domingo, 16 de marzo de 2025

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Tentaciones, deseos confesos e inconfesos, y sobre todo miedo a perder las últimas oportunidades y las jubilosas clausuras de una existencia esencialmente sensual. A estas alturas una sabe de sobra lo lícito de cualquier opción, el disparate de abstenerse de cualquier perversión que no infrinja daño y dejar pudrir la lujuria por timideces patológicas. Desinhibirse ahora, hacerlo de verdad sin cortapisas ni recelos pudorosos, abastecer la imaginación de corrupciones incruentas y llevarlas a la práctica sin remilgos. Pero hacerlo ahora, no después. Ahora. Ya. Gruñe el sexo debajo de la pelambrera entre las ingles, su chorreo incontenible, y la sabiduría…, saber de callejuelas, y los muros de semen…El precio ya pagado son los años hasta aquí, ese monto de los días que te ha robado el tiempo… Cada día viendo venir esos pequeños descalabros hasta el mutis final… Qué estafa…  ¿Y si una fuese eterna, con el solo dinero preciso para gastar hasta el fin de los tiempos, pero… sin envejecer, o envejecer hasta este ahora preciso y ya infranqueable, ahí detenido el paso de los años atajando el deterioro celular, quieto o disparo, idiota, tampoco una pretende neutralizar el estropicio a la edad de esos dos que cuando follan sólo sabrán sudar y jadear, apretarse como monos en lugar de… Oh, sí, pero esos cuerpos de piel tan tersa, lamerla esa carne, sorber la sal de la piel, el temblor de su pujanza, adentrarse en su olor de lava y deseo, del tremor uno y de otra, hasta hacerte daño, hacerles dolor hasta el paroxismo, hasta apabullarles cuando la lengua ardiente se introduce en todo orificio y pliegue lascivo, dinero, el justo pero inacabable, la suma suficiente para gastar sin miedo a gastar, una voluptuosa seguridad que propicia el consumo inteligente, la degustación placentera del sexo y la boca, ese dinero que facilita la permuta de esta terraza universitaria y juvenil con pretensiones en un campus atestado por un gastrobar surtido de hallazgos degustativos lejos de aquí, a cargo de la visa de oro, y no ver a éste en semejantes circunstancias, con la lager delante de las narices, capaz de un momento a otro de pedir a esa pequeña zorra con minifalda unas papas con sabor agridulce o, peor todavía, unas aceitunas rellenas de dios sabe qué…

Y el asco le puede a ésta ya casi falsa treintañera, y siente unas ganas invencibles de escapar de allí…

Escapar de la cutrez y la bodega exigua de marcas elegidas de bebida, huir ahora mismo y precipitarse a aquella otra elegancia de los manjares del lugar selecto, engullir esas endiabladas porciones tan sabiamente calculadas día sí pero otro también, y otro, y otro, y así siempre, y no renunciar nunca a eso como no renunciar a los yates y soles de un mar azul y dorado, una embarcación mínima pero de uso privado, un hábito delectante el del vermú que engalana muchos mediodías del mes, en una atmósfera adecuada, como, por ejemplo, la de Hesperia, delante de la barra forrada de cuero, degustando, cada uno en su orden, un canapé de langosta y naranja sobre una base de queso fresco y gelatina adobada, un fino salmorejo donde flotan mínimos trozos de huevo duro y taquitos de jamón de bellota, quizás la tapa poderosa del bacalao rebozado con miga de pan mojada con jugo de pescado, esencia de ajo y huevo frito, en fin, qué de cosas y lugares al alcance de la mano, algo peor que no tener dinero es tenerlo pero únicamente para entrar en el paraíso contadas veces al mes, tres a lo sumo… ¡jamás parecerse a eso!, andar con mesura cobarde y miramientos muy próximos a las mezquinas alertas de una clase media presuntuosa aunque contadora de billetes, acatar estas tolerancias gástricas hasta la desmesura, ahítos ya de análogas consumiciones, análogas ¿es la palabra adecuada?, a este lebrel de la lager y miradas resbaladizas, maridito mío de mierda, el descaro le viene de la casta del galgo mayor, de su erudito padre y la madre que lo parió, lo malcrió y lo abandonó en edad oportuna, que huyó del padre y de los hijos, para qué andar a medias, de una tacada a los cuatro, y de esto sabe una muy bien, al uno lo deja en la estacada de sus libros acabados e inacabados, habitante sosegado y cobarde de la apabullante biblioteca en la que había sepultado la vivienda familiar, intelectualoide de un callado egotismo e irónica sonrisita conejil, a los otros sin remordimientos, a los vástagos, el primogénito redentor y cristo de alcantarillas, huido a buena hora a algún paraíso supraterrenal puesto que a todo renunció dejando caer de las manos el libro y la pistola, quédate atrás, mundo, al que nunca conocí, callado y serio el segundo si no demente, un ejemplar de hombre torturado y suicida que aún pude observar de refilón antes de que se colgara de un techo, y a éste, el tercero, destinado a mi flamígero coño, Nacho, todavía en plena adolescencia pirata y graciosa, el niño de oro, aún entre a escondidas haciendo pucheros y frente al espejo del baño afeitándose los cuatro pelos en guerrilla de la cara, pero los cuatro, padre e hijos, de una sobria e instruida elegancia, con esa gracia natural de un dinero familiar antecesor, lo supe a las dos semanas de conocerlos a los dos, padre e hijo, huérfanos perplejos ambos de madre y esposa libertina, no a los otros dos desaparecidos en combate y casi seguro que huérfanos y maltrechos desde el infausto día que nacieron: la Sagrada Familia.

Sin madre, una familia modelo de los años ochenta danzando bajo la batuta del patriarca invisible, deslizante (Deslizaos mortales…)

(Don Bernardo Brell y Ferrer, nacido en Valencia, el 9 de octubre de 1920, y muerto en Valencia el 2 de junio de 1992, catedrático de Historia del Arte en la Universidad Literaria de Valencia, crítico de arte, historiador de arte, biógrafo de artistas varios, acaudalado heredero que fue, hijo primogénto y benjamín que fue, amante esposo y adúltero y putero que fue, padre de tres hijos que fue, hombre que fue, único que fue…

Fue.)

Serían, cómo no, lisonjeras, acariciantes, hechiceras las palabras del patriarca, lobo alfa de una manada ya deshecha a través de la noche de nieve y luna muerta en la ciudad de piedra al lado del mar gris. Un tipo alto, mundano, de ademanes pausados, con el pelo lacio peinado a raya, de ojos pequeños y aristocráticos, a saber lo de adentro, a saber las ensoñaciones, maldiciones, ascos, las imaginaciones, las perversiones…

El olor de la casta.

Hijos pródigos del sarcasmo.

(No está ella tampoco falta de pedigrí: mi papá notario, etc.)

Mi padre, tenaz investigador…, había proclamado antes del encuentro no sin mordacidad Boceto ante la pregunta de ella (curada no obstante de todos los males habidos y por haber, sin que una pizca de temor la poseyera jamás frente a cualquiera de los hombres que en el mundo son y han sido, y mucho menos ante esos dos chiflados aunque, anticipaba, no exentos ambos de interés): cuatro días más tarde el hijo convocó la reunión y la condujo a la misma guarida del oso: un desorden de luces indirectas y miles de libros, decenas de cuadros y algunas esculturas, terracotas y escayolas, erguidas en el suelo contra las paredes. Helo ahí, un tipo que repelía cualquier tipo de sumisión a la vejez, casi estático, de movimientos apenas perceptibles, con las palabras justas, de una atención eficaz y miradas a hurtadillas alrededor de ella, la visitante a descuartizar, como si indagara en su aura.

A don Bernardo Brell y Ferrer la parca hijaputa le sorprendió tenaz y setentón disfrazada de una cardiopatía jamás desvelada por médico alguno a lo largo de los concienzudos e inútiles chequeos de años atrás. La muerte fue fulminante, le libraría del desamparo y la angustia de preverlo: dejaría inconcluso el fatigoso estudio (cuatro mil folios mecanoescritos, anotados, y muchos otros manuscritos de su puño y letra casi ilegibles, emborronados y tachados, pasados a limpio unos cientos, picados otros en archivos varios del ordenador) sobre Paul Klee (magia, metafísica, simbolismo, secretismo, etcétera), misión, pues, encomendada tácitamente en virtud del silencio del padre y del silencio universal al único heredero a la muerte de nuestro eximio escritor y  catedrático.

Ignacio Brell, Boceto, ahí continúa prosiguiendo la encomiable labor del padre (prodiga un repaso corrector a un folio y medio cada diez días), enfrascado en la tarea de esclarecer, abundar, completar e iluminar oquedades y resquicios oscuros en la monumental biografía analítica del artista suizo-alemán iniciada por el inolvidable e ilustre catedrático por desgracia desaparecido inesperada y prematuramente.

¿Se culminará obra tan enjundiosa  algún día?

¿Será su hijo capaz de dar término al desmesurado proyecto de análisis y exégesis razonada sobre la obra misteriosa e impenetrable del pintor, tan falsamente accesible?

Es difícil saberlo.

A su edad, Boceto se acuesta con el problema… y se levanta sin la solución. Cae en la apatía. Y todo esto, ¿para qué?, se pregunta ante los folios apiñados. Otros, más jóvenes, menos estoicos, con menos escrúpulos paralizantes, se acuestan con el problema (al igual que él) y despiertan con todas las respuestas aunque mal pensadas y peor escritas.

¿Estoicos?

Quiere decirse lúcidos, pero menos rígidos.

¿De qué te sirve el pensamiento si careces de lenguaje?

Sólo tengo el lenguaje: en el silencio del cerebro se incendian los trabalenguas y las interrogaciones, el pasmo. Un fuego fatuo que parece elevarse de la podredumbre en la que la materia del alma sucumbe y declara su incontestable existencia y brevedad.

Por más que hagas, lo tuyo es griego.

Por más que hagas, busca la virtud (y muérete y púdrete).

La virtud o el vicio, qué más da… corrompen por igual.

Eres esclavo. Sé bueno.

Pues, si esclavo soy…

¿Por qué no he de ser malo? Los dioses son peores que yo… mucho peores… Ni siquiera son poderosos: no pueden con los hombres, que hacen y deshacen a su antojo… ¿Esos son dioses?

Sólo eres naturaleza. No discutas con ella (te va a derribar en su momento, a su debido o irracional momento, ninguna invención humana podría impedirlo: ella sigue su curso).

De soslayo miraba el viejo su contorno femenino, el perfil de aire fresco, sano y joven venido de la calle a ese aposento de la cultura universal, rancia o contemporánea: las piernas desnudas, la tersura del rostro que enmarca la melena juvenil, los ojos brillantes, la piel suave, el olor nuevo y embriagador… el mundo de afuera acompañado de la mano de su heredero.

Ha irrumpido un ramalazo de briosa primavera que hacer vibrar los largos listones de las celosías francesas del santuario libresco, cálido y confortable, anestesiado del fragor de la vida y de los ruidos profanos ese recinto de libros, cuadros y discreción.

Mi padre es un estoico, dijo él antes, sin venir a cuento.

Comprendo, contestó ella indiferente, sin entender en absoluto la conveniencia de aquella confesión.

En esa hora fantástica de la entrega recíproca de las tarjetas de visita invisibles, en esa ceremonia de sonrisas cautelosas, palabras medidas y el escrutinio recíproco sin paliativos, la cortesía de los dos hombres, el pretendiente y el padre, es admirable. No lo es menos el lugar, y el espacio: el piso derecho del entresuelo de una antigua finca suntuosa, de fachada con sólidos ornamentos, frontones, ménsulas y balconadas solemnes, céntrica, lindante con Ramón y Cajal.

Era poco más de la cinco de la tarde, y por las grandes ventanas de los amplios balcones de hierro forjado se vertía una luz dorada y abrileña, como de siglos de respetabilidad, se derramaba esa magnífica luz densa sobre el noble entarimado del suelo, arrancaba pacíficos reflejos a las maderas enceradas de los muebles y a los marcos dorados de los cuadros, a las cerámicas de las lámparas de mesa, al cristal de la araña del techo, a algún tejuelo excesivo de dorados de un grueso libro.

La estancia estaba desprovista de lo que pudiéramos llamar mobiliario doméstico, lo que era chocante, pues resultaba ser la que en esos pisos centenarios y espaciosos se destinaba a salón comedor.

Ni un aparador, ni vitrinas, ni siquiera una mesa donde comer y su juego de sillas: sólo estanterías rebosantes de libros entre cuadros de múltiples estilos y grabados, escritorios en los que apenas se veían las superficies bajo las montañas de papeles, sólidos veladores donde se alzaban columnas de volúmenes, cómodos sillones y un par de sillas giratorias tapizadas de cuero verde.

(Comemos siempre fuera de casa.

Aunque cada uno por su lado.

Y las cenas son tan frugales…)

Una vez atravesado el largo zaguán al fondo del cual se divisaba una ancha escalinata de mármoles blancos y negros, subía ella acompañada del solícito guía a ese escenario libresco metida en un venerable ascensor de maderas y cristales biselados, espejo enmarcado de pulidos listones y un pequeño banco también de madera donde descansar del lento y quejumbroso ascenso a las alturas.

¿Había dicho estoico?, se preguntó.

