris, al mismísimo nivel casi de las bragas de color miel, la
blusa de un blanco impecable, y ese aire de chica seducible que tanto prodigaba
traviesamente y que tanto encandilaba a los incautos.
¿No es usted demasiado
joven para el carcamal de mi hijo?
Los Brell siempre han
engatusado, vaya uno a saber por qué, a mujeres bastantes años más jóvenes que
ellos.
Es su hijo el
demasiado joven para ser mi profesor en la facultad, replicó ella.
Así que estudiaba
Bellas Artes.
(Que suelen ser las
que más te pringan los dedos.)
¿Qué especialidad?
Pintura.
¿Pintura? Una
excelente base para el sufrimiento o... la frivolidad llevada al extremo.
Podría escribirse todo
un tratado de las vocaciones en los jóvenes menores de veinte años: directos a
los negros agujeros de la precariedad y del extrañamiento.
(Sólo uno de los
antiguos camaradas de Brell en los PP. AA. llevaría hasta sus últimas
consecuencias su auténtica vocación no traicionada por el medro y la ganancia:
concluyó en payaso circense.
¿Cómo se acaba siendo
lo que se es?
Alcanzaría ya en los
postreros años de su vida un punto más allá de la mera representación de los
gestos y muecas equívocas, sobrepasó la máscara de pringues de quita y pon, y
eso, al final, le haría profundamente dichoso hasta el día de su muerte de
pacífico alcohólico: logró librarse del maquillaje, dejó el rostro limpio y
desnudo, patético y único entre otros miles de millones de sus semejante: se
convirtió en el payaso perfecto de sí mismo, sin disfraces de ninguna clase.)
Así que pintura, ¿eh?
Ironizaba el viejo
Brell en aquellos lejanos años de finales de los ochenta.
Ella asintió sonriente
(cualquiera sabe como acaba una).
Terminaría escribiendo
guiones para la televisión: a veces también pergeñaba el story-board, así, al
desgaire, como un entretenimiento, alla
prima.
¿Cómo acaba una?
Depende a quien le
preguntes.
Es escritora…,
declaraba con voz reprimida y alterada por la ira, pues la hubiera querido
monja la madre de la criatura, doña Eugenia Espina Castellar, a la pregunta
malintencionada. La mirada de rabia fulminaba al interlocutor de cualquiera de
los dos géneros que durante su pacífico paseo por las calles del centro o
frente a los escaparates de las tiendas de ropa de marca de Colón, la abordaba
con disimulada malicia. Escribe, y esas cosas, remataba girando sobre sus talones
con el Vuitton colgado del brazo, enfundada en el traje sastre de color verde
manzana de exquisita confección, perfectamente ajustadas las dos piezas a su
cuerpo aún esbelto y erguido con elegacia, a principios de abril, más o menos,
soplando un airecillo travieso de frescor inusual.
Desde muy pequeña se
la veía venir, se defendía su madre años más tarde ante los extraños, cuando al
padre y a la misma hija les había brotado un grueso y colorado rabo por encima
del culo y ambos apestaban a azufre: Tenía una imaginación febril… Miren adónde
le ha conducido la lúbrica fantasía alentada por el infame de su padre.
¿Diría lúbrica?
Quien sabe en estos
tiempos de gran mezcolanza lingüística.
Algo la pone alerta a
Paula Coloma Espina, artista, escritora, niña sabia que fue. Piensa la invitada
en su fuero interno si el minucioso estudio al que está siendo sometida por el
viejo de educadas pero aviesas miradas, pues persistía un grado más allá de una
protocolaria observancia, serviría después, ya en la casa vacía y oscura luego
del crepúsculo, para alguna práctica vergonzante. Se pregunta cruel y divertida
si ese sesentón aún se masturba concienzudo y paciente evocando las imágenes
excitantes y fugaces que le deparaba el día.
Ahí la tiene a la
doncella, intocable. Inatacable. Se mira y se huele pero no se toca (el jugo de
los labios entreabiertos, el jugo de los senos, el jugo de la juntura interior
de los muslos). Y, además, la protege su escudero, está su Hamlet pertrechado
de la espada del decoro a su lado: obliga a guardar las apariencias.
(Pasados los años, no
muchos, los enamorados de antaño se entregan a la infidelidad reiterada e
impenitente. Se reconocen a sí mismos. Mutuamente se salvan. Tal para cual. Quid pro cuo.)
¿La joven quería beber
algo?
Naturalmente.
Pasadas las cinco de
la tarde: ¿qué tal un whisky?
Brell el Viejo se
quedó de una pieza.
¿Cómo…?
Sin hielo.
A palo seco.
¿Quizás unas
aceutinitas rellenas?, ¿cacahuetes?, aventura el anfitrión.
Un whisky de añeja
destilería escocesa. Basta con eso.
Brell el Joven salva
el apuro. Sale en busca de vasos, bandeja y frasca, unas almendritas.
Date charol, padre,
mientras voy en busca de ese escocés que ningún condumio precisa para
trasegarlo.
¿Acentúan acaso los
dos caballeros su condición de hijosdalgo a través del habla arcaica?
La luz declinante del
sol de la tarde bruñe de lascivia todo el entorno: los muebles, los libros, los
suelos y techos, las pátinas de los óleos, la cabeza estatuaria de Brell el
Viejo, sus gestos de aristócrata solicitud, su parsimonia y señorial
escepticismo, enciende delicadamente de amarillos el aire encerrado de ese piso
de raigambres inveteradas, de sólida tradición y de atmósfera decadente, hasta
de cachivache. Una estancia donde exhibir sus rancias costumbres unos espíritus
muy entretenidos.
Siéntate, querida.
Querida, repite sin
abrir la boca Brell el Viejo: la joven y el viejo semejan una pareja
incoherente, antagónica, ambos parecen salidos de una estampa mordaz coloreadas
al buen tuntún del imaginario medieval.
Brell el Joven examina
en la cocina la mínima bodega: un botellero de madera oscura donde reposan
horizontales las botellas de vino y sobre cuya superficie plana se apoyan los
licores y los destilados en posición de firmes al lado de un pequeño rimero de
libros: sir Henry James, madame Lafayette, monsieur Balzac, don Juan Valera:
todos con su tratamiento en cualquier rincón de ese hogar.
Querida deposita el bolso que hasta ese instante
llevaba en bandolera en el suelo y con estudiado descuido toma asiento en una
silla de rejilla de respaldo curvo: al hacerlo deja al aire las piernas
sabrosas, desnudas y bronceadas, sumamente atrayentes para el viejo…
Ahora, niña, haz un
cruce, venga, muestra esos muslos, ese espacio embriagador y secreto que crean
los bordes de la mínima falda sobre la piel tersa y brillante.
La niña sabia… lo
hace: un cruce de piernas espectacular que desnudan los muslos hasta casi las
ingles, hasta el vértigo de la entrepierna.
El whisky activa la
circulación. Que aparezca pronto Brell el Joven y libere a Brell el Viejo del
súbito soponcio, de ese hervir achampañado de la mente. Esta niña me marea del
todo.
Bonita y resuelta
depredadora: a tiro se le puso meses atrás (fue su segundo encuentro celestial)
ese hijo único recipiendario de todas las virtudes y vicios del padre, y no
desperdició la ocasión: la primera vez que cogió el pene tieso y limpio de
grosor inaudito del heredero y se lo introdujo en la boca casi se desmaya de
placer, un desvanecimiento pasajero que a punto estuvo de aturdirla por completo
y desplomarla en el suelo.
Aparece Brell el Joven
bajo el dintel curvo del atestado salón con la bandeja luciente, los vasos y la
botella del whisky transgresor de media tarde.
Esa luz decadente del
sol que se vierte sobre las esponjosas alfombras, que ilumina las varias mesas
escritorio, agoniza en sutiles franjas levemente fulgentes, desplazándose ya a
los grises, inspira todo el aderezo una
atonía suicida en el ánimo, parece una mecida en el tiempo, tan leve,
atemporal, rodeada de esos millares de libros posiblemente inútiles (piensa ella, qué despilfarro dedicar los
días y las horas a esos libracos, por Dios, mientras las calles claman y
hierven de vida y aventura), de los cuadros (siempre ellos mismos,
inalterables, tan aburridos descubiertos de una vez por todas en sus
anestesiados colores y formas), qué fácil ser rehén, drogada de ese ambiente
cerrado deliberadamente a la sorpresa callejera y canalla.
Pero no se rinde ella
a los fáciles prodigios del escenario ni de su magia. Nada de lo que arropa
hasta la asfixia en ese lugar, ese bosque petrificado de conocimiento mudo,
inservible para los sentidos, es capaz de conmoverla lo más mínimo. Ella se
halla pendiente de sí misma, en la calle.
Lo demás…
Ella se gusta, enseña
la patita.
Bajo la gran araña
suspendida del alto techo con molduras y escocia prominente deja que el viejo
se deleite en su cuerpo aún no veinteañero mientras ella, a su vez, observa al
catedrático de lacio cabello entrecano y sonrisa misteriosa, con el chaleco
abierto, la camisa de un azul pálido, graciosamente desanudada la corbata, los
pantalones negros con raya, los zapatos limpios pero no brillantes…
En ocurrencias más
sólidas e inimaginables para ti, cosas verás que han de maravillarte, se
deleita ese mirón al que tú crees mojigato.
Morir de viejo… es una
muerte innoble, recordó el viejo Brell de Montaigne (variando caprichosamente
la frase: morir de viejo, es raro). No lograba desviar la mirada de las piernas
de la joven insolente. En ellas se refocila
y retoza mi hijo (unos días antes de
la visita de la primavera había estado releyendo divertido, una vez más, a
Boccaccio).
¿Quién es esa que está
delante de él?
Celebremos en esta
tarde primaveral y de oro a Dionisos, dice estúpidamente Ignacio Brell portando
el cargamento alcohólico mientras avanza hacia el viejo y la joven.
Ella es la hija única
del mediocre pero acaudalado y atildado jurista don Pedro Coloma, imbatible
leguleyo de gran eficacia y tino certeros en pleitos inmobiliarios y contiendas
civiles menores, nada de lo criminal y sus pringosos estafadores y atracadores
de estancos y supermercados de barrio ni del hedor victimario de las catacumbas
sociales y sus billetes mugrientos: en el amaderado (matices nogalinos y
cálidas luces) despacho de la avenida del Antiguo Reino, a dos manzanas de
Germanías, donde cuelgan abstractos y patinados cuadros realistas en singular y
rica mezcolanza prepara, analiza y elabora las defensas y derechos de los casos
confiados a su bufete: no pierde ni un caso, ni uno, ay de sus pasantes y
becarios, más ocupados en tareas de documentación que de procedimiento, si esto
sucediera, y ello justifica una facturación horaria a minutaje controlado de
fantásticos honorarios que propician en la sierra aragpnesa fronteriza el
chalet rústico de piedras escogidas y hasta algún sillar en su fachada robado
de la iglesia de una aldehuela casi despoblada, el amarre de la moderna
embarcación de velas como las olas
blancas y orgullosas en el Club Náutico, la ancha y luminosa vivienda en Colón
esquina con Navarro Reverter, el gran piso familiar de Conde Salvatierra,
herencia exclusiva de nuestro abogado e hijo único que fue, los viajes a
Londres y Nueva York (fuera de temporada turística, libres del contacto con las
masas viajeras invadiéndolo todo), las compras en París, las cenas en Roma, los
bostezos en Viena y el negro helor de Praga, el crucero caribeño, las sosas
pero obligadas monterías en la estepa castellana…
El letrado don Pedro
Coloma Gardiel, cuenta la esposa y madre degradada, ya consentía pocos años
después del mismo nacimiento de la niña todos los caprichos y ocurrencias que
le asaltaban a la posterior zorrita pintora y escritora cuando comprendió
tiempo después que un pincel en su mano no era sino una ridícula pose de falsa artista, así que… más
llevadera la pluma, y a ella se entregó la hija desnaturalizada.
