viernes, 7 de enero de 2011

Una academia (25)

Un embeleso existe, matinal o vespertino, en la práctica de la pintura. Bonita afición... de diletante. Menesterosos de pasatiempo se embriagan con el olor a trementinas y óleos, al intenso tufo de los lienzos de grano empastados de blanco. ¿Serán ésos como aquellos que meten las narices entre las páginas de un libro recién salido de la imprenta, comprado hace escasos minutos, y las huelen muy despacio, y se detienen en el olor inefable del papel y la tinta, de la pasta y la junta de las guardas, y jamás lo leen, sólo unas pocas líneas aquí, un diálogo allá: cansinos, lo cierran, imaginan tonterías inacabadas, dan un largo suspiro mientras juntan los párpados y acarician las tapas y luego lo sepultan en los cementerios de páginas con que han convertido las estanterías de su casa cerrada y sin aire...?
Hacerle ver la infructuosa perseverancia de incontables pintorzuelos de paisaje: afición festiva e inocente. El afán artesano malogra la inspiración, encalla las aspiraciones en remedos tan esforzados como inútiles.
Señala la mejor virtud: mira el ojo. La mano emerge de tu cerebro. Descubre nuevas geometrías. Basta con el color real para reinventar la tierra, sus formas fascinantes.
Hacer cuadros: una manera de vivir. Pero de vivir sólo así. Hasta de ser loco así.
Dice (porque piensa en la posterior idolatría de la que es objeto V.v.G):
"Lo cierto es que no debemos hacer de todo una eucaristía, hacerlo pasto de las jubilosas liturgias de después: hay que negarse a la ofrenda y pleitesía camanduleras."
Silvia Jara lo oye, y como si oyera llover.
Desgrana el verano caminos luminosos, casi ciegos de luz, y el falso cronista busca el frescor del agua, la sombra verde, el silencio de ella. Tan confortable en la espera sin urgencia y sin nervio. El tiempo se ha hecho tan sólido como el sol o la lluvia, o la tierra: ahí se asienta Brell.
Vendrá el otoño de cielos cárdenos y rojos y aires encegadores de claror, de amarillos tan densos como las piedras de los barrancos en el atardecer. Los valles se cubren de un sol de oro verde.
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Ya en el fuego. Se hubiera quedado así toda la vida. ¿No envidiaba acaso la mesura dolorosa de los cuerpos viejos que le rodeaban, la quietud, la mudez, la afasia de la mente y el desamparo de los Beyle, sin nada más que la muerte delante, detrás, todos los días? ¿Pues no está ahí tan desvaído contra el fondo de los rincones, escondido en penumbras y bañado por el resplandor rojo, ahí, en esa cochambre mortecina de olor seco y áspero a madera vieja y a ropa estragada, a la cal antigua de las paredes abombadas y de los techos inclinados, a la humedad del suelo inconsistente y desigual? Ahí está uno en el final de todo, a las puertas de nada y con el pasado enmudecido o chirriante, mortificador o despreciable pero muerto, enterrado y ya imposible para los años de después y de los de mucho más adelante. Deja uno de hacer cosas, tiene el alma cansada y la mirada blanca. Acabar..., pero no, no es fácil matarse por nada. Vuelve en sí Brell, y siente el calor de las llamas. No se le oculta al mirar los perfiles caídos y pálidos de los viejos la vida gastada e inútil. Vivir para llegar ahí. Ver los párpados gruesos, cerrados y blandos y las manos nervudas agotadas sobre el regazo, el frío de la carne muerta, ese frío tan especial y como no hay otro. Uno podría matarse por todo, por una vida llena de lucha y sin dioses, de terrores nocturnos y alegrías mañaneras, de hijos, guerras, labores y miedos, de casorios y entierros, de rencor o de rabia, también de paz y fatiga y esperanza, de días y noches, de amor y piedad. Por eso... uno podría matarse quizás. No así él:
"No hago nada. De veras." [¿Contra qué va a matarse?] Se lo decía a Silvia Jara cuando ésta le preguntaba una y otra vez: "¿Qué..., qué hay?"
"Nada."
[La nada.]

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