Había tenido tiempo suficiente para admirarse delante del azogue del vetusto ascensor: una Paula juvenil de aspecto encantador, de piel morena y brillante, con una melena negra excelentemente cortada que enmarcaba el rostro ovalado y con las puntas casi a la altura de las comisuras de una boca jugosa y fresca, las piernas al aire de la minifalda arcoiris, al mismísimo nivel casi de las bragas de color miel, la blusa de un blanco impecable, y ese aire de chica seducible que tanto prodigaba traviesamente y que tanto encandilaba a los incautos.

¿No es usted demasiado joven para el carcamal de mi hijo?

Los Brell siempre han engatusado, vaya uno a saber por qué, a mujeres bastantes años más jóvenes que ellos.

Es su hijo el demasiado joven para ser mi profesor en la facultad, replicó ella.

Así que estudiaba Bellas Artes.

(Que suelen ser las que más te pringan los dedos.)

¿Qué especialidad?

Pintura.

¿Pintura? Una excelente base para el sufrimiento o... la frivolidad llevada al extremo.

Podría escribirse todo un tratado de las vocaciones en los jóvenes menores de veinte años: directos a los negros agujeros de la precariedad y del extrañamiento.

(Sólo uno de los antiguos camaradas de Brell en los PP. AA. llevaría hasta sus últimas consecuencias su auténtica vocación no traicionada por el medro y la ganancia: concluyó en payaso circense.

¿Cómo se acaba siendo lo que se es?

Alcanzaría ya en los postreros años de su vida un punto más allá de la mera representación de los gestos y muecas equívocas, sobrepasó la máscara de pringues de quita y pon, y eso, al final, le haría profundamente dichoso hasta el día de su muerte de pacífico alcohólico: logró librarse del maquillaje, dejó el rostro limpio y desnudo, patético y único entre otros miles de millones de sus semejante: se convirtió en el payaso perfecto de sí mismo, sin disfraces de ninguna clase.)

Así que pintura, ¿eh?

Ironizaba el viejo Brell en aquellos lejanos años de finales de los ochenta.

Ella asintió sonriente (cualquiera sabe como acaba una).

Terminaría escribiendo guiones para la televisión: a veces también pergeñaba el story-board, así, al desgaire, como un entretenimiento, alla prima.

¿Cómo acaba una?

Depende a quien le preguntes.

Es escritora…, declaraba con voz reprimida y alterada por la ira, pues la hubiera querido monja la madre de la criatura, doña Eugenia Espina Castellar, a la pregunta malintencionada. La mirada de rabia fulminaba al interlocutor de cualquiera de los dos géneros que durante su pacífico paseo por las calles del centro o frente a los escaparates de las tiendas de ropa de marca de Colón, la abordaba con disimulada malicia. Escribe, y esas cosas, remataba girando sobre sus talones con el Vuitton colgado del brazo, enfundada en el traje sastre de color verde manzana de exquisita confección, perfectamente ajustadas las dos piezas a su cuerpo aún esbelto y erguido con elegacia, a principios de abril, más o menos, soplando un airecillo travieso de frescor inusual.

Desde muy pequeña se la veía venir, se defendía su madre años más tarde ante los extraños, cuando al padre y a la misma hija les había brotado un grueso y colorado rabo por encima del culo y ambos apestaban a azufre: Tenía una imaginación febril… Miren adónde le ha conducido la lúbrica fantasía alentada por el infame de su padre.

¿Diría lúbrica?

Quien sabe en estos tiempos de gran mezcolanza  lingüística.

Algo la pone alerta a Paula Coloma Espina, artista, escritora, niña sabia que fue. Piensa la invitada en su fuero interno si el minucioso estudio al que está siendo sometida por el viejo de educadas pero aviesas miradas, pues persistía un grado más allá de una protocolaria observancia, serviría después, ya en la casa vacía y oscura luego del crepúsculo, para alguna práctica vergonzante. Se pregunta cruel y divertida si ese sesentón aún se masturba concienzudo y paciente evocando las imágenes excitantes y fugaces que le deparaba el día.

Ahí la tiene a la doncella, intocable. Inatacable. Se mira y se huele pero no se toca (el jugo de los labios entreabiertos, el jugo de los senos, el jugo de la juntura interior de los muslos). Y, además, la protege su escudero, está su Hamlet pertrechado de la espada del decoro a su lado: obliga a guardar las apariencias.

(Pasados los años, no muchos, los enamorados de antaño se entregan a la infidelidad reiterada e impenitente. Se reconocen a sí mismos. Mutuamente se salvan. Tal para cual. Quid pro cuo.)

¿La joven quería beber algo?

Naturalmente.

Pasadas las cinco de la tarde: ¿qué tal un whisky?

Brell el Viejo se quedó de una pieza.

¿Cómo…?

Sin hielo.

A palo seco.

¿Quizás unas aceutinitas rellenas?, ¿cacahuetes?, aventura el anfitrión.

Un whisky de añeja destilería escocesa. Basta con eso.

Brell el Joven salva el apuro. Sale en busca de vasos, bandeja y frasca, unas almendritas.

Date charol, padre, mientras voy en busca de ese escocés que ningún condumio precisa para trasegarlo.

¿Acentúan acaso los dos caballeros su condición de hijosdalgo a través del habla arcaica?

La luz declinante del sol de la tarde bruñe de lascivia todo el entorno: los muebles, los libros, los suelos y techos, las pátinas de los óleos, la cabeza estatuaria de Brell el Viejo, sus gestos de aristócrata solicitud, su parsimonia y señorial escepticismo, enciende delicadamente de amarillos el aire encerrado de ese piso de raigambres inveteradas, de sólida tradición y de atmósfera decadente, hasta de cachivache. Una estancia donde exhibir sus rancias costumbres unos espíritus muy entretenidos.

Siéntate, querida.

Querida, repite sin abrir la boca Brell el Viejo: la joven y el viejo semejan una pareja incoherente, antagónica, ambos parecen salidos de una estampa mordaz coloreadas al buen tuntún del imaginario medieval.

Brell el Joven examina en la cocina la mínima bodega: un botellero de madera oscura donde reposan horizontales las botellas de vino y sobre cuya superficie plana se apoyan los licores y los destilados en posición de firmes al lado de un pequeño rimero de libros: sir Henry James, madame Lafayette, monsieur Balzac, don Juan Valera: todos con su tratamiento en cualquier rincón de ese hogar.

Querida deposita el bolso que hasta ese instante llevaba en bandolera en el suelo y con estudiado descuido toma asiento en una silla de rejilla de respaldo curvo: al hacerlo deja al aire las piernas sabrosas, desnudas y bronceadas, sumamente atrayentes para el viejo…

Ahora, niña, haz un cruce, venga, muestra esos muslos, ese espacio embriagador y secreto que crean los bordes de la mínima falda sobre la piel tersa y brillante.

La niña sabia… lo hace: un cruce de piernas espectacular que desnudan los muslos hasta casi las ingles, hasta el vértigo de la entrepierna.

El whisky activa la circulación. Que aparezca pronto Brell el Joven y libere a Brell el Viejo del súbito soponcio, de ese hervir achampañado de la mente. Esta niña me marea del todo.

Bonita y resuelta depredadora: a tiro se le puso meses atrás (fue su segundo encuentro celestial) ese hijo único recipiendario de todas las virtudes y vicios del padre, y no desperdició la ocasión: la primera vez que cogió el pene tieso y limpio de grosor inaudito del heredero y se lo introdujo en la boca casi se desmaya de placer, un desvanecimiento pasajero que a punto estuvo de aturdirla por completo y desplomarla en el suelo.

Aparece Brell el Joven bajo el dintel curvo del atestado salón con la bandeja luciente, los vasos y la botella del whisky transgresor de media tarde.

Esa luz decadente del sol que se vierte sobre las esponjosas alfombras, que ilumina las varias mesas escritorio, agoniza en sutiles franjas levemente fulgentes, desplazándose ya a los grises,  inspira todo el aderezo una atonía suicida en el ánimo, parece una mecida en el tiempo, tan leve, atemporal, rodeada de esos millares de libros posiblemente inútiles (piensa ella, qué despilfarro dedicar los días y las horas a esos libracos, por Dios, mientras las calles claman y hierven de vida y aventura), de los cuadros (siempre ellos mismos, inalterables, tan aburridos descubiertos de una vez por todas en sus anestesiados colores y formas), qué fácil ser rehén, drogada de ese ambiente cerrado deliberadamente a la sorpresa callejera y canalla.

Pero no se rinde ella a los fáciles prodigios del escenario ni de su magia. Nada de lo que arropa hasta la asfixia en ese lugar, ese bosque petrificado de conocimiento mudo, inservible para los sentidos, es capaz de conmoverla lo más mínimo. Ella se halla pendiente de sí misma, en la calle. Lo demás…

Ella se gusta, enseña la patita.

Bajo la gran araña suspendida del alto techo con molduras y escocia prominente deja que el viejo se deleite en su cuerpo aún no veinteañero mientras ella, a su vez, observa al catedrático de lacio cabello entrecano y sonrisa misteriosa, con el chaleco abierto, la camisa de un azul pálido, graciosamente desanudada la corbata, los pantalones negros con raya, los zapatos limpios pero no brillantes…

En ocurrencias más sólidas e inimaginables para ti, cosas verás que han de maravillarte, se deleita ese mirón al que tú crees mojigato.

Morir de viejo… es una muerte innoble, recordó el viejo Brell de Montaigne (variando caprichosamente la frase: morir de viejo, es raro). No lograba desviar la mirada de las piernas de la joven insolente. En ellas se refocila y retoza mi hijo (unos días antes de la visita de la primavera había estado releyendo divertido, una vez más, a Boccaccio).

¿Quién es esa que está delante de él?

Celebremos en esta tarde primaveral y de oro a Dionisos, dice estúpidamente Ignacio Brell portando el cargamento alcohólico mientras avanza hacia el viejo y la joven.

Ella es la hija única del mediocre pero acaudalado y atildado jurista don Pedro Coloma, imbatible leguleyo de gran eficacia y tino certeros en pleitos inmobiliarios y contiendas civiles menores, nada de lo criminal y sus pringosos estafadores y atracadores de estancos y supermercados de barrio ni del hedor victimario de las catacumbas sociales y sus billetes mugrientos: en el amaderado (matices nogalinos y cálidas luces) despacho de la avenida del Antiguo Reino, a dos manzanas de Germanías, donde cuelgan abstractos y patinados cuadros realistas en singular y rica mezcolanza prepara, analiza y elabora las defensas y derechos de los casos confiados a su bufete: no pierde ni un caso, ni uno, ay de sus pasantes y becarios, más ocupados en tareas de documentación que de procedimiento, si esto sucediera, y ello justifica una facturación horaria a minutaje controlado de fantásticos honorarios que propician en la sierra aragpnesa fronteriza el chalet rústico de piedras escogidas y hasta algún sillar en su fachada robado de la iglesia de una aldehuela casi despoblada, el amarre de la moderna embarcación de velas  como las olas blancas y orgullosas en el Club Náutico, la ancha y luminosa vivienda en Colón esquina con Navarro Reverter, el gran piso familiar de Conde Salvatierra, herencia exclusiva de nuestro abogado e hijo único que fue, los viajes a Londres y Nueva York (fuera de temporada turística, libres del contacto con las masas viajeras invadiéndolo todo), las compras en París, las cenas en Roma, los bostezos en Viena y el negro helor de Praga, el crucero caribeño, las sosas pero obligadas monterías en la estepa castellana…

El letrado don Pedro Coloma Gardiel, cuenta la esposa y madre degradada, ya consentía pocos años después del mismo nacimiento de la niña todos los caprichos y ocurrencias que le asaltaban a la posterior zorrita pintora y escritora cuando comprendió tiempo después que un pincel en su mano no era sino una ridícula pose de falsa artista, así que… más llevadera la pluma, y a ella se entregó la hija desnaturalizada.

Tuvo su época de Picasso genial:

Papá Coloma costeaba el alquiler del estudio en el edificio Chapa, gracias, papito querido, los kilos de tubos de pintura y los metros del mejor lienzo, los trebejos selectos comprados en el Maraguat de Paz o en Pascual y Genís, las visitas a exposiciones internacionales allende las fronteras (Georges Pompidou, Serpentine Gallery, Stedelijk Museum, Sprüth Gallery, Martha Jackson…) Sufragaba los gastos de la vástaga, sus imperiosos caprichos de niña genialoide y engreída, macerada desde el brocado infantil en exquisiteces adobadas con algunas gotitas de falsa bohemia que paseaba por las callejuelas con olor a orín y mierda de todas clases, animales y humanas, por el barrio del Carmen.

Mancillada por ambos desalmados, proseguiría la madre el recuento de los agravios: papito querido, decía la niña pécora abrumada por las constantes regalías y los placeres escondidos, pecados ocultos a todos los ojos menos a los de ella, de bíblica lucidez, alertada desde tiempo atrás por los juegos oscuros entre padre e hija, y papito se relamía de gusto, sólo había que verlo, nadie debía llevarse a engaño, a la vista estaba, ¿cómo podían no darse cuenta?, ¿estaban ciegos?, ¿o sería que el mundo se había vuelto loco y ahora permitía lo abyecto y lo criminal como si tal cosa, como si ello fuese la manifestación más inocente del cariño filial?… La bienamada niñita: las trenzas de oro se derraman sobre la espaldita desnuda, tersa, tierna y reciente, angélica, más de una vez ella ha visto al padre letrado y marido miserable cómo sobaba sospechosamente las piernas de seda de la niña, así, como al descuido, sin afectación, con la mirada puesta en la pantalla del televisor, esas piernas a medio hacer, los pies aún enfundados en blancos calcetines, palmeaba el traserito respingón, rozaba con los dedos el satén tibio de los muslos, ha visto los besos lascivos sobre las mejillas arreboladas, satinadas de ingenuidad y ha descubierto, los ojos de una madre advierten la mala intención allá donde la hubiere, el embeleso del macho, centauro transportado a una ensoñación pecaminosa… ah, esas mejillas inocentes de la cría… calenturienta ella también…

Bien lo sabe ella, doña Eugenia Espina, dama divorciada, madre repudiada pero implacable, una sierpe enjoyada donde la cólera brama tras narrar los pormenores de su desgracia: quien tenga oídos, oiga: y denunció a los monstruos.