Tuvo su época de
Picasso genial:
Papá Coloma costeaba
el alquiler del estudio en el edificio Chapa, gracias, papito querido, los
kilos de tubos de pintura y los metros del mejor lienzo, los trebejos selectos
comprados en el Maraguat de Paz o en Pascual y Genís, las visitas a
exposiciones internacionales allende las
fronteras (Georges Pompidou, Serpentine Gallery, Stedelijk Museum, Sprüth
Gallery, Martha Jackson…) Sufragaba los gastos de la vástaga, sus imperiosos
caprichos de niña genialoide y engreída, macerada desde el brocado infantil en
exquisiteces adobadas con algunas gotitas de falsa bohemia que paseaba por las
callejuelas con olor a orín y mierda de todas clases, animales y humanas, por
el barrio del Carmen.
Mancillada por ambos
desalmados, proseguiría la madre el recuento de los agravios: papito querido,
decía la niña pécora abrumada por las constantes regalías y los placeres
escondidos, pecados ocultos a todos los ojos menos a los de ella, de bíblica
lucidez, alertada desde tiempo atrás por los juegos oscuros entre padre e hija,
y papito se relamía de gusto, sólo había que verlo, nadie debía llevarse a
engaño, a la vista estaba, ¿cómo podían no darse cuenta?, ¿estaban ciegos?, ¿o
sería que el mundo se había vuelto loco y ahora permitía lo abyecto y lo
criminal como si tal cosa, como si ello fuese la manifestación más inocente del
cariño filial?… La bienamada niñita: las trenzas de oro se derraman sobre la
espaldita desnuda, tersa, tierna y reciente, angélica, más de una vez ella ha
visto al padre letrado y marido miserable cómo sobaba sospechosamente las
piernas de seda de la niña, así, como al descuido, sin afectación, con la
mirada puesta en la pantalla del televisor, esas piernas a medio hacer, los
pies aún enfundados en blancos calcetines, palmeaba el traserito respingón,
rozaba con los dedos el satén tibio de los muslos, ha visto los besos lascivos
sobre las mejillas arreboladas, satinadas de ingenuidad y ha descubierto, los
ojos de una madre advierten la mala intención allá donde la hubiere, el
embeleso del macho, centauro transportado a una ensoñación pecaminosa… ah, esas
mejillas inocentes de la cría… calenturienta ella también…
Bien lo sabe ella,
doña Eugenia Espina, dama divorciada, madre repudiada pero implacable, una
sierpe enjoyada donde la cólera brama tras narrar los pormenores de su
desgracia: quien tenga oídos, oiga: y denunció a los monstruos.
A los doce años de
edad, la primera salida al templo de Paula Coloma: les dejaría boquiabiertos a
todos aquellos fariseos y predicadores de lo vulgar con sus artimañas
dialécticas y su oscura e impenetrable sabiduría infantil. Otra jesusito.
Sólo unas palabras,
una explicación sencilla –le conminan los togados-, cuéntanos todo lo sucedido,
lo que sucede, lo que ha de suceder (bajo el cielo, sobre la tierra), y de
inmediato ponemos fin a esta situación embarazosa.
La púber no sabe si
burlarse o echarse a reír.
Delante del juez:
¿Qué es todo esto?,
pregunta inocente.
Pues… todo esto. Lo
que está pasando.
¿Lo que está pasando?
No entiendo… ¿Qué está pasando?, ¿y dónde?, ¿y por qué?
Debes contarnos las
cositas que te hace tu papá.
¿Cositas? ¿Por qué
habla en diminutivo, capullo? Tengo doce años (y con toda probabilidad algunos
más intelectualmente que tú, señoría gilipollas).
La Niña Superior
desactivaría sin mostrar el menor síntoma de flaqueza o contradicción cualquier
intento de involucrar a papito en el complot que empezaba a urdirse. Fue
examinada física y mentalmente y sometida a un interrogatorio que constituyó el
perfecto manual de la práctica capciosa, pero la niña lista no les daría
ocasión alguna de tergiversar torticeramente sus palabras y se desembarazó con
rapidez de la tentativa de manipulación por parte de aquel equipo de bienintencionados
que, conjuntamente con la letrada que asistía a la arpía de su madre, andaban
tras una confesión a todas luces
indecente. Cerebral y sutil, desarmó sin reservas la instrucción previa y
cualquier indicio que conllevara la imputación de su papito. Hasta ahí podíamos
llegar. Cada perro con su hueso, se lo coma y allá se lo halla. (En realidad,
aquel inusitado espectáculo promovido y patrocinado por su mamá le traía al
fresco, incluso le hubiera divertido bastante de no adivinar los riesgos a los
que podría someter a su papito si no medía sabiamente sus palabras, si existía
alguna mala interpretación que acarrease una indeseable delación por su parte.)
Los dos eran culpables, pensaría la denunciante en sus largos paseos a lo largo
y ancho de las calles del centro de la ciudad (inalterable, reconocible
siempre, algún comercio cerrado al paso de los años, la nueva cafetería, la
boutique de moda, reformada la otra tienda, pero…) y del que no salía jamás en
sus vueltas y revueltas, pues más allá de las Torres, Nuevo Centro, el Ensanche
y la Plaza de España no existe nada. Ella era doña Eugenia Espina. ¿Quién era
su hija? ¿Qué era? ¿Nació de sus entrañas o de sus pecados?, la hija
mimada y el bastardo corruptor, los dos
narcotizados por la atracción nefanda que sentían el uno por el otro, anegados
en una culpabilidad que nadie admitía ver, esa cría pecaminosa y cochina de
doce años había logrado convencerlos a todos, enmascaraba con astucia la
infamia engalanándola con los disfraces del juego candoroso y el
entretenimiento paterno-filial, ante los demás la calificaba a ella misma, ¡la
madre!, de loca, y frente a eso todos los argumentos deductivos e irrebatibles
se desmoronaban como si tal cosa, sus acusaciones, tan ciertas como que el aire
es invisible y los pies sirven para andar (símiles del personal acervo donde
solía escarbar doña Eugenia Espina Castellar en el transcurso de sus
conversaciones dispares), quedan en agua de borrajas, se diluyen en la
temeraria credibilidad otorgada a una hija echada a perder por su propia vileza
y la lasitud moral de su progenitor. ¿Y hasta adónde iba a llegar la afrenta?
Hasta lo demoníaco, hasta lo nunca visto… ¡Las declaraciones de la incestuosa
se volvían contra la demandante! ¡La acusaban a ella de difamación! ¡De falso
testimonio! ¡A ella, hija y nieta de jurisconsultos!… Fue inútil la batalla
contra los sucios depravados, padre e hija. Un desalentador corporativismo
tácito, explícito sólo para ella al parecer, entre los bogados de las dos
partes, característico de los de ese oficio de charlatanes, impidió que
prosperara de la verdad frente a la mentira. Aún saldría bien librada si no la
metían a ella entre rejas. ¿Y qué es ahora? Es la prisionera de Conde
Salvatierra, la solitaria del piso señorial cargado de fantasmas y vetustas
piezas de antiguo mobiliario, candelabros aparatosos, pesados cortinajes,
extraños aparadores repletos de cuberterías inútiles y vitrinas que muestran
cristalerías de vírgulas primorosas que no han de utilizarse jamás, a solas con
su pensamiento (a solas… con la chica de servicio, la mujer de la limpieza, la
costurera, la peluquera, la manicura, el portero, la mujer del portero, las
amigas de la hora del té, las comidas frente a la playa acompañada de su
hermana gemela doña Filomena…), sola desde que decidió huir de la
concupiscencia entre padre e hija que a ella tan meridianamente le constaba…
Sola durante años y años rumiando el pecado ajeno.
Huye, ser humano, de
esas mujeres que a media mañana se toman un siniestro café con leche y quedan intoxicadas
para el resto del día… No menos que el tipo español de madrugador ejemplo,
espécimen de varones viriles y martillo de apocados:
Café solo. Y coñac.
Veterano, demanda de pie frente a la barra.
Ya no se lleva.
Pues el que sustituya.
Qué cojones. ¡Será por gaznate!
Y fueron pasando los
años, que diría el clásico, y algún encuentro indeseable hubo entre madre en
hija en sus andanzas por la ciudad, delante de algunos de los escaparates de
Poeta Querol o merodeando frente a una de las tiendas de Colón y adyacentes, en
las perfumerías de la planta baja de El Corte Inglés o, movidas ambas por
misterioso capricho de sibarita, husmeando en las estanterías de la bodega de
Las Añadas de España, saliendo una y entrando otra en Las Mantequerías de
Ultramar, con los ojos bajos, ignorándose educadas y distantes, altivas, o
desoladas… Pasando los años, los recuerdos y los olvidos.
… En otro siglo ya,
Dios mío, camino yo de los sesenta, pero ¿qué es todo esto?, no entiendo nada,
y la niña esa maleada por el rufián encorbatado de su padre, qué adolescencia
exhibió por las calles de Valencia donde de tantas amistades de linaje probo y
respetable podía presumir ella, relaciones presididas por la regla más
estricta, el protocolo más obedecido, exquisito en lo formal y cortesano en los
gestos, esa necia chiquilla que ha preferido mantenerse lejos de la
jurisprudencia que por vocación paterna y legado de tres generaciones, incluida
la de su propio abuelo materno, debiera haberla atraído… La incestuosa terminó
abocada a esos estudios de Bellas Artes, que no son nada y que de nada sirven
para encauzar una vida solvente, ¿qué clase de educación es ésa?, y una década
después todavía terminaría peor, con las patitas encalladas en un lodazal por
no saber a qué atenerse, acabó de escritorzuela, de…, ensuciándolo todo con las
porquerías que su cerebro enfermo le dicta… sin importarle el mundo, su
posición en él…, esa hija que por monstruo ya no lo es de mí, vástaga de
nadie…, escribiendo mamarrachadas para la televisión…
Ella que fue madre…
esconde su neurosis, sus fobias y harapos mentales en una soledad llena de
resentimientos.
¿Existe esa mujer?
Ni siquiera piensa en
ello Paula Coloma Espina en el año de gracia de 2008, ella destruyó mi
infancia, amargó la vida de mi padre, mujer entreverada de odio y frustración,
una franquista sin Franco, una pobre mujer pelele que nunca ha sabido nada de
nada, clasista ridícula, confundiéndolo todo en plena era de la modernidad,
mujer fuera de época, rancia en cualquier siglo, un cerebro femenil enfermo por
todo el montón de supercherías, convencionalismos y manipulaciones que ha
sufrido desde antiguo, mujer cobarde y hasta capaz de airear en público una
incidencia familiar tan prosaica, tan fútil, una nadería como las caricias de
papá desplazadas por ella a la calumnia
y la culpa en virtud de su calenturienta imaginación, un hermoso sentimiento
rebajado al insulto y la condena por esta víbora de la inmundicia y el
deshonor, qué sabrá ella de la dulce complicidad entre hija y padre, los
tiernos encuentros al término de la jornada laboriosa y escolar donde la
caricia no era sino el refrendo de un cariño mutuo, inigualable y sin reservas
¿a qué vienes a este lugar de armonía, de poesía y nobles sentimientos?, ¿a qué
vienes a este lugar donde el amor más puro eleva su llama a las regiones de la
gran fraternidad, ahí donde el amor filial encuentra su acomodo y dulce
mostración? (etcétera). Pero Paula jamás se sentiría atribulada por la ausencia
definitiva de la madre en su vida, ¿qué es una madre?, una vez con tu propio
aliento, lejos de su repiración profunda, del tacto de sus manos cuidadosas,
¿qué te une a ese otro montón de carne sino secretos y duelos?, ¿qué permanece
en tu interior de ella?, ¿hasta cuándo has de arrastrar contigo una dimensión
de ella más plausible que un simple y pasajero recuerdo intercambiable?, ¿y si
esa madre se vuelve demente, intenta destruirte, minar de trampas y obstáculos
tu viaje por el mundo? El hecho de que tu vida biológica, la cacharrería,
surgiera de ella nada ha de significar o certificar ante una existencia, la
tuya, que ha de proveerte de otros avatares, dilemas y resistencias. Los pocos
encuentros fortuitos que han sucedido entre ella y tú por las calles de la
ciudad, contados por otra parte, han oscilado entre lo dramático, la
incomodidad después y, finalmente, lo desopilante, pero nunca sugieren lo
trágico ni siquiera una sensación violenta: las miradas de furia contenida que
recuerda de su niñez han devenido desamparo, una mirada huidiza y sin brillo,
la de la soledad y el hastío de la airada. Al cabo, todo queda en esta vida
como un inventario de anécdotas y extravagancias que terminara por frivolizarlo
todo: lo que depara el día o la tarde, los años, las horas…
El día, la noche…
El tiempo que pudre…
Y fueron pasando los
años de aquella presentación en sociedad Brell, padre e hijo ya por entero
reconocibles para ella, esa tarde memorable, también primaveral…
Así que un whisky,
querida…, sonreía el erudito, aún con las chiribitas Klee en los ojos (879
páginas y… todavía work in progress).
Paula Coloma Espina
aspira el cálido aire primaveral que parece haberse apoderado de todo el
campus, de toda la ciudad, de ella allí sentada, y con la vista fijada en el
perfil menos agraciado de los restos que el tiempo justiciero ha acabado por
esculpir en el otrora Caballero Azul y ahora Escudero Alicaído de Nariz
Aguileña y Frente Algo Despejada. ¿Y si empezaran de nuevo?, precipitarse hasta
con los ojos cerrados en una nueva oportunidad, la mejor de ellas, la más
sublime o… perversa, tanto da, embriagarse otra vez con las mieles de la vida,
hasta con la hiel del mundo, pero vivir de nuevo, que todo vuelva a tener
sentido al lado de ése, o junto a otro, qué más da, porque todas las pollas son
la misma polla, todos los tíos acaban en la misma mierda, el mismo gemido y el
mismo grito, los mismos reproches e idéntica fatiga, la misma miseria de
comprender que van directos sin marcha atrás a la tripa hinchada y las piernas
blancas, torcidas y blandas del viejo, frustrados y enfermos sin remisión
posible, que todo fuera empezar de nuevo, aún no demasiado viejos, y ella mucho
menos, casi una decena de años menos que el apuesto profesor, empezar de nuevo
con los ojos sabios, la lengua aviesa, la piel suave y limpia por el gel
vigorizante y milagroso, los huesos y músculos en su sitio, estimulado por el
olor del mar, el aire del pino, de la
brisa que te convierte en joven que reza el anuncio patrocinador y cínico
de la serie de marras que te trae de cabeza, empezar de nuevo pero con toda la
mala hostia de ahora, con toda la turbulencia inapelable y corrupta de ahora y
sin la mesura primeriza y los escrúpulos necios de entonces, sin el menor deseo
de ser un idiota sin tacha, ¡pues qué más da al final de la carrera!, ser sin
la mínima duda que neutralice una decisión loca, pero todos estos pensamientos
que rondan sin cesar el mismo temor, la misma consigna…, apresar el tiempo,
detenerlo, ¿dónde me lleva todo esto?, a éste, testigo manso y derrotado que
ahora mira en derredor con el aire absorto del catatónico, al ayer que también
fue mañana, a todo lo del pasado bueno o malo, porque lo de delante, si no
aprovechas la dicha que te sale al encuentro, es la muerte...
Esta mala zorra… a
saber lo que está pensando, follarse a alguno de estos (o estas) jovenzuelos a
medio hacer, un sucio revolcón que serene su sangre bullente de imaginaciones,
el ánimo cada vez más doblado hacia el lamento o la nada, ah, pero tenía un
fantástico lado fondable, ahí te podías hundir como en un mar de algas,
profundo, tibio, inagotable, sí señor, y ahora mira en qué hostias se ha
convertido, en una buscona disfrazada de ropas caras y remilgos de auténtica
fulana sin saberlo, sus caras botas de media caña, en abril y en Valencia, hay
que joderse, la tela del vestido mínimo, la piel del bolso Vuitton y el oro de
Atenea, menuda zorrita de entretiempo, mi mujercita, que cada vez se va
pareciendo más a una de esas putillas con ropa de marca que pueblan
lastimosamente las series en las que escribe, diseña o vaya uno a saber qué
diablos de colaboración bien pagada es la suya, se le está contagiando desde
hace años el vocabulario entrecortado y sucinto de los niñatos, el
atragantamiento de las vocales, las muletillas, los eh reiterativos, los vale
de hortera, los o sea de criaturas
inertes, las miradas a una lejanía preñada de vacíos: qué conversiones, qué
ensimismamientos… Me miro, bien me miro: lerdo bien cebado y mantenido con la
única obligación de saberse vivo mientras rueda la sucesión de días y noches
hacia no se sabe muy bien adónde, así de sencillo…
¿Comemos en Deless o
en casa?
¿Comerán en Deless?
Las palabras suenan a falso, una abulia inevitable, una indecisión llevadera,
nada irritante, que se halla lejos de la duda enojosa, como de indiferencia.
Una absoluta apatía enturbia los ojos de los dos, en especial los de Brell.
¿Van a abandonar los
asientos, a quebrar una indolencia que apacigua cualquier apremio, cualquier
atisbo de deber u obligación o incluso las ganas de modificar mínimamente
(sonreír, alzar una mano) tan placentera situación? Se está muy bien bajo ese
sol inofensivo y acariciador, mecidos por el tiempo, o mejor aún, instalados en
el silla del tiempo, como si se hubiese detenido y los tiene anestesiados de
por vida en esa mañana tan hermosa rodeados de vidas estudiantes por hacerse,
culminarse.
Se hace tarde, dice
uno de los dos.
Boceto: ¿para qué?, se pregunta con la mente en
blanco.
Paula: ¿para qué?,
humillada al tener conciencia de las bolsas llenas de delicatesen a sus pies. Todo esto se puede comer esta misma noche,
o mañana. Puede comerse más tarde… o no comerse nunca. Pero haberse metido a
media mañana en ese antro perfumado de sabores, llegar aquí andando cargada con
las bolsas porque a este imbécil se le ha antojado hoy no coger el coche,
precisamente el día que yo lo he dejado en revisión, para que ahora prefiera
comer fuera de casa, él sabrá la razón, si es que tiene alguna… ¡Andando de
aquí para allá con las jodidas bolsas en la mano!
Son las doce y cuarto.
¿Dónde tienes el coche?, pregunta él.
En revisión.
(¿Y el suyo?)
Ha venid0 en metro a
la facultad.
Mentira.
¿A qué esas prisas? A
él no se le ha ocurrido cogerlo hoy.
Mentira: no ha venido
al campus con él pero lo tiene a plena
disposición en un aparcamiento del centro.
Deja de pensar.
Nada modifica la
pacífica espera de Brell bajo el astro benévolo. El sabio Brell, el
peripatético, el estoico, sus palabras sin pronunciar, (de maestro, al fin y al
cabo), pues El Profundo, El Adepto, se refugia en el silencio (el sabio debe callar), invita a la
ataraxia, filosofa sobre la piedra amarilla del sol, la geometría cósmica (?),
una materia inanimada, ¿el pensamiento nace de la materia, es la misma
materia?, puaf, muere ésta y adiós pensamiento, se pudre antes que la propia
materia, ¿sobrevuela el pensamiento junto a la líquida pestilencia del
cadáver?, ¿a qué regiones definitivas allega en tan invisible singladura?…
No se trata tanto de
discutir sobre la existencia o no de Dios, sino de la clase y naturaleza de ese
dios.
De acuerdo, Dios
existe. Pero ¿qué clase de cosa es?, ¿de qué está hecha esa cosa?
Porque, es invitable,
de ser es una cosa.
¿Buscaba respuestas a
estas alturas? Las repuestas pueden ser equivocadas. De hecho, casi siempre lo
son. Sólo atente a los hechos.
¿Otra cerveza? Tal es
un hecho sin filosofías estorbadoras.
Es capaz de pedir otra
cerveza de esas que se echa al coleto, ese brebaje plebeyo, de marca
industrial…: Paula observa el perfil de bronce de Brell, el rostro petrificado
de él que se ha vuelto hacia ella, escruta su semblante y, ya hace años que
experimenta esa sensación, no le resulta nada difícil verlo como a un extraño,
un tipo que nunca ha tenido nada que ver con ella, y que podría desaparecer en
un instante de su vida y no suceder nada, algo intranscendente, tan nimio, tan
ajeno a las cosas y costumbres de su vida: abrió la puerta, salió y la cerró
tras él. Adiós, adiós.
¿Sería capaz de
amputárselo de sí misma? Resultaría una pérdida innecesaria que tampoco iba a
mejorar o empeorar nada su existencia.
Qué raro, ¿y nunca ha
vuelto a saber nada de él?
Como si se lo hubiera
tragado la tierra… Enterito se lo engullió.
Se dieron la paz y
salieron del templo.
Recuerda el ingenio de
James Joyce: No desapareció de nuestras vidas porque hubiera muerto, sino
porque cambió de costumbres.
Y un día ambos, mucho
antes, en edad temprana, niños sabios, inmortales, asombraron con sus palabras
a los reunidos en el templo, y Paula piensa que Ignacio Brell Gay sigue tan
simple y arcangélico como a los doce años en su visita al templo, como a los
dieciocho con el libro bajo el brazo, como a los cuarenta sin libro, fuera del
tiempo ya, fuera probablemente de todo…
He triunfado…, se dice
el hombre, decidido ya a tomar una tercera cerveza: ningún dios va a ser capaz
de lograr que levante el culo de la silla. Celebro el sol, piensa, o algo
parecido a eso, una frase vacua.
Él es el cínico.
Soy lo que soy.
Un filósofo jugando
con sus soldaditos de plomo. Un triunfador. Aunque… libre de la tosquedad:
soldaditos de plomo, colores brillantes, el gesto impertérrito por siempre
jamás: eternos: he ahí la grandeza del soldadito de plomo, tan cerca del fuego.
Otros he visto menos
refinados cuya manera de acabar triunfando consiste en hincharse de cerveza los
sábados por la tarde, estar atento a la clasificación de la Liga de fútbol los
domingos, cambiar de coche cada cinco años, tener un perro, comprar una nueva
cortadora de césped, la comunión del nene, la boda de la niña, el viaje a
Cancún, el golf de los viejos…
Este Brell, o alguien
como él, fue quien te preguntaría un día igual a este, o como cualquiera de
alguno de los de atrás: Mírate, ¿cómo demonios crees que has acabado?
Básicamente contrito. El tipo te miró desconcertado (¿dije en realidad básicamente contrito?).
Su escrutinio
intelectual deja mucho que desear, sobre todo si está pendiente de la camarera,
mantente alejado de cualquier esfuerzo, muchacho, ésa ha sido su máxima en el
fondo de todo, lo único que de verdad se escondía en lo más hondo de sí mismo
muy detrás de sus máscaras, todo nos ha sido fácil en resumidas cuentas, él no
va a negarlo, honra que ha tenido de origen y bien que ha sabido preservarlo y
aun mejorarlo en algún sentido, a qué repudiar la herencia, las facilidades,
todas las regalías de un linaje escogido, sólo tuvo que seguir la senda trazada
de los elegidos, los fáciles laberintos de una pubertad y juventud a
salvaguarda de la fatalidad, sin asedios ni pesares, un juego de barraca de
feria, nada más que eso, y no equivocarse en exceso en todas aquellas ordalías
algo atrevidas que un derrotero adolescente de (falsa) independencia plagado de
trampas y desafíos inútiles colocaba frente a él, la experiencia no es sino la
habilidad de escurrir el bulto pues todo lo que de ella has aprendido sigue
hallándose más cerca del error pasado que del acierto futuro, y en especial, en
su caso particular (sólo se tiene a
él para la indagación profunda), cualquier refutación de ese aserto ha de
contemplar en sus premisas iniciales su tendencia innata a escabullirse de las tareas ingratas o de una responsabilidad
onerosa, hasta ahí debe replegarse. Él es un tipo listo, de los más listos, se
puede evitar en buena medida el sufrimiento, aguantar como un reptil en plena
digestión feliz los malos tiempos… Escondiéndose, silenciosamente: glu-glu, glu-glu,
susurran los jugos gástricos.