A los doce años de edad, la primera salida al templo de Paula Coloma: les dejaría boquiabiertos a todos aquellos fariseos y predicadores de lo vulgar con sus artimañas dialécticas y su oscura e impenetrable sabiduría infantil. Otra jesusito.

Sólo unas palabras, una explicación sencilla –le conminan los togados-, cuéntanos todo lo sucedido, lo que sucede, lo que ha de suceder (bajo el cielo, sobre la tierra), y de inmediato ponemos fin a esta situación embarazosa.

La púber no sabe si burlarse o echarse a reír.

Delante del juez:

¿Qué es todo esto?, pregunta inocente.

Pues… todo esto. Lo que está pasando.

¿Lo que está pasando? No entiendo… ¿Qué está pasando?, ¿y dónde?, ¿y por qué?

Debes contarnos las cositas que te hace tu papá.

¿Cositas? ¿Por qué habla en diminutivo, capullo? Tengo doce años (y con toda probabilidad algunos más intelectualmente que tú, señoría gilipollas).

La Niña Superior desactivaría sin mostrar el menor síntoma de flaqueza o contradicción cualquier intento de involucrar a papito en el complot que empezaba a urdirse. Fue examinada física y mentalmente y sometida a un interrogatorio que constituyó el perfecto manual de la práctica capciosa, pero la niña lista no les daría ocasión alguna de tergiversar torticeramente sus palabras y se desembarazó con rapidez de la tentativa de manipulación por parte de aquel equipo de bienintencionados que, conjuntamente con la letrada que asistía a la arpía de su madre, andaban tras una confesión a todas luces indecente. Cerebral y sutil, desarmó sin reservas la instrucción previa y cualquier indicio que conllevara la imputación de su papito. Hasta ahí podíamos llegar. Cada perro con su hueso, se lo coma y allá se lo halla. (En realidad, aquel inusitado espectáculo promovido y patrocinado por su mamá le traía al fresco, incluso le hubiera divertido bastante de no adivinar los riesgos a los que podría someter a su papito si no medía sabiamente sus palabras, si existía alguna mala interpretación que acarrease una indeseable delación por su parte.) Los dos eran culpables, pensaría la denunciante en sus largos paseos a lo largo y ancho de las calles del centro de la ciudad (inalterable, reconocible siempre, algún comercio cerrado al paso de los años, la nueva cafetería, la boutique de moda, reformada la otra tienda, pero…) y del que no salía jamás en sus vueltas y revueltas, pues más allá de las Torres, Nuevo Centro, el Ensanche y la Plaza de España no existe nada. Ella era doña Eugenia Espina. ¿Quién era su hija? ¿Qué era? ¿Nació de sus entrañas o de sus pecados?, la hija mimada  y el bastardo corruptor, los dos narcotizados por la atracción nefanda que sentían el uno por el otro, anegados en una culpabilidad que nadie admitía ver, esa cría pecaminosa y cochina de doce años había logrado convencerlos a todos, enmascaraba con astucia la infamia engalanándola con los disfraces del juego candoroso y el entretenimiento paterno-filial, ante los demás la calificaba a ella misma, ¡la madre!, de loca, y frente a eso todos los argumentos deductivos e irrebatibles se desmoronaban como si tal cosa, sus acusaciones, tan ciertas como que el aire es invisible y los pies sirven para andar (símiles del personal acervo donde solía escarbar doña Eugenia Espina Castellar en el transcurso de sus conversaciones dispares), quedan en agua de borrajas, se diluyen en la temeraria credibilidad otorgada a una hija echada a perder por su propia vileza y la lasitud moral de su progenitor. ¿Y hasta adónde iba a llegar la afrenta? Hasta lo demoníaco, hasta lo nunca visto… ¡Las declaraciones de la incestuosa se volvían contra la demandante! ¡La acusaban a ella de difamación! ¡De falso testimonio! ¡A ella, hija y nieta de jurisconsultos!… Fue inútil la batalla contra los sucios depravados, padre e hija. Un desalentador corporativismo tácito, explícito sólo para ella al parecer, entre los bogados de las dos partes, característico de los de ese oficio de charlatanes, impidió que prosperara de la verdad frente a la mentira. Aún saldría bien librada si no la metían a ella entre rejas. ¿Y qué es ahora? Es la prisionera de Conde Salvatierra, la solitaria del piso señorial cargado de fantasmas y vetustas piezas de antiguo mobiliario, candelabros aparatosos, pesados cortinajes, extraños aparadores repletos de cuberterías inútiles y vitrinas que muestran cristalerías de vírgulas primorosas que no han de utilizarse jamás, a solas con su pensamiento (a solas… con la chica de servicio, la mujer de la limpieza, la costurera, la peluquera, la manicura, el portero, la mujer del portero, las amigas de la hora del té, las comidas frente a la playa acompañada de su hermana gemela doña Filomena…), sola desde que decidió huir de la concupiscencia entre padre e hija que a ella tan meridianamente le constaba… Sola durante años y años rumiando el pecado ajeno.

Huye, ser humano, de esas mujeres que a media mañana se toman un siniestro café con leche y quedan intoxicadas para el resto del día… No menos que el tipo español de madrugador ejemplo, espécimen de varones viriles y martillo de apocados:

Café solo. Y coñac. Veterano, demanda de pie frente a la barra.

Ya no se lleva.

Pues el que sustituya. Qué cojones. ¡Será por gaznate!

Y fueron pasando los años, que diría el clásico, y algún encuentro indeseable hubo entre madre en hija en sus andanzas por la ciudad, delante de algunos de los escaparates de Poeta Querol o merodeando frente a una de las tiendas de Colón y adyacentes, en las perfumerías de la planta baja de El Corte Inglés o, movidas ambas por misterioso capricho de sibarita, husmeando en las estanterías de la bodega de Las Añadas de España, saliendo una y entrando otra en Las Mantequerías de Ultramar, con los ojos bajos, ignorándose educadas y distantes, altivas, o desoladas… Pasando los años, los recuerdos y los olvidos.

… En otro siglo ya, Dios mío, camino yo de los sesenta, pero ¿qué es todo esto?, no entiendo nada, y la niña esa maleada por el rufián encorbatado de su padre, qué adolescencia exhibió por las calles de Valencia donde de tantas amistades de linaje probo y respetable podía presumir ella, relaciones presididas por la regla más estricta, el protocolo más obedecido, exquisito en lo formal y cortesano en los gestos, esa necia chiquilla que ha preferido mantenerse lejos de la jurisprudencia que por vocación paterna y legado de tres generaciones, incluida la de su propio abuelo materno, debiera haberla atraído… La incestuosa terminó abocada a esos estudios de Bellas Artes, que no son nada y que de nada sirven para encauzar una vida solvente, ¿qué clase de educación es ésa?, y una década después todavía terminaría peor, con las patitas encalladas en un lodazal por no saber a qué atenerse, acabó de escritorzuela, de…, ensuciándolo todo con las porquerías que su cerebro enfermo le dicta… sin importarle el mundo, su posición en él…, esa hija que por monstruo ya no lo es de mí, vástaga de nadie…, escribiendo mamarrachadas para la televisión…

Ella que fue madre… esconde su neurosis, sus fobias y harapos mentales en una soledad llena de resentimientos.

¿Existe esa mujer?

Ni siquiera piensa en ello Paula Coloma Espina en el año de gracia de 2008, ella destruyó mi infancia, amargó la vida de mi padre, mujer entreverada de odio y frustración, una franquista sin Franco, una pobre mujer pelele que nunca ha sabido nada de nada, clasista ridícula, confundiéndolo todo en plena era de la modernidad, mujer fuera de época, rancia en cualquier siglo, un cerebro femenil enfermo por todo el montón de supercherías, convencionalismos y manipulaciones que ha sufrido desde antiguo, mujer cobarde y hasta capaz de airear en público una incidencia familiar tan prosaica, tan fútil, una nadería como las caricias de papá  desplazadas por ella a la calumnia y la culpa en virtud de su calenturienta imaginación, un hermoso sentimiento rebajado al insulto y la condena por esta víbora de la inmundicia y el deshonor, qué sabrá ella de la dulce complicidad entre hija y padre, los tiernos encuentros al término de la jornada laboriosa y escolar donde la caricia no era sino el refrendo de un cariño mutuo, inigualable y sin reservas ¿a qué vienes a este lugar de armonía, de poesía y nobles sentimientos?, ¿a qué vienes a este lugar donde el amor más puro eleva su llama a las regiones de la gran fraternidad, ahí donde el amor filial encuentra su acomodo y dulce mostración? (etcétera). Pero Paula jamás se sentiría atribulada por la ausencia definitiva de la madre en su vida, ¿qué es una madre?, una vez con tu propio aliento, lejos de su repiración profunda, del tacto de sus manos cuidadosas, ¿qué te une a ese otro montón de carne sino secretos y duelos?, ¿qué permanece en tu interior de ella?, ¿hasta cuándo has de arrastrar contigo una dimensión de ella más plausible que un simple y pasajero recuerdo intercambiable?, ¿y si esa madre se vuelve demente, intenta destruirte, minar de trampas y obstáculos tu viaje por el mundo? El hecho de que tu vida biológica, la cacharrería, surgiera de ella nada ha de significar o certificar ante una existencia, la tuya, que ha de proveerte de otros avatares, dilemas y resistencias. Los pocos encuentros fortuitos que han sucedido entre ella y tú por las calles de la ciudad, contados por otra parte, han oscilado entre lo dramático, la incomodidad después y, finalmente, lo desopilante, pero nunca sugieren lo trágico ni siquiera una sensación violenta: las miradas de furia contenida que recuerda de su niñez han devenido desamparo, una mirada huidiza y sin brillo, la de la soledad y el hastío de la airada. Al cabo, todo queda en esta vida como un inventario de anécdotas y extravagancias que terminara por frivolizarlo todo: lo que depara el día o la tarde, los años, las horas…

El día, la noche…

El tiempo que pudre…

Y fueron pasando los años de aquella presentación en sociedad Brell, padre e hijo ya por entero reconocibles para ella, esa tarde memorable, también primaveral…

Así que un whisky, querida…, sonreía el erudito, aún con las chiribitas Klee en los ojos (879 páginas y… todavía work in progress).

Paula Coloma Espina aspira el cálido aire primaveral que parece haberse apoderado de todo el campus, de toda la ciudad, de ella allí sentada, y con la vista fijada en el perfil menos agraciado de los restos que el tiempo justiciero ha acabado por esculpir en el otrora Caballero Azul y ahora Escudero Alicaído de Nariz Aguileña y Frente Algo Despejada. ¿Y si empezaran de nuevo?, precipitarse hasta con los ojos cerrados en una nueva oportunidad, la mejor de ellas, la más sublime o… perversa, tanto da, embriagarse otra vez con las mieles de la vida, hasta con la hiel del mundo, pero vivir de nuevo, que todo vuelva a tener sentido al lado de ése, o junto a otro, qué más da, porque todas las pollas son la misma polla, todos los tíos acaban en la misma mierda, el mismo gemido y el mismo grito, los mismos reproches e idéntica fatiga, la misma miseria de comprender que van directos sin marcha atrás a la tripa hinchada y las piernas blancas, torcidas y blandas del viejo, frustrados y enfermos sin remisión posible, que todo fuera empezar de nuevo, aún no demasiado viejos, y ella mucho menos, casi una decena de años menos que el apuesto profesor, empezar de nuevo con los ojos sabios, la lengua aviesa, la piel suave y limpia por el gel vigorizante y milagroso, los huesos y músculos en su sitio, estimulado por el olor del mar, el aire del pino, de la brisa que te convierte en joven que reza el anuncio patrocinador y cínico de la serie de marras que te trae de cabeza, empezar de nuevo pero con toda la mala hostia de ahora, con toda la turbulencia inapelable y corrupta de ahora y sin la mesura primeriza y los escrúpulos necios de entonces, sin el menor deseo de ser un idiota sin tacha, ¡pues qué más da al final de la carrera!, ser sin la mínima duda que neutralice una decisión loca, pero todos estos pensamientos que rondan sin cesar el mismo temor, la misma consigna…, apresar el tiempo, detenerlo, ¿dónde me lleva todo esto?, a éste, testigo manso y derrotado que ahora mira en derredor con el aire absorto del catatónico, al ayer que también fue mañana, a todo lo del pasado bueno o malo, porque lo de delante, si no aprovechas la dicha que te sale al encuentro, es la muerte...