Habría que remontarse
hasta la misma infancia de Ignacio Brell para descubrir las incapacidades
morales y ausencias de empatía que en él irían robusteciéndose al paso de los
años. La misma Paula Coloma bastaría como instrumento socrático para la mayeútica en este caso tan especial que
encarna, como diría el clásico, nuestro
protagonista. Ella conocía de sobra sus íntimas y tempranas debilidades
propias, aquellas experiencias febriles que en compañía de papito colmaban entre
el cariño y la ternura sus secretas curiosidades de niña adelantada, le es
fácil discernir por consiguiente las que tienen que acarrear los demás por
mucha simulación que pongan en el asunto, así que él, Nacho El Menor, no ha
quedado al margen de aquellos galimatías infantiles, y ella lo sabe, a pesar de
que él lo niegue, o ni siquiera eso, simplemente lo haya olvidado o finja que
lo ha olvidado: no es mejor que yo ni lo ha sido nunca con sus tapaderas
intelectuales, sus proyectos aplazados y la comedia latente de su pasado más
cercano como escritor comprometido (con qué) en ciernes, cuando andaba con una
pluma en la mano para defenderse quién sabe de qué asechanzas, un menester que
se demoraba antes y ahora, hundido en el piélago de la docencia, en un sinfín
de notas deslavazadas sin concluir nunca en nada, una farsa que inmoviliza el
tiempo, a él mismo, en una esperanza
vacua y cuya inconsciente fragilidad de origen a la vez que la predeterminaba
estéril no excluía las equivocaciones interesadas y el despotismo ridículo de
una creencia personal e intransferible que de siempre le ha impedido cambiar de
rumbo y afrontar los imprevistos radicales de la mayoría de edad (soy fiel a
mis principios, declaraba este otro
hermano de los Marx) venciéndolos, o al menos mitigándolos, y lograr algo
fértil para sí mismo y los demás, o al menos plausible, estimulante… una
coartada, una, un …
Una insolencia casi
criminal… porque él era plenamente consciente del descaro que perpetraba.
Puedes alargar la mano
y meterla en el saco del mundo para sacar lo que se te antoje.
¿Cuándo vaticinó la
quebradura posterior? (ese reconocimiento, naturalmente, propició la renuncia
absoluta a impedir aquélla).
¿Cuándo se claudica?
Cuando uno no se da
cuenta de que lo hace.
¿Cuándo empieza uno a
desmontar el juguete?:
Cuando uno se ha
cansado de sí mismo y le parece mucho más divertido atisbar por ahí adentro los
mecanismos, los entresijos, los suaves chirridos, las piececitas insospechadas
del interior…
Después, lo vuelve a
montar.
Pero le falta o le
sobra una pieza. Qué te parece, y aún así, la cosa funciona.
Entonces…
En realidad, los
ideales de uno se sostenían con pinzas: los desprendes de una, y todo se
tambalea en el aire hasta caer, y casi siempre sin estrépito.
¿Te acuerdas de Gross
Banley? El tipo terminó convertido en un mierda, un tubo digestivo con piernas,
más o menos, con mayor o menor cantidad de grasa, como todo el mundo. Como Jeff
Koons.
En el principio,
aunque empieces mal, todo es posible. Luego, falta o sobra una pieza. Pero,
¡qué diablos! Y, mira, vuelve a moverse. Sí, las cosas funcionan, pero ahora ya
sabes que el muñeco se parará, se vendrá abajo, o peor todavía, dará vueltas
sobre sí mismo, en el vértigo, en la locura, sin saber ya nada de nada, como
esos tipos muertos de Chandler, los segundones que aparecen en muchas de sus
páginas: Ahora estaba muerto, caído en el suelo, bajo la lluvia, todavía con el
sombrero en la cabeza y visible la raya del pantalón, y era un pobre tipo que
nunca había sabido nada de nada.
Uno ¿se rinde? Al
final, se rinde, se rinde siempre, el cuerpo, la desgana…
La rendición es un
descanso: únete a tu enemigo que eres… tú mismo.
Uno se rinde siempre
pero, váyase lo uno por lo otro, le saca partido a esa rendición: 300 millones
de sestercios, mi querido Séneca.
Un sorbito de cicuta y
todo te es arrebatado de golpe, sin contemplaciones, de una vez por todas. Por
accidente, mandato superior o antojo divino. Pero, antes… Breve la vida feliz
del sabio de alma tranquila.
Pero antes me rindo senescentemente: la jovencita entre las
piernas del estuprador, los puñados de sestercios, el lujo, el poder, una
eterna digestión: al final juegas peligrosamente con un monstruo que se
revuelve contra ti hasta aniquilarte.
Nada se queda a
medias, a pesar de que lo dejes estar, se dice El Profesor, Brell el Joven,
frente el auditorio de sus bisoños e ingenuos alumnos: es una parte del todo lo
que explica sobradamente la obra. Nada se culmina nunca, insiste El Enterado:
no basta una vida, ni aun mil, o cien mil, para desentrañar la magia, el prestigio, que mueve el misterio, el
truco del mago, la pausa de la nada.
Lo más fácil es creer
en un dios, el Dios: su aliento insufla de vida la muerta materia, la piedra,
el vegetal, el ser. Cuando se cansa de soplar, te mueres. Muerte o vida: Dios;
dolor y pena: Dios; fortuna o desgracia: Dios; justicia u oprobio: Dios; enigma
o certidumbre: Dios; principio y fin del universo: Dios; recompensa o castigo:
Dios; un día de perros o un billete de lotería premiado: Dios; blanco o negro:
Dios… El siete: Dios.
En fin: Dios. Qué
cosa. (Boceto apura la tercera
cerveza sin el menor arrepentimiento, hurtándose a la mirada de Paula.)
Como el bálsamo de
fierabrás: roto o descosido.
Dios es mi pata de
conejo: pórtate bien, sabandija, nada de flirteos con los demás a partir de
ahora: te debes a mí en cuerpo y alma, a mis pensamientos, a mis acciones (oh,
Tú, El Omnipotente, Mi Dueño, Mi Azar).
El pecado no exige el
sacrificio. Basta la penitencia. En las penumbras templarias y el olor incensario
basta el hecho de arrodillarse ante el confesionario, postrarse ante la celosía
inextricable, ante ti… ante la sotana oscura y su voz grave de onanista,
líbrame de mis pecados y cárgalos a tus espaldas…
Se acabaron los cómics, el chocolate a la taza, el
videoclub, la copa de media tarde… Una semana de abstinencia.
Todo en Séneca, todo
en sus miles de pergaminos enrollados y vírgenes entonces (hasta la lectura de
hoy), es una filfa, todo es literatura, que suena a pura academia y resulta
bastante pretenciosa en nuestro tiempo a decir verdad, pura recreación,
plumajes…. ¡Ser estoico sentado sobre millones de sestercios, con la panza
llena, la mujer esclava, la púber calentado el lecho de la noche!
¿Qué me dice de la
retórica?
Adorna.
Y eso, ¿para qué sirve?
Suele atraer la
atención del iletrado… solo quincallería… Las plumajillas…
En ese caso…
Oh, Dios mío… a los
del siglo XXI les gusta la trama, el sonido… ¡las plumas! En efecto, han
retrocedido ciento cincuenta años, hasta el mismo Balzac, hasta la Eliot, la
Austen y la Pardo Bazán, hasta… La novedad de los soportes los engatusa, los
hace retroceder cien años. Ha vuelto la trama…
La Trama, monsieur
Ponson du Terrail (o… Pérez Escrich).
Sé serio. Ja. Te
costará la fortuna y la dicha. Serás desgraciado. Mas líbrate de la
desesperación, la impotencia es pasajera, la renuncia no definitiva. Sé serio:
la muerte acecha, y al final acierta, repugnante y hermosa ella se echa el pelo
hacia tras, chasquea la lengua, mira adelante, sonríe de manera seductora, lanza
los dados, no puedes esconderte en ningún rincón oscuro (quizás debajo de la
cama infantil): el once. Sé…
He aquí que llega la
cuarta cerveza de la mañana: ¿unas almendritas saladas?, le había sugerido en
la otra vida de hace cien años Brell el Viejo a la joven Paula vestida de gala
(con las piernas al aire).
Brell el Joven sorbe
los primeros tragos de la cerveza de barril recién tirada, fresca, espumosa:
nada de cicuta. El peor pecado acaso sea el haber nacido, pero la mejor
penitencia es aquella que aprueba el cuerpo y narcotiza la mente.
Así que Dios, El
Enemigo Invisible... No te entregues a él, no te rindas, sé humano y pecador,
plántale cara con las armas (del vicio o la virtud, es lo mismo) en la mano, sé
despiadado guerrero (y bebedor de cerveza) aunque tus palabras inviten a la
mesura: en esta vida tú le ganas la partida, sólo en la enfermedad y la muerte
conquistan los despojos y las ruinas que resultan de una existencia disipada,
él sólo es El Señor de la Muerte, de sus Valles y Negruras.
Nada de abrirse las
venas, donar esos regueros de sangre que fertilizan los campos del Hades con
suicida alegría… Sé serio… ¡Qué diablos! Voces interiores: ¿Tendrá mejor metal su pedo? (Oh, mi Paula.)
Undécimo: no salpicar.
Morir calladito, sin
alboroto ni publicidad, es la forma de buena educación más encomiable.
Qué vida.
La de él cuando
aventurero intelectual, imaginando vidas no suyas, leídas, ay, de aquí para
allá: Poeta en Madrid (seis días).
Viajeros y Estables: una pensión
madrileña de los años cincuenta con aromas de cocido pletórico y rebosante: La
Fonda del Diablo. En realidad, olía a coliflor hervida, a ropa húmeda, a
tapizados polvorientos, a colonias baratas y al sobaquillo de entre semana, a
las sábanas de las camas adensadas de sudor e insomnio que la lejía generosa de
los sábados no lograba disimular, a zapatillas gastadas por el uso y a batines
de felpa salpicados de la costra de frituras innúmeras, a pescadilla rancia,
olía al incienso de todo lo viejo y mohoso de la ropavejería de aquellos que nada
podían esperar porque siempre estaban vestidos de la misma grisura en el punto
de partida a la nada, olía incluso a las desilusiones, fracasos, delitos y
pesadillas de los cientos de huéspedes que habían deambulado durante años y
años entre sus paredes empapeladas encorvados bajo el peso de sus
frustraciones, la miseria de sus bolsillos y la falta homicida de futuro.
E iban desapareciendo
por riguroso turno de llegada (y salida) uno tras otro con la maleta en la mano
a ninguna parte, y nunca más se les volvía a ver, allá se iban con su olor a
puchero de enfermo, cualquiera sabe a qué regiones, qué ocupaciones, qué otras
derrotas, se iban con los harapos de sus ambiciones perdidas del todo.
Laura vendrá a cenar,
y el mundo se pone del revés, las saetas giran en sentido contrario, el sol se
pone por el este y las plantas conquistan el azul desdeñando definitivamente el
verde: y bajo tus pies sucios el cielo... ¡glauco!
O ¿el mundo se ha
detenido? Las aguas del mar rojo se repliegan, permiten la huida hacia atrás,
hacia las preguntas, hacia los males… Vuelta a empezar.
Todos los días es el
comienzo… si te lo propones.
Para no sufrir el
aburrimiento, la ausencia torturante de la desgana y la apatía, el tedium vitae, tienes que huir de algo -y
no de ti mismo-, alojarte en aquello real y poderoso que altere tu equilibrio
emocional y psíquico de tal modo que te arroje al olvido… Sólo de ese modo
adquiere la vida su sentido más enriquecedor y de plenitud.
¿Había alguna cosa por
la que llorar?, se lo preguntaba meses atrás (sin mojar los labios en espuma
alguna) sumido en un aburrimiento atroz: estoy perdido… Miró a través de los
cristales sucios de febrero la lluvia gris de afuera, las siluetas oscuras de
los desconocidos resguardándose del viento furioso y la lluvia oblicua bajo los
paraguas rotos vueltos del revés, debajo de las marquesinas: protégete de la
vida… entonces… Entonces ésta puede ser magnífica, una excursión inenarrable
(por sus procacidades y crímenes) de un
míster Hayde sin esdrúpulos, juguete de sus voraces
apetitos, que diría el clásico (el guionista) sin mayor recato.
Durante mucho tiempo
estuvo aprendiendo a zascandilear con su cara de buena persona entre los demás.
Si bien, a veces, la máscara se tornara huraña o indiferente. ¿Se merecían otra
cosas los demás?, no, en efecto, ir a
lo propio, uno es lo que es, tú eres el
espectáculo, lo eres todo, el libro donde más tienes que leer, el paisaje más
afín, el bodegón de tripas más inextricable y fascinante, el retrato más poderoso,
y tampoco hace falta que te desnudes inmovilizado y en escorzo o no ante los
ojos de los otros, toda la filosofía gira en torno a ese tipo silente,
invisible y todopoderoso que nace de las dobleces y repliegues que pueblan tu
viscoso cerebro a oscuras, tus escondrijos…
Laura vendrá a cenar,
había dicho con voz meliflua, un susurro de la boca pecadora, una sutil
indiferencia a medias grabada en las pupilas por la oculta socarronería que
brilla por debajo, Laura, ese nombre bajo el sol de un campus que se agita de
los mil pasos aquí y allá de alumnos de la vida, estremecidos de un instante de
felicidad por las infinitas promesas…
¿No es éste uno de
ellos?, se pregunta la dama con ese aire inconsciente de la golfa aseada,
impermeable a la contingencia.
¿Uno de ellos ese tipo
bebedor de cerveza…?
La
voz de Brell es conciliadora, no registra la menor irritación, ni tan siquiera
impaciencia, es un sencillo interrogante, plano, ausente de verdadero interés,
pues en ese instante tiene la mirada perdida entre los bultos y las sombras tan
horizontales que no dejan de moverse
un instante sobre el suelo, van y vienen, se entrecruzan acuchilladas por el
sol crudísimo de finales de abril prosélitos alarmados, algo felices, por el
futuro.
Uno de los que se
valieron para la fiesta del sexo.
Hay que ir hasta casa,
se dice el profesor.
Hay que llegar allá,
donde estás a salvo en el olvido, en la nada, esa penitencia venial a la que te
has condenado hasta el final de tus días.
Boceto se pone en pie.
Laura vendrá a cenar,
había advertido ella. La luz del sol pareció cegarse de repente: Por fin la
oscuridad absoluta del fin del cosmos. Pero Brell se recuperó en unos segundos,
no más de cinco. No había tal cataclismo. La luz prodigiosa le envolvía.
Se dirige al interior
del local acristalado. Paga las consumiciones.
Comieron en Deless.
Me llamo Jeff Koons
(aunque no sepa tocar el piano), como todo el mundo.
¿Y qué quieres saber?
Saber lo que quiero.
¿Saber lo que quieres?
Quieres lo que no sabes.
¿Cómo voy a querer lo
que no sé?
Precisamente porque no
sabes lo que quieres.
Es lo mismo.
No, no lo es.
En todo caso, parece
el mismo problema.
Pero… ¿qué demonios
estás diciendo?
¿Cómo que qué estoy
diciendo?
¡Qué tiempos…! Ni
siquiera saben lo que quieren ni quieren lo que saben…
(Y todo esto antes del
Martini que iba a aliviar la espera del primer plato.)
No pueden ser otras
las épocas: Dios ha muerto… o en Harmagedón, derrotado, se dejó hasta las
pestañas y ya no levanta cabeza, se limita a sobrevivir de universo en
universo, y en silencio, bien calladito y con las manos quietas, no vaya a ser
que le echen mano al pescuezo otra vez, lo dejen para el arrastre.
¡Qué tiempos de
desolación…!
El arte nos recupera…
sin dios. Esa ausencia nos hace más
libres, pero también más esclavos, nos ata a la tierra.
Así que Klee…
Hay un hombre en
Locarno que duerme junto al lago, se dice cosas, o sueña cosas (quizás sueñe de
cuando en cuando con la mujer que fabrica muñecas), o se las dicta el ser vivo
que fue. Jamás despertará: ¿Quién soy?, se pregunta: Klee.
Sopesa en la mano un
puñado de ojos de cristal.
Una especie de
universo fantasmagórico y, al mismo tiempo, tan próximo a la magia natural de
la realidad, a sus misteriosas geometrías.
Una especie de galaxia
de llamativo cromatismo.
Un cosmos
pictográfico.
Pues, ahora, estás
muerto, inerte, encerrado en el mutismo y la inmovilidad más absoluta. Una
cárcel de la peor especie, en la que puedes pensar sumido en la oscuridad del
todo impenetrable, preso en el núcleo convulso y más espeso del cerebro.
Dormido, quieto… hasta que te mueras definitivamente.
Soy pintor…
Eras.
Soy artista.
Artista… con la boca
cerrada de una maldita vez y con las manos caídas y muertas a los costados. Sin
pinceles. Se acabaron los pecados. Se apagó la luz.
…Es el diablo quien me
ayuda. A pesar de mis buenas formas, hasta exquisitas, la furia del salvaje me
dominaba. Pero esa mala educación no traslucía en mis obras ni en mi carácter
reservado, unas obras cada vez más misteriosamente simples y diabólicas en las
que latían unas fuerzas ocultas e indescifrables, como las actuantes en el
cuadro de Basil Hallward, una antítesis oculta y temible de lo que mi
naturaleza callada proyectaba a los demás y que nunca lograron adivinar o de la
que precaverse.
Mi obra ha sido… un
retrato al revés: a mi me envejecían y arruinaban los días, las mismas horas…
Tus malas obras,
aunque malas, ahí seguían, impertérritas: tú te ibas pudriendo, ellas se
inmortalizaban en su esencia inalterable. No entendía la razón (o la
perversidad de tal voluntad), pero lo único que tenía que hacer, solamente eso,
era inventarse ante sí mismo cada mañana al amanecer, los demás podían
aburrirse todo lo que quisieran viéndole siempre igual, repetitivo,
intrascendente.
El artista puede
expresarlo todo, se ha dicho… Vicio y virtud son para el artista materiales de
un arte…, de una vida: lo moral es un acto de defensa… ¡ante los otros!
Calibán (rabia de
verse en el espejo zafio, deforme y esclavo, rabia de no verse real, dueño y
señor de lo que fue, aun zafio, deforme y esclavo... ¡y con toda la brutalidad,
ingenuidad e indefensión de sus fuerzas!.. que nada pueden con la vaguedad del espíritu taimado y
calculador, seboso, complaciente de Ariel,
triunfador y bailarín, elegante espíritu burlón, ganador al fin de su libertad…
¡libertinaje!).
Pues, señor, había un
hombre que dormía junto a el lago, y nada ni nadie iba a ser capaz (ni siquiera
en un siglo, ni en un millón de años) de sacarlo de su letargo… Pero el hombre,
soñaba, y miles de imágenes y palabras cruzaban como ráfagas lucientes su
cerebro, de parte a parte, desde el núcleo hasta los bordes, hasta estrellarse
contra el cráneo, rebotar y fundirse de nuevo en una amalgama de luces
disparatada sin aparente sentido más allá de su súbita proyección, un centelleo
ininterrumpido y dinámico que repudiaba todo intento de ilación: fragmentos,
retazos, ruinas, rescoldos de una idea, cenizas de una vida…
Y la mujer de las
muñecas… Y los ojos de cristal de color azul o violeta o verde que fabricaba en
silencio… ¿qué pueden mirar esos ojos muertos tan brillantes?
A ti, eternamente.
Al vacío.
Al abismo.
Cualquiera sabe
¿El arte?
Calibán, el pobre
monstruo desposeído, el endriago o aborto de la mil imaginaciones…
El ser de las dos
caras, el hombre que era, el artista que creaba, se descreaba, el hombre, el
artista…
En la isla de Próspero
todo es relativo (pero, ¿no es así también en la isla del mundo?): verdad o
mentira, libertad o esclavitud, fantasía o sueño o realidad, venganza o perdón,
deformación o ligereza… y sin que en ningún momento seamos capaces de saberlo
con exactitud… Son los caprichos del pensamiento… o los del mismo mundo traidor
que con sus apariencias juega con nosotros, todo del color según se mira… (¡o
nos mira!).
El pobre diablo de
Calibán no acierta en ninguna de las dos tesituras: artista o monstruo, dueño o
esclavo, desposeído o señor de acontecimientos.
¿Qué diría Hallward…?
Así que Klee…
El Viejo Brell hurgaba
ahí adentro, traducía en palabras lo que ya era visible en imágenes… ¡Pobre
loco! Moriría sin culminar tamaña afrenta.
Se rodeó de centenares de libros afines al tema mayúsculo elegido (más
bien se protegió con ellos como un feto viviente en el interior de una manta
oscura, pesada y polvorienta, lo que, por otra parte, había hecho durante toda
su vida), amontonó miles de notas, apuntes indescifrables al paso de los meses
y esbozos analíticos que sólo conducían a la desesperación por su inane valor
como medio de alcanzar una conclusión plausible.
El hijo, benjamín inoperante (y culpable por no
haber comprendido que mejor quieto, prescindible del todo, aunque tenía una
vaga idea de que eso era lo correcto), resuelta la supervivencia a base de
cháchara académica inútil, prosiguió una investigación que alborotaba en la
sucia charca de los datos mediante proyectos y anécdotas sus propias teorías
inútiles y aporías extravagantes sobre el arte ejemplar de otro.
¿Qué diría
Hallward?
(Ni siquiera el mago,
el artista, es capaz de dilucidar los secretos más eficaces de la luz, el
color, la forma…): sólo los ve, y le son
gratos.
Hallward es un artista
mesurado en apariencia, honesto, pero hace lo más terrible que puede imaginar
un creador pusilánime y atemorizado para librarse de la condena: endosa al
cuadro su alma complicada, allí se trazan ocultos por la belleza (presunta) su
turbación y sus pesadillas.
¿Le admiro mucho,
sabe?, le confiesa a su modelo.
El modelo, que no existe, se le queda mirando con
suma extrañeza.
Qué error.
Perdón…, musita.
Es usted mi
inspiración.
Doble error.
Los modelos, los
estímulos, sólo son el humo de la hoguera prendida en el acto del arte: lo
residual del proceso creador.
¿Qué te turba?:
Lo desconocido, lo
conocido… que no conozcamos realmente los
verdaderos nombres y utilicemos simulacros, palabras, como manera
evasiva e imperfecta para apañarnos, una falsificación del auténtico sentido de
las cosas que nos tranquiliza y nos permite abandonar sin escrúpulos su
indagación más profunda.
¿Qué modelo ampara la
forma de las cosas?
¿Es el pensamiento
sólo sesos?
¿Un molde el universo
todo el entramado de su tiempo y sus espacios?
¿Existe un patrón como
en los trapos del sastre? ¿Un modelo del que proceda el origen?
Ninguno: no existe la forma perfecta, todas son
arbitrarias o funcionales.
El universo es una
aleación entre millones de mezlas posibles… así, por las buenas.
¿Yo me he hecho esto?,
se preguntó mirándose en el espejo macilento y frío del amanecer, hastiado al
repasar los próximos actos (beber un vaso de agua, defecar, ducharse,
afeitarse, desayunar) que le aguardaban, ya repetidos una y mil veces en su
vida de adulto, acciones que le distrairían hasta que el sol escalara un poco
más sobre la gélida luz del nuevo día y él se atreviera a salir a la calle en
busca de la mañana.
Hay un artista, un
semidiós, o un dios, échale la culpa a él, tú sólo eres su obra…
Hallward diría: Que
sea el retrato de otro el que se marchite y corrompa… Sólo es arte, y el arte
no sirve para nada.
Que la vida sea
eterna, incorrupta. ¿No lo es acaso el sol? Cinco mil millones de años es la
eternidad. La medición de tamaña desmesura es inútil, grotesca. Mucho antes de
la infinitud está lo imposible, lo que ha de sobrevivirnos. ¿Para qué divagar
sobre lo infinito si tenemos mucho más al alcance de la imaginación el hecho
incuestionable de nuestra propia desaparición en la tierra como especie natural
(!)?