Esta mala zorra… a saber lo que está pensando, follarse a alguno de estos (o estas) jovenzuelos a medio hacer, un sucio revolcón que serene su sangre bullente de imaginaciones, el ánimo cada vez más doblado hacia el lamento o la nada, ah, pero tenía un fantástico lado fondable, ahí te podías hundir como en un mar de algas, profundo, tibio, inagotable, sí señor, y ahora mira en qué hostias se ha convertido, en una buscona disfrazada de ropas caras y remilgos de auténtica fulana sin saberlo, sus caras botas de media caña, en abril y en Valencia, hay que joderse, la tela del vestido mínimo, la piel del bolso Vuitton y el oro de Atenea, menuda zorrita de entretiempo, mi mujercita, que cada vez se va pareciendo más a una de esas putillas con ropa de marca que pueblan lastimosamente las series en las que escribe, diseña o vaya uno a saber qué diablos de colaboración bien pagada es la suya, se le está contagiando desde hace años el vocabulario entrecortado y sucinto de los niñatos, el atragantamiento de las vocales, las muletillas, los eh reiterativos, los vale de hortera, los o sea de criaturas inertes, las miradas a una lejanía preñada de vacíos: qué conversiones, qué ensimismamientos… Me miro, bien me miro: lerdo bien cebado y mantenido con la única obligación de saberse vivo mientras rueda la sucesión de días y noches hacia no se sabe muy bien adónde, así de sencillo… 

¿Comemos en Deless o en casa?

¿Comerán en Deless? Las palabras suenan a falso, una abulia inevitable, una indecisión llevadera, nada irritante, que se halla lejos de la duda enojosa, como de indiferencia. Una absoluta apatía enturbia los ojos de los dos, en especial los de Brell.

¿Van a abandonar los asientos, a quebrar una indolencia que apacigua cualquier apremio, cualquier atisbo de deber u obligación o incluso las ganas de modificar mínimamente (sonreír, alzar una mano) tan placentera situación? Se está muy bien bajo ese sol inofensivo y acariciador, mecidos por el tiempo, o mejor aún, instalados en el silla del tiempo, como si se hubiese detenido y los tiene anestesiados de por vida en esa mañana tan hermosa rodeados de vidas estudiantes por hacerse, culminarse.

Se hace tarde, dice uno de los dos.

Boceto: ¿para qué?, se pregunta con la mente en blanco.

Paula: ¿para qué?, humillada al tener conciencia de las bolsas llenas de delicatesen a sus pies. Todo esto se puede comer esta misma noche, o mañana. Puede comerse más tarde… o no comerse nunca. Pero haberse metido a media mañana en ese antro perfumado de sabores, llegar aquí andando cargada con las bolsas porque a este imbécil se le ha antojado hoy no coger el coche, precisamente el día que yo lo he dejado en revisión, para que ahora prefiera comer fuera de casa, él sabrá la razón, si es que tiene alguna… ¡Andando de aquí para allá con las jodidas bolsas en la mano!   

Son las doce y cuarto. ¿Dónde tienes el coche?, pregunta él.

 En revisión.

(¿Y el suyo?)

Ha venid0 en metro a la facultad.

Mentira.

¿A qué esas prisas? A él no se le ha ocurrido cogerlo hoy.

Mentira: no ha venido al campus con él pero lo tiene a plena disposición en un aparcamiento del centro.

Deja de pensar.

Nada modifica la pacífica espera de Brell bajo el astro benévolo. El sabio Brell, el peripatético, el estoico, sus palabras sin pronunciar, (de maestro, al fin y al cabo), pues El Profundo, El Adepto, se refugia en el silencio (el sabio debe callar), invita a la ataraxia, filosofa sobre la piedra amarilla del sol, la geometría cósmica (?), una materia inanimada, ¿el pensamiento nace de la materia, es la misma materia?, puaf, muere ésta y adiós pensamiento, se pudre antes que la propia materia, ¿sobrevuela el pensamiento junto a la líquida pestilencia del cadáver?, ¿a qué regiones definitivas allega en tan invisible singladura?…

No se trata tanto de discutir sobre la existencia o no de Dios, sino de la clase y naturaleza de ese dios.

De acuerdo, Dios existe. Pero ¿qué clase de cosa es?, ¿de qué está hecha esa cosa?

Porque, es invitable, de ser es una cosa.

¿Buscaba respuestas a estas alturas? Las repuestas pueden ser equivocadas. De hecho, casi siempre lo son. Sólo atente a los hechos.

¿Otra cerveza? Tal es un hecho sin filosofías estorbadoras.

Es capaz de pedir otra cerveza de esas que se echa al coleto, ese brebaje plebeyo, de marca industrial…: Paula observa el perfil de bronce de Brell, el rostro petrificado de él que se ha vuelto hacia ella, escruta su semblante y, ya hace años que experimenta esa sensación, no le resulta nada difícil verlo como a un extraño, un tipo que nunca ha tenido nada que ver con ella, y que podría desaparecer en un instante de su vida y no suceder nada, algo intranscendente, tan nimio, tan ajeno a las cosas y costumbres de su vida: abrió la puerta, salió y la cerró tras él. Adiós, adiós.

¿Sería capaz de amputárselo de sí misma? Resultaría una pérdida innecesaria que tampoco iba a mejorar o empeorar nada su existencia.

Qué raro, ¿y nunca ha vuelto a saber nada de él?

Como si se lo hubiera tragado la tierra… Enterito se lo engullió.

Se dieron la paz y salieron del templo.

Recuerda el ingenio de James Joyce: No desapareció de nuestras vidas porque hubiera muerto, sino porque cambió de costumbres.

Y un día ambos, mucho antes, en edad temprana, niños sabios, inmortales, asombraron con sus palabras a los reunidos en el templo, y Paula piensa que Ignacio Brell Gay sigue tan simple y arcangélico como a los doce años en su visita al templo, como a los dieciocho con el libro bajo el brazo, como a los cuarenta sin libro, fuera del tiempo ya, fuera probablemente de todo…

He triunfado…, se dice el hombre, decidido ya a tomar una tercera cerveza: ningún dios va a ser capaz de lograr que levante el culo de la silla. Celebro el sol, piensa, o algo parecido a eso, una frase vacua.

Él es el cínico.

Soy lo que soy.

Un filósofo jugando con sus soldaditos de plomo. Un triunfador. Aunque… libre de la tosquedad: soldaditos de plomo, colores brillantes, el gesto impertérrito por siempre jamás: eternos: he ahí la grandeza del soldadito de plomo, tan cerca del fuego.

Otros he visto menos refinados cuya manera de acabar triunfando consiste en hincharse de cerveza los sábados por la tarde, estar atento a la clasificación de la Liga de fútbol los domingos, cambiar de coche cada cinco años, tener un perro, comprar una nueva cortadora de césped, la comunión del nene, la boda de la niña, el viaje a Cancún, el golf de los viejos…

Este Brell, o alguien como él, fue quien te preguntaría un día igual a este, o como cualquiera de alguno de los de atrás: Mírate, ¿cómo demonios crees que has acabado? Básicamente contrito. El tipo te miró desconcertado (¿dije en realidad básicamente contrito?).

Su escrutinio intelectual deja mucho que desear, sobre todo si está pendiente de la camarera, mantente alejado de cualquier esfuerzo, muchacho, ésa ha sido su máxima en el fondo de todo, lo único que de verdad se escondía en lo más hondo de sí mismo muy detrás de sus máscaras, todo nos ha sido fácil en resumidas cuentas, él no va a negarlo, honra que ha tenido de origen y bien que ha sabido preservarlo y aun mejorarlo en algún sentido, a qué repudiar la herencia, las facilidades, todas las regalías de un linaje escogido, sólo tuvo que seguir la senda trazada de los elegidos, los fáciles laberintos de una pubertad y juventud a salvaguarda de la fatalidad, sin asedios ni pesares, un juego de barraca de feria, nada más que eso, y no equivocarse en exceso en todas aquellas ordalías algo atrevidas que un derrotero adolescente de (falsa) independencia plagado de trampas y desafíos inútiles colocaba frente a él, la experiencia no es sino la habilidad de escurrir el bulto pues todo lo que de ella has aprendido sigue hallándose más cerca del error pasado que del acierto futuro, y en especial, en su caso particular (sólo se tiene a él para la indagación profunda), cualquier refutación de ese aserto ha de contemplar en sus premisas iniciales su tendencia innata a escabullirse de las tareas ingratas o de una responsabilidad onerosa, hasta ahí debe replegarse. Él es un tipo listo, de los más listos, se puede evitar en buena medida el sufrimiento, aguantar como un reptil en plena digestión feliz los malos tiempos… Escondiéndose, silenciosamente: glu-glu, glu-glu, susurran los jugos gástricos.

Habría que remontarse hasta la misma infancia de Ignacio Brell para descubrir las incapacidades morales y ausencias de empatía que en él irían robusteciéndose al paso de los años. La misma Paula Coloma bastaría como instrumento socrático para la mayeútica en este caso tan especial que encarna, como diría el clásico, nuestro protagonista. Ella conocía de sobra sus íntimas y tempranas debilidades propias, aquellas experiencias febriles que en compañía de papito colmaban entre el cariño y la ternura sus secretas curiosidades de niña adelantada, le es fácil discernir por consiguiente las que tienen que acarrear los demás por mucha simulación que pongan en el asunto, así que él, Nacho El Menor, no ha quedado al margen de aquellos galimatías infantiles, y ella lo sabe, a pesar de que él lo niegue, o ni siquiera eso, simplemente lo haya olvidado o finja que lo ha olvidado: no es mejor que yo ni lo ha sido nunca con sus tapaderas intelectuales, sus proyectos aplazados y la comedia latente de su pasado más cercano como escritor comprometido (con qué) en ciernes, cuando andaba con una pluma en la mano para defenderse quién sabe de qué asechanzas, un menester que se demoraba antes y ahora, hundido en el piélago de la docencia, en un sinfín de notas deslavazadas sin concluir nunca en nada, una farsa que inmoviliza el tiempo, a él mismo,  en una esperanza vacua y cuya inconsciente fragilidad de origen a la vez que la predeterminaba estéril no excluía las equivocaciones interesadas y el despotismo ridículo de una creencia personal e intransferible que de siempre le ha impedido cambiar de rumbo y afrontar los imprevistos radicales de la mayoría de edad (soy fiel a mis principios, declaraba este otro hermano de los Marx) venciéndolos, o al menos mitigándolos, y lograr algo fértil para sí mismo y los demás, o al menos plausible, estimulante… una coartada, una, un …

Una insolencia casi criminal… porque él era plenamente consciente del descaro que perpetraba.

Puedes alargar la mano y meterla en el saco del mundo para sacar lo que se te antoje.

¿Cuándo vaticinó la quebradura posterior? (ese reconocimiento, naturalmente, propició la renuncia absoluta a impedir aquélla).

¿Cuándo se claudica?

Cuando uno no se da cuenta de que lo hace.

¿Cuándo empieza uno a desmontar el juguete?:

Cuando uno se ha cansado de sí mismo y le parece mucho más divertido atisbar por ahí adentro los mecanismos, los entresijos, los suaves chirridos, las piececitas insospechadas del interior…

Después, lo vuelve a montar.

Pero le falta o le sobra una pieza. Qué te parece, y aún así, la cosa funciona.

Entonces…

En realidad, los ideales de uno se sostenían con pinzas: los desprendes de una, y todo se tambalea en el aire hasta caer, y casi siempre sin estrépito.

¿Te acuerdas de Gross Banley? El tipo terminó convertido en un mierda, un tubo digestivo con piernas, más o menos, con mayor o menor cantidad de grasa, como todo el mundo. Como Jeff Koons.

En el principio, aunque empieces mal, todo es posible. Luego, falta o sobra una pieza. Pero, ¡qué diablos! Y, mira, vuelve a moverse. Sí, las cosas funcionan, pero ahora ya sabes que el muñeco se parará, se vendrá abajo, o peor todavía, dará vueltas sobre sí mismo, en el vértigo, en la locura, sin saber ya nada de nada, como esos tipos muertos de Chandler, los segundones que aparecen en muchas de sus páginas: Ahora estaba muerto, caído en el suelo, bajo la lluvia, todavía con el sombrero en la cabeza y visible la raya del pantalón, y era un pobre tipo que nunca había sabido nada de nada.

Uno ¿se rinde? Al final, se rinde, se rinde siempre, el cuerpo, la desgana…

La rendición es un descanso: únete a tu enemigo que eres… tú mismo.

Uno se rinde siempre pero, váyase lo uno por lo otro, le saca partido a esa rendición: 300 millones de sestercios, mi querido Séneca.

Un sorbito de cicuta y todo te es arrebatado de golpe, sin contemplaciones, de una vez por todas. Por accidente, mandato superior o antojo divino. Pero, antes… Breve la vida feliz del sabio de alma tranquila.

Pero antes me rindo senescentemente: la jovencita entre las piernas del estuprador, los puñados de sestercios, el lujo, el poder, una eterna digestión: al final juegas peligrosamente con un monstruo que se revuelve contra ti hasta aniquilarte.

Nada se queda a medias, a pesar de que lo dejes estar, se dice El Profesor, Brell el Joven, frente el auditorio de sus bisoños e ingenuos alumnos: es una parte del todo lo que explica sobradamente la obra. Nada se culmina nunca, insiste El Enterado: no basta una vida, ni aun mil, o cien mil, para desentrañar la magia, el prestigio, que mueve el misterio, el truco del mago, la pausa de la nada.

Lo más fácil es creer en un dios, el Dios: su aliento insufla de vida la muerta materia, la piedra, el vegetal, el ser. Cuando se cansa de soplar, te mueres. Muerte o vida: Dios; dolor y pena: Dios; fortuna o desgracia: Dios; justicia u oprobio: Dios; enigma o certidumbre: Dios; principio y fin del universo: Dios; recompensa o castigo: Dios; un día de perros o un billete de lotería premiado: Dios; blanco o negro: Dios…  El siete: Dios.