De modo que Hallward
tiene secretos. ¿Quién no? Pero es artista, y conoce demasiado bien sus trucos
de feria, sus embustes. Se engalana con un frac y una corbata blanca y da el
pego del buen salvaje. Ataviado de tal modo, cualquier puerta se le abre, no
inspira ningún temor (a pesar de que su ojo ciclópeo se prepare para hacer de
las suyas). Tiene secretos el pintor: es sugestionable, la visión exterior
conmueve su espíritu, cuando debía ser lo contrario; además, busca el sentido
abstracto de la creación, pretende ahuyentarse de lo biográfico, algo materialmente imposible (el arte es
materia, pero también es intención, compromiso y memoria incluso inconsciente).
Hallward pensaba que
todo concluía firmando la obra en letras de bermellón en una esquina del
lienzo, y ha creado un monstruo… fuera del cuadro, como si pasado un tiempo
hubiese sido expulsado de él por una extraña fuerza y ahora campa por ahí como
si tal cosa, disfrazado de persona en lugar de personaje, manchado por las
corrupciones e ilusiones del mundo y las suyas propias en lugar de seguir
investido por el maquillaje del noble óleo.
Lo trágico y lo cómico
nacen de lo mismo, que luego se escindan…
¿Por qué rabia Calibán
si no se ve en el espejo?
¿Por qué rabia Calibán
si se ve en el espejo?
Ambiguo Calibán, hijo
de Sycorax, la devota de Setebos.
Así que Klee…:
Una biografía sobre el
alambre, un funámbulo que pende sobre un vacío de mosaicos indescifrables como
un conjuro entre dos extremos de colores que pueden abarcar tanto lo onírico
como lo más bufonesco de lo real.
Paul Klee es el
verdadero artista que vive encerrado en una prisión inexpugnable y que
fatalmente, con cruel lentitud, le asfixiará: su propio cuerpo es la cárcel que
le oprime hasta dejarle sin aliento, una ronquera terminal que pudre su carne.
Artista: consciente de
su propia degradación.
La única alma que se
le revela es la suya. Tal es su
prisión.
¿No hace nada por
librarse?
¿Del alma? ¿Cómo?
Haciéndola materia.
Primero tendrías que
sacarla de su escondrijo.
Lo hizo todo:
inventarse hasta en las pesadillas, las fantasías, las imaginaciones,
revolcarse en otro…, pero su cuerpo
le traicionó, le apretaba y apretaba sin dejar que, cual una serpiente
desvariada, mudara de piel, renaciera limpio y nuevo, dispuesto para cualquier
batalla que propiciara el nuevo amanecer.
Ninguna impureza
parecía brotar de la superficie del cuadro de Hallward y, sin embargo, las
pinturas deparaban una curiosa alteración; un nuevo sentido, afortunado o no,
los dotaba de una veracidad morbosa, incluso rechazable a despecho de su
atractiva plástica y su construcción armoniosa. El mal, lo nuevo y extraño venía de más adentro, de lo no visible,
como si una entidad maléfica y prodigiosa desbaratara la idea inicial del
pintor cuando emprendiera su ejecución inocente, meramente técnica.
Cuidado, pues, el peor
artista, el peor de todos, es el que acaba de santón. Toda plegaria y
predicamento es una herejía que mancilla el arte hasta hacerlo irreconocible y
lo transforma en un bibelot espiritual, un recitado pusilánime y vacío.
Entonces, el artista
debe ser asesinado, desangrado sin piedad a manos de cualquier petimetre con un
cuchillo o una estilográfica en la mano. Bonito final romántico (desde luego,
más apasionante para sus devotos lectores que caer desde un ómnibus al Sena).
¿Y qué sabía el Viejo
Brell de ello?
Nada, como el Joven
Brell.
Ninguno de ellos sabía
nada de nada en realidad: leían libros, garabateaban signos cual filósofos en
abuso desmedido.
Esos dos sólo creían
en los libros, más en los retratos petrificados de los cuadros que en las
verdaderas (y temblorosas) biografías de carne y hueso de los retratados, más
en los ahora hieráticos personajes de lienzo, pigmento, aceite, marco y museo
que en alguna suponible y carnal realidad.
Pero follaban como
locos.
Bah, una mecánica… Un
desagüe puramente fisiológico.
Enfangaban con tintas
como aguas sucias folios a 33 líneas a doble espacio con escolástica contumacia
y perseverancia funcionarial. Folio tras folio, folio tras folio… No paraban,
eran esas tentativas docentes impuestas por profesionales de la norma académica
para justificar la invención y desarrollo de un tema intelectual, por lo demás
estéril, que salvaguardara su existencia pecuniaria a base de protocolos, reglas,
dictámenes, procesos, tesis,
ocurrencias, majaderías…
Y esos otros dos de la
actualidad rabiosa (2008), nuestra pareja preferida, siguieron su destino del
mediodía venusino, antesala de todas las ocurrencias obscenas del fin de
semana.abandonan el campus, tan protector él de alumnos y dómines .
Comieron en Deless.
Las fastidiosas bolsas no dejaron de incordiar en ningún momento, había que
enderezarlas una y otra vez (Paula, ¿quién si no?, él ni se enteraba trasegando
caña tras caña y los montaditos iniciales), parecían vivas rebullendo contra
los pies, vomitando sus exquisiteces de gourment
sobre el suelo de grandes baldosas brillantes.
Laura vendrá a cenar.
Laura es Hanna, es
todo otra vez, es…
Eso significaba dos
sillas, no una: dos. Y las miradas de cemento, o peor aún, de piedra arenisca,
deshaciéndose en el espacio indefinible aunque sí referencial de la
indiferencia y hasta el desprecio contra un pasado reciente al que a ninguno de
ellos importaba de hecho: las cosas son, los hechos se desvanecen, no hay
herida en el siglo XXI que muestre sus cicatrices (pasadas ya de moda).
¿Qué tal el maridaje
del vino con…?
El tipo de chata y
gruesa nariz (qué raro…) se abalanza sobre la mesa con la lección bien
aprendida. Que si la carta de vinos, que…
Apropiadísimo. Es
usted, chef, todo un sabio. Felicite
de nuestra parte al enólogo.
No hay enólogo. No
había ni bodega de hecho: una vitrina con los riojas, riberas del duero y
fiascos del penedés en posición reclinada como un ejército derrotado de
antemano.
Ese tinto, y ese
blanco (el rosado no es nada)…
Entonces, póngase la
medalla usted mismo. (En la almidonada garganta de pedante.)
¿Qué tal el pan…?
De vómito.
Mediocre el postre con
sus asquerosas galas de azúcar.
Peor el café,
requemado y echado a perder.
Y nada de puros, aquel
habano que dignificaba la bonancible digestión, aquel aroma que sepultaba el
hedor de las tripas removiéndose, sostenía la bonhomía, distraía
remordimientos...
Ahora toca retroceder.
Veamos:
Llega a ser quien eres.
(Para ese viaje no se necesitan
alforjas.)
¿Cómo llegaron a
Deless?
¿Cómo llegaron a lo
que son?
¿Qué son? En ese
momento hubiera pasado a cuchillo a todos los habitantes del restaurante,
incluidos las mujeres y los niños. Le poseía una indignación divina, jehoviana.
Uno vive, y sigue, y
vive, y se convierte en eso, en lo que es, y eso es todo (y luego baja el telón
y acaba la función, y empieza a olerse el tapizado marchito de las butacas, la
polvorienta moqueta del millón de pasos, descubre la rancia cristalería de la
araña aún resplandeciente, el entelado mohoso de las paredes, las humedades, la
oscuridad maloliente entre bambalinas…).
¿Cómo llegaron…?
En taxi.
Viernes, 13 horas, 46
minutos, abril, 2008. Ahí están esos dos a la caza de un taxi en la avenida de
los Naranjos, cruzada por los modernos tranvías sin encanto, los autobuses de
un rojo como oscuro, sin interés, gris como Valencia, un rojo nada inglés, y la
circulación venusina y ya algo crispada, las decenas y decenas de estudiantes
que se diseminan por aquí y allá con la joroba de sus mochilas y sus
cartapacios bajo el brazo (pero ¿dónde diablos van?, ¿qué casa les cobija?,
¿qué padres pagan los vaqueros, las cazadoras, las camisetas de moda, el metro,
los almuerzos, las matrículas, los másteres…?, ¿cómo pueden sostener toda esa
ficción, toda esa parafernalia de aprendizaje vaya usted a saber para qué?, van
y vienen, se mueven siempre estos estudiantes de un presente que se repite año
tras año...)
Un cuadro
hiperrealista.
¿Te llamas Jeff Koons?
(Ni uno solo de éstos
deja de ser todo el mundo.)
Explícate: esos dos
inmóviles en el fragor contemporáneo de la vida que no cesa, que indetenible en
sus (anodinas) variantes sigue su curso directa al deterioro inevitable, alzan
la vista escudriñando el punto verde y…
(Ojo: toda écfrasis
delata su fracaso: no describas lo que yo una vez investido de proceso codifico, visualizo, entiendo,
conceptúo y hasta califico…)
Es la moneda de la
suerte: en el asiento trasero del taxi, donde ambos van sentados en un silencio
extraño, Paula ha descubierto en el extremo donde se halla, detrás del pescuezo
del conductor, una moneda de cincuenta
céntimos, casi a punto de escurrirse por la ranura del tapizado al lado de la
portezuela, la coge, la mira, la guarda encerrada en el puño: la moneda de la
suerte, qué cojones, la única, la verdadera: se van a enterar, y aprieta
todavía más fuertemente los dedos que encierran al dios, a uno de ellos: ¡dame
todo, absolutamente todo, y dámelo ya!, exige a la casualidad.
El taxi enfila Blasco
Ibáñez después de salvar la rotonda de la avenida de Cataluña. Mal. Deless, en
Joaquín Costa, esquina con Reina doña Germana, no exigía esa carrera. El tipo
del pescuezo con piel de sapo (dos generaciones le salvan de la recolección del
arroz con los pies hundidos en el fango y las pantorrillas al aire llenas de
sanguijuelas, el sombrero de paja cubriendo la cabeza y los riñones para el
arrastre) debería haber tomado la avenida de Aragón, colarse en Marqués del
Turia por la derecha y torcer hasta la cuadrícula del ensanche a la izquierda.
Busca los tres euros de más alargando miserablemente la carrera. Un tipo listo.
¿Quién no lo es en el laberinto urbano?
En estas épocas
decadentes… (como todas).
Los pensamientos
vuelan, inversamente proporcional a la lentísima velocidad que imprime el
taxista al vehículo: les ha visto venir: Sé de dónde vienen, adónde van, se
dice el cátedro de las ruedas, asqueado por el peso de su sabiduría psicológica
acaudalada a lo largo de décadas: 50.000 tipos y tipas detrás de su nuca ha
podido atisbar y estudiar por el espejo retrovisor, y si abren la boca… ¡tanto
peor para ellos! Cada palabra desprende del alma una pieza de la vestidura, la
blusa, el pantalón, la braga, el calzón… Hasta dejarlos desnudos.
Quien no la tiene
torcida, la chupa de canto; la que no se muerde una y otra vez los labios (a la italiana, leyó una vez en un
folletín de Rocambole -¿La estocada de
los cien luises?-), guarda un cuchillo carnicero en el bolso; el crío que
no raya el asiento con un puto bic,
es que tiene la mano debajo de los calzoncillos mientras mira las piernas
entreabiertas de su madre al lado…
Los ha visto de todos
los colores.
Sé de dónde vienen…
¿Quién es ésa que a tu
lado va?, se pregunta (más bien divaga) Boceto.
Esa mujer joven y
fastidiada por cargar con las bolsas llenas de logros gastronómicos, que elude
mirarle, que a saber lo que estará pensando de él. Esa mujer que se hubiera
ahorcado con su brazo antes que darlo a torcer. Esa mujer…
¿Por qué no hablan?
Podría preguntarse Boceto.
¿Por qué no hablamos?,
se pregunta Paula con las mejillas ardiendo, sofocada por una convulsión
interior a la que es incapaz de poner freno.
¿Por qué no hablan?,
se pregunta el taxista deseoso de averiguar el estado real de esas dos pobres almas sin duda enfermas cargada de paquetes
(ella).