En fin: Dios. Qué cosa. (Boceto apura la tercera cerveza sin el menor arrepentimiento, hurtándose a la mirada de Paula.)

Como el bálsamo de fierabrás: roto o descosido.

Dios es mi pata de conejo: pórtate bien, sabandija, nada de flirteos con los demás a partir de ahora: te debes a mí en cuerpo y alma, a mis pensamientos, a mis acciones (oh, Tú, El Omnipotente, Mi Dueño, Mi Azar).

El pecado no exige el sacrificio. Basta la penitencia. En las penumbras templarias y el olor incensario basta el hecho de arrodillarse ante el confesionario, postrarse ante la celosía inextricable, ante ti… ante la sotana oscura y su voz grave de onanista, líbrame de mis pecados y cárgalos a tus espaldas…

Se acabaron los cómics, el chocolate a la taza, el videoclub, la copa de media tarde… Una semana de abstinencia.

Todo en Séneca, todo en sus miles de pergaminos enrollados y vírgenes entonces (hasta la lectura de hoy), es una filfa, todo es literatura, que suena a pura academia y resulta bastante pretenciosa en nuestro tiempo a decir verdad, pura recreación, plumajes…. ¡Ser estoico sentado sobre millones de sestercios, con la panza llena, la mujer esclava, la púber calentado el lecho de la noche!

¿Qué me dice de la retórica?

Adorna.

Y eso, ¿para qué sirve?

Suele atraer la atención del iletrado… solo quincallería… Las plumajillas…

En ese caso…

Oh, Dios mío… a los del siglo XXI les gusta la trama, el sonido… ¡las plumas! En efecto, han retrocedido ciento cincuenta años, hasta el mismo Balzac, hasta la Eliot, la Austen y la Pardo Bazán, hasta… La novedad de los soportes los engatusa, los hace retroceder cien años. Ha vuelto la trama…

La Trama, monsieur Ponson du Terrail (o… Pérez Escrich).

Sé serio. Ja. Te costará la fortuna y la dicha. Serás desgraciado. Mas líbrate de la desesperación, la impotencia es pasajera, la renuncia no definitiva. Sé serio: la muerte acecha, y al final acierta, repugnante y hermosa ella se echa el pelo hacia tras, chasquea la lengua, mira adelante, sonríe de manera seductora, lanza los dados, no puedes esconderte en ningún rincón oscuro (quizás debajo de la cama infantil): el once. Sé…

He aquí que llega la cuarta cerveza de la mañana: ¿unas almendritas saladas?, le había sugerido en la otra vida de hace cien años Brell el Viejo a la joven Paula vestida de gala (con las piernas al aire).

Brell el Joven sorbe los primeros tragos de la cerveza de barril recién tirada, fresca, espumosa: nada de cicuta. El peor pecado acaso sea el haber nacido, pero la mejor penitencia es aquella que aprueba el cuerpo y narcotiza la mente.

Así que Dios, El Enemigo Invisible... No te entregues a él, no te rindas, sé humano y pecador, plántale cara con las armas (del vicio o la virtud, es lo mismo) en la mano, sé despiadado guerrero (y bebedor de cerveza) aunque tus palabras inviten a la mesura: en esta vida tú le ganas la partida, sólo en la enfermedad y la muerte conquistan los despojos y las ruinas que resultan de una existencia disipada, él sólo es El Señor de la Muerte, de sus Valles y Negruras.

Nada de abrirse las venas, donar esos regueros de sangre que fertilizan los campos del Hades con suicida alegría… Sé serio… ¡Qué diablos! Voces interiores: ¿Tendrá mejor metal su pedo? (Oh, mi Paula.)

Undécimo: no salpicar.

Morir calladito, sin alboroto ni publicidad, es la forma de buena educación más encomiable.

Qué vida.

La de él cuando aventurero intelectual, imaginando vidas no suyas, leídas, ay, de aquí para allá: Poeta en Madrid (seis días).

Viajeros y Estables: una pensión madrileña de los años cincuenta con aromas de cocido pletórico y rebosante: La Fonda del Diablo. En realidad, olía a coliflor hervida, a ropa húmeda, a tapizados polvorientos, a colonias baratas y al sobaquillo de entre semana, a las sábanas de las camas adensadas de sudor e insomnio que la lejía generosa de los sábados no lograba disimular, a zapatillas gastadas por el uso y a batines de felpa salpicados de la costra de frituras innúmeras, a pescadilla rancia, olía al incienso de todo lo viejo y mohoso de la ropavejería de aquellos que nada podían esperar porque siempre estaban vestidos de la misma grisura en el punto de partida a la nada, olía incluso a las desilusiones, fracasos, delitos y pesadillas de los cientos de huéspedes que habían deambulado durante años y años entre sus paredes empapeladas encorvados bajo el peso de sus frustraciones, la miseria de sus bolsillos y la falta homicida de futuro.

E iban desapareciendo por riguroso turno de llegada (y salida) uno tras otro con la maleta en la mano a ninguna parte, y nunca más se les volvía a ver, allá se iban con su olor a puchero de enfermo, cualquiera sabe a qué regiones, qué ocupaciones, qué otras derrotas, se iban con los harapos de sus ambiciones perdidas del todo.

Laura vendrá a cenar, y el mundo se pone del revés, las saetas giran en sentido contrario, el sol se pone por el este y las plantas conquistan el azul desdeñando definitivamente el verde: y bajo tus pies sucios el cielo... ¡glauco!

O ¿el mundo se ha detenido? Las aguas del mar rojo se repliegan, permiten la huida hacia atrás, hacia las preguntas, hacia los males… Vuelta a empezar.

Todos los días es el comienzo… si te lo propones.

Para no sufrir el aburrimiento, la ausencia torturante de la desgana y la apatía, el tedium vitae, tienes que huir de algo -y no de ti mismo-, alojarte en aquello real y poderoso que altere tu equilibrio emocional y psíquico de tal modo que te arroje al olvido… Sólo de ese modo adquiere la vida su sentido más enriquecedor y de plenitud.

¿Había alguna cosa por la que llorar?, se lo preguntaba meses atrás (sin mojar los labios en espuma alguna) sumido en un aburrimiento atroz: estoy perdido… Miró a través de los cristales sucios de febrero la lluvia gris de afuera, las siluetas oscuras de los desconocidos resguardándose del viento furioso y la lluvia oblicua bajo los paraguas rotos vueltos del revés, debajo de las marquesinas: protégete de la vida… entonces… Entonces ésta puede ser magnífica, una excursión inenarrable (por sus procacidades y crímenes) de  un míster Hayde sin esdrúpulos, juguete de sus voraces apetitos, que diría el clásico (el guionista) sin mayor recato.

Durante mucho tiempo estuvo aprendiendo a zascandilear con su cara de buena persona entre los demás. Si bien, a veces, la máscara se tornara huraña o indiferente. ¿Se merecían otra cosas los demás?, no, en efecto, ir a lo propio, uno es lo que es,  tú eres el espectáculo, lo eres todo, el libro donde más tienes que leer, el paisaje más afín, el bodegón de tripas más inextricable y fascinante, el retrato más poderoso, y tampoco hace falta que te desnudes inmovilizado y en escorzo o no ante los ojos de los otros, toda la filosofía gira en torno a ese tipo silente, invisible y todopoderoso que nace de las dobleces y repliegues que pueblan tu viscoso cerebro a oscuras, tus escondrijos…

Laura vendrá a cenar, había dicho con voz meliflua, un susurro de la boca pecadora, una sutil indiferencia a medias grabada en las pupilas por la oculta socarronería que brilla por debajo, Laura, ese nombre bajo el sol de un campus que se agita de los mil pasos aquí y allá de alumnos de la vida, estremecidos de un instante de felicidad por las infinitas promesas…

¿No es éste uno de ellos?, se pregunta la dama con ese aire inconsciente de la golfa aseada, impermeable a la contingencia.

¿Uno de ellos ese tipo bebedor de cerveza…?

La voz de Brell es conciliadora, no registra la menor irritación, ni tan siquiera impaciencia, es un sencillo interrogante, plano, ausente de verdadero interés, pues en ese instante tiene la mirada perdida entre los bultos y las sombras tan horizontales que no dejan de moverse un instante sobre el suelo, van y vienen, se entrecruzan acuchilladas por el sol crudísimo de finales de abril prosélitos alarmados, algo felices, por el futuro.

Uno de los que se valieron para la fiesta del sexo. 

Hay que ir hasta casa, se dice el profesor. 

Hay que llegar allá, donde estás a salvo en el olvido, en la nada, esa penitencia venial a la que te has condenado hasta el final de tus días.

Boceto se pone en pie.

Laura vendrá a cenar, había advertido ella. La luz del sol pareció cegarse de repente: Por fin la oscuridad absoluta del fin del cosmos. Pero Brell se recuperó en unos segundos, no más de cinco. No había tal cataclismo. La luz prodigiosa le envolvía.

Se dirige al interior del local acristalado. Paga las consumiciones.

Comieron en Deless.

Me llamo Jeff Koons (aunque no sepa tocar el piano), como todo el mundo.

¿Y qué quieres saber?

Saber lo que quiero.

¿Saber lo que quieres? Quieres lo que no sabes.

¿Cómo voy a querer lo que no sé?

Precisamente porque no sabes lo que quieres.

Es lo mismo.

No, no lo es.

En todo caso, parece el mismo problema.

Pero… ¿qué demonios estás diciendo?

¿Cómo que qué estoy diciendo?

¡Qué tiempos…! Ni siquiera saben lo que quieren ni quieren lo que saben…

(Y todo esto antes del Martini que iba a aliviar la espera del primer plato.)

No pueden ser otras las épocas: Dios ha muerto… o en Harmagedón, derrotado, se dejó hasta las pestañas y ya no levanta cabeza, se limita a sobrevivir de universo en universo, y en silencio, bien calladito y con las manos quietas, no vaya a ser que le echen mano al pescuezo otra vez, lo dejen para el arrastre.   

¡Qué tiempos de desolación…!

El arte nos recupera… sin dios.  Esa ausencia nos hace más libres, pero también más esclavos, nos ata a la tierra.

Así que Klee…

Hay un hombre en Locarno que duerme junto al lago, se dice cosas, o sueña cosas (quizás sueñe de cuando en cuando con la mujer que fabrica muñecas), o se las dicta el ser vivo que fue. Jamás despertará: ¿Quién soy?, se pregunta: Klee.

Sopesa en la mano un puñado de ojos de cristal.

Una especie de universo fantasmagórico y, al mismo tiempo, tan próximo a la magia natural de la realidad, a sus misteriosas geometrías.

Una especie de galaxia de llamativo cromatismo.

Un cosmos pictográfico.

Pues, ahora, estás muerto, inerte, encerrado en el mutismo y la inmovilidad más absoluta. Una cárcel de la peor especie, en la que puedes pensar sumido en la oscuridad del todo impenetrable, preso en el núcleo convulso y más espeso del cerebro. Dormido, quieto… hasta que te mueras definitivamente.

Soy pintor…

Eras.

Soy artista.

Artista… con la boca cerrada de una maldita vez y con las manos caídas y muertas a los costados. Sin pinceles. Se acabaron los pecados. Se apagó la luz.

…Es el diablo quien me ayuda. A pesar de mis buenas formas, hasta exquisitas, la furia del salvaje me dominaba. Pero esa mala educación no traslucía en mis obras ni en mi carácter reservado, unas obras cada vez más misteriosamente simples y diabólicas en las que latían unas fuerzas ocultas e indescifrables, como las actuantes en el cuadro de Basil Hallward, una antítesis oculta y temible de lo que mi naturaleza callada proyectaba a los demás y que nunca lograron adivinar o de la que precaverse.

Mi obra ha sido… un retrato al revés: a mi me envejecían y arruinaban los días, las mismas horas…

Tus malas obras, aunque malas, ahí seguían, impertérritas: tú te ibas pudriendo, ellas se inmortalizaban en su esencia inalterable. No entendía la razón (o la perversidad de tal voluntad), pero lo único que tenía que hacer, solamente eso, era inventarse ante sí mismo cada mañana al amanecer, los demás podían aburrirse todo lo que quisieran viéndole siempre igual, repetitivo, intrascendente.

El artista puede expresarlo todo, se ha dicho… Vicio y virtud son para el artista materiales de un arte…, de una vida: lo moral es un acto de defensa… ¡ante los otros!

Calibán (rabia de verse en el espejo zafio, deforme y esclavo, rabia de no verse real, dueño y señor de lo que fue, aun zafio, deforme y esclavo... ¡y con toda la brutalidad, ingenuidad e indefensión de sus fuerzas!.. que nada pueden con la vaguedad del espíritu taimado y calculador, seboso, complaciente de Ariel, triunfador y bailarín, elegante espíritu burlón, ganador al fin de su libertad… ¡libertinaje!).