Con tantas cosas que
poseen, tantas personas que les rodean constantemente, y siempre parecen que
viven a la intemperie. Él está desnudo por más que se cubra, y el frío, la
carencia y la desolación le asaltan desde adentro sin que ningún muro alzado
con dinero pueda impedirlo desde afuera.
Es sólo un silencioso chauffeur que
examina y sentencia inapelable.
¿Cómo se define?
Profundamente tolerante con las estupideces y debilidades del prójimo detrás de
su cogote.
¿También con las
propias?
Yo soy mucho menos
interesante que todos ellos, me limito a ser culpable y a reconocer
públicamente todos mis pecados sin olvidar ni uno solo desde que tengo uso de
razón. De todas formas, nunca nadie iba a absolverme. Podéis empezar a morder
desde este mismo momento: empezad por el cuello: tres euros.
Ese rufián del volante
a sueldo (trece horas de idas y venidas por una ciudad antigua, de calles
estrechas y enmarañadas troceadas de nombres) sí sabe de sobra cómo llegaron
esos dos ahí, a ese momento, a esas identidades urbanitas, saciadas, dignas de
engaño y todas las trapisondas que él fuera capaz de imaginar e infligirles sin
el menor escrúpulo (¿qué demonios son tres euros rapiñados en silencio, con
elegancia, paseando en vehículo a motor por
la ciudad en primavera…?).
Imaginad, queridos,
que paseáis metidos en un coche de punto por el boi de Bologne, entre otros carruajes y jinetes apuestos y bellas amazonas…
Ese Brell, hermano de
otros dos Brell más ilustres de la vida, uno muerto, otro desaparecido, menos
cobardes: Mi vida será las menos inspirada de mis obras, se dijo
grandilocuente, mirando el paisaje urbano más allá de las ventanillas, todavía
estimulado por las cuatro cervezas trasegadas.
La fe es el cero (el
número o no número) de todas las religiones, se sorprende pensativo ahora
Brell, mientras el taxi ya busca por la parte derecha hacia el río una
transversal donde girar a la izquierda de la arbolada Gran Vía, paraíso de
estorninos y estatuas de granito a la intemperie deshaciéndose por los excrementos
de las aves alzadas en su ancho y verde pasillo central, colorista, aceras
frescas y animadas a esas horas del mediodía: vuela el pensamiento, los
pensamientos, el vermut…
¿Quién soy yo?
Tú eres… (Yo soy…)
Héroe, dijo alguien
del pasado, es quien quiere ser él mismo.
¿Quiero ser yo?
¿Qué es yo?
Una pregunta (y alzó
la mano)…
Divagan esos… tres: el
taxista, la mujer, el hombre…
El taxista: Debería meterme por
Císcar y joderles un poco más… (cuatro euros arriba abajo, calcula). A estos
tipos de mierda con jeta y atuendo de funcionarios o profesores, les sobra el
dinero, el tiempo, todo: el 30 de cada mes tiran de la cadena del váter,
tienden la mano y vuelta a empezar: a limpiarse el ojo del culo con los
billetes.
La mujer guionista: Una putilla de 16 añitos del montón del BUP,
con la vaginita ya estropeada, inocente pero no del todo, lista pero no del
todo, llevarla de un lado a otro a la salida del Instituto, una tal Marta,
preñada, en busca del aborto, pasan cosas, un mal desenlace… En fin, demasiado
visto… ¿Qué tal si el compadre del Instituto le abre la cabeza una noche y la
abandona en un descampado… ¡viva!? Él no lo sabe, y … al día siguiente la niña
aparece en el hospital con la cabeza cosida, como una maldita frankenstein que luciera el vendaje
terrorífico.
El hombre, profesor de
historia del arte y marido de la guionista:
Yo soy… (demasiada cerveza en la barriga, y deja la frase sin terminar)…
Yo soy…
Vuela, pensamiento,
vuela:
¿Por qué lo hice? ¿Por
qué se hace todo?
Yo… soy…
Matas lo que amas,
existen una forma exacta de hacerlo, sin paliativos, irreversible.
Le hubiera gustado ser
uno de esos tipos a los que engrandecen sus vicios…, pero su maldad sólo era
fortuita, accidental, impremeditada… Ni siquiera era un pecador puesto que no
aceptaba el pecado: como una planta carnívora: la moral del vegetal: la de la
leona que mata pero no sabe que mata: come.
Se siente humillado
por su pasado, pero no siente ninguna especie de remordimiento, nada de él
puede llegar hasta el futuro ahora. Lo pasado, pasado: el futuro es el ansia de
presente, no la añoranza, lo inasible, de lo muerto, indetectable.
Plano medio, plano
americano, panorámica…, visualiza el poderoso cerebro de la guionista: ahora
los personajillos, esos hijos tontos (ITIPS: individuos técnicamente
incapacitados para sobrevivir), los adivina tras las ventanas con molduras, más
allá de las escaleras de mármol de los señeros edificios, en dormitorios de
paredes enteladas: en ese 67 viviría Marta, en el 81, Alejandra, en el 101,
cerca ya del puente, Borja El Temprano Follador Abre Cráneos…:
Escena 5. Interior.
Plano general.
Dormitorio. Luz del atardecer.
Marta desnuda sobre la cama, medio adormilada.
Plano medio.
Borja, con el condón en las manos, la cara sudorosa, los
ojos brillantes.
No acierta a colocárselo (primer plano que oculta de cintura abajo al chico).
Borja: ¡Joder, joder…!
La guionista imagina
el cuerpo desnudo de Borja, fibroso, adolescente, inexperto en la acción,
confuso en el pensamiento, deseable hasta el vértigo, lo dibuja airoso entre
otros viandantes andando por la acera que cruza vertiginosa frente la
ventanilla, cual una transparencia, lo detiene junto el semáforo, aguardando el
paso veloz de los coches, de su taxi…
Mismo plano.
Borja con la cabeza gacha: ¡Espera, nena,
que ya voy, espera…!
Divaga (ahí sigue) El
Pequeño Brell (hermano de Carlos, de José David) en silencio acerca de… (¿de
qué?):
Los dioses… que son
tan desgraciados como nosotros, tan indefensos y frágiles, prisioneros de la
tierra, creados en ella… No son nada más allá del azul del cielo, y nada tienen
que ver con las estrellas.
Close-up.
Borja con los ojos cerrados, en éxtasis, se le escurre un
reguero de saliva por una de las comisuras de la boca.
Borja: ¡Aaaaahhhh!
Primer plano.
Marta mueve el rostro húmedo y enmarañado por el cabello de
un lado a otro, gime, la boca abierta, semicerrados los ojos, se retuerce bajo
el chico.
Marte: ¡Sigue,
cabrón, sigue!
El taxista: Les pondría birlar
cinco euros con toda tranquilidad. El tipo está casi borracho, y ella parece
drogada, parece en Babia, calcula ladinamente el taxista poeta. Media docena
como ellos y me arreglan la semana.
Clitoriana ella (cavila la guionista
en trance erótico):
Deja en paz el puto agujero y agarra el clítoris con esos
labios de mamón, ¡jodido imbécil!
El taxi ha girado a la
derecha y busca ahora el 74 de Joaquín Costa, se desliza sobre la calzada
suavemente, como un depredador en busca de su presa.
Deless… mejor estaría
nuestro Brell el Joven como uno de esos personajes de Dostoievski, solo y
cabizbajo, entregado a sus pensamientos, escondido en el subsuelo o ahogado en
sudor postrado en el catre de un cuartucho justo debajo del tejado al rojo vivo
durante el sofocante y maloliente julio de San Petersburgo, bebiendo vodka y
comiendo salchichón sin parar. De postre, ranas rebozadas con azúcar, que diría
el gogoliano Sobakevich… (no sin cierto desdén).
Bonita sofisticación.
A ver, a ver estos de
Deless y los cincuenta machacantes por cabeza (vino aparte), camareros de
blanco y negro, como piezas de...
(La fortuna del
taxista en esta jornada ya bien entrada la medianoche, más allá de los dígitos
engañadores del taxímetro, se incrementará finalmente con seis pavos del ala
adicionales de esos dos pájaros… y después, en el circuito revoltoso de las
discotecas, añadirá una treintena más de pavos sonsacados con su sonrisa de
puro servicial a los niñatos borrachos
del finde venusino de regreso a casa de papá y mamá, que no dudan en pagar
aliviados la carrera a esa hora de la noche al tener que cargar de nuevo con
esos vástagos tan bondadosos en el fondo,
tan cariñosos, hijos excelentes y buenos
estudiantes. Naturalmente. Hormonados al límite, crispados durante toda la
semana por la montaña de los apuntes de la facultad que los sepulta sin dejarles
respirar, el desasosiego de Internet, la consola pecadora, las idas y venidas…
Dejemos que los viernes por la noche se meen en la cama.
Así son los tiempos.)
(Sade: ¿Cómo decirles a estas buenas gentes de provecho que un hijo
es un tumor maligno?)
La filosofía en el
taxi puede ser temible… como la del boudoire.
El mal ¿es
consciente?, ¿sigue siendo mal si no es consciente de su dimensión de maldad?
Los dioses nos libren
de las buenas personas, de sus pompas y sus obras, ruega el taxista filósofo
alejándose a toda prisa de ese escenario nocturno de adolescentes desmayados
por el ebriedad, padres sin palabras ni razones y madres desvencijadas que
bastante hacen con entenderse a ellas mismas a estas alturas.
En ocasiones, algo se
remueve en la conciencia aletargada de Boceto,
sensación (más física que espiritual, lo cual es chocante) que inmediatamente
procura bloquear distrayendo su atención en asuntos más convenientes a la
placidez: ¿Qué comerá hoy? ¿Dormirá bien esta noche? ¿Amanecerá mañana? Ya roza
con las yemas de los dedos las próximas vacaciones, el no hacer nada, o hacer
lo menos posible… Ah, el horizonte, el placer…
Brell el Joven duerme
como un bendito, duerme el sueño de los justos (de los inconscientes).
¿Qué puede turbar a
ese cuarentón? Ni siquiera el pasado.
Dolmance: Lo ideal, por supuesto, sería no
cometer más que delitos; pero como no siempre se puede hacer tal cosa, aún nos
queda la estimulable perversidad de no hacer nunca el bien.
Brell el Joven, a
estas alturas del siglo ya inevitable (¡uno más, el XXI!), tangible, duerme
como dormía Brell el Viejo, como esos viejos de piel transparente, frágiles,
del todo desarmados, con la mirada húmeda de miedo (e increíblemente de
esperanza: seguir vivo mañana, tal vez pasado mañana, y aun el otro, y otro, y
otro), los párpados hinchados y caídos y la boca prieta, hacia dentro, como si
temieran que los pecados y las pequeñas infamias salieran de entre los dientes
al exterior y, ante los atónitos ojos de los demás, los condenaran
definitivamente. Duerme como el moribundo que tiene miedo a morir, a abrir los
ojos, a mover un brazo... como los viejos que temen despertar y darse cuenta
que ya están muertos, a punto para el arrastre. Dormir… como un moribundo, sin
querer despertar, soñando, entre imágenes y desasosiego.
El taxi se detiene. La
calle está profusamente arbolada, y una pequeña brisa agita suavemente las
hojas de las acacias y los profusos castaños que bordean las aceras. Huele a
primavera a esa hora del mediodía, un aroma seco que se esparce desde los
mismos árboles, de la piedra de los edificios sólidos, señoriales, de las
ventanas brillantes, de los comercios señeros y pulcros.
Brell paga con un
billete de 20. No mira lo que le es devuelto: la víctima perfecta de la estafa,
hasta la perpetrada por un pobre taxista echado a perder por una jornada
laboral que obliga a la rebelión, cualquiera que sea, la del robo, por ejemplo.
Separa un par de monedas y las entrega al taxista que mantiene su cara de
póquer mientras tiende la mano: ¡Encima propina!
Se apean del taxi.
Brell el Joven alza la
vista al cielo en lugar de bajarla a las bolsas. Un cielo azul, profundo…
-¡Eh, tú! –exclama
Paula cerrando la portezuela con cierta violencia, subido el borde de la
minifalda cerca del pubis, rabiosa por el desaire.