Pues, señor, había un hombre que dormía junto a el lago, y nada ni nadie iba a ser capaz (ni siquiera en un siglo, ni en un millón de años) de sacarlo de su letargo… Pero el hombre, soñaba, y miles de imágenes y palabras cruzaban como ráfagas lucientes su cerebro, de parte a parte, desde el núcleo hasta los bordes, hasta estrellarse contra el cráneo, rebotar y fundirse de nuevo en una amalgama de luces disparatada sin aparente sentido más allá de su súbita proyección, un centelleo ininterrumpido y dinámico que repudiaba todo intento de ilación: fragmentos, retazos, ruinas, rescoldos de una idea, cenizas de una vida…

Y la mujer de las muñecas… Y los ojos de cristal de color azul o violeta o verde que fabricaba en silencio… ¿qué pueden mirar esos ojos muertos tan brillantes?

A ti, eternamente.

Al vacío.

Al abismo.

Cualquiera sabe

¿El arte?

Calibán, el pobre monstruo desposeído, el endriago o aborto de la mil imaginaciones…

El ser de las dos caras, el hombre que era, el artista que creaba, se descreaba, el hombre, el artista…

En la isla de Próspero todo es relativo (pero, ¿no es así también en la isla del mundo?): verdad o mentira, libertad o esclavitud, fantasía o sueño o realidad, venganza o perdón, deformación o ligereza… y sin que en ningún momento seamos capaces de saberlo con exactitud… Son los caprichos del pensamiento… o los del mismo mundo traidor que con sus apariencias juega con nosotros, todo del color según se mira… (¡o nos mira!).

El pobre diablo de Calibán no acierta en ninguna de las dos tesituras: artista o monstruo, dueño o esclavo, desposeído o señor de acontecimientos.

¿Qué diría Hallward…?

Así que Klee…

El Viejo Brell hurgaba ahí adentro, traducía en palabras lo que ya era visible en imágenes… ¡Pobre loco! Moriría sin culminar tamaña afrenta.  Se rodeó de centenares de libros afines al tema mayúsculo elegido (más bien se protegió con ellos como un feto viviente en el interior de una manta oscura, pesada y polvorienta, lo que, por otra parte, había hecho durante toda su vida), amontonó miles de notas, apuntes indescifrables al paso de los meses y esbozos analíticos que sólo conducían a la desesperación por su inane valor como medio de alcanzar una conclusión plausible.

El hijo, benjamín inoperante (y culpable por no haber comprendido que mejor quieto, prescindible del todo, aunque tenía una vaga idea de que eso era lo correcto), resuelta la supervivencia a base de cháchara académica inútil, prosiguió una investigación que alborotaba en la sucia charca de los datos mediante proyectos y anécdotas sus propias teorías inútiles y aporías extravagantes sobre el arte ejemplar de otro.

¿Qué diría Hallward? 

(Ni siquiera el mago, el artista, es capaz de dilucidar los secretos más eficaces de la luz, el color, la forma…): sólo los ve, y le son gratos.

Hallward es un artista mesurado en apariencia, honesto, pero hace lo más terrible que puede imaginar un creador pusilánime y atemorizado para librarse de la condena: endosa al cuadro su alma complicada, allí se trazan ocultos por la belleza (presunta) su turbación y sus pesadillas.

¿Le admiro mucho, sabe?, le confiesa a su modelo.

El modelo, que no existe, se le queda mirando con suma extrañeza.

Qué error.  

Perdón…, musita.

Es usted mi inspiración.

Doble error.  

Los modelos, los estímulos, sólo son el humo de la hoguera prendida en el acto del arte: lo residual del proceso creador.

¿Qué te turba?:

Lo desconocido, lo conocido… que no conozcamos realmente los  verdaderos nombres y utilicemos simulacros, palabras, como manera evasiva e imperfecta para apañarnos, una falsificación del auténtico sentido de las cosas que nos tranquiliza y nos permite abandonar sin escrúpulos su indagación más profunda.

¿Qué modelo ampara la forma de las cosas?

¿Es el pensamiento sólo sesos?

¿Un molde el universo todo el entramado de su tiempo y sus espacios?

¿Existe un patrón como en los trapos del sastre? ¿Un modelo del que proceda el origen?

Ninguno: no existe la forma perfecta, todas son arbitrarias o funcionales.

El universo es una aleación entre millones de mezlas posibles… así, por las buenas.

¿Yo me he hecho esto?, se preguntó mirándose en el espejo macilento y frío del amanecer, hastiado al repasar los próximos actos (beber un vaso de agua, defecar, ducharse, afeitarse, desayunar) que le aguardaban, ya repetidos una y mil veces en su vida de adulto, acciones que le distrairían hasta que el sol escalara un poco más sobre la gélida luz del nuevo día y él se atreviera a salir a la calle en busca de la mañana.

Hay un artista, un semidiós, o un dios, échale la culpa a él, tú sólo eres su obra…

Hallward diría: Que sea el retrato de otro el que se marchite y corrompa… Sólo es arte, y el arte no sirve para nada.

Que la vida sea eterna, incorrupta. ¿No lo es acaso el sol? Cinco mil millones de años es la eternidad. La medición de tamaña desmesura es inútil, grotesca. Mucho antes de la infinitud está lo imposible, lo que ha de sobrevivirnos. ¿Para qué divagar sobre lo infinito si tenemos mucho más al alcance de la imaginación el hecho incuestionable de nuestra propia desaparición en la tierra como especie natural (!)?

De modo que Hallward tiene secretos. ¿Quién no? Pero es artista, y conoce demasiado bien sus trucos de feria, sus embustes. Se engalana con un frac y una corbata blanca y da el pego del buen salvaje. Ataviado de tal modo, cualquier puerta se le abre, no inspira ningún temor (a pesar de que su ojo ciclópeo se prepare para hacer de las suyas). Tiene secretos el pintor: es sugestionable, la visión exterior conmueve su espíritu, cuando debía ser lo contrario; además, busca el sentido abstracto de la creación, pretende ahuyentarse de lo biográfico, algo materialmente imposible (el arte es materia, pero también es intención, compromiso y memoria incluso inconsciente).

Hallward pensaba que todo concluía firmando la obra en letras de bermellón en una esquina del lienzo, y ha creado un monstruo… fuera del cuadro, como si pasado un tiempo hubiese sido expulsado de él por una extraña fuerza y ahora campa por ahí como si tal cosa, disfrazado de persona en lugar de personaje, manchado por las corrupciones e ilusiones del mundo y las suyas propias en lugar de seguir investido por el maquillaje del noble óleo.

Lo trágico y lo cómico nacen de lo mismo, que luego se escindan…

¿Por qué rabia Calibán si no se ve en el espejo?

¿Por qué rabia Calibán si se ve en el espejo?

Ambiguo Calibán, hijo de Sycorax, la devota de Setebos.

Así que Klee…:

Una biografía sobre el alambre, un funámbulo que pende sobre un vacío de mosaicos indescifrables como un conjuro entre dos extremos de colores que pueden abarcar tanto lo onírico como lo más bufonesco de lo real.

Paul Klee es el verdadero artista que vive encerrado en una prisión inexpugnable y que fatalmente, con cruel lentitud, le asfixiará: su propio cuerpo es la cárcel que le oprime hasta dejarle sin aliento, una ronquera terminal que pudre su carne.

Artista: consciente de su propia degradación.

La única alma que se le revela es la suya. Tal es su prisión. 

¿No hace nada por librarse?

¿Del alma?  ¿Cómo?

Haciéndola materia.

Primero tendrías que sacarla de su escondrijo.

Lo hizo todo: inventarse hasta en las pesadillas, las fantasías, las imaginaciones, revolcarse en otro…, pero su cuerpo le traicionó, le apretaba y apretaba sin dejar que, cual una serpiente desvariada, mudara de piel, renaciera limpio y nuevo, dispuesto para cualquier batalla que propiciara el nuevo amanecer.

Ninguna impureza parecía brotar de la superficie del cuadro de Hallward y, sin embargo, las pinturas deparaban una curiosa alteración; un nuevo sentido, afortunado o no, los dotaba de una veracidad morbosa, incluso rechazable a despecho de su atractiva plástica y su construcción armoniosa. El mal, lo nuevo y extraño venía de más adentro, de lo no visible, como si una entidad maléfica y prodigiosa desbaratara la idea inicial del pintor cuando emprendiera su ejecución inocente, meramente técnica.

Cuidado, pues, el peor artista, el peor de todos, es el que acaba de santón. Toda plegaria y predicamento es una herejía que mancilla el arte hasta hacerlo irreconocible y lo transforma en un bibelot espiritual, un recitado pusilánime y vacío.

Entonces, el artista debe ser asesinado, desangrado sin piedad a manos de cualquier petimetre con un cuchillo o una estilográfica en la mano. Bonito final romántico (desde luego, más apasionante para sus devotos lectores que caer desde un ómnibus al Sena).

¿Y qué sabía el Viejo Brell de ello?

Nada, como el Joven Brell.

Ninguno de ellos sabía nada de nada en realidad: leían libros, garabateaban signos cual filósofos en abuso desmedido.

Esos dos sólo creían en los libros, más en los retratos petrificados de los cuadros que en las verdaderas (y temblorosas) biografías de carne y hueso de los retratados, más en los ahora hieráticos personajes de lienzo, pigmento, aceite, marco y museo que en alguna suponible y carnal realidad.

Pero follaban como locos.

Bah, una mecánica… Un desagüe puramente fisiológico.

Enfangaban con tintas como aguas sucias folios a 33 líneas a doble espacio con escolástica contumacia y perseverancia funcionarial. Folio tras folio, folio tras folio… No paraban, eran esas tentativas docentes impuestas por profesionales de la norma académica para justificar la invención y desarrollo de un tema intelectual, por lo demás estéril, que salvaguardara su existencia pecuniaria a base de protocolos, reglas, dictámenes,  procesos, tesis, ocurrencias, majaderías…

Y esos otros dos de la actualidad rabiosa (2008), nuestra pareja preferida, siguieron su destino del mediodía venusino, antesala de todas las ocurrencias obscenas del fin de semana.abandonan el campus, tan protector él de alumnos y dómines .

Comieron en Deless. Las fastidiosas bolsas no dejaron de incordiar en ningún momento, había que enderezarlas una y otra vez (Paula, ¿quién si no?, él ni se enteraba trasegando caña tras caña y los montaditos iniciales), parecían vivas rebullendo contra los pies, vomitando sus exquisiteces de gourment sobre el suelo de grandes baldosas brillantes.

Laura vendrá a cenar.

Laura es Hanna, es todo otra vez, es…

Eso significaba dos sillas, no una: dos. Y las miradas de cemento, o peor aún, de piedra arenisca, deshaciéndose en el espacio indefinible aunque sí referencial de la indiferencia y hasta el desprecio contra un pasado reciente al que a ninguno de ellos importaba de hecho: las cosas son, los hechos se desvanecen, no hay herida en el siglo XXI que muestre sus cicatrices (pasadas ya de moda).

¿Qué tal el maridaje del vino con…?

El tipo de chata y gruesa nariz (qué raro…) se abalanza sobre la mesa con la lección bien aprendida. Que si la carta de vinos, que…

Apropiadísimo. Es usted, chef, todo un sabio. Felicite de nuestra parte al enólogo.

No hay enólogo. No había ni bodega de hecho: una vitrina con los riojas, riberas del duero y fiascos del penedés en posición reclinada como un ejército derrotado de antemano.

Ese tinto, y ese blanco (el rosado no es nada)…

Entonces, póngase la medalla usted mismo. (En la almidonada garganta de pedante.)

¿Qué tal el pan…?

De vómito.

Mediocre el postre con sus asquerosas galas de azúcar.

Peor el café, requemado y echado a perder.

Y nada de puros, aquel habano que dignificaba la bonancible digestión, aquel aroma que sepultaba el hedor de las tripas removiéndose, sostenía la bonhomía, distraía remordimientos...

Ahora toca retroceder.

Veamos:

Llega a ser quien eres.

(Para ese viaje no se necesitan alforjas.)

¿Cómo llegaron a Deless?

¿Cómo llegaron a lo que son?

¿Qué son? En ese momento hubiera pasado a cuchillo a todos los habitantes del restaurante, incluidos las mujeres y los niños. Le poseía una indignación divina, jehoviana.

Uno vive, y sigue, y vive, y se convierte en eso, en lo que es, y eso es todo (y luego baja el telón y acaba la función, y empieza a olerse el tapizado marchito de las butacas, la polvorienta moqueta del millón de pasos, descubre la rancia cristalería de la araña aún resplandeciente, el entelado mohoso de las paredes, las humedades, la oscuridad maloliente entre bambalinas…).

¿Cómo llegaron…?

En taxi.

Viernes, 13 horas, 46 minutos, abril, 2008. Ahí están esos dos a la caza de un taxi en la avenida de los Naranjos, cruzada por los modernos tranvías sin encanto, los autobuses de un rojo como oscuro, sin interés, gris como Valencia, un rojo nada inglés, y la circulación venusina y ya algo crispada, las decenas y decenas de estudiantes que se diseminan por aquí y allá con la joroba de sus mochilas y sus cartapacios bajo el brazo (pero ¿dónde diablos van?, ¿qué casa les cobija?, ¿qué padres pagan los vaqueros, las cazadoras, las camisetas de moda, el metro, los almuerzos, las matrículas, los másteres…?, ¿cómo pueden sostener toda esa ficción, toda esa parafernalia de aprendizaje vaya usted a saber para qué?, van y vienen, se mueven siempre estos estudiantes de un presente que se repite año tras año...)

Un cuadro hiperrealista.

¿Te llamas Jeff Koons?

(Ni uno solo de éstos deja de ser todo el mundo.)

Explícate: esos dos inmóviles en el fragor contemporáneo de la vida que no cesa, que indetenible en sus (anodinas) variantes sigue su curso directa al deterioro inevitable, alzan la vista escudriñando el punto verde y…

(Ojo: toda écfrasis delata su fracaso: no describas lo que yo una vez investido de  proceso codifico, visualizo, entiendo, conceptúo y hasta califico…)

Es la moneda de la suerte: en el asiento trasero del taxi, donde ambos van sentados en un silencio extraño, Paula ha descubierto en el extremo donde se halla, detrás del pescuezo del conductor,  una moneda de cincuenta céntimos, casi a punto de escurrirse por la ranura del tapizado al lado de la portezuela, la coge, la mira, la guarda encerrada en el puño: la moneda de la suerte, qué cojones, la única, la verdadera: se van a enterar, y aprieta todavía más fuertemente los dedos que encierran al dios, a uno de ellos: ¡dame todo, absolutamente todo, y dámelo ya!, exige a la casualidad.

El taxi enfila Blasco Ibáñez después de salvar la rotonda de la avenida de Cataluña. Mal. Deless, en Joaquín Costa, esquina con Reina doña Germana, no exigía esa carrera. El tipo del pescuezo con piel de sapo (dos generaciones le salvan de la recolección del arroz con los pies hundidos en el fango y las pantorrillas al aire llenas de sanguijuelas, el sombrero de paja cubriendo la cabeza y los riñones para el arrastre) debería haber tomado la avenida de Aragón, colarse en Marqués del Turia por la derecha y torcer hasta la cuadrícula del ensanche a la izquierda. Busca los tres euros de más alargando miserablemente la carrera. Un tipo listo. ¿Quién no lo es en el laberinto urbano?

En estas épocas decadentes… (como todas).

Los pensamientos vuelan, inversamente proporcional a la lentísima velocidad que imprime el taxista al vehículo: les ha visto venir: Sé de dónde vienen, adónde van, se dice el cátedro de las ruedas, asqueado por el peso de su sabiduría psicológica acaudalada a lo largo de décadas: 50.000 tipos y tipas detrás de su nuca ha podido atisbar y estudiar por el espejo retrovisor, y si abren la boca… ¡tanto peor para ellos! Cada palabra desprende del alma una pieza de la vestidura, la blusa, el pantalón, la braga, el calzón… Hasta dejarlos desnudos.

Quien no la tiene torcida, la chupa de canto; la que no se muerde una y otra vez los labios (a la italiana, leyó una vez en un folletín de Rocambole -¿La estocada de los cien luises?-), guarda un cuchillo carnicero en el bolso; el crío que no raya el asiento con un puto bic, es que tiene la mano debajo de los calzoncillos mientras mira las piernas entreabiertas de su madre al lado…

Los ha visto de todos los colores.

Sé de dónde vienen…

¿Quién es ésa que a tu lado va?, se pregunta (más bien divaga) Boceto.

Esa mujer joven y fastidiada por cargar con las bolsas llenas de logros gastronómicos, que elude mirarle, que a saber lo que estará pensando de él. Esa mujer que se hubiera ahorcado con su brazo antes que darlo a torcer. Esa mujer…

¿Por qué no hablan? Podría preguntarse Boceto.

¿Por qué no hablamos?, se pregunta Paula con las mejillas ardiendo, sofocada por una convulsión interior a la que es incapaz de poner freno.

¿Por qué no hablan?, se pregunta el taxista deseoso de averiguar el estado real de esas dos pobres almas sin duda enfermas cargada de paquetes (ella).

Con tantas cosas que poseen, tantas personas que les rodean constantemente, y siempre parecen que viven a la intemperie. Él está desnudo por más que se cubra, y el frío, la carencia y la desolación le asaltan desde adentro sin que ningún muro alzado con dinero pueda impedirlo desde afuera.

Es sólo un silencioso chauffeur que examina y sentencia inapelable.

¿Cómo se define? Profundamente tolerante con las estupideces y debilidades del prójimo detrás de su cogote.

¿También con las propias?

Yo soy mucho menos interesante que todos ellos, me limito a ser culpable y a reconocer públicamente todos mis pecados sin olvidar ni uno solo desde que tengo uso de razón. De todas formas, nunca nadie iba a absolverme. Podéis empezar a morder desde este mismo momento: empezad por el cuello: tres euros.

Ese rufián del volante a sueldo (trece horas de idas y venidas por una ciudad antigua, de calles estrechas y enmarañadas troceadas de nombres) sí sabe de sobra cómo llegaron esos dos ahí, a ese momento, a esas identidades urbanitas, saciadas, dignas de engaño y todas las trapisondas que él fuera capaz de imaginar e infligirles sin el menor escrúpulo (¿qué demonios son tres euros rapiñados en silencio, con elegancia, paseando en vehículo a motor por la ciudad en primavera…?).

Imaginad, queridos, que paseáis metidos en un coche de punto por el boi de Bologne, entre otros carruajes y jinetes apuestos  y bellas amazonas…

Ese Brell, hermano de otros dos Brell más ilustres de la vida, uno muerto, otro desaparecido, menos cobardes: Mi vida será las menos inspirada de mis obras, se dijo grandilocuente, mirando el paisaje urbano más allá de las ventanillas, todavía estimulado por las cuatro cervezas trasegadas.

La fe es el cero (el número o no número) de todas las religiones, se sorprende pensativo ahora Brell, mientras el taxi ya busca por la parte derecha hacia el río una transversal donde girar a la izquierda de la arbolada Gran Vía, paraíso de estorninos y estatuas de granito a la intemperie deshaciéndose por los excrementos de las aves alzadas en su ancho y verde pasillo central, colorista, aceras frescas y animadas a esas horas del mediodía: vuela el pensamiento, los pensamientos, el vermut…

¿Quién soy yo?

Tú eres… (Yo soy…)

Héroe, dijo alguien del pasado, es quien quiere ser él mismo.

¿Quiero ser yo?

¿Qué es yo?

Una pregunta (y alzó la mano)…

Divagan esos… tres: el taxista, la mujer, el hombre…

El taxista: Debería meterme por Císcar y joderles un poco más… (cuatro euros arriba abajo, calcula). A estos tipos de mierda con jeta y atuendo de funcionarios o profesores, les sobra el dinero, el tiempo, todo: el 30 de cada mes tiran de la cadena del váter, tienden la mano y vuelta a empezar: a limpiarse el ojo del culo con los billetes.

La mujer guionista:  Una putilla de 16 añitos del montón del BUP, con la vaginita ya estropeada, inocente pero no del todo, lista pero no del todo, llevarla de un lado a otro a la salida del Instituto, una tal Marta, preñada, en busca del aborto, pasan cosas, un mal desenlace… En fin, demasiado visto… ¿Qué tal si el compadre del Instituto le abre la cabeza una noche y la abandona en un descampado… ¡viva!? Él no lo sabe, y … al día siguiente la niña aparece en el hospital con la cabeza cosida, como una maldita frankenstein que luciera el vendaje terrorífico.

El hombre, profesor de historia del arte y marido de la guionista:  Yo soy… (demasiada cerveza en la barriga, y deja la frase sin terminar)… Yo soy…

Vuela, pensamiento, vuela:

¿Por qué lo hice? ¿Por qué se hace todo?

Yo… soy…

Matas lo que amas, existen una forma exacta de hacerlo, sin paliativos, irreversible.

Le hubiera gustado ser uno de esos tipos a los que engrandecen sus vicios…, pero su maldad sólo era fortuita, accidental, impremeditada… Ni siquiera era un pecador puesto que no aceptaba el pecado: como una planta carnívora: la moral del vegetal: la de la leona que mata pero no sabe que mata: come.

Se siente humillado por su pasado, pero no siente ninguna especie de remordimiento, nada de él puede llegar hasta el futuro ahora. Lo pasado, pasado: el futuro es el ansia de presente, no la añoranza, lo inasible, de lo muerto, indetectable.  

Plano medio, plano americano, panorámica…, visualiza el poderoso cerebro de la guionista: ahora los personajillos, esos hijos tontos (ITIPS: individuos técnicamente incapacitados para sobrevivir), los adivina tras las ventanas con molduras, más allá de las escaleras de mármol de los señeros edificios, en dormitorios de paredes enteladas: en ese 67 viviría Marta, en el 81, Alejandra, en el 101, cerca ya del puente, Borja El Temprano Follador Abre Cráneos…:

Escena 5. Interior.

Plano general.

Dormitorio. Luz del atardecer.

Marta desnuda sobre la cama, medio adormilada.

Plano medio.

Borja, con el condón en las manos, la cara sudorosa, los ojos brillantes.

No acierta a colocárselo (primer plano  que oculta de cintura abajo al chico).

Borja: ¡Joder, joder…!

La guionista imagina el cuerpo desnudo de Borja, fibroso, adolescente, inexperto en la acción, confuso en el pensamiento, deseable hasta el vértigo, lo dibuja airoso entre otros viandantes andando por la acera que cruza vertiginosa frente la ventanilla, cual una transparencia, lo detiene junto el semáforo, aguardando el paso veloz de los coches, de su taxi

Mismo plano.

Borja con la cabeza gacha: ¡Espera, nena, que ya voy, espera…!

Divaga (ahí sigue) El Pequeño Brell (hermano de Carlos, de José David) en silencio acerca de… (¿de qué?):

Los dioses… que son tan desgraciados como nosotros, tan indefensos y frágiles, prisioneros de la tierra, creados en ella… No son nada más allá del azul del cielo, y nada tienen que ver con las estrellas.

Close-up.

Borja con los ojos cerrados, en éxtasis, se le escurre un reguero de saliva por una de las comisuras de la boca.

Borja: ¡Aaaaahhhh!

Primer plano.

Marta mueve el rostro húmedo y enmarañado por el cabello de un lado a otro, gime, la boca abierta, semicerrados los ojos, se retuerce bajo el chico.

Marte: ¡Sigue, cabrón, sigue!

El taxista: Les pondría birlar cinco euros con toda tranquilidad. El tipo está casi borracho, y ella parece drogada, parece en Babia, calcula ladinamente el taxista poeta. Media docena como ellos y me arreglan la semana.

Clitoriana ella (cavila la guionista en trance erótico):

Deja en paz el puto agujero y agarra el clítoris con esos labios de mamón, ¡jodido imbécil!

El taxi ha girado a la derecha y busca ahora el 74 de Joaquín Costa, se desliza sobre la calzada suavemente, como un depredador en busca de su presa.

Deless… mejor estaría nuestro Brell el Joven como uno de esos personajes de Dostoievski, solo y cabizbajo, entregado a sus pensamientos, escondido en el subsuelo o ahogado en sudor postrado en el catre de un cuartucho justo debajo del tejado al rojo vivo durante el sofocante y maloliente julio de San Petersburgo, bebiendo vodka y comiendo salchichón sin parar. De postre, ranas rebozadas con azúcar, que diría el gogoliano Sobakevich… (no sin cierto desdén).

Bonita sofisticación.

A ver, a ver estos de Deless y los cincuenta machacantes por cabeza (vino aparte), camareros de blanco y negro, como piezas de...

(La fortuna del taxista en esta jornada ya bien entrada la medianoche, más allá de los dígitos engañadores del taxímetro, se incrementará finalmente con seis pavos del ala adicionales de esos dos pájaros… y después, en el circuito revoltoso de las discotecas, añadirá una treintena más de pavos sonsacados con su sonrisa de puro servicial  a los niñatos borrachos del finde venusino de regreso a casa de papá y mamá, que no dudan en pagar aliviados la carrera a esa hora de la noche al tener que cargar de nuevo con esos vástagos tan bondadosos en el fondo, tan cariñosos, hijos excelentes y buenos estudiantes. Naturalmente. Hormonados al límite, crispados durante toda la semana por la montaña de los apuntes de la facultad que los sepulta sin dejarles respirar, el desasosiego de Internet, la consola pecadora, las idas y venidas… Dejemos que los viernes por la noche se meen en la cama.

Así son los tiempos.)

(Sade: ¿Cómo decirles a estas buenas gentes de provecho que un hijo es un tumor maligno?)

La filosofía en el taxi puede ser temible… como la del boudoire.

El mal ¿es consciente?, ¿sigue siendo mal si no es consciente de su dimensión de maldad?

Los dioses nos libren de las buenas personas, de sus pompas y sus obras, ruega el taxista filósofo alejándose a toda prisa de ese escenario nocturno de adolescentes desmayados por el ebriedad, padres sin palabras ni razones y madres desvencijadas que bastante hacen con entenderse a ellas mismas a estas alturas.

En ocasiones, algo se remueve en la conciencia aletargada de Boceto, sensación (más física que espiritual, lo cual es chocante) que inmediatamente procura bloquear distrayendo su atención en asuntos más convenientes a la placidez: ¿Qué comerá hoy? ¿Dormirá bien esta noche? ¿Amanecerá mañana? Ya roza con las yemas de los dedos las próximas vacaciones, el no hacer nada, o hacer lo menos posible… Ah, el horizonte, el placer…

Brell el Joven duerme como un bendito, duerme el sueño de los justos (de los inconscientes).

¿Qué puede turbar a ese cuarentón? Ni siquiera el pasado.

Dolmance: Lo ideal, por supuesto, sería no cometer más que delitos; pero como no siempre se puede hacer tal cosa, aún nos queda la estimulable perversidad de no hacer nunca el bien.