Brell coge una de las
bolsas con expresión de fastidio. Qué le vamos a hacer, uno no ha nacido con
vocación de porteador. Sobre mi conciencia, todo; sobre mis espaldas, nada, que
dijo el otro.
Sobre mi conciencia,
todo; sobre mis espaldas, nada, que dijo el otro.
Paula se ajusta la
falda sobre los muslos, la alisa ceñuda.
Plano general.
Exterior. Afuera del restaurante. Ignacio Brell y Paula Coloma, cada uno con su
bolsa respectiva, se dirigen a la entrada de Deless.
Plano general. Exterior.
Se apean del taxi. Los dos chicos con semblante muy serio.
La cámara le sigue hasta el portal. El taxi desaparece entre los demás
vehículos que ruedan por la calzada, como un criminal que huye de la escena del
crimen.
Fundido.
Plano americano. Interior de la habitación. El típico
decorado del dormitorio adolescente: vídeos, varios pósters de grupos musicales
sujetos con chinchetas en las paredes, una cama nido, la mesa de estudio, el
ordenador, zapatillas deportivas por el suelo, alguna prenda presumiblemente
sucia en uno de los rincones, una guitarra española.
Marta, sentada en la cama malamente hecha, las sábanas
arrugadas, la almohada a un lado: ¿Y ahora qué? Dime,
¿qué coño vamos a hacer ahora, payaso? ¡Ni siquiera sabías ponerte una goma en
la puta polla, y te corres a las primeras de cambio…! ¿Qué vamos a hacer?
Plano-contraplano consecutivos:
Borja: ¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca me he
visto en una situación parecida…
Marta: Pero…
Borja: Quizá hable con mi hermano. Es bastante
mayor que yo. Él sabrá lo que hay que hacer.
Marta: Yo… no puedo hablar con nadie. Estoy
confundida, y tengo miedo. ¡Mis padres me matarán!
Plano medio de los dos mirándose fijamente.
Fundido en negro.
Durante un instante se escucha como un crujido, algo que se
rompiera.
Sigue negro.
Voz de Bprja en off extrañamente serena, grave, se diría que
escanciada:
Me matarán, ha dicho
ella… Eso… solucionaría el problema de los dos… de los tres.
Se abre fundido.
Plano medio de Borja, que mira a la chica en silencio, sin
despegar los labios.
Voz en off de Borja: Debería aplastarla.
Aplastarle el cráneo a esta puta enferma y enterrarla bajo una charca de
mierda.
Marta: Me gustaría tomarme un helado. O beber
zumo de piña.
Borja: ¿Un helado? ¿Zumo de piña?
Marta: O palomitas de maíz.
Borja: ¿Palomitas de maíz?
Marta: O un pedazo de tarta de frambuesa.
Borja: ¿Tarta de frambuesa…?
Voz en off de Borja: ¡Maldita zorra! ¡Ya
empieza con los antojos!
Palomitas de maíz y
helado de primero. Tarta de frambuesa de la abuela de segundo. Para beber zumo
de piña.
¿Tenían los señores
una reserva?
Los viernes sobra la
cita previa: amigo, tienen ustedes medio vacío el comedor. ¿A quién quieren
engañar?
Qué ocurrencia la del
señor. Ja, ja, ja.
¿Desean la carta de
vinos?
Nada de ocurrencias
(sólo queremos comer).
Y la carta del aceite
(de oliva virgen extra superior I, por supuesto) y la del agua (manantiales
nacionales, por supuesto) y la de la cristalería de los vasos y la de la loza
de los platos y la del aire respirable, y la del metal de los cubiertos … y la
de los malditos cojines del asiento para gran confort del culo antes de cagar
el menú degustación al día siguiente (Dios mediante).
Menú degustación Paleta de Colores:
Bonita carne en salsa
azul.
Maravillosa patata
roja.
Perfecto el caldo
negro.
Divertidos los tropezones
grises,
Singular la rodaja de
pan verde.
Un hallazgo el plátano
blanco guarnecido de judías moradas.
¿Qué podría decir de
la manzana inyectada de sangre y trazas violetas, llamativamente rosas, de
cerdo lechal? (triste destino el del cerdo).
(A ver esto: Simulacro
de ojos de ternero degollado rehogado a las finas hierbas de los prados de
Iowa, USA.)
Insuperable.
(La nomenclatura de
los restaurants alcanza la
superchería.)
Insuperable todo,
absolutamente todo. Es evidente que nos hallamos en el auténtico límite, en la
excelencia.
Estamos aquí para
servirle, señor.
La enjundiosa pero
espartana pintanza llega a su fin.
Alguien desliza
suavemente el carrito de los postres.
La hora de la
melancolía:
No queremos postre,
gracias. Puede retirarlo. Aunque…
Tampoco el queso
rancio y oloroso y escurridizo a juzgar por el aspecto, de textura granulada y
azul y blanco, un blanco amarillento mira tú por donde, el queso del ratón
atrapado en la ratonera. Pero el postre… medita Boceto.
¿Un licorcito, un
herbario?
Los pensamientos…
vuelan.
La serie se llamará Chicas, toda una declaración de
intenciones: Ahí abajo es como un
monedero de seda sin pelos, que diría la Oates… Los moscones con el rabito
en la mano, el decorado; ellas, la regla (el
flujo de la asquerosa sangre marrón), sus líos, sus miedos, sus torpezas,
sus complejos, sus triunfos, esa cierta perversidad inocente mientras no dejan
de excitar a hombres y mujeres con sus miradas y sus gestos…
Plano medio de los dos; Marta sigue sentada sobre la cama;
Borja tiene la vista fija en el póster sujeto a la pared detrás de la chica: un
tipo montado en una motocicleta de gran cilindrada circula por una carretera
desierta que serpentea entre montañas desarboladas.
Un tono marrón (hasta el cielo, que
podría ser el cielo de Marte) prevalece en la atmósfera que envuelve la
fotografía, le dota de un siniestro matiz apocalíptico.
Borja. Voz en off: El tipo huye, huye…
Marta (abatida): Johanna Gutiérrez,
la de tercero, esa que siempre viste minifaldas, pasó por lo mismo... Quiero
decir…, salió bien librada. Lo sé por Nerea Sánchez… Deberíamos preguntarle…,
saber más, no sé… Tiene que haber una solución…, ¿no?
Primer plano Borja. Voz en off:
Eso es, que se entere todo el mundo que he metido la pata… la polla en el coño
de esta tía. La guarra de Johanna no tardaría ni un minuto en mensajear la
noticia… ¡Dios! ¿Pero qué voy a hacer yo ahora?
Marta: Después de todo…
Borja: ¡Cállate! ¡Por Dios, cállate…!
Marta: ¡No me grites!
Borja: ¡Grito lo que me sale de los huevos!
Al camarero ya le
ralea el pelo del cogote. Otro condenado calvo en poco menos de dos años, y
antes de los cuarenta además. ¡Pobre diablo! ¡La de mierda que se debe haber
echado en el cuero cabelludo!
Qué tal va todo,
señores? La sonrisa que ilumina el
rostro, brillantes y solícitos los ojos, las manos entrelazadas a la espalda,
inclinado el torso, formulación tan natural que incita a mayores consumiciones
a los comensales aturdidos por tan reiterada amabilidad (instrucciones básicas
de acuerdo el Manual del Chef para
camareros).
Me hubiera gustado ser
una especie de Virginia Woolf, aunque un poco más lista y menos inteligente.
Pero… así van las cosas, maldito fámulo: aunque disponiendo de habitación
propia escribo los diálogos de cuatro niñatos de mierda que controlan el acné
con las porquerías que gracias al dinero de papá adquieren tras consultar con su farmacéutico. Sólo me
falta el consabido puñado de piedras en los bolsillos del abrigo de espinillas
(aunque en primavera estemos) para hundirme sin remisión en el río de todas las
mediocridades habidas y por haber.
Han retirado los
platos vacíos.
¿Para quién escribes?
Escribo para los que desprecio. (De modo que está conforme en calificar su
trabajo de despreciable.)
Borja. Voz
en off: Lo que tendría que hacer es matarla, hacerla desaparecer a ella y
esa cosa que lleva dentro, ese gusano al que no va a parar de crecerle la
cabezota a partir de ahora…
Una escribe series…,
peor aún, se limita a escribir los diálogos de algunos de sus personajes… Y,
sin embargo… Chicas sería mi serie por entero, mi sitcom, sólo mía, yo sería Dios, la
creadora absoluta, dueña de vidas y haciendas, acciones, amores y odios,
muertes… Cuatro palabras, las justas, e ingenio, mucho ingenio... Un moderno
dúplex en uno de esos edificios restaurados por el arquitecto de moda (y su
decorador homosexual de interiores) en el remozado barrio de El Carmen, cada
pared pintada de un color, minimalistas lámparas de mesa, mesas triangulares,
sillas de diseño infernal…
Brell se echa para
atrás. ¿Por qué razón no he de tomar uno de esos maravillosos postres derivados
del petróleo que tan buen olor despiden y que de tan buenas y creativas maneras
satisfacen el paladar?
(¿Quién te impide
echarte un postre en el buche? ¿Quién?)
Paula le mira con
asco:
¿Piensas cenar?
Brell adivina sus
pensamientos: ¿Y qué?
Traducción: no te
infles ahora, mamarracho… La noche va a ser eterna: cenarás a solas. La pájara
volará.
¿Y qué?
Brell hace una seña al
tío de los postres.
Borja. Voz en off: Tengo tiempo para
pensar, tengo tiempo… Sé lo que debo hacer… Tengo tiempo, tampoco el gusano ese
crece tan deprisa…, tres meses, siete meses, ocho meses…
Brell (para sus adentros):
¿Qué diablos es eso de
Burbujas Gaseosas Iridiscentes Flambeadas con Ron Ambarino de las Antillas al
Aroma de las Fresas Salvajes Bergman?
Brell:
Que muera ahora mismo
con la servilleta sujeta al cuello (en realidad, la tiene sobre los muslos) y
el sabor del caldo negro regurgitando en el esófago si no pruebo invitación
reposteril tan intrincada y digna de gusto y delectación (en suma, quijotesca).
A ver ese postre.
Para el carro, tío.
El postrero sonríe con
satisfacción.
Señor…
¿Qué demonios es eso
de las burbujas gaseosas…?
Una experiencia
inenarrable.
No hacen falta más
explicaciones.
Con dos cojones, se
dice Paula indignada, que no ha probado bocado prácticamente y se ha limitado
durante todo el almuerzo a enjuagar la garganta con el agua embotellada a saber
de qué sucios veneros, qué sierras de pacotilla, qué rocas minerales y
musgosas…
¿Qué hay
dentro de un camarero?
¡Menús
viejos, naturalmente!, habría contestado sin dudar la amiga Nicole Warren.
¿Qué tiene
que ver una vieja como tú con el joven Fitzgerald?
(La
guionista se hallaba esos días en su época azul-Fitgerald:
no hacía mucho tiempo un canal de televisión había pasado la versión de The last tycoon, rodada treinta años
atrás por Kazan, lo que la estimuló a espigar en el muestrario inagotable de flappers del escritor americano durante
varias semanas: Algo debería salir de aquí… Y, en efecto, iban saliendo plagios
bien disimulados bajo un lenguaje grosero, actual y efímero.)
Debajo de las narices
de Brell se extiende en un plato algo parecido a una laguna de plural
cromatismo de la que surgen pequeñas protuberancias inclasificables en
principio. Aunque enseguida el paladar de Boceto
ha comenzado a identificar los sabores, a comprobar texturas manipuladas y no
imaginadas, a desvelar los colores primigenios que esconden los primores de la
presentación, a descubrir el trampantojo… Pero no acierta a encontrar en ningún
instante el Bergman del enunciado, lo bergmaniano,
salvo que remita al ingenio facilón de relacionarlo con las fresas (en
realidad, son fresas en blanco y negro, como de otro tiempo, ahí puede estar el
detalle).
Acabado el postre,
ahora se siente vulnerable y corrompido, triste, bergmaniano, saciado de humanidad y sus pueriles tentaciones, tal
era, pues, el secreto: el miserable pesimismo.
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