Brell el Joven, a estas alturas del siglo ya inevitable (¡uno más, el XXI!), tangible, duerme como dormía Brell el Viejo, como esos viejos de piel transparente, frágiles, del todo desarmados, con la mirada húmeda de miedo (e increíblemente de esperanza: seguir vivo mañana, tal vez pasado mañana, y aun el otro, y otro, y otro), los párpados hinchados y caídos y la boca prieta, hacia dentro, como si temieran que los pecados y las pequeñas infamias salieran de entre los dientes al exterior y, ante los atónitos ojos de los demás, los condenaran definitivamente. Duerme como el moribundo que tiene miedo a morir, a abrir los ojos, a mover un brazo... como los viejos que temen despertar y darse cuenta que ya están muertos, a punto para el arrastre. Dormir… como un moribundo, sin querer despertar, soñando, entre imágenes y desasosiego.

El taxi se detiene. La calle está profusamente arbolada, y una pequeña brisa agita suavemente las hojas de las acacias y los profusos castaños que bordean las aceras. Huele a primavera a esa hora del mediodía, un aroma seco que se esparce desde los mismos árboles, de la piedra de los edificios sólidos, señoriales, de las ventanas brillantes, de los comercios señeros y pulcros.

Brell paga con un billete de 20. No mira lo que le es devuelto: la víctima perfecta de la estafa, hasta la perpetrada por un pobre taxista echado a perder por una jornada laboral que obliga a la rebelión, cualquiera que sea, la del robo, por ejemplo. Separa un par de monedas y las entrega al taxista que mantiene su cara de póquer mientras tiende la mano: ¡Encima propina!

Se apean del taxi.

Brell el Joven alza la vista al cielo en lugar de bajarla a las bolsas. Un cielo azul, profundo…

-¡Eh, tú! –exclama Paula cerrando la portezuela con cierta violencia, subido el borde de la minifalda cerca del pubis, rabiosa por el desaire.

Brell coge una de las bolsas con expresión de fastidio. Qué le vamos a hacer, uno no ha nacido con vocación de porteador. Sobre mi conciencia, todo; sobre mis espaldas, nada, que dijo el otro.

Sobre mi conciencia, todo; sobre mis espaldas, nada, que dijo el otro.

Paula se ajusta la falda sobre los muslos, la alisa ceñuda.

Plano general. Exterior. Afuera del restaurante. Ignacio Brell y Paula Coloma, cada uno con su bolsa respectiva, se dirigen a la entrada de Deless.

Plano general. Exterior.

Se apean del taxi. Los dos chicos con semblante muy serio. La cámara le sigue hasta el portal. El taxi desaparece entre los demás vehículos que ruedan por la calzada, como un criminal que huye de la escena del crimen.

Fundido.

Plano americano. Interior de la habitación. El típico decorado del dormitorio adolescente: vídeos, varios pósters de grupos musicales sujetos con chinchetas en las paredes, una cama nido, la mesa de estudio, el ordenador, zapatillas deportivas por el suelo, alguna prenda presumiblemente sucia en uno de los rincones, una guitarra española.

Marta, sentada en la cama malamente hecha, las sábanas arrugadas, la almohada a un lado: ¿Y ahora qué? Dime, ¿qué coño vamos a hacer ahora, payaso? ¡Ni siquiera sabías ponerte una goma en la puta polla, y te corres a las primeras de cambio…! ¿Qué vamos a hacer?

Plano-contraplano consecutivos:

Borja: ¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca me he visto en una situación parecida…

Marta: Pero…

Borja: Quizá hable con mi hermano. Es bastante mayor que yo. Él sabrá lo que hay que hacer.

Marta: Yo… no puedo hablar con nadie. Estoy confundida, y tengo miedo. ¡Mis padres me matarán!

Plano medio de los dos mirándose fijamente.

Fundido en negro.

Durante un instante se escucha como un crujido, algo que se rompiera.

Sigue negro.

Voz de Bprja en off extrañamente serena, grave, se diría que escanciada:

Me matarán, ha dicho ella… Eso… solucionaría el problema de los dos… de los tres.

Se abre fundido.

Plano medio de Borja, que mira a la chica en silencio, sin despegar los labios.

Voz en off de Borja: Debería aplastarla. Aplastarle el cráneo a esta puta enferma y enterrarla bajo una charca de mierda.

Marta: Me gustaría tomarme un helado. O beber zumo de piña.

Borja: ¿Un helado? ¿Zumo de piña?

Marta: O palomitas de maíz.

Borja: ¿Palomitas de maíz?

Marta: O un pedazo de tarta de frambuesa.

Borja: ¿Tarta de frambuesa…?

Voz en off de Borja: ¡Maldita zorra! ¡Ya empieza con los antojos!

Palomitas de maíz y helado de primero. Tarta de frambuesa de la abuela de segundo. Para beber zumo de piña.

¿Tenían los señores una reserva?

Los viernes sobra la cita previa: amigo, tienen ustedes medio vacío el comedor. ¿A quién quieren engañar?

Qué ocurrencia la del señor. Ja, ja, ja.

¿Desean la carta de vinos?

Nada de ocurrencias (sólo queremos comer).

Y la carta del aceite (de oliva virgen extra superior I, por supuesto) y la del agua (manantiales nacionales, por supuesto) y la de la cristalería de los vasos y la de la loza de los platos y la del aire respirable, y la del metal de los cubiertos … y la de los malditos cojines del asiento para gran confort del culo antes de cagar el menú degustación al día siguiente (Dios mediante).

Menú degustación Paleta de Colores:

Bonita carne en salsa azul.

Maravillosa patata roja.

Perfecto el caldo negro.

Divertidos los tropezones grises,

Singular la rodaja de pan verde.

Un hallazgo el plátano blanco guarnecido de judías moradas.

¿Qué podría decir de la manzana inyectada de sangre y trazas violetas, llamativamente rosas, de cerdo lechal? (triste destino el del cerdo).

(A ver esto: Simulacro de ojos de ternero degollado rehogado a las finas hierbas de los prados de Iowa, USA.)

Insuperable.

(La nomenclatura de los restaurants alcanza la superchería.)

Insuperable todo, absolutamente todo. Es evidente que nos hallamos en el auténtico límite, en la excelencia.

Estamos aquí para servirle, señor.

La enjundiosa pero espartana pintanza llega a su fin.

Alguien desliza suavemente el carrito de los postres.

La hora de la melancolía:

No queremos postre, gracias. Puede retirarlo. Aunque…

Tampoco el queso rancio y oloroso y escurridizo a juzgar por el aspecto, de textura granulada y azul y blanco, un blanco amarillento mira tú por donde, el queso del ratón atrapado en la ratonera. Pero el postre… medita Boceto.

¿Un licorcito, un herbario?

Los pensamientos… vuelan.

La serie se llamará Chicas, toda una declaración de intenciones: Ahí abajo es como un monedero de seda sin pelos, que diría la Oates… Los moscones con el rabito en la mano, el decorado; ellas, la regla (el flujo de la asquerosa sangre marrón), sus líos, sus miedos, sus torpezas, sus complejos, sus triunfos, esa cierta perversidad inocente mientras no dejan de excitar a hombres y mujeres con sus miradas y sus gestos…

Plano medio de los dos; Marta sigue sentada sobre la cama; Borja tiene la vista fija en el póster sujeto a la pared detrás de la chica: un tipo montado en una motocicleta de gran cilindrada circula por una carretera desierta que serpentea entre montañas desarboladas. Un tono marrón (hasta el cielo, que podría ser el cielo de Marte) prevalece en la atmósfera que envuelve la fotografía, le dota de un siniestro matiz apocalíptico.

Borja. Voz en off: El tipo huye, huye…

Marta (abatida): Johanna Gutiérrez, la de tercero, esa que siempre viste minifaldas, pasó por lo mismo... Quiero decir…, salió bien librada. Lo sé por Nerea Sánchez… Deberíamos preguntarle…, saber más, no sé… Tiene que haber una solución…, ¿no?

Primer plano Borja. Voz en off: Eso es, que se entere todo el mundo que he metido la pata… la polla en el coño de esta tía. La guarra de Johanna no tardaría ni un minuto en mensajear la noticia… ¡Dios! ¿Pero qué voy a hacer yo ahora?

Marta: Después de todo…

Borja: ¡Cállate! ¡Por Dios, cállate…!

Marta: ¡No me grites!

Borja: ¡Grito lo que me sale de los huevos!

Al camarero ya le ralea el pelo del cogote. Otro condenado calvo en poco menos de dos años, y antes de los cuarenta además. ¡Pobre diablo! ¡La de mierda que se debe haber echado en el cuero cabelludo!

Qué tal va todo, señores?  La sonrisa que ilumina el rostro, brillantes y solícitos los ojos, las manos entrelazadas a la espalda, inclinado el torso, formulación tan natural que incita a mayores consumiciones a los comensales aturdidos por tan reiterada amabilidad (instrucciones básicas de acuerdo el Manual del Chef para camareros).

Me hubiera gustado ser una especie de Virginia Woolf, aunque un poco más lista y menos inteligente. Pero… así van las cosas, maldito fámulo: aunque disponiendo de habitación propia escribo los diálogos de cuatro niñatos de mierda que controlan el acné con las porquerías que gracias al dinero de papá adquieren tras consultar con su farmacéutico. Sólo me falta el consabido puñado de piedras en los bolsillos del abrigo de espinillas (aunque en primavera estemos) para hundirme sin remisión en el río de todas las mediocridades habidas y por haber.

Han retirado los platos vacíos.

¿Para quién escribes? Escribo para los que desprecio. (De modo que está conforme en calificar su trabajo de despreciable.)

Borja. Voz en off: Lo que tendría que hacer es matarla, hacerla desaparecer a ella y esa cosa que lleva dentro, ese gusano al que no va a parar de crecerle la cabezota a partir de ahora…

Una escribe series…, peor aún, se limita a escribir los diálogos de algunos de sus personajes… Y, sin embargo… Chicas sería mi serie por entero, mi sitcom, sólo mía, yo sería Dios, la creadora absoluta, dueña de vidas y haciendas, acciones, amores y odios, muertes… Cuatro palabras, las justas, e ingenio, mucho ingenio... Un moderno dúplex en uno de esos edificios restaurados por el arquitecto de moda (y su decorador homosexual de interiores) en el remozado barrio de El Carmen, cada pared pintada de un color, minimalistas lámparas de mesa, mesas triangulares, sillas de diseño infernal…

Brell se echa para atrás. ¿Por qué razón no he de tomar uno de esos maravillosos postres derivados del petróleo que tan buen olor despiden y que de tan buenas y creativas maneras satisfacen el paladar?

(¿Quién te impide echarte un postre en el buche? ¿Quién?)

Paula le mira con asco:

¿Piensas cenar?

Brell adivina sus pensamientos: ¿Y qué?

Traducción: no te infles ahora, mamarracho… La noche va a ser eterna: cenarás a solas. La pájara volará.

¿Y qué?

Brell hace una seña al tío de los postres.

Borja. Voz en off: Tengo tiempo para pensar, tengo tiempo… Sé lo que debo hacer… Tengo tiempo, tampoco el gusano ese crece tan deprisa…, tres meses, siete meses, ocho meses…

Brell (para sus adentros):

¿Qué diablos es eso de Burbujas Gaseosas Iridiscentes Flambeadas con Ron Ambarino de las Antillas al Aroma de las Fresas Salvajes Bergman?

Brell:

Que muera ahora mismo con la servilleta sujeta al cuello (en realidad, la tiene sobre los muslos) y el sabor del caldo negro regurgitando en el esófago si no pruebo invitación reposteril tan intrincada y digna de gusto y delectación (en suma, quijotesca).

A ver ese postre.

Para el carro, tío.

El postrero sonríe con satisfacción.

Señor…

¿Qué demonios es eso de las burbujas gaseosas…?

Una experiencia inenarrable.

No hacen falta más explicaciones.

Con dos cojones, se dice Paula indignada, que no ha probado bocado prácticamente y se ha limitado durante todo el almuerzo a enjuagar la garganta con el agua embotellada a saber de qué sucios veneros, qué sierras de pacotilla, qué rocas minerales y musgosas…

¿Qué hay dentro de un camarero?

¡Menús viejos, naturalmente!, habría contestado sin dudar la amiga Nicole Warren.

¿Qué tiene que ver una vieja como tú con el joven Fitzgerald?

(La guionista se hallaba esos días en su época azul-Fitgerald: no hacía mucho tiempo un canal de televisión había pasado la versión de The last tycoon, rodada treinta años atrás por Kazan, lo que la estimuló a espigar en el muestrario inagotable de flappers del escritor americano durante varias semanas: Algo debería salir de aquí… Y, en efecto, iban saliendo plagios bien disimulados bajo un lenguaje grosero, actual y efímero.)

Debajo de las narices de Brell se extiende en un plato algo parecido a una laguna de plural cromatismo de la que surgen pequeñas protuberancias inclasificables en principio. Aunque enseguida el paladar de Boceto ha comenzado a identificar los sabores, a comprobar texturas manipuladas y no imaginadas, a desvelar los colores primigenios que esconden los primores de la presentación, a descubrir el trampantojo… Pero no acierta a encontrar en ningún instante el Bergman del enunciado, lo bergmaniano, salvo que remita al ingenio facilón de relacionarlo con las fresas (en realidad, son fresas en blanco y negro, como de otro tiempo, ahí puede estar el detalle).

Acabado el postre, ahora se siente vulnerable y corrompido, triste, bergmaniano, saciado de humanidad y sus pueriles tentaciones, tal era, pues, el secreto: el miserable pesimismo.

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